Confesiones de un chef

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Anthony Bourdain de un chef

Confesiones

fidelidad impresionó tanto a los japoneses que erigieron una estatua en su honor. Es uno de los puntos de reunión más populares de la ciudad. Las calles estrechas iluminadas con luces de neón están invadidas por más y más discotecas, bares, restaurantes y gritonas pantallas de vídeo de la altura de un edificio. Sus exhortaciones me hacían vibrar las muelas como si fueran diapasones. Encontramos un lugar shabu-shabu, un salón tatami donde no cabía un alfiler ni había occidentales. A fuerza de contorsiones nos abrimos paso y conseguimos meter las piernas debajo de una mesa. Calentaron un gran wok lleno de caldo para nosotros y llegó un sirviente uniformado con una montaña de la altura del Everest de carne, verduras, mariscos y fideos soba. Empezamos la comida calentando sake sobre una parrilla alimentada por espinas de pescado. Antes de probarlo encendían el aceite que flotaba encima. Potenciaba el sabor, el aroma era muy pesado y despedía unos gases que parecían penetrar de inmediato en el tejido cerebral. Añadían al aceite uno por uno los distintos ingredientes, según el tiempo de cocción... como si fuera una gigantesca fondue. Cuando todo estuvo depositado en el wok quedamos librados a nuestros propios recursos, salvo la frecuente ceremonia de volver a llenar los vasitos de sake helado. No quería irme. Apenas había empezado a comer. Había un millón de restaurantes, bares, templos, callejones, discotecas, vecindades y mercados por explorar. Me sentía algo más que entonado por los efectos del sake y consideraba seriamente la idea de quemar mi pasaporte, cambiar los tejanos y la chaqueta de piel por un traje sucio de lino o algodón y desaparecer en el exótico Oriente. Aquello era... atracción, fantasía, aventura. Y había tanto más de eso, tantísimo más, para un mes, un año, una década si quería ampliar mis descubrimientos... Entonces ya sabía que podía vivir allí. Había aprendido unas cuantas cosas —no muchas—, pero las suficientes para habérmelas con el tráfico, alimentarme, emborracharme y deambular por la ciudad. Me imaginaba como el personaje Scobie en África de Greene, o el narrador de El americano tranquilo en Saigón. Incluso como Kurtz en El corazón de las tinieblas. Tenía la cabeza llena de todo tipo de ideas de degradante romanticismo. A las dos de la mañana todavía pululaban por las calles japoneses jóvenes en coches deportivos americanos, muchachas sentadas en la parte trasera de los descapotables, gángsteres y putas que salían de las discotecas para ir a otro sitio, gaijins descamisados ladrándole a la luna desde lo alto de los burdeles. A bandazos caminé por callejones oscuros y topé con algunos bares más. Aunque parezca mentira estaba otra vez hambriento y quería quitarme un poco del mar de alcohol que llevaba en el estómago. Entonces di el último paso en falso en Tokio: comí una hamburguesa McDonalds mientras caminaba. Los metros dejaban de circular a las once y media. La

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