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EL EXILIADO

Victor Rivera

Mi problema con cada texto que escribí fueron los diálogos, me parecían absurdos, nunca suficientes. Me presenté en todos los recintos como Alejandro Vallarta, compositor, narrador, cronista, director y escritor para cualquier expresión artística que se conociera hasta la fecha. Yo fui todo lo que mi generación esperaba: aquel que portó la pluma y el cuaderno de grandes cartógrafos literarios, el lente de insuperables matemáticos cineastas y la voz cantante de estrambóticos genios musicales. Fui yo, en resumen, el pionero de una nueva utopía de genios.

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A los seis años terminé mi primer poemario, una reinterpretación de las estaciones del año a través de los estudios sobre la música de Vivaldi. Increíble cómo algo que realicé como respuesta a las absurdas enseñanzas de la imberbe profesora Leticia me facilitaron una beca para ingresar al instituto Miroslav Schweinsteiger, la academia alemana más prestigiosa en México. Por supuesto, me convertí en el alumno más joven en ingresar.

Para la secundaria, me di cuenta de que podía hacer todo lo que yo quería. Tenía un talento innato para dejar que mis obras hablaran por sí solas, podía pintar un cuadro, el que fuera, a una velocidad impresionante. Nadie en el instituto tocaba los minuetos de Bach en el clavecín de una manera tan perfecta que el propio Johann Sebastian se hubiese sentido humillado.

No obstante, a los diecisiete años supe que, de hecho, sí había algo que no podía lograr. Mi familia hasta ahora no había hecho falta mencionarla , que poco entendía sobre mí y mis aptitudes artísticas, era una distracción para mí. Cuando debía estudiar, me llevaban a la casa de mis abuelos en León, Guanajuato. Como todo el que ha vivido ahí sabrá que no hay mucho por hacer y, o confieso, si no fuese por mi insuperable capacidad de retención de información habría olvidado cada minuto que pasé en esa casa.

La noche del 23 de agosto del 2023, mi abuela me preguntó qué tipo de obras estaba escribiendo recientemente y yo, a sabiendas de que jamás podría entender la complejidad de mis textos, le comenté sobre mi intención de homenajear la obra de Beckett, explorando la complejidad del ser humano y su necesidad por arraigarse a la idea de trascendencia por medio de un ente superior, le comenté que mi obra partía desde el solipsismo y se afianzaba a la idea de que la muerte no es el fin, pues incluso nosotros no podíamos afirmar que estábamos vivos, comiendo en esa mesa, por lo que la premisa de que había un punto de partida quedaba inmediatamente descartada.

Como era costumbre, las personas con las que me sentía atado debido al parentesco sanguíneo fingieron haber captado la esencia de mis palabras y como si alguna vez hubieran encontrado la belleza que hallé a los cuatro años leyendo el soliloquio de Segismundo. Así, con la mayor ignorancia, con la inocencia de un niño que descubre sus primeros pasos, mi abuela me preguntó algo que a la postre significó mi ruina:

—Mijito, ¿por qué en tus obras nunca platica la gente? —Dijo.

Solté mi cuchara, me quedé helado. Me dejó desarmado.

Porque… Dije sin saber cómo completar la frase.

Sí, es cierto, Alex, ¿por qué en tus cuentos tampoco hablan los personajes entre sí? Agregó mi prima Juliana.

No podía creerlo. La persona que había parido a mi madre, como toda una estratega, me arrinconó, me lanzó un dardo envenenado y, precisa, dio justo en mi talón. Me hallé solo frente a mi audiencia, desarmado, sin saber qué contestar. Yo, que hasta el momento había tenido todas las respuestas, que nunca había sido cuestionado por nada, tenía ganas de llorar.

Luego de unos días, me convencí de que componía todo pensando en un “ yo ” , debido a que la mayoría de las personas no sería capaz de entender lo que decía si agregaba más personajes a mis textos. Entonces todo lo que yo escribía se basaba en un camino solitario, en un encuentro consigo mismo, con relaciones superficiales que obedecían a un hombre que estaba solo en el mundo, no por elección, sino por su incapacidad de comprender su entorno.

Me dio asco pensar que fabriqué, durante años, textos que obedecían al pie de la letra al Modelo Actancial de Greimas Sí, había cocinado cuentos que hablaban sobre cómo escribir más cuentos. Puestas en escena que no alcanzaban la experiencia catártica. Me parecía que esa palabra, “catártica”, comenzaba a remitirme a su uso médico de “acelerar la defecación”. Apúrate con el texto Me decía para mis adentros.

Este encuentro conmigo fue un parteaguas, pues pronto me fue alejando de los cuentos, las novelas y de cualquier cosa que no representara un desafío para mi maestría. Luego también me fui alejando de la música, porque tampoco se podía usar la palabra hablada salvo para la vulgar y chocarrera música que escuchaban otros de mi edad No valía la pena desperdiciar mi talento en drammas giocosos que nadie aquí apreciaría. Después lo fui dejando todo y para los veintisiete años me seguí presentando en los recintos como el mejor compositor, narrador, cronista, director y escritor, músico y cineasta de mi generación. No obstante, cuando me pedían un trabajo, les decía que el teatro se había convertido en el único reto que me quedaba. Lo irónico es que, cuando me pedían una obra con diálogos, siempre ocurría la misma cosa: que no me entendían.

Es que, ¿por qué si tu personaje es un cartero utilizaría palabras como arisco, tumefacto, vesania y languidecer en la misma oración? Me dijo el tipo ese de aquella puesta en escena en Coyoacán. Él, pobre, ¿qué sabía de la vida si venía de una familia acomodada cuyo capricho del mes fue formar una compañía, jugarle al productor, convencer a los de aquella marca de jugos para patrocinar el showcito, que para colmo el público eran sus mismos amigos, conocidos que querían su dinero y, por supuesto, familiares de los actores, que también vivían de otra cosa?

Así, luego de haberme cruzado con todos los ineptos del medio, decidí colgar la pluma y retirarme dignamente, como el mejor que mis contemporáneos han conocido. Lo cierto es que nunca se me ha dado el reconocimiento que merecía, pero a mis treinta y ocho años, aún me dedico de cierta forma al arte. Logré convencer a otro de esos imbéciles que trabaja para una televisora que anteriormente era del gobierno. Bastó con recitar de memoria “Amor constante, más allá de la muerte”, para que él mismo me ofreciera trabajar conmigo. Mi horario de trabajo se resume en salir cuatro horas en televisión todos los domingos. Me dedico a criticar las actuaciones de un grupo de veinte ilusos competidores y a recitarles mi breve trayectoria semana a semana. Sin embargo, el otro día me preguntaron qué pensaba sobre la composición en los diálogos entre dos de los participantes Me quedé frío y por supuesto, llegué a escribir esto. Mañana mismo presento mi renuncia.

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