Trenes Nocturnos

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Trenes nocturnos

Barbara Wood

plantearlo ante nosotros de inmediato. Sólo le pido una cosa. Cuando vuelva a ir a casa de su abuela, asegúrese de decirle al padre Wajda a dónde se dirige y a qué hora regresará. Una vez que hubo encontrado lo que andaba buscando, Anna se lo ocultó por debajo del abrigo, se dirigió hacia la puerta del laboratorio, la abrió un poco y miró a uno y otro lado del pasillo. Estaba a oscuras y desierto. Se deslizó al exterior sin hacer ruido, cerró la puerta tras ella y recorrió apresuradamente el pasillo, hacia la salida. Lehman Bruckner, oculto de nuevo bajo la escalera de piedra, abandonó la posición acuclillada que había mantenido, se incorporó y la siguió.

Al salir del hospital, empezaba a caer una ligera lluvia de abril, por lo que se detuvo para subirse el cuello de la gabardina y dar tiempo a la joven para que pusiera cierta distancia entre ellos. Se metió las manos en los bolsillos de la gabardina y notó en uno de ellos el frío metal de la Walther que el SD le había entregado; luego Bruckner echó a caminar por la calle, a unos discretos cien metros de distancia por detrás de ella. Anna caminaba con rapidez y de vez en cuando miraba por encima del hombro. Las calles estaban húmedas y desiertas, brillantes y resbaladizas. No vio al hombre, que se ocultó de repente entre las sombras. Anna cruzó directamente la plaza principal de la ciudad y se dirigió hacía la iglesia. Echó un rápido vistazo hacía atrás, en dirección al cuartel general nazi, pero no vio guardias allí, y sólo unas pocas luces en las ventanas de delante. Desde el inicio de la epidemia, tres meses antes, se había podido apreciar muy poca actividad por parte de las tropas ocupantes. Lehman Bruckner mantuvo la distancia y, en lugar de cruzar la plaza, como había hecho la joven, se ocultó en un portal para ver adónde se dirigía. Se sintió un tanto sorprendido al verla subir los escalones de piedra de Saint Ambro, abrir una de sus macizas puertas y deslizarse al interior. Decidió que debía de haberse detenido para encender una vela, o para charlar un momento con el sacerdote, por lo que permaneció envuelto en las sombras protectoras, encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar a que saliera la joven. No obstante, al cabo de unos pocos minutos, como la humedad le empapaba la ropa y sus pies se volvían insensibles por permanecer tanto tiempo de pie, Bruckner decidió echar un vistazo en el interior de la iglesia y ver exactamente qué estaba haciendo la mujer. Al fin y al cabo, estaba seguro de haberla visto salir del laboratorio con un objeto oculto bajo el abrigo. Abrió muy lentamente la enorme puerta de roble, se introdujo en el interior y se ocultó en seguida tras una columna para protegerse. Aguzó el oído y trató de percibir algo en el silencio y entrecerró los ojos mientras miraba a lo largo de la nave central. A excepción del parpadeo de unas pocas velas encendidas y de los grandes ramos de flores que decoraban el altar, no pudo discernir ningún signo de vida en el interior de la iglesia. Se desplazó hacia una nave lateral, con la mano apoyada sobre la culata de la Walther que llevaba en el bolsillo, y caminó lentamente y sin ruido hacia el otro extremo de la iglesia. El sudor brotó sobre su labio superior y, por alguna razón que no fue capaz de imaginar, el corazón empezó a latirle con fuerza. A pocos metros de distancia de la sacristía, se detuvo y adelantó la cabeza para escuchar, mantuvo el cuerpo arrimado al frío muro de piedra. Todo era silencio. Ningún sonido. Ningún movimiento. Casi conteniendo la respiración, Lehman Bruckner avanzó poco a poco hacia la puerta de la sacristía hasta encontrarse a su altura y desde allí se inclinó ligeramente hacia adelante para mirar en su interior. Estaba vacía. Empuñando firmemente el arma en su bolsillo, entró en la pequeña estancia, dio una rápida ojeada a las vestiduras colgadas, que parecieron mirarle desde sus percheros, y la cruzó en dirección a otra puerta. Estaba entornada y había luz al otro lado.

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