CARRUS NAVALIS

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6 y toda la curiosa variedad de trajes negros o fantásticos” (10). El protagonista, un médico contemplativo y soñador, tiene escasos veinte días de haber llegado a la ciudad, y más que participante es un observador. No obstante, reconoce que “gracias al Carnaval, vime en pocos días perfectamente relacionado con casi todo lo que hay de más granado en la ciudad” (8). Sin embargo, no disimula su rechazo al viejo y barbado Viloux que “resollaba como pudiera hacerlo alguna enorme ballena, y apestaba tan horriblemente a alcohol, que era una lástima no hubiese a mano alguna sociedad de temperancia” (9) y al verlo que “tambaleaba sobre sus larguísimas zancas; y a fin de acortar tan grata entrevista, no tuve (¡qué remedio!) sino alargarle algunas pesetas para que buenamente se fuera… a cualquier parte” (10).

Fruta tropical Autor colombiano de origen alemán, nacido hacia 1870 en Barranquilla, y muerto en Europa en 1924, Adolfo Sundheim escribió en 1919 la novela Fruta tropical, publicada en España en 1921. A medio camino entre la novela picaresca y el cuadro de costumbres con pinceladas satíricas, la novela relata las hazañas de un abogado bogotano afanoso de atesorar dinero sin ningún escrúpulo, quien haciéndose el muerto escapa de la cárcel en donde estaba preso accidentalmente, mediante la argucia de presentar un cadáver, en complicidad con una admiradora. Después de cambiarse el nombre y el apellido se traslada a Barranquilla, “la tierra clásica del camarón y la hicotea”, (80) donde inicia un periodo de prosperidad a punta de chanchullos, que culmina con una inesperada conversión al catolicismo y su matrimonio con la negra Angélica, casta fruta tropical. En su emotiva exaltación de la ciudad se refiere a “la temporada festiva de antruejo que todo lo trastorna en Barranquilla” (Sundheim, 1921: 117) y recrea el 20 de enero, día de san Sebastián, “principio obligado de la serie de saturnales con que sueña durante muchos meses el pueblo más divertido quizás de la meridional América” (186). El protagonista organiza una fiesta para sus amistades en la “que hubo diversiones para rato, haciendo el gasto en el ramo de carnestolendas los adoradores del soñoliento Momo, que se dan por carretadas en los patios y corrales de dicha buena tierra” (186). En la fiesta se hacen presentes la comparsa de indias farotas al “son melancólico de las dulces gaitas, siempre ganosas de repetir, hasta la saciedad, esa rara melancolía Caribe” (187), los belicosos gritos indígenas con la palma de la mano en la boca, una cumbiamba “al son de esa música popularísima conocida por Gallo giro, en la que la flauta lleva la voz cantante con un acompañamiento de bombo, tambor y maracas” y el baile que Nacha, la doméstica, una “avispadísma negra” de espíritu carnavalero, “mujercita de alma noble y retozona, capaz de ahuyentar el humor más negro, llevando la alegría a todo corazón sumido en la tristeza… pues parecía haber nacido para payaso, siendo como era capaz de comprender y sentir las finuras de la antigua comedia italiana, en la que con poco esfuerzo habría hecho un Arlequín de primissimo cartello” (185),

CARRUS NAVALIS quien “bailó como patoja y con la lengua afuera para remedar a la perra Merveille, provocando la hilaridad de la concurrencia, que no alcanzaba a tenerse de pura risa, sin excluir a Mister Johns, que se le cayó la baba y hasta la pipa de yeso” (188). En esta recreación se inicia una constante en la narrativa de nuestro carnaval: la de la protagonista femenina que parece encarnar la visión del mundo, la esencia de la fiesta.

Desolación Este cuento de Olga Salcedo de Medina, incluido en su libro En las penumbras del alma (1947), destila cierto romanticismo folletinesco. El relato ocurre frente a la plaza de un barrio de arrabal de calles tristes, sórdidas y estrechas. En una casucha de aquel lugar, forman una destacada pareja carnavalesca la funeraria La Comodidad y el café-bar El Torbellino, de luz anémica e intermitente, roja y azul; colinda con ellos, la cocina popular de Juana, quien, pintada, coquetona, con un escote audaz y un heliotropo en la oreja, rodeada así de hombres que la devoran con la mirada como de niños y perros, ha encendido su anafe al caldero donde fríe chorizos, butifarras, morcillas y pechugas, muslos y menudencias de gallina que luego sirve sobre la mesa sin escurrirles la manteca. El calabazo de la plaza está vestido de serpentinas, caretas, máscaras, tiras de papel brillante y letreros alusivos al carnaval. El propietario de la funeraria se ha disfrazado de médico y bebe ron blanco; a su vez, el hijo del dueño del bar personificando la Muerte persigue con una guadaña a los transeúntes; la comadrona es Cleopatra, y el profesor, Napoleón, mientras que el zapatero utiliza una totuma con cuerdas para ofrecer un concierto a los zapatos. El mundo al revés se impone: Por obra y gracia del carnaval impera la mentira y todos realizan aquello que alguna vez han soñado. Las niñas son señoritas de alto mundo, princesas, artistas de cine. Las viejas, niñas. Algunos hombres ―fenómenos del subconsciente― son señoritas. Hay mariposas, gitanos, árabes, pendencieros, bailarines, Pierrots y Colombinas. Ladran los perros de dos patas… Rugen los tigres… Embisten los toros… Las danzas de pájaros y de diablos giran sobre sí, entre cantos y coplas. Y todos rinden pleitesía a su Majestad Lastenia Primera, la reina electa en votación popular (Salcedo 1947: 49-50).


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CARRUS NAVALIS by Carnaval de Barranquilla S.A.S. - Issuu