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A Christmas Kiss

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incontables elogios. “Magda, pero que talentosa es esa nena tuya”, le decían a mi madre y entonces nuestras plumas se ennegrecían. Al ser el gallo pelón de la banda, fui yo el primero que, con la paciencia resquebrajada, se hartó de mirar la arena caer esperando a que me enseñaran a volar. Tomé la peor decisión de mi vida y salí por la puerta. Además del sol que se iba asomando, vi toda la grandeza del mar por primera vez. Los cientos de miles de kilómetros de lo desconocido hicieron que mi tanque rebasara con una mezcla de una gasolina ambiciosa que tenía también un toque de miedo. Rápidamente, me tiré al agua para buscar cualquier manera de subsistir y lograr flotar, pero eran muchos los que, como yo, trataban de nadar. La vida, que siempre ha sido mi maestra por excelencia, no demoró en enseñarme que en la supervivencia no hay moralidad. Lo supe al sentir por primera vez el frío dolor de un zapato que me usaba como otro ladrillo en el camino. Mientras iba desplumando y usando de peldaños a los que como yo solo querían mantenerse en la superficie, sentía que finalmente me acercaba a la cima, a las manchas blancas del mar sin olas, para traerles la noche oscura de mi par de alas. “No fue por nada;” me dije “Sin los segundos, las horas, los días, las semanas, los meses, los años de haber sido la sombra resplandeciente de su opacidad, no hubiera llegado a ser la sábana que ahora arropa toda luz”. No pude ser más ingenuo. Sin miedo subí el ancla y, apoyándome de cualquiera de los que estaban debajo de mí, brinqué para hacer lo que había planificado durante esos diez años: aletear. Cuando, al tomar el impulso inicial, sentí la brisa en la cara, ya las alas se habían desintegrado. Solo alumbraba el paisaje la blancura de la luna y caí en el agua como el sol en el horizonte cuando cae la noche. Me hundí y, hasta el día de hoy, permanezco en las mismas profundidades del odio que sentí cuando desde el fondo reconocí esa blancura tan familiar, que apenas alcanzaba a ver dando vueltas en la manta negra. Ese 24 de diciembre cuando bebí el néctar sagrado, que muchos llaman ron, fue la cumbre de mi felicidad, pero también el principio del valle de mi vida. Por eso, querido camarero, quítale el tapón-pón-pón, a ver si con esta, finalmente, ahogo mis penas.

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