Gaston leroux el fantasma de la ópera

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–Si no la salvo de manas de ese impostor –dijo hablando en voz alta ni acostarse, está perdida... ¡Pero la salvaré! Apagó la luz y sintió en las tinieblas la necesidad de injuriar a Erik. Gritó por tres veces con voz muy fuerte: –¡Farsante!... ¡Farsante!... ¡Farsante!.. Pero de pronto se incorporó sobre el codo; un sudor frío le corrió por las sienes. Dos ojos, das ojos ardientes como brasas, acababan de encenderse al pie de su cama. Lo miraban fijamente, terriblemente en la noche negra. Raúl era valiente y, sin embargo, temblaba. Adelantó la mano, tambaleando, vacilando, inseguro sobre la mesa de luz. Habiendo encontrado la caja de fósforos, encendió la luz. Los ojos desaparecieron. Pensó nada tranquilizado: –Cristina me ha dicho que sus ojos no se vetan más que en la oscuridad. Sus ojos han desaparecido con la luz, pero quizá esté ahí. Se levantó, buscó, registró prudentemente el cuarto. Miró bajo la cama como los niños. Entonces se encontró ridículo y dijo en voz alta: –¿Qué creer? ¿Qué no creer en semejante cuento de aparecidos? ¿Dónde acaba lo real? ¿Dónde principia lo fantástico? ¿Qué es lo que ha visto Cristina? ¿Qué es lo que ha creído ver? Y yo mismo –agregó con rabia –, ¿qué he visto? ¿He visto realmente los ojos de brasa hace un instante? ¿No habrán brillado más que en mi imaginación? ¡Ahora resulta que no estoy seguro de mí mismo y que no podría jurar si he visto o no esos ojos! Volvió a acostarse y de nuevo apagó la luz. Los ojos reaparecieron. –¡Oh! –suspiró Raúl. Erguido en su cama los miraba a su vez tan fijamente cuanto podía. Después de un silencio que ocupó en apelar a todo su valor, gritó de pronto: –¿Eres tú, Erik? Hombre, genio o fantasma, ¿eres tú? Y reflexionó: –Si, es él... está en el balcón.

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