El amor libre osvaldo baigorria

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“El amor libre” de Osvaldo Baigorria

Juan Rossi (Cardias)

Fue en una tarde de noviembre de 1892 que Eleda y Aníbal llegaron a la colonia, y fue una llegada poco alegre. Los nuevos compañeros estaban fatigados del viaje, y mal prevenidos contra la colonia, que dos disidentes -llamémosles así- establecidos en Curitiba les habían descrito como una de las más pobres y menos socialista de lo que en realidad era. También por parte mía contribuí a la poco alegre llegada, recibiéndolos algo fríamente, por haber creído que habían titubeado en venir, lo cual no era verdad. Así es que aquella tarde Eleda no me hizo otra impresión que la de una personita fatigada y un poco triste. Y sin embargo aquellos nuevos compañeros eran merecedores de todas mis simpatías. Conocí a Eleda un año antes en... durante una conferencia pública en la cual expuse ideas sobre el amor libre. Me acuerdo que, habiéndola interrogado privadamente, me respondió con mucha ingenuidad que las admitía. La vi, pocos días después, en un hospital de aquella ciudad, enfermera valerosa, llena de abnegación, incansable, cerca del lecho de muerte del valiente joven socialista que, durante cinco años, fue su compañero amantísimo. Los amigos me dijeron que la vida de Eleda fue siempre una continua y modesta abnegación; una lucha penosa, pero fuerte e inteligente, para su amigo y para nuestras comunes ideas. De ella, de su sencillez, de su tristeza, de su fuerza de ánimo, me había llevado un cierto sentimiento de simpatía y de admiración; pero no el pequeño deseo de la mujer. Eleda era para mí una figura noble y delicada, que se imponía por su carácter, que me embarazaba por su bondad, que me gustaba como nos gusta un compañero galante. Los momentos en que la conocí fueron raros, breves y dolorosos, pero esas impresiones quedaron claramente grabadas, precisas, y así se lo comuniqué a la buena amiga Giannotta. Aníbal es un buen compañero, de aquellos que en la agitación socialista se han habituado a perder mucho y ganar nada. Es de mente nada vulgar, pero tiene el corazón más grande que la mente. Bajo una apariencia tosca, esconde un sentimiento fino y delicado. Fue de los primeros y de los pocos que apoyaron con decisión la iniciativa de esta colonia socialista, y la ayudó mucho viniendo después a formar parte de ella. Aníbal es un hombre a quien estimo y trato con particular esmero. En los primeros días de su llegada tuve ocasión sobrada de conocer mejor a Eleda. Es una mujercita de treinta y tres años; pero cuando está tranquila y se siente en salud, demuestra tener apenas veinticinco. Tiene en sus ojos y en su carita de líneas finas algo que la asemeja a una niña. La expresión de su faz es siempre seria, de una seriedad triste. Principió a interesarme, y a menudo me complacía en preguntarle si se habituaba a la soledad de la pradera y de los bosques, a esta monotonía y escasez de vida. Me respondía que hacía todos los esfuerzos para ello y que lo lograría. Entonces veía en ella a la socialista inteligente, valerosa, buena... Y de ahí creció en mí una simpatía, un afecto delicado y atento que no era otro que el alba del amor. Una noche me dio a leer una carta que le había escrito Giannotta, augurándole un buen viaje para la colonia. “Si vas sola -le decía- acompáñate, una vez allí, con mi amigo Cardias; haréis una buena pareja; de cualquier modo que sea, dale en mi nombre un beso y un abrazo”. – Y bueno, Eleda, ¿cuándo piensa cumplir el encargo de Giannotta? ¿Cuándo paga aquella deuda? -le pregunté, bromeando, al día siguiente. – Pronto o más tarde -respondió en el mismo tono. 41


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