Cuentos para Despertar (cuenta conmigo), por Gabriela Pereyra - COMPLETO

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Cuentos para

Despertar (Cuenta conmigo)

Caminos de Tinta


Pereyra, Mónica Gabriela Cuentos para Despertar: cuenta conmigo / Mónica Gabriela Pereyra. - 1a ed. - San Luis: Mariano Pennisi, 2018. Libro digital, PDF. Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-778-635-4 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título. CDD A863 Edición: Caminos de Tinta – Mariano Pennisi. www.caminosdetinta.com / caminosdetinta@gmail.com ISBN 978-987-778-635-4. Libro digital PDF. Ilustración de tapa: Paula Nader. Diseño de tapa: Caminos de Tinta. Fotos originales (interior): Marcelo Gastón Machado. Contacto con el autor: monica.gabriela.pereyra@gmail.com


Prólogo Por esa vez que anhelamos un cuento para dormir y no siempre pudimos escucharlo. Por ese tiempo sin retorno en que empezamos a adormecernos con cuentos. Por todo esto, se soñó este trocito de cuento sin final para un trocito de libro sin final. Cuentos para Despertar (cuenta conmigo) transporta a Miranda en “Mate cocido”, su carencia es mucho más profunda que su hambre. Miranda carece de un nosotros. También viaja en este libro las ganas de quererse de “La Gorda Bola” y “El Cara’e Cuis”. “Cita a ciegas” juega a meterse en un pequeño mundo de los jóvenes que por discriminar se discriminan. La historia de “La maceta” rescata esos lugares que brindan tributo a la subestimación de los efectos de sentido. Cada cosa que decimos o hacemos son ineluctables huellas de los seres que nos rodean. El mundo se ha llenado de muros, barreras para olvidar al “otro”, pero cuando al borde de un muro se cuela una esperanza es señal que estamos a tiempo de “mirarnos” en “El muro de los obsequios”. Cada vez que te das por vencido, cada vez que renuncias a un sueño, una gana muere, ¿a dónde van las ganas que nos dejan? Una respuesta posible la encontrarás en “La muerte de La Gana”. Dirá la autora que “son para algún lector estos Cuentos para Despertar, para algún adolescente mi utopía de convencerte de que, si el tiempo de ignorarnos es este tiempo, despojo a esa sentencia de ~3~


su embrujo si encuentro tu mirada al mismo instante que te digo, y me creés, vos me importás”. Estela Harta.

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Agradecimientos A Becas Arte Siglo XXI, convocatoria 2004. Cuentos para Despertar (cuenta conmigo) contó con la motivación, para su existencia, del programa Becas Arte Siglo XXI que fuera hace años iniciativa del Gobierno de la Provincia de San Luis y que a tantos artistas despertó de un letargo. A Mariano Pennisi, por ser un incansable reanimador de ganas. A la Escuela N° 312 “República de Chile”, a la Escuela N° 4 “Juan Tulio Zavala”, a la Escuela N° 6 “Santa María Eufrasia”, espacios que con talleres y con anécdotas contaron mi despertar.

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Dedicatoria A mi padre y a su memoria, que se escapó con nuestros recuerdos. A mi madre Licha por la solidaridad, a mi madre Graciela por su forma de querer. A Gerónimo y Camila, por elegirme. A cada jardinero capaz de convencer al jazmín de que el invierno va a terminar. A Gastón, por el amor. A mi infancia y los amigos que viajan conmigo. A Mina Clavero por las esencias, a San Luis por adoptarme.

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Contradedicatoria Este libro no podría ser pensado si no existieran humanidades con carencias, por esto es que a todo aquel que alguna vez tuvo en sus manos la posibilidad de aliviar la carencia de otro y eligió mirar para otro lado, a ésos, mi contradedicatoria. También va contradedicado a cada ser que discrimina a niños, jóvenes y demás sin asumir los efectos que provoca. A cada uno de esos Nada, que facilita la llegada de las drogas a una vida. A los que adormecen la memoria necesaria, a los que olvidan mirar para no mirarse.

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Mate cocido

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Mate cocido (Se ruega leer con el estómago vacío…) A Velia, por el corazón al servicio de estas realidades.

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Por la puerta, por las ventanas del aula, penetra, subversivo, el aroma del mate cocido para invadir el olfato de los niños, desconcentrándolos de los últimos momentos de la clase antes de hacer la pausa. Miranda intenta amalgamar su hambre con el interés por aprender, pero la mezcla se separa con cierto despotismo ejercido desde sus tripas ruidosas. No puede sino zarandearse hacia adelante y hacia atrás, sentada en el cuarto banco de la doble fila que da a una de las ventanas de su cuarto grado. Sus ojos recorren con avidez el vacío que provoca el marco de la puerta. Su mano izquierda oprime la lapicera como si fuera una varita mágica que podrá acelerar el encuentro con su desayuno. De pronto, Lindor aparece en la puerta, precedido por una gran cacerola humeante y una bolsa negra para la cual, se ve, ha improvisado una manija de nylon que cuelga de su muñeca. Los trastos lo dejan manco y busca la venia de la maestra con su cabeza obteniendo el permiso para entrar. Una orquesta descompasada se escucha en la prisa de la clase por guardar los útiles.

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Mate cocido

Si

Miranda

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fuera

más

impulsiva,

menos

aleccionada en “las formas correctas” de ser en el aula, sin duda correría con su taza de plástico roja para precipitarla debajo del cucharón de Lindor y exigir que se la llene. Desde allí, atrapando con ambas manos el recipiente, caminaría parsimoniosa de vuelta al banco como si transportara, en ese ritual, un brebaje sagrado. Pero no. En algún rincón temido elige el amargo cautiverio de la obediencia, sin saber que a veces se esconde en esa decisión el triste lugar de quien siempre será espectador. Y espera. Sus compañeros ya han comenzado el repetido acto de “los revoltosos de siempre “para provocar el conocido dictamen ejemplificador que explica que los que se porten mal tomarán al final o incluso pueden quedarse sin tomar. Miranda, que de nada es culpable, igual corrige su postura en el banco para dar con todos los requisitos de “bienportada”, y por tanto tener el privilegio de abrazar finalmente su mate y su pan. Juguetea con sus cabellos negros y alaciados con cierto disimulo, no sea

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que esto pueda ser interpretado como rebeldía. Generalmente le pica su cabeza, pero no esta vez, esta vez tan sólo es nerviosismo, el mismo que la invade cuando siente que no aguanta esperar. A su lado se encuentra Jorgito (ya en el documento figura así, ¿no habrán pensado sus papás que alguna vez iba a ser grandecito?) que se para y se sienta como un resorte. Desde hace tres días la maestra lo sentó a su lado para separarlo del grupito inadaptado y darle una posibilidad de acceder a “la salvación”. Se nota que está incómodo en ese lugar porque es el blanco de las burlas permanentes de parte de su exgrupo, que lucha por retenerlo. Ahora Jorgito se ha quedado quietito como ella, tanto, que Lindor lo percibió y luego de servirle a otros niños se acerca con el premio y realiza la coronación en las dos tazas adornándolas con dos rodajas de pan para cada uno. Miranda se ha extraviado en la contemplación del vapor que emana de la taza. Anhela un aliento de escarcha que contrarreste ese calor amenazante que quiere quemarla y prolongar aún más el encuentro

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con su esperanza verde que sin duda podría calmar las heridas de algún hambre que viene con retraso. Atraída y vencida, como la mariposa que se acerca a la llama que sabe la quemará, pasa sus curtidos labios sobre la taza y en el mismo instante todo su rostro se empaña y se contrae en un gesto de ¡tuy! Pero insiste. Arremete de nuevo mientras aprisiona con su derecha las dos rodajas de pan. Se aleja un poco ahora, para mordisquear una rodaja. Hace tiempo que decidió, estratégicamente no sumergirlas más en el líquido al descubrir que por algún curioso hechizo se acababan más rápido o duraban menos. Concentrada estaba en descascarar la primera rodaja a tiempo que lograba con ello proponer un cuarto intermedio con la temperatura del mate, por eso no advirtió que Jorgito era víctima de una lista de insultos que le propinaban sus compañeros del fondo por haber accedido al desayuno antes que ellos. El niño se defendía elevando la taza como trofeo de la burla y exhibiendo sus panes. Esto provocó la cólera de dos compañeros que no resistieron y corrieron hasta su banco para empujarlo e invitarlo a resolver

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el resto en el recreo. El pie de Jorgito golpeó la pata del banco de Miranda en su esfuerzo por no caerse ante un empujón, pero el mate de Miranda no corrió con la misma suerte y falleció en el piso ante los ojos incrédulos de la niña. Como si el peligro no hubiera pasado, sólo atinó a guardar rápidamente el pan en el bolsillo del guardapolvos mientras se inclinaba para recoger la taza que yacía junto al líquido. Sus ojos buscaron, casi con esperanza, los de Lindor que ajeno a su tragedia estaba por ese momento inclinando la olla para intentar llenar el último cucharón que escaparía en la taza de vidrio de la maestra. A esa hora, le empezó a doler. Parecía un dolor distinto, nuevo, como si buscara monopolizar de ahora en más su grado de distracción. ¿Qué miras Miranda? No mires mis ojos que te temen No mires mis manos que se lavan Recordó que aún le quedaban sus rodajas pero el tiempo de desayunar había terminado. En un acto de

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sublime desesperación despojó a las rodajas de la miga y luego la introdujo en su boca esforzándose por masticar con el disimulo de quien no mastica. Colocó, mientras terminaba este proceso, una rodaja en cada muñeca creando un nicho de mercado “bijouterie comestible”. Presurosa estiró hacia adelante los puños del delantal buscando ocultar su ingeniosidad y se dispuso a colocar de nuevo los útiles sobre el banco para continuar la clase. La maestra escribió en el pizarrón, tema: “El cuento corto”. Abrió la charla preguntándoles si conocían algo referido a los cuentos cortos y dando algunos ejemplos basados en cuentos clásicos intentó que pudieran encontrar la diferencia. Explicó que los largos conservaban cierta estructura, que ya habían estudiado, como introducción o desarrollo, nudo y desenlace, mientras que los cortos presentaban la característica de la contundencia y el impacto porque debían decirlo todo en pocas palabras. Fue entonces que “Le Petit Bufón” de la clase levantó la mano impostando un rostro de seriedad y comentó:

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—Yo recordé un cuento corto que dice “había unA VEZ TRUZ”. Sus festejantes rieron y el resto sonrió. Con respecto a Miranda, sólo los angelitos sabrán de su esfuerzo por concentrarse en lo que explicaban. Para entonces agradecía las carcajadas de la clase ya que nadie lograría convencerla de que el ruido de sus tripas no aturdía también a sus compañeros. Observó que estaban todos medio distraídos comentando el chiste y se evidenciaba el desorden que deja en el grupo, como efecto rebote, alguna de estas ocurrencias. Por ello Miranda decidió fingir que estaba tentada y, como si fuese víctima de su carcajada, inclinó su cabeza sobre el banco mientras su mano permanecía apoyada en él. Corrió hacia atrás el puño de su guardapolvos e introdujo un mordiscón pequeño en la pulsera de trigo amasado cuidando de no cortarla. Así se mantuvo mirando hacia la ventana como si algo cautivara su atención y se aseguró de no volver la cabeza hacia la clase hasta no finalizar su masticada. Cada tanto copiaba alguna de las consignas escritas porque las orales no lograba retenerlas, y por

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alguna extraña razón su impulso de preguntar se deshacía cada vez que tragaba saliva para hablar. Anotó alguna tarea para la casa que consistía en buscar unas palabras en el diccionario: rutina, insufrible, metamorfosis. El resto de su mañana trascurrió de manera parecida o padecida. Si hubiera piedad, a veces, quizás pudiera Miranda ser virgen de imaginación, pero no. Si algo le sobraba en su corta y aborrecida existencia eso era justamente su incontinente imaginación. Para colmo, la perversa se hallaba esa mañana particularmente motivada. La niña observaba por la ventana de su aula. En frente había un pequeño mercadito que tenía parte de la mercancía exhibida en la vereda. Las bananas pendían de un gancho a la par de una ristra con ajos. Miranda no podía dar crédito del maravilloso tamaño que esas frutas habían alcanzado. Pese a estar del otro lado de la calle, ella tenía la certeza de que cada banana no medía menos de 50 centímetros de largo y que pesaba cerca de un kilogramo. Algo parecido ocurría con las manzanas y las naranjas, se veía

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claramente que la más pequeña tenía el tamaño de la pelota de fútbol de sus compañeros. Tan sólo una manzana bastaría entonces, pensaba, en tanto su dolor la hacía reaccionar, retornar a la clase, a sus ruidos y a arrojar la goma al piso sólo para agacharse y capturar un poco de calma en sus muñecas (muñequeras). En los recreos, Miranda no pudo disponer de su alimento porque sentía vergüenza de que sus compañeros notasen que se trataba del mismo pan entregado en la clase. Además, muchos de ellos llevaban una golosina destinada al recreo o dinero para comprar algo en el quiosco. Su táctica era quedarse en el aula, salir última, para mordisquear con cuidado sus pulseras, pero nunca faltaba alguien que la echara de menos y la invitara a salir. Habitualmente alguna compañera le convidaba golosinas, que nunca aceptaba, inventaba cualquier excusa que sólo servía para esconder su vapuleado orgullo por no tener nada que intercambiar. En el último recreo se refugió en el baño fingiendo alguna urgencia fisiológica. De pie, junto a

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un inodoro maloliente, se arremangó y descubrió con sorpresa el resultado artesanal de su apetito. Dos delgadas esclavas de pan, dignas de ser conservadas como recuerdo de su hazaña. Pero este pensamiento duró menos que la puntada en su estómago, que otra vez la trajo de vuelta. Deshizo entonces con dos bocados, toda prueba de alguna miseria. Malditos hábitos del hombre, malditos sean, que si no se alcanzan se fingen alcanzar. Hábitos que nos habitan de siniestra manera y demoran a veces otros sueños necesarios de realizar. Resulta que a algunos se les da por desayunar, almorzar, merendar y cenar. Se condenan con ello a extrañar su presencia si por alguna razón les falta uno de esos pasos. Pero bien, desenredar la vida puede no ser recomendable, no sea que descubramos que en la hebra libre y sin nudos no hay esencia, ni temor, ni resistencia. Que lo desenredado no logra inquietarnos ni desesperarnos por vivir. ¿Qué pasa si se devela que incluso la hebra es tan sólo un préstamo que dura mientras haya nudo, madeja enredada que acaba cuando sólo es hebra?

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La escuela terminó su turno mañana. Llegó la hora de partir a casa. Nadie fue a buscar a Miranda, pero ella no se ha convencido de que es porque la escuela está cerca. Nadie la ha ido a buscar. No mires mis sueños que te excluyen No hables con extraños, Miranda Llega a su casa. Atraviesa el jardín con sus canteros abandonados. Sólo el rosal ha sobrevivido al olvido. El pasillo con revoque a medio terminar está aromado una vez más por el guiso que prepara su madre. Al llegar a la cocina su mamá, sin saludarla, le dice: —Sacate el guardapolvos y andá a comprar pan... La sola palabra hace que Miranda vuelva la vista hacia sus muñecas. La mujer realiza el ademán de secarse las manos en el delantal para buscar el dinero pero al mismo tiempo le ordena: —…que lo anote, decile.

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Su madre no notaría si en el camino de vuelta se come un bollo de pan, (ese no es el problema), el problema es que ella sí lo notaría. Desiste. Sabe que al menos deberá esperar media hora más para encontrarse con su plato de comida. A esa hora llegan sus hermanos mayores, Cacho, Eugenio y Jack que trabajan en las obras y paran para ir a comer. El padre llegará diez minutos antes que ellos y, también sin saludar, caerá sobre el catre como si fuera esa la hora de dormir, y allí esperará que lo despierten con el plato servido. Comentará una vez más que está dura la calle, que tiene cierto hartazgo de esperar sin respuesta. Si logra mantenerse despierto con seguridad encenderá un cigarrillo sobre el cual caerá el habitual reclamo de su madre: —Dijiste que comprarías puchos si te salía alguna changa. Pero para esto su padre tiene preparada la siempre dulce respuesta: —¡NO-ME-JO-DÁS! —expresa en tono suficiente para que la mujer aborte la posibilidad de un nuevo reclamo.

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Falta Carla, su hermana de veinte, que se cruzará de la peluquería de Doña Tota, no sin antes recoger a su hijita Jennifer de la salita de cinco. Realizando el recorrido por los nombres de sus hermanos y de su sobrina, se siente agradecida con la suerte de llamarse Miranda y envía una fugaz plegaria, mirando al techo, para el difunto don Miranda. Pensar que la salvó a su mamá de debajo de ese montón de hierros para construcción que estaban mal acomodados y que se desplomaron justo cuando su mamá iba pasando. Así quedó atrapada varios minutos, ella y su panza de siete meses. Cómo hizo don Miranda para levantar tremenda cantidad de hierros,

no

lo

entendía

nadie,

habrá

sido

desesperación, habrá sido milagro, pero lo cierto es que gracias a él pudo llegar “Miranda” a este bello mundo (si es que es oportuna la ironía). La mesa está servida (sin servir). Sobre un hule descolorido, y quemado por pavas, ollas calientes y puchos, descansan ocho platos. La madre comienza a servir. Miranda encuentra lugar ente Cacho y Jack y se apresta a esperar su plato. “La Poro” atrapa el

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cucharón con su derecha agrietada por tanta lavandina y mugre ajena. Realiza el reparto por orden de energías a recuperar, eso indica que el lugar de Miranda será el anteúltimo. Cuando finalmente el pegote desemboca en su plato sin sobrepasar el ras, la niña vuelve su atención sobre el cuchillo que reposaba cerca del tenedor y piensa que una vez más no deberá lavarse. Retorna su mirada hacia el plato y descubre, no sin asombro, que algo asomaba debajo del arroz. Hurgó con el tenedor y allí estaban: dos daditos de carne. Todos para ella. Con prisa devoró el arroz que los rodeaba y reservó, de esta manera, su manjar para el final. Al terminar tuvo la sensación de que todavía no había almorzado. Recogió el trozo de pan que tenía frente al plato, pero sin descartar la posibilidad de repetir un poco más. Fue entonces que le pareció asistir a algo ya vivido: su madre raspaba el fondo de la olla y ofrecía este tributo a su marido, como debe ser. Con cierto autismo, Miranda mojó el pan en el plato repetidas veces, las necesarias para la

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aceptación del vacío que determinaba el ocaso de su almuerzo. A esa hora le volvió a doler. Se fue a su pieza. La de todos. Siempre jugaba a imaginar que era sólo de ella, con absoluta pertenencia. En el rincón cercano a la ventana, un cajón manzanero contenía sus juguetes: una muñeca pepona, tuerta y sin un brazo (que heredó de Carla) y que últimamente temía se la cedieran a “La Jenny”; un libro de cuentos sin tapas de “La Bella Durmiente” (que le recordaba a su abuelita cuando gustaba de hilar lana de oveja con un viejo huso y ella se hipnotizaba viéndolo girar, pero difícilmente tuviera la suerte de pincharse con él, dormirse y despertar en un palacio…); también había en el cajón unos cuántos trapos que servían para diseñar vestimentas para la pepona. Desparramadas, junto a las demás cosas, veinte maderitas de un juego que nunca conoció pero que conservaba porque gustaba de apilarlas en torres y ver como se derrumbaban una y otra vez, quizás

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intuyendo que una metáfora de la vida se escondía en ese juego. Como si esta abstracción en “sus juguetes” fuera en verdad una velada carrera contra algo, así Miranda permanecía arrodillada y esforzaba a sus ganas para que desearan jugar, pero su contrincante era mejor corredor y logró alcanzarla: su hambre volvió a alcanzarla.

Estrujó

su

pequeño

estómago

recordándole: AQUÍ ESTOY. Ni anheles Miranda, podrías confundirte No juegues Miranda, no sea que te guste Recordó que tenía Educación Física y con la fuerza que puede encontrar un mutilado para ponerse de pie, se paró y buscó su pantalón de gimnasia. Partió hacia la escuela. Al llegar, otras compañeras conversaban debajo del nogal sin hojas. El frío de la mañana había cedido un poco para esa hora. El sol buscaba alardear entre las ramas por un calor que no era tal. La profesora las llamó al centro del patio para tomar asistencia y explicar las consignas para los

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ejercicios de ese día. Un grupo buscaría las colchonetas andrajosas y las sogas en la vieja mapoteca. El resto comenzaba a trotar por el patio. Correr, y cada cinco trancos saltar como tocando el cielo y caer tocando el suelo, esa era la primera consigna. Miranda está abatida antes de comenzar. Suplica a sus piernas para que reaccionen y no permitan su vergüenza: “No permitan que la maestra les preste atención”. Fatigosas pero comprensivas, parecen las extremidades apiadarse de ella y emprenden la marcha con benévola obediencia. Es el turno de los ejercicios en el piso. “Roll atrás y adelante”, dirá la instructora. Miranda, paralizada, no logra descifrar la consigna, pero al parecer no es la única. Florencia, que viene corriendo desde el pico de agua, parece adquirir la forma de un ángel, y acercándose rapidito y fugaz al oído de Miranda le dice: —Tumbacarnero, Miri. Lleva realizada unas cuatro “tumbitas” con cierta impresión que reconoce. Teme que si apoya mal su cabeza en la colchoneta pueda su cuello romperse y

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quedar despegado de su pescuezo. Viene a su mente la imagen de su abuela retorciendo el cogote del pollo que comerían en las fiestas, pero más que eso viene la mirada del pollo luego de fallecer en las manos de su abuela. De todas formas se prepara para su quinto roll adelante, cuando siente un sudor frío subir por su columna y desparramarse por el cuello, sudor mutado a calor en el segundo siguiente. Se desploma entonces sobre la colchoneta y sus piernitas tiemblan con un miedo inmemorial. Todo gira, pero escucha las palmas de la maestra exigiéndole que deje de haraganear. Ya pasó, mmmm, ya pasó. Medita. Recobra una fingida compostura mientras oprime su pancita con un gesto quirúrgico que busca extirpar algún mal. Piedad Miranda, por nuestra enfermedad Ajenidad, Miranda Ajenidad contundente y letal Sin diagnóstico reversible

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En la vereda que la conduce a su casa se encuentra con “El Chavito”, su amigo desde siempre. Juega con unas piedras nuevas que ha encontrado (hobbie que Miranda agradece porque le permite cada tanto sorprenderlo con algún hallazgo y regalárselo). Al verla se alegra como se alegran los que esperan y encuentran. —¿Vas a jugar, Miri? —pregunta con ansiedad. Ella asiente, sólo le pide que la espere mientras toma un poco de agua, se lava las manos y la cara. En la casa del Chavito la madre duerme el último tramo de su siesta, por lo que cuidando de no meter barullo se introducen en la otra habitación. Ya conoce la rutina: un poco de videojuegos, un poco de ajedrez, de tuttifrutti, otro de jugar a que eran hermanitos y así se pasa su tarde. Cada vez que El Chavito tiene un juguete nuevo, lo comparte con ella pero no el suficiente tiempo como ella desearía, y es lógico, él tendrá el resto del día para contemplarlo. Por eso siempre salta con ansiedad de un juego a otro y se cansa de todos, pero aunque sea así ella lo prefiere.

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De bien que estaban, Miranda percibe que alguien ha entrado por el ojo de la cerradura y por debajo de la puerta. Tostadas, su olor torturante viene a adueñarse de su regocijo por jugar. Sentada como está en el piso se balancea, incómoda, temerosa de que se le note. La puerta se abre y la madre del Chavito asoma medio torso mientras su mano continúa tomada del picaporte. —Roberto, a merendar. Miranda, andá para tu casa a merendar y después volvés o “Roby” te busca. Lentamente se pone de pie, ofreciéndole al Chavito ordenar un poco, a lo que él con ternura responde que después. Sus pies parecen no caminar en este tiempo. Se siente una tortuga. Esto empeora cuando pasa frente a la mesa que la madre preparó para Roberto. Galletas, tostadas, dulce, queso, alfajorcitos y el penetrante aroma del café con leche. Sus ojos negros, gigantes, parecen dos aceitunas asentadas en su carita blanca de pizza muzzarella, sus ojos lo archivan todo como si así pudiera llenarse,

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llenarse de mirar. En su recorrido por la mesa piensa… “¿Será necesario tanto?”. No rías Miranda, podrías acostumbrarte Ni llores Miranda, podrías derramarte En su casa no habrá nadie, lo sabe. En su casa no habrá merienda. Esto se trata sólo del tiempo prudencial que necesita para que El Chavito termine y ella vuelva a buscarlo. El Chavito... con lo vueltero que es, con lo distraído, en un segundo se cuelga en quién sabe qué luna, pero es “SU Chavito”, así lo quiere ella y no le interesa cambiarlo, ya ha aprendido a vivir en la ingenuidad de su amigo. Se derrumba sobre el sillón destripado que hay junto a la mesa donde almorzó y enciende la televisión. Ese aparato que llegó a su casa una madrugada en brazos de su hermano Eugenio. Según fueron sus palabras, un amigo (sin nombre) le pidió que se lo cuidara mientras durara su viaje. El padre iba a negarse cuando en un par de segundos su mente resolvió que sería fácil engancharse al cable con Tito, que un poco de distracción no le vendría mal, que “La

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Poro” podía ver las novelas y que en definitiva no había nada sospechoso. Se quedó, y como un integrante más debía responder a los órdenes de autoridad para ser disfrutado. Miranda no lograba congeniar muy bien con el aparato, o más bien con lo que el aparato contenía, pero a veces se dedicaba a mirarlo con el solo sentido de no ser considerada un bicho raro, ya vio lo que sucedió el día que su papá agarró la quiniela y le preguntó qué quería. Ella respondió que le comprara “El Principito”. Sin decir nada, el padre giró sobre sus talones y se dirigió al patio donde la madre tendía ropa. Allí comenzó la vieja chicaneada de interrogarla sobre sus andadas y la paternidad de Miranda. Por eso, ella pensaba que si al menos fingía parecerse al padre podía evitar estos choques. No hubo Principito entonces y nunca sabrá si lo olvidó, o se atravesó un bar infranqueable en el camino a comprarlo. Las imágenes de la pantalla se suceden. Provocan cierto efecto hipnótico sin esperar comprender nada. El dolor se agudiza en Miranda y, casi sin notarlo, en algún momento ha comenzado a dormitar. Un

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segundo antes de que suceda, ve en la esquina de la habitación un dinosaurio que la mira expectante. Duerme. Y si puede, soñará. Su amigo la ha invitado a tomar la merienda, ella se lanza sin vergüenza sobre todo a la vez, temerosa de que eso pueda no ser real. El queso, las galletas, las tostadas, los alfajorcitos, el…mate cocido, ¿no era café con leche? Qué importa. Lo toma con sorbos gigantes y ruidosos, convencida de que mientras más rápido, desaparezca más rápido será llenado nuevamente por la madre del Chavito que dudará si olvidó servirle. Repite dos veces el mismo truco y siempre resulta. Su estómago se hincha, pero pese a la incomodidad ella se acomoda como si pudiera con este gesto crear más espacio. Con una mano inclina la taza cubriendo su nariz a tiempo que asoman por los bordes sus ojitos, con la otra manotea lo que queda en los platos para garantizar que no desaparezca. Una puntada demasiado intensa se instala en la boca de su estómago, casi entrecortando su respiración, la mano que sostenía la taza se traslada ahora hasta ese hueco, que intenta ser cubierto con su manito pavorosa. Esto no alcanza. Debe apoyar la última galleta al costado de

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la taza sin volverla al plato. Ambas manos se apoyan ahora en el hueco. Pero nada. Todavía está allí. No puede evitar las lágrimas. Despierta. Sus manos continúan presionando su estómago como un acto casi reflejo. Sus ojitos buscan la esquina donde se encontraba el dinosaurio. No está, ya no está. Recordó a la maestra, la clase de ese día, ese extraño cuento corto que les contó “Y cuando despertó el dinosaurio todavía estaba allí”*1 Durmió para revertir el sueño. Durmió para revertir su pesadilla. Venció al primero, pero fue perdedora en la segunda escaramuza porque… “Y cuando despertó el hambre todavía estaba allí”2. A esa hora, le volvió a doler. Perdona Miranda, la noticia en TV

1

Augusto Monterroso. Esta frase, con cierta exactitud, fue dicha por una alumna de doce años de una escuela de la ciudad de San Luis, cuando comentaba que en una época en la que tenía mucho hambre solía creer que si dormía, al despertar el hambre no estaría más, fue esa imagen la que en cierta forma motivó este cuento. 2

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que dice que tu pobreza preocupa Y perdona mi niña, el titular del diario que te incluye en una cifra Perdona al mismo diario que envuelve los huevos que no podrás comer Tantas cosas debieran ser reinventadas, tantas otras vueltas a nombrar sin dar a conocer el nuevo nombre, con el único fin de no ser anheladas. El desconocimiento de una existencia no puede dar cuenta de nuestra carencia. Padecer, carecer, ¿será esa la cuestión? Se padece algo que se posee. Si se carece, no se tiene, por tanto ¿se padece? Quién sabe. Miranda no padecerá de risa, como esto siga así. Ni padecerá de abrazos. Tampoco padece un osito, y esto no es chiste. Sí padece un abusivo destino que intenta convencerla de que los pobres son felices porque de ellos será el reino de los cielos. Si no peca, si obedece, si teme. La recompensa llegará ese año cuando finalmente probará el cuerpo de Cristo si termina su

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catecismo. Paradójicamente la oblea blanca y redonda que en algún simulacro les han dado a probar, tampoco tiene gusto a nada. ¿Imaginar es pecar? No se atreve a preguntar porque deberá explicar a qué tipo de imaginación se refiere. Pensar lo que no se debe pensar ya hace que lo pensemos porque si no, no podríamos saber que lo estábamos pensando y por eso ya estaba mal pensado desde antes. En fin ya parece El Chavito cuando cae en estos enredos. De todas maneras para ese momento ya ha cruzado por su mente como pecaría si se decidiera a hacerlo, pero es tan fugaz que por suerte no alcanzó a retenerlo para que no le ocasionara alguna culpa. Por alguna necesaria razón pudimos capturar por un ratito, sin que Miranda se entere ni sepa que posee, ese momentáneo y fugaz pensamiento imaginado por ella y guardado en “el atrás del más atrás”, la pobre Miranda consiguió con él “pecar” siete veces pero no se liberó.  Explotar de tanto comer, eso haría la golosa, aunque el alimento no le perteneciera.

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 Desear que lo que otros comen se les caiga o les haga mal a la panza, ya que ella no puede hacer lo mismo. Eso desearía la envidiosa Miranda.  No levantarse nunca de la cama hasta tener garantizado que el hambre no está. Así se quedaría, perezosa Miranda.  Acumular comida, la suya, la ajena la que está por venir, toda, por si algún día vuelve a escasear, otros deberán pedírsela a la ambiciosa Miranda.  Destruir con furia todo, bien, utensilio, comestible, que pase por su cara sin intención de ser compartido con ella. así les hará pagar la iracunda Miranda.  ¡Ja! Y si creen que en la comida no hay lujuria, ella sin saberlo les demostrará que sí, que puede acostarse con ella, dormir abrazada a un sandwich, mirarlo y besarlo con la pasión de quien besa porque sabe que puede tratarse de la última vez, deshacerlo en mordiscos con ansiedad desmedida, ¡vaya! Ella puede hacer eso.  ¡Escuchen muy bien! No hay nadie sobre este mundo, nadie que sepa del hambre más que ella,

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nadie que la iguale a nuestra soberbia Miranda en materia de apetencia. Su madre ha comenzado a preparar la cena. Una olla mediana con agua hirviendo burbujea sobre la llama. Por encima de ella la madre sostiene un paquete de kilo con yerba mate que de a poco se deja morir sobre el líquido. La mano libre se encarga de producir la mezcla al revolver con una cuchara que con triste magia tiñe el agua con la ya conocida esperanza verde. Lo que queda de pan es cortado en rodajas para ser repartido. Miranda se apresura a sentarse para ser escribana del reparto. La olla gira, guardaespaldas de cada comensal, apoyándose en el respaldo de cada silla hasta descargar la ración. Carla comienza a distribuir el pan, pero la tarea la termina la madre una vez que colocó de nuevo la olla en la cocina. Miranda se ha sobresaltado con el roce del gato por sus piernas.

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Al volver la vista sobre su cena siente cierto regocijo al descubrir incrédula que dos rodajas descansan frente a su taza, pero se detiene en una de ellas que al estar mal cortada ha arrastrado a una tercera. Son para ella. Todas para ella. Empieza a descender su mate cocido con sorbos largos mientras no deja de observar las rodajas. Podrá mojar una en el mate dado el exceso que va a permitirse, exceso que ha decidido reservar casi como un postre. En estas cavilaciones se encontraba cuando un tirón proveniente de su zapatilla le llamó la atención, induciéndola a espiar debajo de la mesa. Allí se encontraba “Power” en plena batalla contra su cordón. Con un solo patadón, el gato emprendió la huida. Miranda sorbió un poco más de mate y se dispuso a comer su postre. Pero… no estaba allí. La rodaja siamesa había sido ultrajada por los dientes de algún presente. El culpable, sin duda, se encontraba entre ellos. Miró a su madre como implorando justicia, pero obtuvo en la búsqueda una frase poco feliz:

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Mate cocido

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—¿Qué pasa golosa, ya te comiste todo? A esa hora, el dolor volvió. Distinto, definido, estridente. Permanente. Los ojos de Miranda van hacia la nada atravesando los rostros presentes. Ojos anubarrados de dolor e incomprensión. Por ahí alguien dijo que lo importante es la pregunta. Falacias. Miranda necesita de respuestas. Sólo una explicación podría mitigar su maldición. El dolor aumenta y desaloja su estómago, ya no está allí, se mudó a su pecho para invadir su esencia. No logra explicar nada pero descubre que en cada segundo va sufriendo una transformación que la hace sentirse como algo semimonstruoso. Su mente se dispara a pensar en su hermano Jack, que dice jugar al fútbol, y que en una ocasión le comentó que rengueaba porque se le había “resentido un músculo”. Fricciona su corazón con las manitos y escupe, retóricamente, la pregunta hacia ningún lugar sobre si el corazón al ser una bolsa compuesta por músculos también puede resentirse (de manera involuntaria).

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Eso es. Su dolor, el de todas las horas y las que vendrán. De eso se trata. Resentimiento, mordaz, hediondo y agravado por el vínculo. Los escudriña uno a uno. Los odia a todos. Sabe que no los odia pero siente que los odia. Está furiosa con tanta desidia, incluso con la propia. ¡Mediocres paralizados! Odia ver alterado su estado de perfecta inocencia porque nadie lo apuntaló en un juguete, un abrazo, un plato lo necesariamente lleno. Se siente semi. Semi niña, semi hija, semi hermana, semi amiga, semi humana. Involuntariamente piensa en El Chavito. En cómo ambos se las han ingeniado por tanto tiempo en fingir que no tienen vidas tan distintas. Piensa que ella no podrá jamás traer arreando varias cuadras a un heladero en bici, para que al llegar frente a su casa su mamá tome una moneda y le pague el helado que tanto ha deseado. También por eso ha comenzado a detestarla. El Chavito sí, él puede, los arrea en verano. Su mamá paga, mientras ella a la distancia observa la

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escena y aumenta su saliva. La madre le grita por la ventana: —¡Comprate un bombón! Tantas veces El Chavito se aseguraba de que su mamá ya no lo viera y le pedía al heladero dos helados de agua en lugar de un bombón. Luego, corriendo, hacia la pirca donde Miranda se sentaba siempre a balancear sus pies, le entregaba uno, y si eran distintos, caballerosamente la dejaba preferir. Él no buscaba agradecimiento, sólo le pedía a cambio compartir el ritual de lengüetear el helado mirándose con complicidad a los ojos. Nunca hablarán del tema, pero son amigos. El Chavito no sabe lo que a Miranda le pasa, él siente, lo que le pasa a Miranda. Hace de todo para evitarle sufrimientos, de todo lo que puede hacer un niño a los nueve años. Enjuga sus lágrimas camino a la habitación. Cuánto duele. Resignada entiende que mañana será otro día, profundamente parecido a este pero tan distinto. Estrenará una nueva vida, una vida resentida.

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Ya en la habitación coloca sus cuadernos en la mesita de luz, no ha terminado sus tareas de lengua. Rutina: Costumbre o manera de hacer algo de forma mecánica y usual. Insufrible: Que no se puede sufrir. Fig. que es muy difícil de sufrir o soportar. Metamorfosis: Transformación. Cambio de una cosa en otra. Mutación que realiza una persona como de un estado a otro, por ejemplo de la soberbia a la humildad. Las tres palabras se acomodan en su cabeza, y provocan casi sin querer el cuento corto de Miranda: “Insufrible rutina, metamorfosis”. Se acuesta. Está impregnada de incomprensión pero un guiño presuroso de recuerdos se introduce en su dolor antes que logre alcanzar el sueño, es la cara del Chavito, riendo a carcajadas, mirándola a los ojos, llevándola a jugar. Por un segundo intenta odiarlo por eso, pero no puede. La mueca de una sonrisa se asienta en sus labios. Duerme.

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Recomendaciรณn de la autora: si miras fijamente la forma del poema, te acercas y te alejas, y lo vuelves a mirar, el rostro de Miranda y Miranda aparecen. Sรณlo hay que querer mirar.

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Mate cocido

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¿Qué miras Miranda? No mires mis ojos que te temen No mires mis manos que se lavan Ni mires mis sueños que te excluyen Ni llores Miranda, podrías derramarte No rías Miranda, podrías acostumbrarte Ni anheles Miranda, podrías confundirte No juegues Miranda, no sea que te guste Perdona mi niña, el titular del diario que te incluye en una cifra perdona al mismo diario que envuelve aquellos huevos que no podrás comer Perdona la noticia en TV que dice que tu pobreza preocupa Piedad Miranda. Por nuestra enfermedad Ajenidad contundente y letal Sin diagnóstico reversible Por eso pequeña No mires, por favor no mires Y si puedes, tan sólo si puedes No nazcas, Miranda No nazcas.

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Cita a ciegas

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Cita a ciegas

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Cita a ciegas A Eri, por el día que decidió quererse.

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Cita a ciegas

Mรณnica Gabriela Pereyra

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Cita a ciegas

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—¡“Gorda Bola”! “Gorda Bola”, fijate por dónde caminás. Un día de estos cuando cobren por espacio ocupado y tengás que pagar doble, se te van a acabar las ganas de andar chocando gente. Marcela, sin levantar demasiado su cabeza, pasó por el lado de Diego rozándole el brazo izquierdo con su antebrazo derecho, al tiempo que levantaba los morrudos hombros evidenciando su repetido gesto de “qué me importa”. No había manera de que dos personas pudieran pasar por el pasillo del primer piso del colegio sin que se rozaran. La ampliación del colegio tal vez no tuvo bajo presupuesto pero con seguridad tuvo bajísima creatividad. Dos baldosas y media eran todo el ancho posible y una baranda de madera, en estado dudoso, se transformaba en cinturón de contención. Primer año, segundo y tercero (del antiguo secundario) habían quedado en la parte superior del colegio. Marcela asistía por aquel entonces al primero, que quedaba al final del estrecho pasillo, y para llegar a él inevitablemente debía atravesar los otros dos cursos con sus puertas y ventanas

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Cita a ciegas

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encastradas en las paredes que daban al pasillo haciendo las veces de peaje visual. Lo que para alguna de sus compañeras se presentaba como una excelente oportunidad de improvisar un desfile, ella lo veía como un recorrido tan ineludible como tortuoso. Su estrechez no les permitía abstraerse de los comentarios oídos al pasar, dedicados hacia cada uno de los transeúntes. “Gorda Bola”, “Gorda Bola”... retumbaba en su cabeza. Ese Diego la tenía tan cansada y pensaba que un día de estos, con un solo panzazo que le pegara, lo haría pasar para el otro lado de la baranda. Sacudida por la imagen, sacudía también su cabeza como si el mohín pudiera despejar los malos pensamientos. En la parte de abajo, un grupito reunido en semicírculo, con aire de logia sin misericordia, observaba la escena y especialmente a Marcela con su caminar cansino que daba muestras de agobio ante los primeros calores de una primavera que se simulaba estival. La pequeña concentración la conformaban Carlitos, “El Casi”, que por ser de muy baja estatura podría llamarse “Enano” pero llegó tarde al reparto

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porque uno menos pequeño de la otra división ya portaba el mote, por lo que él debió aceptar ser “El Casi”, por “casi enano”, “casi hombre”, como si casi hiciera referencia a algo inconcluso o trunco, a esa idea atendía el sarcasmo de la calificación. A su lado se encontraba Alberta, alias “Chamu” por su gran habilidad para chamullar y convencer a otros, incluso abusando de la mentira. En el medio del semicírculo Willy, más conocido como “Elos”, palmeaba la nuca de Alberta buscando su enojo. Un buen día, alguien, tratando de ofenderlo le había dicho ¡Callate, Negro! En su defensa William respondió: “Oscuro sí, Negro jamás”. Desde entonces se lo conoce como “El Oscuro”, pero con el paso del tiempo y su uso se ha visto reducido a “Elos”. Claudio, su mejor amigo le seguía en el círculo (semi), su ya conocida parada de guardaespaldas, brazos cruzados, ceño fruncido y mandíbulas apretadas, no permitía bajo ningún concepto que alguien no advirtiera que allí se encontraba él. Natura deparó para él un fornido cuerpo al que había que alimentar más de la cuenta, necesidad que acarreó la llegada de su mote, “El Gula”, así le decían.

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Clarita se había adaptado al grupo con la anuencia de ser hermana de Carlitos, sus apodos transitaban entre “Clarita” y “Celeste”, porque en realidad se llamaba Azul Clara y por decoloración jugaban a decirle así, la bonanza del apodo atendía al peligro de enojar a Carlitos y ser víctimas de su talento para cualificar. “Maruja” (María Eugenia) había sido abonada con “Cachavacha” gracias a que sus padres sobrevivían con el curanderismo: cura de parásitos con té de yuyos, empachos, tirada de cuerito, alivio del mal de ojos, limpieza y purificación de casas, contrarreste de magia negra, recuperación de parejas, y últimamente estaban incursionando en la “orinoterapia” aunque sin mucho éxito. Ese día habían faltado dos que completaban el grupo: Horacio, popular como el “Bayeno”, recibió su bautizo aquel día de verano cruel que tirado en el piso de su patio se refrescaba con la manguera, justo cuando llegaron sus compañeros y lo encontraron con la panzota apoyada de costado mientras el agua resbalaba por su cuerpo, fue “El Casi” quien evocó en la imagen a esas ballenas varadas que, mientras

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esperan el salvataje, les echan agua para que logren sobrevivir. Por otra parte, no era que faltaba, sino que se había retirado antes, “Afanancio”, antiguamente “El Tano” por ser hijo de italianos. Estaba citado por la comisaría del menor, para ver si algún apriete le funcionaba para aplacarle las ganas de quedarse con cosas de otros, pero el falso comunista tenía unas extrañas convicciones, y profesando causas de igualdad y revolución aprovechaba para robar útiles, dinero, espacios, a compañeros y profesores. La principal razón por la que el grupo lo aceptaba atendía a una estrategia anti victimaje que los dejara por fuera de la mira de “Afanancio”. Así y todo algo se les había perdido alguna vez. Lo cierto es que el grupo logístico tenía una reconocida trayectoria y presencia en el patio. Grupo que, sacudido por la urgencia de no mirarse, dedicaba sus días a bautizar seres, colocaban apodos que se instalaban en el imaginario rápidamente, sin quedar ellos exceptuados de padecer esta severidad. El rótulo, en definitiva, no era materia muy discutible si contaba con este aval.

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Al parecer, Marcela era adjudicataria vitalicia de estos surtidos ejemplares adoradores de la burla. ¿Por qué? No lo sabía. Pero “La Gorda Bola” emergió en la primaria, en el famoso episodio sucedido en el Anfiteatro Municipal en el cual se desarrollaba la Fiesta Intercolegial de Educación Física. Aquel día, Marcela quiso ingresar al césped del Anfiteatro, pero resultó que en los últimos dos escalones, alguien tuvo la perversa idea de meterle una traba que la hizo rodar desde allí hasta el pasto, quedando al borde de la fosa con agua que separaba al público del escenario. La perspectiva para visualizar el “accidente” era excelente para cualquier espectador de la fiesta, que para colmo de males se hallaba muy concurrida ese día. La risa descendió de las tribunas, junto a innumerables

onomatopeyas

superpuestas

y

amalgamadas en ¡¡¡Uuh-ohh-ayy-uy!!! Como una avalancha se desplomaron sobre los oídos de Marcela. Deseó con todas sus fuerzas que alguno de sus dioses del Olimpo se apiadara de ella y la hiciera desaparecer. “¿Gorda Bola?”, “Gorda Bola”, entonces.

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Se encontraba “El Motero3” en pleno ejercicio de sus funciones, cuando observaron aquella escena de la planta alta: Marcela, intentando atravesar con dificultad el tránsito de la mañana por ese pasillo. Como generalmente sucede, basta que alguien tenga una idea y la exprese atravesando las cuerdas vocales, para sondear el grado de aceptación que esa idea alcanzó. Divertirse, eso querían. A costa de otros, por supuesto. El Doctorado en Sobrenombrelogía, que habían conseguido a lo largo del tiempo, parecía por estas

horas,

escaso

para

regocijarlos

como

pasatiempo. Fue Clarita. Ella tuvo la idea: —¿Y si le conseguimos un novio a la “Gorda Bola”? Para entonces, de tanto orquestar cosas, el grupo había adquirido cierta sincronización en esto de sumar ocurrencias alrededor de una idea madre. Y esta no fue la excepción.

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Grupo dedicado a colocar sobrenombres con el único fin de divertirse y molestar al adjudicatario. ~ 57 ~


Cita a ciegas

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—¿Un novio? —preguntó Carlitos. —Sí, algo así como una cita… —Aunque sea de mentiritas—acotó “Maruja”. —¿Y ustedes creen que caerá? Miren que la gorda, aunque bola, es viva. Mmm, no sé. —¡Cuándo no! Claudio el desconfiado. Claro que va a caer, sólo es cuestión de armarlo bien. —“La Chamu” tiene razón, lo que lamento es que no esté “Bayeno”, porque él es como más científico en esto de estudiar la conducta humana —comentó con preocupación, “Elos”. —A la salida pasamos por su casa y listo — dispuso Carlitos al tiempo que friccionaba sus manos como

adornando

con

el

gesto

lo

que

sus

pensamientos se adelantaban a tramar. En plena maquinación del reducido montón, se acercó

hasta

él

un

jovencito

desgarbado

y

flacuchento. Sus ojos claros daban muestras de cierto temor, los cachetes hundidos, como aplastados, hacían que su nariz ganchuda sobresaliera con más fuerza de su rostro. Antes de comenzar a hablar, colocó sus labios de manera que formaran un tobogán de aire que le permitieran con un soplido despejar su ~ 58 ~


Cita a ciegas

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flequillo “carlitosbalacense”. Un débil carraspeo pretendía captar a medias la atención. —“Gula”, ¿tendrás el dinero de los discos de juegos que te grabé? Pasa que si no me pagás hoy ya no tendré tiempo de reponérselos a mi papá, y esta vez se dará cuenta—dijo, mientras miraba el piso y jugaba con su pie a remarcar el borde de la baldosa. “El Gula” fingió seguir la conversación de sus amigos como si César no estuviera allí, y nunca hubiera hablado. —¿Lo tenés? Ya hace más de un mes que me decís que mañana. —¡No lo tengo, che! Y no sé si lo vaya a tener. —Entonces... ¿me los podrás devolver? —dijo rapidito, como rogando que su tono no denotara miedo, ni apuro, ni enojo. Nada que en definitiva alertara la corta paciencia del “Gula”, pero sí que lograra darle una solución a su embrollo. —Los presté, no recuerdo a quién. ¿Necesitás algo más? —preguntó acercándose con pasos amenazantes hasta quedar bien enfrente de César, de manera que este sólo pudiera colocar la mirada sobre el acneciento mentón de Claudio.

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—Se dará cuenta mi papá y no sé... —dijo César, más para resignación propia, que para ser escuchado por el resto. —¿Qué?... ¿Te va a pegar tu papito? ¿Te va a dejar sin queso “Cara ’e Cuis”? Cuando empezaba a prosperar la afamada carcajada del grupete, César se apresuró a volver a su curso y ponerse a resguardo de la burla. “Maruja”, que en secreto estaba enamorada del “Gula”, había observado la escena y para congraciarse con su amor dijo: —Tal vez el “Cara ’e Cuis” necesita un poco de distracción para que te deje tranquilo. Podríamos incorporarlo al plan con “La Gorda Bola”. Habrá sido la ocurrencia o la imagen de concebirlos juntos, pero lo cierto es que la carcajada estalló en el semicírculo logrando que las miradas del colegio reposaran en ellos. —A las cinco de la tarde en casa no habrá nadie —dijo Clara buscando aceptación para su idea en los ojos de su hermano—, es una buena oportunidad para una reunión cumbre —completó con complicidad. ~ 60 ~


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Carlitos completó la proposición acotando que también había que avisarle a “Bayeno” y a “Afanancio”, aunque dudó un instante sobre este último al rechinar en su mente el alerta de que se trataba de SU casa. Vería de estar más atento para que el ex “Tano” no permaneciera fuera de su vigilancia.

En el aula de segundo año, César tenía dolor de panza. Eran los nervios, seguro. Su padre no iba a creerle una vez más lo de los discos, no de nuevo. Como siempre ocurría, terminaría confesando la verdad, aguantando el sermón sobre su pavez y llorando en silencio ante la certeza de que el padre, aunque severo como era, no se equivocaba. El miedo siempre podía más que él. Quería ser aceptado pero nunca encontraba la forma. Su computadora en cambio, no le exigía nada, era tan fácil relacionarse con ella, entenderla cada vez más. El mouse en su mano, por momentos se presentaba como lo más seguro de su reducido mundo. Esos sinvergüenzas. Siempre abusando del temor de los demás. Y al momento que alguien les ~ 61 ~


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hiciera algún tipo de reclamo, se acorazaban en el grupo dando a entender que “sí te metés con uno te metés con todos”. Intimidación que lograba que cualquier querellante desistiera, dejando sin efecto las supuestas quejas. Por pudor o por miedo, todos evitaban “el Bautismo”, resignándose a tratarlos en los términos que ellos pautaran. Burlarse. Siempre burlarse. Reverendos hijos de teros, que ponen el huevo en un lado y el grito en el otro. No pueden comunicarse ni siquiera entre ellos, jamás hablarán de lo que verdaderamente les pasa. Nos distraen, se distraen pretendiendo no verse. Conmoverse... Si acomodo un poco las letras, las separo, las completo, quién sabe, quizás adivino algún sentido, conmoverse es con moverse, moverse del lugar, moverse con, conmoverse involucra a alguien más, tal vez nos pase a solas, pero por referencia a alguien. ¡Eso es! Conmoverse es COMO VERSE. Y eso es lo que, precisamente, ellos no van a permitirse. César, que tampoco era “el comunicativo” (al menos no se la agarraba con el mundo externo), había recibido su bautizo por añadidura, aquel día que Marcela, la gordita del primero, rodó por el pasto. En ~ 62 ~


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ese momento él, no pudo más que dejar fluir su impulso de ayudarla. Se apresuró a levantarla, tiró con ambas manos de su brazo y la sacó del centro de atención. Pero necesariamente tenían que pasar cerca del círculo maldito. Entonces uno de ellos mencionó en voz lo suficientemente alta para que pudiera ser escuchado: —A eso es lo que yo llamo una bola, la bola que rueda, “La Gorda Bola”. De inmediato, el resto festejó el nacimiento del mote. Pero él no pudo con eso. No resistió y con un tono de voz que hasta el momento desconocía les dijo: —¡Déjenla en Paz! ¿¡No ven que es suficiente con lo que acaba de pasarle!? El fogonazo que lanzó César fue suficiente para captar la atención de ellos. —¿Y vos?, ¡qué te metés, “Cara ’e Cuis asustao”! —incriminó William. Listo. Archívese. Puesto el sello, registrado el apodo. Tremenda sentencia hizo que desistiera de sus ganas de ayudar a Marcela y mientras digería su

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“alias” forzado que lo acompañaría hasta estos días, la niña de entonces se esfumó entre la turba trepando con desesperación las escaleras, buscando quedarse sola hasta de sí misma. La identidad, o más bien el despojo de ella, eso compartían “La Gorda Bola” y “El Cara ’e Cuis”, o al menos el día de iniciación en tamaño ultraje.

Marcela no entiende de modas ni de estilos, que es lo que por estos ratos mantiene ocupada la cabeza de sus compañeras. Sentadas en ronda adorando una revista, viviendo vidas ajenas, así pasan las tardes algunas de sus pares. Ella observa a Julieta, su amiga de la infancia que siempre revolotea por diversos grupos, dedicada en más de una ocasión a conciliar a las partes que se enfrentan en sus disímiles mezclas, incluso con Marcela siempre realiza estos intentos, para que se integre, para que se acerque, pero con el tiempo se ha resignado, sobre todo ante la posibilidad de que su amiga en realidad se esté salvando de algo que ella no se atreve a rechazar para no sentirse rechazada.

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Marcela adora de Julieta su ingenuidad tan auténtica que por supuesto le ha valido el sobrenombre de “Tortuga” en tanto, sabe que Juli valora su grado de lealtad incondicional. Sonríe con el recuerdo de ese día en que “La Ingenua Julieta4” detonó su primera frase célebre, cansada de que se mofaran de ella porque caía tarde en los chistes, les gritó como si fuera una sentencia de muerte: —¡Ya me van a extrañar cuando me avive! La segunda inmortalización llegaría el día en que en una clase de Matemáticas daban “tema nuevo”. Era notorio que a todos les costaba entender, pero nadie se animaba a avisarle a la maestra, fue cuando Julieta, sin reparos levantó la mano y le dijo: —Seño, ¿por qué mejor no me explica de nuevo, pero a lo Billiken?

Ella se oculta en un libro. Al fondo del aula se embriaga con el aroma a humedad que despide “La Odisea” que le han prestado en la biblioteca. Se 4

Julieta existe, con otro nombre, y encontrarla nos hace mejores personas, como le ocurrió a la autora. ~ 65 ~


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regocija con la astucia de Penélope. Sueña con aprender a esperar tiempos mejores tanto como Penélope ha aprendido a disfrazar la espera de tejido interminable. Sus rulos castaños descansan en el hombro, hoy se ha hecho la media cola con una hebilla artesanal, y ha cambiado su dije de la suerte con forma de chupete por un colgante con plumitas de faisán. Las regordetas manos portan un anillo, la luna y el sol. El perfil de la nariz es perfecto, recto, pequeño, elegante, salpicada de algunas pecas extraviadas para el mate de su piel. Marcela tiene humor, aguzada su ironía, incluso su aspecto exterior soporta este ejercicio, es sólo que no lo comparte, tan sólo lo autocomparte. Imagina que los dioses que la han tomado como protegida deben ser algunos “pesos pesados”, que descansan en nubes gooooooorrrdaaas, y que volar o correr a ayudarla cada vez que está en problemas, les resulta más difícil y por eso es que a veces se siente desprotegida. Pero ya estarán por llegar, esa es su esperanza.

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La reunión cumbre ha comenzado. Ninguno ha faltado. El esqueleto principal del, por esas horas, casi macabro plan ya está listo. Lo demás lo irán viendo sobre la marcha. El primer acercamiento hacia Marcela será a través de una carta semi corta y anónima, que ya se encuentra redactando “La Chamu”, en colaboración de “Maruja” y la supervisión de “Bayeno”. “Marcela: espero no molestarte con mi idea de escribirte, pasa que hablarte es muy difícil porque pasás mucho tiempo encerrada en el aula, y para desgracia mía no compartimos el mismo curso. Sé que pensarás que esto es una broma porque yo pensaría lo mismo, en eso nos parecemos y me gusta, pero no, no es broma. Me gustaría charlar con vos, sos distinta, con vos sé que podría, pero entiendo si no querés, porque yo también soy tímido, no por nada me escondo detrás de este papel escrito en computadora, al menos te pido que me respondas por este medio, se me ocurre que podemos poner un lugar secreto para dejarnos cartas, hasta que nos animemos a vernos y charlar de frente, si te parece yo propongo la calesita de plástico del jardincito, que como está rota no la usan, y en un ~ 67 ~


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costado tiene un hueco que permite esconder cosas. Yo podría dejarte algo cada martes y propongo que vos me dejés algo los jueves, bueno no sé si hablo solo como loco, (¡bah!, escribo), eso lo comprobaré si me respondés o no. Perdoname si te molesté, pero necesitaba contarte esto. Un saludo. C C ”. —Mañana, cuando la gorda vaya al baño, vos, Clarita, te metés en tu aula, y le colocás el papel en la carpeta de la materia que sigue luego del recreo. Fue la orden que su hermano le dio a Clara. Los amigos se despidieron llevando plasmada la huella en el rostro de quien se retira con la satisfacción de la tarea cumplida. Al día siguiente empezaba el plan y cada uno en cierta forma desempeñaría un rol para que todo funcionara según sus designios.

Marcela se dio cuenta al instante que alguien había modificado el estado de sus útiles, pero no reparó en la carta hasta que abrió la carpeta para la clase. Vio que se trataba de algo personal definitivamente dirigido a ella, pero perseguida con el ~ 68 ~


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hecho de que fuera una broma y hubiera muy cerca alguien agazapado dispuesto a burlarse, sólo atinó a abrir la carpeta y fingir que no había visto el papel. Así transcurrió toda la última hora de clase. Al llegar a su casa dejó la mochila en la habitación no sin antes tomar con cierta prisa la carta para correr al baño a averiguar su contenido. El ritmo de su corazón se aceleró ante la novedad y no pudo evitar ruborizarse un poco. El tono de la carta era muy respetuoso pero hasta ese momento no había caído en lo convencida que estaba de que nadie podría fijarse en ella y por tanto en algún secreto lugar se había exigido no fijarse en nadie. Menudo problema este, porque ahora la lista de sospechosos de la “audacia” (no resistió y se le escapó esa ironía que la caracterizaba) era borrosa, amplia y enmascarada. Definitivamente un papel tipeado en computadora agrandaba las distancias. Era miércoles, la carta hablaba de un jueves para el contacto. No sabía qué hacer. Si mañana no daba alguna señal y esto no era una broma, tal vez su Odiseo no volvería a escribir o se sentiría despreciado

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o quién sabe... Pero qué podría responderle, él parecía conocerla un poco, pero ella le escribiría a la nada misma. Cómo empezar... la idea ya le daba mucha vergüenza, impulsándola a resistir, pero y si era una buena persona su nuevo amigo, si tenía un poco de cerebro y hasta capaz era un ser sensible de esos que escasean. Una broma. Qué pasaba si era una broma, y bueno nada. Una mancha más al tigre (“bien alimentado, pero tigre al fin”, pensó con sorna), ¿qué le hace, no? Tomó papel y lápiz pero se retrajo al recordar que en la base del ropero de su madre había una vieja máquina de escribir con la que ella jugaba a la secretaria hace unos años. La usaría para no delatar su letra hasta tanto él no la delatara. “Hola CC: la verdad es que dudé mucho si responder o no a tu carta pero no todos los días le escriben a una, y menos a UNA, así que como me pareció que el tono era respetuoso, al menos esta vez para devolver la cortesía te contesto. Confieso que es interesante esto de conocerse con alguien distinto, más teniendo en cuenta que hay tantos trogloditas sueltos que no saben cómo tratar con la gente, y entiendo lo de tu timidez porque a mí también me pasa. Te percatarás ~ 70 ~


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de que corrés con la ventaja de saber quién soy y cómo soy; si sobreviste al impacto es porque algo diferente debés tener o no te importan las apariencias. Bueno, no quise aburrirte con Filosofía barata pero así soy... Chaucito y que estés bien. ¡Ah!, y gracias por la sorpresa. Marcela”.

La fase vigilancia había comenzado. El grupo tenía tareas asignadas, la de “Afanancio” era precisamente

robarse

cualquier

señal

de

correspondencia que viniera de la gorda. Finalmente, “Afanancio” descubrió que en la calesita había aparecido un papel celosamente doblado en forma de pañuelo. Cuidando de que nadie lo viera, lo retiró y lo hizo desaparecer hasta nuevo aviso. Ya en casa de Carlitos, todos leían con ansiedad la respuesta de Marcela y se reían incómodos ante la calidez de la carta. “Bayeno” mantenía el ceño fruncido como meditando cada una de las palabras que la carta de la víctima profesaba, al tiempo que pergeñaba la segunda parte del plan. Establecer contacto con “El Cara ’e Cuis”, de eso se trataba ahora.

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Cita a ciegas

Si

eran

Mónica Gabriela Pereyra

ellos

quienes

interceptarían

las

correspondencias, era absolutamente necesario que en cada carta fuera incorporado algo de lo que en realidad se contestarían pero un poco contaminado por la creatividad del grupo, así lo explicó “Bayeno” y todos estuvieron de acuerdo. Manos a la obra. “Hola César: supongo que te sorprenderá esta carta pero aunque te cueste creerlo me animé a escribirte porque sé que tenemos mucho en común, empezando por nuestra timidez, pero también nuestra sinceridad. Me gustaría conocerte, de a poco, pero conocerte. ¿Qué te parece si para intentarlo me escondo detrás de este papel escrito? Al menos te pido que me respondás por este medio, se me ocurre que podemos poner un lugar secreto para dejarnos cartas, hasta que nos animemos a vernos y charlar de frente, si te parece yo propongo la calesita de plástico del jardincito, que como está rota, no la usan, y en un costado tiene un hueco que permite esconder cosas, yo podría dejarte algo cada viernes y propongo que vos me dejés algo los lunes, bueno no sé si hablo sola como loca, (¡bah!, escribo), eso lo comprobaré si me respondés o no. ~ 72 ~


Cita a ciegas

Mónica Gabriela Pereyra

Perdoname si te molesté, pero necesitaba contarte esto. Un saludo. Chaucito, GB”. Con una estrategia gemela llegó la carta hasta César. Curiosamente la reacción fue parecida a la de Marcela. Encerrado en su cuarto, se hallaba dudando de la verosimilitud de ese papel pero algo muy interno lo impulsaba a darle crédito. Quizás fueran las ganas de sentir que algo así podía ocurrirle finalmente a él. O esa utopía adolescente que permite creer que aún en los peores momentos siempre aparece algo bueno, quién sabe. Pero de manera palpable, a César se le habían humedecido un tanto las manos por la ansiedad con la que leía la carta, mientras resolvía si responderla o no. Finalmente primó la intriga de probar si eso era cierto, si era una broma o un impulso de alguien que a lo mejor por estas horas ya estaría arrepentida de “su audacia y valentía”. “Estimada GB: gracias por sorprenderme, tu idea de conocernos me interesa, y me gustaría que jugáramos un poco si te parece a contarnos cosas del otro, hasta que nos animemos a vernos personalmente,

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Cita a ciegas

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si querés empiezo yo así vos te animás también, aunque por lo que veo vos corrés con la ventaja de saber quién soy yo pero yo no, dame alguna pista, no sé, a qué curso, vas, a qué división, qué música te gusta, qué soñás, no te pregunto el signo y esas cosas porque en realidad me molesta esa pregunta que la hagan y hacerla, ¿ves? Ahí pudiste saber algo de mí, tampoco voy a averiguar quiénes tienen tus iniciales porque respeto la decisión de no decirme tu nombre, cuando tengas ganas lo harás sola, bueno lo de los días para dejar correspondencia me parece bien y además nos ahorramos el estampillado, ¡ja!. Es raro todo esto pero se siente bien. Chaucito, como decís vos. César.” No tardó más de cinco minutos en retirar “Afanancio” la carta de la calesita, ni bien la hubo depositado César en el hueco según lo convenido. El trabajo en equipo estaba sincronizado de manera tal que cada vez que se retiraba una carta otros se encargaban de hacer de campana vigilando a quien remitía la misiva para que no pudiera volverse a espiar quién era que retiraba las cartas y terminar de una vez con el misterio. Pero esto no era tan necesario porque aunque ellos no podían percibirlo, ~ 74 ~


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estaban tratando con dos personas poco retorcidas para andar persiguiendo gente y contradiciendo voluntades. Dejaron que las epístolas transitaran el patio del jardincito, habían adquirido cierta habilidad para transcribir lo necesario de cada carta real, descartar los términos que no entendían por lo desconocido o por el sentido poco claro, pero lo que más les interesaba era imaginar el gran día. El día que “La Gorda Bola” y “El Cara’e Cuis” se encontraran frente a frente y ellos pudieran despanzarse de risa y hacérselo saber a la frustrada parejita y, sobretodo, contar por los pasillos, “Érase una vez una historia de amor entre ‘La Gorda Bola’ y ‘El Cara’e Cuis’...” La sola mención de la escena y más con el histrionismo que le imprimía “Afanancio” lograba que volvieran las ganas de sostener tremenda broma. Sólo a “La Chamu”, a Clarita y a “Cachavacha” las confundía por momentos la lectura de las cartas reales, pero no podían mostrarse débiles ni perturbadas porque correrían el riesgo de ganarse la expulsión del grupo. Ni entre ellas lo comentaban, pero una frágil lucecita interna las hacía anhelar que ~ 75 ~


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alguien pudiera dirigirse a ellas en los términos que “El Cara’e Cuis” le escribía a “La Gorda Bola”, y envidiaban la elocuencia de las palabras de Marcela; alguna hasta había fantaseado con el hecho de que si en un futuro se enamoraba, le pediría a la gorda que le ayudara para escribirle algo. Cada vez se hacía más complicado sostener el tono de la mentira. Era un “Amor Frankestein” porque lo habían construido entre todos, sólo las víctimas desconocían hasta aquí la oculta participación del resto, pero sin darse cuenta, el grupo no lograba destruir el sentido que Marcela y César le imprimían a sus cartas, la torpeza de no entender algunas partes los llevaba a veces a dejarlas como estaban, la familiaridad de algunas frases y códigos que transportaban las cartas y que es característica de cuando dos seres empiezan a conocerse de manera más profunda, invadían la cotidianeidad del grupo. Palabras como “Lindo reversible”, “Manada de mariposas” se filtraban en algunos de sus diálogos y, cuando ocurría, todos se miraban con complicidad. Marcela andaba como tonta, por la casa, por la escuela, por la calle. Ella, que siempre reía de sólo ~ 76 ~


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imaginarse que un mago intentaba hacerla levitar con algún truco y que la varita mágica empezaba a vencerse como resistiendo levantar tanto peso. Sin embargo, sabía que no había por aquel entonces, ningún mago cerca, pero ella flotaba, o al menos esa sensación incorpórea la invadía todo el tiempo. Las burlas de todos los días ya no le molestaban; de hecho ni siquiera era capaz de mantener demasiado la atención en eso porque otras cosas menos dañinas ocupaban su mente. Su Odiseo tenía razón, no eran simples mariposas en la panza, eran “manadas de mariposas” lo que sentían por aquellos días. Pensaba en esa frase que CC le había dicho sobre la belleza, ¿lo habrá hecho porque tiene complejos o porque no es superficial? Hay bellezas reversibles, por dentro o por fuera se ven igual, yo no soy un lindo reversible (mencionó en una carta CC) pero a esa altura la suerte estaba echada. Muchas veces pasaba por el árbol que amaneció un día con una cicatriz prometida, para reparar en el vestigio de ese amor que adolecía. “M y CC” enmarcado en un corazón (un tanto cursi para su gusto pero como sabía había sido tallado por él, lo ~ 77 ~


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eximía de toda culpa). Pensaba que aunque nunca llegaran a verse, (tenía esa tendencia a pensar negativamente), ese álamo sería el testimonio de su ilusión y eso la conformaba.

¿Qué hacía Marcela mirando aquél álamo? Le daba vergüenza pasar cerca de un conocido que pudiera descubrir su secreto. Pero el paraíso que daba fe de su amor estaba a tres árboles de dónde se encontraba la gordita, y forzosamente tenía que pasar cerca de ella y saludarla con la educación acostumbrada. Tomó impulso y emprendió la marcha, saludó a Marcela con la cabeza y se acercó, con disimulo, a su árbol para recargar energías con la herida tallada, fresca de algunos días, que le hablaba de amor. “C y GB”, enmarcada en un corazón (un tanto cursi para su gusto pero como sabía había sido tallado por ella, la eximía de toda culpa) y a decir verdad esa impresión duraba sólo el segundo previo a que su corazón acelerara los latidos y la manada de mariposas emprendieran el revoloteo por su estómago ante la sola mirada sobre el grabado que lo acercaba a ella. Siempre pasaba en la tardecita por allí ~ 78 ~


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y con el dedo índice recorría la cicatriz, buscando con el gesto esperanzarse con la idea de que exactamente allí estaban las manos de GB.

—Estuvo muy buena la idea de tallar los árboles —dijo Maruja. —Sí, eso nos da un tiempo para tramar el encuentro final, porque es obvio que ya no se aguantarán mucho más para conocerse. —Pero el encuentro es inminente, porque en la forma que visitan esos árboles, no faltará nada para que empiecen a hablar entre ellos, y el otro día coincidieron en una visita justo en una guardia mía — dijo Elos—. No sé si es porque yo sé la verdad, pero cuando se cruzaron temí que se dieran cuenta de todo y se nos acabara la fiesta antes de tiempo.

“Mi Querida (qué formal, ¿no?): no sé vos, pero yo..., bueno dejo de robar letra, ¿qué te parece si intentamos vernos en el banco (único) que está cerca de nuestro árbol, el viernes a eso de las 19 horas, estaré esperando,

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y prometo no ofenderme si no llegás, o todavía no te animás, las mariposas y yo sabremos comprenderte, además sabés que TQ, T, tq, t... tq, t. Tq ++. César”. Esta última comunicación no tuvo mayores modificaciones, sólo cambiaron el nombre de César por CC, y dejaron todos los TQ, T = “te quiero, tonta”, y TQ ++ = “te quiero, más más”. La ansiedad de los pichones de perversos creció ante la certeza de que faltaban sólo tres días para el encuentro y debían organizarlo todo, elegir los miradores que tuvieran la doble función de esconder y mostrar cuando así lo decidieran, ese sería el factor sorpresa para poder provocar en los rostros de los falsos enamorados el impacto, el desconcierto y la humillación de saberse burlados, la orden de Carlitos sincronizaría la aparición de todos a un tiempo, tenían tres días para recorrer el viejo paseo al lado del Río Seco y asignar los puestos de guerra.

Cuando Marcela retiró la última correspondencia del improvisado buzón, descubrió con sorpresa que era mucho más corta que las anteriores, pero al

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empaparse del contenido, entendió el porqué. Verse. Iban a verse, a encontrarse, a ponerse un rostro y una voz. A mirarse... La mirada, lo más importante para ella en cualquier relación, ese espejo que nos refleja o nos deforma. Finalmente sabrían si podían anclarse en los sueños de otro. Descubrirían qué era más permitido: si soportar la esperanza o renunciar a ella. Iban a emborracharse de jazmines, aún cuando ni siquiera hubieran florecido. Todo podrían definirlo, incluso el final, y eso es lo que precisamente estaba paralizándola; la idea de que terminara sólo por la penosa convención de tener que verse personalmente para imprimirle dimensión real. No podía contestarle la carta, porque aún no lograba contestarle ella al bullicio de un millar de pensamientos y posibilidades cruzadas que la trastornaban. “No escribiré. Si voy a ir, iré, y si no, asumiré los costos de mi cobardía”, se dijo.

—¡“Gorda Bola”! Si será imbécil, no escribió y no podemos hacerlo nosotros porque si luego tiene un ~ 81 ~


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impulso y la entrega fuera de fecha, se darán cuentan de la superposición. Tendremos que esperar a mañana viernes y que Dios nos ayude —dijo entre lamentos “Afanancio” (el falso comunista), ante el descubrimiento de la ausencia de correspondencia. Desde las 18 horas cada uno de los mercenarios del amor se encontraba en sus puestos. El viernes se presentaba caluroso y el pasaje estaba perfectamente pincelado por la primavera. Como ya sabían, gracias a su afilada logística, a esa hora era poco y nada transitado el lugar, o sea que al primer movimiento hacia el banco sabrían que se trataba de ellos. Fue César quien llegó unos cinco minutos antes de lo acordado pero faltando al acuerdo de esperar en el banco siguió de largo hasta su paraíso y se puso a descansar en su base, ciñó con sus brazos las rodillas, como si eso pudiera frenar el temblor de su cuerpo. Quince minutos de la hora señalada habían pasado y Marcela no aparecía, todos estaban impacientes, incluso César había girado hacia el lado opuesto al banquito para no ver el vacío que este evidenciaba, semejante a la ausencia del alma.

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Llegó. Se había puesto su mejor vestuario, la esencia de jazmín detrás de sus diminutas orejas y su mejor estado de nervios. Faltó al trato de acercarse al banco que evidenciaba el vacío a esa distancia pero que al menos contaba para su compasión con la incertidumbre de no saber si ya se había marchado o nunca había llegado. Se quedó en su árbol, hasta buscó en él alguna señal de que CC hubiera pasado por allí. Descubrió que tan sólo un segundo necesita el dolor para colarse por alguna parte. Sus ojos se humedecieron hamacando lágrimas, se alejó del árbol y caminó hacia el banco, el movimiento detrás de una pirca llamó su atención, estaba segura que alguien la observaba, pero no creía a CC capaz de estar escondido, no a esta altura, aguzó su mirada tratando de determinar su sospecha... César se había levantado, resignándose a irse para su casa. Comenzó a caminar hacia el banco que irremediablemente se hallaba en su camino. Y la vio, la

gordita

de

primero

estaba

nuevamente

frecuentando su zona, en estas elucubraciones se encontraba cuando advirtió detrás de una pirca rota la cabeza del “Gula”, como un radar detectó que era ~ 83 ~


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imposible que anduviese solo, y así, como si fueran cazadores, los fue encontrando a todos en sus puestos. Lo que iba sintiendo su cuerpo, lo que iba maquinando su cabeza, no hallaría explicación en un relato, pero todo era más veloz que él, todo estaba manifestándose claramente y de manera cruel. Él era la presa. Nada era real. Esto no tenía retorno posible. Sin darse cuenta ya se encontraba frente al banco en el que se había sentado Marcela. “¡No! ¿Marcela?, ¿GB? Gorda... Bola...”. Iba a emitir un reclamo por su complicidad y encontró sus ojos. Húmedos, doloridos, opacos. Se sentó a su lado. Le tomó la mano carnosa y la acarició... —Te quiero, tonta, ¿ves que te quiero más? —No, yo te quiero más, tonto mío. Iba a girar su cabeza hacia las pircas, porque ella ya venía perseguida antes de llegar al banco, pero él la retuvo (entretuvo) para evitarle el disgusto, y sólo atinó a besarla despacito, rozar sus labios como si esa fuera la bienvenida más dulce que una vida podría darle a otra. Al separarse y mirarse, ambos habían

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parido el mismo rubor. Sólo que Marcela pensó que elegiría soportar la esperanza, soportarla con él.

En las pircas, nadie emitió un comentario. El silencio se encargaba de torturar sus conciencias. Uno a uno se fueron levantando y siguieron caminos separados, cuidándose ellos de no ser vistos por nadie. Mañana sería otro día, quizás mañana todo volvería a su normalidad.

Marcela y César continuaban charlando y carcajeando, estrenado con la voz todos sus códigos creados por cartas, reinventando algunos y creando nuevos. —Mariposas, les presento a su dueño, saluden con educación. —Entonces, ¿un poco me querés? Tonta. —No. Un mucho te quiero. O varios muchos, o varios pocos que hacen un mucho. —¿Y has pensado cómo me querés?

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Mónica Gabriela Pereyra

—Mmmm, seeé... Cada vez que lato. Cada vez que lato te quiero. —¿Cómo es eso? Marcela tomó la mano izquierda de César y la colocó sobre su corazón. —¿Ves? Ahí te quiero, y ahí, y ahí, en cada tum, tum, tum, en cada latido. —Estoy pensando en creerte que me querés más o al menos que sos más creativa en eso de ilustrar el cariño. Se miraron casi a oscuras. En silencio. Se reflejaron.

Un día con cierta nostalgia de correspondencia fueron hasta la calesita testigo, se sentaron en ella y sólo por curiosidad se asomaron al hueco. Allí estaban, una veintena de cartas. Todas conocidas para cada uno de ellos. Sus cartas, las reales, las originales amarillentándose, pero con brillo propio. Marcela las tomó y comprendió la jugada. No pudo evitar sentir eso que cuentan algunos que ~ 86 ~


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genera una buena revancha. Tomó la mano de su amor y murmuró. —Te amo, Cara de Cuis Asustado. —Yo te amo, Gorda Bola, bola que rueda.

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La maceta

Mรณnica Gabriela Pereyra

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La maceta A Gonzalo, Por ese día en que vio a su hija, Vivo.

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Mรณnica Gabriela Pereyra

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La maceta

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Fue la maceta, eso llamó su atención. Se preguntaron por mí, “Algo le pasa a este hombre”…

Es la tercera vez en la semana que Mamá le ha partido un plato en la cabeza a Papá. Sé que no puedo resolver nada, no puedo ayudar en nada, se han encargado de que entienda mi lugar de inútil. Aun así no puedo evitar correr hasta el baño, capturar el trapo de piso y con cierta desesperación extenderlo buscando que absorba la sangre que chorrea por el rostro de mi padre y va a parar al suelo. Sólo quiero evitarle esta imagen a mi hermanita. Por mí que se maten, pero al menos que Genoveva no sea testigo. Suficiente conmigo. Después de comer siempre observo a mi padre: sus espaldas anchas sobresalen del sillón de cuero color guinda que descansa frente al televisor y para estos días parece ser una extensión de su cuerpo cuando ingresa a la casa. Mi viejo siempre me ha parecido un gigante. Sus manos son tan grandes que a veces he tenido la sensación de que con una sola podría abarcar todo mi cuello. Pero el ceño siempre

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La maceta

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parece profundamente relajado, como si no existiera en su mundo preocupación alguna. En cambio Mamá apenas si alcanza el metro cincuenta (con sus eternos tacos chinos) y es realmente como se autodescribe: “morrudita”. De pequeño recuerdo sus cabellos de corte varonil, con rulos grandes y pelirrojos que hasta hoy se empecina en sostener que son naturalmente así, pero que desde hace años tiñe en el lavadero del fondo de la casa, donde ha armado una pequeña peluquería simulada como taller de costura. A mí no tiene que convencerme de que es pelirroja (pese al avasallo de sus canas), si es gracias a eso que porto estas malditas pecas en la cara y el cuerpo, con la curiosidad de que tengo el cabello negro azabache. Son los gérmenes, dijo mi tía Ale, queriendo referirse a los genes para explicar mis pecas. No entiendo. No comprendo a mis padres, para variar. Parecen no tener nada en común pero permanecen juntos. Papá, el poco tiempo que está en casa se adormece frente a la televisión. El grado de

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abstracción que tiene es envidiable. ¿Nada lo perturba? Mamá se encuentra de pie junto al sillón haciendo extensiva su lista de reclamos diarios. —Infeliz, ¿hasta cuándo creés que te voy a bancar tu abandono? Sos un idiota útil a tus jefes. Siempre bajo el ala de papito. ¿La echaste? ¿Ya la echaste a esa? Contestame, imbécil. Sos una larva frente a la tele… Se acerca al televisor y con toda la furia tuerce las antenas de arriba y se las arranca. —Dejá de humillarme. De adornar mi frente delante de todos. Los mataría a los dos. Impotente ante la nada, da media vuelta y se refugia en el dormitorio. Papá se levanta con parsimonia, abre el armario que está debajo de las repisas con sus trofeos de ajedrez, saca de allí la caja de herramientas y con sobrada calma retorna frente al televisor. Comienza a recomponer la antena. Se levanta un instante, el necesario para ir hasta la heladera y servirse un poco de cerveza que sobró de anoche. Vuelve a su tarea de arreglar “lo roto”. ¿Nada lo altera?

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Pobre vieja. Humillada, humillante. Años hace que no recibe las caricias prometidas. Sus estrategias de defensa varían. Al principio se mantenía ocupada dando a conocer su bienestar como pareja para evitar que alguien más comentara su infelicidad. Bastante tenía con su propia conciencia. Pero el mismo transcurrir le hizo sentir como insoportable esa verdad. Fue entonces que cambió su lugar por el de víctima. Abandonada, desatendida. Adornando este contexto con justificaciones que recaían sobre la virilidad de su esposo. El grado de ironía que lograba, de tan agudo, a veces provocaba risa en nosotros que, en definitiva, éramos partícipes necesarios de la escucha. Un día trajo a un albañil para que le presupuestara una ampliación en la puerta de entrada y en las de las diferentes habitaciones de la casa. Gran parte de la mañana pasó el hombre tomando las medidas y tratando de explicarle que no venían puertas con esas dimensiones, por tanto el trabajo sería pedido especialmente y esto encarecía los costos. Pero Mamá no lo escuchaba, sus ojos estaban congelados quién sabe dónde.

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—Le pediría que una vez que tenga las medidas y el presupuesto se acerque, con ambos, hoy a las 13 horas que estará mi marido que pagará según corresponde —dijo. Ese día venían invitados. Mi tía Ale con su marido (compañero de emociones de Papá) y mis primos. También un imprevisto invitado que acompañó a Papá ese almuerzo. A las 13:20 horas sonó el timbre. Atendí yo. El albañil quedó directamente involucrado en el almuerzo porque la puerta de entrada daba al comedor. Comenzó el casi maestro mayor de obras, con cierto

nerviosismo,

a

tratar

de

explicar

profesionalmente sus conclusiones y sus costos. Papá lo observaba con su cara de nada de siempre pero no pudo evitar volverse hacia Mamá y preguntarle: —¿Es realmente necesario ampliar las aberturas hacia arriba? —Sí. ¿¡O por dónde querés que cruce yo con mis aspas!? El pobre albañil comprendió que había perdido tiempo y que encima el trabajo nunca existiría.

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Pese a la humillación y las carcajadas contenidas de los invitados, mi padre pudo advertir esta situación del albañil y lo acompañó hasta la puerta. Vi que metió la mano en el bolsillo y sacó la billetera para darle al buen hombre el valor de dos jornadas bajo el sol. Mamá, tanto tiempo has pasado tratando de hacerle sentir tu existencia a Papá que, en ese lapso, seguramente

hubieras

estudiado

una

carrera,

conocido alguna amiga o, por qué no, un amante llenador de vacíos. Pero no. Tu vida ha sido Papá, para dejar de ser tu vida. Sobredosis de telenovelas te has dado, buscando tal vez alguna fórmula mágica, de esas que resultan inverosímiles, pero ineludibles de contar para el tributo de la lágrima romántica cuyo tótem es el Final Feliz. La muerte adquiere disímiles disfraces y no siempre atiende al fin de la vida. Cuando el sol muere ante nuestros ojos, esa muerte promete... un nuevo día, una estrella, una luna. ¡Pero Mamá!, ¡tanto te has empeñado en no dejar morir tu historia unilateral de amor que de tanto esfuerzo lo has puesto al borde de

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la eutanasia! La muerte de tu amor no tiene promesa porque te quedaste en un estadio intermedio entre el vivir y el no dejar vivir. Como para enamorarse está. ¿Quién quiere? Yo, paso. Qué me importa que el tonto de Esteban me diga mariquita. Recuerdo su soberbia con cara de “payaso ganador” tercermundista. “Yo donde pongo el ojo, pongo la bala”, había dicho tras la amenaza de que si bien Valeria se fijaba en mí todo el recreo, eso no era muy útil si yo no tenía poderes telepáticos. El muy imbécil tenía razón, pero la sola idea de acercarme y hablarle, aumentaba mi sudoración y los latidos taquicárdicos del adolecido corazón. No tengo idea de qué podría decirle. Cómo empezar. Qué frase lo suficientemente acertada para provocar el desvío de atención sobre mis mofletes al rojo vivo, encima adornados por las pecas. Todas sus amigas ya estaban iniciando algo con alguien, y sabía que ella no permanecería mucho tiempo sola, aunque sea para no parecer distinta o descolgada. He tenido tantas oportunidades para intentar decirle al menos una

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La maceta

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burrada. Pero no. Cobarde. Si hasta nuestros recorridos se parecen a diario. Paso siempre por su casa para ir y volver del colegio. La he memorizado, sé cómo camina, cómo chuequea el pie derecho hacia adentro. Sé que le avergüenza tener tanto de busto y con el tiempo su espalda se ha encorvado en un intento de acorazar las protuberancias. Sé que, curiosamente, ralentiza su paso cuando percibe que vengo cerca, y yo, tan pavo, ato cada cuatro pasos mis cordones para alargar las distancias, porque presiento que un día de estos se va a dar vuelta para iniciar el diálogo y moriré de la vergüenza, por la concreción de lo anhelado, pero peor por el hecho de que haya sido ella quien tomó la iniciativa. No podré vivir con eso. No. Mañana veré si le hablo. O la invito a bailar (no sé bailar), bueno, hacer como que… Qué sé yo. Mañana entonces. No pude dormir, porque algo me dice que no tengo más tiempo y a la vez sé que no estoy preparado. Sé que el tartamudeo no es una buena carta de presentación.

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La maceta

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“¿Podría hablar con vos?”. “No, si ya estoy hablando”. “Qué tonto”. “¿Me permitís un momento?”. “Disculpame”. Por tantas elucubraciones con los ojos clavados en el suelo, ni me di cuenta adónde llegué. He pasado ya por su casa, pero no sé si todavía no sale o ya se fue. Bueno, yo sigo, si no es hoy será mañana. Mejor me apuro o llegaré tarde. Pero… ¿esos no son?... ¡Esteban! Esteban caminando a la par de Valeria, él haciendo de estúpido y ella, la muy hueca, le festeja. Hasta zapatea. También conozco eso de ella, cada vez que se ataca con carcajadas le da por zapatear como un mecanismo que alivie las convulsiones que le provoca la risa. Pero no me parece que sea Esteban el merecedor de este estado. Para colmo es viernes, si ya hay tan buena química seguro a la noche se juntan para hacer algo, más con lo lanzado que es él, no se va a perder esta oportunidad. La va a llevar al boliche, tiene que lucir su presa. Ni Miranda, ni Roberto, ni Marcela, y menos César, van a acompañarme. Les causará gracia mi repentina incursión en la noche. Pero prefiero ser

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La maceta

testigo.

Mónica Gabriela Pereyra

Para eso,

parece,

he

nacido.

Nunca

protagonista. Necesito ser testigo de que salió con ese imbécil, y se divierte con él, y baila y hasta será besada. Me jodo. Eso hago. Me jodo. Al final, mi primo Pato será el guía nocturno. Mamá parece un tanto ansiosa ante la noticia porque su hijo “ostra” manifiesta interés por ser un joven “normal”. Así que me dio dinero, arregló el cuello de mi chomba y dejó deslizar, en el bolsillo trasero de mi jeans, eso que más tarde descubrí era un preservativo. No lo sabía ese día, pero jamás usaría uno. Patricio se mueve en la noche como pato en el agua (ja), va y viene, saluda, toma sorbos de tragos que le convidan, y yo, tieso. No sé. Temo moverme. Que se enciendan las luces y una luz cenital indique “saluden al nuevo”. Recuerdo esa primera vez que con mi vieja viajamos a una ciudad grande, pero grande de verdad; a la entrada Mamá se acerca y en el oído me dice: —Tratá de parecer natural, que no se te note la sierra, porque en la terminal hay tipos estudiando a los que vienen de afuera para robarles. Caminá

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La maceta

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relajado, no mirés todo con ojos de dos de oro. Que no se note… Se ve que no entendí porque, si no, no me hubiera dibujado ese codazo en las costillas cuando en la cola para los taxis no pude evitar un comentario: —¿Cómo puede haber edificios tan altos? Por eso no me muevo, a menos que Patricio se acuerde de mí y me llame. Lo tenue de las luces del boliche va a entorpecer mi función de testigo. Espero no estar tan aturdido para cuando ellos aparezcan. Patricio es lo suficientemente perspicaz. Ya se ha dado cuenta de que yo no soy su “compañero de emociones”, como dicen nuestros padres, pero tuvo la delicadeza de llevarme a la parte de arriba, acercarme una banqueta a la baranda y sentarme allí. Con una palmadita en la espalda (de esas que se les da a los niños para consolarlos) dijo: —Desde acá podés verlo todo y nadie te ve claramente. Ya vengo, ¿sabés? Tenía razón el primo, de tan oscuro que está, todo el resto se presenta más claro, tan claro que los veo. Allí están, en el medio de la pista.

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La maceta

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Valeria baila, armónica, acompasada con el sordo de Esteban, que ni siquiera se mueve con el ritmo del tema que suena, o es sordo o corrobora su imbecilidad. Podría desprenderme de mi banqueta y, sin querer, “¡Uy!, ¿qué pasó?”, “se cayó”, “qué horrible accidente”, “¿cómo fue que se le partió esa banqueta en la cabeza?”, “Pobre chico, llévenlo a un hospital”… Y allí, infiltrado, colocarme al lado de ella para contenerla por la impresión que se ha llevado. Pero no, sigo aquí. Y ella, ni sabe de mí. Ha vuelto Patricio “re enfiestado”, como suelen decir. Tiene dos botellas en sus manos, calma su culpa preguntando si está todo bien, y en ese momento lo captura una rubia que lo abraza. Es, fácil, unos cinco años mayor que él. Él, lord total, no arruga pero alcanza a darme una de las botellas para que se la sostenga. Se van. Vuelvo la mirada sobre la pista. Ella sigue allí, ahora con sus amigas. El imbécil se ha subido a una tarima para dar la nota y fraguar a un Mick Jagger con poliomielitis, por lo menos.

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Se ve en el rostro de Valeria que está avergonzada, o yo quiero ver eso. ¡Qué calor que tengo!, pero no voy a moverme hasta el baño para mojarme. Ya sé que en los boliches no hay agua en los baños. Qué sed. ¡Qué lo parió! A Patricio lo perdí. ¿Será fea la cerveza? Yo pruebo, qué tanto. ¡Puaj!, corrijo, no es fea, es hedionda, amarga. Y para colmo está tibia. Es lo que hay. No sé bien qué tiempo había pasado cuando apareció Pato con dos botellas más y con alegría festejó el vacío que evidenciaba la botella en mi mano. “¡Ese es mi primo!”, gritó al tiempo que chocaba una de sus botellas con la mía vacía. El tonto me parece gracioso. Es muy gracioso. Me da risa verlo todo despeinado y desarreglado, y me río como tonto también. —Las mujeres, primo, las mujeres me acosan. Son nuestra perdición y nuestra salvación, pero lo cierto es que es difícil alejarse de ellas. Brindemos por eso. Acercó su otra botella de cerveza casi llena, para que tuviera con qué brindar.

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La maceta

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Descubrí que podía dar tragos más largos, ya no estaba tan amarga, ni tan pis. Otra vez desapareció dejando como seña su botella. Giré sobre mi banqueta y, ya sin sed, tomé varios sorbos de cerveza. Allí continuaba mi ángel Valeria. Ella baila sola. Todas juntas, todas solas. ¿Para mí? Seguramente el efecto sorpresa ayudará. Podremos bailar. ¿Bailar?, ¡epa!, ¿ya estoy listo para bailar? Vaya magia produce la oscuridad en mí. A ver, sólo queda un cuarto de cerveza, por lo que veo queda bien bailar con la botella en la mano. Ya sé, termino ésta y con la plata que tengo casi intacta compro otra y me le acerco. Fue difícil bajar esa escalera, no terminaba más. Cuando la subí no me pareció tan larga. En la barra descubrí que mi capital cubría por lo menos seis cervezas y un taxi. Acercarme fue fácil. Hablar, más, porque la música impedía claridades y con sonreír y asentir manteníamos una especie de diálogo. Le convidé varios tragos. Para entonces me sentía eufórico, todo era perfecto: ella, nuestros cuerpos transportados en

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La maceta

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una canción saturada de bajos, la familiaridad con la que me movía hasta la barra. Todo era perfecto. Transpirados

estábamos,

cuando

le

propuse

apartarnos un poco a descansar en un sillón. Accedió y me parece que fue ella quien eligió el lugar. Nos miramos un rato y reíamos como tontos, ver esa boca contraerse con su risa alteró mis sentidos, y de un impulso traté de besarla. No sé si fue que me incliné sobre ella demasiado rápido como para marearme, no sé si las luces confundieron mis percepciones pero lo cierto es que no logré contener las náuseas, seguidas de un irremediable vómito. Giré hacia un costado para aliviar el reflejo y al terminar volví sobre ella para continuar lo empezado. Asqueada, se levantó de un salto y desapareció. La hubiera seguido, pero sólo sé que estaba de día cuando reconocí el rostro de Pato sobre mí, tratando un muerto de ayudar a un degollado. Por inercia me levanté, caminé, como pude llegué a casa, y en algún momento terminé en mi cama. Esa siesta desperté cuando quince obreros con martillos golpeaban mi cabeza buscando que

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sangrara. Giré hacia el costado de la cama y allí estaba, un balde, verde, fosforescente, con los restos de mi estómago adornando el fondo y sus paredes. Lo que quedaba de mi bilis coronó la superficie de los vómitos anteriores ante el hedor que penetró mis fosas nasales. Como voces de ultratumba se escuchaba una discusión a pleno en el comedor. Era mi tía Ale, trenzada con mi mamá, reclamando por el estado en el que llegó “Su Patito”, casualmente el día que estaba encargado de mí. Mamá, como buena Señora Bruja que es, sostenía el tono de voz más elevado para dar la sensación de tener el mando en la discusión. Mi tía, consciente de esa jugada, le dijo: —Ojo que yo no soy como el paspado de tu marido, que baja la cabeza ante las guirnaldas que lanza tu lengua. —¿Qué guirnaldas? ¿De qué hablás? —Sí, vamos, hacete… Si sos una “tirabomba” que trata de que las guirnaldas afecten a la mayor cantidad de personas posible. —¡Esquirlas, pavota. ¡Ja!, siempre igual vos.

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La maceta

Mónica Gabriela Pereyra

El clima giró hacia la carcajada y se escuchaba ahora cómo las muy mujeres habían cambiado el eje de la discusión por el de la risa. Y Mamá, como si nada, le preguntaba si la acompañaba con unos mates. No hay caso, ¿eh? No logro rearmar mis recuerdos del viernes devenido en sábado. Flota Valeria, las luces, mi primo, la cerveza. La cerveza, qué gran descubrimiento, y tan a mano que estaba. Siempre hay en casa y no le había prestado la debida atención. Hoy domingo es un gran día. Voy a ver qué encuentro para festejar. ¡Lo sabía! Papá siempre deja una abierta. Me sirvo un vaso y corro a la habitación a escuchar música. En la cena, se repite el actito: discusión, “guirnaldas” (ja), cara de nada, y yo que decido participar… —¿Por qué no se separan? —¡Ahá!…, resulta que el señorito tiene pico — ironizó Mamá. Tenía ganas de seguir hablando, decir lo primero que se me venía a la cabeza. Pero Papá tenía puesto el piloto automático que lo arrimó a su sillón y allí terminó esa discusión.

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La maceta

Mónica Gabriela Pereyra

Mamá ya se había levantado para disponer su contraataque. En la mesa quedábamos Genoveva, yo, y un poco de cerveza en el vaso largo de Papá. Lo hurté con prisa bajo la mirada inquisidora de mi hermanita. Dos tragos me bastaron para hacerlo desaparecer. Me he sentido mejor, por las tardes me acerco a la plaza para charlar con los chicos. Entre todos compramos algunas botellas y permanecemos horas viendo pasar la gente. Ya no pienso tanto en Valeria. Cada intento de hablarle ha sido un fracaso. Se hace la esquiva, como si estuviera ofendida. ¡Qué me importa! Ya caerán otras. Mis padres siguen maltratándose pero por suerte cada vez les presto menos atención. No sé en qué momento sucedió, un día volví a casa y en la puerta estaba apilada toda la ropa de Papá. Al rato llegó él, tomó su ropa, la cargó en el auto y se marchó. En el único momento en que se volvió

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La maceta

Mónica Gabriela Pereyra

hacia la casa, pude ver por la ventana que su rostro daba muestras de un profundo alivio. Los días, los meses siguientes continuaron plagados de sobreactuaciones de mi vieja en todos sus estadios sociales. Se jactaba de cómo lo había puesto de patitas en la calle. No podía opacar su actuación manifestándole mi impresión sobre el alivio que avizoré esa tarde en el rostro de Papá. Lo malo de la ausencia del hombre de la casa se ha sentido también en mis insumos. Ya no hay en la heladera siempre una cervecita a mano pero no me quejo tanto porque el champagne de Mamá zafa bien. Sé que paso gran parte del día borracho pero como dice el filósofo Mario: “El alcohol no es la causa, es la consecuencia”. Esta Navidad es distinta. Quiero vivirla con menos hipocresías. Brindaré por eso. No puedo evitar que Mamá siga esforzándose en extremo por conservar las formas. Ella seguirá fingiéndose superada y eso que de Papá hace más de un mes que no tenemos noticias.

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La maceta

Mónica Gabriela Pereyra

La cena ha terminado. Todos se alistan para salir al patio trasero para ser espectadores del mundano espectáculo de fuegos artificiales. Por eso nadie ha escuchado la puerta. Para esa hora estoy totalmente puesto de tragos. Desde el quinchito en el cual me encuentro nadando en nostalgia, veo acercarse a alguien que reconozco por la forma de caminar. En ese momento estalla el primer estruendo que anuncia el comercial nacimiento. Papá se acerca a saludarme por convención. Lo miro y le digo: —Vos nos arruinaste la vida. Un segundo bastó para que el viejo desplegara a toda furia su mano derecha sobre mi mejilla izquierda. Fue tanta la felicidad que sentí con el ardor de mi mejilla que crucé por sobre la mesada del asador, manoteé una botella de vino tinto y corrí afuera de la casa. Corrí sin parar, al tiempo que pensaba “¡Vivo! Mi padre está vivo”. Cuando llegué hasta donde se encontraba mi grupo reunido, decidí que aceptaba evadirme.

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La maceta

Mónica Gabriela Pereyra

No estoy seguro si esto de no poder parar de consumir sea en verdad un problema, pero de lo que no tengo dudas es de que hay en la vida peores cosas que volarse un rato, volarse un siempre. Eso sí, si llego a decir esto en voz alta con seguridad me tildarán de apologista, como se acostumbra con todo aquél que dice según piensa, sin reacomodarse al momento. Nadie habla de otros estigmas más sutiles pero no menos dañinos: el insulto, la subestimación, la pérdida de lugares, los golpes dados y los buscados… De eso nadie habla. Nadie habla de que las respuestas están en las familias, por ausencia, por presencia, pero siempre se trata de la familia. Pensar que se fijaron en mí el día que descubrieron que comía trocitos de maceta. Por supuesto no entendían que eso tenía hierro y por tanto me fortalecería, porque hambre no tenía nunca, pero “algo hay que comer”, dicen. Resulta que hasta ese día sólo había sido testigo de sus miserias. Fue la maceta, eso llamó su atención. Se preguntaron por mí, “Algo le pasa a este hombre”, habrán dicho. “No es

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La maceta

Mónica Gabriela Pereyra

normal que alguien se coma mis macetas”, comentaba Mamá. Quién lo diría, ¿no? Una maceta, una simple maceta logró mi protagonismo.

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El muro de los obsequios

Mónica Gabriela Pereyra

El muro de los obsequios

Relato inspirado en la noticia de los niños palestinos que apelaron a la ONU para recuperar un balón. La pelota cayó en un territorio controlado por tropas israelíes.

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El muro de los obsequios

Mรณnica Gabriela Pereyra

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El muro de los obsequios

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Cuando su padre llegó al campamento de refugiados con las manos atrás y una sonrisa como nunca le había visto hasta ese día, Tâleb supo que nunca olvidaría ese momento. Algo se escondía en las manos temblorosas de su padre. —Dime hijo ¿qué tengo aquí que podría interesarte? —preguntó, desafiando su imaginación. —Una vasija para los pies, unas sandalias, ¿un rifle? —se aceleraba a decir el pequeño. A cada intento, su padre reía y con la cabeza le confirmaba el error. La madre, que desde un rincón observaba la escena, ya había descubierto el secreto y no podía evitar la emoción al imaginar a sus hijos disfrutar de ese obsequio. Secaba contra el bordecito de su hiyab, con disimulo, sus ojos húmedos. Sin arruinar la sorpresa, pero percatada de que su hijo, sin culpa pero con razones, en general no mostraba vestigios de animarse a imaginar, menos algo para jugar, trató de acercarle una pista. —Tâleb, piensa… Algo que rueda…

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El muro de los obsequios

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—¡Un tanque! —gritó el niño, antes de que su madre pudiera terminar la idea. —No, Tâleb, ¿cómo crees que tu padre podría sostener un tanque entre sus manos? No, algo que rueda, que entretiene a mucha gente y que es para compartir… No hubo caso, el pobre Tâleb, con 9 años, no era un niño. Para no arruinar el momento, su padre decidió que acortaría el pasaje de ese puente de imaginación, mostrando con un gesto solemne, la llegada de un nuevo integrante de la familia: una pelota de fútbol. Paralizado, la observó, como si tratara de algo con vida propia. Con el respeto aprendido, no se acercó a ella ni a su padre hasta que hubo recibido el gesto de aprobación. Corrió y la abrazó, envolviendo con sus bracitos, como pudo, pelota y padre. El padre, que había endurecido todas sus emociones palestinas a costa de horrores vividos de ambos lados de la muralla, dejó fluir ese nudo en la garganta a tiempo que se acuclillaba para alcanzar, en una misma altura, los ojos de su niño. Cuando estuvo

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El muro de los obsequios

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seguro de que sus miradas se conectaban, le susurró: “Juega. Juega, Tâleb. Es también tu deber”. Corriendo, salió del refugio, sujetando su primer regalo. Retumbaba en sus oídos la pista de su madre “algo que es para compartir…”. A los gritos y feliz, corría por los rincones reclutando jugadores. —Hay fútbol, hay fútbol, ¿quién viene? Detrás de sus gritos, una hilera de niños comenzó a perseguirlo. Hechizados por la pelota que los llamaba desde abajo del brazo, en forma de asa de jarra, con el que Tâleb la sostenía. Corrían. Un espacio plano resultó elegido, formado entre las ruinas de una casa, justo al lado del inmenso muro que construyó Israel para evitar el cruce de palestinos aduciendo su condición de terroristas. Ese espacio, fue su estadio. Durante los siguientes dos años, todas las tardes que se evaluaban sin aparente peligro de bombardeo, la cita fue allí. La pelota los hacía soñar despiertos, fingir talentos de jugadores, esos que espiaban en alguna televisión. Fingir una vida menos gris. Husam Wadi, Cristiano, Messi, pasaban en las siestas a

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jugarse un picadito entre ruinas y polvo, que simulaban el césped que había quedado del otro lado del muro. Tâleb había sido tocado por el don. El doble don de ser el dueño de la pelota y potencial líder de alguna liga de fútbol de Palestina. Kafer Sur era una localidad cisjordana, un lugar pequeño, pero los sueños de salvación de uno son, en esos espacios, vividos como la salvación de todos. El padre de Tâleb se extasiaba escuchando, de boca de otros, las hazañas de su hijo. En medio de sus carencias, las anécdotas solían mitigar su hambre, sus dolores, sus odios y hasta su obsesión por cruzar el muro y recuperar la casa azul que le arrebataron, aunque en ello se le fuese vida. Su mujer conocía la mirada del marido cuando se turbaba de furia al limpiar sus armas. Con dulzura acortaba las distancias, pretendiendo trasmitirle sensatez. —Ni siquiera sabemos si sigue en pie, debemos resignarnos, debe ser la voluntad de Dios —le decía, con cautela, apaciguando las turbulencias en el corazón de su esposo.

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Era verdad. Una forma de diezmar la esperanza de un retorno, que el ejército israelita utilizaba, era el bombardeo de las viviendas que por la fuerza debieron abandonar los palestinos con familias. En el instinto de preservar a los más débiles, aceptaban refugiarse en lugares que les recordaban en cada despertar: la no tierra, el no lugar. Una tarde, se encontraba Tâleb en “el estadio”, el refugio entre arcos hechos con ruinas de umbrales de varias puertas, donde él, como si se tratara de un campo mágico, había logrado sentirse a salvo. Incansablemente practicaba gambetas, tiros al arco, bicicletas, voleas y hasta chilenas; a este último recurso logró fisgonearlo en la TV del bar de Musá. En eso se encontraba cuando su pequeño hermano le hacía los pases para que él pudiera desafiar el cálculo de espalda al arco de umbral, pegándose más de un golpe en este desafío. El pase no fue perfecto, pero el intento, era ley para él. Levantó su rodilla y pie derecho, luego con su pierna izquierda se dio impulso para saltar y pateó con esa zurda que según su padre inspiraba a Alá, reventó la pelota con gran energía. Se desplomó sobre sus omóplatos y se revolcó, al tiempo

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El muro de los obsequios

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que giraba para ver si su gol había entrado. Alcanzó a advertir cuando la pelota pasaba por encima del muro y caía en campo militar de Israel. Apretó sus dientes, pero inevitablemente lloró. Decidieron en ese instante, que no se lo dirían a nadie. Muchas tardes logró disimular, con excusas confusas, por qué no tenía la pelota en su poder. En general decía que se la había prestado a otros niños, no presentes en ese momento. Arrastrado por la tristeza

que

le

hacía

temblar

las

piernas

gambeteadoras, fue un día hasta “el estadio”. Sentado sobre una piedra que solía hacer las veces de tribuna, observó algo entre el muro y otra piedra. Su pelota, estoica, lo esperaba. Al levantarla descubrió que tenía un mensaje atado con el cordón de un borceguí. “Soy Najman, me agrada el fútbol, tengo 13 años, soy israelita y soy soldado. Vivo en la casa azul, al lado del muro, pero espero un día regresar donde está mi familia”. Tâleb buscó un papel, un lápiz y escribió: “Soy Tâleb, amo el fútbol, tengo 11 años, soy palestino. Vivía en la casa azul. Imagino un día, volver con mi familia. Juega. Juega, Najman. Es tu deber”.

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El muro de los obsequios

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Y pateó su pelota portadora del mensaje al otro lado del muro. Pateó con toda la fuerza que le daba la esperanza que, hoy, obsequiaría a su padre.

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La muerte de La Gana

Mรณnica Gabriela Pereyra

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La muerte de La Gana

Mรณnica Gabriela Pereyra

La muerte de La Gana A Gerรณnimo, que siempre encuentra sus ganas.

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La muerte de La Gana

Mรณnica Gabriela Pereyra

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La muerte de La Gana

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De la escuela a casa, regreso en colectivo, unos treinta minutos para ensimismarme (sentarme en mí, amontonarme en mí, automimarme sin s, bueno eso, se entiende, ¿no?). Pienso en ellos, luego de cada encuentro (o a veces colisión) siempre lo hago. Mi mente juega a buscar sonidos, palabras, gestos, imágenes que se repitan a lo largo del taller. Ese eco ancestral un tanto más deformado que me dé alguna pista. Lo descubro. Se trata de La Gana o de su borrascoso arquetipo. Vuelvo a mirarlos: “No tengo ganas”, “No hagamos nada”, sentados cerca de las ventanas para pasar más tiempo mirando hacia afuera, desplomados sobre el banco como si este imitara a una mullida almohada. Hay treguas, es verdad, pero sólo duran hasta que el desgano arremete. El colectivo arranca nuevamente, torno la mirada hacia los ocupantes “pasajeros” del transporte. Suben, bajan... indiferentes diferentes ejemplares de La Gana. Rostros absortos, turbados, cejijuntos, amargados, persiguiendo no sé qué preocupaciones; quizás... algún hallazgo de alegría.

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La muerte de La Gana

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De pronto, un “Cementerio de Ganas”, eso veo, las tumbas están por todas partes. Miro adentro, miro afuera, una imagen me impacta, descansando en el brazo del canillita un titular “La muerte de La Gana”. ¿Es verdad, entonces?, es verdad como alguien me dijo que “es posible matar Las Ganas”. Sicarios de Las Ganas, Ganicidas amateurs, Autoganicidas, Muerte natural de La Gana, Eutanasia de La Gana, Reanimación infructuosa de La Gana, Desaparición de La Gana... Imagino otras partes del proceso. La Gana, ¿se desea, viene sola o nos elige? Intentemos definir: por más que se comparta, es siempre individual. La Gana nace, crece, se reproduce (a veces) y si muere lo iremos determinando sobre la marcha. Convive con otras, eso es seguro, pero siempre con primacía de alguna. Camino hacia el cementerio. En la entrada a mano izquierda, hay una oficina con un gran archivo. En su puerta, un cartel: “Registro para solicitud y permiso de resurrección de Ganas”. A mano derecha otra oficina, el cartel de su puerta versa: “Registro

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La muerte de La Gana

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para solicitud de usurpación de Ganas”, debajo, en letra más pequeñita, una aclaración: “Una vez aceptada su solicitud deberá dirigirse a la oficina de Resurrección”. Más adelante, no mucho, otra oficina más pequeña muestra un cartel contundente: “Decesos”. Afuera de ella se encuentra un viejecito que charla con un señor más joven. En realidad le está explicando el procedimiento o parte del mismo. —Si su Gana acaba de morir —decía el anciano—, puedo asegurarle que todavía no la tendremos registrada, nunca las traen en el corto plazo. Eso hacíamos al principio, pero por esa mala administración es que ahora nos encontramos sobrepasados, acelerando la construcción de nichos de más de veinte pisos y construcciones subterráneas de refuerzo. ¡Estamos atiborrados de Ganas! El más joven lo observaba, en silencio. —Por eso le digo —continuaba el hombre—, es más seguro que busque allá atrás. ¿Ve aquel fuelle electrónico y gigante con luces? Allí mismo es Reanimación y Cuidados Intensivos. Si no está allí es probable que tenga que recurrir al Departamento de

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La muerte de La Gana

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Búsqueda Solidaria y Ganas Perdidas. ¿Sabe qué pasa, don? La gente está cada vez más conflictuada y confundida, esto hace que nuestro trabajo se entorpezca. ¿Por qué le digo esto? Imagínese si cada vez que una persona amanece sin ganas de ir a trabajar nosotros iniciáramos el trámite por deceso, a la media hora tendríamos millones de personas buscando resucitar sus Ganas para no perder el trabajo, y así con todo, ¿vio? Por eso en Reanimación están más preparados para saber si se trata de un malestar pasajero o si realmente agoniza casi irreversiblemente. ¿Entiende? El otro hombre ha permanecido inmóvil escuchando atentamente la explicación del anciano, hasta que de pronto le pregunta: —¿Qué pasa si mi Gana está realmente en Reanimación pero sin vuelta, a dónde irá? —Y de allí va a la oficina de Admisión, luego sus datos son enviados a Decesos que le dará ubicación según su categoría, tipo, edad, en fin... Una vez ubicada pasa al archivo de Resurrecciones y, si corresponde, este emitirá una lista para ser admitida en Usurpaciones, pero las Ganas con poco tiempo de

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La muerte de La Gana

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muertas, salvo excepciones, es muy difícil que sean requeridas para ser usurpadas, ¿por qué?, no lo sabemos pero es esto lo que generalmente ocurre. De todas maneras, en caso de que usted quiera resucitarla, deberá realizar el exacto recorrido que le he contado más el examen de readmisión o usurpación según corresponda. Esto se hace para evitar descuidar La Gana, no sea que se convierta en un deporte el dejarlas morir por la sola tranquilidad de poder recuperarlas. De esta forma los reincidentes tienen cada vez más exigencias para acceder a una Gana, pero a la larga terminan agradeciendo estas dificultades. Finalmente los hombres se despiden y me siento al descubierto, el pretexto de permanecer detenido junto al puesto de arreglos florales es insostenible, por lo que emprendo la marcha lentamente hacia el laberinto de tumbas. Al pasar frente al viejito percibo su mirada incomodando mis pasos, cuando empiezo a alejarme siento su voz. —Te puedo ayudar en algo. (No tengo dudas de que se trata de una afirmación). Al girar encuentro sus

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La muerte de La Gana

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claros y verdes ojos que, picarescos, acompañan su siguiente frase “…si tienes Ganas”. La energía con la que se desplaza hasta el lugar en el que estoy no es acorde con su frágil aspecto. Se toma de mi brazo y con un leve apretujón hace que vuelva mi atención hacia el puesto de flores. —Es más ritual que otra cosa —dice—, no se venden, se obsequian, al igual que las lápidas y el grabado de epitafios. Las flores en realidad no son muy populares por aquí, así como no es común que un muerto visite su tumba, aquél que enterró una Gana tampoco andará poniéndole flores cada tanto, salvo en algún rapto de nostalgia. Pero sí, en cambio, existen novias, esposas, viudas, hijos, amigos, hermanos, socios, competidores y demás que gustan de venir hasta aquí y flagelarse o regodearse con La Gana muerta del otro que lo involucra. Piensa en esas esposas que saben que la pasión de su marido ha muerto, las he visto llorar por horas sobre la tumba y hay veces que alcanzan cierta recuperación al entretenerse husmeando en los archivos de la oficina de Usurpación. Acontece cada tanto la paradoja que

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“la viudita de La Gana de su esposo” sale corriendo del cementerio con una sonrisa de oreja a oreja. A esta altura, nos encontramos caminando por unos pasillitos que se caracterizan por estar cercados de mausoleos lujosos que resaltan del resto. El viejo comenta, manteniendo en sus ojos el asombro de alguien que asiste por primera vez a un acontecimiento: —¡¡Ahh!! Mi parte favorita, Las Ganas Históricas. Mira, mira, lo que busques, lo que imagines está aquí, (su ansiedad aumenta, como si se tratara realmente de un fanático), las más crueles, las más nobles, las más vanas, todas descansan juntas, ¡dignas de ser usurpadas! Basta sentarse una tarde entre ellas para entender tantos fracasos y logros de nuestra “mallograda” humanidad. Piensa en alguien, el que quieras, el que te intrigue, de seguro encontraremos alguna de sus Ganas descansando aquí. Te lo aseguro, Libertad, Poder, Ambición, Igualdad, Opresión, Resistencia, Placer, Amor todas y cada una, forjadas por cada uno que históricamente puedas imaginar. —No sé… A ver… Napoleón...

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La muerte de La Gana

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—Estaban por aquí —dice mientras me conduce hasta unos cuatro mausoleos más adelante—, Bonaparte tiene enterrada una Gana con vigencia en todos los tiempos y que más de una vez lo perturbó en las batallas que se inventaba “Finalmente descubro, que haga lo que haga siempre alguien acaba traicionándome, es sólo que era parte de mi ambición desear que mis mujeres resistieran alguna vez a esta tentación”. —Y esta, ¿de quién es? “Años he pasado tratando de no padecer tanta y tan repetida pobreza pero me doy cuenta que era ella misma Quijote de mi riqueza. Miguel de Cervantes”. —Esta es para las mujeres: “Qué no daría porque mis cabellos hubieran tenido el color de la noche, siempre despierto asustada por el temor de ser quemada por esa absurda creencia de que el cabello colorado tiene que ver con el demonio. Cleopatra”. —No lo puedo creer, nunca se arrepintió... —¿Quién? Ah, sí, don Adolfo: “A veces me invade el sentimiento de estar equivocado por eso tomo la

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La muerte de La Gana

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precaución de llegar hasta aquí para enterrar mi Gana de pedir perdón. Hitler”. —Esta es por lo menos curiosa si uno piensa qué hubiera pasado si no la hubiera enterrado... “Presiento que puede valer la pena dejarte aquí, porque de verdad no puedo quedarme en casa viendo como crece Merceditas aunque es tan grande el orgullo que me da verla corretear por los pasillos. José de San Martín”. —“Dejo a merced de vuestro cementerio mi Gana de ser ignorante, ya que ha sido designio de Dios que habite en mí la voluntad de acercarme a la verdad y no puede convivir ésta con la ignorancia. Sor Juana Inés de la Cruz”. Vaya mujer, pocas veces he visto un manejo de la ironía más apropiado para su época. —¿Freud? ¿Tiene por aquí alguna Gana? —Y sí, él sí que la hizo muy bien, acompáñame por aquí. “Acepto que es naturaleza del hombre no comprender a las mujeres pero renuncio a esa condición

para

poder

comprenderme.

Freud”.

Imagínate que de no ser por las mujeres su teoría

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La muerte de La Gana

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hubiera estado mucho menos desarrollada y hubiera demorado muchísimo más tiempo. No logro evitar que se escape un suspiro de telenovela al detenerme frente a otro mausoleo. Leo: “Parece que era mucho pedir que amanecieras conmigo todos los días hasta que fuésemos muy viejitos, criar a tus hijos, y gritar por las calles cuanto te amo. María de Magdala”. —Creo que como era su estilo indirecto por aquí le responden a “La Magdalena”, “Sabían, todos sabían que yo deseaba ser un hombre común, de ser posible el más común de todos. Jesús, hijo de José”. —Usted tiene razón, uno puede permanecer horas, días, una vida, recorriendo estas Ganas. Son tantas, tan diversas, es increíble. —Estas Ganas son las que más trámites para usurpación tienen en curso. Pasa que cada Gana, si bien tiene impreso un sentido, el uso que hagan de ese sentido es lo que escapa a nuestras manos, ¿vio? Como una vestimenta o una herramienta, el estilo o su uso se lo imprime la persona que las adquiere y a

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La muerte de La Gana

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nosotros sólo nos queda esperar que el proceso llegue a su fin. —Hablando de sentidos, llama mi atención cómo en este lugar han logrado cambiar el sentido original de la palabra usurpación, algo que siempre ha sido entendido como apropiarse de algo por la fuerza o sin consentimiento; aquí posee una oficina especial para solicitar autoricen la usurpación, ¡es maravilloso! —Es que equivocar los usos ha sido siempre habilidad de los hombres, hasta guerras se han desatado por estos sinsentidos, piensa si no en la palabra “negro”, sólo ha sido usada para denotar cosas o cualidades negativas. “Tengo un día negro, hay algo negro en todo esto, negro: carente de luz, es de negros, negrada, te la vas a ver negra”, todas estas formas se trasladan a la cotidianeidad y es perversamente común encontrar que haya seres que sólo por la condición de su piel deban lidiar con este uso de la palabra negro como algo malo. Al final del pasillo, topamos con el más antiguo de los mausoleos, no sé por qué, pero antes de leer alguna de las placas que lo adornan, me invade un repentino escalofrío. La placa más alta del lado ~ 135 ~


La muerte de La Gana

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derecho dice “Aquí yace mi Gana de recuperar mi costilla”, automáticamente me acerco a la pared izquierda que a la misma altura tiene otra placa, “Aquí yace mi Gana de contar la verdad sobre la dichosa costilla y más”. Voy de nuevo hacia la pared derecha, y debajo de la placa anterior encuentro el epitafio de otra Gana “Descansa en paz, mi Gana de golosía digna de comer cualquier fruta sin pensar”, el viejito como adivinando mi impulso ya se ha ido desplazando hacia la izquierda, pero siempre tomado de mi brazo. Allí leo ahora “Aquí yace mi Gana de insistir, acompañada de La Gana de ser terca”, a la par otra placa pequeña dice “descansa en paz Gana de cortar manzanas”. No necesité leer quienes eran los propietarios de ese mausoleo de Ganas pero sí reconocí que el nudo en la garganta era de mi propiedad. El abuelo lo notó y sobó mi brazo con cierta compasión. —No vayas a pensar que allí acaban las Ganas que tuvieron ese par, no todas están en esta zona, y muchas de ellas han sido usurpadas varias veces a lo largo de miles de años… —¿Hay Ganas independientes, es decir que existen per se? Sin tener que posarse en nadie… No sé,

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La muerte de La Gana

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siento que desvarío cuando hago estas preguntas, pero usted… —Te entiendo, mira, las hay independientes, todas son inmortales en sí mismas, ya que son susceptibles de ser resucitadas aunque nadie lo solicite nunca. Hay Ganas que nadie tendrá pero que existen, Ganas que aún no han sido inventadas pero que es de nuestro conocimiento que inventarán, hay Ganas destinadas a encontrarnos, Ganas que tienen la misión de encontrar a otras y en ese mismo instante perecen pero sin ellas las otras no podrían existir, todas están subordinadas a ese borrascoso arquetipo, según dijiste, esa Gana original que las gobierna. La verdad es que mi confusión es mayor, eso pasa a veces, luego de una pregunta. —Y… ¿a quién se le ocurrió todo esto? —dije mientras mi dedo hace el ademán de querer señalar todo el cementerio. —Vaya a saber… Yo soy de la gestión que se ha encargado de organizarlo y hacer más eficiente su administración; es lo menos que podía hacer por ella... Quizás a esta altura ya he perdido el juicio, pero puedo asegurar que ese último tono era el de un ~ 137 ~


La muerte de La Gana

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hombre enamorado, de todas maneras por esa convención que es la educación no me atrevo a preguntarle a quién se refiere con “ella”. —Era imperioso que lo hiciéramos —continúa él— para no seguir asistiendo a esos espectáculos dantescamente lastimosos. Miles de “desganados” arrojados con desesperación sobre las tumbas, desenterrando Ganas con sus manos ensangrentadas, realizando reanimaciones tan rudimentarias que terminaban por complicar las cosas. Pero ahora no, ahora aunque en su aspecto no lo parezca, ya no hay pérdidas como las de esa época. Ahora, de verdad, siguiendo el procedimiento, hasta La Gana más pequeña puede ser recuperada. —¿Y quiénes saben de este lugar? —Potencialmente, todos. Pero es elección de cada uno recordarlo o no. ¡Ojo! No es necesario recordar tooodas las Ganas pero sí recordar el lugar. Hay quienes vienen de recorrido y sin pensarlo se reencuentran con viejas Ganas que ya ni recordaban como de su propiedad. —En general veo que esto está superpoblado pero

supongo

que

existirán

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dentro

de

sus


La muerte de La Gana

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clasificaciones zonas menos pobladas, ¿cuál es esa zona? Imitando a un pensador, acerca la diestra arrugada y se toma la barbilla, pero su actitud oculta su verdadera condición de guardián de secretos que intenta disfrazar la verdad para concederla más tarde en mezquinas cuotas. —Las de ser amados, pero las genéricas, no las específicas, esas, creo, son las que ocupan parcelas más pequeñas. Serían las de “ser queridos”. Poca gente del planeta aunque esté sola por condición o elección, desea no ser querida. No, no es tan fácil, no se abandonan, o se pierden, o se dejan morir Las Ganas de ser querido. Pero como sabrás siempre acontecen algunas excepciones, para ellas, vaya nuestra pequeña parcela. —¿Y qué hay de las Ganas de vivir? Deben de estar colmados, digo, porque mirando a lo largo y ancho, por arriba y por abajo, por atrás y adelante, adentro y afuera, por todas partes hay gente deprimida

por

doquier,

exitosos

profesionales ejecutores del pesimismo...

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suicidas,


La muerte de La Gana

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—Qué curioso. Te has introducido en lo que para los miembros de nuestra organización es el meollo de grandes discusiones y en las que hasta ahora no hay consenso. ¿A dónde van las Ganas de vivir? ¿Cuál es su lugar? La línea antigua disidente dice que sí, que deben morir, seguir el proceso de las otras, los que apoyamos mi tesitura diremos que no. ¿Por qué? Consideramos que hay “muerte” de La Gana de no vivir pero en perfecta contradicción no hay “muerte” de La Gana de vivir. La nueva Filosofía de este cementerio ha investigado y descubierto que la trillada frase “No tengo ganas de vivir” se trata tan sólo de un placebo utilizado por La Gana de vivir en circunstancias en que se siente un tanto desmejorada o pachucha. Dirán ¿dónde está encerrada la contradicción?, pues bien, todo tipo de Gana “muerta” puede ser acogida por este cementerio, sólo si la persona que la portaba aún vive. Por tanto es imposible categorizar a La Gana de vivir en este sitio dado que la persona (portadora) es partícipe necesaria para el entierro de una Gana. Repito, no sé si esto siempre ha sido así, pero mi sospecha es que sí…

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La muerte de La Gana

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En medio de la reflexión, retorna a su rostro esa huella que señala que estamos frente a un guardián. —Por débil y hasta casi involuntario que se presenta a veces el impulso de estar o seguir vivo — continúa el anciano—, siempre estará acompañado, quizá de manera subrepticia, por una Gana de vivir. Es por lo mismo que desde hace tiempo que sólo recogemos Las Ganas de no vivir. Suena confuso, lo sé, pero si se lo piensa no es lo mismo tener Ganas de no vivir que perder o renunciar a las Ganas de vivir. —Entonces usted afirmaría que Las Ganas de vivir sólo “mueren” con uno, por ende no necesitan de ser recogidas. —Así es. Continuamos caminando con paso cansado. Para entonces siento su mano en mi brazo, como un complemento necesario, y no logro distinguir quién se apoya en quién. De pronto, mirando esa inmensidad de epitafios, tumbas, lápidas y nombres de los antiguos dueños de esas Ganas, caigo en la cuenta de que parece que hace siglos que estamos conversando y no hemos tenido la cortesía de decirnos nuestros nombres.

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La muerte de La Gana

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—Perdone, pero aún no sé su nombre. —Y eso importa ¿no? Si no nos “llamamos” difícilmente alguien pueda recordarnos, como decía Eduardo: “Quien nombra, llama, y alguien acude a su llamado...”. Por eso nadie puede morir mientras alguien recuerde, el nombre es una más de las estrategias usadas para mantener vivo a otro. Su voz se percibe un poco endurecida, como si evidenciara cierto enojo, casi estoy lamentando haber hecho la trivial pregunta. —Muero... —asegura en un resoplo, mientras presiona más mi brazo. —¿Qué le sucede, acaso se siente mal?, si lo desea nos detenemos a descansar. —Muero, pero en realidad me anotaron mal, porque el nombre original era “Muerto”, así me puso mi padre ese día que llegó hasta el registro civil lleno de impotencia. La empleada le preguntó mi nombre a tiempo que sacudía sus manos compulsivamente para apresurar el secado del esmalte de sus uñas, pero en ese instante la mente de mi padre se hallaba detenida en aquella sentencia sobre la finitud de la vida. Muerto, pensaba, va a estar muerto, no sólo la mató

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La muerte de La Gana

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sino que él también va a morir. Recordaba las últimas palabras del médico al salir del quirófano: “Su mujer no resistió el parto, sólo aguantó hasta que sacáramos al bebé, pero las posibilidades de que sobreviva su hijo son para la ciencia de un uno por ciento, lo lamento, pero ya no hay nada más en nuestras manos pero quién sabe, algunas veces todo queda en las Ganas del paciente”. Por eso, en voz alta mi padre repitió “Muerto”, “Muerto”... La eficiente empleada no sólo no advirtió la barbaridad sino que además se permitió la exclusiva de anotarlo mal. Al hospital nunca retornó mi papá, pero por esas efectivas burocracias del sistema, sí se hizo presente mi documento. Desde entonces me llamo “Muero”, de cuerpo presente y pa´ servirle —dice, sonriendo con cierta ironía. No puedo decirle nada, en realidad no se me ocurriría, pero observo sus ojos, ¿está orgulloso?, lo está. De los muchos nombres que se cruzan por nuestras vidas y que en ocasiones se nos vuelve dificultoso asociar con el rostro al que pertenecen, tengo la plena certeza de que a este no lo olvidaré.

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—¿Sabe una cosa?, usted hace un momento mencionó el funcionamiento burocrático y no pude evitar la asociación con este cementerio. Me preguntaba si ustedes saben que están sobrepasados en contención de Ganas... —Ya sabrás que los mecanismos para Exterminio de Ganas tienen una maquinaria muy eficaz y sincronizada con el agravante, incomprensible para nosotros, de que sus víctimas se convierten a menudo en asiduos colaboradores de este siniestro operativo. Es fuerte la contienda, arduo este desafío secular de descomprimir

“Ganas

muertas”

y

colocarlas

nuevamente en circulación, pero nos acecha esta imagen recurrente de la gomera contra el misil. —Pero lo que yo le decía, tiene que ver con los condicionamientos

que

ustedes

ponen

para

recuperar una Gana. Es increíble pero usan las mismas trabas que el sistema exterior ha orquestado y que hay que enfrentar en cada trámite… Reconozco que mi tono estaba subiendo en el intento por mutar a grito furioso. —¡Estamos hartos! —continué— ¡Y yo, lo estoy más!, todo es igual, tantas trabas logran que uno

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desista. Mire si no, para recuperar una Gana, por lo menos debo pasar por cinco lugares diferentes, no me sorprendería que antes de llegar al final fallezca La Gana que me llevó hasta allí y por tanto acto seguido ni recuerde qué era lo que estaba haciendo en ese lugar. Pero para que lo sepan, no me van a vencer, estoy consciente de mi agotamiento pero alguna vez tendrá que terminar este cuento de nunca acabar. Siento mi corazón en plena taquicardia, percibo la tensión en todo mi cuerpo. Agradezco que el viejito, sea un viejito porque tengo Ganas de pegarle una zamarreada por no reconocer la inmensa falla de su sistema ordenadito y perfecto. Muero, como si fuera testigo anacrónico de mi enojo, ha soltado una estrepitosa carcajada, tanto, que con ella ha vuelto a sacudir mi brazo. Acumulando furia le interrogo: —No entiendo, ¿de qué se ríe? O acaso puede tener alguna gracia la impotencia que sentimos todos cuando efectuamos un reclamo, dígame, ¿eh? Sigue sin contestar y sin detener su risa patanezca. Estoy a punto de renovar la exigencia de una explicación, cuando una lápida llama mi atención,

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me resulta familiar, conocida. Al intentar leerla descubro que sus letras se están borrando de arriba hacia abajo, pero no tengo dudas que es de mi propiedad, en su última parte dice “…Gana de seguir intentando trámites aunque me enfade”. —¿Por qué se borra? —Porque la has recuperado —responde Muero. —Pero… —No dejaste que te explicara cuál era el trámite corto. Creo, de repente, entender un montón de cosas y siento que seguramente querré regresar mañana, pasado, pasado y pasado o mientras viva. —¿Puedo volver? —Para eso estamos hace años con mi esposa, para verlos volver, desde aquella vez en que ella me salvó creando la paradoja de nuestro amor, para eso estamos. Habías preguntado mi nombre, pero mi apellido no es menos importante, también esa convención rompimos, ese otro sentido cambiamos, al esposarnos ella me concedió su apellido, vuelvo a presentarme entonces, Muero, Muero de Gana…

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La presión sobre mi brazo se ha vuelto insoportable, el dolor me empuja a que intente recuperarlo, al tironear reiteradamente descubro la mano del chofer del colectivo que aprieta mi extremidad buscando que le preste atención. Alcanzo a escuchar algo sobre el fin de un recorrido y un horario, por eso le comento, aún aturdido, que deseo volver mañana, pasado y pasado. —Entiéndame, no me la haga más difícil, por favor se lo pido, que ya tengo Ganas de ir a casa. —Y no las pierda entonces, no deje que se las maten… El conductor me miró como si estuviera asistiendo al sermón de una desquiciada, y hasta percibí de su parte un dejo de pena hacia mí. El viento ha comenzado a soplar con Ganas y castiga mi rostro con la arenilla que habitualmente somete a sus antojos. ¿Dónde están, quién puede saber, mis Ganas de caminar? Había una vez un Cuento para Despertar, despabilador de Ganas, desperezador de pequeños

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sueños que ensayaban para actuar en sueños grandes. Un cuento que sólo podía ser contado por primera vez, siempre por primera vez, que era el mismo cuento y no se parecía a ninguno. Cuento necesario de contar, cuento ineludible de escuchar. Despertar, despertar con el otro como huellas del eterno retorno, infinitas huellas modificándose, ineluctables huellas que pueden mejorar.

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Ă?ndice PrĂłlogo ________________________________________ 3 Agradecimientos ________________________________ 5 Dedicatoria _____________________________________ 7 Contradedicatoria ______________________________ 9 Mate cocido ___________________________________ 11 Cita a ciegas __________________________________ 49 La maceta ____________________________________ 89 El muro de los obsequios _____________________ 113 La muerte de La Gana _______________________ 123




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