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tejados desde la terraza florida mientras llamaban de urgencia a los funcionarios más cercanos y ponían un poco de orden en la sala. El obispo lo recibió con seis clérigos de su estado mayor. A su diestra sentó a Cayetano Delaura, a quien presentó sin más título que su nombre completo. Antes de empezar la charla el virrey revisó con una mirada de conmiseración las paredes descascaradas, las cortinas rotas, los muebles artesanales de los más baratos, los clérigos empapados de sudor dentro de sus hábitos indigentes. El obispo, tocado en el orgullo, dijo: «Somos hijos de José el carpintero». El virrey hizo un gesto de comprensión, y se lanzó aun recuento de sus impresiones de la primera semana. Habló de sus planes ilusorios para incrementar el comercio con las Antillas inglesas una vez restañadas las heridas de la guerra, de los méritos de la intervención oficial en la educación, de estímulos a las artes y las letras para poner estos suburbios coloniales a tono con el mundo. «Los tiempos son de renovación», dijo. El obispo comprobó una vez más la facilidad del poder terrenal. Tendió hacia Delaura su índice tembloroso, sin mirarlo, y dijo al virrey: «Aquí el que se mantiene al corriente de esas novedades es el padre Cayetano» El virrey siguió la dirección del índice, y se encontró con el semblante lejano y los ojos atónitos que lo miraban sin pestañear. Le preguntó a Delaura con un interés real: «¿Has leído a Leibniz?» ., «Así es, excelencia», dijo Delaura, y precisó: «Por la índole de mi cargo». Al final de la visita se hizo evidente que el interés mayor del virrey era la situación de Sierva María. Por ella misma, explicó, y por la paz de la abadesa, cuya tribulación lo había conmovido. «Todavía carecemos de pruebas terminantes, pero las actas del convento nos dicen que esa pobre criatura está poseída por el demonio», dijo el obispo. «La abadesa lo sabe mejor que nosotros». «Ella piensa que habéis caído en una trampa de Satanás», dijo el virrey. «No sólo nosotros, sino la España entera», dijo el obispo. «Hemos atravesado el mar océano para imponer la ley de Cristo, y lo hemos logrado en las misas, en las procesiones, en las fiestas patronales, pero no en las almas» . Habló de Yucatán, donde habían construido catedrales suntuosas para ocultar las pirámides paganas, sin darse cuenta de que los aborígenes acudían a misa porque debajo de los altares de plata seguían vivos sus santuarios. Habló del batiburrillo de sangre que habían hecho desde la conquista: sangre de español con sangre de indios, de aquellos y estos con negros de toda laya, hasta los mandingas musulmanes, y se preguntó si semejante contubernio cabría en el reino de Dios. A pesar del estorbo de su respiración y de su tosecita de viejo, terminó sin concederle una pausa al virrey: «¿Qué puede ser todo eso sino trampas del Enemigo?» 64 Gabriel García Márquez Del amor y otros demonios


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