_Jill Barnett - Joy, Aprendiz de Bruja

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SAGAS Y SERIES

Jill Barnett

** Joy, aprendiz de bruja** (Bewitching) —1994

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Ella había embrujado al más serio, snob, y guapo Duque de Inglaterra. Joyous MacQuarrie la belleza de ojos verdes había aparecido de ninguna parte y caido en sus brazos desvergonzadamente. Y todos que sus amigos sabían de la misteriosa dama era que era escocesa y que su abuela había sido una Locksley. Ni siquiera su buena descendencia era suficiente para hacer de Joy una apropiada Duquesa, pero a un noble orgulloso como Alec, Duque de Belmore, hacía lo que quería y él quería casarse con la hemrosa muchacha que despertó su deseo. Pero pronto Alec descubriría que él no podía hacer lo que quisiera con Joy Fiona MacQuarrie. Burbujeante de risa, con espíritu, volvió del revés al majestuoso Belmore Park con alegría y las más extrañas ocurrencias. Ella hasta pudo haber tenido a Alec riéndose y acariciándola que si no hubiese sido por la verdad que escondió. Aunque él se incendió cuando probó sus labios suaves como pétalo, se volvió helar cuando descubrió que esta atractiva dama era, de hecho, una bruja. Una bruja cuyos poderes de magia blanca no siempre estaban perfectamente bajo control, demasiado tarde, Joy supo que ella estaba desesperadamente enamorada y que nada podría detener el curso de su destino, el escándalo que amenaza con destruirla y la pasión que los mantuvo a ambos hechizados en un prohibido, irresistible enfrentamiento de dos corazones encantados.

Traducción: Marilu 1


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Corrección: Tedra Querido Lector: He creído en el viejito pascuero (Papá Noel), hasta la madura edad de nueve años. A los diez, gastaba mi pequeña paga en la colección “La Clásicas Fábulas Ilustradas”, después, con ojos soñadores, me asomaba a la ventana y dejaba caer mis largos cabellos fuera del alféizar esperando atrapar un príncipe andariego… Hasta cuando no se enredaron en la rama de un árbol de guayaba. Un arbusto de rosas habría sido más romántico, pero vivía al sur de California. A los trece años aún jugaba con muñecas, después cambié mi Pitiful Pearl por el maravilloso mundo de fantasía de Victoria Holt. Mi primer trabajo fue en Disneyland. Y me he casado con mi primer amor. Todo esto debería explicar algo de mí y de las historias que escribo. Entrar en el mundo de la fantasía es una cosa extraordinaria, ya sea cabalgando con la propia imaginación, ya sea leyendo las páginas de un libro. Vivimos en un mundo demasiado material. Tenemos una gran necesidad de amar y de reír, de convencernos que las estrellas nos conceden los deseos, que nuestros sueños se harán realidad…y que en la vida habrá un lugar para un poquito de magia. Espero que después de haber leído este libro tú puedas recomenzar a creer en estas cosas, aunque sea tan solo por un momento. ¡Ánimo! Jill Barnett

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SAGAS Y SERIES Capítulo 1

Si bien muy pocos se daban cuenta, el aire estaba impregnado de magia. A los ojos mortales se trataba sólo de un imprevisto y violento temporal que soplaba como el aliento del diablo sobre las aguas borrascosas del Sound of Mull. El trueno retumbaba y los rayos rasgaban el cielo nocturno. La lluvia caía a cántaros y el mar golpeaba contra la costa de granito, levantando la espuma de espaldas al arrecife sobre el cual se erigía el castillo de Duart. Durante quinientos años, el castillo había sido la fortaleza del clan MacLean y había hospedado a los primos del clan MacQuarrie. Pero la batalla de Culloden Moor lo había cambiado todo. Sesenta y siete años antes, en aquel páramo oscuro y húmedo, la tozudez escocesa había hecho perder a muchos clanes sus posesiones. La fortaleza de MacLean había sido conquistada por los ingleses, a los que nada les importaba su preciosa supremacía. Ahora el castillo estaba vacío, oscuro y abandonado. O por lo menos así parecía. El cielo retumbaba, el mar rugía. Para los simples mortales se trataba solo de un temporal, más para los que sabían, para aquellos de la antigua fe, había en el ambiente algo más. Las brujas estaban despiertas. Entendámonos, habían brujas y brujas. Además estaban las MacQuarrie. Era una historia triste, ésta de las MacQuarrie, una historia que comenzó un centenar de años antes. MacQuarrie había sido convocado para la fiesta del equinoccio de primavera en la zona que hoy es el sur de Inglaterra. Allá, en una gran llanura, se levantaba un macizo templo de piedra donde se reunían magos y brujas para hacer demostraciones de sus poderes mágicos. En aquella particular primavera, se había decidido que el mago MacQuarrie habría tenido el codiciado honor de hacer florecer el primer botón más hermoso de la primavera: la rosa. Otros magos y brujas ya habían hecho uso de sus artes mágicas para hacer renacer hacia una vida nueva a la tierra, muerta durante el invierno. Había sido una maravilla ver despuntar la hierba desde el suelo en pocos instantes junto a inmensas extensiones de pensamientos, ranúnculos, bocas de león, que formaban una mancha amarilla contra el verde de la hierba recién nacida. Pronto, las ramas desnudas de los abedules se habían llenado de hojas plateadas y los altos, elegantes alisos se habían revestido de nuevo, así como las encinas, los olmos y otros árboles. Y todo esto con un simple chasquido de dedos o con una fórmula mágica de una bruja. El perfume de jazmines, prímulas y caléndulas había impregnado el aire fresco e de inmediato estaba presente la primavera. Los insectos se reunían en enjambres, los pájaros volaban y se posaban en los árboles. Y después le tocó el turno a MacQuarrie. La muchedumbre se abría a su paso, hacia el centro del templo de piedra, el silencio se hizo total. MacQuarrie permaneció inmóvil por un largo momento, concentrado, luego levantó las manos, chasqueó los dedos y lanzó su magia. Pero las rosas no florecieron. En cambio, una enorme explosión, tan potente como nadie había jamás visto, había hecho volar hacia el cielo las murallas y el techo del templo. Después que el polvo se disipó y magos y brujas se habían levantado del suelo, el templo ya no existía. No había quedado nada, salvo algunos arcos de piedra. Los mortales modernos miran con temerosa reverencia las ruinas que llaman Stonehenge, pero si se pronuncia ese nombre y si se nombra aquel día a las brujas del mundo, éstas mueven la cabeza y murmuran sobre la vergüenza de los MacQuarrie.

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SAGAS Y SERIES En el año del Señor 1813 en Escocia solo habían quedado dos brujas, una MacLean y una MacQuarrie. Así, en aquella terrible noche en la que el temporal abatía las costas de la isla de Mull y llovía sobre las ruinas desmembradas del antiguo templo y de un soberbio castillo, las dos descendientes de los MacLean y de los MacQuarrie se entretenían con sus magias. En la habitación de la torre, Joyous Fiona MacQuarrie recogió los libros diseminados sobre el piso haciendo tintinear los brazaletes de oro. Su sonido le dio un poco de calma bajo la mirada penetrante e impaciente de su tía, Mary MacLean. Teniendo la cara vuelta hacia la parte opuesta de la de ella, Joy aferró otro libro y lo escondió bajo el brazo murmurando: —Solo era una pequeñísima palabrita —más cuando los aros de oro que llevaba en la muñeca dejaron de tintinear oyó el ruido de algo que golpeaba: era el pie de la tía. Joy se sobresaltó. La tía mantenía los brazos entrecruzados y meneaba su rubia cabeza con disgusto. Pero lo peor era que movía los labios, de nuevo contaba. Joy sintió que su corazón se encogía; otra vez había fallado. Con un suspiro de resignación repuso los libros sobre la vieja estantería de encina y se dejó caer sobre un taburete, cerca de la mesa que estaba colocada en el centro de la habitación. Con la barbilla en la mano esperó que la tía alcanzase el número cien, esperando que no lo sobrepasase. Un gato blanco como la nieve de las montañas escocesas saltó ágil sobre la mesa, creando con la cola extrañas sombras sobre la madera astillada. Fascinada, Joy trató de encontrar algunas letras en aquellas sombras y dejó vagar la mente en una de sus acostumbradas divagaciones. Su problema era precisamente este, era una bruja fantasiosa. El gato Gabriel era el duende de la tía, es decir, un espíritu encarnado en un animal que tenía la tarea de servir, ayudar y en algunos casos proteger a la bruja que le había sido asignada. Joy, miró su duende, Belcebú, nombrado Belze, un armiño blanco con alguna pequeña mancha en sus patitas y en su cola. La piel cándida recubría una gruesa panza que lo hacía asemejar más a un gordo conejo que a un ágil armiño. En aquel momento, como la mayor parte del tiempo, dormía profundamente. La muchacha suspiró. Belze era el único animal dispuesto a ser su duende. Los gatos como Gabriel eran orgullosos y arrogantes; rechazaban asociarse a una bruja que no lograba controlar su propia magia. Los búhos eran demasiado sabios para estar con una inepta como Joy. Y los sapos, bueno, después de haberle dado una mirada, croaban y saltaban alejándose. El gordo Belze silbaba en el sueño. Ella le miró las patitas que se agitaban y se dijo que debía sentirse contenta por el hecho de tener un duende, aunque fuera sólo un armiño. Alargó la mano para rascarle la panza y removió su taza con té de rosas. Gabriel sopló y dio un salto para evitar que el líquido se le fuera encima. Belze, que no se movía con la misma rapidez, fue embestido por la marea. Sorprendido, parpadeó un par de veces, observó el té penetrar en su piel blanca y después de haber lanzado una mirada no muy distinta de la que le había dado a la tía, se sacudió mandando salpicaduras en todas direcciones. Después onduló hacia un lugar seco, rodó sobre la espalda, y con la patas y la panza al aire, se quedó mirando fijo el cielo raso. Al final, emitió un silbido y comenzó a roncar. Después de haber contado hasta cien por dos veces, la tía dijo: —¿Qué más puedo hacer contigo? —Su actitud era severa, pero en su tono se intuía la paciencia que manaba de un amor casi materno. Este afecto volvía la situación todavía peor. Joy verdaderamente quería adquirir habilidades mágicas, ya sea para contentar a su tía, ya sea por orgullo, y el hecho de no lograrlo la hacía infeliz. Miró hacia aquella que era su pariente y maestra. —¿De veras, que una palabra puede hacer la diferencia?

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SAGAS Y SERIES —Cada palabra es de máxima importancia. Un hechizo debe ser exacto. Parte del poder deriva de la voz. Lo demás requiere de práctica. ¡Concentración! —Caminó alrededor de la habitación circular, luego se detuvo y miró a su sobrina. —Y ahora pon atención. Obsérvame. Se colocó al lado de Joy y levantó sus elegantes manos. La seda bordada de la túnica, iluminada por la luz de las velas, brilló como un polvo mágico. Los cabellos lisos, largos hasta la rodilla, tenían el color del oro viejo y la piel parecía perfecta y sin edad en la cambiante luminiscencia de las velas. Un violento ventarrón atravesó la habitación haciendo ondular las luces. Sobre las paredes de granito las sombras se pusieron a danzar una giga: el fragor de las olas que estallaban sobre la costa retumbó en el castillo, mezclándose con el lamento de las gaviotas recogido en las cornisas de la torre. De improviso, con la velocidad de un rayo, se hizo silencio. La voz profunda de la hechicera MacLean ordenó: —¡Ven! La magia voló por el aire; como un ser animado, poderosa, controlada, que se deslizó hacia la pared y la estantería que contenía los viejos libros con cubierta de piel. Un grueso volumen café se movió con un pequeño sonido, salió desde su lugar, onduló en medio del aire, giró sobre sí mismo, se acercó a la bruja y esperó hasta que ella bajó un brazo. El libro siguió su movimiento y planeó sobre la mesa con la ligereza de una pluma. Joy suspiró: —Haces que todo parezca tan fácil. —Es fácil. Solo necesitas concentrarte. La tía volvió a colocar el libro en la estantería y se volvió hacia su sobrina. —Ahora prueba tú. Con una expresión de determinación en sus verdes ojos, Joy emitió un profundo suspiro, cerró los ojos, y con la solemnidad que una bruja de veintiún años puede expresar, súbitamente levantó las manos. Los brazaletes cruzaron la habitación como el vuelo de las gaviotas. Al primer tintinear del metal contra la piedra, la muchacha se sobresaltó, y luego abrió un ojo. —¡Olvida los brazaletes! Concéntrate… concéntrate. Ella trató de hacerlo, pero nada sucedió. Volvió a cerrar los ojos. —Imagina que el libro se mueve, Joyous. Usa los ojos de la mente. —Joy recordaba muy bien lo que había hecho la tía un minuto antes. Enderezó los hombros y levantó el mentón. La larga masa de cabellos castaño oscuro onduló detrás de sus muslos. Después abrió los ojos y ordenó: —¡Ven! El libro tembló, se movió por algunos centímetros y se detuvo. —¡Concéntrate! —¡Ven! —Joy abrió los dedos, se mordió los labios y lentamente repitió los gestos de la tía, imaginándose que el libro se acercaba a ella y que después permanecía suspendido en el aire. El volumen resbaló hacia delante hasta el borde del estante. —¡Ven! —repitió la muchacha con voz profunda. Decidida a aferrar el libro, chasqueó los dedos con seguridad. Lo vio correr hacia ella y se agachó. —¡Oh, Dios mío! El volumen la sobrepasó como si un poderoso viento lo empujara; luego los otros libros hicieron lo mismo, succionados fuera del mueble como la fuerza de una marea. Con un horrendo crac el estante se despegó de la pared y se puso a girar por la habitación con una velocidad cada vez mayor. Un balde cayó a la izquierda de Joy; una escoba voló a su

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SAGAS Y SERIES derecha; tres taburetes se pusieron a danzar como bailarines y luego cayeron contra un jarro reduciéndolo a añicos. Todos los muebles se arrojaron contra la pared y las velas levitaron cada vez más hacia arriba. Mientras, el viento silbaba, gemía, se arremolinaba. Instintivamente Joy se abrazó y bajó la cabeza. La taza de té la evitó por un pelo. Ella sintió el maullido de un gato, el rumor característico de patitas corriendo. La habitación estaba llena de ratones. Un balde de carbón salpicó su contenido por el aire y en la habitación cayó una lluvia de piedras negras. Finalmente, Joy escuchó el ruido de desaprobación de su maestra. Lentamente el viento se detuvo y en pocos minutos todo se calmó. Joy oyó un golpe de tos a sus espaldas y se dio la vuelta. Alejando con la mano el polvo de carbón, la tía asomó por debajo de los restos de un trono viejo de casi doscientos años y lanzando una malévola mirada a los ratones que correteaban por la habitación siniestrada, hizo chasquear los dedos elevando una nubecilla de polvo. Los ratones desaparecieron. El gato, ya no tan blanco, viéndose en minoría sobre los ratones, lanzó otro maullido y corrió a esconderse debajo de las faldas de su ama. Ahora el único ruido audible en la habitación era el silbido de Belze, que acostado sobre la mesa con la panza al aire había dormido durante todo el rato que duró el caos. La mirada intensa y sin esperanza de la tía hizo caer el peso del universo sobre los hombros de Joy. —Lo siento —murmuró la muchacha, levantando los ojos con expresión culpable hacia su tía. —No puedo dejar que vayas sola por el mundo, Joyous, de veras, no puedo. —La mujer se sacudió el polvo de las manos y observó la destrucción que la rodeaba. —Mi conciencia no me permite dejarte dos años en Inglaterra. —Durante un instante la tía tamborileó pensativa sobre los labios con un dedo. —Por otra parte, mandarte a vivir allá es justo lo que los ingleses se merecen después de Culloden Moor. —Pero… —No —La tía la hizo callar con un gesto de la mano. —Sé que tus intenciones son buenas, pero no eres capaz de controlar… todo esto. Onduló la mano hacia el caos que la rodeaba, sacudió la cabeza y siguió: —Necesitas protección, querida, alguien que te vigile. Dicho esto, levantó la mano en alto, chasqueó los dedos y la habitación volvió a estar en perfecto orden. Hasta su aspecto volvió a ser la visión inmaculada y esplendorosa de siempre. Joy sabía perfectamente lo que quería su tía: que alguien estuviese a su lado para reparar la confusión que su torpeza causaba. Pero Joy, había vivido quince años con ella y ahora quería probar a vivir sola. Por eso estaba allí de pie, derrotada e infeliz. Había fallado y ahora sus esperanzas no se concretarían. La tía tenía que partir hacia Norte América donde estaba programado un concilio de magos. El castillo de Duart había sido arrendado a un grupo de doctores de Glasgow, que lo había elegido para hospedar los soldados heridos que retornaban de la guerra contra Napoleón. Joy habría tenido que dirigirse hacia Surrey, en Inglaterra, a vivir en el cottage1 de su abuela materna, en un relativo retiro, por dos años. Estaba segura que en dos años habría estado en condiciones de poner a punto su habilidad. Solo necesitaba convencer a su tía que, después de todos los desastres, no quería dejarla ir. Pero Joy tenía otro argumento a su favor: —Si necesito protección, ¿no podría bastar la de un duende? 1

Casa de campo. Granja.

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SAGAS Y SERIES Un aullido felino laceró el aire. Gabriel saltó afuera del vestido de la tía y se refugió debajo de un cajón. —Mi duende —se corrigió mientras Belze roncaba en su sueño. —¿No son tal vez los duendes, los que protegen a las brujas? —Joyous, la única cosa que aquel armiño es capaz de proteger es su sueño. El hecho es que tú no eres capaz de concentrarte. —¡Un momento! ¡Tengo una idea! —La interrumpió Joy y corrió hacia el pequeño escritorio. Lo abrió, revolvió en las gavetas hasta que encontró lo necesario para escribir. —Primero escribo la fórmula mágica. Después la leo en el papel. Ves, estoy segura que de esta manera lograré concentrarme. Te lo ruego, dame sólo otra oportunidad. La tía la miró largamente. —Te lo ruego —murmuró otra vez Joy con los ojos bajos mientras retenía el aliento, recitaba mentalmente: “Dame otra oportunidad, te lo ruego…te lo ruego…te lo ruego…” Con el mentón levantado, la tía sentenció: —Sólo una. Desde el pálido rostro de Joy se irradió una luz que anonadó la de las velas. Sus ojos verdes brillaban de impaciencia cuando se acercó a la mesa. Se sentó, puso tinta a la pluma, y levantó el rostro sonriente. Joyous Fiona MacQuarrie estaba lista. Pero Inglaterra no.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 2

Londres Diciembre 1813 Un elegante carruaje negro trotaba ruidosamente sobre las calles adoquinadas. El conductor parecía no darse cuenta de la espesa niebla que se cernía sobre la ciudad, ni de la velocidad del vehículo, ni de la muchedumbre. EL carruaje tomó como un rayo la esquina, negra como el ala de un cuervo. Mientras, un sereno estaba levantando su bastón como un ganchillo para encender el último farol de hierro de St. James. El vehículo se detuvo y un sirviente con librea verde abrió el portón con el escudo, antes que los cuatro caballos con los ollares humeantes se pusieran en actitud de espera. Alec Castlemaine, Duque de Belmore, había llegado a su club. En el momento en que la bota color champaña había tocado tierra, el reloj de un negocio vecino había dado las cinco en punto. Era miércoles. Cuando se encontraba en la ciudad, el Duque de Belmore, de veintiocho años, se presentaba cada lunes, miércoles y viernes delante de su club a las cinco en punto. En la temporada anterior, lord Alvaney había sostenido de haberse dado cuenta que su reloj se había detenido porque señalaba las tres cuando Belmore había entrado al club. El Duque era tan puntual como el té en Inglaterra. Aquel miércoles estaba acompañado por el conde de Downe y por el vizconde de Seymour. Richard Lennox, conde de Downe, era un atractivo hombre alto con cabellos rubios, ojos oscuros y de agudo espíritu. Pero en los últimos tiempos su visión del mundo, le sugería ácidos y cortantes comentarios. Neil Rendón, vizconde de Seymour, era un poco más bajo y más delgado y tenía los cabellos del color del cobre encendido como un penique recién acuñado. De él, Downe decía que era tan nervioso e inquieto que era capaz de hacer contorsionarse a un muerto. Los tres hombres eran amigos desde la infancia, no obstante, ni Downe ni Seymour nunca habían encontrado algo que pudiera alterar la conducta impasible del Duque de Belmore. Sabían que Alec Castlemaine habría podido arruinar a cualquiera con la misma facilidad con la que podría aplastar a una mosca. Sabían que no había caballo que Alec no pudiera domar con una diabólica facilidad. Y sabían que cuando deseaba una cosa la perseguía con desenvoltura. El Duque de Belmore no tenía más que chasquear los dedos para hacer caer el mundo a sus pies. Muchas mujeres habían tratado, en vano, de conquistar su corazón. Y no habían obtenido más que una mirada de soslayo. Richard y Neil eran las personas más cercanas a él, pero ni siquiera ellos habían podido lograr de parte del Duque, algo más que una fría amistad. El conde de Downe siempre había tratado de suscitar alguna reacción emotiva en Belmore, y con el transcurso de los años había hecho lo suyo por quebrar la fachada impasible de su amigo. Como aquella noche. Alec habló con el conductor del carruaje, se volvió y se vio bloqueado por una anciana de un singular aspecto, no más alta que un muchachito de diez años. Su enorme y gastado sombrero de paja roja aparecía tan ancho como el doble de su cabeza. El andrajoso vestido de terciopelo gris y el chal azul le pendían miserablemente de sus estrechos hombros. Llevaba un canasto de mimbre lleno de flores frescas y en la mano levantada tenía un perfecto ramito de hiedra y violetas.

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SAGAS Y SERIES —Tome un lindo ramito para su esposa, señor. —Vuestra Gracia, —la corrigió Castlemaine, con su habitual tono frío capaz de congelar a muchos hombres. La anciana no se movió. Se limitó a escrutarlo con sus penetrantes ojos grises. El Duque hizo un gesto para evitarla, pasando a su lado, pero el perfume fresco de las flores lo detuvo. Después de algún instante de reflexión tomó el ramito y tiró una moneda a la mujer; le daría las flores a Juliet, en el baile de los Linley. Hizo ademán de dirigirse hacia la puerta del club, cuando sintió una mano huesuda apretarle un brazo. —Por otro chelín, Vuestra Gracia, os digo la suerte. Belmore, que no estaba en absoluto interesado en esas tonterías, trató de librarse del apretón sacudiendo el brazo, pero el vizconde de Seymour, conocido por ser el joven más supersticioso de Inglaterra, lo detuvo. —Trae mala suerte no escucharla —le dijo. El conde de Downe estaba apoyado en el portón del club con el brazo sano para bloquearle la entrada. Mirando de soslayo hacia Alec, lanzó a la anciana media corona y dijo con una sonrisa cínica: —Mejor escuchémosla. No quiero que lance la mala suerte sobre el estimado nombre de los Belmore. Alec lo miró con frialdad, se cruzó de brazos y permaneció inmóvil con la actitud de quien no tiene la más mínima consideración por las estúpidas chácharas de una anciana. Sin embargo, tuvo que esforzarse para aparecer impasible cuando la mujer comenzó con habladurías sobre su vida amorosa. Downe trataba apenas de ocultar la diversión, mientras Neil parecía estar prendido de los labios de la adivina. —Vos no vais a desposar a la mujer que os ha sido prometida, Vuestra Gracia. “Que idiota”, pensó Alec. El anuncio del matrimonio habría aparecido en los diarios al día siguiente: lady Juliet Elizabeth Spencer, hija del conde y de la condesa de Worth, se desposaría con Alec Gerald Castlemaine, Duque de Belmore. Él le había hecho la propuesta y ella había aceptado. Los detalles económicos del asunto estaban siendo negociados en aquel preciso momento. Después que el fastidio del cortejo había terminado. —¿Y con quien se casará? —preguntó Seymour preocupado, mirando alternativamente desde el Duque hacia la adivina y viceversa. —Con la primera muchacha que encontrareis. Tendrá sorpresas para vos, os lo aseguro. —contestó, dirigiéndose a Alec con una extraña luz en la mirada. —No escucharé ni una palabra más. —Alec le dio un empujón a Richard Downe que reía y abrió la puerta. Pero oyó las palabras de despedida de la vieja: —¡Nunca más os aburriréis, Vuestra Gracia! ¡Nunca más! Alec atravesó el vestíbulo, se sacó los guantes y los entregó junto con su sombrero a Burke, el mayordomo del club. Éste a su vez los pasó a uno de los diez camareros que llevaban las capas de los socios a la guardarropía, donde se acomodaban y secaban. Downe siguió a Alec, que con paso atlético subía la escalera de mármol para dirigirse hacia el salón principal. Seymour los alcanzó y mirando las anchas espaldas de Alec murmuró: —¿Qué crees que hará con lady Juliet? Downe se detuvo y miró a su amigo como si junto con la capa se hubiera dejado también la mente en el vestíbulo del club. —¿De qué diablos estás hablando? —Del anuncio. Sabes igual que yo cómo de apegado es a las convenciones. ¿Qué hará si no hay matrimonio, especialmente después que el anuncio sea publicado en los diarios? —Trata de no ser más cretino que de costumbre.

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SAGAS Y SERIES —Has oído a la anciana. Ha dicho que Belmore no se casará con Juliet. En realidad, desde ayer que tengo un mal presentimiento, justo cuando él anunció que todo estaba decidido. Algo no está bien. Lo siento. —Seymour se interrumpió y se golpeó el pecho con un puño. —Justo aquí —precisó mirando convencido a su amigo. —Tienes que dejar de comer angula marinada. Los dos hombres entraron en el salón donde Alec ya estaba sentado a su mesa de costumbre, probando un vino añejo mientras a su lado un camarero esperaba el dictamen. Después de un rápido gesto de aprobación, el camarero desapareció. Cualquiera que depositase los ojos sobre él, lo juzgaría como el prototipo del aristócrata inglés. Su chaqueta estaba cortada de manera impecable y la amplitud de los hombros no era debida al acolchado. La corbata blanca y rígida estaba anudada con una elegancia casual y dejaba intuir la mano hábil del mejor ayuda de cámara que se podía encontrar en tierra británica. Los pantalones marrones se adherían a sus largos muslos de experto jinete. Su estatura era la adecuada a la calidad de sus ancestros. Además de su muy bien cuidada vestimenta, el Duque de Belmore era un hombre muy atractivo, con altos pómulos normandos y nariz aquilina. Sus labios sensuales tenían, sin embargo, una línea dura que revelaba una cierta frialdad; en realidad, su corazón jamás había sido tocado. Sus cabellos, en algún tiempo negros, ahora estaban abundantemente estriados de gris—plateado. No tenía nada que ver con la edad, pero sí con la fuerza de la sangre de los Castlemaine. Desde hacia siete generaciones, a los Duques de Belmore les aparecían canas antes de los treinta años. El conde de Downe se dejó caer sobre una silla. Seymour hizo lo mismo y se puso a juguetear nervioso con su copa vacía mientras golpeaba rítmicamente la pata de la mesa. El efecto era bastante fastidioso. Con un gesto, Alec ordenó a un camarero que llenase la copa de su amigo. —Anda, bebe un poco de vino, así cesas con el maldito ruido. —¿Qué te sucede Belmore? —preguntó Downe, mirando su copa con expresión inocente. —¿El futuro te preocupa? —levantó los ojos hacia Alec; a pesar de la sincera inquietud por el amigo, su tono mal encubría un leve matiz divertido. Alec bebió lentamente un sorbo de vino. —Debería estar verdaderamente preocupado. Yo lo estoy —dijo Seymour —Ya te preocupas tú por todos nosotros —replicó Alec con indiferencia —Yo no lo estoy, porque no tengo razón de estarlo. Nuestros abogados se encontrarán hoy para la aprobación del contrato. Los diarios publicarán el anuncio mañana por la mañana y en un mes más, tendré las manos amarradas. Downe bajó la copa y sacudió su rubia cabeza. —No sé como lo has logrado. Lady Juliet Spencer es perfecta como Duquesa de Belmore. Tú vienes a la ciudad, vas a un baile y en dos minutos encuentras a la mujer ideal. Has tenido una suerte formidable, más tengo que decir que siempre la has tenido. Alec sacudió los hombros. —La suerte no tiene nada que ver. —Y entonces ¿qué es lo que tiene que ver? ¿La mediación divina? ¿Dios te ha hablado tal como lo hace con Seymour? —rió sarcástico Downe. Seymour inmediatamente se ofendió. —Nunca he dicho que Dios me haya hablado. —Entonces tengo razón. Fue la angula marinada. —Contraté a alguien —admitió Alec para poner fin a otra de las estúpidas discusiones de los dos amigos. Saboreando el vino, Downe preguntó:

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SAGAS Y SERIES —¿Contrataste a alguien para qué? —Para que encontrase a la mujer perfecta. Los dos hombres se lo quedaron mirando, incrédulos. Él posó la copa y se apoyó en el respaldo de la silla. —He dado el encargo a la empresa que se preocupa de la mayor parte de mis negocios en Londres. Han hecho algunas investigaciones y me han dado el nombre de Juliet. Una cosa perfectamente sensata. —Ahora entiendo, has pagado a alguien para que te buscase una esposa. —El conde miró la copa por un momento. —Método eficaz, Belmore, pero frío. No se elige así a una esposa. —Frío o no, no me importa. Me sirve una esposa y éste me ha parecido el modo más simple para encontrarla. Ha sido un buen negocio. —Menos mal que tiene buen aspecto. Te podría haber tocado Leticia Hornsby — comentó Seymour. Como si nombrarla pudiera hacerla aparecer, Richard cambió inmediatamente la cara. —Se la dejo a Downe —dijo Alec, sabiendo que hablar de ella ponía a Richard incómodo. Leticia estaba tan enamorada que lo seguía como una sombra. Molestar al amigo con aquella chica era una especie de revancha por el episodio de la anciana. Seymour rió y aumentó la dosis: —Belmore tiene razón, parece que, dónde tú vayas, la pequeña Hornsby te ronda. —Rondar no me parece la palabra exacta —comentó Downe ceñudo, masajeándose el brazo que llevaba en cabestrillo. Seymour estalló en una risotada y los ojos de Alec brillaron divertidos. Ambos habían asistido al baile del aniversario de los Sefton cuando Leticia Hornsby cayó desde un árbol del jardín, terminando encima de Downe y de su amante, Carolina Wentworth, que estaban haciendo lo que mejor se les daba hacer. Y la muchachita había dislocado el hombro del conde Después de un momento, Downe cambió de tema, llevándolo de nuevo hacia la belleza de Juliet. Alec apoyó la copa. —La belleza era uno de mis primeros deseos en la lista de los requisitos. —¿Qué otra cosa había? —preguntó Downe, mirando su propia copa vacía. —Excelente descendencia, buena salud, buenos modales, pero también un poco de espíritu. Las mismas cosas de siempre que un hombre quiere de una esposa. —Como si estuvieses comprando un caballo —comentó el conde sirviéndose otro poco de vino. —Así es, siempre he pensado que el ritual del cortejo en Inglaterra no es muy diferente de la transacción para adquirir un caballo. Sólo es más largo y más aburrido —replicó Alec, recordando los paseos en el parque, los bailes y las fiestas en las cuales tuvo que participar durante el cortejo de Juliet. Consideraba estas cosas un fastidio, un modo de hacer saber a la alta sociedad las propias intenciones. Downe se atragantó con el vino y Seymour rió fuerte. —¿Le has controlado los dientes? —preguntó el conde. —Si, también las pezuñas y las herraduras —agregó Alec mientras tomaba las cartas sin sonreír. Downe y Seymour aún estaban riendo cuando él terminó de distribuirlas. Una hora más tarde llegó la carta. Alec la abrió con su habitual indiferencia, después de haber notado las iniciales de Juliet sobre el sello. Desplegó la hoja y leyó: Querido Alec,

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SAGAS Y SERIES Pensaba que podría hacerlo, pero no puedo. No puedo vivir sin amor, no obstante tú eres fundamentalmente un buen hombre. Pensaba poder compensar la alegría con el título. Pensaba poder ser práctica y dar más importancia a la riqueza que a la felicidad. No puedo. La vida como Duquesa de Belmore sería aburrida, porque a pesar que tú tengas tanto que ofrecer, en ti no hay vida, Alec. Eres demasiado previsible. Haces lo que de ti se espera como Duque de Belmore. En tu vida la cosa más importante es el nombre de Belmore. Yo quiero más, Alec. Quiero amor. Y lo he encontrado. A pesar que sólo sea el segundo hijo y un militar, él me ama. Mientras tú lees esta carta yo me estoy casando con el hombre que me da lo que más necesito. Lo siento. Juliet. Lentamente y con precisión, Alec rompió la nota en pedazos en la bandeja de plata. Miró a los amigos por un momento, frotando con expresión ausente el bolsillo de la chaqueta, luego de pronto se detuvo, como si se diese cuenta de lo que estaba haciendo y acarició con los dedos el talle de la copa. —No hay respuesta —le dijo al camarero que le había llevado la carta. Bebió un sorbo de vino, como si el mensaje no hubiese sido tan importante, tomó el naipe y lo miró, los ojos un poco más oscuros que de costumbre, la mandíbula un poco más tensa que antes. Jugó aquella mano y otras tres en un silencio sepulcral. Cuando las cartas pasaron a Seymour, Alec pidió papel y pluma y escribió una breve nota, la cerró con lacre y lo selló con su anillo. Después, con calma, le dijo a un valet que la enviara al diario. Sus amigos lo miraron con curiosidad. Alec se estiró en la silla, apoyó las puntas de los dedos unidos sobre los labios en una actitud de reflexión y después de un minuto dijo: —Parece que la potranca tenía más espíritu de cuanto pensaba. Se ha ido. Ya no estoy de novio. —¡Lo sabía! —exclamó Seymour, golpeando el puño sobre la mesa. —Sabía que iba a pasar. La anciana tenía razón. —¿Por qué? —En la cara de Downe el cinismo desapareció, dando paso a la sorpresa. —Nada de importante. Tonterías de mujeres. —Alec no agregó nada más, pero sus amigos continuaron observándolo y esperaron. El Duque de Belmore no mostraba ninguna emoción. —Distribuye las cartas —dijo. Alec continuó jugando durante otra hora, con crueldad y de manera metódica, ganando cada partida con la calma y mesurada determinación, típicas del Duque de Belmore. —Ya tengo suficiente. —A un cierto punto Downe tiró los naipes sobre la mesa y Seymour lo imitó, mirando de soslayo con envidia las quince pilas de fichas delante de Alec. —¿Y ahora qué hacemos? Alec se levantó con un movimiento brusco. —Yo me voy. ¿Ustedes también vienen? —¿Y adónde? —preguntaron los otros dos al mismo tiempo, luego lo siguieron al piso inferior donde pidieron sus capas. —A mi pabellón de caza. Necesito disparar un poco —contestó Alec, colocándose los guantes. Mientras seguían los largos pasos del amigo en el vestíbulo, Downe se dirigió al vizconde. —No entiendo porque quiere ir a Glossop. No hay una mujer en un radio de treinta kilómetros.

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SAGAS Y SERIES —¿Recuerdas lo que dijo la anciana? —dijo Seymour, alargando el paso para alcanzar al amigo. —Te apuesto que quiere ir allá justamente porque no hay mujeres en las cercanías. ¿No sabe que el destino no se puede cambiar? Y así siguieron a Belmore afuera del club.

Joy golpeó con furia los pies sobre la carta en llamas. —Oh, Dios mío, Belze. ¡Mira lo qué he hecho! —Recogió el papel semiquemado, se enderezó sosteniéndolo con dos dedos. Todavía humeaba y una de las esquinas estaba completamente desaparecida. Lo dejó caer sobre la mesa y con un suspiro de derrota se abandonó sobre un taburete sacudiendo la cabeza. —Otra vez he fallado. Belze, trotó sobre la mesa hacia ella, le reptó encima y se abrazó a su cuello. Apenas acomodado, comenzó a tocar con las patitas un rizo oscuro, que se le había escapado del chignon2 que le rozaba la mejilla. —¿Y ahora, cómo lo hago? —Joy miró al animalito como si esperase un consejo. Belze dejó de jugar con los cabellos, le apoyó el hociquito sobre el hombro y emitió un silbido. —Tú tampoco sabes que decir —observó la muchacha, acariciándole distraída el cuello, mientras miraba fijo el papel quemado. Por fortuna la tía se había convencido y había partido hacia su concilio en América un par de horas antes, con la rapidez y elegancia propia de una bruja MacLean. Antes de irse había supervisado a Joy mientras copiaba la fórmula mágica que la habría mandado al cottage en Surrey. Y le había advertido que la magia del traslado necesitaba una particular concentración. También le había hecho una lista de técnicas para usar mientras ella practicaba un hechizo para obtener vestimenta para el viaje. Un doble chasquido de los dedos le consiguió vestir un delicioso conjunto de cachemira verde sauce, una capa negra y botines de un suave cuero, también negros. También consiguió que tuviera en la mano un sombrerito de seda verde oscuro con cintas del mismo tono, pero un poco más claras y plumas de avestruz violeta oscuro. La tía había sonreído con aprobación, le había dicho adiós con un beso y se había ido entre una nube de humo dorado. En aquel momento habían comenzado las tribulaciones de Joy. Para ver mejor había acercado demasiado a la vela el papel con las instrucciones para el hechizo del viaje, y así se había comenzado a quemar. —Creo que logro leer algo… —Estiró la hoja con las manos, leyó algo y murmuró: —Noche... Viaje... Nieve… Ir... Prisa…Tiempo…Horas…Fuera…ejem. Logró leer casi todo, salvo la última línea. Tendría que probar a adivinar. Se colocó el sombrerito, anudó la cinta debajo de la barbilla como mejor pudo. Teniendo a Belze enroscado a su cuello, tomó en su mano la hoja de papel y después de una rápida mirada a la habitación de la torre, que había sido su casa por quince años, empezó a leer la fórmula mágica: ¡Noche gloriosa que escondes al día, Escucha mi pedido y sé tú mi guía. Bruja que no lleva apenas equipaje, mira, te imploro, este vestido de viaje. 2

recogido de pelo, moño.

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SAGAS Y SERIES Yo no lo visto por la nieve que cay贸, Si no por el lugar donde debo ir Yo: se trata de Surrey, que debo deprisa alcanzar. Te ruego por tanto, que me escuches sin tardar. 隆Cuando el tiempo de la hora certera, encuentra el modo de mandarme fuera!

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SAGAS Y SERIES Capítulo 3

Alec no se dio cuenta inmediatamente que fue lo que lo golpeó. Estaba saliendo desde los árboles que bordeaban el camino para volver hacia el carruaje, cuando se encontró tirado de espaldas con algo encima. Trató de librarse de lo que tenía sobre el pecho. La cosa emitió un gritito. Una mujer. Alec comprendió que tenía entre sus brazos una mujer y se felicitó que no fuera Leticia Hornsby. La desconocida se sentó con un exuberante salto, quitándole el poco aliento que le quedaba. También él se sentó y comenzó a respirar mejor. Ella se deslizó en sus brazos aferrándose a sus hombros. —¡Oh, bondad divina! Alec inspiró un poco de niebla, giró hacia ella y constató con alivio que no se trataba de Leticia, sino de una morenita con una expresión vivaz con grandes ojos verdes y rectas cejas negras. La muchacha tenía mejilla rosadas, barbilla voluntariosa, boca plena y un intrigante lunar encima del labio superior. Era la mujer más atractiva que Alec había visto nunca, pero en aquel momento tenía la expresión de quien fuera abatida por un caballo desbocado. —¿Dónde estoy? —Sentada encima del Duque de Belmore. —¡Oh, bondad divina!... —la joven se llevó la mano enguantada a la boca y miró a su alrededor. Alec meció ligeramente su cuerpo. —¡Oh, Dios mío! —murmuró otra vez la joven, aferrándose aún más a sus hombros. Luego lo miró, con su cara a pocos centímetros de distancia de la de él. Sus alientos se helaron junto con el aire frío. Permanecieron inmóviles y por un segundo el tiempo pareció vibrar a su alrededor. Alec reaccionó poniéndose rígido y respiró profundamente. La muchacha olía a primavera y a limpio, tenía la leve fragancia de una flor. Alec notó que tenía la cintura breve. La rodeó con las manos y notó que los dedos casi se tocaban; sus pulgares estaban a poca distancia de los senos de ella. Levantó el rostro y sus miradas se encontraron. Había poco del mundo en los ojos de ella: la mirada de la joven sólo denotaba inocencia, que Alec estaba pronto a apostar, ninguna muchacha inglesa mayor de doce años tendría ya. Ella se miró las manos que aún estrechaban sus hombros. Enrojeció y lo soltó. —Pido perdón, Vuestra Gracia. —Considerando nuestra posición, diría que la gracia no tiene nada que ver. —Oh, mi… —Dios —terminó Alec por ella. La muchacha no dijo nada, pero ladeó la cabeza y lo miró con una nueva expresión. La humedad del terreno, que le penetraba a través de los pantalones, le hizo recordar dónde se encontraba. —Aquí hace frío —dijo brevemente. Joy se separó y se sentó sobre la hierba. El Duque se levantó y alargó la mano para ayudarla a ponerse en pie. Apenas se encontró en posición erecta, la muchacha gritó, el tobillo cedió. Él la sostuvo antes que fuese a caer. —Os habéis hecho daño. La joven se miró el pie, y luego miró a su salvador y asintió, mientras continuaba mirándolo. Belmore consideró aquella mirada como una señal a favor de su propio título. —¿Dónde está su carruaje? —¿Cuál carruaje?

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SAGAS Y SERIES —¿No tiene? Joy sacudió la cabeza, miró alrededor como si hubiera olvidado algo y acarició nerviosa el cuello de armiño blanco. —¿Estáis sola? Ella asintió. —¿Cómo ha llegado hasta aquí? —No lo sé. ¿Dónde estoy? ¿Está cerca Surrey? —No. Surrey se encuentra al sur, a más de cincuenta kilómetros. —¡Oh, Dios mío! —Creo que os habéis perdido —Yo también lo creo. —¿Pero, cómo habéis llegado hasta aquí? La muchacha no contestó; lo miraba como atontada. Alec pensó que el dolor del tobillo le habría hecho perder un poco la cabeza y decidió tomar la situación en sus manos. —No importa. Después me lo dirá. La tomó en brazos. La oyó retener el aliento por un momento y mientras se dirigían hacia el carruaje, ella le colocó los brazos alrededor del cuello y apoyó la cabeza sobre el hombro. Alec sintió su ligero aliento sobre su cuello. Le lanzó una fría mirada y vio que ella había cerrado los ojos, así aprovechó para mirarla mejor. Las pestañas espesas y oscuras como plumas de pájaro le sombreaban la piel. Y que piel… clara, fresca, virginal. Se detuvo preguntándose cómo le podían haber surgido esos adjetivos. Meneó la cabeza como si apenas se hubiera despertado, respiró profundamente y avanzó atribuyendo su propia reacción a la abundante comida y a la falta de sueño. Los árboles eran más ralos hacia el camino donde se había quedado el carruaje. Atravesó el bosquecillo de húmedos robles y vio a Downe apoyado en la portezuela del vehículo, bebiendo un brandy de una cantimplora de plata. Seymour no se veía. Uno de los cocheros corrió hacia el Duque con la intención de ayudarlo con la muchacha. Alec hizo un gesto de negación e indicó con la cabeza el carruaje. —Abre, Henson, la muchacha se hizo daño en un tobillo. —¡Que me condenen, si no es ella! —explotó la voz de Seymour a su derecha. Se oyó un ruido de ahogo de Downe, el cual se había atragantado con el licor. Alec puso a la muchacha en el asiento y lanzó una mirada a Seymour para indicarle silencio. Funcionó. Luego se sentó al lado de la desconocida. Downe lo siguió y se puso de frente para examinarla. Aparentemente lo que vio le gustó, porque le dio una de sus sonrisas de conspirador. Alec miró a Seymour que miraba a la recién llegada como si fuese el arcángel Gabriel. La reacción de sus amigos no le agradó mucho. Se volvió hacia el cochero que estaba doblando la escalerilla del carruaje: —Detente en la próxima posada. —Después de unos segundos el vehículo penetraba en la niebla. Alargando un brazo detrás de la joven, Alec encendió la lámpara, luego se apoyó en el respaldo y observó a su huésped. —Es ella —le murmuró Seymour. —Escúchame, lo siento en los huesos. —Pasó nerviosamente la mirada desde la muchacha hacia Alec y luego de nuevo hacia la muchacha. —Sois vos —le dijo. La joven miró a Seymour, después a Downe, y luego a Alec con una expresión de pánico. Manteniéndose rígida en su asiento, no contestó y mantuvo los ojos fijos en sus manos. Estaba aterrorizada y él trató de calmarla. —No se preocupe, querida mía, nosotros… —Ella cerró los ojos, balbuceó algo y chasqueó los dedos.

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SAGAS Y SERIES Se oyó un grito. El carruaje se detuvo de golpe. Alec apretó el pie contra el asiento de enfrente para no caer hacia adelante y aferró a la joven para impedir que volara contra Downe. Ella abrió los ojos; su expresión era atónita y horrorizada al mismo tiempo; se mordió el labio. Alec la soltó, pensando que la había apretado demasiado fuerte. —¿Le he hecho daño? —le preguntó. —No —contestó con la voz quebrada y volvió a mirarse las manos mortificada. Cerró de nuevo los ojos y murmuró algo. Evidentemente estaba rezando. Él miró a sus amigos y oyó que la muchacha chasqueaba los dedos por segunda vez. Un fuerte crac se oyó en el aire, seguido de un grito y un ruido sordo, como si el cielo hubiese caído sobre la tierra. Alec Abrió la portezuela. —¿Qué es lo que ha sucedido? Henson corrió hacia él con una expresión aturdida. —Parece que la mitad del bosque se encuentra en el camino, Vuestra Gracia. Es la cosa más extraña que nunca haya visto. Árboles que caen como soldados heridos. —Se rascó la cabeza. —Y ni siquiera hay viento, Vuestra Gracia. —Mira que no haya bandidos —dijo Alec y extrajo una pistola desde un pequeño compartimiento del vehículo. —No hay un ánima. El vigía ha controlado —contestó Henson, indicando el bosque con la propia pistola. Alec le dio un arma a Downe y otra a Seymour, recomendó a ambos que permanecieran con la muchacha y descendió. Inspeccionó el bosquecillo, pero no vio más que árboles envueltos por la niebla. Se acercó al conductor que vigilaba el camino interrumpido. Otro sirviente tenía el freno de los caballos nerviosos. Los árboles caídos eran por lo menos quince, sin embargo, desde el boquecillo no se oía ningún ruido. —¡Oh, Dios mío! El Duque se volvió y vio a la joven asomando por la ventanilla que miraba el camino, desapareció en el interior como un rayo. Un momento después, Downe y Seymour se le acercaron. —Son quince —anunció el vizconde. Downe precisó: —No han sido cortados. Parece que se han caído espontáneamente. —Tengo una fea sensación —dijo Seymour mirando de izquierda a derecha, como si esperase que el bosque se derrumbase de un momento a otro. —Ya está, ya comienza otra vez con sus premoniciones funestas. ¿De qué se trata esta vez? ¿Hadas? ¿Espíritus? ¿Duendes o brujas? Se escuchó un ruido de horror a sus espaldas. La muchacha, con el rostro pálido, los observaba desde el carruaje. —Mira lo que has hecho, Downe. ¡Has asustado de muerte a la futura esposa de Alec! —lo reprendió Seymour, corriendo hacia ella. —¿He escuchado bien lo que ha dicho de la muchachita? —preguntó Alec siguiendo al amigo. Llegando al carruaje se puso delante de Seymour. —De ella me preocupo yo —dijo en un tono que no permitía réplica y entró en el vehículo. La joven estaba blanca, y él pensó que le dolía el tobillo o que, tal vez, era impresionable como una potranquita no domada. —¿Os duele? Ella lo miró con los ojos vacíos. —El tobillo —explicó Alec, con más paciencia de la que nunca había tenido. Joy miró el pie. —Ah, sí, el tobillo.

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SAGAS Y SERIES Alec consideró aquella respuesta como afirmativa, aunque ella parecía estar pensando en otra cosa. Del compartimiento de las pistolas, sacó un vasito, lo llenó con el brandy de Downe y lo ofreció a la joven. —Tome, señorita… —Alec se interrumpió y arrugó la frente. —¿O señora? —Señorita. Él suspiró. —¿Cómo es su nombre completo? —Joyous Fiona MacQuarrie —contestó ella sin mirarlo, pero estirando un poquito el vestido antes de apoyarse en el respaldo. El Duque asintió. —Escocesa. Eso lo explica todo. —Le puso el vaso en la mano. —Beba. Os calentará mientras arreglamos el camino. Pienso que será necesario un poco de tiempo. Ella miró el brandy de manera sospechosa. —Beba. Joy se llevó el vaso a los labios, bebió un sorbo, hizo una mueca y se estremeció. Después bebió otro sorbo y al final con coraje tragó el líquido como si contuviese los pecados de toda la alta sociedad inglesa. Solo después de algunos minutos levantó los ojos, llorosos por el licor, hacia el Duque, pero cuando sus miradas se encontraron la de ella asumió una expresión confusa, que a Alec le pareció extraña pero familiar. Esa mujer le provocaba una cierta incomodidad. Cerró la portezuela del carruaje y volvió al punto donde habían caído los árboles, con Seymour en sus talones, ansioso como un perro de caza. —Debe ser ella —afirmó Seymour deprisa. —Es el destino. Lo sé. Alec se detuvo para mirarlo. —¿Crees de veras que quiera hacerme cargo de una perfecta desconocida y hacer de ella la Duquesa de Belmore? —Claro que no lo haría —intervino Downe, que los había alcanzado a tiempo de escuchar la predicción de Seymour. —Después de todo, todavía no ha investigado sobre sus antecedentes. ¿No es cierto, Belmore? Puede que no tenga las prerrogativas para ser Duquesa. Por otro lado ¿Cuándo has visto alguna vez a Alec hacer algo sin haber estudiado primero hasta los más ínfimos detalles? El Duque se puso rígido. —Este viajecito, por ejemplo —rebatió Seymour triunfante. Alec dedicó a ellos su más aristocrática mirada de desprecio, que de costumbre silenciaba a los presentes y aceleraba el paso de los sirvientes. Rechazó la tentación de beber un sorbo de brandy, devolvió la cantimplora a Downe y se dirigió a los sirvientes, que trataban de quitar el primero de los árboles caídos. Estando mojados, los árboles pesaban tanto que precisaban dos pares de brazos de más. Alec se sacó la capa y la tiró a los pies de Downe. Seymour hizo lo mismo mientras Downe, imposibilitado a causa de su brazo, permaneció apartado haciendo irónicos comentarios sobre el destino en general y sobre el comportamiento previsible del Duque de Belmore. Media hora después, aburrido de los comentarios del amigo, Seymour sugirió cerrarle su maléfica boca con un tronco. Alec no contestó. Con los ojos de la mente continuaba viendo la carta de Juliet que contenía la misma palabra usada por Downe: previsible. Durante veintiocho años Alec había considerado su propio modo de comportarse absolutamente adecuado para un hombre de su rango y además el más lógico. La vida no era simple para la aristocracia inglesa; más alto era el título, mayor era la responsabilidad. Por lo menos éste era el pensamiento con el cual había sido educado. Se le había inculcado que el deber era la cosa más importante para un Duque. La tradición de los Belmore, el respeto del nombre de la familia, el ejemplo dado por las actitudes, eran valores esenciales de su mundo.

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SAGAS Y SERIES Así había sido para sus antepasados y ahora él seguía sus normas. Por una cuestión de orgullo. ¿Pero previsible? ¿Aburrido? No eran características fácilmente digeribles, como la humillación de haber perdido a Juliet. Miró la capa tirada sobre un tronco cerca del conde. En el bolsillo tenía la licencia especial que le había solicitado a su administrador. El matrimonio hecho por vía de licencia especial era mucho más que el reconocimiento de su aristocrático nacimiento; habría significado una ceremonia simple, con la sola presencia de dos testigos. Él no habría soportado la frivolidad de un matrimonio suntuoso. Sin embargo, en aquel momento, la licencia sólo servía para recordarle que había sido plantado. Fue sobrecogido por una oleada de humillación. Muy a su pesar, se preguntó cuanto, el militar de Juliet, podría ofrecerle más que él. En la carta de adiós le había escrito que quería amor. ¡Amor! Él sabía bien que es lo que podía hacer el amor. Había visto hombres dispararse unos a otros en el nombre de aquel sentimiento. Una vez, mucho tiempo atrás, él también pensaba que el amor era mágico. Recordaba haber estado delante la alta y rígida figura de su padre, una presencia monolítica, para un niño de cinco años. Se había esforzado en sostener su mirada. Ambos tenían los mismos ojos, el mismo rostro, la misma sangre de los Castlemaine. Recordaba haber probado el impulso de secarse las manos sudadas en los pantalones, pero se había contenido al pensar que un marqués y futuro Duque no podía hacerlo. Había respirado profundamente para dejar salir la voz. Después le había dicho a su padre que lo amaba, pensando con su simpleza infantil que aquella frase mágica habría suscitado la aprobación del padre. En cambio suscitó su ira. Amor. Lo veía como un ateo podía ver un crucifijo. Aquella palabra tenía un significado sólo para aquellos que lo buscaban. Levantó un tronco pesadísimo con la fuerza que provenía de la rabia y de la frustración. Pronto sus movimientos se convirtieron en mecánicos y él se sentía más recto y rígido, la mente perdida en pensamientos profundos y en el orgullo herido. Llegó a un punto que sus ojos azules parecían de hielo; el Duque de Belmore se avergonzó de no conocer aquella cosa huidiza llamada amor.

Joy se apoyó en el respaldo. Su imaginación no voló hacia el cottage de Surrey, sino hacia el rostro aquilino de un Duque de cabellos de plata. Suspiró. Un Duque. ¡Imagínate! Su título era apenas inferior al de un príncipe. Hombres que se encontraban en los cuentos de hadas y en los sueños con los ojos abiertos de las muchachitas. Solo que, pensando en él, se sentía atravesada por una corriente, como aquella que sintió cuando la había tocado. Era la cosa más extraña que le hubiese ocurrido; como un hechizo. Aún sentía sus manos que la sostenían cuando habían atravesado el bosque, el leve aroma de tabaco de su ropa y su ligero aliento cuando sus rostros habían estado tan cerca como para un beso. Y los ojos… eran aquellos de un hombre cuyo corazón anhelaba un poco de magia. Mirándolo, había descubierto en su rostro una expresión desconocida, intrigante, como si hubiese sido llamado por algo que ella tenía dentro. Había sido una sensación misteriosa también para una bruja, una bruja que en realidad tenía que ir a Surrey. Suspiró con molestia y rechazó las fantasías. Tenía que concentrarse en sus fórmulas, no en el Duque. ¿Y cómo sería si la hubiese estrechado en su pecho y la hubiese besado? Belze silbó en el sueño trasportándola a su mundo real. Acomodado alrededor de su cuello como de costumbre, el armiño no le servía de ninguna ayuda para lanzar un hechizo.

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SAGAS Y SERIES —Concéntrate, y basta de tonterías —se dijo a sí misma. Confiando en su escasa memoria, había ya tratado de realizar el hechizo del viaje, con el resultado de bloquear el camino con quince árboles. Una bruja blanca habría debido ser un todo con la naturaleza, no turbarla. Joy bebió un sorbo de licor del Duque. Sabía horrible y no le ayudó a aliviar la sensación de fracaso que probaba. No estaba segura de poder salir de aquella situación y cuando pensaba en el Duque ni siquiera estaba segura de querer hacerlo. El armiño silbó y se movió, luego alargó las patitas sobre los hombros de ella y volvió a dormir. Joy miró el vaso que sostenía en la mano, y luego abrió la puerta cuidando de no apoyarse en el tobillo dolorido. Como los hombres estaban ocupados en desocupar el camino, tiró el brandy al suelo. Antes de cerrar la portezuela no pudo dejar de mirar a los hombres que estaban trabajando y sus ojos se detuvieron sobre el Duque. Sintió que la invadía una sensación de dulzura. Belmore estaba parado a un extremo de un árbol y dirigía las actividades de los hombres. Tenía anchos hombros similares a los de un lord de las Highlands, caderas estrechas y piernas largas y musculosas. Su actitud emanaba autoridad y seguridad. Se le vinieron a la mente las palabras de su tía: ¡No tienes control porque no te concentras, Joyous!. Joy dio una última mirada al Duque, se volvió a sentar en su lugar y arrugó la frente por el esfuerzo de recordar la fórmula del viaje. ¿Cómo hacer para salir de aquella situación? Era una bruja y tenía que actuar como tal. Lograría hacer el hechizo. Se concentró al máximo y después de unos minutos había creado e impreso en la mente la fórmula mágica: ¡Estoy realmente en problemas, me encuentro ante un gran dilema, pues he creado un buen lío! Dios, un gran favor os pido. ¡Ayudarme a deshacer este enredo y enviarme a Surrey, donde debo! Joy respiró fuerte y la recitó en voz alta. Se oyó un estruendo, seguido de gritos masculinos. Hubo un ruido sordo, luego un segundo y un tercero. Lentamente con una sensación asustada y con las manos en los ojos, la aprendiza de bruja se acercó a la ventanilla y espió entre los dedos. En el camino había otros tres árboles y los hombres, incluso el Duque, estaban salpicados de lodo y tierra desde la cabeza a los pies. No tenían un aspecto alegre. También el hombre rubio con el brazo en cabestrillo estaba enlodado y nervioso e inquieto miraba en alto como si esperase que el cielo le fuera a caer sobre la cabeza de un momento a otro. Ella observó al Duque, que inmediatamente tomó en sus manos la situación y ordenó a los otros que controlaran a los últimos árboles caídos. Joy se quedó mirándolo por un momento, luego suspiró, cerró la portezuela y se volvió a colocar en su rincón caliente con el pie dolorido apoyado en el asiento del frente. Examinando el elegante interior del carruaje, imaginó no tener necesidad de recordar fórmulas mágicas y poder permanecer apoyada en el terciopelo y dejar pasar el mundo…. Un sirviente le habría preguntado: “¿Vuestra Gracia, está lo suficiente cómoda?“ Ella habría levantado la mano con anillos de esmeralda, regalos de su marido, porque la piedra estaba a tono con sus ojos y habría contestado: “Naturalmente. Y ahora quisiera dormir.“ El sirviente habría cerrado la puerta y su real y autoritario marido habría estirado la mano para acariciarle el cuello antes de acercarla, siempre más cerca, tanto que ella habría olido el aroma de tabaco de sus ropas. Luego los frescos y duros labios habrían tocado los suyos…

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SAGAS Y SERIES Perdida en su ensueño, Joy no se dio cuenta que había apretado sus labios contra el vidrio de la ventanilla hasta que no había abierto los ojos y se encontró mirando las caras desconcertadas de Belmore y de sus amigos.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 4

—¿Qué piensas tú que esté haciendo? —No logro imaginarlo. —Alec, con la chaqueta colgando en un hombro, miró a Downe, que tenía una expresión concentrada, luego a Seymour, que estaba sumido en un silencio sospechoso y finalmente a la muchacha. Ella tenía los ojos cerrados y los labios aplastados contra el vidrio como rosadas sanguijuelas. Como un relámpago verde, los ojos de la joven se abrieron y lo miraron. Luego ella saltó hacia atrás contra el asiento, con el rostro semiescondido por la mitad de la cortinilla. —Es escocesa —les informó Alec, mientras Henson le ayudaba a colocarse la capa. Después que despidió al sirviente con un gesto, abrió la portezuela de la parte opuesta a la de la muchacha y metió dentro la cabeza. Ella le miró, como si esperase ser tragada de un solo bocado. Observándola mejor, él se dio cuenta que su color era más intenso que de costumbre. Apenas le habló, ella volvió la cabeza. —¿Os sentís bien? —le preguntó. Después de un largo silencio, ella contestó, mirando la cortinilla: —No, creo estar a punto de morir. —Dudo que moriréis por una torcedura al tobillo —replicó Alec, incapaz de esconder el sarcasmo. Había tenido su parte de la temporada mundana y había visto los dramas que sabían orquestar las damas. Extraño que le molestase el hecho que aquella muchacha de rostro insólito y de conducta todavía más insólita, fuese tan boba como sus conocidas londinenses. Le habría gustado distinta, como lo era su rostro. Se dijo que estaba loco y esperó una respuesta. En vano. Ella permanecía sentada con la pequeña mano enguantada en la frente tapándose los ojos. Era el gesto de una persona herida. —¿El tobillo le duele demasiado? —La palabra dolor no describe lo que siento —contestó ella. —Es peor de lo que pueda imaginar. Cansado de hablar con la parte posterior de su cabeza, Alec estiró el brazo, le sacó la mano de la frente e le giró el rostro. La cara habría revelado si estaba de veras sufriendo. Las mejillas que se encontró al frente estaban tan encendidas que parecían rojas. —¿Os habéis hecho daño en alguna otra parte? —le preguntó. En la mirada de ella apareció el pánico. La joven se tocó las mejillas. —Creo… entiendo... quiero decir… la fiebre. Creo que tengo fiebre. Él la examinó atentamente. —Parecéis muy acalorada. —¿De veras? —Ella se palpó la cara como si pudiese sentir el calor a través de los guantes. —La ventanilla está fría, entiende…. y yo… ejem... me refresca el rostro. —¿No ha pensado en abrir la portezuela? Fuera hace frío. La mirada de ella se dirigió más allá de Alec, hacia la niebla, a pocos pasos. —No. No lo he pensado. Pero es lógico, debe depender del hecho que vos sois un Duque y yo una br… —Cerró la boca con la mano y Alec solo pudo ver sus ojos abiertos de par en par. Una mujer —terminó ella con expresión normal. —Vuestra Gracia, la niebla está espesando. El Duque preguntó a Henson:

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SAGAS Y SERIES —¿Han controlado otra vez los otros árboles? —No he encontrado ninguno peligroso. Todos están firmes como la Torre de Londres. El camino está seguro, Vuestra Gracia. —Bien. Advierte a los otros que estamos listos para partir. —Alec se dio vuelta una vez más y tuvo la visión de las plumas de avestruz del sombrerito de ella. Meneó la cabeza y bajando los ojos vio que la muchacha apretaba nerviosamente las manos. Parecía un conejito entre los dientes de una trampa. Había algo de su inocencia que lo atraía, así mismo su áurea de impotencia. Sintió la necesidad de tranquilizarla, si bien no recordaba haber sido nunca tan caritativo. —Señorita MacQuarrie. Ella se sobresaltó como si la hubiesen pellizcado. —La llevaré a una posada y haremos examinar su tobillo por un doctor. —” Y la cabeza, tal vez también la mía.” Pensó, cuando se dio cuenta que estaba mirándole fijamente los labios. Finalmente desvió la mirada, subió al carruaje y se sentó a su lado antes de ser alcanzado por Downe y Seymour. Después de pocos minutos habían cruzado el bosque sin incidentes y se encontraban en camino abierto. La niebla era espesa. Alec examinó de nuevo a la muchacha preguntándose porque se estaba comportando como un incauto. A veces le miraba como si fuese un milagro. Las mujeres siempre le habían mirado; la riqueza y el título las atraían como hormigas. Pero aquella pequeña escocesa era distinta, con su cara divertida y la ingenua habilidad de hacer vibrar en él una cuerda especial, con una simple mirada. Era una novedad. Alec rechazó el deseo de estudiarla más a fondo y miró hacia fuera desde la ventanilla, sin ver nada. Procedieron ruidosamente y en silencio por algunos minutos, durante los cuales Downe volvió a tener en sus manos la cantimplora. El conde era muy amigo de Alec, pero en los últimos tiempos su comportamiento había empeorado, y muy seguido estaba ebrio. El Duque estaba por decirle que guardase la cantimplora cuando Seymour se sobresaltó. Siguiendo la dirección de su mirada, se dio cuenta que estaba mirando fijo la muchacha con la boca abierta. Downe hizo lo mismo. Alec no vio nada extraño, así que se volvió hacia su amigo. —¿Has visto lo que he visto yo? —preguntó Seymour a Downe. Por toda respuesta, el conde tomó un gran sorbo y miró ceñudo a la joven mujer. —El cuello se mueve —murmuró Seymour a Alec. Los tres la miraron, pero ella miraba hacia lo lejos. Después de un momento, durante el cual el cuello de piel había comenzado a retorcerse, la muchacha se debió dar cuenta de sus miradas, porque preguntó: —¿Hay algo que no está bien? —Vuestro cuello se mueve —dijo Seymour. Ella acarició el suave pelo. —Oh, es Belcebú. Yo lo llamo Belze —dijo, como si esto explicara todo. —Duerme mucho. Alec miró la faja de pelo que había confundido con un cuello. —¿Está vivo? —preguntó. Ella asintió. El cuello resopló y emitió un silbido. —Si me permite… ¿Qué es lo que sería un Belze? —Es un armiño, y le gusta dormir allí. —A mí también me gustaría. —Downe quedó con los ojos fijos en el cuello de Joy. —Dije que cosa debíamos haber hecho con aquel árbol —dijo Seymour, mirando de soslayo al conde, el cuál se puso a reír. Alec se apoyó en el respaldo, echó una gélida mirada a Downe para hacerlo callar y explicó:

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SAGAS Y SERIES —Estos dos gentilhombres, en realidad son inofensivos. Como ya os dije, yo soy el Duque de Belmore. Éste con los ojos brillantes y de lengua suelta, es el conde de Downe. —Hacerle daño es el último de mis pensamientos —comentó Downe, regalando a Joy una sonrisa de zorro. —Y este otro, es el vizconde de Seymour —continuó Alec indicando a Neil. —Seymour es inocuo y también sin picardía. Las pullas recomenzaron. Alec vio aprensión en los expresivos ojos de la muchacha y en lo más profundo de su ser despuntó una chispa de compasión. Alargó una mano hacia ella. La joven respiró profundamente y comenzó a balbucear. Se oyó un grito. De pronto, el carruaje comenzó a correr a una velocidad increíble. Los pasajeros se aferraron a lo que tenían más a mano para no caer uno encima de otro. El cochero gritó y maldijo otra vez. Resonó un griterío y un ruido provino desde el lugar del cochero. Alec aferró a Joy y la estrechó contra su pecho tratando de protegerla de las sacudidas y sobresaltos durante la carrera. El vehículo chocó contra algo duro; Alec clavó a la muchacha en su asiento con su propio cuerpo y sintió cada suave centímetro de la figura femenina. Ella se aferró a su capa y se adhirió a su torso. Su respiración jadeante le rozaba el oído. De improviso Alec la percibió como mujer. Los ojos de Joy encontraron los suyos, primero sorprendidos, luego curiosos y después interrogantes. Su mundo estaba inmerso en el silencio. El Duque tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para combatir la natural atracción recíproca. Ella lo miró otra vez con expresión interrogante. Alec escondió la propia reacción y pensó: “ No mires demasiado en lo profundo, escocesa, no hay nada para tí”. Joy enrojeció. Una sensación de tristeza se había insinuado entre ellos, como si hubieran expresado sus pensamientos. Cerró los ojos y giró la cara. El carruaje chocó con otra protuberancia del terreno y el Duque apretó más fuerte la manilla para sostenerse. Downe gruñó y maldijo, Finalmente el vehículo disminuyó la velocidad y luego se detuvo. Alec rodeó los hombros de la muchacha con el brazo y se acomodó en el asiento. La voz furiosa del conde resonó dentro del carruaje: —¡Hazte a un lado Seymour! ¡Tu maldita rodilla huesuda me rompe la espalda! En realidad, la rubia cabeza del conde estaba incrustada en un rincón del piso, y sus pies estaban comprimidos contra la puerta. El vizconde, con el armiño colgando del cuello, estaba encima de él y se aferraba a la extremidad opuesta del asiento. —No puedo evitarlo, Downe. No tengo otro lugar donde colocar las rodillas. Hubo una especie de lucha, luego un gruñido rabioso. —Sal de mi hombro. Esta maldita cosa hace un mal de mil demonios. —Ven aquí, Belze —intervino Joy, con las manos abiertas, y él le saltó encima, Alec se dio cuenta que todavía le rodeaba los hombros con el brazo y lo retiró. Seymour logró enderezarse en el asiento y empezó a sacudir el polvo de su capa. El Duque ayudó a Downe. En aquel momento la puerta del carruaje se abrió y Henson, palidísimo, informó: —Lo siento, Vuestra Gracia, pero se rompió una rienda. —¿Se puede reparar? —Están trabajando en ello. Alec preguntó a Joy si se encontraba bien y ella le contestó con un gesto afirmativo, teniendo el armiño abrazado al pecho. Tenía la mejilla sucia de polvo y el sombrero atravesado con las plumas colgando sobre un hombro. Parecía un pájaro caído del nido y él sintió el deseo de acomodarlo. Sabía que aquella mujer, más que cualquier otra, no podía andar sola por el mundo. Desvió la mirada. La expresión desolada de ella, le hacía perder el control de sus pensamientos. Bajó del vehículo y se acercó a los hombres que estaban reparando la rienda.

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SAGAS Y SERIES La examinó: no había cortes, ni señales de desgaste. Parecía que hubiese sido desgarrada en dos. —¿Cuanto tiempo será necesario para repararla? —Casi hemos terminado, Vuestra Gracia. —Bien —Alec retornó y subió al carruaje diciendo: —Partiremos en pocos minutos. —Se sentó y miró a Joy. Ella lo miraba con aquel modo elusivo y familiar al mismo tiempo, como queriendo memorizar su rostro, cosa que lo hacía sentir terriblemente incómodo. En aquel momento no deseó otra cosa que llegar a la próxima posada lo más pronto posible. Trató de amedrentarla con una fría mirada, pero el hielo se deshizo no bien que sus ojos se encontraron. Pocos instantes después, con sumo horror, recordó donde había visto aquella expresión: Leticia Hornsby. Aquella divertida muchachita escocesa lo miraba fijo con la misma devoción que Letitia demostraba con respecto a Downe. Todavía no había tenido tiempo de digerir aquella constatación cuándo se oyó otro tremendo grito.

Cuando la rueda se desprendió del carruaje, Joy se declaró vencida. Si no desistiese con su hechizo del viaje, más de uno podría salir perjudicado. Sabía por experiencia que cuando sus hechizos creaban tal confusión era mejor dejarlos reposar por un poco. No quería perjudicar a aquellos hombres y especialmente, al Duque. Entre ellos se había creado algo que iba más allá de una simple palpitación y miradas intensas. Parecía que el Duque necesitaba algo de ella. En sus ojos se vislumbraba una desesperación que él trataba de esconder detrás de esa fría mirada. Ella lo sentía como percibía una lluvia de primavera. El tipo nervioso, el vizconde de Seymour, se adelantó hacia ella y la examinó como si fuese una aparición. —¿Sois vos la muchacha, cierto? Joy sintió un apretón en el estómago como si aquel hombre hubiera adivinado que era una bruja. No supo qué responder. —Déjala en paz, Seymour —intervino el conde hastiado, mirando a Alec: —Incluso si fuese ella, Belmore tiene que llamar a su administrador antes de pronunciarse. Por esa cosa de la descendencia, y todo lo demás… Recomenzó otra discusión. Joy miró al Duque. Estaba tocando distraídamente el bolsillo de la capa. Sintió un leve ruido de papel que se despliega y eso llamó su curiosidad. Él les dijo a sus amigos que se tranquilizasen y clavó al conde con una mirada fría como la noche. El conde le devolvió la mirada. Parecían dos perros listos para despedazarse. Después de algún minuto de tensión, el conde se llevó la cantimplora a los labios. El Duque desvió la mirada del amigo y como siguiendo una llamada se posó en ella. Aquellos ojos guardaban secretos que excitaban la curiosidad de Joy; parecían tesoros escondidos en espera de ser descubiertos. El Duque se fijaba en ella como si buscase algo cuando la miraba, indagando. ¿Qué es lo que busca? ¿De qué cosa tenéis necesidad? Le habría querido preguntar ella, pero no se atrevía. Con la misma velocidad de un soplo bajo el viento de verano, la expresión de investigador desapareció y sus ojos se volvieron impenetrables.

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SAGAS Y SERIES Habían permanecido en silencio por poco tiempo, cada uno inmerso en sus propios pensamientos, y Joy pensó que era una historia para contar. La primera cosa que una bruja aprendía era que nunca debía revelar a los mortales su condición de bruja. Ellos no entendían que la magia no era una cosa tenebrosa ni diabólica. Era necesario conocer un hombre muy bien antes, y estar seguros que comprendería. Además, tenía que tratarse de un mortal excepcional, porque la historia había demostrado que los prejuicios sobre las brujas eran muy difíciles de superar. El abuelo paterno de Joy, un hechicero, se había casado con una mortal, hija de un lord inglés, y tanto los MacQuarrie como los MacLean la habían acogido con benevolencia porque había demostrado ser una persona excepcional. Pero la tía sostenía que aquel matrimonio había sido la fuente de los problemas de Joy. “Sangre mixta” había dicho. Joy pensaba que habría sido peor si hubiese nacido una común mortal en lugar de una bruja blanca con alguna laguna. Decidió contar a esos hombres algo que estuviese cerca de la verdad, pero sin mencionar el asunto de la magia. El Duque le dirigió su penetrante mirada. Esos ojos le hablaban, la conocían y de ella no habrían perdido mucho. “Ya está” pensó Joy. —¿Dónde está su familia? —Se ha ido —contestó. Habría querido mantener los ojos bajos, pero no pudo. —Ha mencionado Surrey. ¿Es allá que queríais ir? La muchacha asintió. —Allá está la casa de mi abuela. —Creía que habíais dicho de no tener más familia. —Es cierto, excepto mi tía, que a su vez se ha ido…Permanecerá lejos por dos años. —¿Se ha ido sin confiarla a nadie? —Tengo veintiún años —contestó Joy con la cabeza en alto. —Entiendo —El tono del Duque era aquel que se usa para satisfacer a un niño. Hubo un largo silencio, después: —¿Y con qué medio habéis viajado? —A pie. —Joy lo dijo con voz de falsete. Ni siquiera ella habría creído esa mentira. Se dijo que era una estúpida. El Duque miró sus botines nuevos, sin un rasguño ni una imperfección, y los bordes de la capa y del vestido perfectamente limpios; nada en ella hacía pensar en un largo trayecto por caminos lodosos. —¿Ha caminado hasta aquí desde Escocia? —¡Oh, Dios mío, no! —dijo ella, llevándose la mano al pecho. —No es posible que una persona venga a pie desde Escocia. —sonrió. Hubo otro largo silencio durante el cual el Duque la miró esperando, mientras ella elaboraba en la mente centenares de historias. —Sin duda, la ha traído hasta aquí el “hada del destino” amiga de Seymour —observó el conde con una sonrisa sarcástica en los labios húmedos de coñac. —¡Oh, termina! Cuando bebes te portas como un asno —exclamó el vizconde con rabia, luego dirigiéndose a Joy: —Pido perdón por él, señorita, pero la bebida lo hace demasiado locuaz. Después de un breve silencio le preguntó sonriendo: —¿Sabéis la dirección de la casa de vuestra abuela? —Está en las afueras de East Clandon. Se llama Locksley Cottage. —Locksley Cottage, ¿Cómo Henry Locksley, conde de Craven? —preguntó Seymour, mirando primero al Duque y después nuevamente a la joven. —Mi abuela era una Locksley.

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SAGAS Y SERIES —Me parece que mi madre era una pariente lejana. Creo que el viejo conde desheredó a la hija después que huyó con un extravagante escocés y… —El vizconde se interrumpió y la miró con la boca abierta. —Vos sois escocesa. Joy asintió y permaneció observando su expresión mientras decía: —La mujer de la que habla es mi abuela. El vizconde se puso pálido y el dedo con el que apuntaba a la muchacha comenzó a temblar. Miró al Duque. —¿Ves? ¿Ves? Te lo había dicho. Es el destino. El hado. No puedes combatirlo. —Sí, Belmore. Debes llamar al administrador. Está todo hecho. A menos que tú quieras mirarle los dientes. —El conde de Downe miró al amigo de soslayo, después comenzó a reír como si saberla nieta de un conde fuese la cosa más cómica del mundo. Belze, que había dormido en el regazo de Joy durante todo el trayecto en carruaje, abrió los ojos y la miró. Después giró la cabeza hacia Downe que continuaba riendo y se levantó. Un momento después reptaba sobre el pecho del conde, que de inmediato se calló. —¿Qué es lo que quiere hacer? —preguntó Downe, mirando al animalito. —Belze había subido hasta la altura de su rostro y estaba levantando la patita hacia su boca. —Tal vez quiere examinarte los dientes —observó el Duque displicente. El armiño posó la pata sobre el labio inferior del conde y le miró dentro de la boca. —Ve… vete. ¡Lléveselo lejos! Joy hizo el ademán de tomar a Belze, pero el Duque le puso la mano sobre el brazo y le hizo seña de que no con la cabeza. Alec observaba en silencio a su amigo en crisis. Belze descendió y se detuvo en el regazo del conde, parado en sus patas posteriores. Después le revisó el bolsillo y sacó la cantimplora. El conde retuvo el aliento y trató de aferrar al animal, pero Belze sopló y mostró los dientes afilados. El conde, maravillado, retiró la mano. El armiño lo miró con ojos despiertos y amenazadores. Manteniendo la distancia, Belze observó la cantimplora que tenía entre las dos patitas anteriores, olió el corcho y parpadeó con el reflejo de su propia imagen sobre la plata. Luego, sosteniendo el objeto entre los dientes, descendió por las largas piernas del conde y subió por las del Duque. Joy miró la cara de Belmore, esperando verlo reaccionar. No sucedió nada. Pero a Belze no le importaba. Para él el Duque no era otra cosa que una escalera humana. Sin dignar una mirada al honorable lord de Inglaterra sobre el cual paseaba, el duende dejó caer la cantimplora sobre el asiento, saltó sobre ella y se durmió.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 5

Finalmente, Joy trató de explicar de que manera llegó al bosquecillo, pero evitó mirar al Duque. Hablaba manteniendo los ojos fijos sobre las manos entrelazadas sobre el regazo o dirigiéndose al vizconde, que parecía el más receptivo. Contó que su carruaje había terminado en un foso, que ella se había dado una vuelta por el bosque y que cuando había vuelto hacia el carruaje ya no estaba; probablemente la culpa era de aquel sinvergüenza del cochero que ella había cometido el error de contratar. Terminada la historia, Joy observó atentamente la reacción de sus compañeros de viaje. El vizconde fue el primero en hablar. —No importa, señorita MacQuarrie. Vos no tenéis la culpa. Ha sido el destino, sabe. No se puede obstaculizar al hado. —Seymour cruzó los brazos y agregó: —El destino controla cualquier cosa, incluso el hecho que sois escocesa, que yo soy vizconde y que Downe, evidentemente también el destino puede cometer errores, es conde. Los mortales no tiene control sobre lo que les sucede. Downe intervino: —No es verdad. El Duque de Belmore no permitiría nunca a una banalidad como el destino interferir en su vida. Porque Alec está controlado por los deberes propios de un hombre de su… importancia y por sus planes y proyectos: —El conde hablaba a Joy pero miraba a Belmore. —Él hará siempre lo que hacía su padre, etcétera, etcétera. —Dicho esto volvió la cabeza hacia la ventanilla. Joy escrutó al Duque. Sus ojos eran tan fríos que sentía como se helaba. “Es vulnerable, y quiere esconderlo”, pensó, preguntándose que era lo que no quería que la gente viera. Alec la miró. Ella entendió que la estaba evaluando. Se preguntó si habría creído en su historia y que habría hecho en caso contrario. Por algún motivo la opinión que ese hombre tenía de ella le importaba mucho. Era un tipo serio, y a pesar de su dura belleza había una soledad en él; o tal vez no era soledad, sino aislamiento. Le miró los labios y le dirigió una tímida sonrisa. El Duque de Belmore tenía todo el aspecto de necesitarla. La expresión de él cambió, como si la cosa le provocara curiosidad, pero no provocó su sonrisa. Joy se preguntó si era capaz de hacerlo. Continuó observándolo por un momento, luego decidió renunciar y miró por la ventana. La niebla era muy densa y el camino apenas visible. Como una llamada, ella se volvió de nuevo. La mirada del Duque se había hecho más intensa, pero no parecía encolerizado; en cambio contenía algo de íntimo. Joy sintió que enrojecía y bajó la mirada. Tenía las manos sudadas, la boca seca y la sensación de derretirse. Alargó la mano hacia la lámpara por hacer algo. Si hubiese bajado la luz, ese hombre no habría podido ver dentro de su alma, porque era eso lo que temía cuando se sentía traspasar por su penetrante mirada. Nerviosa como estaba, giró la llave en la dirección equivocada y esta se le quedó en la mano. La miró estupefacta y trató torpemente de reponerla en su lugar. Una mano masculina la retuvo por la muñeca. —Ya me ocupo yo. —El Duque se adelantó hacia la lámpara y su sombra le cayó encima. Era oscura, sin embargo ella sintió el calor de su cuerpo y su olor, que pertenecía solo a él. Alec arregló la llave, encendió la lámpara e hizo ademán de retirarse, en cambio se detuvo y la miró. Su rostro intenso estaba a pocos centímetros del de ella.

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SAGAS Y SERIES Si se hubiera movido solo un poco, sus labios se habrían tocado, pero su mirada la bloqueaba. Además le estrechaba todavía el pulso, más fuerte que antes, aprisionándola. A Joy le zumbaban los oídos y la cabeza. Los ojos de él la traspasaban con su calor. Joy siempre los había considerado fríos, por lo tanto encontró extraño sudar bajo aquella pincelada de azul. Sin soltarle el pulso, Alec retrocedió interrumpiendo la magia que había surgido entre ellos, más fuerte que el hechizo de un mago. Ella dejó de retener el aliento. Él le miró el pulso con una extraña expresión; casi como si se hubiera dado cuenta en aquel momento de tenerlo. Joy le rozó los dedos como para decirle que estaba bien así. La presión disminuyó y por un segundo ella creyó sentir su pulgar acariciándole la mano. Pero el toque había sido tan fugaz que pensó que se había equivocado. Un momento después él miraba fuera de la ventanilla. En el carruaje, el silencio era absoluto. Se oían solo los cascos de los caballos y el tintinear de los arreos. Distraídamente alargó la mano hacia Belze y lo acarició. Después de lo que había sucedido, tenía necesidad de tocar su pelo suave y familiar. De improviso alguien se aclaró fuerte la garganta. Joy sobresaltó, y se dio cuenta que había sido el conde. Lo miró, esperando verlo haciendo muecas, en cambio no fue así. Downe la observaba con una expresión absorta y esto la incomodó, si bien, en un modo distinto del Duque. El conde era un hombre extraño y no le gustaba mucho. Percibía en él una rabia, incrustada como una herida no curada. Era un hombre ofensivo, que gozaba de su propia rudeza, es más, parecía gozar en ella y su sonrisa era demasiado artificial. Se podían escribir volúmenes sobre una persona analizando su sonrisa. Joy levantó la cabeza, miró al Duque y trató de imaginarlo sonriente, pero no tuvo suerte. Ni siquiera los ojos de la mente lograban verlo con una expresión distinta de la habitual, tenebrosa y profunda. Renunció y volvió a mirar por la ventanilla, como los otros, hasta que el carruaje se detuvo delante de una posada, hecha de madera. Sobre la maciza puerta la insignia “LA PALA Y LA BOTA”, pendía torcida, sostenida por un hierro oxidado. El sirviente que viajaba detrás del carruaje bajó y se detuvo a hablar con un siervo. La puerta de la posada se abrió y la luz amarilla iluminó un pasillo empedrado, inmediatamente bloqueado por la sombra del anfitrión. Al mismo tiempo, el carruaje se abrió y el sirviente preparó la escalerilla. El Duque fue el primero en bajar. Despidió al siervo con un gesto y volvió para tender la mano a Joy. Después de haber acomodado a Belze alrededor del cuello, ella estaba por levantarse, pero se miró el pie, preguntándose si estaría en condiciones de sostenerse sin ayuda. No hubo necesidad de verificarlo, porque el Duque la levantó y la llevó en brazos hacia la puerta, estrechándola hacia sí, mientras impartía ordenes con un tono que hizo correr como ratones a todas las personas en un radio de diez metros. El húmedo aire inglés no hizo temblar a Joy. Cuando se encontraba entre los brazos del Duque, lograba imaginar al hombre ideal que se escondía dentro de su gélida concha defensiva y la fantasía la calentaba contra su pecho robusto. En ese instante, un estremecimiento la recorrió de la cabeza a los pies y le alcanzó el corazón. Joy se preguntó si se trataría del mismo estremecimiento que algunas brujas percibían cuando volaban. Había oído decir que volar era una de las más profundas y gloriosas gratificaciones para una bruja. Sin embargo, ella todavía no lo había probado. Había tratado de hacerlo pero sin éxito. Sonrió al Duque esperando que él sonriera, pero no fue así. Una muralla de hielo se había erguido de nuevo entorno a él. Había levantado la guardia. “ No me mires. Aléjate de mí”, parecía decir. Era un hombre extraño, sin sonrisa. Necesitaba de alguien que le hiciese aflorar el tesoro que escondía; de alguien lleno de esperanza, porque él no tenía ninguna. Y Joyous Fiona MacQuarrie, tenía demasiada.

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SAGAS Y SERIES

Sentado en un banco duro de la taberna, Alec observaba el papel sobre la mesa que tenía delante: “Con esta licencia especial el arzobispo de Canterbury concede a Alec Gerald David John James Marc Castlemaine, Duque de Belmore, marqués de Deerhurst, conde de File, el derecho de desposarse en cualquier lugar y fecha de su conveniencia sin exponer las publicaciones.” Su concentración fue interrumpida por un ronco brindis. Miró los amigos ocupados en una partida de cartas. En aquella pequeña posada había un sólo local común con paredes blancas de cal y paja, atravesado por vigas oscuras: el humo era denso y el aire estaba impregnada del olor de cerveza, la grasa de cordero y de la fragancia del pan apenas salido del horno. El posadero, un hombre mofletudo con una descolorida camisa rosada, estaba en medio de los parroquianos locales, campesinos alegres en sus trajes de trabajo sucios de tierra, que gritaban y golpeaban los pies cuando uno de ellos derrotaba a los señoritos ingleses. La cabeza rubia de Downe dominaba la muchedumbre y Alec lo observó mientras tragaba el quinto jarro de cerveza fuerte y espumosa. Cuando estaba sobrio, el conde era uno de los mejores hombres que Alec hubiese conocido, pero cuando estaba ebrio parecía que hiciera a propósito el hacer a quién lo rodeaba tan miserable cómo se sentía él mismo. Alec miró hacia la puerta de la habitación reservada a las señoras, donde el médico local, que había sido llamado para ocuparse de la muchacha, siguió a la esposa del posadero. Miró su cerveza, pero no era bebida lo que necesitaba. Habría querido aliviar las preocupaciones de la cabeza y el ardor de los ojos derivados del cansancio y del aire viciado. Apoyó la espalda contra la pared y bajó los párpados, luchando contra los bostezos. A su izquierda sintió una confusión. Después de haber intentado en vano ignorarla, abrió los ojos a tiempo para ver a lady Agnes Voorhees, la más grande metomentodo de Londres, que entraba en el local con sus amigas. De golpe, el cansancio desapareció, sustituido por la urgente necesidad de largase antes que aquella gallina lo viese. Se levantó con un salto, no por falta de cortesía, sino para evitar intromisiones y arrimándose a la pared trató de alcanzar la puerta de la cocina. —¡Vuestra Gracia! Alec gruñó. —¡Mira, Eugenia! Vuestra Gracia el Duque de Belmore. ¡Qué pequeño es el mundo! — La mujer corrió a su encuentro con la velocidad de una flecha hacia el blanco, con las dos amigas en los talones. Alec tuvo la sensación de hundirse en el fango. —Justo estábamos hablando de vos —dijo la dama cuando se encontró delante de él, luego se dirigió a su marido: —Henry, querido, te ruego, anda a reservar el salón privado. —Luego, de nuevo hacia Alec: —No puedo creer en la suerte de haberlo encontrado aquí. Naturalmente, conocéis a lady Eugenia Wentworth y a la señora Timmons. Alec hizo un gesto de saludo a las dos mujeres; la segunda y la tercera, entre las mayores chismosas de Londres. —Estábamos precisamente diciendo que Eugenia había oído de la señorita Dunning— White, que había sabido de Rally Jersey, que vuestra lady Juliet había huido con un hombre,

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SAGAS Y SERIES y que no era con vos. Historias, dije yo. No es posible. De veras, he reído con gusto —las dos amigas le hicieron eco. La expresión del Duque de Belmore no cambió, pero si alguien hubiera observado con atención, habría notado el imperceptible tic de su mejilla, causado por la tensión de la mandíbula. Volvió el marido. —¡En la posada no hay salones privados, querida! Ya veo porque Vuestra Gracia está en la sala común. ¿No es cierto Belmore? Antes que el interrogado pudiese responder, lady Agnes se sobresaltó y miró alrededor. —¿No hay un salón? ¡Oh, Dios, siento que me desmayo! —La dama se dejó caer sobre el banco como un balón desinflado. Lord Henry sacó de la mano de la esposa el pañuelito y comenzó hacerle viento: —Vamos, querida…hay una sala reservada para las señoras. Ahora está ocupada y el propietario dijo que esperara aquí por algún minuto. Parece que una pobre señora ha tenido un accidente y el médico la está visitando. —¿De veras?¿Y quién es? ¿Cómo se llama? ¿Y con quién está? ¿La conocemos? ¿Por qué no has preguntado? Lord Henry trató de dar a su mujer alguna respuesta sin lograr satisfacerla. Es más, un minuto después la mujer estalló en llanto: —¡Henry, sabes bien cuánta necesidad tengo de sentirme útil! ¡Aquella pobre muchacha, quienquiera que sea, puede necesitar de mí! —Cerró los ojos y con un gesto teatral abandonó la mano sobre la mesa, justo encima de la licencia especial. Alec se puso rígido. Al ruido del papel, un curioso ojo femenino se abrió, y después el otro lo imitó. Lady Agnes miró la hoja y su expresión dolorida desapareció al instante. Aferró la carta, la leyó y miró a Alec por sobre el borde. Lentamente, y haciéndose viento con la licencia, dirigió al Duque la más meliflua de las sonrisas. Luego, ondulando la hoja bajo su nariz, comentó: —¡Qué vivaracho sois, Vuestra Gracia! En aquel momento la mujer del posadero requirió la presencia del Duque. Sin hablar Alec rescató la licencia de las manos de lady Agnes y cruzó el local. Mientras se alejaba oyó murmurar: —Es lady Juliet, Eugenia. Te digo que se casarán. Sabía que el chisme sobre el militar no podía ser cierto.

Sentada en el saloncito reservado a las señoras, Joy no oía una sola palabra de cuanto decía el médico, sabiendo que Alec se encontraba a pocos pasos de ella; se estiró para verlo por sobre el hombro del médico, el cuál, en ese preciso momento cerró su maletín y se enderezó, impidiéndole la vista. —Solo una pequeña torsión, Vuestra Gracia. He vendado el tobillo muy apretado y la señorita podrá caminar sin dificultad. —Dirigiéndose a Joy, preguntó: —¿Quiere probar, querida? Bien, muestre a su gracia… —El hombre la ayudó a levantarse y ella caminó hasta la gran chimenea donde dormía Belze. —Muestre a su gracia como puede mover el tobillo, querida —el médico parecía no darse cuenta de la sensación mágica que envolvía a la muchacha cuando el Duque estaba presente. Joy levantó la falda apenas sobre el tobillo y miró a Alec. Después de un momento de incertidumbre, él posó los ojos sobre el punto indicado y ella hizo girar la articulación.

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SAGAS Y SERIES —¿No le duele más? —preguntó el Duque. —No. Ni un poco. Está sólido como una roca. —Joy le dio otra sonrisa. —Gracias. —No deberá esforzarse por un par de días, pero después estará lo suficiente bien para volver a Escocia a pie, si quiere hacerlo —rió el doctor. Alec le pagó los honorarios y cerró la puerta a su espalda. Joy tendió las manos hacia el fuego. La esposa del posadero, la señora Hobson, la había ayudado a sacarse la capa que después había extendido a secar, junto con los guantes, sobre una poltrona cerca del fuego. Joy tomó el borde de la capa y lo sacudió, más que nada por hacer algo que no fuera mirar al Duque con la boca abierta. —¿Ha tenido algún contacto con el nuevo conde de Craven? —preguntó éste. La pregunta la pilló de sorpresa. Lo miró. —No, ¿Por qué? —Pensaba que no teniendo más familia, debería ser él el responsable de vos. —Si me pusiera en contacto con esa rama de la familia, mi abuela resucitaría de los muertos. Créame, Vuestra Gracia, no hay ninguna clase de amor de parte de ellos. Aunque estuviera muerta de hambre, desnuda o medio muerta, jamás solicitaría ayuda a los Locksley. —Entiendo —Alec no agregó nada más, pero pareció reflexionar sobre lo que había dicho. Joy se preguntó en qué estaría pensando. El ruido sordo de los pasos del Duque sobre el piso de madera interrumpió sus pensamientos. Lo miró acercarse sin saber si deseaba esperarlo o correr lo más lejos que el tobillo le hubiera permitido. Retuvo el aliento. Él apoyó el brazo en la repisa de la chimenea y el pie sobre un borde de bronce y permaneció mirando las llamas. El resplandor del fuego iluminó sus cabellos de plata y resaltó su perfil, como la aureola de un arcángel. Ella encontró la escena fascinante y, quien sabe por qué, imaginó la consistencia de su barba rasurada que le oscurecía el rostro. Debía ser dura, masculina; sintió un hormigueo en las yemas de los dedos por el deseo de tocarla. El aire se puso cálido y la habitación le pareció oprimente. Gotas de sudor le perlaban las sienes, el cuello y el seno. El vestido le causaba prurito. Se alejó lo más lejos posible de la chimenea. —¿Cuándo nació? —preguntó el Duque de improviso. Ella se sobresaltó. Después de un momento dijo: —En el mil novecientos noventa y dos. El veintisiete de junio. —El Duque quedó en silencio. —¿Por qué? Ninguna respuesta. —¿Vuestra Gracia? —Estoy pensando. —¿En mi edad? Él la miró, y en sus ojos se leía una asomo de disgusto. Se le acercó. —En las consecuencias de lo que estoy por hacer. —Oh, ¿Y qué cosa sería? —preguntó ella, dando un paso atrás. Alec avanzaba, en silencio. Un poco temerosa Joy retrocedió de nuevo y casi cayó sobre el brazo del diván. Él la tomó de los brazos y la acercó. Luego le puso una mano en la nuca y acercó su boca a la de ella. Joy lo miró hasta que sus rostros estuvieron tan cercanos que tuvo que cerrar los ojos. Sintió el aliento de él. Le pareció que había pasado una vida antes que sus labios se encontrasen, suavemente, tímidamente. ¡Por favor, haz que esto no sea un sueño! Pensó Joy. Los labios de él rozaron los suyos muchas veces, con una ternura que la muchacha nunca habría esperado en un hombre que nunca sonreía. Quería un beso que no terminara nunca. Cuando sintió sus labios sobre la

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SAGAS Y SERIES comisura de su boca moverse con dulzura, volvió la cabeza para profundizar el contacto. La sostenía con la mano sobre la nuca, como si temiese que huyera, pero Joy no lo habría hecho por ninguna razón del mundo. Se sintió disolver contra su pecho; nunca había imaginado que los besos fueran así de hermosos, suaves y maravillosos. Aquella realidad era mucho mejor que soñar con los ojos abiertos. Sentía la otra mano detrás de la cintura que la acercaba contra él. Ahora la acariciaba desde la nuca hacia el cuello, su beso más insinuante, la estrechaba más fuerte. Le pasó la punta de la lengua sobre el labio superior, luego la hizo recorrer a lo largo del borde de los labios. Joy reaccionó con un suave gemido, y en aquel momento sintió el juego leve de su lengua que la buscaba y retrocedía. No se dio cuenta que tenía la piel de gallina y se estremeció varias veces cuando sus lenguas comenzaron el juego del duelo. Sentía la cabeza ligera, el cuerpo sin peso y la sangre corría más rápido por sus venas. El corazón le latía en el pecho, en los oídos notaba su pulso. Todo era nuevo para ella. Deslizó una mano sobre el pecho de aquel hombre extraño y levantó la otra hacia su cuello. Sintió que sus rodillas cedían y se aferró a él. Alec la levantó del piso teniéndola apretada contra él, firme, segura. Delicadamente, la mano del Duque jugueteó con los finos cabellos que le enmarcaban el rostro, luego le rozó la oreja, pasó sobre el hombro y el torso, trazando pequeños círculos con los dedos que acompañaban el ritmo de su lengua investigadora. Joy no quería que el beso terminase y se le escapó un leve suspiro cuando separó los labios. Abrió los ojos, lentamente, y vio en aquellos ojos azules un relámpago de deseo desesperado, el sendero que llevaba al tesoro. El relámpago desapareció inmediatamente, escondido por la máscara que la dejaba afuera a ella y al resto del mundo. El frío Duque había vuelto. —Estáis muy bien —dijo. —¿Estoy bien para qué cosa? —Lo miró, buscando en sus ojos la misma necesidad de antes, saboreando todavía el primer beso de su vida, gozando de la sensación que encontró entre sus brazos. Él la apoyó en el suelo, pero le mantuvo las manos en los hombros. Su mirada de dulcificó escrutándole el rostro, luego se detuvo en sus labios. Le acarició el brazo y le levantó la barbilla con dos dedos y la miró a los ojos. —Cásese conmigo.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 6

Por un minuto, eterno, Joy miró al Duque, incapaz de pensar, de moverse y de hablar. Se dijo que estaba perdiendo la cabeza. Él no podía tenerlo todo. —Cásate conmigo —repitió Alec. —¡Oh, Dios mío! —Joy se dio un bofetón sobre la boca y retrocedió. El Duque volvió a besarla, con delicadeza. —Cásate conmigo —le murmuró de nuevo sobre la boca —Cásate conmigo. —No puedo. —Pero su boca traidora buscaba la de él. —Claro que puedes. Tienes la edad para hacerlo. —Le rozó de nuevo los labios. —No. Quiero decir, podría…pero no puedo. Había apenas terminado de hablar cuando él le dio otro beso, largo, profundo, húmedo y lánguido, que le impidió pensar. Le murmuró en el oído: —Serás Duquesa. —Yo no… —Alec la hizo callar con otro beso, la acercó hacia sí, haciéndola adherirse completamente al propio cuerpo. —Cásate conmigo, Joyous MacQuarry. —Hummmm. Le rozó la oreja con la punta de la lengua. Ella se estremeció. —Pero yo no os conozco. —Trató de colocar hacia atrás el busto para verle la cara. Él le dio pequeños besos en el cuello. —El matrimonio solucionará el problema; créeme. —¿Pero…y el amor? Alec se detuvo, el rostro sobre el hombro de ella. —¿Amas a alguien? —No. Pero nosotros nos hemos apenas conocido… por casualidad. —Continuamente se acuerdan matrimonios entre personas que nunca se han visto. —Pero vos sois el Duque de Belmore. —Lo sé. Y tú eres escocesa —le murmuró en el oído. —Pero… pero… —¿No quieres ser Duquesa? —La voz masculina era profunda, dulce y tranquila. Ella se perdió en el sueño de lo que esas palabras sugerían. —Mi Duquesa. Joy no dijo una palabra. Los labios del hombre le rozaban las sienes con pequeños besos ligeros como alas de mariposa. —¿Entonces? ¿No te gustaría? —No lo sé…Bien, quiero decir, sí… uh, no. —No tienes argumentos. —La besó otra vez en la boca. —Cásate conmigo, Scottish. —Soy una bruja. —Muchas mujeres lo son, de vez en cuando. —No. Vos no entendéis. Yo soy una bruja verdadera. —Y yo puedo ser un verdadero canalla. Nos acostumbraremos el uno con el otro. No me importa lo que tú crees que eres. Yo sólo quiero que te cases conmigo. —No podemos. —Podemos. Ahora. Hoy. —No se puede decir simplemente casémonos y casarse. —Soy el Duque de Belmore. Hago lo que deseo. —Lo dijo con tal convicción que Joy quedó atónita.

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SAGAS Y SERIES Él tenía una expresión relajada, la mirada ausente. —Nadie tendrá nada que decir sobre nuestro matrimonio. Joy no supo rebatir. “Los Duques hacen lo que quieren”. —Vivirás en Belmore Park. —Le rozó la mejilla con un dedo. —Tendrás todo lo que quieras. —Pero… —Te gustará. ¿No crees? —Bien, sí, pero estamos corriendo demasiado. El Duque le rozó la mejilla con un dedo, los labios con los propios y murmuró: —Cásate conmigo, Scottish. —Los matrimonios siempre se preparan con cuidado —replicó Joy. De pronto él se tensó. Como si sus palabras lo hubiesen contrariado. Apretó la mandíbula. —No éste —afirmó, y un momento después su boca atrapó la de ella en un beso duro, autoritario, ardiente, como si quisiera mitigar una rabia interior y anular sus dudas con aquel gesto. Le mordió los labios, le tomó la cabeza entre las manos y dominó su boca y sus sentidos dándole una prueba de lo que era la pasión. Y lo logró. Demostró que podía hacer olvidar a Joyous Fiona MacQuarrie como decir no.

En la salita de las señoras, sentada delante del espejo, Joy se acomodó un mechón de cabello que se había escapado del chignon. Le parecía estar viviendo en un sueño, no obstante, sabía que era la realidad. Se acarició con los dedos los labios hinchados. Él la había besado, besado de verdad. Pasó la mano sobre las marcas rojas dejadas en su barbilla y sus mejillas por la barba rasurada del Duque; suspiró y cerró los ojos recordando aquel picor, cada toque, cada sensación provocada en ella por aquellos besos. Después de un largo minuto, se levantó y se acercó al sillón donde estaba su capa. El Duque se había ido apenas había recibido la respuesta que quería. Había dicho que tenía que disponer algo y que se habrían casado dentro de una hora. Joyous Fiona MacQuarry casada con un Duque. Era divertido que un hombre que no sonreía, lograse hacerle probar sensaciones de las que ella jamás había imaginado su existencia. El corazón de Joy estaba en sus manos. Desde que lo había visto, un hilo invisible los había ligado. Aquel hombre la necesitaba a ella, su esperanza y su magia. Tenía necesidad de sonrisas y de besos. Todos necesitan besos y ninguna otra cosa tenía importancia. La puerta se abrió y él entró. Joy vio su expresión enfadada y se sintió invadida por una sensación de temor. Con la tristeza derivada de una vida, si bien breve, de ilusiones, se preparó para lo peor. La expresión de Alec le hizo imaginar que había cambiado idea. Evidentemente se había preparado para decirle que ya no la quería más. —Tenemos un problema —dijo. —Tres de las mayores chismosas de la alta sociedad londinense están allá fuera. No te dejes amedrentar por ellas. No des informaciones. Deja que yo hable. Tú sólo debes asentir con la cabeza a cualquier cosa que yo diga. Sin esperar respuesta, Alec tomó la capa, le ayudó a ponérsela y le pasó el sombrero y los guantes. —Si la situación se convierte en insostenible, debemos irnos lo más pronto posible. Si el vicario se hace esperar, podemos esperarlo en la capilla.

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SAGAS Y SERIES La boda no ha sido cancelada. Joy suspiró aliviada y su rostro se iluminó con una sonrisa radiante, que no habría podido esconder aunque lo hubiese querido. Él la escrutó como si en su rostro viese algo que no lograba comprender. Después de un silencio incómodo, la sonrisa desapareció; miró a Belze todavía dormido cerca del fuego y se le acercó. Se colocó el capuchón, amarró las cintas debajo de la barbilla y se acercó al novio. Alec le daba la espalda, tenía las manos detrás y se balanceaba sobre los tacones mirando hacia el vacío. —Estoy lista —le dijo. Él se dio vuelta, pero no la miró a los ojos, tendió una mano y después de una breve vacilación le tomó el codo y abrió la puerta. Una dama de cabellos rojos, muy elegante, se habría caído en el dintel si sus dos compañeras a su espalda no la hubieran sostenido aferrándole el vestido con ambas manos. Hubo un momento de confusión, un roce de sedas, después las tres curiosas volaron por la habitación como una colorida manada de gansos. —¡Oh, Vuestra Gracia! —La primera dama hizo todo lo posible para alisar su vestido de brocado para no mirar al Duque. —Aquel horrible local es demasiado sofocante. Me sentía tan mal que me había apoyado en la puerta para sostenerme. Vuestra Gracia me ha tomado por sorpresa. —Su gracia os ha visto mientras estabais espiando —murmuró el Duque entre dientes. Joy reprimió la risa. Su gracia había hecho una broma: esperaba verle una expresión divertida en el rostro, pero se equivocaba. Él estaba observando la dama con su mirada más severa, no obstante ella no se dio cuenta, concentrada como estaba en examinar a Joy y parecía muy asombrada. —Vuestra Gracia, no creo conocer a vuestra… vuestra… —Novia —intervino el Duque, ignorando el sobresalto de la mujer. Y dirigiéndose a las tres intrusas continuó: —Señoras, permítanme presentarles a la señorita Joyous MacQuarrie. —¡Una escocesa! —balbuceó lady Agnes, tocándose la garganta como si esperase ver crecer una segunda cabeza en el cuello de la muchacha. Si no fuera por el Duque, Joy estuvo tentada de hacer crecer otra sobre el cuello de aquella metomentodo. Las tres mujeres retrocedieron horrorizadas: Joy las observó, preguntándose como habrían reaccionado si hubiesen sabido que era una bruja. Miró la nariz que lady Agnes mantenía levantada para poder mirarla desde lo alto, y pensó que habría podido hacer crecer un forúnculo, aunque podría ser uno pequeño. No tuvo tiempo dibujar la imagen en la mente, ya que el Duque le tomó la mano, se la puso debajo del brazo y la detuvo con la propia diciendo: —Si nos perdonan, señoras, tenemos un matrimonio del que debemos preocuparnos. —Dicho esto, dirigiéndose hacia la puerta con Joy, se detuvo entre las dos amigas de lady Agnes, que se apresuraron a retroceder como en presencia de la peste. El Duque, que superaba a las tres intrusas por lo menos en treinta centímetros, enderezó los hombros y dirigiéndose a Joy dijo: —Es un verdadero pecado, querida mía, que tus abuelos, el conde y la condesa, no puedan venir. —Joy oyó la respiración forzada de lady Agnes a sus espaldas. En aquel momento le pareció que su bellísimo Duque había crecido medio metro.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 7

La pequeña iglesia de granito negro, con sus torres altas y estrechas, estaba situada en el extremo septentrional de la villa de Cropsey. El sendero que conducía a las puertas de la capilla, estaba flanqueado a su vez por una valla de granito, cubierto de hiedra, blanca por la escarcha. La misma escarcha que se veía sobre la hierba circundante, sobre los árboles y sobre el tejado de la iglesia. Pero en el interior, donde brillaban las ventanas de vidrios trabajados al plomo y los bancos de nogal, los candelabros dorados y la fuente bautismal de mármol blanco y oro debajo del púlpito de caoba, el solo hielo visible era aquel de los ojos azules del novio cuando se dio vuelta y vio las no invitadas huéspedes. Charlando como garzas, las tres damas entraron en la iglesia, justo mientras el vicario iniciaba la ceremonia y se acomodaron en el primer banco. El vicario levantó el tono para poder ser escuchado por sobre la voz de lady Agnes. Las intrusas se calmaron justo mientras los novios intercambiaban los votos. El Duque colocó su anillo con el escudo en el dedo de Joy y le estrechó la mano para que no se fuera a caer. Ella lo miró, pero la expresión de su marido no revelaba emoción alguna. Al lado de su marido, con la cara roja por el beber, el conde Downe miraba a la novia con atención. Joy había notado que su mirada se posaba seguido sobre ella desde que el Duque había anunciado a los amigos que ella sería su Duquesa, que el matrimonio se habría efectuado en una hora y que ellos dos serían los testigos. —Lo que Dios ha unido, ningún hombre podrá deshacer. A sus espaldas, los novios escucharon un sollozo digno de Sarah Diddons, en la parte de lady Macbeth. El Duque se tensó y apretó la mandíbula. Incapaz de resistirse, Joy miró por sobre el hombro al grupito del primer banco. Lady Agnes lloraba en su pañuelito de encaje al lado de su marido, lady Eugenia y la señora Timmons miraban a Joy como para imprimirla en la mente. Joy se volvió justo, mientras el vicario, después de haberse congratulado con el Duque, se dirigió a ella. —Felicitaciones, Vuestra Gracia. Joy esperó que el marido diera las gracias, después de un largo silencio, lo miró. Él hizo un gesto hacia el vicario, que la miraba, esperando. El Duque le pasó la mano alrededor de los hombros y se inclinó hacia ella. —¿Scottish? Está hablando contigo. Ahora eres una Duquesa. Joy sintió como enrojecía. Bajó los ojos y murmuró: —Gracias. —¡Oh, que día maravilloso! —Lady Agnes se adelantó, pasó delante del vizconde y se detuvo cara a cara con Joy. —¡Qué pena, que vuestra familia no pueda estar aquí! ¿Quiénes son, querida? —Vuestra Gracia —la corrigió el Duque con tono glacial, manteniendo un brazo protector alrededor de los hombros de su esposa. Lady Agnes retrocedió un paso. —Oh, naturalmente. Perdóneme, Vuestra Gracia. Sé como pone nervioso un matrimonio, ¿Cierto, Henry querido? He casado a dos hijas. —Este matrimonio es privado. Puede salir por esa puerta —dijo el Duque, indicando la entrada de la iglesia. —Oh, no he nunca… —Es hora de irnos, querida. —Lord Henry puso una mano sobre la boca de su esposa y la empujó hacia la puerta.

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SAGAS Y SERIES Sólo después que la puerta se hubo cerrado detrás de ellos, el Duque se dirigió a Joy con una mirada más dulce. —Debemos firmar el registro. Luego te prometo que nos iremos lo más pronto posible. —¿Vuestra Gracia? —Alec. —Alec —repitió ella. El sonido de su nombre le hacía un extraño efecto. —Tómalo, tengo miedo de perderlo —le dijo, devolviéndole el anillo. Era tan ancho que parecía enorme en la pequeña palma de ella. —Veré de ofrecerte otro apenas sea posible —le aseguró él, colocándose el anillo en el dedo. Subieron los peldaños del altar y un eclesiástico le ofreció una pluma al Duque, que después de haber firmado el registro se la pasó a Joy. A la novia le temblaba la mano como un ramo de sauce al viento; respiró profundamente y escribió su propio nombre. Después el Duque le pasó la pluma a uno de los testigos. El vizconde firmó, se congratuló con Alec y ofreció los mejores parabienes a Joy. Seymour le gustaba. A pesar de su nerviosismo, tenía una mirada gentil y una sonrisa sincera. —Os ruego, Vuestra Gracia, llámeme Neil. Estoy seguro que pronto llegaremos a ser buenos amigos —dijo a la novia. —Gracias, milord. Os llamaré Neil, pero vos tendréis que llamarme Joy. —Seguramente es un nombre escogido por los dioses y muy apropiado. —le besó la mano y sonrió. Mientras el conde estaba bamboleándose encima del registro. —Sostén este condenado libro, Seymour. Los tres se giraron hacia Downe. Joy no lo habría creído posible, pero el conde estaba más ebrio que antes. Neil lo tomó de los hombros para mantenerlo en equilibrio. Downe apoyó el brazo enyesado sobre el libro y garabateó una firma transversal en media página. —Necesito beber. ¿Dónde está el brandy? —dijo cuando terminó, revisando su capa con la mano sana. —Ha terminado. —Neil lo ayudó a descender los pocos peldaños y a alcanzar la puerta lateral. —Espera. Belmore no puede abandonarnos aquí. —dijo el ebrio, parándose con los talones en la alfombra. —Ha alquilado caballos. Volveremos a Londres mañana en la mañana —Después se dirigió a Joy que estaba llegando con Alec. —Os deseo un buen viaje de novios. Las hadas os han elegido y ahora todo está en su lugar. Al destino no se huye. —¡Tengo una condenada necesidad de beber! —¡Tranquilízate, Downe! ¡Por el amor de Dios, estás en una iglesia! —¡Yo no creo en Dios! ¡La única cosa buena que ha creado es el brandy! —farfulló el conde, librándose del brazo de Seymour. Neil lo aferró de nuevo y lo ayudó a salir. —¿Siempre es así? —preguntó Joy. Alec la miró. —Sólo en el último tiempo. Las personas cambian. —Agregó. —Ven, nos aguarda el carruaje. Salieron y llegaron al vehículo. Henson abrió la portezuela y sacó la escalerilla. Belze aferrado a su espalda estaba masticándole mansamente un mechón de pelo. —Vuestra Gracia —dijo éste con naturalidad, como si fuese normal tener un armiño colgando como una sanguijuela. Joy le sacó de la espalda el animal y agradeció a Henson.

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SAGAS Y SERIES Henson se inclinó y ella lo miró. Tenía cabellos sueltos fuera de la cinta que antes tenía amarrados. Belze dormía plácidamente. El Duque impartió alguna orden, luego se acercó a Joy y el carruaje partió con los novios.

Después de cuatro largas y relativamente silenciosas horas, el vehículo disminuyó la marcha, después de una vuelta, atravesó una imponente verja vigilada por un guardia, para proseguir después a lo largo de una alameda, bordeada por majestuosos árboles seculares. Joy había observado su marido por una hora, sin tener el valor de preguntar si casi habían llegado. Después de la sexta vez, parecía irritado. Por lo tanto había aplastado la nariz contra el vidrio frío para mirar las casas y los rústicos cottage de paja de altos tejados en punta. Había visto fugazmente un riachuelo que tenía en sus orillas avellanos. Una nube negra de humo se levantaba de la tienda de un herrero. A través de la puerta abierta había visto, contra un viejo muro, un carro que se caía a pedazos. Los perros de la aldea habían ladrado a su paso. En el prado central algunos muchachitos habían dejado de jugar para observar tímidamente el carruaje. Desde que habían pasado la aldea había transcurrido casi una hora. Siempre mirando por la ventanilla, Joy creyó ver más allá de los árboles una extensión de agua cristalina. Movió la cabeza para ver mejor, pero el carruaje, después de haber sobrepasado un bache, atravesó una pequeña serie de rejas de hierro decoradas con el escudo ducal. Un momento después, delante de los atónitos ojos de Joy, apareció un gran edificio. El carruaje se detuvo delante de un alto portal con columnas, con peldaños de piedra calcárea color crema y un balcón de piedra tallada y arqueada hacia el exterior, como dos brazos abiertos en actitud de bienvenida. Al centro, una maciza puerta de encina. Cuando ésta se abrió, numerosos sirvientes en librea verde y oro descendieron los peldaños. “Pompa reservada a un monarca conquistador” pensó Joy desde la carroza, observando los camareros colocarse en fila a los lados de la escalera. Esperaba que sonaran trompetas. Luego su marido, el señor del castillo, descendió, le tomó la mano y la ayudó a hacer lo mismo. Había bastado aquel simple contacto para agitarle el corazón. —He aquí nuestra casa, Belmore Park. —Dijo el Duque con la voz llena de orgullo. La joven novia pensó que era la primera emoción que no trataba de esconder. Levantó la cabeza y quedó con la boca abierta, completamente desconcertada ante la magnificencia de su morada. Era un edificio de tres pisos, de piedra clara, y debía tener un centenar de ventanas por lo menos, todas bordeadas por columnas y con vidrios tratados con plomo, brillantes como diamantes. También el castillo de Duart tenía vidrios pero no eran como aquellos, y las ventanas eran pequeñas; en la torre donde ella había vivido, eran un poco más anchas que las arquerías. Joy se preguntó como sería esa casa en primavera iluminada por el sol; seguramente parecería como un hechizo, con millones de estrellas que brillaban en pleno día. —Es increíble —dijo mirando la fachada. —Ha sido edificada por sir John Thyne, después que la casa original fue destruida por un incendio. ¿Ves la balaustrada a lo largo del tejado? ¿Y aquellas estructuras de la cúpula y las chimeneas? ¿Y las bestias de piedra? Ella quedó fascinada por las cúpulas, los animales heráldicos, las extrañas chimeneas, los estrambóticos adornos que creaban una imagen extravagante de bailarines de hierro labrado que bailaban contra el cielo. —La construcción con los tejados en forma de cúpula son pequeñas salas para los banquetes y se pueden usar para las fiestas. El panorama es muy agradable. Ella lo miró atónita. ¿Agradable? Estaba lista a apostar que desde aquel tejado se habría podido ver Escocia.

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SAGAS Y SERIES El Duque la guió a través de la escalera rodeada por los sirvientes inmóviles hacia la entrada de la casa. Cada vez más desconcertada, Joy admiró el amplio pavimento de mármol en ajedrez, la escalinata, la galería con baranda de metal dorado y finamente trabajada. Observó las columnas decoradas con estuco que subían hasta un cielorraso pintado y rodeado por otras decoraciones estucadas y por altas ventanas. La voz de Alec dijo: —El personal está esperando. Joy se dio vuelta y vio en el centro del amplio vestíbulo un gran número de servidores, a ella le parecieron un centenar, que esperaban ofrecer sus parabienes a su señor. Presa de pánico miró a su marido, el cuál parecía completamente indiferente al hecho de tener que presentarle a un centenar de personas. ¿Ella, que no lograba siquiera recordar las fórmulas de los hechizos, tendría qué recordar todos sus nombres? ¿En qué lío se había metido esta vez? Y sin usar la magia. —¡Oh, Dios mío! ¿Cómo haré para recordar todos sus nombres? —¿Los nombres? Son sirvientes. Trabajan para mí. No necesitas saber cómo se llaman. —Por cierto que debo saberlo. Son personas. —Es verdad, pero antes que todo son sirvientes. —Ah, entiendo —contestó ella, si bien no entendía para nada. Le parecía injusto pensar en ellos como sirvientes y no como seres humanos. Cambió la pregunta, esperando que él comprendiese. —¿Ya han nacido con esa… posición? —En verdad, alguno si. Es un honor trabajar para el Duque de Belmore. Están bien pagados y gozan del prestigio de poder decir que trabajan en Belmore. —¿Y cómo lo hago si necesito hablar con uno de ellos? ¿Tengo que decir: “Hey, tu?” O bien : “¿Hey, siervo?”. —No pudo dejar de murmurar: —¿O esclavo? Él replicó. —No seas ridícula. Les preguntas cómo se llaman y les dices a ellos lo que deben hacer. Joy suspiró y se mordió el labio. Temía haberlo contrariado. Siguió a su marido que se había colocado al inicio de la fila. Antes de llegar le aferró el brazo y murmuró: —¿Es parte de mis deberes de Duquesa? quiero decir, ¿debo hacer funcionar yo toda la casa? —Hay un ama de llaves. La señora Watley. Ella y Townsend, el mayordomo, administran la casa. El suspiro de alivio de Joy fue tan fuerte que habría podido resquebrajar las escenas del fresco del techo. —Ven, debes conocer a la señora Watley y a Tonwnsend primeramente. Están en el lugar de honor al frente de la fila. El alivio de Joy duró poco. Había un rígido protocolo que respetar; estaba segura que había sido seguido por generaciones de Belmore. —Os presento a mi esposa, la Duquesa de Belmore. Joy, esta es la señora Watley. El ama de llaves era alta, medía más de un metro ochenta, tenía el aspecto de quien tiene problemas estomacales. Se irguió como un militar y sus labios se pusieron más delgados que antes, cosa que Joy no habría podido creer posible, sin embargo bajó los ojos sobre la nueva Duquesa y la miró como si la encontrase inadecuada. —Y este es Townsend. El mayordomo parecía un lord, un conde o tal vez un marqués. Tenía cabellos blancos y rasgos patricios, vestía un traje oscuro, camisa blanca impecable y parecía estar vestido por un experto valet. El hombre la miró por un momento, hizo un gesto con la cabeza, y luego miró hacia un punto lejano. Lentamente, Joy y el Duque recorrieron la larga fila, con el mayordomo y el ama de llaves que presentaban a cada uno de los siervos. Joy trató de memorizar los nombres y rasgos, pero la sola persona que estaba segura de recordar era la pequeña morenita de

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SAGAS Y SERIES nombre Polly, de sonrisa deliciosa. Ella y la cocinera eran las únicas dos que habían osado mirarla con un esbozo de sonrisa. —La señora Watley te acompañará a tus aposentos, donde podrás reposar hasta la hora de la cena. —Dada la orden, Alec se dio vuelta e hizo ademán de alejarse. —¿Alec? ¿Dónde vas? El Duque se detuvo para mirar a su esposa. Por su cara pareció que ella le hubiese pedido la última gota de sangre. Después de un momento de reflexión, se dignó responder: —Tengo que ver mi administración. He estado en Londres dos meses y he descuidado mis negocios acá. —Oh. —Insegura e incómoda, Joy observó su marido como se alejaba abandonándola en las garras de la austera ama de llaves. —Si Vuestra Gracia quiere seguirme, la acompaño a sus aposentos. —La mujer dio la orden con la misma seguridad de recibir obediencia usada por Alec. Y su tono no dejaba alternativa de consentimiento. Joy sacudió apenas los hombros y siguió a la señora Watley a lo largo de la amplia escalinata. Las dos mujeres atravesaron una galería que parecía no tener fin, llena de retratos al óleo probablemente de todos los Castlemaine que habían vivido. Otras tres vueltas, otros dos corredores, cinco o seis curvas y finalmente llegó a un corredor ancho, el doble de los otros, sobre el cual se abrían varias puertas doradas. Más adelante, Joy levantó los ojos hacia el techo cuyos dibujos de estuco reproducían acá y allá el escudo del Duque, similares a los de la alfombra; Techo Belmore, alfombra Belmore. La señora Watley se detuvo de pronto, sacó una llave de los numerosos llaveros colgando de su cintura y abrió una puerta. —Vuestra habitación, Vuestra Gracia. Entraron en una amplia habitación con paredes decoradas con paneles tallados con motivos de hojas doradas. Tratando de no estar con la boca abierta, Joy se sacó el sombrero y lo mantuvo colgando de su brazo. No podía creer que todo fuera verdad. Detrás de un sillón, delante de la chimenea, había un bellísimo escritorio. La chimenea, que ocupaba la mitad de la pared, era de mármol rosa esculpido con figuras romanas. En la habitación todo era rosa y oro, incluso la cama y el alto cortinaje de brocado, mantenido abierto por gruesos cordones de seda y gruesas borlas. Joy miró el techo más allá del dosel. Estaba pintado. —Y esto es el vestidor —dijo el ama de llaves empujando un panel de la pared para mostrar una habitación llena de espejos. —Al fondo está el baño. Joy tiró el sombrero encima de una silla y siguió a la mujer. Toda la habitación de baño era de mármol rosa claro: piso, paredes lavabos, incluso la tina empotrada en el piso como una piscina romana. La señora Watley abrió otra puerta. Su cara delgada y dura como el mármol del baño. —Este es el water. Es un Bramah. —La puerta se cerró antes que Joy pudiese ver el interior. La mujer volvió a la habitación y se volvió mirando de arriba abajo a la nueva Duquesa que la había seguido. —Mandaré alguien con vuestras cosas, Vuestra Gracia, y una camarera os ayudará con el baño. —Miró un pequeño reloj que llevaba al cuello y concluyó: —La cena será servida a las nueve, como de costumbre. Todavía faltan muchas horas. Vuestra Gracia deseara de seguro reposar. Joy parpadeó, sorprendida, luego se dio cuenta que a pesar de tener veintiún años y ser una Duquesa; pensó que sería llamada Vuestra Gracia hasta la muerte, le acababan de ordenar que hiciera una siestita.

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SAGAS Y SERIES —¿Vuestra Gracia desea otra cosa? Joy sacudió la cabeza. El ama de llaves abrió la puerta y se detuvo: —Su gracia ama la puntualidad. Se cena a las nueve exactas. Tradición de Belmore. —Dada esta orden o advertencia, la mujer cerró la puerta a sus espaldas. Joy respiró largamente y giró varias veces sobre sí misma observando cada detalle de la habitación. Luego, aturdida por la excitación, se sentó en la cama dando dos o tres saltos para probar cuan mullido era el colchón. —¡Dios mío! —murmuró, y rió. En ese momento alguien tocó la puerta. —Adelante —dijo. Bajando de la cama, pero se le quebró la voz arruinando la tentativa de aparecer regia. Entró Henson con Belze pegado a la espalda. —Vuestro animalito, Vuestra Gracia. Joy corrió a la puerta y sacó el armiño de la espalda del pobrecito cuya coleta de nuevo estaba desordenada; la cinta dorada había sido masticada y completamente destruida. Agradeció al sirviente y después que puso el roedor en el suelo, Henson anunció: —La camarera de Vuestra Gracia —y se hizo a un lado para dejar pasar una nerviosa Polly, que trató de hacer una reverencia con los brazos cargados de ropa y de controlar su radiante sonrisa al mismo tiempo. No tuvo éxito con ninguna de las dos cosas y dejó caer los paños en el piso. Con un pequeño ruido de desaprobación, Henson cerró la puerta a sus espaldas. —La señora Watley ha dicho que yo seré la camarera de Vuestra Gracia, hasta que no contratará otra persona más experta. —Polly recogió la bata y otras ropas, las puso sobre una silla y se colocó delante de Joy. Tenía las manos apretadas delante de sí, nerviosa. Joy miró la cabeza inclinada de Polly. —¿Has sido camarera personal de alguien? —He ayudado cuando ha habido huéspedes e Belmore y mi tía era camarera personal de la madre de su gracia, Vuestra Gracia. —Quisiera que hicieras una cosa por mi, Polly. —¿Si, Vuestra Gracia? —preguntó la muchacha preocupada. —Quisiera que dejaras de llamarme Vuestra Gracia, por lo menos cuando estamos solas. La sonrisa radiante volvió en la cara de Polly. —Sí, madame. Joy esbozó una sonrisa. —Y no tengo necesidad de alguien con más experiencia. Más tranquila, la camarera preguntó: —¿Quiere un baño? Mientras puedo limpiar vuestros vestidos. Su gracia ha dicho a la señora Watley que os han robado el equipaje. ¡Qué cosa horrible, señora! ¿Fueron los bandidos? —No. —Menos mal. He leído un libro que hablaba de una pobre señora que después que le robaron, fue raptada por los bandidos para obtener rescate. —¿Qué libro era? —Un libro que estaba leyendo la cocinera. —Debe haber sido interesante. Me gustaría leerlo. ¿Crees que la cocinera todavía lo tenga? —Creo que si. Veré de buscarlo, pero si no lo logro, tengo otros tres. Y ahora la cocinera está leyendo una que habla de un Duque. —Creo que este me gustaría. —Joy rió y también Polly. Después de un minuto, la camarera recogió de la silla la ropa que había traído.

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SAGAS Y SERIES —La modista vendrá mañana pero la señora Watley me ha dicho que le trajera esto — dijo mostrando la bata de noche y la camisa de dormir. —Está buscando algo que podáis poneros para la cena. Joy sabía que podía haber hecho aparecer algo con un poco de habilidad, dado que obtener vestidos era uno de sus puntos fuertes. ¿Pero cómo habría explicado la procedencia? Miró el vestido que tenía puesto. —Si pudieses limpiar éste, me lo podría colocar para la cena. —Oh, no, madame. La cena es formal. Y en el armario hay tantos trajes que se podría vestir toda la región. Sin embargo ya que ésta es vuestra noche de bodas… —Polly enrojeció, lanzó una tímida mirada a la patrona y desapareció en el vestidor. Joy la siguió sacándose la ropa mientras pensaba en las palabras de la muchacha. Su noche de bodas con Alec. El pensamiento le puso la piel de gallina. Mientras se ponía la bata pensó en lo que significaba. Se demoró sólo unos minuto antes de darse cuenta que Alec la besaría de nuevo. Rió, se abrazó y cerró los ojos soñadores. Alec haría el amor con ella. Hacer el amor. Que extraña expresión.¿El acto implicaba también emoción? Lo esperaba, esperaba que el amor crecería entre ellos, si ella lo hubiese querido. Quería ser amada. Quería que Alec sintiera por ella lo que ella probaba cada vez que él estaba cerca. Quería que él sintiese necesidad de besarla, como ella lo sentía; quería significar algo para él. Quería llenarlo de magia, de amor y de sonrisas, así no tendría que esconder sus propias emociones. PollY reapareció. —He preparado el baño, madame. Ahora voy a limpiar estas cosas y a buscar el vestido para la cena.¿Necesita otra cosa, madame? —No, gracias. La muchacha cerró la puerta a sus espaldas y Joy estaba por sacarse la bata cuando vió reflejada en un espejo otra puerta. Se acercó. La manilla, como todas las demás, tenía el escudo ducal. Se preguntó que sería un Bramah. Entró en la pequeña habitación. Vio un asiento, cuyo uso era obvio. Estaba colocado sobre una gran taza de porcelana sobre el cual estaban pintadas rosas rosa, iris violeta y pájaros volando. Joy imaginó ver el acostumbrado foso negro como aquel presente en el viejo guardarropa del castillo de Duart. Pero aquella gran taza contenía agua en el fondo. Perpleja, siguió con la mirada un tubo de bronce que se unía con otro contenedor pintado, sobre su cabeza. Tenía un mango, también de bronce, el único que hubiese visto sin el escudo, que parecía esperar ser tirado. Y ella lo hizo. —¡Oh, Dios mío! —Un chaparrón de agua se arremolinaba en la taza con el fragor de las olas que estallan sobre las rocas. El agua continuó remolineandoe por algún segundo y después, desapareció en el foso con un gemido lúgubre. Y volvió el silencio. Joy se cubrió la boca con la mano y rió. Tiró de nuevo el mango y observó encantada la actividad del Bramah. Después de diez minutos y doce exhibiciones del Bramah, Joy dejó caer la bata y se sumió en la tina de baño. El agua estaba caliente y le parecía estar en el paraíso. Vio sobre la pared dos grifos con un rótulo escrito: CALIENTE y FRÍA. Los abrió e inmediatamente entendió su función. Se sacó las pinzas del cabello, e hizo caer agua sobre la cabeza. Ni en sus sueños más fantásticos habría imaginado tal delicia. Después de pocos minutos se extendió y se relajó completamente. Cerró los ojos, dejando que el agua mojase su rostro, imaginando que la caricia fuera provocada por los labios de Alec. Dos minutos después se levantó de un salto para sentarse y agrandó los ojos recordando de algo que tenía que hacer aquella tarde. Durante su noche de bodas, debía absolutamente decir a Alec que era una bruja. La perspectiva era más terrible que una maldición. Por más que temiese aquel momento, sabía

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SAGAS Y SERIES que debía enfrentarlo antes que llegasen a ser íntimos. No podía iniciar el matrimonio con una mentira.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 8

Joy llegaba tarde. Corrió a lo largo de otro corredor infinito y oyó un reloj dar el cuarto. Dondequiera que fuese encontraba otra puerta dorada y otro corredor larguísimo. Según Polly, el comedor habría debido encontrarse en el primer piso, y Joy estaba segura de haber salido de su habitación con tiempo. —En este lugar hay por lo menos un centenar de camareros y no he encontrado ninguno —le dijo al gran retrato de un antipático Castlemaine. —¿Dónde se han escondido? —El retrato era tan locuaz como su marido. Joy giró detrás de una esquina y se encontró delante de otro larguísimo corredor vacío. Un cruel reloj sonó de nuevo. Ahora llevaba un retraso de media hora. Presa del pánico, levantó la pesada falda roja y oro que le había llevado Polly y se puso a correr como una loca hasta el fondo. Miró en ambas direcciones. Vio largos corredores. Recordó las palabras de la señora Watley: “Su gracia ama la puntualidad. Se cena a las nueve en punto. Tradición de Belmore”. Llegaba con retrasoada, y estaba segura que para los Belmore se consideraría tan escandaloso como robar la platería. Pero por encima de todo, no era el mejor modo para iniciar el matrimonio, especialmente cuando necesitaba preparar a su marido para la confesión que le haría. Miró el reloj. Las manecillas no mentían. Se mordió el labio inferior y de pronto una idea le iluminó la mirada. Cerró los ojos para concentrarse, respiró profundo. Indicó el reloj y recitó: —Dioses, mi rima escuchad, antes de las nueve los relojes atrasad —movió el dedo que tenía apuntando el reloj y los minuteros lo siguieron hasta que marcaron dos minutos antes de las nueve. Joy sonrió, ¡Lo había logrado! Orgullosa de sí, miró los corredores y se dijo que era el momento de hacer otro poco de magia. Levantó la barbilla, cerró los ojos y trató de imaginar el comedor. Pero como no conocía el comedor del Duque, se concentró en la comida que imaginaba habría sido servida: Pollys y patos asados, roast beef y pan fresco, fruta, gelatinas y platos de exquisiteces tan deliciosas que hacían rugir su estómago. —¡Hechizo, hazme llegar certera, donde la comida me espera! Después de un momento abrió los ojos. Del techo colgaban por medio de gruesos ganchos, cuartos de buey y aves sin plumas, envueltos con protectores paños salados. Aquella no era el comedor. Un viento helado la alcanzó. Temblando, apoyó una mano en la pared y la retiró de inmediato. Estaba en una heladera. Parpadeó varias veces, confundida. Las paredes eran bloques de hielo cubiertos por tela de saco. Caminando lentamente encontró una puerta de madera, la abrió y se encontró con otra habitación oscura y húmeda; tropezó con un saco de cebollas y terminó sobre una montaña de patatas. Para enderezarse, se aferró a unos atados de espárragos que se rompieron de inmediato. Los tiró lejos y logró ponerse de rodillas. La habitación olía a mar, pescado seco y verduras todavía plantadas en la tierra. Se dio cuenta que se encontraba en una despensa; pero deduzco que se encontraba, por lo menos, en el piso correcto. La puerta estaba entreabierta. Oyó el ruido de actividad enfervorizada al otro lado. Joy se restregó las manos para limpiarlas un poco. “Al menos podré preguntar a alguien la dirección” pensó. Entró en la cocina y se detuvo. Los aromas eran paradisíacos. Sin ser notada, observó los preparativos para una comida que nunca se había imaginado. A menos de dos metros de ella, sobre una tabla una mujer amasaba. —Perdone —dijo Joy.

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SAGAS Y SERIES La mujer apenas giró la cabeza y se tensó completamente, a excepción de los ojos que parecían que se le iban a salir de las órbitas. Después con la masa en la mano, se dio vuelta y se sumió en una profunda reverencia. —¡Vuestra Gracia! En menos de tres segundos en la cocina caló el silencio, a parte del ruido que hacía el aceite de las comidas que se estaban friendo. Los ojos atónitos de todos los sirvientes estaban fijos sobre Joy. —Creo haberme un poquito… perdido y quisiera… Una enorme doble puerta se abrió de par en par y los dos batientes golpearon contra las paredes de la cocina. Henson, habitualmente impasible, se precipitó dentro. —¡Tenemos un caos! —anunció agitadísimo. —¡Hemos perdido la nueva Duquesa! —Todos los sirvientes tenían los ojos fijos sobre un punto solitario de la cocina. El hombre siguió sus miradas. Joy levantó la mano y movió los l los dedos con un tímido saludo. —¡Vuestra Gracia! Ella miró su cabeza doblada hacia delante. —Temo que me he perdido.¿Quiere indicarme el comedor, por favor? El hombre se enderezó, nuevamente impasible. —Naturalmente. Si Vuestra Gracia quiere seguirme. Joy le siguió atravesando la cocina silenciosa, con todos los ojos fijos encima de ella. Alrededor de un minuto después, al final de un largo corredor, Henson abrió otra doble puerta y anunció: —Su gracia la Duquesa de Belmore. Joy suspiró profundamente, alzó la cabeza y entró en el comedor, donde vio una fila de siervos con librea, además de Townsend y del ama de llaves que estaban hablando con el Duque. Ante el anuncio del mayordomo se callaron y se volvieron hacia la Duquesa. En sus rostros la desaprobación era evidente. La fila de sirvientes se abrió como el mar Rojo. Alec, bello como siempre, vestía un traje negro y una corbata blanca. Tenía un aspecto verdaderamente autoritario, pero era como agua para los ojos sedientos de Joy, que cometió el error de mirarlo a la cara... y por poco no se desmayó. La expresión de su marido era dura y no escondía la reprobación. El reloj de bronce dorado sobre la repisa de la chimenea escogió ese momento para sonar el cuarto de hora, gracias a la magia. Alec se puso ceñudo y lo miró. —Aquel reloj no funciona. Háganlo reparar. —Si, Vuestra Gracia. —La señora Watley tomó el reloj y se dirigió a la puerta. Dirigiéndose a Joy, el Duque dijo: —Estás atrasada. —Me he perdido. Él se le acercó y le ofreció el brazo, pero ella habría dado la vida para ser reconfortada con una sonrisa. —Enviaré a Henson para que te enseñe el camino. Joy no pudo siquiera mirarlo a los ojos de tan temerosa como estava, mientras mordía su labio inferior. Después de un minuto de tensión, durante el cual ella sintió sobre sí misma la mirada de él, su marido dijo con dulzura: —Supongo, Scottish, que este te parecerá un lugar viejo y lúgubre. Se había excusado. Ella soltó la respiración que había retenido en la garganta y le sonrió. Estaba perdonada. —Con el tiempo aprenderás a moverte por la casa. En breve tiempo, espero. La guió hacia el centro de la sala, le ofreció una silla en una de las cabeceras de la monstruosa mesa alrededor de la cual podrían sentarse cómodamente todos los sirvientes.

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SAGAS Y SERIES Joy se acomodó, creyendo que él se sentaría a su lado, más no pudo esconder el estupor cuando lo vio caminar hasta el lado opuesto de la mesa y sentarse allá. Era lo que en Escocia llamaban “distancia de mugido”. A un gesto de la mano del Duque, o por lo menos ella lo imaginó, no siendo posible verlo claramente sin un par de prismáticos, una flota de camareros se acercó a un largo aparador y empezó a servir el primer plato. La comida, contenida en pesados platos de plata con un diseño exquisito, fue servida. Cada una más elaborada que la otra; pato asado puesto en una bandeja con mangos de plata con forma de patos salvajes en vuelo, ancas de cordero en un plato con forma de cabeza de cabra y mangos imitando los cuernos, espárragos en salsa de limón con castañas en tajadas sobre una bandeja rodeada de verduras de la estación. El diseño de cada recipiente estaba de acuerdo a la comida que contenía. De los siete tenedores, tres cuchillos y cuatro cucharas, sólo uno, una cucharita puesta al frente del plato de porcelana con el escudo de Belmore, no tenía la corona ducal, porque el mango estaba formado por los dos halcones del escudo. Al inicio de la cena había mirado la platería sin saber cual cubierto usar primero, pero después de un momento de indecisión, la mano enguantada de Henson le ofreció el primer tenedor de la izquierda. —Gracias —había murmurado ella y había comenzado a cenar. A cada nuevo plato había logrado, con una pequeña ayuda de parte de Henson, moverse con desenvoltura entre los cubiertos de izquierda a derecha. No obstante, notaba cierta incomodidad y se sentía muy, pero muy sola, a pesar de los quince camareros, Alec, Tonwsend y Henson. Todo era magnífico pero frío y rígido, porque no había agrado, ninguna risa, nada de música, nada excepto el esporádico ruido de una cuchara contra una bandeja de plata de inestimable valor, o el tintineo de un tenedor o un cuchillo contra la porcelana. Joy miró fijo un candelabro sobre la mesa. Si se hubiera corrido un poquito, habría podido ver a Alec. Dio una rápida mirada a los camareros alineados contra el aparador, con las miradas hacia delante como estatuas, se dio cuenta que tenía el campo libre. Levantó la servilleta como para secarse los labios pero solo la usó para esconder la mano. Chasqueó los dedos, apuntó el índice y el candelabro se deslizó hacia el borde de la mesa. Joy escondió la sonrisa detrás de la servilleta. Ahora podía ver a Alec en lugar de las velas. Mientras se llevaba el tenedor a la boca él la miró y sus ojos se encontraron. También a esa distancia, ella sintió encenderse en el pecho una chispa, como si hubiera tragado una estrella. La sensación de temor y excitación juntas aumentó, llegando a ser aún más fuerte, y era tan irresistible que no habría podido sofocarla ni con la magia. Y tampoco quería hacerlo. Alec masticó lentamente. Tenía los ojos todavía fijos sobre su rostro y Joy tuvo la sensación que la intensidad de su mirada no tenía nada que ver con la degustación de los alimentos. Le miró la boca y ella, lentamente, levantó el vaso de agua y bebió, sin interrumpir el contacto. El agua le hizo bien a la garganta. Entrecerró los labios y sostuvo la mirada sobre los labios del Duque, aquellos mismos labios que la habían besado de una manera tan íntima que le hicieron olvidar todo menos el roce y sabor de él. La respiración y los latidos de su corazón se le aceleraron como si hubiese hecho una larga carrera. Alec posó el tenedor, bebió un sorbo de vino y lo degustó como había hecho con la boca y el cuello de ella. El tiempo pareció detenerse y de los besos no quedó más que el recuerdo. Un momento después el mayordomo, rígido, y con la mirada fija adelante como de costumbre, dio unos pasos y se detuvo dirigiendo su atención hacia el candelabro. Frunció las cejas y meneó la cabeza en forma casi imperceptible, dejó la bandeja sobre la mesa y colocó de nuevo el candelabro en su lugar. Joy estaba por repetir el hechizo cuando vio cuatro camareros retirar los platos de la mesa. Pensando que la paciencia es una virtud, esperó y trató de darle una miradita a su marido, inclinándose levemente por sobre el brazo de la silla. Alargando el cuello podía ver la mano morena de él sobre la copa de vino.

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SAGAS Y SERIES —¿Budín? Joy se sobresaltó al sonido de la voz de Henson, luego contestó que sí y esperó que el camarero le indicase cual cubierto tenía que usar. El hombre puso la cucharita con el mango que reproducía el escudo. Joy murmuró agradeciendo y comenzó a degustar el postre en espera de tener el campo libre. Después que, fingiendo tener en la mano el pie de la copa, hizo chasquear despacio los dedos. Las velas retornaron al borde de la mesa y ella de nuevo tuvo la completa visión de su marido. Pero Townsend empleó solo un momento para recolocar las cosas en su lugar. Joy esperó que el hombre estuviera ocupado con sus deberes para repetir su hechizo. Esta vez, el candelabro se deslizó con la velocidad de un rayo más allá del borde de la mesa. —¡Oh, divina bondad! Era increíble cuan inflamable podía ser una alfombra tan valiosa. Y lo era también la velocidad con que el humo podía llenar una enorme sala con un techo alto una decena de metros, para no hablar de la velocidad con que una quincena de camareros lograron sofocar el incendio. Alec se encontró a su lado todavía antes que ella se levantase y la empujó hacia la puerta mientras los sirvientes lanzaban ollas de agua sobre la alfombra. A pesar del humo, el fuego fue sofocado en pocos minutos. Alec se dirigió a ella con el rostro impasible de siempre: —Es mejor que tú subas a tu dormitorio. Henson te enseñará el camino. Yo iré en un momento. Ella fijó la mirada en sus oscuros ojos, buscando algo con lo que soñar. Advirtió un relámpago de deseo, de necesidad. Alec le rozó los labios con un dedo y Joy sintió que la boca se le secaba; se dio vuelta de prisa y siguió a Henson hacia la escalera., preguntándose qué es lo que habría dicho Alec una vez que supiera a quien había tomado por esposa.

El Duque se estaba haciendo afeitar. Estaba sentado en la silla de su baño personal y su ayuda de cámara Robert le retiraba la espuma del rostro. En el dormitorio el reloj dio la hora. Pocos minutos después el del salón dio la media hora, después se escuchó en la sala de estar el cuarto de hora. Ales sacó su reloj de bolsillo que señalaba los tres cuartos de hora. —¿Qué diablos de hora es? Robert controló su propio reloj. —Las once cuarenta, Vuestra Gracia. —Advierte que ajusten la hora a todos los relojes. El ayuda cámara asintió, tomó una larga bata de terciopelo verde ribeteada de oro con la corona en un bolsillo y la mantuvo abierta para el Duque. Alec se la puso, acomodó la cintura y se dirigió al saloncito, tomó la pipa de su lugar sobre la repisa de la chimenea de mármol verde oscuro, la preparó y permaneció al lado del fuego, fumando y mirando las llamas. Se sentía tenso. Se acercó al mueble donde estaban los licores y se sirvió un poco de brandy, después se sentó delante del fuego. Sintió el Bramah en el baño de su esposa vaciarse varias veces seguidas. Después del quinto vaciado miró la pared divisoria con la frente fruncida. Después se acordó que cada vez que la había mirado durante la cena, ella había tenido la copa en los labios, labios que surgían en sus pensamientos más seguido de lo debido. Como el rostro, y el resto, que le había detenido la digestión y no se había alejado de su mente más de unos pocos minutos durante aquel día.

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SAGAS Y SERIES No recordaba que una mujer hubiera permanecido nunca en sus pensamientos después que la había dejado, pero Joy lo había logrado. Bebió un largo sorbo de brandy. No creía en las tonterías de Seymour sobre la predestinación, sin embargo, encontraba desconcertantes los acontecimientos de aquel día. Estaba convencido que casarse con la muchacha era el modo más fácil y menos aburrido de procurarse una esposa. Después de todo había pasado largos meses siguiendo los caprichos de la alta sociedad cortejando a Juliet, y ella lo había guiado en aquella alegre pantomima para después huir con un militar. Por más que se esforzase le costaba muchísimo recordar el rostro de Juliet. En cambio continuaba viendo a su Scottish en la posada. Tomó otro sorbo de coñac y miró fijo al fuego, que tomó la forma de un pequeño rostro impertinente con grandes ojos verde esmeralda, cutis claro y labios llenos… —¿Necesita algo más, Vuestra Gracia? Alec miró a Robert, luego meneó la cabeza tratando de llevar un poco de sentido común a su mente generalmente racional. —No, gracias, Robert. —La puerta de la habitación se cerró. El Duque dejo la pipa mientras reflexionaba sobre la familia de ella y renovó la convicción de haber hecho la cosa justa. Se levantó, con el recuerdo de la boca de Joy y se dirigió hacia la puerta de comunicación.

“Soy una bruja”. No, no era justo. Con las manos detrás de la espalda, Joy recorrió la circunferencia de la pequeña alfombra delante de la chimenea esquivando a Belze que dormía al lado del fuego. Después de una breve reflexión se detuvo e hizo ondular una mano en el aire como para borrar una frase hecha con anterioridad y pensó en decir: “Tengo un pequeño secreto”. Después sacudió la cabeza. Tampoco así estaba bien. Se dejó caer en un sillón con un suspiro de derrota. Con la barbilla en una mano y el codo sobre el brazo del sillón miró a Belze, que se puso a roncar justo en el momento que el reloj daba las dos. Ella levantó la cabeza pensando que no podía ser más allá de la medianoche. Los minuteros del reloj de bronce comenzaron a girar como veletas en una noche de tempestad. —¡Oh, detente! —dijo en tono indignado. El resorte apareció desde el cuadrante del reloj con un ruido discordante. De improviso el fuego se levantó y las llamas se pusieron a danzar como incitadas por un fuelle. Joy sintió una puerta cerrarse y se dio la vuelta. En medio de la habitación estaba Alec. Ella se levantó, pero ninguno de los dos dijo una palabra. En la lejanía se oyó al fuego crepitar y chisporretear. Belze silbó. El corazón de Joy latió fuerte. Alec contrajo la mandíbula. El reloj tintineó. La mirada del Duque dejó la de Joy para posarse sobre el reloj. —¿Qué diablos está sucediendo con los relojes en esta casa? —Con tres largos pasos se acercó al objeto de su indignación. Joy retrocedió de modo que el sillón la separase de su marido. Aferró los brazos del sillón y dijo: —Es de esto que quería hablarle. Él se dio vuelta. —¿De los relojes? No he venido aqui a hablar de relojes —replicó acercándose. —Debido que has tocado el argumento pensaba de…. —Olvida todo. Esta es nuestra noche de bodas. —Lo sé, pero hay algo que debes saber.

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SAGAS Y SERIES —Suéltate los cabellos. —Bien, si es lo que quieres…. —Scottish… Ssu voz cargada de magia pronunció su nombre en un murmullo. Joy comenzó a sacarse las horquillas. Alec la miraba fijamente con una expresión muy cercana al placer en los ojos azul oscuro. Los cabellos cayeron sobre la espalda. Levantó las manos pero Alec, detrás de ella, las detuvo con las suyas. —Déjame hacer a mí. —Joy oyó su voz justo encima de su cabeza; estaba tan cerca que sintió su aliento en sus cabellos, luego sintió sus manos, como el toque gentil de un peine. Él le atrajo la cabeza contra el hombro y la miró a la cara. La besó. Le tenía una mano entre la espesa cabellera y con la otra le acariciaba el cuello y la mejilla; el roce era leve como un copo de nieve. Le rozó los labios con la lengua y ella los abrió, aceptando el beso con la misma inexorable necesidad y placer con que su corazón le había aceptado a él. Un residuo de racionalidad le sugirió: “Díselo, díselo….” pero él la hizo girar sin dejar la boca y Joy le lanzó los brazos al cuello. Lentamente, Alec desplazó los labios sobre las mejillas, sobre el cuello y la oreja de su esposa. —Oh, Dios, Scottish, cómo te deseo. —La levantó contra si mismo acariciándole la oreja con la punta de la lengua. —Tengo que decirte algo —murmuró Joy entre uno y otro beso maravilloso. —Dime lo que quieras, pero deja que te toque —murmuró, cubriéndole un seno con la mano. —Yo soy una bruja.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 9

—Puedes ser todo lo que quieras con tal que estés en esa cama. —Con los labios sobre los de ella la guió hacia el tálamo, se colocó encima con una rodilla y la hizo recostar. Le sostenía las manos todavía en el fondo de la espalda, de tal forma que el cuerpo de ella estaba arqueado contra el suyo. Le dejó la boca. Joy le empujó hacia atrás los hombros para alejarlo. —Escúchame, Alec, te ruego….. Alec le besó un seno a través de la seda de la bata. Ella gimió, le tomó entre las manos la cabeza para rechazarlo, pero no logró hacerlo. Con una mano él le levantó el vestido. Joy sintió la caricia en el interior de sus muslos; se sobresaltó y la rechazó. Él levantó la cabeza, ceñudo. Joy logró escabullirse y arrodillarse sobre una de las almohadas; jadeaba. —Soy una bruja, una bruja verdadera. Alec la miró, el rostro oscuro. Todavía inclinado sobre la cama, las manos en el colchón, no despegó la mirada, intensa y ardiente de ella. Con pasión y rabia dijo: —No es el momento de bromear, esposa. —No es una broma —murmuró Joy, con emoción en su voz. —Soy una verdadera bruja escocesa que hace hechizos. —No dudo que tu parte escocesa esté convencida de ser una bruja. —¡Alec, no soy estúpida, es cierto! —Pero él no la creía. Joy miró alrededor en busca de algo para convencerlo. Vio el reloj roto y levantó la mano diciendo: —Mira. —Apuntó al reloj sobre la repisa de la chimenea y recalcó: —Resorte desmontado, vuelve adonde has saltado El reloj tintineó pero no sucedió nada. Alec meneó la cabeza y se acercó a la chimenea, luego se frotó la frente y miró a su esposa con expresión más amable y más paciente. —Tal vez deberíamos hacer las cosas con más calma. Tú eres joven e ingenua, y entiendo. Comenzó a caminar alrededor de la cama. —Solo estás asustada, pero…. —¡No estoy asustada! ¡Yo soy una bruja! —Joy bajó de la cama y esquivando su marido se detuvo lejos de él con la barbilla levantada en una actitud de desafío. Decidida, y un poquito desesperada, usando esta vez ambas manos pronunció: —Cree, te ruego, en mi magia, repárate reloj y sálvame con gracia. Por un momento en los ojos de Joy apareció la esperanza, después la sorpresa y luego el reloj. Sonrió e indicó la repisa de la chimenea: —Ya está. ¿Viste? El Duque dio una breve mirada al lugar indicado y giró la cabeza... pero luego la volvió a girar tan rápido que le provocó vértigo. Alec se acercó al reloj y después de un momento de silencio alargó una mano, pero tuvo un momento de vacilación, como si temiese ser mordido. Después, con extrema cautela tocó el vidrio. —Estaba roto —dijo, presionando contra la palma. Después miró a su esposa con expresión maravillada, perpleja. —¿Ahora me crees? —Joy cruzó los brazos sobre el pecho. —¿Cómo lo has hecho? —Magia. Él apretó los labios y arrugó la frente. —Tal cosa no existe.

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SAGAS Y SERIES —Mi tía siempre ha sostenido que los ingleses tienen la cabeza dura —refunfuñó ella, mirando alrededor para buscar otra prueba para presentar a su marido. La chimenea le dio una idea. —Aléjate del fuego —le dijo. Él obedeció y apretó la mano en el respaldo de un sillón; parecía alarmado. Joy levantó las manos y dobló los dedos tratando de concentrarse. —Dicen que los escoceses son locos —murmuró él entre dientes. —Lo he oído —comentó ella sin desviar los ojos de la llama. Luego canturreó: —Fuego que ardes y no pereces, haz como te parece, pero levanta la llama y crece y crece. La llama, que era muy baja, se levantó de pronto como una explosión; el calor inundó la habitación y también el rostro desconcertado del Duque y sus cabellos desordenados por la violencia del impacto. Él retrocedió con el rostro encendido y miró el fuego. “¿Quieres otra prueba? Aquí está” dijo Joy para sí, y en voz alta recitó: —Oh, llama que en alto has subido, vuélvete por dónde has venido. —Chasqueó los dedos y la llama desapareció. Alec permaneció por largo tiempo inmóvil, sin hablar, apenas respirando. —Yo soy una bruja. Él la miró desconcertado. —Esta no es una fábula. La brujas no existen en la realidad. —Lo dijo como para convencerse a sí mismo. —Yo existo. —¡Soy un Duque, por el amor de Dios! —exclamó Belmore, luego agregó en voz baja y amenazadora: —La sola cosa que no soporto es que se trate de hacerme pasar por estúpido. Este es un truco, un pasatiempo. Y no lo encuentro divertido. Tú eres la Duquesa de Belmore. —Con largos pasos se acercó a la puerta de comunicación y la abrió. Después miró a su esposa con una expresión feroz: —Volveré en unos poco minutos y exijo que me expliques tu comportamiento. —Dicho esto desapareció detrás de la puerta. Joy se dejó caer en el borde de la cama, derrotada. “Este es el motivo por el que las brujas no se revelan ante los mortales” pensó. Su mente rememoró Un par de ojos azul oscuro. No había pensado que las cosas sucederían así. Suspiró, resignada a tener que trabajar para convencerlo. Joy escuchaba a su marido moverse en la otra habitación y palideció. Oyó un tintinear de vidrios y se dio cuenta que se estaba sirviendo algo para beber. Siguió el silencio. Apoyada en las almohadas se restregó los ojos ardientes, luego los cerró y se dispuso a esperar. Al cerrarse la puerta se sentó en la cama parpadeando. Su marido tenía entre sus manos una gran copa de un líquido de color ámbar. Ella esbozó una sonrisa. A cambio obtuvo una mirada de hielo. Alec se acercó al sillón, se apoyó en el respaldo, cruzó los tobillos y esperó. Bebió un sorbo de licor y repiqueteó con impaciencia un dedo contra la copa. —Y ahora, esposa, explícame todo tu truco mágico. —No es un truco. —Mientes —replicó él ceñudo. Con un suspiro de resignación Joy bajó de la cama y descalza se le acercó. Su mirada pasó del rostro torvo de su marido al sillón donde estaba apoyado, después levantó la mano y cerró los ojos, tratando de imaginar el sillón que se levantaba del suelo. Después de un instante de concentración chasqueó los dedos. —¡Arriba!

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SAGAS Y SERIES Abrió los ojos y miró en el aire a Alec y el sillón. Estaban suspendidos alrededor de dos metros por encima del suelo. El Duque miró el pavimento abajo. —No es posible. —Si, lo es. La cara de él, roja de cólera, se volvió pálida. —Eres una bruja. Joy asintió. —Me he casado con una bruja —declaró Belmore con voz incolora, luego miró alrededor como si esperase ver al diablo. —¿Una bruja? —Frunció la frente, se restregó la sien izquierda con dos dedos, miró de nuevo el pavimento bajo de sí y miró a Joy. —Una bruja. Ella asintió. —Eres una bruja —anunció a la habitación. Siempre suspendido en el aire observó la copa que tenía en la mano y tragó de una sola vez el contenido. —Sí, lo soy. El Duque movió los pies y los miró bambolear en el vacío. —¡Bájame de este maldito lugar! ¡Inmediatamente! Lentamente, Joy bajó los brazos. El sillón tocó el pavimento con brusquedad. La copa rodó sobre la alfombra. —¡Oh, Alec! —exclamó Joy corriendo al lado del marido, acostado con las piernas al aire en una posición muy poco ducal. —¡Lo siento tanto! —dijo tendiéndole una mano. El Duque se sobresaltó retrayéndose. —Alec… Él se puso de pie sin sacarle los ojos de encima. Joy se le acercó de nuevo. —¡Te ruego! —murmuró. —¡Aléjate! —Sé que es una…sorpresa, pero…. —¿Una sorpresa? —El cuello del Duque estaba rojo. Joy se miró las manos apretadas delante de sí. Él la miraba con tal repulsión que ella no lograba soportarlo. Le hacía demasiado daño saber que la consideraba un monstruo. La garganta comenzó a dolerle. —Una sorpresa es cuando se encuentra una moneda de una corona olvidada en un bolsillo. No —se acercó a la chimenea y onduló rabioso una mano hacia el reloj —no cuando uno descubre que su esposa es una… una… —Movió la mano todavía un poco más tratando de pronunciar alguna palabra. Joy entrecerró los ojos y tragó, pero las lágrimas brotaron de todas maneras. —Una bruja —farfulló. —No lo creo —La miró. —No creo en todo esto... me casé contigo delante de testigos, en la iglesia —dijo y se dirigió hacia la puerta. Parecía en trance. Joy, le tendió una mano con cierta indecisión, pero el marido la evitó sin siquiera mirarla. Lo escuchó barbotar: —La nueva Duquesa de Belmore.....Belmore…..es una condenada bruja. Joy, con la garganta apretada, tragó y mantuvo las manos delante de la boca para impedirse llorar. La puerta se abrió y un momento después se cerró de un fuerte golpe. Ella suspiró temblando y miró la puerta cerrada con los ojos llenos de lágrimas. Como un espectro atravesó la habitación y se encogió en el centro de la cama, herida. Volvió a ver la cara de él perpleja, horrorizada, furiosa.

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SAGAS Y SERIES Nunca le había dicho a nadie que era una bruja. Sin embargo, no había esperado jamás tal repugnancia de su parte. Lo había disgustado. ¿Cómo podía amar alguien a un monstruo? Abatida, se preguntó si se podía enfermar de vergüenza. Flecxionó las rodillas contra el pecho y aferró la manta de seda, la única cosa al mundo a la que se podía aferrar. Afuera, la lluvia estallaba como si también el cielo estuviera llorando. —Despierta. Debemos hablar. Despertada por la voz ronca de su marido, Joy se sentó de un salto. Un segundo después arregló las mantas, se alejó el cabello desordenado del rostro y miró al hombre de pie al fondo de la cama. Alec tenía el aspecto horrendo de quien ha pasado la noche en vela. Tenía puesto todavía la bata verde, pero estaba muy arrugada, con el cinturón torcido, amarrada a un lado y una solapa más alta que la otra. Apestaba a brandy. Joy evitó mirarlo y fijó la mirada en la larga ventana al lado de la chimenea. A través de los vidrios entraba la luz rosada del alba y la habitación estaba fría, el fuego apagado al igual que las esperanzas de ella. Estaba segura que su marido habría hecho anular el matrimonio, porque era la única salida. Se había convencido hacia las tres de la madrugada. El Duque comenzó a caminar lentamente, con una actitud absorta, sin mirarla. —Antes que nada quiero disculparme por haber gritado. Nunca pierdo el control. Sin embargo, dadas las circunstancias, espero que comprenderás mi comportamiento. Joy asintió. —Quiero explicaciones. Ella de nuevo asintió y se mordió el labio inferior. —Eres… —El Duque movió la mano como hacía cuando no lograba decir lo que quería. —Las brujas… la muerte… ¿Eres mortal? —Si. Las brujas y los magos se enferman y mueren exactamente como todos los demás. —Entiendo. —Parecía que esto lo había digerido. —Pero yo soy una bruja sólo en parte. Mi abuela paterna era una mortal. —¿Entonces aquella parte de tu historia es verdadera? —Si. Yo tenía que ir a Surrey de veras y los Locksley son mis parientes. Y fueron muy malos con mi abuela. —Se interrumpió y admitió: —Pero no había ninguna carroza. —Entiendo. No estoy seguro de querer saberlo, pero ¿Cómo es que te encontrabas en ese camino? —Cometí un pequeño error. —¿Un pequeño error? Si tu pequeño error era como tu sorpresa, creo que es mejor que me siente. —_El Duque se acercó a una butaca, la giró, y se sentó frente a ella y esperó. Joy respiró hondo. —Los hechizos de los viajes son muy difíciles, pero si se los hace en el modo correcto, con sólo chasquear los dedos se puede ir de un lugar a otro. Te puedo hacer una pequeña demostración, si quieres. El Duque la detuvo con un gesto de la mano. —¡No! He tenido suficiente de tus pequeñas demostraciones. A Joy le pareció que estaba tomando las cosas bastante bien, considerando su reacción de la noche anterior. No gritaba y su ironía era soportable. —Has dicho que tu abuela era una mortal. ¿Qué ha sido de tus padres? —Murieron cuando yo tenía seis años debido a una epidemia de cólera. Me ha criado una tía. —¿Y ella también… es de tu clase? El rostro de Joy se iluminó como el candelabro del comedor.

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SAGAS Y SERIES —¡Oh, si! Es una bruja MacLean, la más poderosa de todas las brujas y de todos los magos. —¿Y dónde se encuentra esta bella muestra de bruja? —preguntó el golpeándose levemente los dedos sobre los labios. —Está en América; permanecerá allá dos años, porque tiene trabajo que desarrollar durante el concilio. —¿Trabajo para el concilio? Ella asintió y abrió la boca para hablar, pero el Duque levantó la mano e hizo algunos movimientos, esta vez con un dedo. —Oh, no importa. Los ingleses están en guerra con los americanos. No creo querer escuchar también esto. —Miró la chimenea, después se levantó y se acercó para observar el reloj, en silencio. El único ruido de la habitación era el latido del corazón de Joy. Alec cruzó las manos detrás de la espalda y miró al techo, luego bajó los ojos hacia su esposa, severo. —He tomado una decisión. Ella esperó, reteniendo el aliento, con el corazón en la garganta. —Permaneceremos casados. —¿Cómo? —por poco ella no se desmaya por el alivio. —Si. El nombre de Belmore es intachable, nunca una anulación, y naturalmente nunca un divorcio. Y no estoy dispuesto que la vergüenza comience conmigo. Necesito una esposa. Necesito herederos —hizo una pausa y agregó: —Imagino que sea posible, considerando tus orígenes mixtos. —Bueno… sí. —Entonces no veo problemas. Tú continuarás siendo mi esposa. La unión no será disuelta. El matrimonio fue registrado frente a testigos. Es legal y sólo debe ser consumado. Y si la otra noche fue un indicio, no creo que tendremos problemas en ese sentido. Tu permanecerás siendo mi esposa y Duquesa de Belmore, pero —levantó un dedo —nunca más deberán surgir episodios como aquellos de hoy. —Concluyó moviendo la mano en sentido circular. —¿Quieres decir que no podré usar mi magia? —No. No puedes. Te lo prohíbo. No quiero que la casa de los Belmore sea ensuciada por escándalos. Y la brujería sería el escándalo de los escándalos. ¿Has entendido? Ella asintió. Se sentía culpable de no haber dicho todo antes del matrimonio. Pero aún había una cosa que tenía que confesarle, debido que había mencionado el argumento y ella ya había hecho ”la tortilla”, como se acostumbra decir. —Tienes que tomar en cuenta que si tenemos niños… Cuando tengamos niños. —¿Has dicho algo? —Nada importante. —Como te estaba diciendo, me han educado con la idea que Dios está en todas partes, en los árboles, en el mar, las flores, pájaros, en los animales incluso en nuestro corazón. ¿Tú crees en Dios, cierto? —Cierto. Soy una bruja, no una pagana —contestó Joy mirándolo con indignación. —¿Y entonces, todo ese adorar al diablo? —Falsa propaganda. —Miró de nuevo a su marido. —Tampoco yo he crecido como pagano. —Ejem… bueno... a propósito de niños… —Joy enroscó un pequeño mechón de cabellos alrededor de un dedo. Él levantó una mano para interrumpirla.

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SAGAS Y SERIES —La fertilidad nunca ha sido un problema en casa Belmore. —Observó su dedo jugueteando con los cabellos con una mirada intensa. Luego se levantó y caminó un paso hacia ella. —Quédate tranquila, Scottish, que tendrás hijos mios. Un instante después estaba al lado de la cama, Joy levantó los ojos y Alec le tocó la mejilla y le peinó los cabellos con los dedos, hundiéndolos en la masa sedosa. La tocaba. Había esperanzas. —Me preocuparé yo —le dijo. Puso una rodilla sobre la cama y con renuencia retiró las manos de su cabello y le aprisionó las caderas entre sus brazos extendidos. Sus ojos ardientes, plenos de deseo. Joy tragó y exclamó: —Los niños podrían ser… ser como yo. Alec se detuvo a medio camino hacia la boca de ella. Cerró los ojos. —Brujas o magos. El reloj dio el cuarto de hora y él lo miró, sospechoso. Murmuró: —Entiendo. —Su cara decía que había entendido, pero que no le habría gustado. Exhaló un suspiro, luego otro y finalmente se levantó de la cama. Le dio las espaldas a su esposa, así que no vio sus ojos brillantes y agregó. —Creo… Necesito ver a mi administrador esta mañana. —Se acercó a la puerta de comunicación y la abrió: —Hablaremos esta noche —concluyó, y se fue.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 10

Esa noche no hablaron. Alec había sido llamado a otro lugar por negocios y había salido por la tarde. A Joy no le pareció disgustado por aquel imprevisto, lo que no la tranquilizaba. Ya hacía cinco dias que se encontraba lejos. El primer día de su ausencia, la modista del lugar había llegado a las once y había pasado el resto de la jornada poniéndole encima, prendiendo e hilvanando metros de tela. Cuando finalmente se hubo ido, Joy se sentía como una muñeca. Desde aquel momento no había hecho otra cosa que vagar por la enorme propiedad, como estaba haciendo en aquel momento, mientras caminaba por el sendero de piedra que rodeaba los jardines de Belmore Park. En los cuatro días anteriores había paseado a menudo tratando de sentirse como en casa en un lugar en que, si se excluían Polly y Henson, percibía que no era deseada. Pensativa, entró en el jardín para ir a sentarse en un banco de piedra en el cual había pasado mucho tiempo. Era un lugar tranquilo. Desde dos fuentes manaban altos chorros de agua y esto le aliviaba momentáneamente su malestar y le hacía menos atroces las dudas concernientes a su matrimonio. El único momento de su vida en la que se había sentido así de triste y desesperada fue después de la muerte de sus padres. Joy se levantó y caminó hasta encontrarse cerca de un árbol majestuoso; levantó la cabeza para ver el follaje, después abrazó el tronco y apoyó la mejilla. Poco a poco se le cerraron los párpados y el contacto con el árbol le pareció que tenía una función sedativa. Era casi como el tacto reconfortante de una madre, como anidarse en una sonrisa o ser acogida en el corazón de una persona amada. Después de algunos minutos, Joy suspiró y se alejó del tronco. Tal vez las cosas no eran tan trágicas, después de todo. Caminó a lo largo del sendero, pateando una pequeña piedra que fue a dar contra el banco de piedra. Se sentó de nuevo y miró alrededor. Los ojos se detuvieron en lo alto, sobre los animales y los fantásticos personajes de piedra que decoraban el borde del tejado. El día antes había notado que se extendían a lo largo de toda la casa. A primera vista parecía que danzaban en el cielo, un baile de animales. Desde su posición en el jardín, veía un ogro inclinado en un rincón del tejado, pero era difícil divisar alguna particularidad de las otras siluetas y de la cima redondeada de la cúpula más cercana. Alec había dicho que las cúpulas eran los tejados de pequeños comedores. Rió, pensando que le habría gustado verlas de cerca. La tristeza que la invadía momentos antes había desaparecido. Los árboles eran de veras criaturas maravillosas. Joy sintió en el corazón una especie de impaciencia mientras una idea comenzó a fermentar en la mente como el wisky escocés. Tal vez habría hecho bien en dar una mirada a ese tejado. Poco después seguía a Henson a través de aquellas doce escaleras. ¡Doce! ¡No había que maravillarse si se había perdido! Como de costumbre Belze estaba agarrado a la espalda del pobre sirviente. Henson era de verdad maravilloso; continuaba desempeñando sus tareas como si fuese normal tener un armiño en su espalda. —El tejado, Vuestra Gracia. —Encima de la escalera, Henson abrió la puerta. Joy le sacó de encima el animalito y lo retuvo en sus brazos. —¿Vuestra Gracia quiere que la espere? —Oh, no. Quiero estar sola por un momento. —Joy miró el panorama. Era espléndido. —Muy bien, Vuestra Gracia. De tanto en tanto vendré a ver si desea bajar. —Henson se movió para irse, pero se detuvo. —Sería mejor que no trate de volver sola, Vuestra Gracia. Ella le sonrió, cohibida. —¿Temes que acabe dentro del armario de la platería, cierto?

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SAGAS Y SERIES —Tal vez. —Sin sonreír, pero con una luz divertida en los ojos, Henson cerró la puerta y Joy se volvió. ¡El tejado, el panorama, las esculturas! Era el lugar más hermoso que ella jamás hubiera visto. —¡Oh, Belze, mira! El armiño emitió un silbido y ella lo levantó hasta que su hociquito puntiagudo casi le tocó la nariz. —¿Quieres que te deje volver con Henson? El animalito volvió a silbar. Ella lo miro con severidad y lo puso en el suelo. Con una velocidad increíble, Belze se acercó a la puerta y en pie sobre sus patas posteriores, usó las anteriores para rasguñarla. Joy, se sintió obligada a abrirle y el animal, con una increíble prisa, desapareció escalera abajo. Ella sacudió la cabeza, esperando que los cabellos de Henson se salvaran y corrió hacia la esquina más cerca. El ogro se encontraba allá, de bronce y de tamaño natural, con Pan3 a su izquierda, equipado con una zampoña4. Dos ángeles con trompetas y arpa estaban al lado de un grifo5 en posición de caza. Un hada entera de hierro tallado parecía estar a punto de iniciar una danza con un caballero medieval con armadura sobre un magnífico corcel. El vikingo con la mano apoyada sobre uno de los lobos de Odín6 era alto, fuerte y prepotente, y después de él venían dos unicornios, un centauro, y la lady del lago en todo su esplendorosa belleza. Más adelante estaba otro caballero y su dama. Tres górgonas7 y una solitaria y pequeña sirena flanqueaban el grupo de chimeneas seguidas por Pegaso y por algunos enanos y duendes. Sin darse cuenta de las ráfagas de viento frío, Joy se acercó a cada estatua de bronce, las tocó una a una observando, con los ojos de la mente, un paisaje lleno de danzas fantasiosas, como si todos los personajes de las historias y de las novelas épicas oídas por los niños sobre las rodillas de los abuelos, hubiesen mágicamente tomado vida. Una música más dulce y dorada que la miel veraniega le llenó los oídos y ella comenzó a girar siguiendo el ritmo de las melodías que imaginaba, con los ojos cerrados, la mente embelesada de todo lo que la rodeaba. Giró sobre la punta de los pies, la falda del vestido nuevo de cachemira inflada. Abrió los ojos y se encontró en medio del baile de las estatuas. Los ángeles estaban vivos, con alas doradas, trompetas y arpa verdaderas. Pan le giraba alrededor tocando una jiga escocesa. El caballero danzaba, al lado de ella con chaqueta carmesí, con su dama con vestido azul y el ogro, los enanos y las gorgonas gris—verdosas como el jardín en invierno, se movían alegremente sobre el tejado. La musica aumentó en intensidad. Los animales giraban, se inclinaban, pirueteaban. El unicornio, el halcón y el hada bailaban con pasos cadenciosos al ritmo de la música, y Joy los seguía, arrastrada hacia la fiesta como una muchachita en su primer baile. Continuó girando. El caballero había desmontado y con la lanza al lado, se le inclinó. Ella le tendió la mano y él, después de haberla rozado con los labios, la arrastró en una danza medieval alrededor de la cúpula, luego se desplazó hacia la sirena para cortejarla. El vikingo y los animales danzaban alrededor de Joy. Perdida en su propia magia, cerró de nuevo los ojos y continuó bailando entre las figuras míticas sobre el tejado de la más majestuosa morada de todo el Wilshire. 3

Pan, Dios arcadio de los rebaños y los pastores. Se le representa en forma de fauno con una flauta de caña o zampoña. 4 Zampoña: instrumento rústico a modo de flauta o compuesto de muchas flautas. 5 Grifo: animal mitológico, con forma de águila de medio cuerpo para arriba y forma de león de medio cuerpo para abajo. 6 Dios supremo de la mitología escandinava. 7 Górgona: Divinidades marinas también conocidas como las furias. La más conocida es Medusa.

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SAGAS Y SERIES —¡Maldición! Joy se detuvo de golpe y abrió los ojos. En la puerta, Alec apretaba tan fuerte la manilla que tenía los nudillos blancos. El baile continuaba, el hechizo no se había roto. El rostro del Duque revelaba el shock y la rabia juntos. Miró los animales y palideció. Respiraba de prisa. Posó los ojos sobre ella y se alejó de la puerta, pero Pan se puso a girarle alrededor tocando un caprichoso motivo con la zampoña. Miró a su mujer. Joy no había visto nunca palpitar la narices de alguien. Se sobresaltó viendo a Alec acercarse. Cuanto más se acortaba la distancia entre ellos, más evidente era su tic en la mandíbula, el rojo de su cuello y la profundidad de su respiración. Ella pensó que, para ser un hombre que presumía de no gritar y de no enojarse nunca, ya había hecho ambas cosas, y mucho. El Duque se detuvo a un metro de distancia. Su mandíbula estaba tan apretada que ella se maravilló de oírlo hablar. —¿Qué diablos está sucediendo? —Ejem… bién… había pensado que tu pudieras… quiero decir… es un baile. —Recuerdo claramente haberte dicho que no quería más hechizos. —Hizo unos gestos con la mano. —Ha sido un accidente. —En nombre de Dios, ¿Cómo es posible que todo esto —hizo ondular la mano temblorosa y continuó gritando —sea un accidente? Una lanza cruzó el aire en medio de los dos. —¿Hey tú, viejo, te gustaría tener la cabeza truncada de un solo corte? Alec y Joy giraron y vieron al caballero que miraba al dueño de casa con una expresión feroz. El Duque contratacó con la misma mirada de desafío. —¿Viejo, Yo? —Tu cabeza es gris —replicó el otro sin descomponerse. Luego se dirigió a Joy, le hizo un gesto con la cabeza y dijo: —Milady, ¿Desea la cabeza de ese viejo en una bandeja de plata? —¡Bondad divina! El caballero desenfundó la espada y apuntó a la garganta de Alec, que había pasado de roja y se había vuelto morada. —¡No, se lo ruego! —exclamó Joy horrorizada, las manos sobre la boca. El caballero miró con severidad al Duque: —¿Quién se cree qué es, que le habla de ese modo a una dama? —Yo... soy... su... marido —dijo Alec con los dientes apretados. La actitud amenazadora del caballero desapareció. En voz alta el Duque continuó: —Y quiero que ella pare este pandemonio. —Acompañó las últimas palabras con un gesto circular; después tomó con dos dedos la punta de la espada y la alejó de su cuello morado. Por fin acercó la cara a la de su esposa y gritó: —¡Inmediatamente! Joy suspiró profundamente, cerró los ojos y, rezando para salir victoriosa en la empresa, levantó las manos y exclamó: —¡Las cosas como parecen no lo son. Cancela el sueño, que cese el son! Después chasqueó los dedos, abrió dudosa un ojo y suspiró aliviada. El caballero ya no estaba. El baile había terminado. Todas las estatuas estaban en fila en el borde del tejado, inanimadas. Alec permaneció inmóvil por un momento, después parpadeó dos veces y miró a su alrededor, deteniendo los ojos sobre el caballero, de nuevo inmóvil sobre su corcel.

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SAGAS Y SERIES —Tu no eres viejo —dijo Joy al marido, esperando suavizarlo, pero le bastó una mirada para entender que había fracasado. Él hizo dos inspiraciones profundas, luego dijo: —Extraño. Creo haber envejecido diez años en los últimos días. —Ha sido de veras un accidente —murmuró ella, pero abrió mucho los ojos cuando detrás del hombro rígido de su marido, vio a Pan, con sus orejas puntiagudas, cuernos de chivo y patas de cabra que aparecía desde una cúpula y se dirigía hacia la zampoña que yacía abandonada en medio del tejado. —Explícate —Alec cruzó los brazos sobre el pecho y tamborileando los dedos sobre un brazo, esperó. Despacio, muy despacio, Pan fue hacia el instrumento. Joy estaba segura que si lo recogía, se pondría a tocar. Por lo tanto, levantó una mano como para esconder un bostezo, movió un dedo en el aire, imaginando como la zampoña atravesaba el tejado, fuera del campo visual de su marido. Desgraciadamente el instrumento levitó, permaneciendo suspendido en el aire, y Pan trató con un salto de alcanzarlo. Joy probó el hechizo de la tos sin éxito. Pan continuaba saltando y ella tosiendo. —Todavía estoy esperando una explicación y estrangularte no servirá de nada. —Alec estaba aún allí con los brazos cruzados, la mandíbula vibrante, ignorante de lo que sucedía a su espalda. —Dame un momento —graznó ella con un tono dramático, golpeándose el pecho con la mano. Pan parecía haber desistido, porque había cesado de saltar, pero el alivio de Joy fue breve, porque el fauno fue hacia la puerta y antes que ella pudiese chasquear los dedos, la abrió y desapareció. La casa era tan grande que ella jamás lograría encontrarlo. Desde el jardín venía un ruido de cascos sobre la grava. Alec se dio la vuelta. Una trompeta resonó y Joy pensó por un momento que habría quedado rezagado algún ángel. Después se escuchó el sonido de un cuerno y un grupo de caballeros, guiados por un par de trompetistas en librea roja y oro, se acercó a la casa. —Por todos los diablos… Alec observó la procesión con semblante angustiado. —Tienen la librea real. —Se rascó la nariz. —Gracias a Dios no han llegado a tiempo de asistir al espectáculo. —Tomándola de una mano, arrastró a su esposa hacia la puerta. —Ven. Es mejor ir abajo y ver qué ha sucedido. Me explicarás tu comportamiento más tarde. Llegando al primer piso, Alec empujó a Joy hacia el estudio y la acercó a un diván de piel. —¡Siéntate! —Ella obedeció. La habitación tenía el mismo olor de su marido. Alec se dirigió hacia un escritorio tallado en bronce y ébano, puesto frente a dos altas puerta— ventanas. A través de los vidrios se veía el verde del jardín y un trozo azul del lago. Joy estaba nerviosa y un poco inquieta. Se escuchó que golpeaban a la puerta. El reloj dio siete golpes. —¡Maldición! Alec miró el reloj. Eran las tres. Giró hacia ella, que se sobresaltó y levantó los hombros. Hubo otro golpe en la puerta, más fuerte que el anterior. —Adelante —ordenó Alec, de pie detrás del escritorio. A su espalda, las puertas de vidrio dejaban entrar el sol de la tarde. A contraluz, el Duque parecía más temible, más alto y más encolerizado que antes. Entró Townsend que, después de haber aclarado la garganta, anunció: —Un mensajero de su alteza real el príncipe George.

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SAGAS Y SERIES Alec asintió y el mayordomo abrió la puerta. Apareció un hombre en librea real, que se dirigió hacia el escritorio y después de una profunda reverencia, entregó al Duque un sobre de color marfil, diciendo: —Para su gracia el Duque de Belmore. Alec tomó el sobre y después de haber mirado el sello real se dirigió al mayordomo: —Townsend, estoy seguro que el fiel servidor de nuestro príncipe Regente agradecería un refresco. Provee. —Gracias, Vuestra Gracia. Me han encargado esperar la respuesta —agregó el sirviente con otra reverencia. —Bien. Puede esperar en la cocina con los otros —replicó el Duque brusco. —Si, Vuestra Gracia —La puerta se cerró. Lentamente, Alec se sentó, abrió el sobre con un abrecartas que empuñaba como una espada, leyó el mensaje, maldijo y se apoyó en el respaldo, como si hubiese llegado su sentencia de muerte. —Hemos sido convocados a Carlton House. Joy lo miró con los ojos muy abiertos. —¿Nosotros? —El príncipe desea conocer a la nueva Duquesa de Belmore. —¿Conocerme a mi? —Joy apuntó el dedo hacia sí misma. —Si. Parece que yo tengo el privilegio de presentar a su alteza real el príncipe Regente a mi esposa, la bruja. —Se restregó la frente y refunfuñó: —Que transforma las estatuas en seres vivientes y baila con ellos sobre el tejado de la casa. —¿Y cómo es el príncipe? —Consentido, autoritario, gordo, exigente y suficientemente supersticioso cómo para no dudar de hacernos cortar la cabeza si tuviera que asistir a lo que he visto hoy. —¡Oh, bondad divina! ¿Y cuando debemos partir? —Mañana en la mañana —contestó él, repiqueteando los dedos sobre el escritorio. —¿Tan pronto? Alec se levantó y sin contestar se le acercó. Joy levantó los ojos hacia su cara severa. —Debes prometerme que cesarás con las brujerías. Ella se limitó a observar sus ojos, cerrados por una expresión fría. “¡Oh, Alec, tú necesitas de mi magia!” Pensó. El Duque rompió la magia tomándola por los hombros y haciéndola levantarse frente a él. —¿Me lo prometes? Ella miró su rostro tan serio, tan preocupado, tan cercano. Habría querido tocarlo, ponerle una mano sobre el pecho cerca del corazón; se habría contentado con tener un pedacito de ese corazón. Le habría prometido cualquier cosa. —Sí. —Nunca más jueguecitos con los relojes. Nunca más… dedos que chasquean — concluyó él agitando la mano. —Nunca más relojes ni dedos que chasquean. —Nunca más cosas o personas suspendidas en el aire. —Prometido. —¿Nunca más estatuas que bailan? El pensamiento de Joy recordó la cara maliciosa de Pan. Pero estaban por partir y aquello que Alec no sabía no le podría hacer daño. —Prometido. —Y agregó: —Desde este momento en adelante.

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SAGAS Y SERIES Él le acarició muy levemente los hombros y a ella le pareció que observaba con atención su boca. En sus ojos brillaba el deseo, como cuando la había besado. No lo había hecho desde que ella le había confesado que era una bruja. Joy quería que la besara allí, en ese mismo momento, para demostrarle que no la creía un monstruo, para poner fin a su doloroso aislamiento. Alec le tocó el rostro, después se detuvo. Parecía reflexionar sobre algo, luchar consigo mismo. Su respiración se hizo más profunda; le puso la barbilla en la mano y le acarició la mejilla con el pulgar siempre con la mirada fija en su boca. “Bésame… bésame…” pensaba Joy. Estaba tan cerca. Si ella sólo se adelantara un poco… Lo hizo, pero él no. En la lejanía se oyó un grito que podría helar la sangre. El hechizo se rompió. Joy y Alec se sobresaltaron, los ojos hacia la puerta. Él dejó caer la mano que le había acariciado la mejilla. —En nombre de Dios, ¿Qué diablos ha sido? —De prisa se dirigió hacia la puerta y ella lo siguió. En el vestíbulo oyeron un gran movimiento cerca de la escalera. La señora Watley yacía desmayada en el piso con Townsend arrodillado a su lado. Los sirvientes iban y venían, agitados. Desde un corredor estaba llegando Henson con el armiño en la espalda, un vaso con agua en la mano y Polly a sus talones con un frasco de sales. —¿Qué ha sucedido? —El grupo de sirvientes se separó para dejar pasar al Duque. —No lo sé, Vuestra Gracia. Escuché ese grito espantoso y cuando llegué la encontré así. —Townsend levantó la cabeza y los hombros del ama de llaves y Polly le puso bajo la nariz las sales aromáticas. La mujer abrió los ojos, parpadeó y alejó la mano de la camarera murmurando algo. —¿Qué le ha sucedido? —le preguntó Alec. La cara del ama de llaves era de un color grisáceo. Con el índice tembloroso, la mujer indicó una estatua en el nicho cerca de la puerta de entrada. —Allá. Cuernos. Ohhh… —balbuceó, luego giró los ojos y de nuevo se desmayó. Todas las miradas se dirigieron hacia el punto indicado. No había otra cosa que la estatua de David. Joy sintió sobre ella los ojos de su marido y cometió el error de mirarlo: la miraba sospechoso, con la frente ceñuda. Ella suspiró y sacudió los hombros, esperando que el sentimiento de culpa no se le reflejara en los ojos, y rezó que Pan no apareciese desde algún rincón de un momento a otro. Después de haberla observado por un largo momento, Alec se dirigió a los sirvientes. —Manden alguien al pueblo a buscar al doctor, Y lleven a la señora Watley a su dormitorio —Que la acompañen dos doncellas, recomendó: —No la dejen sola. Después que los sirvientes obedecieron sus órdenes, Alec advirtió a Henson que él y la Duquesa partirían al día siguiente. A Polly le ordenó que hiciera el equipaje de la Duquesa y el suyo. —Viajarás con Henson y Roberts en el carro. Quiero partir a las ocho. ¿Entendido? —Si, Vuestra Gracia. —Polly hizo una reverencia y desapareció. Una vez solos, Alec le preguntó a su esposa. —¿Qué cosa es la que ha visto? Ella se tomó su tiempo, mordiéndose una uña. —¡Respóndeme! —ordenó él con un ronco murmullo. —Pan —dijo Joy indicando el tejado. —¿Pan? —repitió el Duque rechinando los dientes. —¿Vivo? —Si —asintió ella con calma, observando el color de su marido transformarse hasta llegar al carmesí. —¡Búscalo! Antes de partir. ¿He sido claro?

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SAGAS Y SERIES Ella asintió. Alec retrocedió a una velocidad militar. —¿Alec, debemos partir tan temprano? —Debemos estar en Londres lo antes posible —respondió el Duque y trató de despedirse de su esposa con un brusco gesto de la cabeza, pero ella lo detuvo. —¿Dónde vas? —Debo estar despierto toda la noche para revisar las cuentas con el administrador. — Después de una pausa agregó: —¡Encuentra aquel… aquella cosa! Ella asintió. —Bien. —Él se encaminó hacia el corredor, era el Duque frío y duro de siempre. Ella lo siguió con la mirada, hasta que pudo, luego escuchó sus pasos sobre el mármol del pavimento. Cuando ya no los oyó, se dirigió hacia la escalera. Estaba inquieta. Levantó la cabeza hacia el techo pintado. A pesar de la magnificencia y la riqueza, ese lugar era frío y solitario. Y ahora era su casa, una casa en la que se sentía fuera de lugar. Cerró sus ojos, después se volvió a mirar el corredor vacío por donde Alec había desaparecido. Aferrándose a la esperanza, Joy levantó la barbilla y enderezó los hombros. La determinación le hacía brillar los ojos; iba a luchar. Sería la mejor Duquesa que Belmore hubiese jamás tenido. Sonrió, dejando correr la imaginación al día en que Alec la miraría con orgullo. Sus ojos soñadores enfocaron un punto hacia lo alto; pero no era la imagen del marido aquella que vio. La maliciosa cara del fauno, con sus cuernos de cabra, le sonreía desde la baranda del tercer piso. —Pequeña progenie del diablo —murmuró y levantó la mano para lanzarle la magia, pero no llegó a tiempo, porque la cara desapareció. La Duquesa de Belmore corrió hacia la escalera como si una jauría de perros la siguiese.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 11

—Maldito sea el diablo, está nevando. —Alec miró de soslayo a Joy, mientras el carruaje avanzaba sobre el camino helado. Ella levantó el mentón y se arrebujó en su traje de viaje intentando calentarse. —No es culpa mía. Te lo dije cuando se rompió el carro. Estos son verdaderos accidentes. No tengo nada que ver con la rotura del eje de la rueda. La expresión del Duque era escéptica. —Las brujas no pueden controlar el tiempo. —Recuérdame que haga una lista de aquello que las brujas pueden o no pueden hacer. —Alec miró por la ventanilla la nieve que caía —Hace un condenado frío. —¿Sólo hay esta manta? Él la miró y asintió. Joy se mordió el labio. —Yo puedo hacer algo. —No. —Pero, ¿Por qué pasar frío cuando con un simple gesto puedo procurar otra manta o también un cubrecama? —He dicho que no. Nada de brujerías. —¿Pero esta no se puede considerar una excepción? —No. —¿Si nos encontrásemos en peligro de muerte, podría usar mis poderes? —Esta no es, repito, una situación que amenace nuestras vidas. Es sólo una pequeña nevada —contestó él, volviendo a mirar fuera de la ventanilla. —Pero hace un frío terrible. —No quiero hablar. La respiración del Duque se hizo más controlada y fuerte. —Sólo un pequeño chasquido de los… —Joy vio su mirada y refunfuñó: —No importa… Después de un largo silencio, ella se dio vuelta y miró afuera de la ventanilla posterior, pero no vio más que un sólido blanco. La visibilidad era muy escasa, también porque el vidrio estaba empañado; trató de limpiarlo con los dedos, pero inmediatamente lo dejó porque estaba demasiado frío. El carruaje disminuyó la marcha, bamboleó y se tambaleó después de un chasquido del látigo. Después de otras tres sacudidas, la expresión de Alec de aburrida se transformó en preocupación; él se levantó y golpeó el techo del vehículo, luego abrió la ventanilla del cochero, encima del lugar de Joy. —¿Cómo va allá arriba? El viejo Jem gritó: —Más frío que la teta de una bruja, Vuestra Gracia. Ofendida, Joy no pudo reprimir un sobresalto. Se hizo un largo momento de silencio. Alec no se movía y no hablaba, no obstante Joy tenía la impresión como si él quisiera decirle algo. Levantó la mirada, pero se encontró con su chaleco de brocado, delante de ella. Desde arriba llegó la voz de Jem: —Pido perdón, Vuestra Gracia, pero estando la Duquesa con nosotros muy poco tiempo, había olvidado su presencia. Alec, aclaró la voz y preguntó: —¿Está muy malo el camino?

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SAGAS Y SERIES —La nieve está alta, casi quince centímetros, o por lo menos lo estaba la última vez que logré verla. Ahora no se podría distinguir ni la puerta del infierno en esta tormenta. —¿Cuán lejos está la próxima posada? —Tal vez un kilómetro, tal vez quince. No logro ver absolutamente nada. La carroza saltó otra vez y Alec puso una rodilla en el asiento de Joy para mantenerse en equilibrio. Una hilera de imprecaciones provenientes del cochero llegaron hasta los pasajeros. —Pido perdón, Vuestra Gracia, pero este condenado caballo guía no logra mantenerse en el camino. —¿No hay señales de Willie? —No, Vuestra Gracia. —Golpea el techo si lo ves. Jem farfulló su consentimiento y Alec cerró la ventanilla anterior, y abrió la posterior, arriba el lacayo todo encogido en el exterior. —¿Va todo bien? —preguntó. —Frío, húmedo, pero soportable, Vuestra Gracia. —Bien —Alec cerró la ventanilla y se sentó frente a Joy. La temperatura en el interior de la carroza estaba bajando rápidamente y a pesar de las gruesas prendas invernales, ella tenía la piel de gallina. —¿No morirán de frío allá fuera? —Son sirvientes de Belmore y como tal visten los mejores trajes de invierno y pesadas capas forradas de pieles. Probablemente están mejor que nosotros. —Oh. —Joy se arrebujó más con la manta que tenía encima, pero todavía temblaba. —¿Estás lo suficiente abrigada? Ella asintió, tratando desesperadamente de no entrechocar los dientes. Permanecieron en silencio por un poco de tiempo. Joy sintió la mirada de su marido sobre ella. —¿Scottish? Joy levantó la mirada. Sentirse llamar en ese modo siempre le provocaba un extraño eco en el estómago. —Ven a sentarte aquí —dijo Alec. Golpeando con una mano el asiento y tendiendo la otra hacia ella. Ello lo miró sospechosa. Su marido precisó: —Para que estés más caliente. Joy le tendió la mano y se dejó atraer. La hizo sentar tan cerca que sus cuerpos se tocaban desde el hombro hasta la rodilla. Le rodeó los hombros con el brazo. Después de un minuto, ella lo miró. —¿Quién es Willie? —El guía. Lo he mandado delante. —Miró otra vez fuera de la ventana, pero sólo vio descender la nieve. —De veras, yo no he tenido nada que ver con la ruptura del eje. —Murmuró ella. — ¿Me crees? Después de un rato el Duque concedió: —Me he dado cuenta que jamás harías daño a los sirvientes. Joy asintió y se puso a mirar afuera junto con él. La carroza se tambaleó. Solo se escucharon las imprecaciones del cochero y el relincho de los caballos. —¿Crees que Polly, Roberts y Henson estén bien? Y... Belze. —Joy suspiró espereando que los sirvientes no se encontrasen en medio de la tormenta en el carro roto. —Habíamos pasado el desvío hacia Swindon pocos minutos antes del accidente. Hay una posada a un kilómetro del desvío. En este momento, de seguro, estarán al calor del fuego

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SAGAS Y SERIES esperando que reparen la rueda. He dejado dicho que nos alcancen en Reading, donde pensaba que nos habríamos detenido a pasar la noche. —¿Cuán lejos está de aquí? Él no contesto de inmediato, después dijo: —No lo sé exactamente. Con este tiempo es difícil saber cuánto camino hemos hecho. En esta zona no hay aldeas en muchos kilómetros. Un instante después, la carroza osciló. El cochero gritó haciendo chasquear el látigo. Los caballos relincharon justo cuando el vehículo, después de un salto hacia delante, se desbandaba hacia un lado. —¡Maldito diablo! —Alec aferró a Joy por los brazos y con una pierna la contuvo contra el asiento. Resbalaron hacia un lado mientras un fuerte estallido resonaba en el aire. El carruaje se detuvo torcido a un lado y todo fue silencio. Alec se enderezó y volvió a colocar a Joy en su lugar. —¿Estás bien? —Sí, si, estoy bien. —Quédate aqui. Tengo que ocuparme de los otros. —Alec pasó por encima de su mujer, abrió la puerta haciendo entrar una ráfaga de nieve y la cerró inmediatamente. Joy lo escuchó hablando con el lacayo; luego oyó una imprecación de Jem. Por sus voces intuyó que todos estaban ilesos. Desde la ventanilla se veía todo blanco. Las voces se desvanecían, y ella se sumergió más aún en la manta. Desde que Alec había abierto la portezuela, hacía aún más frío. Joy se estremeció, cerró los ojos y se dio cuenta que necesitaba dormir. Había pasado la noche en la vana búsqueda de aquel bribón de Pan. Finalmente, al amanecer, lo había encontrado en la despensa, mientras estaba llenando sus gordinflonas mejillas de gelatina de fruta y de rosquillas de miel. Había tenido que hacer dos hechizos para recolocar a aquel pequeño demonio en su lugar sobre el tejado. Sólo entonces había logrado meterse debajo de las mantas, pero una hora después fue despertada por Polly con el desayuno. El carruaje dio una sacudida y algo la golpeó. Joy oyó el ruido de caballos y de arreos, luego una conversación, pero no pudo distinguir las palabras. Poco después la puerta se abrió, entró la nieve y finalmente Alec. Su cara decía que algo no estaba bien. Tiró algo sobre el asiento y se sentó. —Los caballos están nerviosos y el guía cambió de dirección. La rueda está rota y la nieve aumenta casi dos centímetros y medio por minuto. Allá fuera está la tormenta. —Le rodeó otra vez los hombros. —El lacayo y el cochero fueron en busca de ayuda. Piensan que no lejos de acá hay una posada. —¿Y nosotros debemos permanecer en la carroza? —No podrías resistir allá fuera con tus vestidos tan livianos. —Podría… —No. —Él tomó las cosas que había apoyado en el asiento y la ayudó a colocarse una capa de piel, que para ella era enorme. Luego envolvió a ambos con la capa y estrechó contra sí a a su esposa. —Esperaremos aquí hasta que llegue ayuda. —Alec estaba rígido; la tenía apretada contra sí, pero parecía que lo estuviera haciendo de mala gana. Muy cauta, Joy le apoyó la cabeza sobre el hombro y aprovechó la ocasión de acurrucarse contra él; ¡Estaba tan caliente! Su marido se aclaró la voz, cambió de posición varias veces y por fin se recostó colocando sus largas piernas contra la puerta de la carroza. Joy tuvo otro estremecimiento. —Tiéndete aquí, a mi lado. Ella obedeció, y se encontró casi acostada sobre él.

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SAGAS Y SERIES —¿Cuánto tiempo pasará antes que vengan a buscarnos? —No mucho —contestó Alec, confiado. Lo dijo sin cólera. Su voz era calma y controlada. Joy se abandonó al calor de su abrazo, aunque sabía que él no lo deseaba. Estaban casados y era suya… de algún modo. En todo caso, lo sería, algún día. Cerró los ojos soñadores y dijo adiós al frío y a la soledad.

—Scottish. Joy apretó más fuerte los brazos alrededor del marido, se hundió aún más en su pecho y restregó sus piernas contra las suyas. —Mmmm, tienes las piernas caliente. Él gruñó y dijo: —Despierta, Scottish. —No, hace frío. Alec la estrechó fuerte. —Lo sé. Por eso tienes que despertar. —La sacudió, pero ella lo ignoró; hacía demasiado frío para hacerlo. —¡Joy! ¡Despierta! ¡Inmediatamente! Ella abrió completamente los ojos al oír que había alzado la voz. —Así está mejor. Debemos hablar. —Prefiero dormir. —le contestó. Se apretujó contra él y cerró de nuevo los párpados pesados. —No puedes. —Alec le levantó la barbilla apoyada en su pecho y le acarició los labios con los dedos. Joy se vio obligada a mirarlo. —Hace demasiado frío para dormir. Debemos permanecer despiertos. —La levantó y la sentó junto a él, luego la sentó en sus rodillas y arregló la capa alrededor de ambos. —Estoy seguro que la ayuda llegará pronto, pero mientras tanto debemos estar despiertos. —¿Por què? ¿Algo anda mal? Alec la miró durante un largo momento y pareció estudiar la respuesta, luego meneó la cabeza y permaneció en silencio, el rostro rígido, la expresión menos segura que antes. Joy miró por la ventana blanca, se estremeció y sintió que él también tiritaba. —Tienes tanto frío como yo. —Yo estoy bien. La ayuda está en camino. —¿Cuánto tiempo ha pasado? —Un poco. —Yo puedo hacer algo, ahora. Él no contestó. —Me has despertado para hablar y ahora callas. ¿Por qué? Alec se frotó el dorso de la nariz con un dedo. —¿Estamos en una situación peligrosa? Él contestó con un profundo suspiro. —Pues bien, si no quieres hablar, volveré a dormir. —Joy se estiró contra él y cerró los ojos. Alec le tomó los hombros y la sacudió fuerte. —No puedes dormir. Podrías no despertar nunca más. —Su expresión era muy intensa, casi colérica. Ella lo escrutó y leyó la preocupación en sus ojos. —Te lo ruego, Alec, déjame hacer algo.

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SAGAS Y SERIES —Nada de brujerías. —¿Prefieres morir? ¿Lo quieres? Aquí no hay nadie. Nadie sabrá de la magia excepto nosotros dos. El marido la miró por un momento, luego miró por la ventana. La carroza estaba sepultada en la nieve. Joy tuvo un estremecimiento. —Te lo ruego. Ceñudo, Alec miró la otra ventana, también blanco. —Puedo transferirnos a ambos a la posada más cercana con un simple gesto. Te lo ruego. Él la miró con reacia resignación y dijo: —Supongo que no tenemos elección. —Levantó ligeramente el busto, y con afectación agregó: —Pero sólo por esta vez. Ella asintió, ya componiendo en la mente las palabras que usar: —¿Sabes cuál es la posada más cercana? —No. Joy reflexionó un momento. —Entonces probaré algo general. Toma mis manos. —Alec sacó las manos de la capa, irguió los hombros y cada músculo del cuerpo. Ella fue a estrecharlas. Mirando su cara pálida se dijo que estaba tan listo para el experimento cuánto el príncipe Regente a encontrar, solo y desarmado, a Napoleón y su ejército en Paris. —Cierra los ojos, por favor. Él le dio una última mirada de soslayo y obedeció. Decidida a hacer funcionar su magia y sorprender a su marido, Joy levantó la barbilla e imaginó una posada de campo como aquellas que había visto antes. Después, sin embargo, se dio cuenta que tendría que chasquear los dedos, cosa que no podía hacer teniendo las manos de Alec. Miró su rostro, que tenía un extraño color verdusco. —Debes tomar mis muñecas, para que pueda chasquear los dedos. —Él lo hizo. Joy cerró de nuevo los ojos y recitó: A nuestro alrededor sólo hay nieve y frío; Necesitamos un sitio adonde ir. Llévanos a ambos, más rápido que el viento al lugar que imagino en este momento. —Después chasqueó los dedos. —¡Por todos los diablos! Joy sintió la mano de Alec que resbalaba lejos de la suya.

—¡Alec! —En el paisaje nevado, Joy buscaba a su marido con ansia frenética. Le contestó un grito ronco: —¡Estoy aquí! —Todavía envuelta en la capa de piel, giró en dirección de la voz y vio en medio de un grupo de gruesos árboles, su cabeza gris y helada. Alec avanzaba apenas, mientras su capa se enredaba con las ramas más bajas. Lo escuchó mascullar, lo vio resbalar en la nieve congelada y aferrarse a las ramas. En el silencio invernal oyó el estruendo de un leño y una imprecación.

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SAGAS Y SERIES —¡Oh, bondad divina! —Joy se cubrió la boca con la mano mientras su marido recorría la pendiente del terraplén sobre su ducal trasero, la rama todavía en la mano y la capa colgando del follaje arriba de él. Alec se detuvo, atónito. Luego miró fijo el paisaje y la miró con expresión siniestra. —¿Dónde… está la posada? Joy miró alrededor y no vio otra cosa que blancas colinas de nieve, cándidos árboles y el sendero congelado sobre el cual se encontraba. El cielo gris, cubierto de nubes. —No lo sé. —¿Qué diablos significa no lo sé? Creía que nos llevarías la posada más cercana simplemente con chasquear los dedos. —En efecto —contestó ella entrechocando los dientes. —Entonces, ¿Dónde está la condenada posada? —Lo que pasa, Alec, es que a veces mis hechizos producen un poco de confusión. —¿Qué cosa? —gritó el Duque, mientras sobre su cabeza caía bloque de nieve. Ella se sobresaltó. Su marido sacudió la cabeza para quitar la nieve con el vigor de un perro de caza mojado. —¿Que producen confusión? Joy asintió. —¿No se te ha pasado por la mente que esta sea una contingencia horrenda para decírmelo? Le pareció que él estaba temblando y miró los infinitos copos de nieve que bajaban. —Quería lucirme contigo. Alec se pasó una mano enguantada por la frente. —Entiendo. —Joy estaba segura que estaba contando como lo hacía su tía. Luego él se puso a contar y se estremeció. —¿Creías poder lucirte llevándonos en medio de la nada? —Lo si... siento —murmuró Joy. El frío penetraba también dentro de ella. —Estoy segura que la posada es... está aquí cerca. La he imaginado an... antes perfectamente. —¿Imaginada? Joy se restregó los brazos y miró el blanco circundante con una sensación de miedo. —Tengo que imaginar el lugar al cual quiero llegar, en mi mente y… —¡Diablos! —gritó el Duque, sacudiéndose de encima la nieve con golpes rabiosos. Miró a su esposa, luego el paisaje y farfulló: —No hay que maravillarse si estamos en este lío: es el producto de una mente escocesa… —Eso no lo acepto. —Y yo no acepto ser sometido a esto… a esto —Hizo ondular la mano alrededor suyo y golpeó el borde de la capa. Miró hacia lo alto, ceñudo y le dio un tirón a la capa para desprenderla de la rama. —Yo soy el Duque de Belmore. ¡El Duque de Belmore! Otro estruendo rompió el silencio. Pero esta vez no era un leño, sino hielo. —¡Maldito, el diablo! —Alec se sumergió hasta los muslos en el agua helada. Cuando se oyó otro estruendo, él levantó la cabeza y vio que la grieta en el hielo se estaba acercando a Joy. —¡No te muevas Scottish! ¡Cualquier cosa que fueras a hacer, no te muevas! —gritó con una mano levantada. Joy miró horrorizada la superficie en la que estaba parada romperse pedazo a pedazo, mostrando el agua helada abajo. Cerró los ojos, se apretó más la capa y trató de imaginar el terraplén y su marido. —¡No! ¡No pruebes con los hechizos! —gritó Alec.

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SAGAS Y SERIES Demasiado tarde, Joy chasqueó los dedos y el hielo bajo sus pies se rompió del todo. Él le tendió una mano. Con la otra sostenía la rama del árbol. Joy se hundió. El agua helada le quemó la piel. No sentía más las piernas, los brazos, el cuerpo. —¡Alec! El agua le llegó al mentón. La última cosa que vio fue la cara aterrorizada de su marido.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 12

Se levantó el viento, como llamado por el diablo. Hacía frío, todo estaba helado, salpicado de copos de nieve que se arremolinaban alrededor de la figura arropada que avanzaba con fatiga hundiéndose hasta las rodillas en el mar de nieve. El Duque de Belmore procedía inclinado hacia delante para protegerse, pero especialmente para proteger a su Duquesa, un bulto mojado y tembloroso que sostenía en sus brazos entumecidos. —Háblame Scottish. No te duermas. —Mientras intentaba acomodarla mejor resbaló, tropezó, resbaló de nuevo e instintivamente estrechó más fuerte contra sí a la mujer temblorosa. Logró equilibrarse. —¡Scottish! —exclamó. Gracias a Dios, la sintió moverse, disminuyó la marcha y se detuvo para poder mirar el rostro apartando la capa con la que la tenía envuelta. —¡Despierta! —le gritó. Su voz fue tragada por el viento. La sacudió una, dos veces. —T—a—n—t—o f—r—í—o —contestó ella con un estremecimiento El viento ululaba a su alrededor como un lamento funerario. “No estamos muertos” se dijo Alec caminado en la nieve, preso por la rabia y la tenacidad. La sintió temblar. —¿Cómo te llamas? —le preguntó gritando. Sabía que tenía que hacerla hablar, para que permaneciese lúcida. —¿Mmmmm? —¡Tu nombre! —Scottish. —Joy lo dijo con un ronco murmullo alejado por el viento. —¿Quién eres? —Scottish —repitió ella. Luego su respiración se hizo más lenta, baja y uniforme como la de quien está dormido. Él la sacudió. —¡Despierta! ¡Inmediatamente! —Joy no contestó. La sacudió más fuerte, pero ella permaneció inmóvil. —¡Maldición! —El Duque miró el paisaje que lo rodeaba. Se veía todo blanco, frío, congelado. Creía que había logrado encontrar un camino. Por lo menos esperaba que lo fuera. No se podía distinguir nada en la tormenta. Vio a su izquierda un grupo de árboles y allí se dirigió. Tenía que despertar a Scottish. Debajo de los árboles encontró abrigo contra el viento. La puso de pie, sosteniéndola con un brazo, tratando de mantenerla derecha, pero ella se le aflojó encima. Él la tomó por los hombros y la sacudió. La cabeza cayó hacia delante como una flor con el tallo roto. La sacudió de nuevo. —¡Joy! ¡Despierta! Ella murmuró: —No Joy… Scottish. La Scottish de Alec. —Bien. ¿Quién es Alec? —¿Alec? —la muchacha abrió los ojos; estaban claros, verdes y así, de improviso, tan conscientes que él pensó que lo estaba imaginando. —Que tontería. Tú eres Alec. Mi Alec —contestó ella mirándolo. Sonrió y puso una mano helada a la altura del corazón. Era como tener un hielo en el pecho. Él le escrutó el rostro, pensativo, sorprendiéndose de aquella improvisa lucidez. Le hizo otro examen. —¿Y tú quién eres? Joy levantó el rostro como para mirarlo de arriba abajo. —Soy la Duquesa de Belmore.— Con esfuerzo logró permanecer de pie sola. Le hizo un gesto tan regio que hubiera provocado la envidia de la mismísima princesa de Gales.

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SAGAS Y SERIES Alec se apoyó en un árbol y se sacó la nieve de los ojos. Gracias a Dios. Miró al fondo del camino. No tenía idea de dónde se encontraba, ni que cosa había en los alrededores. Algo le golpeó la pierna. ¡Un zapato! Se dio la vuelta. Su mujer estaba de pie a unos seis metros de distancia rodeada de nieve. La vio sacarse el otro zapato y tirárselo. Le golpeó un brazo. —¿Qué diablos estás haciendo? —Alec tropezó y cayó hacia delante; su bota había chocado con la piel resbalosa de la capa de ella. Una media le llegó a sus manos. Se encontró de rodillas. La otra media casi alcanzó la otra. —¡Para! —gritó y miró horrorizado a su mujer que se sacaba las prendas mojadas. Se puso de pie y corrió hacia ella, gritando. —¿Dónde diablos tienes la cabeza? Joy se tomó la camisa entre las manos y se alejó. Alec, resbaló en la nieve y oyó el sonido de la tela rasgada. Vio a su mujer que trataba de salir de la prenda hecha jirones y trató de acercarse, pero volvió a resbalar. Maldijo. Ahora la nieve caía mojada, pesada y alta. —¡Detente! Ella le sonrió con dulzura como si se tratase de un juego coqueto y caminó unos pasos, completamente desnuda, con la camisa en mano. —¡Scottish! ¡Te ordeno que te detengas! —Alec volvió a resbalar, pero se sintió contento cuando oyó la voz de ella que decía frases sin sentido. Entendió que deliraba. Él trató de aferrarla, pero no pudo. Lo intentó de nuevo, hundiéndose en la suavidad de la nieve y logró tomarle las piernas. Cayeron juntos mientras ella pataleaba. —¡No ¡¡No! ¡Yo soy una bruja buena! —lo miraba sin verlo. Tenía la respiración ronca, irregular, jadeaba; la mano que luchaba contra él se hacía más fuerte y se debatía en la nieve. Con un pie desnudo le golpeó a un lado de la cabeza. —¡Maldición! ¡Para! —gritó, aferrándole el pie. —¡Me quema la piel! ¡No me quemes! ¡El fuego! ¡Tengo la piel en llamas! ¡No dejes que me quemen, por favor! —su respiración se transformó en un sollozo. —¡Pequeña tonta! ¡Morirás congelada! —No me puedo congelar. ¡Al fuego, al fuego! —¡Detente! —Alec clavó en la nieve su propio cuerpo. —¡Me estás quemando! —Ella continuaba retorciéndose, después con la misma velocidad con la que había comenzado a sollozar y a debatirse se detuvo y cayó en un silencio profundo: un silencio de muerte. Él la sacudió. —¡Despierta! Joy se había recostado, estaba inerte, con la piel helada. —¡Scottish! ¡Despierta! —La estrechó contra sí, la abrazó y la acunó. —Soy yo, Alec Ella no se movió. —Tu Alec. —Le hablaba con dulzura pero continuaba sacudiéndola. Le apoyó una mejilla sobre el seno desnudo. Era de hielo. Reteniendo el aliento, trató de captar el latido de su corazón, pero sólo escuchaba el propio, acelerado. Probó de nuevo. Nada. Cerró los ojos para concentrarse mejor. Finalmente distinguió las pulsaciones, débiles y el rastro de lo que podía ser una respiración. Avanzando de rodillas se acercó a las prendas de ella. El Duque de Belmore tenía a su inerte Duquesa apretada al pecho, pero sus brazos eran cada vez más débiles. La nieve caía más espesa que antes, misteriosa y terrible como el silencio de su gélida esposa. Se preguntó si ella moriría, si también él moriría. Se esforzó para expulsar ese pensamiento de la mente y tomó la camisa hecha a jirones, cubierta de nieve; la sacudió tan fuerte que chasqueó como el tiro de fusil. Con mucha fatiga logró ponerle primero un brazo

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SAGAS Y SERIES y después el otro y cerrarla en la delantera. Después le hizo pasar el vestido por la cabeza. Los cabellos de Joy eran un grumo de hielo oscuro y su piel estaba lívida. Tenía que cubrirla deprisa. Recogió la capa de la nieve, la envolvió alrededor de su esposa. Ahora él temblaba tan fuerte que casi no lograba tenerla apretada contra sí, y todavía se encontraba de rodillas. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de cómo ella había dejado de temblar desde hacía un buen rato El instinto le dijo que no era un buen síntoma. Se arrastró con ella hasta donde estaban las medias, dos trapitos de hielo en la nieve. Las sacudió y trató de ponérselas de los pies hasta arriba por las piernas rígidas. La nieve caía cada vez más espesa, más veloz. No logró ver los zapatos. Ella los necesitaba… lo sabía. Volvió hacia el árbol anterior, se sentó sobre sus talones y tomó a Joy en brazos. Después se inclinó por encima de ella sosteniéndola entre el pecho y los muslos mientras escarbaba en la nieve. Logró encontrar un zapato después de haber hecho un agujero muy grande y profundo. Vació el zapato y trató de ponerlo, maldiciendo porque le temblaban las manos. Fue en ese momento que notó los pies y las piernas de ella. A pesar que su cuerpo estaba inerte, flácido como una rosa marchita, los músculos de las piernas y los pies estaban inexplicablemente duros. Los masajeó por mucho tiempo tratando de relajarlos y finalmente logró ponerle el zapato. Recomenzó a cavar en la nieve buscando frenéticamente el otro. Tenía que encontrarlo… tenía… tenía. Lo consideraba un símbolo para su supervivencia. Cuando su mano se cerró sobre el zapato, por poco no llora de alivio. Lo vació en la nieve, masajeó el pie de su mujer, y después lo metió en la piel dura del calzado. Hizo a un lado la capa y miró el rostro inmóvil. —No mueras. No puedes morir. Eres la Duquesa de Belmore. ¿Me escuchas? No morirás. —Con esfuerzo se puso de pie teniéndola abrazada y un momento después, avanzaba con dificultad a través de una nieve tan alta, capaz de poder sepultar toda Londres. Luego el torbellino cesó. Alec se encontró en una cuesta con la nieve hasta la cintura. Entrechocaba los dientes y temblaba, sin embargo, el esfuerzo de caminar en esas condiciones lo había hecho sudar. Sentía el sudor bajar sobre el cuello, espalda, brazos y piernas, más como se helaba inmediatamente sobre la piel, le provocaba todavía más frío. El viento de nuevo era como un látigo helado. Era más frío que cualquier cosa que pudiese recordar. Había recomenzado a nevar fuerte. De improviso sintió que se le apretaban los pulmones. Le dolía la cabeza. Estaba tan cansado como nunca lo había estado, pero no podía y no quería dormir ni detenerse. En la cima de la colina se derrumbó. Cayó sobre la espalda y resbaló por la pendiente con el peso de su mujer en el pecho. Continuó sosteniéndola apretada hasta que terminó de resbalar. Respiró a pleno pulmón, después cerró los ojos, y con la cabeza inclinada a un lado, cedió al agotamiento y a la furia de los elementos. El sonido lejano de una campana penetró en la pizca de conciencia que le había quedado. Murmuró: —Estoy aquí…Belmore... estamos aquí. —Podía ser la ayuda que esperaba. Tenía que abrir los ojos, pero estaban pesados y fríos. Quería tragar pero no tenía fuerzas. Incluso la garganta estaba seca y fría. La campana sonó otra vez. Escuchó el mugido de una vaca, y en la lejanía voces. Alguien cantaba y reía, pero eran sonidos tan débiles que se preguntó si no existían solo en su imaginación. Trató de levantar la cabeza. No sentía los músculos del cuello. No podía moverse. Habrían muerto los dos. Le pareció escuchar otra vez la campana de una vaca. Con un enorme esfuerzo logró levantar la cabeza y al hacerlo vio una pequeña ventana iluminada de una vieja posada, de aquellas que tienen las paredes de caña recubierta con arcilla y el techo abovedado de paja, en aquel momento cubierto de nieve.

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SAGAS Y SERIES —Dios Omnipotente, la posada. Scottish… La estrechó más fuerte y se arrastró hacia delante de rodillas, en dirección a la luz amarilla. Tropezó con una rodilla y cayó encima de Joy. Ella emitió una especie de gemido, bueno al menos era un sonido. —Hemos encontrado la posada. ¡Despierta! ¡Maldición, mujer, despierta! —Se incorporó sobre una rodilla y logró ponerse de pie. Cojeando, tropezando, se acercó lentamente a la puerta de la cabaña. Recorrió los últimos metros jadeando; el aliento le formaba una niebla delante la cara. El cuerpo había perdido la sensibilidad y solo Dios sabía cómo podía todavía funcionar. Golpeó con el hombro contra la puerta, pero no se abrió. Oyó voces, risas y música. Levantó un pie y encontró la fuerza para abrirla de una patada, luego, junto a una ráfaga de nieve, entró trastabillando en la taberna. Cayó el silencio. —Ayúdenos —dijo el Duque, incapaz de focalizar la mirada sobre algo que no fuera la maciza chimenea y el fuego que allí ardía. —Frío… fuego… mi esposa… Alec fue hacia la chimenea con Scottish en brazos. Cuando advirtió el calor, cayó de rodillas y antes de derrumbarse farfulló con voz ronca: —Eres la Duquesa de Belmore. No morirás. Un par de manos fuertes y duras lo tomaron de los hombros. —Démela, ya la sostengo yo —dijo una voz tosca y profunda. Alguien trató de quitarle a Scottish de los brazos, pero él rechazó dejarla ir. —¡No! Debo calentarla. El fuego… —Deje. Ya me preocupo yo de los dos —dijo la voz tosca y Alec se dio cuenta que no trataban de separarlo de su mujer. La misma voz agregó: —Toma otras mantas y enciende el fuego arriba. Alec escuchó pasos apresurados, un chirrido de escaleras, el crepitar del fuego y de pasos arriba sobre su cabeza. Después se sintió levantado por dos robustos brazos mientras el intenso calor le golpeó a la cara, le quemó la piel y lo dejó sin aliento, pero sabía que era aquello lo que su esposa necesitaba. La estrechó más fuerte. —Siéntese aquí. Tiene que entregármela a mí —¡No! —Cálmese, Vuestra Gracia. Él sintió que le sustituían la capa helada por una manta caliente. —No piense en mí. Ella necesita el calor. —Debe dejarla ir. Necesita que se le saque esa ropa mojada. Alec miró en dirección de la voz y vio un hombretón grande y grueso, con una gruesa nariz como una patata y cabellos rubios y largos hasta los hombros. El hombre lo examinaba con sus intensos ojos grises. Alec recomenzó a rechinar los dientes; trató de no hacerlo, pero no pudo. Tiritó. —Y—yo…me ocupo yo. El otro lo miró con una expresión escéptica. —¿Podrá subir la escalera? Alec asintió y trató de ponerse en pie, pero las piernas cedieron y el gigante lo sostuvo con un brazo alrededor de los hombros. —Es mejor que le ayude —dijo guiándolo arriba por la escalera angosta y chirriante. Terminada la escalera le informó: —Es aquí. —Abrió una estrecha puerta. La habitación era pequeña, pero calentada por el fuego de la chimenea frente a la cama. Alec retornó inmediatamente lúcido y recuperó la sensibilidad de las manos y los pies. Se arrodilló delante del fuego dejando caer la manta de los hombros y tendió encima a su esposa exánime, después comenzó a quitarle los guantes helados.

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SAGAS Y SERIES —Haga venir una camarera y mande a llamar un doctor. —Aquí no hay mujeres ni doctores. —¡Por todos los diablos! —maldijo Alec, sacando la capa a su mujer. —Necesita atención —dijo, sin darse cuenta de su tono desesperado. —Quítele esa ropa mojada. Vamos, yo le ayudo. —¡No! Lo hago yo solo. ¿No hay más mantas? —preguntó, agregando la propia a la manta blanca que le habían puesto encima. La puerta se abrió chirriando y entró un enanito con los brazos cargados de viejas mantas de lana y otras cosas. Se acercó a Joy y las colocó a su lado; el hombrecito tenía extraños ojos cautelosos, pero se fue inmediatamente. Alec puso a Joy sobre las mantas, luego descubrió la cama. El hombre grande lo observaba con atención. —También vos debéis quitaros esa ropa de encima. —Primero mi esposa, —Alec trató de trasladar los colchones, pero sus manos habían perdido la fuerza. El gigante lo ayudó a ponerlos cerca del fuego, farfullando algo sobre la cabeza dura de los ingleses. Alec acomodó a Joy y miró su pálido rostro. Se arrodilló a su lado y sintió que le colocaban otra manta sobre la espalda. No dijo nada, ocupado como estaba en quitarle la ropa. El hombretón lo observaba, pero el Duque dijo con altanería: —Es mi esposa. Yo me ocuparé de ella. El posadero abrió la puerta. —Le traeré una cacerola para calentar en el fuego. Necesita agua caliente. El Duque asintió. El hombre se fue y él terminó de arrancarle de encima a su mujer las otras prendas. Los zapatos eran dos pedazos de hielo y se adherían a los pobres pies helados. Si no fuera por las medias, habría tenido que cortarlos. Lo poco que había visto de la piel de Joy, con la prisa de envolverla en las delgadas mantas, era de un blanco azulado. Se sintió invadido por una sensación de completa ineptitud. Desde el momento en que aquella bruja había entrado en su vida, había perdido el control de todo. Nada funcionaba bien. Mirándola mientras yacía envuelta en las mantas, medio congelada y tal vez medio muerta, el Duque sintió algo retorcer dentro de él, algo profundo y sobrecogedor, una especie de premonición que nada, nunca más, sería como antes. Trató de sacarse las botas. El enorme hombre volvió con una gran cacerola de agua humeante. Alec encontró su mirada. El otro extrajo un cuchillo de la cintura, se inclinó a los pies el Duque e hizo un corte lateral a las botas. También volvió el enano, con una bandeja conteniendo dos cuencos de sopa humeante y de pan. Lo depositó sobre el piso al lado del fuego y se fue, indicando un baúl. —Allá hay leña. —Y agregó: —Ahora os dejamos solos. —Se dirigió hacia la puerta, acompañado por el pesado ruido de sus botas. —Gracias —dijo Alec. Raramente el Duque pronunciaba esa palabra. —Siempre a su disposición, Vuestra Gracia. —y los dejó solos. Alec controló la respiración de Joy. Todavía era débil. Después se quitó la ropa mojada y se envolvió en una manta, y se arrodilló al lado de su esposa, la bruja. Contra eso no podía hacer nada. La había desposado delante testigos y el divorcio o la anulación estaban fuera de cuestión. Era un Belmore. Y necesitaba herederos. Y de una esposa. Se habría preocupado de ella como siempre había hecho con todas las otras cosas de su vida. La habría vigilado y le habría ordenado comportarse como una persona normal. Y entonces, tal vez, lograría verla como una mujer normal.

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SAGAS Y SERIES Pese a ser reacio a admitirlo, se sentía atraído por ella, con un fuerte deseo que no había experimentado nunca antes y que no lograba expulsar. Se había mantenido lejos de su esposa convencido de ser víctima de una brujería. Hasta ese momento. Ahora, sin embargo, a ella le había quedado poca energía vital, por no hablar de la magia. Y él sentía una necesidad compulsiva de estar cerca de ella, una oprimente necesidad de tocarla. Le restregó con sus dedos los cabellos mojados y los recordó oscuros, como el pelo del visón, y ondulados y largos hasta los muslos. Le rozó la mejilla, los labios. Sí, era real. Se había casado con una bruja con el rostro de un ángel. Le tocó otra vez la delicada mejilla. Ella no reaccionó. Le colocó otra manta por encima y se sentó a mirarla respirar, como si tuviese miedo que la respiración cesara si él no la mirase. Que locura para un Duque inglés. Finalmente, se obligó a moverse. Controló la temperatura del agua. Estaba caliente. Sumergió unos paños, los estrujó y le mojó la cara y el cuello, algo que nunca antes le había hecho a nadie. Después de unas cuantas veces de pasar el paño caliente a Joy le retornó el color en las mejillas. Le envolvió el cabello con otro paño y pasó a las manos, sabiendo que las extremidades eran las partes más predispuestas a congelarse. Las manos de una mujer nunca le habían llamado la atención, pero frente a las de Joy tuvo otra extraña reacción. Se sintió torpe y distinto, y de pronto, tuvo conciencia de su dimensión y de su propio sexo. Le lavó los pies y los sostuvo en sus manos, los observó y se dio cuenta cuán pequeña y humana era su mujer. Nunca en sus veintiocho años, Alec Castlemaine, Duque de Belmore, se había sentido así completamente fuera de su propio elemento

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SAGAS Y SERIES Capítulo 13

A petición de Neil, vizconde de Seymour, el capítulo 13 ha sido omitido. Mala suerte, ya saben

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SAGAS Y SERIES Capítulo 14

Joy oscilaba entre dos mundos: aquel de la conciencia donde sentía frío y el dolor abundaba, y el otro, donde no había pena ni frío, pero tampoco vida; nada de sol cálido, nada de pinos de olor penetrante y fresco, nada de flores de colores, nada de Alec. —Scottish. Joy trató de decir algo, cualquier cosa, pero no le salía la voz. Lo sintió cerca; su aliento sobre su rostro la tranquilizaba. Intentó desesperadamente mover los labios, pero estaban demasiado secos y agrietados. —¿Qué dices? No te escucho. —Alec… —las palabras le quemaban la garganta. Trató de lamerse los labios sin lograrlo. —Espera un momento —dijo él e inmediatamente Joy sintió un paño húmedo mojarle la boca. —Tengo frío, tanto frío —murmuró. —Lo sé. —Abrázame. Joy advirtió la indecisión, después oyó el crujido de una manta y lo sintió a su lado; inmediatamente estaba contra su cuerpo. Percibió la fuerza de sus músculos, tan distintos de la suavidad de la propia carne, mientras absorbía su calor. Estaba sin camisa; le pasó los dedos por el vello del pecho mientras él cubría a ambos con su manta. Joy se sintió encerrada en un capullo de fuerza masculina. “Alec, esta vez soy yo la que necesita de tu magia”, pensó y después de un segundo se sintió cálida y vibrante, como si él le hubiera transmitido la propia vida. Sintió sus manos en su cara y su voz: —¿Mejor? Ella trató de contestar pero no pudo. Le puso la mano fría sobre el corazón y logró articular con un ronco murmullo: —Bésame. Alec la miró. Ella intuyó su titubeo, su mirada. Después sintió que le levantaba la barbilla y le rozaba la boca con una caricia gentil; Joy protestó con un gemido. Él se retrajo, atónito. —Como antes. Me calienta por dentro —murmuró ella, golpeándole la mano sobre el pecho. Alec la satisfizo con un beso profundo y ella saboreó al hombre que amaba, su Alec. Después de algún tiempo, Joy se movió; no quería despertar de su sueño. Estaba tan caliente por fuera como por dentro, pero no sabía sí por mérito del fuego o por el beso de Alec. Era la última cosa que se le había grabado en la mente, porque después se había adormecido dentro del círculo de sus brazos. Todavía entre la bruma del despertar y el sueño, advirtiendo la presencia de su marido, abrió los ojos. Pero su visión era confusa, borrosa. Parpadeó dos o tres veces, luego giró la cabeza. Él estaba de pie al lado de la pequeña ventana, sumergido por el resplandor de la luna. Miraba hacia fuera. Los faldones de la camisa blanca le colgaban de los pantalones de gamuza, manchados de tierra y desgarrados detrás de una rodilla. Las botas, abiertas en la parte interior de la pantorrilla, le colgaban en las piernas. Tenía un brazo levantado y con una mano apretaba el marco superior de la ventana,

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SAGAS Y SERIES mientras con la otra sostenía una taza de la cual, cada tanto bebía algo. Lo observó con atención. Parecía sumido en sus pensamientos y ella se preguntó cuáles serían. Puesto que su cara difícilmente expresaba emociones sino cuando estaba encolerizado, no lograba imaginarlo. ¿En qué pensaba un Duque? Su mente recurrió a cuando lo había visto de pie con el agua hasta los muslos y le había preguntado dónde diablos se encontraba la posada. Ella había querido sólo impresionarlo con un hechizo. A veces su magia se le daban tan mal que se preguntó cuál sería la razón de su vida. ¿Quizá fuera Alec la razón por la cual ella existía en ese mundo confuso donde se albergaban la felicidad y la angustia juntas? Con un suspiro Joy se colocó las mantas debajo de la barbilla. Sus músculos protestaron incluso por aquel pequeño movimiento. Sentía el cuerpo dolorido como cuando había caído de la escalera de la torre para perseguir una escoba que corría. No era fácil ser una joven bruja, aunque tuviera dotes paranormales. Miró de nuevo a su marido y todos los errores y los vergonzosos accidentes ocurridos durante los hechizos se disolvieron como niebla al sol.

Alec estaba seguro de estar inmerso en una pesadilla. El gigante y el enano habían desaparecido. Los había buscado, los había llamado, los había esperado, pero nadie había acudido y por lo que se podía ver, parecía que no había ánima viva. No había ropa en los baúles, ninguna señal que la casa estuviera, o hubiera estado habitada. Estaban los muebles y los utensilios clásicos de una posada, pero ningún objeto personal. Vagó con la mirada atónita hacia la ventana. Vio los vidrios empañados y nieve. Nadie habría salido de casa con ese tiempo, sin embargo, los dos hombres habían estado y se habían ido. Se acercó a la chimenea del comedor y miró alrededor. Sólo vio mesas toscas y sillas, pero ningún barril de cerveza. Cerca de la chimenea se encontraba una pequeña pila de leña cortada. Alec estaba seguro de haber escuchado la campana de una vaca, risas y voces; era esto lo que le había hecho dirigirse allí. ¡Tenía que haber un establo, un cobertizo! ¡Aquello era una posada, caray! Mirando desde la ventana le pareció ver una sombra oscura en la lejanía, pero no se atrevió a moverse hasta que Joy no se hubiera despertado. Fue a la cocina que se veía detrás de la escalera tambaleante. En la chimenea había una olla con sopa, fría. Era poca, menos de un tazón, pero también encontró un pedazo de pan. Cerca de la chimenea encontró gran jarro de barro lleno de agua y en la pequeña despensa encontró algunos nabos con incrustaciones de tierra, zanahorias, remolachas y patatas, un saco de harina integral y media taza de tocino. Pero, siendo un Duque, no tenía la menor idea de cómo utilizarlo. Había estado en la cocina sólo un par de veces, en Belmore, cuando era un niño. Miró los vegetales sucios de tierra, indeciso. Se consideraba un hombre inteligente, administraba una gran propiedad, discutía problemas legales en la Cámara de los Lores y era un importante par del reino. Pero los pares de Inglaterra no cocinaban.

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SAGAS Y SERIES Reflexionó sobre este axioma por un minuto, luego llegó a una conclusión perfectamente masculina. Ya que él era un hombre y un Duque, seguro que podía cocinar como los demás, más bien, mejor. Le prepararía a Joy una sopa fresca.

—Debes alimentarte, Scottish. Despierta. Joy se lamentó, luego sintió como la enderezaban y otra vez se encontró contra su pecho. Apoyó una mano y volvió a acurrucarse. —No te vuelvas a dormir. No te lo permito. —Estoy tan cansada… —refunfuñó ella. Alec la zarandeó. —Debes comer. Joy suspiró, abrió la boca y aprovechó la ocasión para abrazarlo y acurrucarse más cerca de él. —Buena. Aquí está la sopa. —Ella sintió el calor de la cuchara sobre los labios y un poco de caldo en la boca. Inmediatamente cerró los labios, alejó la cara, tosió, tragó y tosió otra vez. Luego respiró fuerte y con una mueca de disgusto miró a su marido. Él estaba sentado perfectamente inmóvil. Miró el cuenco y dijo: —Necesitas comer. —No la quiero. Sabe a tierra. —Joy se apoyó de nuevo sobre el colchón y se apretó las mantas encima. Alec se tensó, pero estaba demasiado débil y cansado para discutir. Ella pensó que podía ser tan arrogante como se le antojara, pero ella no iba a tomar ese caldo. Se lo dijo y cerró los ojos, perdiéndose así la expresión ofendida que cruzó la cara de él mientras miraba el cuenco. Después de algunos segundos de absoluto silencio, Alec le puso al lado un pedazo de pan y salió de la habitación con el cuenco en la mano. El olor del humo de leña, despertó a Joy, que abrió los ojos y miró las llamas de la chimenea. Se sentó en la cama apretando los dientes por el dolor de los músculos y miró alrededor. Alec no se encontraba y ella de pronto se sintió muy sola y vulnerable, y muy desnuda debajo de las mantas. Vio las ropas de su marido encima de un baúl cerca de la ventana. Trató de levantarse, pero fue una locura, porque los pies y las piernas picaban como si tuviesen enjambres de abejas. Se tiró de nuevo encima de la montaña de mantas más frustrada que antes. Luego se masajeó los pies desnudos hasta que los sintió normales. Probó de nuevo a levantarse, esta vez con éxito. Con el paso de un pato ebrio se acercó a sus vestidos, vio la camisa hecha jirones y dio un paso atrás. Apuntó el dedo hacia la camisa y recitó: —“Prenda de seda con cinta azul, vuelve a ser como has nacido tu” La camisa despareció para dejar lugar a un objeto blancuzco. Joy se acercó y vio un capullo grande como un huevo de petirrojo; en su interior algo se movía. Era un capullo de gusano de seda. —¡No en la forma original! —refunfuñó. Volvió a intentar con otro hechizo cambiando las palabras, pero sólo logró recuperar la camisa desgarrada. En todo caso, siendo una escocesa austera, se la colocó de igual modo pensando que era mejor que nada. Después de algunos minutos y con esfuerzo se había colocado el vestido de cachemira verde, arrugado, deshilachado, y en ciertos puntos sujeto con las horquillas, las

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SAGAS Y SERIES medias rígidas, que en un tiempo habían sido blancas, y los zapatos verdes, duros como madera. Se soltó el cabello enmarañado y pasó las manos con bastante sufrimiento. Finalmente renunció; envolvió la cabellera alrededor de una mano y se la acomodó en la cabeza con la ayuda de algunas horquillas. Hecho esto, abrió la puerta y se encontró delante de un pequeño descanso y una empinada escalera. Cerró la puerta de la habitación, y oyendo la voz de su marido en el piso de abajo, descendió silenciosamente los peldaños, muy despacio, porque las piernas le temblaban. A medio camino distinguió las palabras de Alec y se detuvo. —El Duque de Belmore atascado en medio de la nada. No hay ni un condenado siervo. ¿Qué diablos de posada es ésta? Joy esperó escuchar una respuesta, pero no llegó. ¿Con quién hablaba? Sólo oía algo que golpeaba sobre un objeto de metal. Bajó unos peldaños, inclinó la cabeza bajo una viga baja y vio la espalda de Alec inclinada sobre la chimenea de la cocina. Excepto él, la habitación estaba vacía. —Un momento estaban aquí y un momento después se habían ido —Alec meneó la cabeza y farfulló algo a propósito de gigantes y enanos que desaparecían. El Duque de Belmore hablaba solo. Joy oyó un ruido de frotar un metal sobre otro metal, luego el de un fósforo que se encendía y una especie de explosión. —¡Maldito diablo! Desde la chimenea explotaron llamas azules similares a fuegos artificiales. El Duque estaba de pie un poco lejos de la chimenea y miraba la llama, sin duda con ducal desprecio. La puerta del horno se abrió con una ráfaga de aire caliente y chocó contra los ladrillos. En el horno del pan salían lenguas de fuego. A Joy le recordó uno de sus hechizos en un día desafortunado. Pero no era nada en comparación con el aspecto del Duque, que estaba completamente cubierto de harina desde las orejas hasta el delantal que llevaba. Sus manos estaban cubiertas de masa fresca, que le colgaba de entre los dedos. Su gracia, el honorable y siempre correcto Duque de Belmore, era un desastre. Joy no logró contenerse y rió. Él la miró y por sus ojos pasó un brillo de sorpresa y luego un relámpago de algo que le hizo retener el aliento. Parecía contento, muy contento, pero la expresión complacida desapareció tan deprisa que llegó a dudar de haberla visto. —Veo que te sientes bien —le dijo acercándose. Ella asintió, bajó los dos últimos peldaños y le preguntó, mirando alrededor: —¿Qué estás haciendo? Él anunció con afectación: —Preparo la comida. Joy avanzó algunos pasos y vio una artesa8 en un rincón. Dentro había un amasijo que, con un poco de imaginación, podía pasar como masa de pan. Tenía las dimensiones de una gaita y yacía en medio de un alto estrato de harina integral. —¿Pan? El dique se dio vuelta y miró la masa. Y por primera vez ella vio su seguridad vacilar. Siendo evidente que su orgulloso marido no tenía idea de que estaba haciendo, se ofreció a ayudarlo, esperando poder convencerlo para que le dejara usar sus poderes. —Ah, sabes cocinar —dijo él, aliviado pero buscando el modo de no darlo a entender. Puesto que la Duquesa de Castlemaine era todo menos estúpida, no quería dejar escapar así una bella ocasión para impresionarlo. Ella no sabía cocinar, pero con la magia lograba siempre preparar una buena comida. Respiró profundamente, abrió los ojos y dejó salir un “sí”. 8

Artesa: cajón rectangular, generalmente de madera, que por sus cuatro lados se estrecha hacia el fondo. Generalmente se usaba para amasar el pan.

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SAGAS Y SERIES —Bien. Parecía que el Duque no veía la hora de sacarse ese delantal. Joy reprimió su risa. No se había movido con tanta velocidad cuando le había prendido fuego a la alfombra en el comedor. Alec la miró y ella se esforzó por aparecer seria, pero por la expresión de él comprendió que había fallado. Un poco más rígido que de costumbre y muy ducal, su marido tiró el delantal sobre la artesa levantando una pequeña polvareda de harina. —Yo me ocuparé del fuego de la habitación grande —dijo, dando un militar paso atrás y saliendo de la cocina. Después ella oyó el estruendo de pedazos de leña en la chimenea. Joy miró la confusión y las escasas provisiones, luego sacudió el delantal, se lo puso y puso un poco de verdura sobre la mesa. Había harina por todos lados. Descubrió en un rincón una escoba apoyada en una artesa para la mantequilla. ¿Tenía que usarla? Miró la escoba, arrugó la frente y dijo: —Ven. La escoba dio dos saltos hacia Joy luego se detuvo, de pie. “Más cerca” pensó y después de haber dado una furtiva mirada en dirección a Alec, repitió: —¡Ven! Con un salto la escoba se acercó yendo a chocar contra la mesa. —¿Qué ha pasado? Joy se sobresaltó con la voz del marido y se estiró a un lado para verlo. Todavía estaba arrodillado frente al fuego, pero miraba en su dirección. —Se me ha caído una cosa —fue la respuesta. Él asintió y continuó con su tarea. Ella miró la escoba, rió y dijo: ¿Ves harina sobre la artesa y en el piso? Bárrela mientras hago un guiso; hazlo en silencio y déjalo al instante si el querido Alec aparece delante. La escoba barrió la harina de la artesa, luego hizo una pequeña danza y recogió la del piso en un montoncito. Joy sonrió, miró la masa y el horno sobre la chimenea. Apuntó hacia la masa y chasqueó los dedos. La masa se deslizó como un gran gusano hasta el borde de la artesa. Joy levantó la mano y dijo: —¡Arriba! —¡Maldición! Consternada, Joy lo miró hacia la sala grande esperando ver Alec suspendido en el aire. En cambio lo encontró encorvado sobre una pila de leña cerca de la chimenea. —Esta condenada leña no quiere encender. Debe estar demasiado verde. Joy suspiró de alivio, luego vio la masa todavía en su lugar, indicó el horno y ordenó en un murmullo: —¡Anda, cuécete! La masa de pan voló hacia el horno de ladrillo y la puerta se cerró ruidosamente. Se oyeron los pasos de su marido en el piso y la escoba se detuvo en medio de la cocina. Joy alcanzó a tomarla justo cuando él pasaba para ir hacia la escalera. —¿Está todo bien? —le preguntó. Joy asintió y le mandó una inocente sonrisa. —Voy a buscar leña seca al piso de arriba —le informó Alec, luego se detuvo y le dio una extraña mirada: —¿Algo no está bien? Ella acentuó la sonrisa y meneó la cabeza.

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SAGAS Y SERIES —No. Sólo estoy haciendo un poco de limpieza. —Alec asintió y subió la escalera. Joy miró severamente el montoncito de harina y ordenó: —¡Desaparece! La harina desapareció al instante. Sonriendo satisfecha, Joy se restregó las manos y decidió probar sus poderes sobre las verduras. Estaba justo pensando un hechizo para pelarlas, cuando vio a Alec bajar y después detenerse apretando el pasamanos. Joy se sintió observada con una expresión cautelosa. —La leña para la chimenea ha desaparecido. Con aprehensión, Joy levantó los ojos al techo. Los de Alec se hicieron sospechosos. Después de un momento preguntó: —¿Cuándo despertaste, viste una pila de leña allá arriba? —No recuerdo —contestó ella, recordando, en cambio, el montón cerca de la chimenea, y agregó desenvuelta: —¿Has visto por casualidad un cuchillo por algún lado? —Dándole la espalda comenzó a hurgar por la cocina abriendo y cerrando alacenas. Se hizo un largo silencio, después Alec contestó que no: —¿Para qué te sirve un cuchillo? —preguntó. —Para pelar la verdura —contestó ella, inspeccionando una gaveta pare evitar su mirada. —¿Pelarla? ¿Quién lo habría pensado? —refunfuñó el Duque en voz baja. Y en voz alta dijo: —Tengo que buscar más leña. —Y se fue. Joy miró de nuevo el techo y agradeció al cielo que no hubiera desaparecido todo el piso superior. Finalmente, hurgando en otro pequeño armario, encontró dos cuchillos. Tomó el más pequeño y se acercó a las verduras pensando que podría pelarlas sin magia. Con la sensación de estar bajo sospecha se puso a lavar los vegetales en un recipiente con agua que sacó de un barril, luego los secó con un paño de lino que se encontró entre las manos durante la búsqueda. Por lo tanto comenzó a pelar los nabos, canturreando a boca cerrada una cancioncita de su infancia y pensando en la cena que habría podido hacer utilizando la magia: pato asado con miel y salsa de naranjas, zanahorias gratinadas con cebollitas, patatas a la crema y pequeñas hogazas de pan con mantequilla. De improviso se sintió hambrienta. Pensó en la mantequilla. He ahí lo que necesitaba el pan. Miró la vieja máquina para hacer mantequilla, en un rincón, la arrastró al centro de la habitación. Después salió de la cocina y vio a Alec: —Ven a ver lo que he encontrado. —Él, con los brazos llenos de leña, la miró escéptico, pero la siguió. —Mira. Es una máquina para hacer mantequilla. —Si, supongo que si —reconvino su marido sin interés. —¡Podemos hacer mantequilla! —exclamó Joy, restregándose las manos. —No creo haber visto nata. —¿Esta no es acaso una posada? Debe haber un establo con vacas. ¿Las posadas no tienen siempre un establo? —Estoy seguro que ésta no es una posada como las otras. Joy se acercó a la ventana y limpió el vidrio; sólo vió nieve, tal cantidad de nieve que casi llegaba al alféizar. Se le cayeron los brazos. —Pensaba que tu pan sería mejor con mantequilla. —dijo y permaneció en silencio. Percibió que él la miraba y lo miró a su vez. Alec respiró fuerte y se pasó una mano entre los cabellos. Murmurando alguna cosa sobre el hecho de morir de frío; fue a buscar la capa que habían usado en la carroza, se la colocó y se dirigió hacia la puerta lateral.

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SAGAS Y SERIES —Hay una construcción después del patio de los carruajes. Hay un cobertizo, tal vez un establo o incluso las dos cosas. Antes de llegar aquí escuché un cencerro; tal vez la vaca está allí. —¡Oh, qué bien! ¿Dónde está mi capa? Él se detuvo y la miró por debajo de su aristocrática nariz. —No te muevas. —¿Por qué? —No estoy acostumbrado a discutir mis órdenes —dijo con la mano sobre la manilla de la puerta. Joy cambió de táctica. —¿Eres capaz de ordeñar una vaca? Él se detuvo, la mano apretada en el pomo. Después de un silencio, que le pareció que duraba un siglo, el Duque dijo: —Tu capa está al fondo de la habitación. Contenta con el éxito obtenido, Joy sacó el pan del horno y tomó la capa, ansiosa por salir antes que él le preguntara si sabía ordeñar. Afuera, la nieve era tan alta que superaba la cintura. Alec la tomó en brazos, su posición predilecta. El corazón de Joy aceleró los latidos. Le colocó los brazos alrededor del cuello, le apoyó la cabeza en el hombro y sonrió, resistiendo el deseo de maullar. Mientras estuviera en esa posición, no podía morir de frío. Pocos minutos después estaban en el interior de un establo húmedo. Joy escuchó el cloquear de gallinas. —¡Mira! ¡Tenemos huevos! Alec siguió la dirección indicada por su mujer y vio un carro roto lleno de heno que servía de nido a algunas gallinas flacas y oscuras. Una gorda vaca blanca salió pesadamente desde un rincón oscuro resonando un cencerro. —¡Oh, mira! ¡Tiene un cencerro! Yo adoro las campanas ¿y tú? La vaca los miró parpadeando los ojos y mugió. Joy suspiró y se giró hacia el marido, que a su vez la miró sin expresión. La vaca parpadeó de nuevo sus ojos. Nadie se movió para ordeñarla. Finalmente él se sacó la capa, la colgó en un clavo cerca de la puerta e hizo lo mismo con la capa de su esposa. —Dime lo que te sirve y veré si puedo encontrarlo. A ella le servía saber cómo ordeñar la vaca. Nerviosa Joy la acarició esperando cautivarla. Después de alguna caricia dijo, decidida: —Me sirve un balde. Alec comenzó e explorar el establo y Joy susurró al oído de la vaca: —Necesito de tu colaboración. —La vaca bajó la cabeza y le dedicó su dulce mirada bovina. Se oyó un fuerte cloquear y un ruido estridente de metal. —Te he encontrado el balde. Y un asiento —¿Un asiento? Oh, bien —contestó Joy, luego murmuró a la vaca: —Te ruego —y le dio una palmadita antes que Alec llegara con el balde y un banquillo. Joy se sentó, miró debajo del hinchado vientre del animal y puso el balde en dirección a las ubres. —¿Te molesta si te miro? Joy se sobresaltó oyendo la voz de Alec, pero contestó que no y agarró dos de las ubres de la vaca. Los brazos de la Duquesa eran demasiado cortos, así que se vio obligada a colocar la mejilla apoyada sobre el animal. La vaca mugió y Joy se sobresaltó. Tiró de las ubres pero no sucedió nada. Las apretó y la vaca onduló la cola.

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SAGAS Y SERIES —No sale nada —comentó Alec —Hace mucho tiempo que no ordeño. —Ella apretó otra vez, pero sin éxito. —¿Desde cuándo? —La voz de Alec era sospechosamente calmada. —Veintiún años —murmuró Joy, desde debajo de la vaca. Después de un momento, dijo: —Aún nada —y se inclinó para mirar. —Habías dicho que sabías ordeñar. —No exactamente. En verdad, yo te he preguntado, si habías ordeñado una vaca alguna vez. —Y yo he deducido que tu sabías hacerlo. —Ella meneó los hombros. —Pensaba que sería fácil. El Duque caminó adelante y atrás en el pequeño espacio detrás de su esposa, farfullando algo sobre el cuajo de la leche; luego se detuvo y se acuclilló detrás de ella. —No puede ser tan difícil. Permaneció un poco pensativo, luego agregó: —¿Los has apretado? —Si. Mira. —Joy tomo en sus manos las dos ubres y las apretó. —¿Ves? No sucede nada. —Probó de nuevo, sin éxito. —Tal vez están cerrados. —Tomó una de las ubres y la dobló para inspeccionar la punta. —¿Ves algo? —No —contestó él, acercándose después. Joy dobló hacia arriba otra ubre. —¿Y ahora? —dijo dándole un tirón Un borbotón de leche le pasó cerca. —¡Oh, mira! ¡Lo logré! ¡Lo logré! —exclamó y miró a su marido. La noble cara del Duque goteaba leche. —¡Oh, bondad divina! —Con la mano en la boca Joy miró horrorizada la leche que bajaba desde la aristocrática nariz, goteaba por el arrogante mentón y la mandíbula cerrada con el acostumbrado tic y se escurría sobre su cuello. No logró contener la risa. Él la miró con una expresión feroz. Joy dejó de reír, lo miró a los ojos y le dio una palmadita de afecto en la mano. —Tú me gustas incluso con leche en la cara. En la cara crispada del Duque apareció una expresión de sorpresa y de curiosidad. El tic desapareció así como la máscara feroz, sustituida por un patente e intenso deseo. Joy fue tan feliz que sonrió. Alec necesitaba de ella y se había dado cuenta sólo en ese momento. Él le rozó la mejilla con los dedos, le miró la boca, le acarició los labios y el lunar arriba del labio superior. Ella conocía aquella mirada y el corazón le latía fuerte. “Bésame… bésame… bésame…” pensó. Estaba segura que él también lo deseaba, porque percibía el deseo vibrar en el aire. Entreabrió los labios y Alec se inclinó hacia delante, le puso una mano detrás del cuello y le empujó la cabeza para acercarla. Joy le rodeó el cuello con un brazo y le puso la otra mano sobre el corazón. Lo sintió latir al unísono con el propio. Sus bocas se tocaron, se abrieron y él la acercó más con una mano mientras la otra le sostenía la cabeza. Le rozó la lengua con la propia. La estaba besando. El monstruo había desaparecido. La vaca se movió. Joy escuchó sonar el cencerro, pero en ese momento no le importaba.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 15

LA SEDUCCIÓN En la cama, en la cama… .Lo que está hecho no se puede deshacer. En la cama, en la cama. W. Shakespeare, Macbeth Acto V, escena I

Alec escuchó el cencerro y entendió que estaban en el lugar equivocado. Interrumpió bruscamente el beso, resistiendo al pequeño gemido de sorpresa de su esposa. —No aquí —Hizo lo que pudo para ignorar la evidente desilusión que leyó en los ojos de ella y se dio cuenta que la palabra desilusión no describía ni remotamente lo que sentía él. Nada le habría gustado más que hacer a Joy su esposa allí, en ese momento, con el heno como lecho de bodas. Pero estaban en un establo. El Duque y la Duquesa de Belmore no debían acoplarse en un establo. —Tenemos una vaca que ordeñar —dijo. Esto la hizo sonreír. Lo miró con adoración y él le contestó con una mirada lúgubre. ¡No quería ser adorado, maldición! Joy bajó los ojos y jugueteó con una pajuela de heno. Alec era cruel, pero tenía sus buenas razones. El efecto que su esposa ejercía sobre él lo irritaba, porque no podía controlarlo con una orden y ni siquiera podía rechazarlo. De pronto, un pensamiento lo golpeó como un puño en el estómago. ¿Y si ella hubiese usado sus poderes mágicos sobre su persona?¿Era por eso que no lograba controlar la atracción que probaba por su esposa, la necesidad física de poseerla? La miró por un minuto, presa del deseo. —¿Me has hecho un hechizo? —le preguntó. Sorprendida, ella inclinó un poco la cabeza y contestó: —No. —¿Entonces, por qué me sucede todo esto? —¿Todo qué? —Apenas te miro, siento deseo de comportarme en un modo extraño. Creo que tu me has hecho un hechizo de amor. Quiero que lo deshagas. —Cruzó los brazos al pecho y agregó: —Inmediatamente. Joy se lo quedó mirando un largo momento, y Alec se dio cuenta que su cautelosa mente de bruja estaba trabajando. —Para borrarlo necesito besarte. Él se puso rígido no sabiendo qué esperar. —Adelante. Con lentitud, Joy le puso los brazos al cuello y se levantó en la punta de los pies, acercando a su rostro la boca y aquel condenado lunar sexy. Después sus labios se unieron mientras ella desplazaba las manos desde su cuello a las mejillas. Alec contó en latín, y esto le permitió mantener el control hasta cuando Joy trazó el dibujo de sus labios con la punta de la pequeña lengua curiosa que Alec sintió acariciar la suya. La magia se desató. Gimió, pero se esforzó contando en griego, y después conjugando los verbos franceses. Probó de todo para luchar contra el deseo impelente de abrazarla fuerte y de poseerla sobre el heno. Finalmente, Joy retrocedió, respiró profundamente, y dijo:

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SAGAS Y SERIES —Hecho. —¿Ha desaparecido? Joy se contuvo de reír. —Sí. El Duque no se sentía distinto de antes. —¿Ya no tengo el hechizo? —No más —confirmó Joy con una de aquellas sonrisas que le hacían perder la cabeza. Alec se levantó y dijo: —Nunca más. Nunca más debes hacer hechizos de amor, especialmente sobre mí. ¿Has entendido? —Si, Alec. —Joy adoptó una actitud humilde, con la cabeza baja y las manos cruzadas adelante. —Bien. Yo ordeño la vaca —dijo el Duque, listo a discutir. —Tú recoges los huevos. Ella lo miró con ojos brillantes. —¡Oh, que bien! Nunca he recogido huevos. ¿Y tú? —No. Después de unos minutos, el único sonido en el establo era el de la leche cayendo dentro del balde. —Lo haces muy bien. —Joy había permanecido de pie después de haberle cedido el banquillo. Alec levantó los ojos. El instinto le decía que repitiera la orden que le había dado, pero ella le sonrió otra vez y una parte débil de él le sugirió que no debería quitarle la felicidad que transparentaba su rostro radiante. —¿Estás segura de haberme borrado el hechizo? —Por mi honor de bruja. —El rostro de pronto serio, Joy levantó la mano. Alec abrió la boca pero no salió ningún sonido. —¿Por qué me preguntas? ¿Todavía lo sientes? —Sí. —Oh, bien, tal vez demora un poco de tiempo en desaparecer. Él murmuró: —Hará bien en apurarse. —Bueno, es mejor que vaya a recoger los huevos —anunció Joy, sacándose una pajita detrás de la falda. Él no contestó, porque se le había aparecido en la mente la imagen de ella con el cabello suelto, ondulante sobre la misma zona de la pajita, y más abajo sobre los muslos desnudos. En el balde, la leche aumentaba. El Duque retomó el control de sí y se concentró en su trabajo. —¡Oh, Alec! ¡Ven a ver, he encontrado una cosa! —¡Maldición! —refunfuñó él al balde de leche. —¡Ven, luego! Resignado, Alec se secó las manos en los pantalones, caminó alrededor de la vaca y vio su mujer correr a su encuentro. Joy le tomó un brazo y lo arrastró hacia un rincón del fondo —¡Mira! —Joy indicaba un baúl de libros y otro baúl recubierto de paja. —¿Qué crees que contenga ese baúl? —Seguramente algo que nadie quiere. —¿Dónde está tu espíritu aventurero? Abrámoslo. La expresión de curiosidad y alegre anticipación en el rostro de Joy no podía ser ignorada. Alec desplazó el baúl con los libros encuadernados de piel y abrió la cerradura del otro baúl.

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SAGAS Y SERIES Cuando levantó la tapa, las bisagras crujieron y la cabeza impaciente de su esposa se interpuso en su visual. —¡Oh, bondad divina, mira! —dijo Joy, extrayendo un gran sombrero de terciopelo rojo de las dimensiones de una silla de montar, con tantas plumas como una manada de avestruces. Luego, con el sombrero en la cabeza, retrocedió un paso y se puso en pose. —¿Cómo me veo? —preguntó, dando un pequeño golpe arriba del monstruoso sombrero, que se le bajó sobre la nariz; las plumas aflojaron hacia delante, más allá del ala. Ella las desplazó con un soplo y dijo: —Puede que sea un poco ancho. Antes de lograr controlarse, el Duque no pudo evitar una explosión de risa; pero se repuso inmediatamente. Ella empujó el sombrero hacia atrás y con la curiosidad en los grandes ojos verdes preguntó: —¿Qué era ese ruido? —Yo no he escuchado nada. —Bueno, en cambio yo sí. ¿Puedo saber porque no quieres reír? —Reír es de tontos. —Alec oyó en su propia voz gélida el eco de aquella paterna, se tensó por dentro y por fuera. —Yo cero que reír es un regalo. —¿No quieres ver qué otras cosas contiene el baúl? —Quiero verte reír —murmuró ella. —Y yo quiero cesar con estas tonterías, por lo tanto, llevaré dentro el baúl así podrás hurgar todo lo que te parezca. —¿De veras? Te lo agradezco. —Ella sonrió feliz. —¿Estás segura de haber eliminado el hechizo de mí? —Juro que nunca te he hecho hechizos de amor. Alec se dio cuenta que era sincera, y esto aumentó su frustración. —¿Crees que podríamos tomar prestado también algunos libros? —Sí —contestó el marido, colocándose la capa. —Aparta aquellos que te interesan mientras yo llevo dentro el baúl. —¿Y la tina? —Joy indicó un gran recipiente redondo lleno de heno. —Y la tina —consintió Alec. Cerró la tapa del baúl, lo levantó sofocando un gemido. Esa condenada cosa pesaba una tonelada. Se estaba acercando a la puerta con gran esfuerzo cuando sintió una pequeña mano en el brazo. Se detuvo y tomó aliento, esperando no caerse con su carga. Joy lo miró. —Sabes hacer muy bien también esto. —¿Qué quieres decir con esto? —Acarrear cosas —contestó ella con orgullo en la voz. Le dio una palmadita en el brazo y corrió hacia atrás. Con la cabeza alta, los hombros derechos y la expresión inmutable, el Duque de Belmore salió del establo decidido a no dejar caer el baúl hasta la posada. “El tenebroso Duque de Dryden tiró de las riendas de su grueso semental de quijadas humeantes y exploró el pantano brumoso en busca de la joven gitana. La muchacha había herido su orgullo y él quería vengarse llevándola a su cama…” —Oh, Dios mío. —Joy cerró el libro con un golpe seco, y miró el título: “El Duque cobarde”.

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SAGAS Y SERIES —Creo que este también me sirve —murmuró y agregó el volumen a la pila de libros que parecía aumentar cada vez que sacaba uno del baúl. Miró los otros títulos, después volvió hacia aquellos que había descartado: Shakespeare. La tía le había prohibido leer sus obras y lo había definido un zafio sassenach, es decir un inglés, que no sabía absolutamente nada sobre brujas escocesas. Joy se acercó a la tina; la dio vuelta vaciándola del heno, después la arrastró hacia los libros. Volvió Alec y miró la pila más pequeñas. —Veo que te gusta Shakespeare —dijo y empezó a meter los libros en la tina. —Oh, no. Esos no los quiero. Son los otros los que he elegido. Él miró ceñudo el dorso de los libros. Tomó el primero de la pila. —¿Tom Jones9? Creo que no. —Y lo tiró en un rincón. —Pero, lo he hojeado. Habla de un pobre huerfanito. Ignorando la esposa, Alec leyó otro título. —¿Moll Flanders10? —Su madre fue hecha prisionera por haber robado un poco de comida, antes que Moll naciera. Pobre pequeñita. Fue vendida a los gitanos. —También aquel tuvo el fin del anterior. La voz del Duque aumentó de tono. —¿Fanny Hill11? Joy enrojeció. —Este me ha parecido… muy interesante. Aún más fuerte él exclamó. —¿El Duque Cobarde? —A la vista de aquel título Belmore casi se sofocó. Joy se estremeció, pero sabiamente permaneció en silencio. —Esos no los lees. —Alec tomó en mano el último libro y leyó el título. —Puedes leer este —dijo, poniéndole en la mano Robinson Crusoe —y Shakespeare. Tomó los volúmenes descartados por Joy y los puso en la tina. Después dijo algo a propósito de la leche y fue hacia la vaca. Joy miró el libro que tenía en la mano, vio que su marido estaba detrás de la vaca y deprisa lanzó El Duque Cobarde debajo de los volúmenes de Shakespeare y por seguridad, puso encima de la pila la canasta de los huevos. Después, con las manos detrás de la espalda y la expresión inocente, esperó a su marido canturreando. Él llegó y le puso delante el balde de la leche. —¿Crees que podrás llevarlo? —Sí —contestó, después de haberlo sopesado. Alec le ayudó a colocarse la capa, luego levantó la tina con los libros y salieron del establo. Apenas salieron, ella se detuvo. El viento se había calmado y todo estaba inmerso en el silencio. Entre el patio de la posada y el río congelado había algunos árboles que la tormenta había desempolvado de la nieve. Parecían estar sumergidos en azúcar. —¿Oh, no es bellísimo? —dijo Joy con un murmullo, encantada. —¿Qué? —Alec desplazó el peso y miró alrededor. —La nieve. Es un regalo del invierno. —No podía creer que él no lo viese. —Yo no la definiría como un regalo. Más bien un ataúd. Por poco no hemos muerto en medio. Joy apoyó el balde en el suelo. 9

Tom Jones, de Henry Fielding, novela romántica inglesa. Las aventuras amorosas de Moll Flanders de Daniel Defoe, novela que cuenta las peripecias de una huérfana, prostituta que acaba consiguiendo la felicidad. 11 Fanny Hill, memorias de una mujer del placer de Jhon Cleland, una de las novelas clásicas más célebres de la literatura libertina (erótica). 10

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SAGAS Y SERIES —Mira a tu alrededor. ¿No puedes ver la belleza del paisaje? Parece que estemos en el país de las hadas. ¿Crees que el paraíso es así? —Tomó un puñado de nieve y lo levantó a la altura de los ojos. —Si miras a través de la nieve ves la luz brillar y todo brilla como polvo de diamantes. Alec frunció la frente. —Mira —insistió ella. —Yo veo solo el agua que está deslizándose por tu brazo —le contestó su marido y comenzó a caminar. Joy tiró la nieve ya derretida que tenía en la mano y miró la espalda del hombre delante de ella. —¡Inglés testarudo! ¡Cree que le he hecho un hechizo de amor! —murmuró. Frustrada por la obstinada severidad de su marido, hizo una bola de nieve y se la tiró a la cabeza, furiosa. Ella le tiró otra bola que lo golpeó en la cara y rió. —¿Maldición, qué haces? —Lanzándote bolas de nieve —contestó Joy, mandándole otra y dando de nuevo en el blanco. —No lo encuentro divertido. Para inmediatamente. Por toda respuesta Joy lo golpeó de nuevo, esperando que él se relajase un poco y le tirase una bola como respuesta. —¡Para! —repitió él. Limpiándose la cara. —¿Nunca has jugado con la nieve? —Se pasó una bola de una mano a la otra, pensando en qué parte de su cuerpo golpear. —Los Duques no juegan. —Me refería a cuando eras un muchachito. —Nunca he sido muchachito. Era el heredero de Belmore. —Lo dijo con voz dura, rígido. Joy notó que estaba tenso y se dio cuenta que no podía ver el niño que había en él, porque nunca lo había sido. Derrotada, decidió renunciar, por el momento. Tomó el balde de la leche y se dirigió hacia la posada. Cuando ella pasó cerca, Alec le dijo: —Tú no puedes comportarte como una niña cualquiera. Eres la Duquesa de Belmore. —No del todo —Las palabras le salieron de los labios antes que pudiese retenerlas. Fue adelante y abrió la puerta de la posada. Alec la siguió al interior Y dejó caer la tina de un golpe. —¿Qué diablos significa? —Yo no soy verdaderamente tu mujer. —Joy apoyó la leche y se dio vuelta, las manos sobre las caderas. Ya no podía más, y debía afrontarlo. —Creo que tu tienes miedo de mí. Funcionó. En el rostro de su marido apareció un relámpago de orgullo herido y un momento después la tomó bruscamente entre los brazos. Todavía con cólera, la miró. —¿Qué más podrías hacerme todavía, que tu no hayas ya hecho? NO tengo ningún miedo de ti. —No he hecho ningún hechizo de amor, Alec. No puedo controlar muy bien mi magia para poder hacerlo. —¿Quieres decir que me convertí en un cretino? —De improviso en su mirada brilló una expresión más primitiva que la rabia y su boca se cerró sobre la de ella. En su beso había violencia y pasión. Había picado el anzuelo. La pasión creció deprisa y sus labios no se separaron hasta que no llegaron al piso de arriba. Él abrió la puerta de la habitación con una patada y la cerró. —Alec —murmuró Joy contra su mejilla y le puso la mano en el corazón. Lo miró.

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SAGAS Y SERIES El Duque estaba silencioso. Respiró profundamente y no dijo nada. Parecía que estuviera luchando para controlar un demonio interior: tenía la mandíbula apretada, las manos rígidas, los labios apretados. Ella rogó en silencio: “ No luches, amor, te lo ruego, te lo ruego”. Le tocó la mejilla: —Mi Alec —murmuró. Como nieve bajo la lluvia de primavera, la tensión se disolvió. Él la besó, rozándole apenas los labios. La tocó con la boca como quien saborea un vino delicioso. Joy ya había experimentado esa ternura escondida bajo el barniz de hielo y de orgullo que la escondía. Alec la recostó delicadamente sobre el colchón delante del fuego y Joy se encontró de nuevo en sus brazos. El Duque de Belmore besaba con la misma autoridad y seguridad que había atraído a la aprendiza de bruja. Ella adoraba su sabor, la sensación erótica de su lengua contra la propia. Le hacía desear algo más, le provocaba la necesidad de estar todavía más cerca. Nada en el mundo era más maravilloso que ser estrechada, besada y amada por él. Alec desabotonó el vestido y le acarició la espalda a través de un desgarro de la camisa. Su boca se desplazó hacia la oreja, los pelos de la barba le raspaban la mejilla y le provocaban piel de gallina. Le tocó la epidermis delicada de su largo cuello. Joy abrió los ojos y lo miró. Él contestó a la pregunta contenida en su mirada: —Tienes la piel tan suave. ¿Era así de suave adentro, Scottish? —Alec. —Eres mi esposa, mi Duquesa en todo salvo en un punto de vista —murmuró. —Ahora, Scottish…Te deseo ahora. Joy gimió un sí y la boca de él trazó un sendero húmedo a lo largo del cuello. Al mismo tiempo le hizo descender el vestido de los hombros hasta la cintura junto con la camisa destrozada y ella sintió el aire sobre sus senos desnudos; intentó esconderlos contra su pecho. —No. Deja que te mire. —Alec la estrechó fuerte mientras boca y lengua seguían la base del cuello y se deslizaban hacia un seno. —Deja que te saboree, quiero sentirte húmeda para mí. Su boca se cerró sobre un seno y lo succionó; la lengua se deslizaba sobre la punta. Joy gimió y le sostuvo la cabeza contra el pecho, mientras él siempre abarcaba más, succionando siempre más fuerte, y a cada golpe ella advertía una sensación profunda en la parte más íntima de su feminidad. No había imaginado que se produciría tal éxtasis durante la relación sexual entre un hombre y una mujer. Cerró los ojos y se abandonó totalmente a esa sensación maravillosa. Alec continuaba con su dulce tormento, y llegado a un cierto punto, ella ya no era capaz de pensar. Nunca se había sentido más viva, más consciente de lo que sucedía en su propio cuerpo. Le parecía sentir la sangre transformarse más densa y fluir por las venas como miel. Advertía intensamente la diferencia entre ella y Alec. La piel de su marido era distinta de la suya, pero suavizada por el espeso vello de los brazos que ella acariciaba. Sus músculos eran duros, la piel oscura. Y en esta diferencia había una cierta atracción exótica, que le provocaba una excitación antigua como el tiempo. La sensación de la lengua de él sobre la punta del seno provocaba escalofríos en la piel y la respiración le salía con el ímpetu de la marea. Sintió su boca en el torso, en el pecho y otra vez en los labios. Ella no sabía dar un nombre a lo que quería, pero tenía a su marido apretado y se movía contra él guiada por una instintiva lujuria.

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SAGAS Y SERIES Como si hubiera captado su deseo, Alec le deslizó la mano a través del muslo, después la desplazó debajo del vestido y le pasó la palma al interior, acercándose hacia el punto más sensible de su cuerpo. Al fin, la tocó allí y ella finalmente encontró lo que deseaba. Joy le hundió el rostro al lado del cuello, gimiendo, cohibida y aliviada al mismo tiempo. Alec le acarició el vello y el capullo interno de la vulva. Su caricia le provocó una oleada de placer tan intenso que brotaron lágrimas de sus ojos. Gritó. —Scottish, ábrete para mí. Joy lo hizo y él continuó acariciándola con más intensidad, y después le empujó dos dedos entre los labios internos y comenzó a mimar la parte más íntima de su cuerpo. En ese momento, Joy tuvo la certeza que era él el hombre destinado a hacerlo; no habría nunca creído posible una caricia tan íntima, pero el placer que le daba era tal que no lo habría detenido por todas las magias del mundo. —Desabróchame la camisa —ordenó Alec con un murmullo, luego movió un dedo más profundamente, masajeando entre los pequeños labios, especialmente al pasar sobre el capullo sensible. A Joy le temblaban las rodillas y su respiración se aceleró. Instintivamente restregó los senos contra el pecho de él. —¡Omnipotencia divina! —Alec le capturó la boca con un beso violento y la estrechó aún más contra sí. Con gestos frenéticos se quitó las prendas y las botas, sin soltarla nunca. —Levántate —le ordenó cuando terminó. —No puedo. Las piernas no me sostienen. Él le bajó la ropa desde los pies, las tiró lejos y después le aferró los glúteos y con una mano le levantó una pierna y le dijo: —Pon las piernas a mi alrededor. Joy obedeció y se sintió expuesta, advirtió frío en la parte íntima que él había acariciado. Alec se acuclilló sobre sus talones y su sexo acarició las partes que él antes había tocado con los dedos. Los brazos de Joy estaban rodeando el cuello de su amado, sus bocas fundidas una con la otra. Alec le aferró de nuevo los glúteos para hacerla levantar y bajar mientras él movía las caderas arriba y abajo, provocando una deliciosa fricción en sus partes íntimas, al mismo ritmo que sus bocas. Joy oía el latido del corazón del marido, mientras el propio le pulsaba en las orejas. Se tendió hacia él, si bien sus manos en los glúteos le controlaban los movimientos. Quería más. —Te lo ruego —imploró contra su boca. Él gimió una respuesta que ella no entendió. Los sentidos del oído y la vista eran como si hubieran desaparecido. Solo le quedaron el gusto y el tacto. Alec la siguió en el colchón, sus sexos todavía unidos; después retrocedió y Joy gritó, pero después de un instante sintió que la penetraba y la inundaba con su potencia. Joy se tensó: —Hace daño. —No te muevas. —Alec se detuvo y su respiración se hizo más fuerte, penetró más profundamente hasta que algo lo bloqueó. Joy se estremeció, cuando delicadamente, él se hundió contra la barrera. —Basta —protestó. Alec retrocedió un poco. —Lo siento tanto, Scottish —dijo y empujó más fuerte. Ella gritó, luego se mordió un labio para contenerse. Le empujó hacia atrás los hombros. —Relájate. No lo haré más hasta que no estés lista. —¿Hay algo más? —Joy no logró disfrazar el horror en su voz.

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SAGAS Y SERIES Él también respiró hondo e imprecó entre dientes. —Me duele. —Lo sé. —Si te duele también a ti. ¿Por qué lo haces? Alec murmuró algo, luego se desplazó ligeramente y puso la mano entre los dos, para acariciarle levemente el pequeño capullo sensible, pero no fue más como antes. Ella sentía el ardor y el dolor. Alec le murmuró algo en el oído y su voz profunda la calmó. Con sus caricias logró darle placer. Joy sintió crecer una maravillosa vibración dentro de sí y se retorció. Lentamente, Alec se desplazó y ella creía que tenía intención de separarse de su cuerpo. Pero no fue así; se introdujo aún más dentro de ella, lentamente, y así lentamente se retrajo, sin dejar de acariciarla. El dolor cesó y quedó sólo la presión y una vibración que continuó creciendo. Cuanto más se movía él dentro de ella, más ella gozaba y se sentía empujada hacia el límite de algo maravilloso que esperaba alcanzar, aunque fuera sólo por un instante. Se sostenía apretada a los hombros de su marido, sentía sus músculos duros, tensos y húmedos. Le habría gustado verlo, pero los ojos no querían abrirse. Suspiró su nombre a cada empujón. Después, poco a poco se sintió como liberada en un vuelo, ligera, en un éxtasis que crecía dentro. Su sexo estrechaba al de él y el placer le invadía el alma. Parecía que la delicia no iba nunca a terminar, y aún estaba gozando cuando sintió su propio cuerpo calmarse. Su corazón estaba lleno de amor por ese hombre, que en un momento mágico le había hecho conocer la otra cara del paraíso. Alec continuó moviéndose dentro de ella, más deprisa y más profundamente, como si quisiera tocar su alma. Joy tuvo la certeza que ya lo había hecho, inmediatamente antes de librarse de nuevo en ese vuelo maravilloso que la llevó más alto que la primera vez. Oyó pequeños gritos sofocados que ella misma emitía, incapaz de contenerlos. Vibraba a cada empuje de su marido, y cada vez con mayor intensidad. Llegó un cierto punto en que percibió en la piel algo leve, apenas palpable. No podía ser Alec, que le sostenía las manos en las caderas y continuaba moviéndose entre sus piernas. Después lo oyó imprecar fuerte y refrenarse dentro de su cuerpo, llenándola con el calor de la vida, y pulsar y vibrar como lo había hecho ella. Joy se agarró con fuerza. Sus cuerpos se movían al unísono y el tiempo se había detenido. Lentamente, Joy volvió en sí. Olió perfume de rosas en el aire y de nuevo el roce suave como de una pluma sobre los brazos y la cara. Abrió los ojos. Centenares de pétalos volaban por la habitación. Los miró pero no dijo nada, porque su cuerpo todavía cantaba por el placer de haberse unido al amado. Jadeaba, como él. Sus respiraciones resonaban en el silencio de la habitación. Sus corazones latían al unísono. Los pétalos se posaban sobre ambos y parecían salir desde el punto en que sus cuerpos estaban unidos. La respiración de Alec ahora era normal. Ella le sacó algunos pétalos de la espalda húmeda y la acarició, murmurando: —Ahora entiendo porque hemos hecho esto. Alec sintió a su esposa mover las caderas debajo de las suyas. —Ahora es adecuado —la oyó decir alegremente. Necesitó de un momento para encontrar la voz: —No capto si es un cumplido, Scottish. —Sólo quería decirte que no hay necesidad que te detengas, porque ahora está bien. Has sido muy amable al refrenarte. Él dio una gran risotada. —¡Te has reído! ¡Oh, Alec, lograste reír! ¡Estoy tan contenta! —Joy calló por un momento. Luego agregó:

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SAGAS Y SERIES —No sé qué es lo que encuentras tan divertido, pero no importa, te has reído. —Él movió la cabeza y rió de nuevo, pensando en cómo habría reaccionado ella si hubiera sabido la verdad del mecanismo de sus cuerpos. La sintió suspirar y se acomodó con la cara contra su cuello. Pensó que debería darle las gracias. Cerró los ojos. La intensidad de su acoplamiento lo hizo sentir como un joven inexperto. Cuando la miraba notaba sensaciones demasiado profundas para ser reales. Una parte de él hubiera querido acurrucarse en su sonrisa y permanecer. Dios, olía a rosas en pleno invierno… Alec desplazó los labios sobre los de ella, pero no tocó la piel, aquello que sintió tenía la consistencia de un pétalo. Alec levantó la cabeza y vio capas de pétalos, por todos lados, también sobre su cuerpo desnudo. Y su esposa le estaba mirando como si él le hubiese regalado todas las estrellas del cielo. —Hay pétalos por doquiera. Pétalos de rosa. ¿Por qué? Ella permaneció en silencio. Y su rostro adquirió una expresión casi culpable. —No lo sé. —Estamos en pleno invierno. Las rosas no florecen en este momento. No soy un idiota. ¿Creías impresionarme tramando esta farsa? —¡Pero yo no hice nada! No a propósito, en todo caso. Han llegado solos. —Giró el rostro: —No siempre puedo controlar la magia. Es la maldición de los MacQuarrie. —Él se dio cuenta que estaba avergonzada, cuando dijo: —Lo siento. Alec tendió una mano y le pasó un dedo por la orilla de su cabello; nunca lo había hecho con ninguna mujer. Le retiró los pétalos y las horquillas de la cabellera. Lentamente desenredó la maraña y los nudos, peinándola con los dedos. Tenía el cabello tan largo que caía hacia abajo desde el colchón. Ella lo miró, fascinada de lo que le estaba haciendo. —Son tan largos, Scottish. Nunca he visto nada parecido. Los restregó con los dedos, probó su peso. Miró a su esposa, su insólita cara, los profundos ojos verdes que veían el mundo de manera tan distinta a la suya. Ella veía diamantes, él hielo; ella veía hadas, él muerte; ella amaba la vida, él la despreciaba. Cerró los ojos para poder expulsar la confusión. Cuando los reabrió se dio cuenta que la piel blanca de ella tenía marcas rosadas, provocadas por la barba, en la barbilla, alrededor de los labios y en los senos. Hizo recorrer la boca sobre aquellas marcas; eran las marcas de la posesión. Nunca más podría decir que no era realmente su esposa, porque lo era. Pero no era por el gusto de la posesión que la sangre circulaba más veloz, era por el orgullo. Y no le importaba nada de la brujería ni de cualquier otra cosa, porque sentía resurgir de nuevo el deseo. Rodó por el colchón junto a ella en una cascada de pétalos. Joy estaba encima del sexo de su marido restregándolo contra su vello. Cuando Alec acomodó la posición para entrar en el túnel suave y húmedo, Joy se retrajo, los ojos grandes y preocupados. Él trató de besarla de nuevo, pero ella no se lo permitió. —Alec. —¿Algo no está bien? —preguntó él pensativo. —¿No podrías encogerlo un poquito? Belmore retuvo la risa murmurando a su oído: —No te preocupes, Scottish, lo haré de modo que se adapte. —Y así fue.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 16

Pasaron dos días idílicos durante los cuales Joy continuaba maravillándose por el modo en que Alec lograba controlar y dominar su cuerpo, llenándolo y restringiéndolo a su placer. Ella se lo había dicho y él se había reído. Hablaron durante horas. Ella le hacía preguntas y él le explicaba repetidamente cómo era Londres y qué cosas esperaría de ella la sociedad. Lo más extraño era que no le viniera a la mente hacer algo que se pareciera ni remotamente a la magia. Después de un baño durante el cual el agua que había en el piso era más abundante que la que había quedado en la tina, Alec se puso a cepillar los cabellos de su esposa. En ese momento a Joy le pareció extraño que un Duque hiciera las funciones de una camarera personal, pero se dio cuenta que él no lo consideraba una tarea desagradable; se le veía fascinado por sus cabellos y aquel acto se convirtió en el preludio de un encuentro de amor. Alec le dijo que encontrar el cepillo había sido una verdadera suerte, así como el neceser de la barba12 y un viejo juego de damas pintado sobre un trozo de lata. Él nunca había jugado a las damas, pero a ella le gustaba mucho, y por eso ella lo había conseguido sin decírselo, junto con el cepillo, y otras cosas de las cuales tenían necesidad. Ahora Joy estaba en la cocina y estaba preparando la cena a la manera de los mortales. Alec había ido en busca de leña y a dar heno a la vaca. Desde que se encontraban allí, él se veía menos encerrado en sí mismo. Menos envuelto en el ilustre nombre de los Belmore. Tenía la voz menos tensa, sus frases no sonaban como órdenes. Estaba más abordable, como si pensara que estar casado con una bruja después de todo no era tan malo. Joy había encontrado el modo de que él lo comprendiera. Le había entregado el corazón y el cuerpo con amor. Y ella no era del tipo que renunciaba a alguien a quien amaba, aunque se tratara de un Duque inglés cabeza dura. Suspiró, lo que le secó la garganta; tragó y se dio cuenta que le dolía. También le dolían los oídos. Ignoró todo, convencida que una mente activa le habría hecho olvidar los malestares físicos. Controló la sopa en el fuego y miró los nabos sobre la mesa; debía pelarlos. Al lado, había un cuenco de nata que esperaba ser transformada en mantequilla. Decidió dejar de lado las verduras y dar prioridad a la mantequilla. Se restregó la nariz que le picaba, llenó la mantequera con la nata y se dedicó de lleno a su trabajo, deteniéndose sólo para secarse la nariz resfriada. Muy pronto, sin embargo los brazos comenzaron a dolerle y su mente a fantasear. Aún así, continuó hasta que el sudor comenzó a gotear en su frente. Hacer la mantequilla era la cosa más pesada y aburrida que nunca hubiera hecho. La nata había recién comenzado a espesar cuando pensó en acelerar el proceso con una pequeña intervención de la magia y evitar aquel estúpido trabajo. A Alec no le habría gustado, pero tampoco a él le gustaba hacer la mantequilla. Miró fijo la mantequera, luego miró fuera de la ventana. Alec no se veía. Parpadeó como fulminada por una idea. ¿Por qué no hacer las dos cosas? Con una pizca de magia dejó que la mantequera hiciera su trabajo sola, pero no del modo clásico de los mortales, y moviendo la cabeza al ritmo del mango de la mantequera, fue a ver si el pan se había enfriado. Cantando con la boca cerrada una cancioncita galesa tocó el pan, constató que estaba andando bien, hizo una pirueta con la intención de comenzar danzando con otra tarea. 12

Artículos para afeitarse.

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SAGAS Y SERIES Pero la falda se enganchó en algo y tuvo que detenerse. Al lado de la chimenea estaban los libros que habían encontrado en el establo, que no había tenido tiempo de leer por haber pasado cada minuto con Alec. ¡Y qué maravillosos minutos habían sido! Sonrió pensando en los días, en las horas transcurridas entre sus brazos, recordando los pétalos perfumados como un regalo cada vez que hacían el amor. Joy estornudó, se limpió la nariz, se aclaró la garganta que sentía ardiente y miró las tareas que la esperaban. Frunció la frente. Después, como atraída por una fuerza mágica, su mirada se posó sobre uno de los libros: El Duque Cobarde. Giró la cabeza para dedicarse a cocinar, pero la fuerza de voluntad no era una de sus virtudes. Lentamente volvió a mirar el libro preguntándose qué le habría sucedido a la gitanita y un segundo después la novela estaba abierta en sus manos. “La belleza, de negros rizos cual ala de cuervo, se adhirió contra las cortinas de la gran cama. Los ojos verdes de la gitana brillaban como esmeraldas ardientes. Él caminó hacia la joven con paso decidido. La mantenía en su poder con la mirada intensa de sus diabólicos ojos negros y golpeaba el látigo contra la bota. Se dio cuenta que habría querido huir. Estaba aterrorizada. ¡Pero, maldición, él la quería así!.“ Joy soltó un suspiro que había retenido. —¡Oh, bondad divina! —murmuró mirando la cocina sintiéndose culpable. La sopa hervía en el fuego y de seguro necesitaba ser removida. Los nabos yacían abandonados sobre la mesa, esperando ser pelados. ¡Pero ella quería a toda costa leer ese libro! Levantó una mano, y de inmediato, desde una estela chispeante, una cuchara se materializó en la olla y se puso a remover la sopa. Después fue el turno de los nabos. Para éstos, la brujita entonó un simple: —¡Oh, cuchillo hábil y ágil, pela los nabos para nuestra cena fácil! Joy hizo una pequeña mueca. No era una gran cosa como fórmula mágica, pero funcionó. Los nabos levitaron seguidos por el cuchillo que, ondulando en el aire, los peló suspendidos en el vacío. Las cáscaras blancas y violetas parecían rizos colgantes. Joy se sentó en un taburete, se sonó fuerte la nariz y abrió de nuevo el libro. “El Duque de Dryden acortó la distancia entre él y la muchacha en el lecho. Más se acercaba, más grandes se veían los ojos de la gitanita, más intenso su miedo. Una pandereta sonó en su mano temblorosa. Él le dirigió una sonrisa sarcástica, rapaz, la sonrisa del diablo...” —¡Maldición! Joy cerró el libro con un golpe y de un salto se levantó mirando la cara de su marido y su cuello rojo. —¿Qué diablos sucede? —Los ojos del Duque se fijaron en la mantequera; aquella condenada cosa se estaba moviendo sola. Sobre el fuego, una cuchara mezclaba la sopa en la olla, y los condenados nabos revoloteaban en el vacío perseguidos por un cuchillo. Alec sacudió la cabeza y cerró los ojos, luego de nuevo los abrió. Miró la cara culpable de su mujer y en dos largos pasos llegó a su lado. La tomó de los hombros y gritó: —Me habías prometido no hacer más… no hacer más… —Agitó una mano al aire buscando la palabra. —Brujerías —murmuró ella. —¡Exacto! ¡Maldición! —Le dio una pequeña sacudida, mucho más delicada de cuánto le habría gustado. —Tú no puedes hacer esta clase de cosas… especialmente en Londres. ¿No lo entiendes? ¿No lo entiendes? Ella lo miró, con expresión culpable y asustada.

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SAGAS Y SERIES —Lo siento. Alec respiró profundamente varias veces, luego le soltó los hombros y se alejó, pasándose una mano entre los cabellos, caminando adelante y atrás mientras se esforzaba en pensar. Tenía que convencerla que abandonase la brujería. Fue hacia su mujer y se detuvo de golpe. Manchas blancas y violetas le bloqueaban la visión. Retrocedió un paso. Un nabo ondeaba delante de su nariz. Buscó la paciencia en alguna parte; pasó por debajo del nabo y esquivó el cuchillo, pero perdió aquel poco de control que le quedaba. —¡Dios Omnipotente! ¡Mira aquí! —Indicó la mantequera, luego al cuchillo. —¡Mira! ¡Esta no es Inglaterra! Yo estoy en un condenado… un condenado. —Miró afuera de la ventana para buscar la palabra justa. —¡País de las hadas! —Alec, creo que sería mejor si te sientas. Tienes la cara espantosamente roja. Él alargó la mano para advertirla que permaneciera lejos. Respiró y comenzó a contar. —Lo siento —murmuró Joy, mirando las puntas de sus maltrechos zapatos. Permaneció en silencio durante un instante, luego levantó los ojos hacia el rostro de él y le miró como si pudiese leer su mente. —¿Estás contando? —¡Sí, maldición! —Lo imaginaba —refunfuñó ella con un suspiro, después se sentó en el taburete y apoyó el mentón en la mano. —Hazme saber cuando hayas llegado a cien. Otro nabo le pasó por delante. —Haz… desaparecer… esos nabos. Y el cuchillo volador, y la cuchara y… y… —La mantequera —sugirió Joy, caminando hacia el rincón de la cocina donde murmuró algo e hizo ondear las manos a su alrededor. Luego se detuvo y se sonó la nariz. Un nabo golpeó a su marido detrás de la cabeza, dos veces. —¡Joy! —Oh. Lo siento. —Joy guardó el pañuelo, cerró los ojos y chasqueó los dedos. En un segundo todo volvió a la normalidad, todo menos el Duque. Alec se rascó la cabeza. —¿Te ha hecho daño? —Joy lo escrutó. Acercándose a la escalera. —¡No! —Oh. —Ella esperó un momento, restregando nerviosa el pilar de madera de la escalera, luego dijo con un tono lleno de esperanza, que no sirvió para calmar la ira del marido: —Hay que mirar siempre el lado positivo de las cosas. —No hay ningún lado positivo. —Habría podido golpearte el cuchillo. Pasmado, Alec miró la cara de ella que lo miraba a su vez. Se había casado con una loca. —Esto no es una broma —Se acercó a su mujer, furioso y frustrado porque ella no comprendía la gravedad de su situación. Joy no cesó de mirarlo, y sus ojos mostraron una chispa, levantó la barbilla en una teatral actitud de desafío. —¿Qué diablos significa esa pose? Ella torció la nariz y farfulló algo sobre una gitana. Luego estornudó dos veces. —¡Diablos! —El Duque se encontró en la mano una fusta de equitación. La miró por un momento, atónito, después su mirada pasó tres veces de la fusta hasta su esposa y viceversa. —¡Oh, bondad divina! Lentamente, el Duque le mostró el objeto en su mano abierta. —Explica. Joy tomó el pañuelo y se cubrió la nariz antes de hacer un gran estornudo.

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SAGAS Y SERIES Un jarrón enorme de rosas rojas se materializó detrás de ella. —Rosas. —Fue todo lo que Alec logró decir, indicándolas con la fusta. Ella se dio vuelta, las manos apretadas sobre el pecho. —¡Oh, no! —murmuró. —¿No, qué cosa? —gritó Alec y caminó lentamente más allá de Joy, preguntándose por qué sus palabras le provocaban dolor de estómago. Se detuvo y miró la gran habitación. Había rosas rojas sobre las mesas, las sillas, el diván. Un arbusto de rosas rojas crecía cerca de la chimenea, como si hubiese sido plantado hacía años. Levantó los ojos. Rosas rojas despuntaban de los faroles. Echando mano de un mayor control del que nunca ejercitó, ni siquiera en una temporada mundana londinense, se volvió hacia su esposa tratando de comprender lo acaecido. Aquel no era el mundo que conocía, que podía controlar. No lograba hablar ni moverse. Lograba a duras penas respirar. Joy trató de contenerse, pero otro estornudo enorme se le escapó y los brazos de Alec se llenaron de rosas y una pandereta. Por primera vez en su vida, el Duque de Belmore tuvo miedo y dejó caer las rosas como si le quemasen las manos. También la pandereta terminó por el suelo con un ruido de lata, que pareció simbolizar el fin de su mundo ordenado. El Duque inmóvil, completamente confundido, miró lentamente a su mujer. —¿Tú estornudas rosas cada vez que te resfrías? Ella movió la cabeza, negando. —¿Cómo que no? ¡Hay rosas por todas partes y se materializan cuando estornudas! —Estornudo lo que pasa por mi mente. —¡Dios Omnipotente! Puesto que su mujer tenía el pañuelo presionado en su nariz, sólo podía ver sus grandes ojos consternados. La Duquesa de Belmore estornudaba lo que le pasaba por la cabeza. Sin una palabra el Duque se alejó, como para dejar a sus espaldas lo que había trastornado todo su mundo. —Alec… Él no se dio vuelta. —Lo siento. Él no se detuvo sino hasta llegar a la puerta. —Te lo ruego… Alec abrió la puerta y se detuvo. Luego se dio la vuelta. Había rosas por todos lados, y si en los ojos de su esposa que lo miraban se leía la maravilla, él sólo veía el caos. No pudo resistir y se puso a mirar el paisaje invernal. Era extraño que no pudiera sentir el aire gélido, ni ver el hielo y la nieve que por poco los había matado. Sólo probó alivio y paz. Salió y cerró la puerta sin mirar hacia atrás. Fue en busca de cualquier cosa, que no fuera la confusión que se dejaba a su espalda.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 17

EL ERROR Todas las criaturas tienen sus alegrías. El hombre tiene las suyas.

Un silencio estéril y desolado como el páramo brumoso de Escocia hizo la habitación insoportable. Joy inspiró con la nariz; no estornudaba desde hacía una hora. Se restregó la nariz que le picaba, después tomó los platos que ella y su marido casi no habían tocado y los llevó a la cocina. Miró la comida no consumada. Tenía la boca y la garganta secas, a diferencia de los ojos, desafortunadamente. Se dijo que sólo era culpa del resfriado, que no tenía el corazón destrozado. Miró abatida la silla donde había estado sentado Alec, en silencio, como una tumba, durante la comida. Se alejó de los platos, tragó y permaneció sola en la cocina. Por más que tratase de no hacerlo, no podía dejar de mirar la habitación grande, donde Alec estaba sentado mirando el fuego, con los codos sobre las rodillas. La cara, dorada por el reflejo cálido de la llama, era una ilusión, porque no había calor en su rostro. Desde que había regresado había hablado poquísimo, pero su comportamiento, su rostro, su rigidez, le habían hecho comprender todo lo que ella necesitaba saber. Habían tenido dos días idílicos juntos, durante los cuales él se había ablandado. Había bajado la guardia y ella había captado en él más de un indicio del hombre que había intuido que era. Ahora sus esperanzas se habían disuelto. Joy habría podido tolerar su rabia, pero el silencio semejaba un grito de fracaso. Ordenó la cocina tratando de no mirar a su marido. Si él la hubiera mirado, se habría dado cuenta que ella no era tan incapaz, pero no lo hizo. Media hora después, con la cocina limpia y el fuego apagado, Joy tomó el libro y sosteniéndolo apretado contra el pecho comenzó a subir la escalera, dejando a su marido en compañía del triste silencio. —Joy. Ella se detuvo con una mano sobre el pasamanos. Cerró los ojos, ansiosa. La había llamado Joy, no Scottish. —¿Si? —Ven aquí. ”Espero que me diga que todo está bien. Que no destruya la magia por un solo error” pensó. Después bajó la escalera buscando el coraje de mirarlo a la cara. Caminaba sin ver, un pie delante del otro, y él estuvo frente a ella demasiado pronto. Esperó, mirando su cabeza gris todavía inclinada, sumergida en sus pensamientos. —Siéntate. — Él no la miró, pero le indicó una pequeña silla de mimbre. Joy se sentó, el libro en sus muslos, las manos sudadas, unidas sobre las letras en relieve. Esperó que hablase. Un grueso tronco ardiente cayó de la parrilla y ella se sobresaltó. Su marido tomó el atizador, repuso el tronco sobre la parrilla y lo empujó a su lugar con bastante ímpetu. Era la respuesta que ella buscaba. —Aún estás encolerizado.

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SAGAS Y SERIES El Duque no se lo confirmó, pero la mirada que le dedicó habría congelado un río. —¿No creo que contar sería de mucha ayuda, verdad? Él ni se dignó contestar. Nada de sentido de humor. Joy se miró las manos. Tal vez estaba contando. Ladeó la cabeza para ver si movía los libros. Se movían. Ella todavía tenía la garganta seca y le picaba la nariz. La restregó y esperó. Un suspiro y después otro. Detestaba esperar, estar sentada así, físicamente cerca de él y tan emotivamente lejana. Deseó sinceramente que él se decidiese a decir lo que tenía en mente. Escapó otro estornudo. Él sacudió la cabeza, se puso de pie de golpe y comenzó a caminar adelante y atrás, hablando: —No creo que hayas entendido la gravedad de la situación. ¡Hemos sido llamados a Londres, porque el príncipe Regente, que actualmente nos gobierna, desea conocer a la Duquesa de Belmore, no a una bruja escocesa! Joy se sobresaltó con el volumen de su voz. —Alec, estás gritando. —Sí, lo sé, y me hace bien. —Dio a su mujer una mirada severa y continuó: —Hay por lo menos doscientos miembros de la sociedad londinense que prosperan con los chismes y las desgracias ajenas. Piénsalo. Ponte en mi lugar. ¿Qué crees que sucedería si viesen alguno de tus hechizos? —preguntó, clavándola bajo su mirada. Joy abrió la boca para responder, pero él la detuvo levantando la mano. —Te digo yo lo que sucedería. Nos cortarían la cabeza más deprisa de lo que lo hubiera hecho ese pomposo caballero tuyo. —la miró hostil. Ella recordó la intensidad de la mirada con la que le había mirado la estatua. ¡Era lo mismo! —Bueno… —empezó. —O tal vez nos habrían ahorcado. Eso es lo que le harían al Duque y a la Duquesa de Belmore… ¡Belmore!.. .después del proceso, después que toda la alta sociedad de Londres hubiese masticado nuestra reputación, y le hubiese escupido. ¡Y después… después empezaría el resto de la población! —Pero… —¡Después de setecientos años! —el Duque giró sobre sus talones y gritó al techo. —¡Por setecientos años hemos sido considerados una de las mejores familias de Inglaterra! —Se dio la vuelta de nuevo hacia ella. —¿Te das cuenta de lo que significa? ¿Te das cuenta? —Bueno, los MacQuarrie son… —Te lo digo yo. El título es y ha sido una parte de Inglaterra, más que el de la loca casa de Hannover13. Durante todos estos años nuestra familia ha sido reverenciada, respetada, conocida por nuestra… nuestra… —Arrogancia —masculló Joy demasiado despacio como para ser oída. —Importancia —El Duque levantó un dedo. —Sí, esta es la palabra que buscaba. El primer Duque de Belmore era… “Lo mismo” pensó Joy, y miró a su marido que hablaba con fervor en vez de rabia fría o desprecio. Comprendió que, dentro de ese hombre, residían fuertes pasiones. Lo había sabido cuando habían hecho el amor y lo veía cuando se enojaba. Para conocerlo era necesario mirar más allá del orgullo y la arrogancia. 13

En ese momento reinaba en Inglaterra Jorge II, primer monarca verdaderamente británico de la dinastía de Hannover, conocido por sus accesos de locura.

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SAGAS Y SERIES Sabía también que la arrogancia era una de las características que lo regían como el hombre que era y que le daban la fuerza y confianza en sí mismo. En fin, que hacían de él Alec, su Alec. Si bien a veces era testarudo y un poco presuntuoso. —Y el quinto Duque de Belmore…. Joy sorbió con la nariz. Él se dio la vuelta. —¿Y tú, qué número de los Belmore eres? —Hizo la pregunta tan deprisa que casi se le enredó la lengua. —El decimoquinto —contestó Alec distraído, después volvió a la historia de familia. Por otros diez minutos cumplió su femenino y ducal deber, escuchando cada palabra del monólogo de su marido, pero aquel ir y venir la había cansado. Deseó apresurarlo. Sorbió con la nariz esperando un estornudo. Nada. Se restregó los ojos parpadeó esforzándose por no dormir. —....todo por mi orgullo, mi estúpido orgullo. —El Duque se pasó la mano por la frente y continuó: —Tenía que apurarme por casarme con una escocesa extravagante. ¿Y porqué? ¡Porque era bellísima! ¿Bellísima? Joy levantó la vista, sintiéndose de pronto completamente despierta. —Nunca me he comportado de un modo tan desconsiderado. ¿Y qué ha sucedido? —Se dio vuelta y agitó una mano en el aire. —¡He descubierto que era una bruja! ¡Una condenada bruja! —¿Tú crees que soy bellísima? —Sí —respondió él de malos modos. —Todos los relojes en el radio de un kilómetro se rompen. Me haces levitar. ¡Maldición! ¡Soy tu marido, no un globo aerostático! —Nunca nadie me había dicho que soy bella. —suspiró ella. —Por tu culpa casi hemos muerto de frío. —Maravilloso —murmuró Joy. Él no la oyó y continuó despotricando. —Los nabos volaban por la habitación y las rosas aparecen de la nada. —Hizo un giro brusco y continuó: —Dios Omnipotente… —exclamó, debatiendo con las palabras —¡Estornudas y aparece todo lo que pasa por tu condenada mente! —Se pasó los dedos por la cabellera gris y volvió a caminar de un lado a otro de la habitación. —Sí, es cierto. —¡Los bailes con las estatuas, estatuas, digo, sobre mi tejado, donde todos, incluso el mensajero real, pueden verte! —No olvides los pétalos de rosas —agregó Joy, mientras en la cabeza le resonaba una sola palabra: bellísima, bellísima, bellísima… Él se detuvo, el rostro menos tenso, la expresión de quien se abandona a un recuerdo. —Me gustan los pétalos de rosas. —¿De veras? Alec murmuró un sí y agregó: —Pero en este momento no sé si torcerte el cuello o hacer el amor contigo hasta dejarte tan cansada, que no tengas fuerza ni para hacer un hechizo. —Podrías hacer el amor conmigo, Alec —sugirió Joy. —No, no puedo —replicó él con voz decidida. —Pero acabas de decir que si quieres. —No puedo. No caeré de nuevo en esa trampa. Hacer el amor contigo me ablanda el cerebro. De ahora en adelante quiero que mi vida retome su orden.

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SAGAS Y SERIES —Entiendo —dijo Joy, preguntándose cómo habría podido vivir con él sin hacer el amor. Eran los momentos en los cuales se sentía más cerca de su corazón. Tenía que darse prisa. Alec miró la llama de la chimenea, con expresión abatida. —No sé que está sucediendo aquí. Nada está funcionando como debiera. Maldición, estoy confundido. Nunca me he sentido así. Mi vida nunca más será la misma. —Se sentó en la silla. —Pero ¿Tú me amas? —preguntó Joy con un hilo de voz. La esperanza se reflejaba en sus ojos y notaba el corazón en la garganta. Se levantó pero no se le acercó. —No sé lo que es el amor —contestó él, mirando el fuego. —Podría enseñártelo yo. —Joy se restregó la nariz que le picaba. —¿Crees que podrías…? —preguntó esperando no estornudar justo mientras él estaba desnudando su corazón. Pero el estornudo explotó. Alec sacudió la cabeza y ella lo sintió murmurar: —Noventa y tres, noventa y cuatro… Después de pocos segundos él la miró. —Me pareció haberte dicho que te sentaras. Joy permaneció de pie un segundo, confundida. Después se dio cuenta que su marido no recordaba nada. Le había dicho lo que pensaba, pero no recordaba haberlo hecho. No sabía si reír o llorar. —¿Nunca logras obedecerme? Entiendo que la semana pasada haya cambiado nuestra situación, pero eres mi esposa y me debes obediencia. Debes entender cuán serio es este viaje a Londres. No es una broma. En Londres no puedes ser una bruja. —Pero lo soy. —También eres la Duquesa de Belmore y mi esposa. Te ordeno que te comportes como tal. —Su rostro y su tono no admitían réplica. Pero ella no pensaba hacer caso a su tono ni a sus órdenes. Se había dado cuenta que su marido luchaba para no cambiar. Lo que significaba que estaba cambiando. Que había una esperanza, a pesar de todo. Sonrió, incapaz de contenerse y sorprendió la mirada atónita de su marido. Siempre apretando el libro, le dio una palmadita en el hombro. —Sí, querido —dijo. Se fue hacia la escalera y comenzó a subir. Después de algún peldaño se detuvo. —Te dejo solo. Estoy segura que tienes muchas cosas en que pensar. —Luego continuó subiendo, mientras fruncía sus labios con una sonrisa socarrona.

Independientemente de cuales fueran los pensamientos, horrendos o alegres, que ocupaban la mente del Duque y de la Duquesa de Belmore, fueron interrumpidos la mañana siguiente, por un conocido grito que anunciaba la llegada de la carroza ducal y del ruidoso carro que transportaba el equipaje. Entre chapoteos y salpicaduras de nieve derretida, el viejo Jem tiró de las bridas de la pareja de caballos y, en un cerrar de ojos, Henson, Polly y los otros estaban reunidos juntos en la sala grande. Alec había apenas arrebatado a su esposa, la bruja, la promesa de comportarse bien durante su permanencia en Londres. La llegada de los criados significaba que pronto se habría reanudado la rutina de costumbre. Pero significaba también que los caminos estaban libres. Era hora de ir hacia Londres, donde el regente y el “bel mondo”. No era una perspectiva muy divertida.

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SAGAS Y SERIES El viejo Jem entró sacudiendo los pies para sacudirse el hielo y la nieve de las botas. Alec miró a Roberts y a Henson y preguntó: —Debíamos encontrarnos en Reading. ¿Cómo diablos han hecho para encontrarnos? Jem, que no se dejaba intimidar por el Duque, intervino: —Hemos cabalgado durante cinco horas a través de la tormenta. Hemos demorado cuatro para encontrar la carroza, Vuestra Gracia. Estaba sepultada en la nieve. —El viejo cochero hizo una pausa y miró a Alec a los ojos. —Creíamos que vuestras gracias estaban allá debajo de toda la nieve. En la habitación hubo un momento de silencio, luego Henson dijo: —En la posada de Swindon, entró una especie de gigante junto con un enano mudo. Dijo que estaban bien y que estaban refugiados acá. Nos ha indicado el camino y hemos venido. Alec asintió, aliviado, porque había dudado de la existencia de los dos personajes. —Debemos partir lo antes posible. Un instante después, Jem cerraba la puerta a su espalda, Henson se enderezaba encarnando al perfecto doméstico y Polly hablaba excitada con su patrona. Willie el guía, trajo adentro un gran baúl y otro sirviente, y guiado por Roberts, improvisó un vestidor en la cocina. Alec retomó el aliento. Parecía que las cosas estuvieran volviendo a la normalidad. Después Henson se dio vuelta, el armiño roncaba agarrado a su cuello almidonado, como una larga cola blanca. —¡Belze! —Joy desprendió el animal de la espalda del hombre y trató de sacarle algo de la boca. Joy miró a Henson con rostro compungido. —Lo siento tanto —murmuró. La mirada del Duque siguió la de ella. La colita de Henson, amarrada con una cinta reducida a jirones, era poco más que una protuberancia de las dimensiones de una nuez y detrás de las orejas del hombre brillaban dos manchas pelonas. Aquel gordo parásito le había comido los cabellos. Henson no se dio por enterado; su expresión era sólo de respeto hacia la Duquesa. Por primera vez, Ale, experimentó un sentimiento de solidaridad con respecto a un servidor y se dio cuenta que tenía algo en común con él. Se pasó la mano por el cabello abundante, si bien gris pero intacto detrás de las orejas, y tomó nota mentalmente de aumentar sustancialmente el salario de Henson.

Siete horas más tarde la Duquesa de Belmore se sentaba en el carruaje, la mejilla sonrosada apoyada en la ventanilla helada, los ojos luminosos, impacientes como los de un gatito delante de un plato de nata fresca. Su entusiasmo habría debido contrariar a Alec. Sin embargo, Alec en vez de preguntarse por qué no lo fastidiaba, miraba a través de la ventana y trataba de reprimir las visiones de patíbulos, nudos corredizos y rosas. —Una vez leí que Londres era la flor de todas las ciudades —dijo Joy extasiada, mirando a su marido. —Nunca he olido algún perfume de flores en Londres —respondió Alec y se dispuso a soltar el nudo de la corbata. —Olor a estiércol o agua estancada sí, pero no de flores. Sin embargo, pienso que los londinenses son súbditos leales, si bien algo locos. La sonrisa de Joy se desvaneció y ella volvió a mirar hacia fuera. —Has hablado como un escocés al definirlos así.

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SAGAS Y SERIES Alec murmuró algo y escogió no decirle nada de lo que pensaba de los escoceses. Ella le posó una mano sobre el brazo. —¿De veras no logras verlo? —¿Ver qué cosa? —Fuera. Mira —dijo ella golpeando el vidrio. —Hace un buen rato que estoy mirando. Ella apretó los labios y cruzó los brazos. —Dime qué ves en este momento. —¿Y por qué? —¿Qué otra cosa podemos hacer? —Rezar para que no te venga un estornudo. Y la próxima vez que sientas llegar uno, hazme un favor: no pienses. —Alec sentía el nudo de la corbata estrecharse cada vez más alrededor del cuello. Joy entonó una melodía alegre. En la cabeza de él resonaban las notas de una marcha fúnebre. Alec miró a su mujer. Había limpiado la ventanilla empañada y movía la cabeza al ritmo de la música. Mejor el canto que el estornudo. Lo miró sonriendo. —¿No escuchas las campanas? Yo adoro las campanas. Me hacen pensar en Navidad, en los trineos, y —se detuvo, como si quisiese hacer callar algo, después retomó: —en todas las cosas que amo. De nuevo tenía aquella mirada que lo hacía sentir como si tuviese en las manos el destino del corazón de ella. Alec no quería sentir nada, era más seguro. La miró, esperando ver algo que reforzase su decisión; observó su rostro, aquel pequeño y extraño rostro, que se inundaba de placer por las cosas más simples y comunes del mundo. Joyous. Joy se volvió hacia él como si hubiese oído sus pensamientos. —Nunca he estado en un trineo. ¿Y tú? —Si —Alec se puso rígido, irritado sin motivo por la pregunta y por el curso de sus propios pensamientos. —¿Era maravilloso? Alec trató de recordar, pero solo sintió la tensión que le recorría el cuerpo. —No me acuerdo. Supongo que hacía frío. —Oh. En Mull no había trineos. Sólo nevó una vez y muy poco. Esforzándose por excluirla de sus pensamientos, miró hacia fuera. Observaba Londres sin verla, porque tenía que encontrar el modo de pasar las próximas semanas sin que la alta sociedad ciudadana se diera cuenta que la Duquesa de Belmore era una bruja. La única solución que le vino a la mente era la de esconder a su esposa lo más posible. Habría podido fingir que estaba enferma. Sí, era una buena solución. Sólo hasta la visita al Regente. Después dejarían la condenada Londres. El Duque se levantó y golpeó el techo sobre el asiento de Joy. La ventanilla se abrió. —Jem, toma los caminos a lo largo del río para llegar a casa, y usa la entrada secundaria. El carruaje dio una vuelta brusca. Alec aferró el respaldo del asiento e hizo fuerza sobre las piernas, Joy cayó hacia delante y se agarró de su muslo izquierdo, con la cara a la altura de los botones de sus pantalones. Él bajó los ojos y contuvo el aliento. La imagen que asomó a su mente era absolutamente erótica. Joy se enderezó enseguida, lo miró con su rostro inocente y le pidió perdón. Él cerró los ojos y permaneció así por mucho tiempo murmurando para sí: “Contrólate, contrólate”.

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SAGAS Y SERIES Después volvió a sentarse, miró a su esposa y el pensamiento de hacer el amor con ella se volvió tan perentorio que tuvo que respirar profundamente para calmarse. Se dijo que sus acoplamientos habían sido la base de su ruina. Viajaron durante diez minutos en silencio, el de él glacial, el de ella lleno de maravilla. Después, Joy comenzó a menearse en el asiento y a mirarlo de soslayo. Quería preguntar una cosa. Finalmente encontró la voz: —¿Crees que habrá nieve suficiente para que podamos hacer una carrera en trineo? Fastidiado por la idea de encontrarse todavía en medio de la nieve, le dio la respuesta que pensaba que quería: —Tal vez en el parque. Alec miró con avidez una espléndida pareja de bayos, dignos de un príncipe. —¿Qué has visto, que te ha dado tanto placer? Él se dio la vuelta, asombrado por que su mujer hubiera podido leer su expresión y contestó: —Caballos. —Oh. Se dio cuenta de su desilusión, pero no tuvo tiempo de pensar en ello. Después de algunas vueltas y un grito de Jem, el carruaje se detuvo detrás de la elegante casa londinense de Belmore. —¡Oh, bondad divina! —Joy se llevó las manos a la boca. —¡No estornudes! —No lo estaba haciendo_—contestó ella. Tenía las manos presionadas sobre el vidrio, así como la nariz. Echó hacia atrás la cabeza y miró hacia arriba. —Esta es la mansión Belmore. —Alec bajó del carruaje y se dio la vuelta. Ella lo miró atónita. ¿Cómo habría podido dejarla sola en medio de la alta sociedad londinense? Alec se preguntó quien tenía más necesidad de protección, si ella o el resto de la sociedad. Sacudió la cabeza con resignación y le tomó la mano. —Ven, Scottish. Debes presentarte a los otros criados.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 18

—¿Qué diablos significa “ no hay personal de servicio”? Joy palideció ante el tono de voz de su marido en la habitación contigua. Había sido abandonada en el salón y había pasado los últimos minutos con la cara hacia arriba tratando de descifrar la escena pintada en el techo. Un hombre con una lira y una muchacha, se estaban entreteniendo en un bosque en medio de un grupo de ninfas. —La mayor parte de ellos se ha ido a casa para la Navidad, Vuestra Gracia. El mal tiempo ha retrasado el regreso. —Entonces encuentra algún otro, Castairs. Joy oyó otra vez a alguien que se aclaraba la garganta. —Hemos probado, Vuestra Gracia, pero nadie está disponible. —¿Quién falta? —La voz seca de Alec se filtraba a través de la campana de la chimenea. Joy se acercó y oyó a Castairs hacer una lista de nombres. Alec imprecó y Joy palideció. —Estamos sin mayordomo, sin cocinera, sin siete… no, ocho camareros y alrededor de cinco camareras. —Y el jefe de los caballerizos —agregó Castairs. —Jem puede sustituirlo. Henson y los otros reemplazaran otros puestos vacantes, pero la cocinera… —observó Alec. —Dos de las muchachas, están en condiciones de preparar platos simples y he oído que mañana hay una feria donde se puede encontrar personal. Normalmente no contrataría nunca a nadie en una feria, pero en este caso creo que no tenemos alternativa. Joy rió y le brillaron los ojos. ¡Una feria! Tenía que ser divertido. Nunca había estado. —Bien, haz lo que debes, pero quiero que la casa sea servida adecuadamente mañana por la noche. —Si, Vuestra Gracia. Una puerta se cerró. Un momento después, la puerta corredera se abrió y Alec entró en el salón. Sin decir una palabra, pasó por delante suyo y ella oyó a su espalda un tintineo de cristales. Mientras su marido se servía de beber, Joy miró a la habitación contigua y vio otro salón, todavía más grande, tapizado en tonalidades verde oscuro y burdeos. —¿Qué habitación es esa? —El salón de los caballeros. —Alec la miró, ceñudo. —Pésimo tiempo —dijo. Se apoyó en un pequeño mueble dorado, miró la copa y después a su esposa. —¿Quieres algo? ¿Una copa de sherry? Ella meneó la cabeza. Jugueteó por un momento con una estatuilla de vidrio azul colocada sobre la repisa de la chimenea. —¿Alec? ¿Con quién hablabas? No he podido evitar escucharte. —Apoyó la estatuilla, se acercó a una silla con el respaldo rígido y trazó con un dedo el contorno tallado. —Castairs, mi secretario. Joy se desplazó hacia un diván, tomó en su mano un cojín y lo apoyó en su brazo, jugando con el fleco. —¿Qué haces cuando estás en Londres? Alec pareció sorprenderse con la pregunta. —Los Duques de Belmore siempre han tenido un sillón en la Cámara de los Lores. Y yo lo tengo también. —¿Qué otra cosa?

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SAGAS Y SERIES —Voy a bailes, a mi club, cabalgo en el parque. Las mismas cosas de costumbre que hacen los pares de Inglaterra. —La miró y debía haber notado su expresión, porque agregó: —Puede parecer frívolo, Scottish, pero muchas de nuestras leyes no son discutidas y decididas en el Parlamento, sino durante los encuentros sociales. —Bebió un sorbo y preguntó. —¿Qué pasa? —Estaba pensando. —Joy ahuecó el cojín y formuló la pregunta que la preocupaba: —¿Cuándo encontraré al príncipe? Alec apoyó la copa y extrajo un sobre de la chaqueta. —Ha llegado esto. —¿Qué es? —Una invitación al baile del príncipe Regente. Parece que ha decidido festejar una gran ocasión, probablemente el nacimiento de un cachorro de un perro de caza. —Dejó caer el sobre en una mesita que se interponía entre los dos. Ella la tomó y se sentó. El baile tendría lugar en dos semanas. ¡Un baile! ¡El baile del príncipe! —Pareces preocupado. ¿No te gustan los bailes? Alec la miró. —No tenía intención de permanecer tanto tiempo en Londres. —Oh. —Joy miró la invitación que tenía en la mano, luego preguntó: —¿Qué hace una Duquesa en Londres? —No lanza hechizos. Contrariada, ella dejó la invitación. —Continuas diciéndome que debo comportarme como la Duquesa de Belmore. ¿Cómo puedo hacerlo, si no tengo idea de qué cosas se esperan de mí? El suspiro de Alec tenía el sonido de la derrota. —Debo enseñarte. —Volvió a beber otra vez y murmuró algo a propósito del infierno helado y del adiestramiento de brujas. —Estoy segura que cualquier otro me puede enseñar todo lo que debo saber. —El tono de Joy era brusco. —He dicho que lo haré yo. El orgullo le hacía sentar en posición rígida. Juntó las manos en la falda y levantó el rostro un poco más de lo normal. —¿Cuáles son mis deberes? Él tomó otro sorbo de brandy. —Organizar bailes, cenas y otras reuniones mundanas. Fundamentalmente, debes hacer de dueña de la casa. —¿Es esto lo que hacen las Duquesas? —Sí. Algunas dirigen al personal de servicio y supervisan su trabajo. Las mujeres de Belmore siempre han hecho ambas cosas. Sé que mi abuela era una verdadera tirana con el servicio. —¿Quién dirige esta casa? —Lo hacía el mayordomo… lo hace... oh, diablos, lo hará cuando vuelva. —¿Quieres que me ocupe yo del problema de los criados? Él frunció el ceño. —¿Y cómo? No tienes experiencia. Joy le mostró una pequeña sonrisa y chasqueó los dedos. —¡Dios Omnipotente! ¡Basta con los hechizos! —Bebió un sorbo y agregó: —Y cualquier cosa que hagas, no estornudes. Ella había previsto su reacción, e hizo su jugada. —Entonces… ya que no puedo usar mis poderes, ¿Qué me dices de la feria? No he podido evitar oírlo cuando estabas en la otra habitación. ¿Puedo ir?

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SAGAS Y SERIES —No. —Siempre me dices que no. Alec levantó la copa con gesto que significaba “exactamente”. —Ni siquiera me escuchas. —Joy permaneció en silencio durante un minuto. —¿Cómo piensas que pueda hacer mis deberes si ni siquiera me concedes uno? —Tengo mis razones. No es el tipo de feria que imaginas. —¿Entonces, por qué la llaman feria? Él arrugó la frente, frustrado. —Un día u otro te llevaré, pero no ahora. —Se levantó y se sirvió más licor. —Mañana tengo asuntos que despachar y tu no estás lista para ir por Londres sola. —Puedo hacer que me acompañe Henson. Y Polly. —No. —Y Castairs. Él se limitó a mirarla de soslayo. Joy suspiró. Desde que Alec había entrado en la cocina y había visto la escoba, la mantequera y las rosas, se había puesto más severo que nunca. Era como si el hielo que lo envolvía hubiese endurecido. Pero ella no renunciaría. Quería derretirlo, con la magia o sin ella. Se levantó con el propósito de idear un plan estratégico. —Voy a mi recámara. —Las habitaciones aún no están listas. He dicho a Polly y a Roberts que esperaríamos aquí. —La miró. —¿Tienes hambre? Ella negó con la cabeza y se sentó de nuevo. —No tenemos cocinera ni mayordomo, por lo tanto, es mejor que no tengas apetito — comentó él. —Siempre puedes cocinar tú. —sugirió Joy, sonriendo. Alec la miró ceñudo. “No tiene una pizca de humor” pensó ella y se quedó jugueteando con los flecos del cojín, dando ojeadas de vez en cuando a la sala verde y oro. Alec no parecía sentirse más cómodo que ella, pero Joy se preguntó si sería por la dureza de las sillas o por su silencio fastidioso, en aquella habitación oprimente. Levantó la cabeza y miró el techo con frescos, luego buscó algo más para decir y llenar el silencio. —Has nombrado a tu abuela ¿Cómo era? —Nunca la conocí, sólo he oído hablar de ella. Murió antes que yo naciera. —¿Y tu madre? Él pareció sorprendido por la pregunta y dejó la copa antes de contestar: —Real, eficiente, bellísima. Una Duquesa perfecta. Su madre era una prefecta Duquesa, justo lo que ella no era. Joy se mordió el labio y trató de hacer acopio de su orgullo que había ido a parar a alguna parte debajo de la suela de sus zapatos. Cuando levantó los ojos, vio que él la observaba por sobre el borde de la copa. Le miraba la boca y su mirada se había oscurecido, penetrante. Un momento después miraba a otro lado. Joy se dio cuenta que quería besarla, cerró los ojos, agradeciendo su buena suerte. La atracción entre ellos siempre estaba, ella la sentía y la veía en sus ojos. “Debo moverme. Esta es mi ocasión” pensó. Se levantó y se le acercó, lentamente. —¿Quieres un coñac? Alec levantó el rostro hacia ella pero no dijo nada. Ella le indicó la copa.

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SAGAS Y SERIES —Está vacío. Te sirvo yo —dijo y sin dejarle tiempo para contestar, se lo tomó de la mano, fue a llenarla y se la ofreció a su marido. “Mírame Alec”. Pero él tomó la copa sin mirarla. Verdaderamente era muy testarudo. Urgían medidas drásticas. Deprisa. Joy se sacó las horquillas de los cabellos. —¡Oh, bondad divina! —los cabellos cayeron. Alec se detuvo de golpe, la copa a medio camino de la boca. —He perdido las horquillas. ¿Puedes verlas? —No. —Dijo mientras bebía otro sorbo. Joy sacudió la cabeza y su cabello se extendió ondulante por su espalda. —Deben estar por aquí, en algún lugar… Alec miraba la pared. Su respiración era breve y frecuente. Ella retuvo una sonrisa de triunfo, luego se inclinó en el piso delante de su marido y comenzó a buscar, asegurándose que sus cabellos rozaran sus rodillas. —No pueden haber desaparecido —dijo después, sentándose en los talones y haciendo hacia atrás sus cabellos. Las manos de Alec tenían los nudillos blancos. Joy se tocó la cabellera y vio que él seguía su gesto con los ojos; luego se llevó la copa a los labios. En silencio ella rezó: “No luches, amor mío. Te lo ruego, te lo ruego, bésame” Percibió la lucha que se desarrollaba entre la voluntad de su marido y el deseo ardiente que quemaba entre ambos. Alec cerró los ojos y ella retuvo el aliento, convencida de haber perdido de nuevo. Él apoyó la copa. —¿Crees que las horquillas hayan caído sobre tu sillón? —le preguntó, metiendo la mano entre el brazo y el asiento, luego movió la cabeza de modo que los cabellos cayesen sobre sus dedos. Alec le aferró la muñeca. Joy sonrió; él no. La brujería podía ser tan intensa como la atracción recíproca que los ataba. Ese vínculo era tan potente que ella se preguntó, por un instante, si no estaría dando alas a algo que ni siquiera la brujería más fuerte podría hacer aflorar. Él se levantó sin soltarle la muñeca. De rodillas, Joy levantó el rostro y lo miró. Alec le dibujó con un dedo el contorno del pómulo y de la mejilla, después, le rozó el lunar sobre el labio y también la boca. Ella la abrió levemente y él le tocó la lengua. Sus ojos se volvieron más oscuros y ardientes. Joy estaba todavía de rodillas, su marido de pie. Su respiración se aceleró. Esa fuerza, ese don mágico que existía entre ellos, era inmenso. Lo era todo. Alec retiró el dedo, lo sumergió en el brandy y lo hizo gotear en la boca de su mujer. —Eres una bruja —murmuró. La levantó y saboreó con la lengua los labios de ella mojados de licor. Luego, con un gemido de derrota, profundizó el beso. Joy lo abrazó y se adhirió a él con todo su cuerpo. Lo amargo del brandy estaba endulzado por el sabor de Alec, su Alec. Respiró su olor, sintió la mano de él sobre un seno y su gemido de placer, un sonido primitivo que repercutió en el centro de su feminidad. Su marido le murmuró algo sobre los labios, luego le abrió los botones del vestido, metió una mano en el corpiño y con la palma le acarició con un movimiento circular la punta del seno. Joy le pasó los dedos por los cabellos, le tocó la oreja y el cuello. Sintió la aspereza de su barba, el calor de la piel, el contorno de su masculinidad. Alec dejó el seno y con ambas manos le aferró los glúteos, la levantó del suelo y la estrechó más contra sí, meciendo lentamente las caderas.

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SAGAS Y SERIES —Ahora. Aquí y ahora —le dijo. Ella asintió, con la cara en su cuello. Alec la llevó contra la puerta cerrada y la sostuvo también con las caderas, luego le acomodó las rodillas a los lados de sus propias caderas, siempre sin dejar de moverlas, mientras metía las manos por debajo del vestido. Ella gimió cuando las sintió pasar por las medias, sobre la piel desnuda de los muslos. —Aprieta las piernas a mí alrededor —le dijo. Joy apretó las rodillas contra la caderas y él encontró el corazón de su feminidad y lo tocó, lo acarició, jugó con su parte más íntima, hasta que ella le respondió con lágrimas de pasión. Esas manos mágicas la dejaron por un momento para abrir los pantalones y poco después, Joy sintió su fuerza, la rígida solidez de su sexo entrando en ella fácilmente, como si sus cuerpos siempre hubiesen sido una sola cosa. Se le escapó un pequeño grito y cerró los ojos gozando de su unión, consciente que aquello era el regalo y el fin último de la relación entre un hombre y una mujer. Los labios de Alec le rozaron el rostro como lluvia veraniega, mientras movía las caderas, empujando una y otra vez dentro de ella. —Muy lento —murmuró Joy contra sus labios. —Nunca es muy lento, Scottish. Te darás cuenta. —Le rozaba el oído con la lengua provocándole estremecimientos a lo largo del cuello, los brazos y los senos. Y cuando Joy le abrió la camisa para sentir su pecho contra sí, él se adentró más profundamente y ella cerró las rodillas. Esta vez fue él quien gimió, luego la acarició en todas las partes íntimas de su cuerpo. De nuevo le presionó las nalgas y se movió de manera que durante el coito los pequeños labios ejerciesen alrededor de él una mayor presión. Le murmuró algo muy privado, íntimo, rudo y masculino. Y dejó de moverse. —¡No! No pares… te lo ruego. Él dijo algo, pero Joy no podía oírlo. No podía hacer otra cosa que abandonarse a las sensaciones que la pasión le transmitía. Alec se retrajo un poco, luego empujó de nuevo bien adentro, con fuerza, cada vez más profundamente, moviéndose con la rapidez que ella quería, siempre más deprisa. El ritmo de sus movimientos, estaba acompañado de las sacudidas de sus cuerpos contra la madera de la puerta. Llegado un cierto punto, comenzó el juego de los fuegos artificiales que continuó “in crescendo” a cada empuje. Era el viaje hacia el éxtasis. Joy se sentía volar cada vez más hacia lo alto. Alec se movía en la profundidad húmeda de su feminidad. Luego, el ruido de la puerta cesó, los movimientos rítmicos se calmaron y el delicioso destello se volvió más brillante, hasta que Joy gritó y se apretó tan fuerte alrededor de su sexo que la llenó tan completamente, a un paso del dolor. Un momento después, olió perfume de rosas. —¡Caray, cómo es de bueno! —murmuró Alec levantándole las rodillas y ella llegó al éxtasis más de una vez, hasta que no pudo distinguir un orgasmo de otro. Abrió los ojos y vio bajar una lluvia de pétalos. —Las rosas —dijo Alec con un ronco murmullo sobre la boca de Joy. Continuó moviendo las caderas cada vez más rápido, hasta que dio un último empuje acompañado de un grito de triunfo. Un momento después, dentro de ella pulsó la vida. Los minutos que siguieron no detuvieron el tiempo. Joy aflojó el abrazo y sintió a Alec moverse. Lentamente, él la puso de pie sobre el piso. La mejilla de Joy resbaló de su hombro hacia su pecho, sintiendo los latidos de su corazón, casi tan fuerte como sentía su amor.

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SAGAS Y SERIES Finalmente, Alec levantó la cabeza y ella vio su cara; parecía aferrado a un desesperado aislamiento que tal vez consideraba necesario para su propia cordura. “Déjate ir, amor mío, te lo ruego” pensó Joy. Él permaneció en silencio por algún minuto, luego le miró ávidamente la boca. La besó de nuevo entreabriéndole los labios, después le murmuró al oído las sensaciones que había probado cuando estaba dentro de ella y cuánto quería sentirlas todavía. La besó de nuevo. Se oyó tocar a la puerta. El beso continuó. El toque sucesivo fue más fuerte. Alec interrumpió el beso y le murmuró sobre los labios: —Nuestra habitación debe estar lista. —Luego se acomodó la ropa y ayudó a ella hacer lo mismo. —Mis horquillas —Joy indicó la alfombra sembrada de pétalos de rosa. Él la miró y tomó en sus manos un mechón de cabellos. Se oyó tocar de nuevo. —Sí, sí, un momento —Alec abandonó los cabellos. —Deja las horquillas y los pétalos. Debemos terminar arriba lo que hemos comenzado aquí —dijo y le tomó la mano, luego abrió la puerta, listo para arrastrar con él a su mujer. Henson, con su cara furiosamente ruborizada, carraspeó. —Vuestra Gracia, están aquí el conde de Downe y el vizconde de Seymour. Alec se detuvo de golpe e maldijo entre dientes. Atónita, Joy siguió su mirada, fija en la cara cohibida de Neil. Ella estaba ruborizada y completamente mortificada. —Bienvenido a Londres —dijo Richard. Estaba apoyado en la pared del gran vestíbulo y su cara impertinente ostentaba una expresión maliciosa. La de Alec era sólo arrogante y contrariada. Se dio la vuelta bloqueando a Joy de la vista de los dos y le dijo: —Anda arriba. Ve por el otro lado. —¿Dónde? —murmuró Joy, que no sabía dónde estaban las habitaciones. —Quinta puerta a la derecha. Iré más tarde. Richard dijo algo sobre el uso del verbo ir14 y Joy sintió la mano de Alec tensarse, Se sobresaltó, pero el marido la dejó diciendo: —Ahora vete. Joy subió a la carrera. Cuando alcanzaba el primer descansillo de la escalera, escuchó la voz sarcástica del conde: —Me debes cincuenta libras, Seymour. Eso era, fehacientemente, una buena sacudida contra la puerta.

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Juego de palabras, que hacen referencia a irse de “desplazarse” e irse de “experimentar un orgasmo”.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 19

La mañana de la feria, era fría y tonificante. El hielo y la epidemia de sarampión impidieron al médico llegar a Belmore antes de mediodía. Se fue después de una hora, dejando instrucciones para el pobre Castairs y dos camareras; precisamente las que sabían cocinar: debían permanecer en cama hasta que no desaparecieran las manchas. Puesto que el Duque ya había salido, el destino había encomendado a la Duquesa su primera tarea. Entre Fishmongers Hall y Wharf House había un pequeño edificio de ladrillos, dentro del cual, sobre una plataforma, se veía un grupo de desempleados. Cada uno de ellos tenía en la mano un cartel que indicaba el propio oficio. Entre los probables patrones se encontraba la Duquesa de Belmore, con la cabeza bien alta, los hombros derechos y el pequeño dedo enguantado de verde extendido indicando a un hombre de color al fondo de la fila. Un Henson incómodo se inclinó hacia la Duquesa: —Pido perdón, Vuestra Gracia, pero no creo que… ejem… aquel sea el hombre que su gracia tiene en mente. —¿No cree? —Joy miró al gigante y se golpeó los labios con el índice. A parte de él, los candidatos no prometían mucho. Verdaderamente muchos de ellos daban miedo. Los hombres estaban sucios y resultaban poco tranquilizadores, parecían listos para matar. Las mujeres eran sólo dos, ambas desaliñadas, que miraban al pobre Henson como Belze solía miraba sus cabellos. Joy sintió que le tiraban de la falda y se giró hacia la camarera que les acompañaba. La muchacha la miraba horrorizada. —¡Oh, madame, no puede contratar ese hombre! Él es… es… Joy no la dejó terminar. —El cartel dice que sabe cocinar —contestó, tratando de establecer cuán alto era el individuo. A pesar de la barba corta y negra que le rodeaba los labios y le cubría el mentón, el hombre tenía el aspecto de quien no le habría hecho daño ni a una mosca. Polly murmuró: —Parece un pirata, madame, y los piratas son malos. Joy tuvo que admitir que la camisa blanca abullonada, los pantalones negros y las botas lo hacían parecer peligroso, pero ella intuía que esa persona tenía un buen corazón. —No hay piratas en Inglaterra, Polly. Es sólo el arete de oro que lo asemeja a uno de ellos. —¿Pero qué hay que decir de sus cabellos? —¿Distintos, cierto? Creo no haber visto nunca a alguien con la cabeza rapada y una trenza tan larga. En todo caso ¿no me has dicho que en Belmore Park la cocinera se lamentaba de no estar en condiciones de alcanzar las alacenas más altas? Este cocinero no tendrá ese problema. Además, ese el único que dice que sabe cocinar, según su cartel. Por lo tanto, no tenemos elección. —Se dirigió a Henson: —Vamos a hablarle antes que otra persona nos lo levante. —No creo que ese problema exista, Vuestra Gracia —aseguró Henson, pero Joy ya estaba en camino y los dos servidores no pudieron hacer otra cosa que seguirla. La Duquesa llegó a la plataforma y se dio la vuelta a tiempo de ver a Polly arrodillada, haciendo la señal de la cruz. Joy sacudió los hombros y miró al aspirante a cocinero. Por su falta de arrugas, debía ser joven y, ciertamente, robusto. Era más alto y macizo que Alec. Una trenza larga, de casi un metro, le colgaba del centro de su cabeza rapada. Como añadidura a su vestuario de

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SAGAS Y SERIES pirata, llevaba un cinturón alto, cubierto por tachones de metal. Del cinturón colgaban pequeñas calabazas, un mechón de pelo y un manojo de plumas. Si Joy no hubiese sabido que el último genio estaba encerrado en una botella, en alguna parte de Norteamérica, habría jurado que se trataba de él. —Su gracia, la Duquesa de Belmore, quisiera hablar con ése de allá —dijo Henson al agente, de pie cerca de la plataforma, indicando al gigante. El agente gritó un número y el hombre asintió, luego dio un paso al frente y avanzó; las calabazas tintineaban a cada paso. Joy dobló la cabeza y se asombró ante su imponencia. Cuando reencontró la voz dijo: —El cartel dice que sabe cocinar. El hombre asintió, clavando a Joy con una mirada seria pero sin malicia. —He hecho de cocinero en la Black Magic por cinco años. —Su voz era profunda como un barril y tenía un fuerte acento extranjero. —¿De dónde viene? —Caribe. Henson le informó: —Tienes que dirigirte a la Duquesa llamándola, Vuestra Gracia. El pirata dirigió sus ojos negros primero a Henson, luego a Joy y sonrió, mostrando unos magníficos dientes blancos. —Del caribe, Vuestra Gracia. Joy estaba segura de querer contratarlo. Su sonrisa era sincera. —¿Cómo se llama? —Kallaloo. John Kallaloo —Bien, señor Kallaloo, ¿Qué cosas sabe cocinar? —Vuestra Gracia, llámeme Hungan John. Hungan John puede cocinar de todo. —Se irguió más aún, su rostro se mostraba tan orgulloso como el de Alec. —¿A Vuestra Gracia le gusta la langosta? ¿Cangrejo? ¿Cocido de riñones? Ella asintió, segura que el Duque y la alta sociedad amaban la langosta y el cangrejo. —¿Qué es el cocido de riñones? —Ustedes lo llaman estofado de riñones. Joy se dijo que para ella estaba bien y recordó que a los ingleses les encantaba los riñones. Con el pecho hacia delante, el hombre sonrió y aseguró: —Hungan John Kallaloo cocina lo mejor para Vuestra Gracia. No hay hombre ni mujer que cocine mejor. Verá. Joy lo encontró perfecto para Belmore. Tenía la misma orgullosa seguridad que su marido. —Quisiera contratarte. ¿Te gustaría cocinar para Belmore House? Él la miró y su sonrisa desapareció. Muy lentamente dijo: —Magia. Él sabía. Joy se quedó con la boca abierta. De cualquier modo, por algún motivo, ese hombre sabía quien era ella. Lo miró. Él sonrió. —Magia buena, Vuestra Gracia. Permanecieron mirándose con la expresión de quien sabe, juzgándose y aprobándose mutuamente. —El señor Cállalo está muy bien —dijo Joy a Henson. Este último dijo al nuevo cocinero: —Hay un carro afuera, detrás de su gracia. Toma tus cosas y cárgalas. Partiremos pronto.

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SAGAS Y SERIES Hungan John preguntó: —¿Vuestra Gracia, necesita otros servidores? —Sí, un mayordomo. ¿Conoce alguno? —El viejo Forbes. Mayordomo por cincuenta años. Patrón muerto. Echado fuera. —Henson, Hungan John ha encontrado un mayordomo para nosotros. Henson se enderezó la peluca y miró la plataforma. —Parecen todos a punto de cortar nuestra garganta, Vuestra Gracia. ¿Cuál es Forbes? Hungan John indicó un punto a su espalda. Cerca de una tienda sucia, estaba un hombre pequeño, de cabellos blancos, mejillas sonrosadas y labios finos. Vestía una chaqueta de raso azul desgarrada y polvorienta y sus calzas parecían tan viejas como él. Las medias blancas estaban sucias, agujereadas y una descendía por la pierna. Los zapatos era uno distinto del otro, uno de raso blanco con la hebilla oxidada, el otro de cuero marrón, con el tacón un poco más alto, y parecían haber sido colocados en el pie equivocado. Los vidrios de los lentes tenían el espesor de un dedo, lo que agrandaba sus ojos celestes. El pobre hombre no tenía casa. A Joy no le importaba que se viera tan viejo como la Torre de Londres. Parecía que tenía más necesidad de ellos de cuanto ellos tuviesen necesidad de un mayordomo. Uilizando su mejor tono ducal, Joy dijo al agente: —Contrataremos también a Forbes. Alec subió la escalera de Belmore House y encontró la puerta cerrada. Tocó. Nada. Tocó de nuevo. Nada. Con expresión deprimida, retrocedió, pero su carruaje ya había desaparecido detrás de la esquina de la casa. —¡Maldito diablo! —murmuró yendo adelante y atrás. —Tiempo pésimo. Sin lacayo, sin camarero, sin mayordomo. Obligado a comer coles… ¡Coles! —Se estremeció con el recuerdo de la horrenda comida. Dio un paso atrás y miró en alto, esperando ver una señal de vida en casa. Nada. Las ventanas estaban bordeadas de hielo y el aire de Londres, frío y húmedo penetraba a través de las distintas capas de su abrigo. —Maldición, me estoy congelando. —Tocó otra vez. —¿Dónde diablos están todos? —Golpeó con el puño la puerta. El cerrojo se movió y la puerta se entreabrió. Un ojo viejo, arrugado, y sospechoso miró a Alec detrás de un espeso lente. —¿Quién sois? —gritó fuerte el hombre, con un tono de batalla. —Soy… —¿Ah? —He dicho que soy… —¡Hable fuerte! No le escucho si murmura —gritó el viejo. —He dicho que soy su gracia —gritó Alec a su vez. —¿Qué le pasa a su tía? —¡No mi tía, idiota! ¡ Su gracia! —No está. —El hombre le cerró la puerta en la cara. Sobre el dintel, el escudo de armas de Belmore lo miraba. Alec esperó, deseando que la puerta se abriera. Tocó otra vez. Se abrió unos pocos centímetros. —Yo… soy… el Duque… de Belmore, y… —dijo furioso, entre dientes. —El Duque no necesita nada —y la puerta se cerró nuevamente. Alec golpeó con el puño. Al quinto golpe la cerradura saltó y la puerta se abrió una rendija. —¡Váyase o deberá responder al Duque en persona! —¡Yo soy el Duque! —gritó Alec. Apretaba el puño tan fuerte que temblaba todo.

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SAGAS Y SERIES La puerta se cerró de nuevo. Alec lo veía todo rojo. Bajó la escalera y recorrió la avenida de los carruajes hasta la entrada de servicio. Abrió la puerta y se detuvo. En la cocina estaba el pirata Barbanegra. Salió de nuevo, hizo dos profundas respiraciones y retornó. —Ponle algo de lima en el coco. —La larga trenza del hombretón se meneaba de un lado al otro, mientras cantaba con una voz que parecía provenir de un cañón de tan profunda. La mirada atónita de Alec pasó de la cabeza brillante del pirata a su arete —a esas alturas, necesitaba un brandy —y se detuvo en las manos sobre los cuencos. Éstas exprimieron la lima, después el limón, entre sus grandes dedos. Mudo, Alec caminó en el amplio espacio que separaba la cocina y la despensa y subió la escalera, dirigiéndose hacia la persona responsable de todo, su mujer. La bruja. —¡Oh, Alec! —exclamó Joy cuando lo vio. Corrió a su encuentro y le pasó las manos por los brazos y el pecho. Él retrocedió y se quitó el abrigo. —¡Sígueme! —ordenó con voz tan fría como el aire de Londres y caminó a grandes zancadas hacia el salón. —Has ido a la feria. Ella lo siguió. —Sí, pero…. Alec cerró la puerta de un golpe y retrocedió. —Te había dicho que no fueras. —Pero necesitábamos el personal y tú no estabas, así que pensé que, siendo la Duquesa de Belmore, podría contratarlo yo. —No me desobedezcas nunca más. —Lo siento. —Viendo lo rojo que tenía el rostro le preguntó: —¿Estás bien? —¡No! ¡Estoy fuera de mí y estoy enloqueciendo! —Pensaba que había ocurrido algo terrible —dijo Joy. Con la cara rabiosa, él exclamó: —¡Algo terrible ha sucedido: me he casado contigo! Ella se quedó de piedra; se llevó las manos a la boca. Esas palabras eran tan crueles que la dejaron sin aliento. Lo miró y huyó de su expresión fría, cerrando los ojos. Cuando los abrió, la habitación estaba velada por la niebla de sus lágrimas, la silueta confusa de su marido era la única cosa visible. Joy abrió la puerta y corrió por la escalera. En el aire resonó el ruido de sus pequeños pies y de un sollozo.

Con una copa de brandy en la mano, Alec abrió la puerta del dormitorio mientras en el reloj sonaba la una. Controló el de bolsillo, costumbre que había adquirido desde que se había casado. Era de veras la una de la mañana. Levantó la copa hacia los labios, pero interrumpió el gesto a la mitad. En su salita, cerca de los restos del fuego, vio una pequeña mesa con dos sillas, una frente a la otra. Se acercó, tratando de ignorar el apretón de estómago y bajó la mirada. Estaba preparada para dos, con los mejores cristales, porcelanas y platería de Belmore House. Dos pequeños candelabros estaban colocados a los lados de un jarrón lleno de rosas rosa.

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SAGAS Y SERIES Alec cerró los ojos y respiró profundamente. Como arrastrado por una cadena, miró la puerta comunicante. Continuó mirándola, inmóvil, los ojos duros y vacíos, en la mente un barullo de pensamientos y algo más… una emoción. A él no le gustaba esa emoción. Se podía dominar la rabia, esconder el dolor, el miedo y los celos. Había sido adiestrado para ello desde su más tierna infancia. Pero la sensación de la culpa era imposible de controlar. Por toda la tarde y la noche había tratado de enojarse. La cólera habría sido justificada, considerando lo que había pasado en los últimos tiempos. En cambio, sólo veía el rostro afligido de su esposa, después que salieron de su boca esas crueles palabras. En otras ocasiones había dicho frases muy ásperas sin sentir remordimiento, porque a los cuales iban dirigidas, las merecían. Pero sabía dentro de sí que Scottish no las había merecido. Cualquier cosa que hubiese hecho, la había hecho sin malicia, con la inocencia de las buenas intenciones. Pero todas las buenas intenciones del mundo no cambiaban el hecho que era una bruja y que tenía el poder de arruinar a ambos y el buen nombre de los Belmore. Alec se sentó y miró sin ver la maldita mesa. Rechinó los dientes ante otra sensación de culpa. Peor que las odiosas palabras que le había dicho a Joy era la conciencia de cómo habría reaccionado ella en el caso de que hubiese sabido que quería mantenerla escondida. El Duque de Belmore mantenía escondida a su esposa. ¡Qué nobleza del alma! La cólera volvió, pero estaba dirigida hacia sí mismo. Apoyó la copa, se levantó, y se encaminó hacia la puerta comunicante y tomó la manivela. Luego se detuvo. ¿Qué podía decirle? ¿Lo siento por lo que dicho? ¿Lamento que tú seas una bruja?¿No lamento haberme casado contigo? ¿Lo siento por mantenerte escondida? ¿Lo siento por ser un cretino? Lo siento no era una expresión que surgía con facilidad de los labios del Duque de Belmore, especialmente cuando no estaba seguro por cual motivo tenía que disculparse. Volvió atrás, vio la mesa pero se mantuvo lejos. Se sentó en el sillón de cuero, las manos entrelazadas detrás de la cabeza, los tobillos cruzados sobre el diván al frente y los ojos fijos en la escena pintada en el techo. Miró la mesa pensando en su mujer, en su mirada sorprendida y tímida cuando se había encontrado apoyada en su pecho, en el brumoso bosque. La recordó helada y medio muerta y recordó su propia frustración cuando había visto el paño congelado sobre su rostro extraño y bellísimo, el mismo rostro teñido por la luminiscencia sensual de la mujer saciada por él, la única persona en la que él había visto el amor inocente. Cerró los ojos y se apoyó en el respaldo. Alargó el brazo para tomar la copa, pero su mano en cambio escogió tocar la suavidad de una rosa. Joy se despertó en la oscuridad de su dormitorio; le quemaban los ojos por las lágrimas derramadas y tenía la garganta seca por los sollozos. La esperanza que la había orientado hasta ahora, se había destrozado con las crueles palabras de su marido: “Ha sucedido algo terrible: me he casado contigo” le había dicho. Recomenzó a llorar y dejó que las lágrimas brotasen en un río de dolor por los sueños quebrados, la esperanza muerta. Las marcas húmedas sobre su rostro testimoniaban que todos sus deseos pedidos a las estrellas del universo no podían hacer nacer el amor donde no lo había.

La nieve fresca que había caído sobre las calles adoquinadas y sobre las heladas veredas de la ciudad cesó a mitad de la mañana, cerca de una hora antes que Polly

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SAGAS Y SERIES irrumpiese en la recámara de Joy diciendo que, por orden del Duque, debía vestirla y prepararla deprisa. Con los ojos todavía enrojecidos por las lágrimas, Joy se sentó en la cama, tratando de encontrar la energía para levantarse. En medio de la noche, cuando se había despertado por quinta vez, había pensado en su futuro. Y estaba segura que Alec la despediría lejos. Así, una hora después, vestida con una capa color crema, manguito y sombrero de piel, bajó la escalera con el ánimo de un condenado a muerte. Henson y Forbes la esperaban en la puerta de entrada. Henson se inclinó: —Buenos días, Vuestra Gracia. Forbes le dio un codazo y gritó: —¿Cuál tía? —Luego hizo su reverencia mirando a Henson de soslayo. —Buenos días Henson, Forbes. ¿Dónde está su gracia? —¿Cuál desgracia? —gritó Forbes acomodándose los lentes. Henson contestó: —Os espera afuera, Vuestra Gracia. Joy se encaminó hacia la puerta. Henson se aclaró la garganta. —Por atrás, creo —El hombre se dirigió hacia una pequeña puerta vecina a la escalera. —Yo la guiaré, Vuestra Gracia. Ansiosa, Joy siguió al criado, descendiendo por la escalera que llevaba a la cocina. Hungan John, se movía con gran desenvoltura para ser un hombre que casi tocaba las vigas del techo con la cabeza. —Corta las manzanas, muchachita —dijo riendo a una jovencita camarera. —Esta noche debemos hacer a sus gracias la mejor compota de fruta. —luego comenzó a cantar un motivo alegre sobre las manzanas del jardín del Edén. La muchachita sonrió y comenzó a cortar al ritmo de la música. La larga trenza de Hungan John oscilaba de un lado a otro mientras iba a supervisar una pierna de cordero asada. Joy siguió a Henson por unos pocos peldaños, después, el hombre abrió la puerta de servicio y ella salió con el estómago y la garganta apretados por la aprensión. Apenas fuera, Joy no vio otra cosa que una niebla blanca y rogó por no dejar escapar sus lágrimas. También ella tenía su orgullo. Levantó la barbilla y trató de endurecer la mirada. Todo estaba cubierto de nieve, en aquel momento blanca, limpia y fresca. Pero delante de la puerta del establo, vio un trineo negro y brillante, con Jem en el puesto del conductor y Alec de pie a su lado. La Duquesa de Belmore se quedó de una pieza, inconsciente de la felicidad que emanaba de su cara. Su marido tenía una expresión complacida. Ella se había esperado un regaño, una denuncia, una acusación. Había esperado que la hubiese mandado lejos. Nunca imaginó que uno de sus sueños más fantásticos se hiciese realidad. Más que el trineo, más que las campanas colgando del cuello de los caballos, más que la conciencia de no ser enviada lejos, lo que le impactó fue el matiz contrito de la expresión de su marido. —¿Tienes intención de permanecer ahí parada toda la mañana o quieres dar un paseo en trineo? —Alec abrió la portezuela. Joy bajó los peldaños a la carrera y le tomó la mano. Alec la levantó en brazos y la posó en el asiento cubierto por una piel de cordero blanca. Ella sintió que su corazón latía muy fuerte. Retuvo el aliento por un instante, luego se acomodó, arrebujándose en su capa. Un instante después, Alec estaba a su lado, con un brazo a lo largo del respaldo y las piernas al lado de las de ella. —¿Lista? Ella lo miró sin saber que su rostro irradiaba excitación, amor y alivio, y el marido la observó por un largo momento en silencio, pensativo, como si fuese a decir algo importante.

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SAGAS Y SERIES Joy trató de leer en su mente, pero no lo logró. —¿Dónde vamos, Vuestra Gracia? —le preguntó el conductor. —Al parque —contestó Alec y le colocó una mano sobre un hombro. Un golpe del látigo y el trineo se encaminó a través de la avenida cubierta de nieve.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 20

EL CAMBIO ¡Excita al hombre penitente! W. Shakespeare, Macbeth. Acto V, escena II.

Londres casi siempre resonaba con los gritos de los vendedores ambulantes, del sonido de las zampoñas y organillos, del incesante ruido de las ruedas y los cascos sobre el adoquinado; pero no ese día. Hasta Hyde Park estaba desierto. Pero las campanillas del trineo producían un sonido claro y límpido en el aire helado, atenuado sólo por las notas líricas de la risa alegre de la Duquesa de Belmore. —¡Mira, Alec, estamos sólo nosotros! —Lo sé. Joy se volvió para ver el paisaje, un libre espacio salvaje color marfil en el centro de la ciudad. —¿No te quita el aliento? —¿Qué cosa? ¿El hecho que no haya nadie? —Su mirada le dijo que había pocas cosas por las que el Duque de Belmore desperdiciase el aliento. —¡No! ¡Todo esto! —contestó ella con un gran gesto de la mano. —Mira a tu alrededor y dime qué ves. —Nieve. —¿Qué otra cosa? —El parque. Joy se quedó mirando el manguito que tenía en la falda, preguntándose qué tipo de persona podía ver sólo la cáscara de las cosas. Ladeó la cabeza y observó a su marido. Estaba perfectamente serio. Pero debajo de aquel frió exterior vivía otro hombre, y ella había descubierto algunos de sus rasgos. Era como si el Duque de Belmore no supiese como vivir la vida, como si no se encontrase cómodo, al punto de sentirse excluido. Joy posó una mano sobre su brazo, esperando a que aflorara el hombre que era prisionero dentro de él. —Mira aquel lago largo y dime a qué se parece, según tú, —¿El Serpentine? —¿Es así como se llama? —Sí. Ella miró la larga serpiente de hielo de plata y entendió el porqué de su nombre. —Descríbeme lo que ves. —Veo agua helada, un lago o loch, como dicen ustedes en Escocia. —¿Qué te viene a la mente cuando lo miras? Él sacudió los hombros. —No sabría. —Prueba. —Veo el hielo gris, nada especial. —Le dio una mirada cínica—. —He picado, Scottish. ¿Y tus ojos qué es lo ven? —No sólo mis ojos, también mi mente. —Una sonrisa le afloró en la boca. —Veo una cinta de plata brillante, como si su superficie hubiera sido lustrada durante horas. Y veo un lago de plata que refleja el color del cielo. Veo los árboles vestidos de hielo parados como camareros en espera. Veo la nieve blanca y pura que nunca ha sido tocada o

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SAGAS Y SERIES pisada o ensuciada. Es como el mejor mantel de damasco sobre una mesa y creo que si tuviera un poco de nieve en mi mano levantada contra la luz, la vería brillar como las copas de cristal cerca de un candelabro durante una cena en Belmore Park. Sonrió a su marido. —¿Puedes verlo tú ahora? Testarudo, él apretó la mandíbula y suspiró como para decir que encontraba estúpida la descripción de su mujer. —Yo veo lo que hay. Un feo lago gris y la nieve fría, nada más. Todo es monótono y cadavérico. Ella se dio cuenta que había de nuevo levantado un escudo, pero en vez de desistir, insistió: —Si observas con atención, tú también verás lo que veo yo. —¿Por qué alguien debería perder el tiempo intentando ver cosas que no están? —Pero están. ¿Cómo puedes apreciar lo que te rodea, si no lo miras de verdad? ¿Cómo puedes tener recuerdos, si no los creas? Él pareció reflexionar sus palabras. —¿Nunca has inventado nada cuando eras un niño? ¿Nunca has imaginado ser un caballero, un soldado, un rey? ¿Nunca has pensado que una manzana fuese mágica, que un bastón fuese una espada, o un caballo, que un perro fuese una bestia feroz que se tragaba al mundo y que sólo tú podías salvar? —Terminada la frase, Joy se dio cuenta que la expresión de Alec había cambiado y se dio cuenta que había cometido un error. Él nunca había sido un niño y nunca había jugado esos juegos. Jem se dio vuelta y le dio al Duque una extraña mirada. Alec miró alrededor y después dijo: —Supongo que depende de cómo ve las cosas cada persona. Yo no tengo tiempo para fantasías y excentricidades, ni para inventar cuentos de la nada. —¿Para qué cosas tienes tiempo? —He encontrado tiempo para traerte a hacer un estúpido paseo en trineo. —El trineo se sobresaltó y saltó adelante. —Lo siento, Vuestra Gracia. Hemos tropezado con una piedra. —Después Jem murmuró algo sobre una cabeza tan dura como la piedra. Joy tragó y se quedó mirando sus manos, y luego murmuró: —Si lo considerabas estúpido, ¿por qué lo has hecho? Alec no contestó, pero ella se dio cuenta que apretaba las manos, como si estuviese haciendo un esfuerzo para hablar o encontrar las palabras. Sin mirarla, y sin gentileza, contestó: —¡Vaya carajo si lo sé! Después de muchos y largos minutos de silencio, ella renunció. —Puedes llevarme a casa, ahora. —Querías correr sobre un condenado trineo, muy bien, corre. —Alec lo dijo con los dientes apretados y mirando al parque con tal odio que ella se preguntó cómo podía no disolverse la nieve. La necesidad de hablar fue tan fuerte en ella que no logró contenerse. —Pensé que era… distinto. —Yo también —replicó con la boca apretada. —¿Cómo pensabas que habría sido? Alec continuó manteniendo su cabeza ladeada. —Pensaba que te gustaría. —Lo dijo con calma, con el tono de quien admite haber cometido un pecado horrible. Ella le puso la mano sobre el brazo y lo sintió ponerse rígido. —Yo también esperaba darte un gusto.

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SAGAS Y SERIES —¿Cómo? —Preguntó mirándola. —Contratando a Forbes y Hungan John. Alec se pasó una mano por la frente. —Imagino que Hungan John será el cocinero. —¿Lo has visto? —No pasa fácilmente desapercibido. —Forbes es el mayordomo. —Sordo. —Sólo es un poco duro de oído. Pero necesitamos un mayordomo. —Después de una pausa agregó: —Si lo hubieras visto… Pobre hombrecillo. Lo han echado a la calle después de cincuenta años de servicio fiel. Necesitaba de nosotros. —No tengo dudas. Habrá millares de personas que necesitan de nosotros en Londres, pero a nadie le sirve un mayordomo sordo, Scottish. Ella ignoró las palabras de su marido y continuó: —Estaba sobre aquella plataforma de desempleados, pero tenía la cabeza en alto, a pesar de la vieja librea desgarrada. Sin mirarla, él advirtió: —Será suficiente con que lo mantengas lejos de mí y de la puerta de entrada.

—Sus señorías, el conde de… ¿ah? ¿Cómo se llama? La puerta del salón se cerró de golpe, pero se reabrió después de un segundo. —¡Sus señorías el conde de Town y el vizconde… ¡Benson! ¡Ben—son! Oh, finalmente estás aquí. Sus señorías han olvidado los nombres. ¿Los conoces? La puerta se abrió lentamente y entró Henson. —Sus señorías el conde de Downe y el vizconde de Seymour. —Necesito un brandy. —Downe pasó delante de Henson y se dirigió hacia la jarra sobre la mesita cerca de la pared. —¿Dónde está Seymour? —preguntó Alec. —Está tratando que esa cabeza de calabaza de tu mayordomo diga su nombre correctamente. —Downe tomó un sorbo de coñac, luego se dio vuelta.— No pretende dejarlo pasar. Entró Seymour. —Escucha, Alec, me parece una extraña elección tu mayordomo. Ese viejo no oye nada de nada. —¿De veras, Seymour? ¡Qué observador! Estoy seguro que Belmore no se dio cuenta y necesitaba que tú se lo dijeras. De pie cerca de la chimenea, Alec estaba preparado para la acostumbrada contienda. Downe se había servido la segunda copa, se acercó a un sillón y se sentó sobre un brazo con un gemido. —¿Te duele algo? —Letitia Hornsby —contestó riendo Seymour. —¿Qué ha sucedido esta vez? —la mirada de Alec pasó de la cara enfadada de un amigo a aquella sonriente del otro. —Una palabra, Seymour. Una sola palabra y me las pagarás. —amenazó Downe. —El perro de Leticia le ha mordido el trasero. —Mañana en la mañana al amanecer, Seymour. —Esto es lo que te ha metido en problemas. Si no hubieras bebido demasiado y no hubieras desafiado a Hanford, dudo que el resto hubiese sucedido.

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SAGAS Y SERIES —Y yo dudo que tú logres tener la boca cerrada por más de cinco minutos. —Letitia le ha salvado su borracho pellejo —contó Seymour a Alec— Si bien cuando vi los dientes del perro, supe que ha gozado de buena parte de su suerte. Me maravilla que no le haya venido un hipo. —Hudson Green, Seymour. Al amanecer. —Tú no puedes desafiarme a un duelo, Downe. Sólo yo te puedo servir como padrino. Alec observó en silencio los dos amigos que se miraban hostiles. Dio una mirada elocuente a la copa del amigo y dijo: —Si no dejas de tragar esa cosa, todos los talismanes y hadas de Seymour no lograrán ayudarte. Algo o alguien peor que un perro te matará. Downe miró a Alec con la furia de un condenado. —Lo que hago es cosa mía, Belmore. No te entrometas. Alec y Neil intercambiaron miradas. El silencio cargado de tensión fue interrumpido por Joy, que entró casi corriendo entre crujidos de seda y el ondular de su vestido color rubí oscuro. Su expresión era ansiosa y cargada de expectativas, como si la más maravillosa experiencia de su vida estuviera por suceder en ese momento. Alec le había visto la misma expresión cuando llovían pétalos de rosas. Ese vestido de seda roja era el más bello que su riqueza podría adquirir, pero estaba convencido que el aspecto de Joy sería lo mismo de vibrante con un vestido raído de franela gris. En el cuello y las orejas de su esposa brillaban diamantes y rubíes que nadie notaba, porque su sonrisa los superaba en esplendor. La de Joy era una belleza insólita, que a veces hacía olvidar a Alec que era todo un Duque. La observó mientras saludaba a sus amigos. A Seymour con genuino placer, a Downe con tolerancia mezclada con aprensión. Después miró a su alrededor buscando sus ojos. Los encontró, los retuvo y desvió la mirada cuando Seymour dijo algo. Downe se había levantado cuando ella había entrado y la había examinado de la cabeza a los pies, deteniendo la mirada aquí y allá. Alec, para evitar darle un puñetazo, apretó fuerte su copa. Henson anunció la cena. Alec hizo una señal de asentimiento, mientras los amigos escoltaban a Joy hacia el comedor.

Los días siguientes estuvieron plenos de actividad. Joy aprendió a comportarse en sociedad bajo la guía de su frustrado marido. Le tomó una mañana entera para acostumbrarse a la reverencia reservada a los reales; le dolían las rodillas por la posición innatural y ridícula en que se veía obligaba a permanecer. Decidió que las damas inglesas debían tener las coyunturas distintas de las escocesas. Fue en ese momento que los queridos Neil y Richard sugirieron salir y después, los cuatro estaban en el carruaje alejándose de la residencia de Belmore. Media hora después pasaban sobre el Puente de Londres. Por primera vez en más de cien años el Támesis estaba congelado. Sobre el río se veían muchísimas personas con los vestidos oscuros de los obreros que gozaban del evento del año, la feria del Hielo. Pocos minutos después, Joy y Alec siguieron a Neil y a Richard más allá de la puerta de madera del pasaje peatonal helado. En la orilla del río había estandartes de colores y banderillas amarillas, verdes y azules y banderas rojas, blancas y multicolores que estaban diseminadas desde un tenderete a otro para comerciar los productos.

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SAGAS Y SERIES El aire estaba entibiado por el aroma de platos de carne, cordero asado; los taberneros vaciaban los barriles de cerveza espumosa que habían vendido a las hordas de visitantes. —No logro entender cómo he dejado que me convenzan para venir a este lugar —Dijo Alec apretando los dientes, mirando con odio a sus dos amigos. Joy miraba acá y allá para no perderse ni un detalle. —Me habías prometido traerme a una feria. —Ya has visto una sin mi permiso y es por eso que ahora tenemos un mayordomo sordo con una voz que despierta los muertos y un cocinero del caribe que canta recetas. —Has admitido tú mismo que la cena era excelente. —Se da el caso que me gusta la langosta. Neil llamó su atención agitando un brazo en alto desde delante de un tenderete. —Hey, Joy. Necesito de tu ayuda. ¿Cuáles de estos crees que debería comprar? — preguntó, mostrándole una pequeña botella de aceite azul y un reloj de bolsillo de marfil. —¿Qué son? —Este es un aceite protector —explicó, indicando la botella. —Protege de los demonios, fantasmas, espíritus malignos y similares, lo dijo la vendedora, y también de las brujas. —Creo que me serviría —comentó Alec con un tono seco y Joy lo miró ceñuda. Neil se dirigió al Duque y dijo: —Pienso que Downe necesitaría del pelo del perro que lo ha mordido. ¿Qué crees que le sirva, Belmore? —Creo… —Alec no terminó la frase. —Que habías dicho que nadie de nuestros conocidos estaría aquí. Neil siguió su mirada. —¡OH, mira quien está! ¡Eugenia! ¡Claire! ¡Pero mira un poco, su gracia! —Lady Agnes avanzaba decidida hacia ellos. —¡Qué pequeño es el mundo! —Demasiado —comentó el conde, mientras las tres chismosas se abrían camino entre la gente. Joy apretó el brazo de Alec y él apoyó la mano en la de ella. —¡Corre! —gritó arrastrando a su mujer en un espacio estrecho entre dos tenderetes, seguidos por los otros dos. —Reflejos rápidos, Belmore. Ahora puedo gozar la cerveza sin oír los chismes de esa mujer. —El conde lanzó al cervecero una moneda, luego ordenó vino brulé15 y lo ofreció a Joy con una reverencia. Sonriendo por la expresión de sorpresa, se apoyó contra una tienda y paladeó su cerveza. Neil le habló con la risa en la voz: —Mira, Downe, es verdad que el mundo cada vez es más pequeño. Mira detrás de ti. No es tal vez… Joy no habría creído posible que el conde de Downe, libertino, cínico y casi alcohólico pudiese asustarse frente a alguna cosa. En cambio se asustó. Ella siguió la mirada divertida de Neil y vio a la criticada Letitia Hornsby. La muchacha era una de las mujeres de aspecto meno peligroso que nunca hubiera visto. Le parecía imposible que pudiese crear los desastres de los que la acusaban los amigos. De improviso Letitia se dio la vuelta, como buscando a alguien. Puesto que se protegía los ojos con la mano, la cartera que sostenía en el brazo, fue a dar contra la boca de un señor, que perdió el equilibrio sobre el hielo, tratando desesperadamente de sostenerse en pie. La pobre Letitia, tratando de ayudarlo, alargó el brazo, pero le metió sin querer dos dedos en los ojos. Los gritos del desdichado se habrían 15

Del francés “vino quemado”. Vino caliente con especias

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SAGAS Y SERIES podido escuchar en Escocia. Letitia retrocedió, justamente asustada por la rabia de él, que con un estruendo sordo cayó de espalda, perdiendo el sombrero entre la gente. —¡Buen Dios! —Neil aferró sus amuletos y miró al hombre, la última víctima de Letitia. —¡Pero si es Lord Brummel!

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SAGAS Y SERIES Capítulo 21

El grupo volvió a Belmore dos horas después. Riendo de las pullas que el conde y el vizconde intercambiaban, Joy entró en la casa envuelta en un torbellino de copos de nieve, seguida por los dos contendientes y por Alec, el único ceñudo de los tres. —Mira, Belmore, estás hosco desde esta mañana. No es divertido —dijo Neil, entregando la capa a Henson. —Hacía un frío condenado —contestó Alec, dirigiéndose hacia la chimenea de la sala. —Yo no tengo frío. Llevas todo el día comportándote de un modo extraño, Belmore. Alec no contestó. Miró de mala gana al vizconde y se acercó al fuego. Neil continuó. —No debíamos haber regresado. La diversión acababa de empezar. —Menos para Brummel —intervino el conde, estirándose en un sillón extrañamente sin una copa en la mano. —Digo, ¿No fue la cosa más extraña que hayan visto? Brummel sin voz. Estaba gritando contra aquella muchacha y un momento después le salió una voz ronca y luego nada más. Joy se dirigió hacia la puerta. —Creo que los dejaré con vuestro… —Espera. —La voz de Alec, áspera y fría como el hielo, la detuvo antes que pudiera escapar. Tenía todavía la espalda hacia la chimenea y el resplandor de la llama dibujaba alrededor de su figura una aureola dorada. Ella no distinguía sus facciones, pero la actitud del cuerpo reflejaba su humor. —Quiero hablarte. A solas. Joy no se atrevió moverse. Entendió que él sabía. Trató de asumir un aire inocente. Abrió los ojos y esperó a que funcionara. —¿Con qué propósito? —preguntó. El silencio de Alec fue una respuesta más que elocuente. Inconsciente de la tensión entre marido y mujer, Neil intervino: —Escuche, Joy, antes que se vaya me tiene que prometer un baile en la fiesta del Regente. Una danza campestre y un minueto. El príncipe quiere siempre abrir y cerrar las danzas con un minueto. Tengo buenas piernas, si puedo decirlo. —Lo siento, pero no conozco esos bailes —contestó Joy, dándose cuenta que estaba siempre fuera de lugar. —¡Maldición! Ella se dio la vuelta hacia el marido furioso. —¡Caray! ¿Cómo puede ir a una fiesta si no sabe bailar? ¿Qué piensas hacer, Belmore? Alec no contestó. —Puede aprender ahora —sugirió Richard. Miró el reloj de bolsillo y agregó: —No iremos al club hasta dentro de unas horas. —Buena idea, Downe. Seremos sus maestros de baile. —Sin querer el Duque la había salvado del reproche de su marido. He ahí otro aspecto suyo: aquel del hombre sobrio; y excepcionalmente galante. —Yo creía que sabrías bailar. —Joy notó que la voz de Alec era demasiado controlada para sentirse tranquila. —¿Qué dices, Belmore? ¿Vamos a la sala de música? Alec se le colocó al lado y a ella le bastó mirarlo para entender que no había olvidado el incidente de la feria.

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SAGAS Y SERIES Efectivamente le puso una mano en el brazo, con un gesto que no tenía nada que ver con el afecto, pero que daba entender que quería tenerla bajo control. —Los alcanzaremos en un momento. Downe y Seymour salieron de la habitación, Joy hizo ademán de seguirlos, pero Alec la detuvo para que caminase a su lado. —Dime, mujer, ¿Qué crees que le sucedió a la voz de Brummel? —Tal vez fue por efecto del frío. Una vez escuché que… El marido le apretó el brazo. —Te lo había dicho: nada de magia —silbó entre los dientes. —Estaba humillando a la pobre muchacha —musitó ella. —No es asunto tuyo. —Ella no se merecía ese trato. Ese hombre debe considerarse afortunado. Habría podido hacerle brotar sapos. El Duque se detuvo de golpe y la miró. Estaba lívido. En su rostro se leía la rabia y el miedo. La agarró de los hombros. —Si te atreves a hacer brotar sapos a alguien, yo… yo… —Fue demasiado malvado, Alec. A veces las palabras pueden hacer más daño que una herida —afirmó ella seria. Alec apretó los labios. Ambos recordaban las crueles palabras que él le había dirigido. Joy pensó que estaba arrepentido. Se equivocaba. En todo caso la expresión del marido era distante pero no encolerizada. Había una suerte de vulnerabilidad en él, que Joy no habría creído encontrar nunca en el Duque de Belmore. Cuando la miró de nuevo, Alec pareció buscar en el rostro de ella una suerte de señal. Ahora sus ojos reflejaban la derrota y Joy lo entendió. Él tenía necesidad de ayuda, pero el resto del mundo no se daba cuenta. Ambos eran perseguidos por una sensación de fracaso, sólo que reaccionaban de distinta manera. Ella lo aceptaba, él no. Ella buscaba una compensación; él lo rehuía con una voluntad tan fuerte que sería capaz de convertirse en su modo de ser. Alec poseía el corazón de ella y una parte de su alma; ella tenía su nombre y una parte de su protección. Pero habría renunciado a todo, incluso a los poderes mágicos, por una sonrisa de amor de parte de aquel hombre. —¡Belmore! ¡No logro recordar cuál es la sala de música! Alec miró a su mujer todavía un momento, luego contestó: —La cuarta puerta a la derecha. —Le soltó el brazo y subieron la escalera. Dos horas después, Alec tocaba el piano y Joy bailaba una alegre danza escocesa, primero con el vizconde, luego con el conde. Terminó el último paso con una graciosa pirueta y una alegre risa. Luego se dejó caer en el diván diciendo: —Me ha destruido, milord. —No lo creo, en todo caso para mí ha sido un placer, Vuestra Gracia. —El conde se inclinó sobre la mano de Joy y la retuvo un momento más de lo necesario. —Digo, le hemos enseñado todas las danzas campesinas, la escocesa, el minueto, la contradanza. Creo que eso es todo. —Excepto el vals —precisó el conde. —Imagino que el Regente hará tocar un par y yo seré feliz de ofrecer mis servicios a Joy para enseñárselo. —Corta ya, Downe. Tú has bailado el último. Ahora es mi turno. —¡Basta! —las teclas del piano emitieron una gran disonancia. Joy miró a su marido que se había levantado como un espectro furioso. —Lo haré yo.

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SAGAS Y SERIES Nadie habló, pero a Joy le pareció notar un matiz de placer en los ojos del conde. Joy miró a su marido y posó la mano en aquella extendida de él. Estaba caliente. Observó sus manos unidas. Alec había estado muy silencioso desde que habían entrado a la sala de música. Ella había pensado que no quería bailar porque todavía estaba enojado, pero también porque estaba contrariado por el hecho que su mujer fuese tan desconocedora de sus deberes sociales, incluyendo el baile. —Pon la mano en mi brazo —la instruyó Alec y le rodeó la cintura con el otro. Luego le dio otras indicaciones sobre el ritmo y ella asintió. El conde comenzó a tocar la más deliciosa melodía que ella jamás hubiese oído. —Toca muy bien. —Es cierto. La música es una de las pocas cosas que parece tomar en serio. —Alec le estrechó la cintura. —¿Lista? Ella asintió, con la cabeza llena de maravillosa música que sonaba. Un momento después pirueteaba entre los fuertes brazos de su amor. —¡Vaya! ¡Ha aprendido deprisa! —gritó Neil. Joy miró a su marido, buscando su aprobación. El rostro de él estaba serio e inmóvil; la luz de sus ojos indicaba que estaba enfrentando una lucha privada y estaba perdiendo. Si se hubiera tratado de un sueño, ella podría esperar que luchase con su propio corazón, pero ese no era un sueño. La batalla era con su rabia o tal vez la vergüenza de haberse casado con una bruja. —Lo siento —dijo Joy. Ella se dio cuenta que estaba confundido. —Debe ser humillante para ti —explicó. —¿Por qué piensas eso? —Porque yo no sé comportarme con tus amigos. —Los miembros de la alta sociedad no son mis amigos, Scottish, —Oh —murmuró Joy, y se sorprendió cuando él la acercó aún más, hasta que en cada pirueta sus senos le tocaban el pecho. La mano que estaba en su cintura bajó de manera escandalosa. La estrechó aún más; su aliento le rozaba la frente. Estaba muy cálido. Joy le miraba los botones de la camisa; Habría querido levantar los ojos pero no se atrevía. Su perfume, el calor ardiente de su mano, la música, le embriagaban los sentidos hasta que en la sala no estaban más que ellos dos. Finalmente lo miró y en sus ojos leyó un deseo que le quitó el aliento. Alec la acercó todavía más e hizo una pirueta, luego le miró la boca, intensamente. Ella hizo lo mismo, recordando el toque de sus labios y de su lengua. “Bésame, bésame y satisface el deseo” rogó con el pensamiento. Él bajó lentamente la cabeza y la miró como para impedirle interrumpir el contacto de sus ojos; luego su boca se posó en la de ella, dulcemente. Fue sólo un roce de labios, una provocación. Ella permaneció con la boca abierta, sorprendida. Había esperado la pasión vibrante que sus ojos prometían. Entendió que en silencio le estaba diciendo que quería más. Si, ella quería más y se lo dijo apretándole el brazo. Los labios de él, ardientes como el fuego, capturaron los suyos y Alec la atrajo hacia sí sin perder el paso, sin alterar el ritmo. Sus volteretas fueron siempre más rápidas, los movimientos más acentuados, cada uno anticipando el del otro. La música aceleró el ritmo y aumentó el volumen. En cada vuelta le rozaba la boca, cada vez que el ritmo era más profundo el beso era más profundo en una perfecta imitación al encuentro sexual.

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SAGAS Y SERIES Después la melodía cambió, cada vez el volumen más alto y la intensidad hasta que alcanzó el crescendo. El beso era de aquellos que se recuerdan para toda la vida y terminó un momento después de la música. —Scottish. —Alec musitó su nombre con un tono de súplica. Joy abrió los ojos. Y él perdió la conciencia.

—¡Sarampión! ¡Imposible! —exclamó Alec con arrogancia, sentándose en la cama. —Yo no puedo tener el sarampión. Sentada en una silla cerca de su marido, Joy se sintió aliviada, pero el tono brusco del enfermo y su cara severa y febril le decían que no estaba contento con el diagnóstico. —Y aleje esa condenada vela de mis ojos. ¿Quiere cegarme? Nunca he estado enfermo en mi vida. —Si hubiese tenido el sarampión de niño, ahora Su Gracia no lo tendría. —dijo el médico con paciencia, alejando la vela. —Diría que es un caso serio, considerando la fiebre alta y la erupción cutánea extendida. Permanezca abrigado y en cama hasta que no haya desaparecido la tos. —Nunca he tosido —afirmó Alec con un tono tan beligerante que Joy se sobresaltó. —Lo hará. Dejará de lagrimear y la nariz cesará de gotear. La mejoría llegará un par de días después. —El médico se dirigió a Joy: —Mientras tanto manténgalo abrigado, Vuestra Gracia. Joy se levantó. —Le agradezco mucho su servicio, tendremos cuidado con él. —Ignoró el poco aristocrático ruido de la nariz de su marido y acompañó al doctor al salón. —¿Hay alguna otra cosa que podamos hacer? —No. Pero sospecho que no será un paciente muy colaborador —dijo el hombre, mirándola con compasión. Después que Henson acompañó al doctor, ella volvió a la recámara y se sentó en el borde del lecho. —Siento que tú no te encuentres bien. Él le dio una mirada feroz. Ella probó de nuevo: —Me asusté… un momento estabas en pie y al siguiente estabas en el suelo. —Silencio. —Quizás haya sido la fiebre. Deberías descansar un poco. —No estoy cansado. Joy alargó la mano hacia el cordón del timbre. —¿Quieres que te haga traer algo? ¿Agua? ¿Caldo? ¿Tienes hambre? Él tosió dos veces y luego trató de retener el tercer golpe de tos. —¿Tienes suficiente calor? —No. Joy agregó otra manta a la cama. —¿Estás mejor? Alec gruñó una respuesta que ella creyó afirmativa, luego de algunos minutos se levantó y dijo: —Bueno, dado que no me necesitas… —No te vayas. Ella se detuvo y se dio la vuelta sorprendida. —Léeme alguna cosa. —Alec indicó un libro sobre la mesa. Ella lo tomó y leyó el título.

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SAGAS Y SERIES “Guía para la selección y crianza de caballos de primera calidad.” Abrió el volumen en el punto indicado por el marcapáginas y comenzó a leer. Poco después Alec la interrumpió: —Reflexionando, me he dado cuenta que he sido demasiado rígido a propósito de tú… tu problema. —¿Mi problema? —Entiendo que no puedes cambiar tu naturaleza más de cuanto yo pueda cambiar la mía. Joy asintió y esperó que continuara. —Supongo que si tu magia puede hacer el bien sería aceptable; podrías usarla, de vez en cuando. Joy se esforzó para que no la viera con la boca abierta. —No en público, naturalmente, pero en privado, a puertas cerradas, cuando estemos sólo nosotros dos. —La miró, en espera de una respuesta. —Como ahora. —No entiendo. —dijo Joy. —Te doy permiso para que hagas desaparecer el sarampión con un chasquido de los dedos. Por un segundo ella dudó de haber oído bien, luego estalló en una risa. —¡Oh, Alec! —dijo doblada en dos.—¡Puedes ser tan presuntuoso e hipócrita, a veces! Él la miró con afectación, luego se estremeció y se rascó el pecho. —Estoy esperando —dijo. —No estoy capacitada para hacerlo. Las brujas como yo no pueden hacer desaparecer una enfermedad. No forma parte de nuestros poderes. —Maldición —farfulló el Duque y se hundió en los cojines. Marido mío, tal vez nunca hayas sido un niño, pero hoy te comportas como tal, pensó Joy. Y esforzándose por no reír preguntó: —¿Debo continuar leyendo? —Sí —contestó él en tono rabioso y cerró los ojos circundados de rojo. A la mitad del capítulo se había quedado dormido.

El rostro de Joy obsesionaba los sueños febriles del Duque. Sentía el toque de ella en sus cabellos, sus dedos que le acariciaban la oreja. Sentía su aliento leve, la boca rozarle el cuello. —Scottish —murmuró y se dio vuelta hacia ella. Escuchó un silbido y se quedó helado. Abrió los ojos. Dos ojos marrones y redondos como botones lo miraban. —¡Dios Omnipotente! ¡Mis cabellos! —Saltó a sentarse con las manos en la cabeza, recordando dos peladuras detrás de la cabeza de Henson. Bajó de la cama y corrió al espejo del vestidor, buscando con manos temblorosas por la fiebre y la excitación, un fósforo para encender la lámpara. Agitadísimo, se examinó la cabeza girándola acá y allá. Los cabellos estaban despeinados, pero normales. Más furioso que enfermo volvió a su recámara, tomó a Belze, abrió la puerta de comunicación, atravesó la salita y fue a la recámara de Joy. Los ojos del armiño pasaban de la cara del Duque a sus cabellos. Se lamió los bigotes. —Ni lo pienses —dijo Alec entre dientes. Puso al condenado armiño en su canasta y se dio vuelta para irse, pero se detuvo. La recámara estaba sumida en una luz débil, las cortinas de las ventanas estaban cerradas, pero las del lecho no. De la vela de la mesita de noche manaba una débil llama. Alec se acercó.

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SAGAS Y SERIES Su mujer estaba profundamente dormida encima de las sábanas que parecían casi doradas con el esplendor de la vela. La larga cabellera oscura le caía a un lado de la cabeza y proseguía hacia el lecho. Esos cabellos eran el hilo del deseo que lo ligaban a ella, desde la primera vez que los había visto. Era extraño que hubiese notado en Joy particularidades que nunca había notado en otras mujeres. ¿Qué le había pasado al hombre que siempre había sido? Sólo unas pocas semanas antes todo era simple, previsible rutina; no habían nunca existido sorpresas ni complicaciones. Ciertamente quería a Scottish. La quería de un modo tan violento que muchas veces le había dado la espalda sólo para probar si lograba dominarse. La respiración de ella era profunda, típica del sueño. El libro abierto, apoyado en el pecho, se levantaba y bajaba a cada respiración. Alec lo tomó y miró la cubierta: “El Duque Cobarde.” Habría debido enojarse. Se dio la vuelta para irse, pero se detuvo. Miró el libro, tomó un marcapáginas que había ido a parar entre el cabello de ella, lo puso en la página abierta y lo colocó sobre la mesita de noche. Luego apagó la vela con un soplido y retornó a su propia recámara.

La noche del baile del Príncipe Regente llegó con viento helado. Las ramas de los abedules se sacudían contra el muro oriental de Belmore House y la luz dorada proveniente de las ventanas se expandía sobre los troncos de los árboles y sobre las piedras heladas de la avenida. En el vestidor, Joy bajó los ojos sobre las capas de tejido verde esmeralda, sostenidas por el aro, que constituían el vestido de corte inglés. Polly le puso en la cabeza un tocado verde esmeralda con plumas, peinetas cubiertas de esmeraldas, hojas finísimas y borlas doradas que colgaban detrás de la cabeza. Luego afirmó las peinetas en la elaborada masa de cabellos oscuros de su patrona y bajó los brazos. Joy se apoyó en el respaldo de una silla. —No creo que consiga permanecer de pie con toda esta cosa, menos aún bailar. —Le parecía que tenía la barbilla pegada a la base del cuello. Polly sugirió. —¿Y si mantuviese la barbilla levantada? Joy levantó el mentón con la mano. Le tiraban los músculos de debajo la nuca. —Dudo que ni siquiera la señora Watley logre mantener el mentón alto con este aparato en la cabeza. Joy pidió a Polly que fuera a buscar Belze. Al quedarse sola, se sentó. Inmediatamente la parte anterior del aro que llevaba debajo de las faldas se levantó, tirándole a la cara las capas de seda y tul. Trató de bajar el aro pero fue inútil. El cuello le dolía incluso cuando lo apoyaba. Puso una mano debajo de la barbilla y se quedó mirando la marea verde. Esa noche era muy importante. Quería demostrar de ser una Duquesa perfecta y quería bailar con Alec, pero dudaba que pudiera incluso caminar. Quería aligerar por lo menos el peinado a su modo. Bastaba sólo un pequeño hechizo. Estaba sola en una habitación y aquella era una de las condiciones dictadas por Alec cuando estaba enfermo. Con la conciencia tranquila, se levantó, flexionó los dedos, cerró los ojos y se concentró al máximo para crear la fórmula mágica:

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SAGAS Y SERIES Oh, viento que soplas, oh noche oscura. Ayúdame con los perifollos y aligerar mi peinado procura. Satisfecha con la composición, la recitó en voz alta, luego abrió los ojos. —¡Ah! —exclamó satisfecha, apoyándose en la silla, y se miró al espejo; el tocado era ligero como el aire. Movió la cabeza de un lado al otro para ver las plumas ondular, luego se desplazó hacia atrás, se puso en posición como si estuviera en brazos de Alec y comenzó a bailar sola el vals. Pasando delante del espejo se detuvo con la boca abierta. —¡Oh, bondad divina! —miró la propia imagen reflejada y murmuró: —Parezco una Duquesa. Una verdadera Duquesa. —Si, es cierto. —Era la voz profunda de Alec. Con el corazón en la garganta, Joy miró a su marido que, parado en la puerta comunicante, era el perfecto modelo del título que llevaba con tanto orgullo. Vestía un frac y pantalones hasta la rodilla de terciopelo verde, tan oscuros que parecían negros. Las puntas del chaleco bordado en oro bajaban algún centímetro por encima de los pantalones, como requería la moda. La corbata blanca almidonada estaba sujeta por un alfiler de oro y esmeralda. —¿Desde cuándo estás aquí? —le preguntó ella. —Solo desde tu “ ¡Bondad divina! “Por suerte”, pensó ella. Él le levantó la barbilla con dos dedos. —No es necesario todo este pudor, Scottish. Te he visto sin nada puesto. “No recientemente” pensó ella. La enfermedad los había mantenido alejados, y desde entonces Alec la había evitado. Joy sintió la mirada intensa de él acariciarle las mejillas rosadas. Dio un paso atrás, incómoda. El marido la estaba examinando, partiendo del tocado de los cabellos y bajando lentamente, tan lentamente que le pareció que permanecía inmóvil durante horas bajo los ojos que la escrutaban. Retuvo el aliento. Por primera vez en su vida se sintió bella como una hada. Encontró la fuerza para sonreír: —¿Entonces, lo apruebas? —No. La sonrisa desapareció. Joy cerró los ojos contra la puñalada de desilusión que le golpeó el pecho. —Necesitas ésto. Ella abrió los párpados. Alec sostenía en la mano un estuche con el escudo de los Belmore; abrió la tapa y aparecieron unas esmeraldas oscuras, de un verde tan puro y límpido de parecer el producto de un hechizo. —Las esmeraldas de los Belmore —dijo. Joy adelantó un paso, fascinada. Cada engaste de oro, con forma de corona ducal, contenía una piedra y cada gancho tenía la forma de un halcón, el escudo de los Belmore. Esta confección se repetía en los aretes, el broche, tres brazaletes, el collar y un set de peinetas. —Todos sabrán que soy la Duquesa de Belmore. —Cierto. Estas esmeraldas fueron diseñadas para la primera Duquesa y debían competir con algunas joyas de la corona. Enrique VIII trató en vano de adquirirlas del décimo Duque. Forman parte de la herencia Belmore, como el escudo. Colócate frente al espejo.

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SAGAS Y SERIES Ella se dio vuelta y miró la imagen reflejada de su marido. Alec le puso el collar, cerró el broche y le dio los aretes. Joy se los colocó, se tocó los labios con la punta del índice y rió. —Scottish, date vuelta. Ella obedeció, esperando que él le colocase los brazaletes sobre los guantes. En cambio se encontró entre sus brazos, los labios entreabiertos por los de él que la gratificaba con un beso profundo, lleno de aquella pasión desesperada que sabía esconder tan bien al resto del mundo, y que ella hacía lo imposible por alimentar haciéndole perder el control.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 22

—¡El Duque y la Duquesa de Belmore! La voz imperiosa del maestro de ceremonias real resonó en el amplio vestíbulo, como un grito de guerra en las Highlands. Del brazo de su marido, Joy siguió a un lacayo en una de las dobles escalinatas de Carlton House. Las velas brillaban en una danza majestuosa de llamas sobre los enormes candelabros que colgaban del altísimo techo. Las paredes de espejo que bordeaban las escaleras, capturaban la luz y las figuras de Alec y Joy. Ella tenía la mano sobre el brazo de su marido y lo sentía tenso. Mirándolo notó la mandíbula apretada, la tensión en su mirada. Con típica determinación escocesa le murmuró: —Trataré de que te sientas orgulloso. Su marido se mostró sorprendido y por su rostro por un instante pasó un relámpago de culpabilidad. Un segundo después, subían los dos últimos tramos que llevaban a una sala enorme donde estaba reunida una marea de personas elegantes con una expresión curiosa. Esa noche Joy no era Joyous Fiona MacQuarrie, la bruja escocesa. Era la Duquesa de Belmore, del brazo de su orgulloso Duque. Sintió su mano caliente sobre la propia. —Eres bellísima, Scottish. —Era como si hubiese adivinado qué cosas ella necesitaba. Joy levantó la barbilla otro centímetro y cuadró los hombros. Su vestido ondulaba y fluctuaba a cada paso. Mientras se acercaban, la gente se aglomeraba más alrededor de ellos y Joy se dio cuenta de cuantas personas le habrían puesto los ojos encima si le hubiese hecho pasar un papelón a Alec. Y comprendió su aprensión. —¿Cuándo encontraremos al príncipe? —le preguntó. —Seremos llamados pronto. No es una presentación formal. —La miró —Scottish… Ninguna magia —Le apretó el brazo. —Nada de levitación. Nada de estatuas que danzan. Nada de relojes que enloquecen. Y especialmente que nadie escupa sapos. Tenemos los ojos de todos encima. Prométemelo, nada de magia. —Esta noche soy la Duquesa de Belmore, tu esposa y nada más —prometió Joy con tono decidido. Empezaba a cansarse de sus recomendaciones. —Muy bien. Yo estaré a tu lado. Ella lo miró, preguntándole si se lo decía para confortarla o para ponerla en guardia. Continuaron a caminar a lo largo de la galería hacia la sala de baile donde, en la puerta, estaban reunidas muchas personas. Las mujeres murmuraban detrás de los abanicos. Desde aquel momento el tiempo pareció cambiar de velocidad. Joy retuvo el aliento cuando cruzaron el umbral. Ni en sus fantasías más fantásticas habría imaginado encontrarse frente a semejante espectáculo. Plumas de todos los colores, rojas, fucsia, azul, amarillo canario, ondulaban sobre las cabezas de la alta sociedad de Londres. Los tocados de las señoras eran tan altos y recargadas de joyas que Joy se preguntó cuán fuerte era el cuello de las mujeres inglesas. —¡El Duque y la Duquesa de Belmore! El corazón de Joy se detuvo. Un segundo después ella y su marido se abrían camino entre la multitud de curiosos que los miraban.

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SAGAS Y SERIES —Respira hondo, o te desmayarás. —Alec le pasó el brazo alrededor de la cintura y la mantuvo cerca de sí con el pretexto de guiarla a través de la sala repleta. Ella se dejó llevar. Caminaba entre las personas sin verlas. —¡Hey, digo! Joy dirigió la mirada sobre el primer rostro amigable que veía y suspiró aliviada. Con Seymour estaba el conde que le tomó la mano. —Vuestra Gracia. —Downe se inclinó y miró Alec. —La más bella mujer de toda la sala, Belmore. —Downe tiene razón —hizo eco el vizconde con una reverencia. De lejos se escuchó la voz de graznido de otra conocida, lady Agnes Voorhees. —¡Oh, miren quien ha llegado! ¡Eugenia! ¡Claire! Alec apretó los dientes. —Maldito sea el diablo —refunfuñó, mirando a la mujer que se acercaba a pesar del gentío. —Me hará enfermar. —¿Alguien esta enfermo? ¿Quién es? —preguntó lady Agnes casi sin aliento, arrastrando al marido a su lado con un tirón. Lady Eugenia y Claire Timmons se materializaron al lado de ella como dos lacayos. —¡No me diga que se trata de vuestra pobre mujer! Esto explica porque no la hemos visto en la ciudad. —¿De qué sufre, querida mía? —Vuestra Gracia —le recordó Alec, con una fría mirada. —Oh. Sí, cierto, perdóneme el olvido, Vuestra Gracia. —No lo olvide nunca más. —La voz del Duque era como el viento de invierno. El silencio se hizo tenso y pesado. La dos chismosas abrieron los ojos y empequeñecieron bajo la mirada de Alec. Joy las consideró más prudentes que lady Agnes que, habiendo perdido sólo la mitad de su ímpetu, se lanzó: —No puedo decirle como me sentí de honrada al difundir la bella novela de vuestro imprevisto matrimonio. Ha sido el tema de la ciudad por semanas. Joy sintió el brazo de Alec ponerse más rígido. Para aliviar la tensión le murmuró: —¿Quieres que le haga venir un nudo? Él la miró asustado. —Era sólo una broma —dijo Joy. —No la encuentro divertida. Ni siquiera pruebes —musitó Alec. Mientras tanto, lady Agnes se había lanzado en una disertación sobre quien estaba presente y por qué. —También lady Juliet está aquí esta noche —dijo. Y mirando a Joy: —¿Vuestra Gracia conoce a lady Juliet? —No he tenido el placer. Quien… —comenzó Joy y por poco no gritó cuando Alec le apretó el brazo. Neil, muy oportuno intervino: —Quiero decirte Belmore, que Addersley te buscaba a propósito de un caballo que tú querías. Antes que alguien pudiese responder, el conde de Downe adelantó un paso delante a Joy y dijo: —Su gracia me había prometido un baile, Belmore. Joy miró a Alec, confundida del repentino cambio de la conversación, y aprensiva por su primer baile en público. Habría preferido hacerlo con su marido. —Vayan, pues —dijo Alec, poniéndole la mano en la de Richard. —Debo ver a Addersley. —Dio a su mujer una mirada que significaba “nada de magia”y aparentemente satisfecho del gesto de asentimiento de ella, se fue.

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SAGAS Y SERIES El conde entró en la pista de baile después de haber recordado a Joy que ritmo sugería la música y en un momento iniciaba su primera danza campesina. Vio a un Downe distinto, el hombre de quien Alec le había hablado. —No estoy seguro de que me guste vuestra expresión. ¿De qué mancha se me acusa esta vez? —Ninguna mancha. Estaba sólo pensando que me gusta más sin una copa en la mano—contestó Joy sin miramientos. —Que extraño. En cambio yo me gusto más con la copa en la mano. —replicó el conde, con demasiada soltura. Ella trató de contestar pero la música se interrumpió y él, ostentando una sonrisa sarcástica, la guió hacia un rincón tranquilo donde esperaba Neil. Los dos hombres se pelearon un poco sobre lo que ella podía beber y sobre quien iría a buscar la bebida. Ganó el conde, pero antes que se fuese, el vizconde lo detuvo para recomendar: —Sólo limonada. Nada más, Downe. El conde rió y golpeo la mano en el bolsillo vacío de su chaqueta. Luego le cerró un ojo a Joy y se dirigió hacia los refrescos. —Alec, debería estar aquí en un momento —advirtió Neil, luego abrió una cajita de plata y tomó un polvo, la olió, y estornudó en un pañuelo bordado de encaje. Con la frente fruncida, Joy preguntó: —¿Qué es? —¿No lo conoce? Es tabaco para olfatear. Para estornudar. Aclara la cabeza, y esta es mi caja de la buena suerte, ¿Ve? —Neil levantó la caja y en ese momento una puerta del jardín se abrió haciendo volar el polvo sobre el rostro de Joy. Ella se cubrió nariz y boca con la mano tratando desesperadamente de no estornudar para evitar las consecuencias. Seymour cerró la caja. —Lo siento, pero sería mejor si estornuda y así botar el tabaco. Se sentirá mejor. — Debía haber visto el miedo en los ojos de ella, porque le golpeó afectuosamente la mano diciendo: —No se debe preocupar por el decoro. Lo hacen todos. Está de moda, sabe. Vamos, estornude. Ella meneó la cabeza y, manteniendo cerrada la nariz que le picaba, rogó en silencio: “ No pienses… no pienses.” Llegó el conde. —Aquí está la limonada —dijo, le ofreció el vaso y esperó, esperó… Ella tenía miedo de tomarlo. —¿Qué sucede? —preguntó Downe. —Ha olfateado mi tabaco —explicó Neil, mostrando la caja a su amigo. —No hay que sorprenderse que esté llorando. Tu tabaco es horrible. —Luego se dirigió a Joy: —Tenga, beba. La limonada os quitará la picazón. Ella miró el vaso reteniendo el aliento, luego lo tomó e inmediatamente estornudó. Trató de recordar a que cosa había pensado antes de hacerlo. La sala estaba idéntica, la pista de baile estaba llena de huéspedes alegres. Nada parecía cambiado. Suspiró aliviada y bebió. —Digo, miren allá —Joy y el conde siguieron la mirada de Neil. —¿Dónde piensan que el príncipe haya encontrado los árboles de limón en febrero? —preguntó— —En los invernaderos —contestó deprisa Joy, mirando la larga fila de plantas de limón en maceteros. —No ha escogido un buen lugar para ponerlos. Bloquean las puertas de la terraza — comentó el vizconde. —digo, yo, miren detrás de esos árboles. ¿No son Alec y Addersley? Joy vio a Alec entrar desde la terraza con un hombre, luego saludarlo y mirar las plantas. Las miró ceñudo un poco, luego, lentamente y con precisión letal, su mirada pasó de las plantas a ella. Desplazó dos maceteros y avanzó en medio de los dos sin desviar los ojos

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SAGAS Y SERIES de su mujer. Ella se apuró a mirar a Neil y chasqueó los dedos. Él se dio la vuelta con la cara un poco atónita. —Siento la urgente necesidad de bailar con su gracia —dijo. Alargó el brazo y se alejó con Joy, lanzándose en una danza campestre. Durante los veinte minutos sucesivos el Duque y la Duquesa de Belmore jugaron al gato y al ratón. Cada vez que él se acercaba, ella abría los ojos y pirueteaba lejos. En el rostro de Alec se leía la frustración y el propósito de castigarla. Después de dos danzas ella lo perdió de vista. Cuando el último baile terminó, su pareja se inclinó y girando Joy se encontró mirando los pliegues complicados de una corbata blanca fija por un broche de esmeralda con el escudo de los Belmore. —Oh, Dios —murmuró. Él le apretó el codo y la arrastró a un rincón donde podrían hablar sin ser escuchados. —¿Qué querías hacer con esos limones en febrero? —Ha sido un accidente, de veras. Además, existen los invernaderos. —Maldición… Ella le puso la mano sobre el brazo y explicó la historia del tabaco de olfateo y de los estornudos. La rabia de Alec, se calmó y siempre ceñudo, se pasó el índice sobre el dorso de la nariz. —Diablos, había olvidado su propensión por el tabaco. —Miró a su mujer y agregó: —Hazme un favor, Scottish. Permanece lejos de cualquiera que tenga una caja de tabaco en la mano. —Dicho esto, Alec se dio vuelta y dio una mirada panorámica a la sala. Un camarero en librea escogió ese momento para acercarse. —Su alteza real espera a Vuestra Gracia —dijo. El Duque asintió y con su esposa del brazo siguió al mensajero. Joy fue presa de un acceso de pánico. Dio dos pasos y se detuvo. —Tengo miedo. —Te comportarás muy bien —contestó él con una seguridad que ella no compartía. —Es sólo otro inglés. Tú haces tu reverencia. Antes y después estarás cogida de mi brazo. No lo mires y no te levantes hasta que él no hable. Ella tenía los ojos fijos en la espalda del lacayo. —Lo recordaré. —Y no te olvides de respirar. Joy asintió y dio un profundo suspiro. —Eres la Duquesa de Belmore y eres bellísima, Scottish. —El Duque tomó la mano de su esposa y la guió a lo largo del corredor. Se detuvieron delante de una doble puerta. Ella miró a su marido, pero no tuvo tiempo de hablarle. La puerta se abrió. —¡El Duque y la Duquesa de Belmore! El calor de la habitación la golpeó y empezó a sudar. Dentro de la sala sofocante había un grupo de personas. Todos los ojos estaban dirigidos hacia ella. Alec le apretó la mano y murmuró: —Respira. —Ella obedeció y un segundo después él la presentó. Joy se dobló en la reverencia y esperó que el príncipe hablase. —Ah, Milady Duquesa. Joy se levantó lentamente y le dio una sonrisa al príncipe. —Deliciosa, Belmore. Estamos favorablemente impresionados. Siempre ha tenido buen ojo. —El príncipe Regente examinó a Joy, sin garbo y en modo excesivo. Ella permaneció de

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SAGAS Y SERIES pie, la sonrisa en los labios, el corazón en la garganta y las rodillas doloridas, atónita porque ese hombre pudiera ser el futuro rey de Inglaterra. Tenía la cintura ancha, si bien no gorda, pero todo él parecía acolchado. Sus cabellos eran de un rubio rojizo y peinados hacia atrás con una onda que dejaba al descubierto una frente amplia. El peinado, combinado con las piernas delgadas, lo hacía parecer un gran gallo. También tenía una doble papada roja que caía sobre la corbata como una barba. Joy estornudó. El príncipe Regente abrió la boca. Y se le escapó una voz ronca. Todos lo miraron, pero él pareció no haberse dado cuenta y habló con Joy como si nada hubiese sucedido. Desafortunadamente, Alec se había dado cuenta. Sin embargo mantenía su postura y continuó la conversación teniendo a su esposa apretada a su lado. Llegado a un cierto punto de la conversación, el príncipe los invitó a cenar a su mesa y Alec de pronto se volvió silencioso. —Deseamos conocer mejor vuestra señora Duquesa, Belmore. —Y con tal declaración fueron despedidos. Cuando estuvieron lo suficiente lejos de los otros Alec preguntó: —¿En qué diablos estabas pensando cuando has estornudado? —He pensado que se parecía a un gallo. En el corredor él le ofreció un pañuelo. —Suena hasta que el tabaco salga del todo. Ella obedeció y lo miró. —Cuando hizo ese ruido, parecía que nadie se hubiese dado cuenta. —A veces el príncipe parece tan loco como su padre. Por suerte la gente no se pregunta mucho sobre las rarezas de los reyes. Joy miró a su marido tímidamente. —¿Estás enojado? Él meneó la cabeza. —No. Debo admitir que de veras se parece a un gallo. —Y rió. Por primera vez desde que habían estado en la posada. Se miraron por un largo momento hasta que él comenzó a sentirse incómodo y posó los ojos en otra parte. El momento mágico había pasado. Sin decir nada más volvieron a la sala de baile pero se quedaron alejados del gentío. De pronto se escucharon las notas de un vals, que provocaron risitas y murmullos escandalizados. La pista de baile se vació y permaneció desierta. —¿Qué es lo que esperan? —Preguntó Joy. —Parece que nadie quiera abrir la danza. El vals es considerado incorrecto en ciertos ambientes. —Probablemente todos saben que el Duque y la Duquesa de Belmore no osarían jamás empezar. —¿Es un desafío, Scottish? Ella sacudió los hombros, podía creer lo que quisiera. El conde de pronto apareció a la derecha del Duque. —¿Puedo tener el honor, Vuestra Gracia? Alec apretó la mano sobre la de Joy. —Yo bailo con mi mujer, Downe. Busque a otra. —Con la acostumbrada sonrisa el conde fue a buscar otra pareja y la condujo a la pista con el aire de quien no se preocupa de lo que piensen los demás. Alec tomó a Joy por la cintura y sin una palabra siguió el ejemplo de su amigo.

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SAGAS Y SERIES Ironías de la suerte, la orquesta tocaba el mismo vals vienés que el conde había tocado esa noche en Belmore House. Y como entonces, Joy y Alec se movían al unísono con una ligereza y una fluidez tal como si no sintieran el pavimento. Sus ojos se encontraron y permanecieron prisioneros. En la mente de ella afloraron los recuerdos de cuando habían bailado juntos y la pasión que los había envuelto, los besos que se habían dado. Él debía haber pensado la misma cosa, porque aquel momento mágico se repitió. La tensión erótica creció con las notas; el deseo, casi tangible, quemaba entre ellos como una llama. Estaban tan cercanos que sus cuerpos se rozaban en modo escandaloso; él le estrechaba la cintura y la mano. Joy se dio cuenta que ambos probaban las mismas sensaciones, pero que él combatía como el mar lucha contra el influjo de la luna. “Bésame…” Suplicaba Joy dentro de sí. Alec le miró la boca, durante un largo momento, pero no acercó los labios a los suyos, no osaba mandar al diablo al mundo y sus convenciones. La música cesó y el Duque y la Duquesa de Belmore se detuvieron. Conscientes de ser observados por centenares de ojos curiosos. Alec se tensó, pero antes que se moviese o hablara un tintineo de un grupo de campanillas de vidrio anunció la cena. Sumergidos entre la gente ruidosa, fueron arrastrados. Entre ellos el silencio era pesado, porque ambos habían perdido el control y lo sabían.

Alec miró con aprehensión al mayordomo que servía la copa de su mujer. Joy hablaba con el Príncipe. Éste parecía estar pendiente de sus labios, había insistido para que fueran al teatro la noche siguiente. Alec había esperado partir hacia Belmore Park la mañana temprano para tener a Joy secuestrada en el campo. Escuchó la risa alegre de ella y la miró. Su mujer era un éxito y debía sentirse orgulloso. Incómodo pero orgulloso. Y contento por haber superado el examen. ¿Y entonces, por qué tenía la sensación de que el mundo a su alrededor giraba a un ritmo distinto? Se sentía fuera de lugar. Y esto lo contrariaba. Sentía la necesidad de mirar siempre a su mujer y en ese momento, sus ojos se encontraron. La respiración se detuvo en su garganta, preso súbitamente por el deseo inocente que leyó en su mirada; su propio deseo, en cambio, no reflejaba inocencia, sino sólo pasión, y el deseo de entrar en ella era tan profundo que llegó a representar una urgencia insostenible. Miró a su alrededor y vio a Juliet. Ya había visto poco antes su cabeza rubia. Extraño que no hubiese notado rabia. Para salvar la reputación y para hacer callar los chismes sobre su matrimonio imprevisto, habría debido hablarle en público. Y así, una hora después, mientras Joy bailaba con sus amigos, Alec se abría camino entre las malditas plantas de limón y seguía a Juliet a la terraza. La encontró apoyada en la balaustrada que miraba los jardines. Se abanicaba a pesar que hacía mucho frío. Lady Juliet se dio la vuelta y lo vio. —Alec.

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SAGAS Y SERIES Él la saludó con un gesto de la cabeza. —Juliet. La mirada que ella le dirigió era triste y lo sorprendió. —¿Por qué esta tristeza? Es extraña para una novia. Esperaba ver tu rostro resplandecer de amor, querida mía. —Sus palabras adoptaron un instintivo tono de escarnio. Juliet bajó los ojos. —Merezco un reproche peor por como me he comportado. No te critico si me odias. Pero he hecho lo que me parecía lo mejor para ambos. —Yo no te odio. Ella rió sin alegría. —No, supongo que para odiarme habrías tenido que amarme. Y tú no me amabas. —No. Así es. —Gracias por tu sinceridad. —Nunca te he mentido, Juliet. Pensaba que nos entendíamos. Me equivocaba. —Él me ama. —No imaginaba que bajo tu belleza gélida se escondiese un corazón romántico. — Sacudió los hombros y también él se apoyó en la balaustrada. Después de un momento de silencio, Alec dejó a un lado el orgullo y la miró. —Tal vez fue mejor así. Juliet le escrutó el rostro. —Te has casado —dijo, con el tono de quien se siente traicionado. —Los he visto bailar el vals. Ella te ama. Alec la miró y adoptó una pose indiferente, contraria a lo que probaba. —No tiene importancia. —Yo creo que sí. Él tuvo un sobresalto al pecho, como si estuviese desnudo frente a los ojos de Juliet. No supo qué responder. —Yo sé lo qué es amar a alguien. —Ah, el interesante capitán. Juliet sacudió la cabeza. —No, Alec. He dicho que él me ama, no que yo lo ame a él. Te amaba, pero tú nunca habrías podido corresponderme y yo no podía aceptar la idea de transcurrir la vida con la mitad de un corazón. Después de unos segundos, el Duque respondió: —Entonces supongo que ambos nos hemos casado con el corazón a la mitad. Juliet le dio una sonrisa amigable: —No creo, Alec. Te he visto con tu esposa. —Lo tomó del brazo. —Vamos, acompáñame adentro. Demos a las malas lenguas una ocasión de cotillear. —Apenas hubieron entrado, ella se detuvo. —Tú eres terco, arrogante, presuntuoso y hermoso como el diablo, pero tu matrimonio es completo. Él la miró en silencio. Y Juliet, antes de dejarlo, le lanzó una última flecha: —Me pregunto, cuándo te darás cuenta.

Joy había empleado sólo unos pocos minutos para darse cuenta que Alec no estaba en la sala. La fiesta era mejor de lo que había imaginado. Había encontrado al príncipe, cenado con él y si se excluían los pocos estornudos, todo había ido de maravillas. Esperaba que Alec estuviera orgulloso de ella.

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SAGAS Y SERIES Sí, todo era bellísimo, pero cuando vio que Alec no estaba cerca, nada le parecía vivo y estimulante. Habría querido bailar con él otra vez antes de dejar el baile. —¡Querida mía! —La voz de lady Agnes apareció de la nada. Joy se dio la vuelta. —Parece perdida así tan sola. ¿Dónde está su bellísimo marido? —le preguntó la matrona, mirando alrededor. —¿Lo han visto, muchachas? —Juntas, las dos chismosas sacudieron la cabeza. Lady Agnes golpeó afectuosamente la mano en el brazo de Joy: —Sabe, querida, creo haberlo visto salir a la terraza. ¿Quiere que vayamos a ver? —la mujer tomó el brazo de Joy y la arrastró hacia las puertaventanas. —Oh, ahí es dónde está, querida. ¿Lo ve? —Lady Agnes indicó la terraza. —Está con Lady Juliet. Muy interesante. Joy sentía sobre sí la mirada penetrante de la mujer mientras Alec seguía a la joven mujer rubia. Sonrió mirando a su marido y dijo: —Lady Juliet es muy hermosa. ¿Es una persona importante? Lady Agnes se llevó la mano al pecho con un gesto dramático. —¿No lo sabe, querida? Ella y su gracia estaban por casarse. Joy volvió la cabeza hacia los dos de la terraza, Considerándolos como una pareja. Eran perfectos juntos, ella rubia, él con el cabello de plata, con la misma actitud. El mentón en alto, la nobleza de la cuna. Eran reales y perfectamente compatibles. Sintió el estómago bajar y aterrizar en alguna parte donde un tiempo atrás estaban colocados sus sueños y sus esperanzas. Lady Agnes continuó: —Ella se fugó para casarse con otro… el día antes de su matrimonio. Delante de sus ojos, Joy vio el fin de su cuento de hadas. Lo habían visto todos claro y evidente. Alrededor de ella todo fue confuso en una niebla de amargura. Se dio cuenta de lo que era su matrimonio. Nunca habría podido borrar lo que ahora sabía, ni siquiera la magia servía. Nunca habría podido conquistar el corazón de Alec, porque ya lo había conquistado otra. Sus esperanzas estaban muriendo lentamente entre atroces sufrimientos. Sonidos de truenos azotaron el cielo y un segundo después la lluvia estalló.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 23

LA ANGUSTIA Nunca por amor; ahora solo siente su título— W. Shakespeare, Macbeth. Acto V, escena II.

Desde la ventana de la salita, Joy observaba los círculos que la lluvia formaba en los charcos. Llovía desde la noche anterior, esa noche que comenzó con la excitación del entusiasmo y que terminó en vacío absoluto. Desde el momento que había dejado a lady Juliet, Alec había tenido una actitud preocupada, y Joy estaba segura de poder dar un nombre a su preocupación: su esposa no era lady Juliet, su amor, sino una bruja escocesa que había hecho de su vida un caos. Joy se secó de nuevo las lágrimas, maravillándose que aún tuviera alguna, e hizo acopio de su orgullo escocés. Permanecer sentada divagando no servía para nada. Su mirada se posó en los árboles del jardín. La lluvia había cesado pero el cielo estaba gris. Con la lluvia había llegado la tibieza de la primavera que se estaba acercando, y la nieve y el hielo se habían disuelto cuando el cielo había llorado con ella. En un rincón del jardín, cerca de un arbusto de flores blancas y de la hiedra que se entrelazaba con la madreselva sobre un muro de piedra, dominaba un gran olmo. Joy apoyó la mejilla surcada por las lágrimas al vidrio de la ventana y miró al cielo. Las nubes densas de lluvia se estaban retirando. Tomó un chal de un perchero, se lo colocó sobre los hombros y salió por la puertaventana. Bajó la escalera evitando los charcos y se acercó al árbol. Los olmos tenían su carácter, aunque fueran ingleses. Apoyó la mano sobre el tronco áspero. —Soy Joyous y necesito de tu fuerza, de tu vida, porque una parte de mí ha muerto. Ayúdame, te lo ruego. Lentamente, hizo resbalar las manos alrededor del grueso tronco y apoyó el rostro contra él. Sintió la áspera corteza rozando su piel suave, pero tenía una desesperada necesidad de aquella cercanía. Cerró los ojos y se abandonó a la fuerza de la naturaleza.

Sentado en su estudio, Alec miraba el abrecartas que acabada de utilizar para abrir el mensaje del rey, en el que le recordaba su compromiso. Cómo si hubiera podido olvidar la obligación de pasar otra noche bajo la mirada escrutadora de la alta sociedad. Sin embargo, pretendía volver al campo el día siguiente, independientemente de los deseos de su soberano. Los sirvientes estaban ya haciendo los preparativos. Esa noche representaba el juicio final. ¡Qué acertada elección de palabras! Le recordaba el proceso de las brujas, cosa que trataba de evitar. Jugueteó con el abrecartas, consciente del efecto hipnotizante de la luz de la lámpara sobre un pie de bronce. Estaba casado con una bruja, y nadie lo sabía.

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SAGAS Y SERIES Se preguntó si Juliet habría cambiado la idea romántica que se había hecho sobre su matrimonio si supiese la verdad. Lo había considerado un matrimonio por amor. Alec dudaba que alguno de los matrimonios Belmore fuera por amor. El de sus padres, ciertamente, no. Su padre había demostrado claramente, tal y como había dicho con claridad, que los Belmore estaban por encima de aquellas tonterías; y que ninguno de sus hijos, y menos aún, el heredero, permitiría que su vida fuese ensuciada por semejante idiotez. Alec había aprendido que el amor llevaba a la destrucción. Pero también había aprendido, y deprisa, que el único modo de obtener la aprobación de su padre era pensar como él, vivir como él, comportarse como él. La lección pronto había llegado a ser su estilo de vida. Acabada de comprobar que también su orgullo podía producir resultados desastrosos. Se había dejado arrastrar por las emociones. Su matrimonio apresurado había sido el resultado de su orgullo herido. Había tenido miedo de lo que habría podido decir la gente. Admitirlo era una debilidad para el Duque de Belmore. Hacía juego con el hecho de esconder a su mujer. Siempre con el abrecartas en la mano, trató mentalmente de justificar sus acciones para atenuar su sentimiento de culpa. Se preguntó si estar casado con una bruja sería su castigo por haberla usado. Desde el primer momento en que ella le había dirigido esa mirada de adoración, se había dado cuenta que su corazón le pertenecía y que podía hacer lo que quisiera. Y había decido casarse con ella por su propia comodidad, sabiendo a ciencia cierta que ella nunca lo abandonaría. Era un modo para salvaguardar su orgullo. Y habría guardado este conocimiento hasta la tumba. No quería que Joy supiese que había sido tan idiota como para haber cedido a la debilidad del orgullo herido. Le gustaba ser adorado por ella, lo enorgullecía poder realizar los sueños de Joy. No quería su desprecio. Quería su respeto, tal vez mucho más de cuanto quisiese el de la aristocracia londinense. Por primera vez en su vida, su nombre, su título, su estatus en la sociedad, no valían nada en comparación con lo que Joy significaba para él. Ella lo llamaba “mi Alec”, no su Duque, no su marido u otro. Sólo su Alec. No había título para tenerla ligada a él. La riqueza, la dinastía, el ducado, no tenían importancia y extrañamente lo tenían las artes mágicas de ella o sus orígenes. Ellos estaban unidos por algo más profundo, incontrolable, algo a lo que él no sabía darle nombre, pero que existía. Y le producía un maldito temor.

Barriga contra barriga, espalda contra espalda, éste es el mejor método para cocinar la cena. Parada en la puerta de la cocina, Joy observaba Hungan John que daba vuelta a medio cordero en el asador. Luego lo vio dejar el asado e ir de nuevo a la mesa, cantando un estribillo sin sentido. La larga trenza ondulaba detrás de él. Las dos sirvientas habían tomado el ritmo y una batía una montaña de masa para el pan mientras la otra cortaba cebolla marcando el ritmo.

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SAGAS Y SERIES Hungan John terminó la canción, tomó un largo sorbo de una botella y recomenzó: —¡Trabajo todo el día con un trago de ron! ¡Da—da—da—da—da—da—dum! — Levantó la botella, pero se detuvo a medio camino viendo a Joy. —Vuestra Gracia. —Ignorando el gritito de sorpresa de las dos ayudantes, el hombre le hizo una galante reverencia y una gran sonrisa a la Duquesa. —Continúe, se lo ruego, no quiero interrumpir su trabajo. Sólo tengo un poco de apetito. Hungan John le puso una silla cerca de la mesa y ordenó: —Vuestra Gracia, siéntese aquí. Hungan John preparara una buena cosa. Después de minutos, había tanta comida sobre la mesa como para saciar a toda la casa. —Bastaba un trozo de pan y mantequilla. —Vuestra Gracia, come como un pajarito colibrí, pronto será tan pequeña como colibrí. —Le puso delante un vaso que parecía leche. —Beba. Joy bebió y abrió los ojos. —Esto no es leche. Él asintió. —Es leche de coco con ananas y ron. Mágico. —le hizo un guiño y agregó: —Vamos, beba. La bebida era deliciosa. Joy bebió un vaso, y otros dos más mientras comía. Una hora después no habría sabido decir si fue la fuerza trasmitida por el olmo o la comida en el estómago lo que le hizo subir la escalera casi volando. Fue a su recámara canturreando entre dientes una melodía, con un vaso de la mágica poción en la mano. Polly la vistió con un delicioso vestido de seda azul noche, con guarniciones de perlas y cuentas de vidrio. En los pies calzaba zapatos del mismo color, con tacón alto. No necesitaba el aro para el vestido de gala. Recién se había puesto los guantes cuando un lacayo tocó la puerta para decir que su gracia y la carroza la esperaban. Polly le puso el aderezo de zafiros y perlas que Alec le había mandado a su recámara, y luego fue a buscar su cartera. Joy miró su propia imagen reflejada. Sí, una vez más tenía el aspecto de una Duquesa. Bebió el último sorbo de coco y ron y se dio la vuelta. La habitación le dio vueltas. Se aferró al respaldo de una silla e hizo dos profundos suspiros. La habitación se detuvo. Pensó con aprensión que había exagerado con los tres abrazos al olmo. Sacudió la cabeza y se sintió aturdida. Sus pensamientos se dirigieron hacia el despreciable Alec. Se miró en el espejo y no le gustó la cara que vio reflejada: era triste. Reaccionó con el orgullo escocés, levantó la barbilla y se miró con altanería. Ahora estaba mucho mejor. Después de haber pasado tanto tiempo reflexionando sobre su propia situación, era hora de moverse. Se había acabado el tiempo de ser la bruja buena. Con la bondad sólo había conseguido tener el corazón destrozado. Había sido Alec quien le había pedido matrimonio, ella no lo había forzado. Más bien, había tratado de decir no, pero él había insistido. Pero, ¿Por qué? Estaba decida a descubrirlo, antes de que terminara la noche. Juliet poseía su corazón, pero ella era su esposa, una esposa consciente que su marido la había usado. Había sido penoso constatarlo y ella había atravesado todas las fases del sufrimiento: las lágrimas, el dolor, la vergüenza.

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SAGAS Y SERIES Pero ahora estaba furiosa, porque Alec la había tratado injustamente. Realmente furiosa.

El elegante landó de los Belmore avanzaba detrás de innumerables carruajes que se agolpaban delante del Royal Opera House en Covent Garden. Alec observaba pensativo a su mujer. Estaba insólitamente silenciosa. La noche anterior después de la cena, le había confesado que nunca había ido a un teatro, por lo tanto él esperaba verla curiosa, con el rostro comprimido contra el vidrio, mirando la muchas linternas que iluminaban los jardines, o que estuviese agitada y ansiosa. En cambio estaba sentada rígida, apretando de vez en cuando el brazo del asiento. Esa mujer fría frente a él era una perfecta Duquesa, pero no era su Scottish. —¿No te sientes muy bien? —le preguntó. Ella lo miró, parpadeó un par de veces y asintió. Luego hizo un profundo suspiro y giró su rostro hacia el otro lado. Su rostro aparecía carente de vitalidad, sólo un leve rubor le rozaba las mejillas. Cuando él le preguntaba algo, contestaba con un sí o un no. ¡Y eso no le gustaba! El carruaje se detuvo y un lacayo abrió la puerta. Alec bajó y ella aceptó su mano sin mirarlo, pero apenas bajó la retiró tan deprisa que perdió el equilibrio y por poco no se cae. Pero no lo miró. Su comportamiento encendió la curiosidad de Alec. Le tomó el codo y la condujo hacia el interior del teatro. Había visto un relámpago de cólera en sus ojos sólo dos veces: Una, cuando le había reprochado por lo que le había hecho a lord Brummel, y la otra, un minuto antes. Mientras subían la escalera, Joy por poco no se cae y sólo el brazo de Alec lo impidió. Cuando le preguntó por qué, ella levantó la barbilla y siguió como si nada hubiera sucedido. En el último descanso, él se detuvo y le indicó la estatua de Shakespeare esculpida por Rossi. Ella apenas la miró. Unos minutos después, los Duques de Belmore saludaban al príncipe y se sentaban en el lugar de honor a su lado. Poco después, Joy se dignó a mirar a su marido y preguntó: —¿A qué opera vamos a asistir? Él ni siquiera se había interesado en informarse, así que miró el programa y palideció. Ante sus ojos apareció el título: Macbeth. Confundido, se limitó a contestar: —Shakespeare. Joy hizo una mueca y dirigió la mirada al escenario. El príncipe se inclinó hacia ella. —Milady Duquesa, siendo escocesa sin duda que se divertirá. Hemos persuadido a Sarah Siddons a volver para una representación especial de su rol más aclamado, lady Macbeth. Después de un segundo, se levantó el telón entre aplausos y aclamaciones del público. Un actor se presentó en el escenario y exclamó: —¡Escocia! En un espacio abierto. El Regente sonrió y asintió a Joy, y Alec observó a su esposa esperando su reacción. En una escena de temporal, entre sonar de truenos y flash de relámpagos, entraron las brujas. Alec gimió. Había olvidado cuan harapientas y horrendas fueron siempre. El príncipe, con su desagradable oportunismo dijo:

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SAGAS Y SERIES —¡Mira! ¡Mira! Las brujas escocesas. Feas como el pecado, ¿cierto? —Alrededor de él todos asintieron. Excepto Joy. Ella examinó las tres brujas en su horrendo aspecto, luego miró a su marido. Él le murmuró: —Recuerda quién eres y con quién estás. —Y le hizo un gesto hacia el regente. Joy siguió el drama durante los actos sucesivos y pareció aceptar la representación, tensándose sólo cuando las brujas lanzaban sus predicciones. Alec se sintió aliviado, hasta uno de los últimos actos. Habría tenido que considerar al trueno como un aviso. Cuando las brujas se pusieron a mezclar dentro de un enorme caldero canturreando: “Dobles, dobles desgracias y perdición; quema el fuego en el caldero” el gran caldero atravesó veloz el escenario dejando a las brujas atónitas con sus cucharones en la mano. Alec no podía creer lo que veía con sus propios ojos. Las brujas intercambiaron miradas perplejas, luego corrieron hacia el caldero, declamando los ingredientes que fingían poner adentro. Otra llamarada se levantó del caldero obligando a las brujas a retroceder gritando. La más valiente continuó con los ingredientes manteniendo la debida distancia, fingiendo arrojar algo dentro del caldero: —¡Diente de lobo! —exclamó, y se oyó el aullido de un lobo más fuerte que el resonar de un trueno. Alec giró la cabeza hacia su mujer. Joy tenía los ojos fijos en el palco; tenía una expresión inocente, las manos cruzadas sobre la falda. Cuando Alec volvió a mirar el escenario, estaba entrando Macbeth, que dijo: —¡Vosotras, misteriosas, negras brujas de la medianoche! El actor dio dos pasos y tropezó, terminando en el suelo con la cara contra el pavimento. Los espectadores se sobresaltaron y Alec apretó la mano de su esposa. —Para. Ella le dirigió una fingida sonrisa: —¿Parar? No entiendo de qué estás hablando. Macbeth se levantó, se acomodó la ropa y la peluca. Levantó las manos y declamó: —Aunque los castillos se derrumben… La escena a su espalda se estrelló en el suelo en una nube de polvo. El público comenzó a reír. Alec aferró a Joy mientras Macbeth terminaba su oración en un murmullo, lanzando miradas alarmadas a izquierda y derecha. Una bruja exclamó: —¡Vierte sangre de marrana! —Alec sintió a Joy estremecerse, luego reír. Miró el escenario. Tres cerdos trotaban por el escenario chocando con el caldero y gruñendo alrededor de Macbeth. —¿Es de esto de lo que estabas hablando? —rió despacio Joy con la cabeza contra su propio pecho. —Maldición —murmuró el Duque estrechándola contra sí. Luego se dirigió al príncipe: —Mi esposa no se siente bien, Alteza. El príncipe reía tan fuerte que apenas lo miró. —Sí, sí, no importa, Belmore —dijo despidiéndolos con un gesto de la mano. Alec estaba arrastrando a Joy fuera del palco real, refrenándose de matarla con sus propias manos. Afuera, la empujó contra la estatua de Shakespeare y la sacudió. —¿Qué diablos creías que hacías? —Enseñarles algo sobre las brujas escocesas. —Joy sonrió y de golpe le vino un hipo; se cubrió la boca y miró a su marido con expresión maliciosa. Tuvo otro hipo. Él le olió la boca. —¿Has bebido?

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SAGAS Y SERIES —Leche de coco. Es deliciosa con una pequeña gota de ron. Estaba ebria. Para confirmarlo llegó otro golpe de hipo. Ella miró a su marido y parpadeó. Se escuchó otro estallido de risa proveniente del teatro, Joy comentó: —Parece que se divierten. Lívido, Alec la levantó en brazos en un gesto que no tenía nada de romántico, sino sólo la urgencia de alejarla de allí. Mientras bajaban la escalera, ella exclamó: —¡Señor Shakespeare, dobles, dobles desgracias y perdiciones! —¡Calla! —ordenó Alec, sin notar el guiño en la cara de la estatua.

La puerta de la recámara fue a dar contra la pared haciendo gritar a Polly que dormitaba al lado del fuego. —Déjanos. Debemos hablar en privado —ordenó Alec, mirando siniestro la habitación. Joy se dirigió a la camarera: —Debes perdonar a su gracia. Está un poco molesto. —Rió mirando a su marido: — ¿No es cierto? Alec, con el cuello sonrojado, se dio la vuelta, miró con ojos feroces a la sorprendida Polly y gritó: —¡Fuera! Mientras la muchacha se apresuraba a salir, Joy hizo ondular la mano con un gesto teatral: —¡Fuera, condenado adefesio! ¡Fuera, he dicho! Con los dientes apretados él murmuró: —¡Para! —Siempre sin sentido del humor, Alec. —Ella sacudió la cabeza pero se detuvo cuando vio que la aristocrática nariz de los Belmore era doble. Entrecerró los ojos buscando enfocar mejor. —No había absolutamente ningún rastro de humorismo en lo que has hecho esta noche. —El público pensaba distinto. Recuerdo que se han reído. Pensé que los cerdos se verían graciosos. Mi magia ha funcionado muy bien, ¿no crees? Tal vez ha sido el ron. Alec la dejó caer sobre la cama. Ella rebotó un par de veces, riendo. Miraba la cara furiosa de su marido con expresión maliciosa. —Alec, hagámoslo de nuevo. Tú me arrojas sobre la cama y vemos cuantas veces reboto. Dejo que tú cuentes, visto que tienes mucha práctica. Joy vio su rabia aumentar. Le temblaban hasta las manos. En silencio él retrocedió y fue a la salita. Después de dos minutos reapareció con un brandy entre sus manos y la miró hostil. Ella le dirigió una sonrisa melosa. Alec maldijo entre dientes, y esto le hizo querer provocarlo. —¡Bi—bi—bon! ¡Escucha a Alec, que ahora es un gruñón! Él se tensó por un segundo, miro a la derecha y a la izquierda, y clavó a Joy con su autoritaria mirada, que fue ignorada. Luego se le acercó, puso el brandy en la mesita de noche al lado del libro y lentamente pasó el puño sobre el colchón y se inclinó hacia ella en pose amenazadora. Joy no tenía intención de dejarse intimidar. Su marido explotó: —¿Me has lanzado de nuevo un hechizo?

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SAGAS Y SERIES —No. Si lo hubiera hecho, te habrías dado cuenta. —¿Qué diablos te ha sucedido? —Estoy fuera de mí. —¿Y por qué? —Tienes que decirme por qué te has casado conmigo. —¿Y es por esto que esta noche has arruinado una representación pública delante del príncipe? ¿Por qué querías saber por qué me he casado contigo? —No. Es porque conozco el motivo. Él la miró por un momento ceñudo; luego la levantó y la estrechó contra sí. —¿Por esto? —la besó largamente, con pasión. Y fue la ruina de Joy. Toda su audacia se desmoronó. Las lágrimas que había tratado de contener afloraron. Alec se retrajo un poco para mirarla, ya sin rabia. Vio el llanto de ella y preguntó: —¿Qué sucede, Scottish? ¿Lágrimas? Joy lo miró, y tratando de no sofocar con las palabras murmuró: —Lady Juliet debe haberte hecho mucho daño. Alec maldijo, cerró los ojos por un instante, luego los reabrió. Le posó una mano en el hombro. Ella lo consideró un gesto de piedad y se retrajo. —¿Qué has oído decir? —Que debías casarte con ella, pero ella te abandonó por otro. Y esto el día antes de nuestro matrimonio. —Es cierto. —¿La amas mucho? —No. —Te lo ruego, no mientas. —No miento. Nunca he amado a Juliet. —Le giró la cabeza para que ella lo mirase: — ¿Pero por qué te preocupas? Me he casado contigo, no con Juliet. —Te has casado conmigo, pero tampoco me amas a mí. —Nunca dije que te amara. La verdad de sus palabras la indujo a preguntar: —¿Entonces, por qué te has casado conmigo? Él se tensó, y se enderezó. —No tiene importancia. Ahora estamos casados. —Me importa a mí. —¿Por qué? Tienes una casa, riqueza, la protección de un título. Son cosas importantes. ¿Qué más quieres aún? —Quiero el amor. —El amor no tiene nada que ver. Este es un matrimonio, no una comedia. Nunca te he prometido amarte y nunca lo haré. —Le dio la espalda como si mirarla le fuera difícil. —Yo quería formar parte de tu corazón —admitió Joy, muy despacio, y no estaba segura que él la hubiese oído. —¿Es sólo eso en lo que piensan las mujeres? ¿El amor? —Pronunció la palabra amor como una blasfemia. Aferró el libro de la mesita de noche y se lo puso bajo los ojos. —¿Es de aquí que te vienen esas ideas? ¿De estos malditos libros? —Se lo agitó delante de la cara y lo lanzó al fuego. Joy se estremeció, atónita. Las llamas devoraron el libro. El fuego crepitó. Luego sobrevino un silencio pleno de tensión. Alec se miró las manos como si no pudiese creer lo que había hecho. —Dios Omnipotente, ¿Estoy loco yo o lo estás tú? —dijo colocando las manos entre el cabello. Ella lo miró fijo, levantó la cabeza. —Sí, estoy loca, muy loca. —Levantó una mano y ordenó:

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SAGAS Y SERIES —¡Alec, arriba ! El Duque se elevó de la tierra y permaneció a pocos centímetros del techo. —¡Maldito el diablo! —¿Ves? He usado la magia sobre ti y apuesto que te has dado cuenta. —Joy le quería demostrar qué significaba la cólera de una bruja. Alec la miró como si no pudiese creer lo que le estaba sucediendo. Lentamente cambió de color; del rosa al rojo y luego a púrpura. —¡Bájame! —No. —¡Te he dicho que me bajes! Ella cruzó los brazos y sacudió la cabeza. —Soy tu marido. Debes obedecerme. ¡Inmediatamente! Cansada de sus arrogantes órdenes, movió la mano y él voló hacia un lado. —¡Maldito el diablo! Joy lo hizo bajar un poco. Él dijo: —Necesito un trago. —Con una sonrisa maligna, Joy le hizo llegar una copa a pocos centímetros de las manos. Cuando su marido hizo por cogerlo, ella lo desplazó. —No lo encuentro divertido. Hazme bajar. Te advierto… —¿A quién adviertes, a tu esposa o a la bruja? El Duque se puso ceñudo, Joy le hizo llegar la copa antes delante la cara, luego sobre la cabeza y dijo: —Esta es tu esposa. —Luego levantó el índice y la copa vació el brandy sobre la cabeza de su marido. —Y esta es la… —¡Bruja! —murmuró el Duque con el brandy que le goteaba sobre la cara roja. —Sí, en efecto, y ahí tienes tu brandy. —Joy flexionó los dedos de la mano derecha. —¿Prefieres escupir sapos o tener algún forúnculo? Él la miró con los ojos mojados. —No te atreverás. —Dime por qué te has casado conmigo —le preguntó Joy con la más dulce de las sonrisas. —Maldición, quisiera saberlo yo también. —Yo creo saber porque lo has hecho, pero tu orgullo tozudo no te permite admitirlo. —Hazme bajar. Ella sacudió la cabeza. —Dilo, Alec. Sólo debes decirlo. —Bájame. Le había preguntado por la verdad, pero quería oírle decir que la quería. Las lágrimas le quemaban los ojos. Con un suspiro de derrota bajó el brazo y los pies de Alec tocaron el suelo. —¡Maldición, soy el Duque de Belmore! —Cómo si no lo supiera. Nadie que te conozca puede dudar de quien eres y qué cosa eres. —¿Qué diablos debería significar eso? —Te preocupas tanto con ese propósito, Alec. Créeme, todos saben que tú eres el Duque de Belmore. Él se dio vuelta para irse. —Cobarde —murmuró Joy. Alec se detuvo de golpe y lentamente se dio la vuelta. Su cara era una máscara roja de rabia.

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SAGAS Y SERIES —¿Quieres saber por qué me he casado contigo? Está bien, te lo diré. ¡Porque Juliet me ha plantado, maldición! ¡Se ha reído de mí! Yo no acepto que cualquiera se ría de mí. —Fue hacia la puerta, se dio vuelta y la miró. —Me he casado contigo porque me servía una esposa. Y tú estabas a mano. Joy necesitó un momento para reencontrar la voz. —¡Alec! Rechazas que alguien se ría de ti, pero te has reído de mí. Tú me has usado a sabiendas de que lo hacías, ¿No es así? Antes que él cerrase la puerta, Joy vio un reflejo de culpa en sus ojos. Había obtenido la respuesta que quería.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 24

Sobre el tejado de Belmore Park, una brisa ligera azotaba de vez en cuando las faldas de Joy y los tacones bajos de sus zapatos golpeaban con un ritmo lento sobre el revestimiento de hierro. Habían transcurrido días de silencio y horas solitarias, que parecían haberse fundido unos con otros. Había pasado sólo una semana desde Macbeth, pero a ella le parecía un mes. La mañana siguiente de la representación, Polly había despertado a Joy con la bandeja del desayuno, unos polvos para el dolor de cabeza y la noticia que su gracia le ordenaba leer el diario. Había encontrado un artículo, señalado con un círculo, sobre los maravillosos efectos mecánicos creados sobre el escenario para Macbeth. Parecía que nadie había querido asumir la responsabilidad del éxito de la representación hasta que el príncipe había expresado su complacencia y el deseo de dar una recompensa al innovador artista. Al final, quince personas se habían presentado para exigir la recompensa. Joy había cerrado el diario, tomado los polvos para el dolor de cabeza, y se había colocado un vestido de viaje. Después de casi una hora había dejado Londres con Polly y Belze, en carruaje, mientras el Duque había preferido cabalgar un espectacular semental recién adquirido a lord Addersley. El acostumbrado carro cargado de equipaje y de dos criadas seguía la carroza. Antes del baile, Alec había consentido llevar Forbes y Hungan John a Belmore Park donde siempre había mucho que hacer y donde Forbes habría podido desempeñar un trabajo más adecuado y menos destructivo. En todo caso, Joy habría aceptado de buen grado cualquier desastre con tal de romper la frialdad de su marido, que le hablaba sólo para darle órdenes que no necesitaban respuestas. Alec había partido dos días después de su llegada para reunirse con Richard Downe y Neil Seymour en su cottage de caza, dejando su esposa sin nada que hacer a parte de pasear en los jardines y en el tejado. Joy se apoyó en la balaustrada y miró hacia abajo. Le llegó la voz profunda de Hungan John desde el sendero detrás de la cocina. Hungan estaba en medio de un grupo de criados, sobre una leve pendiente del terreno, donde el sendero se ensanchaba y conducía a los grandes establos. Estaba dirigiendo el ensanchamiento y la siembra del huerto. Joy vio la cabeza blanca de Forbes y no pudo hacer otra cosa que reír. Una ayudante de cocina lo estaba ayudando a darle la vuelta a la chaqueta que se había colocado de revés. Los potros trabajaban al ritmo de un canto del Caribe. Joy miraba con atención lo que sucedía allá abajo. Era extraño, recibía más compañía de los sirvientes que de su marido. Suspiró preguntándose cuánto tiempo necesitaría para desamorarse de Alec; ciertamente que más tiempo que para enamorarse. Por enésima vez deseó poder curar con la magia su propio corazón destrozado. Sabía que sus poderes no eran lo suficiente fuertes para un hechizo de amor, por no hablar de hacer desviar los sentimientos del corazón. El resultado del sortilegio había sido una gran grieta en la estatua de mármol de Cupido en el ala de música. Todavía no había logrado repararla pero, al menos había hecho desaparecer los centenares de corazones destrozados que revoloteaban por la habitación. Permaneció apoyada en la balaustrada con el mentón en la mano durante bastante tiempo.

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SAGAS Y SERIES Después, al oír el ritmo cantado por Hungan John, comenzó a mover la cabeza y a chasquear los dedos al ritmo de la música. La tibieza del sol y las risas de los criados la llevaron a tomar una decisión. Desde aquel momento en adelante, no volvería a intentar convertirse en la Duquesa de Belmore. No le gustaba en lo que se estaba convirtiendo. Quería ser lo que era, sólo Joyous. Con determinación bajó las escaleras y después de diez minutos estaba plantando rabanitos y reía por primera vez después de muchos días. Después de dos horas y media de trabajo, Joy se limpió las manos sucias en el vestido igualmente sucio, giraba una esquina, canturreando con la boca cerrada y moviendo al compás la cabeza y los pasos. Cuando sintió el chirrido de un carro diminuyó el paso. Tirado por dos bueyes, el carro avanzaba por la avenida y el conductor, un viejo mal vestido de pescador, gorro de lana, chaqueta de marinero y botas de goma, se detuvo a su lado. —¿Es esto Belmore Park? Ella asintió y se sacó el cabello del rostro con una mano sucia de tierra. —Tengo algo para el Duque de Belmore —dijo el hombre yendo hacia atrás del carro. —Las mercaderías deben pasar por la puerta de servicio —explicó Joy sonriendo. —Ésta no. Es para el Duque. —El Duque no está, pero yo soy la Duquesa. —Y yo soy su majestad el Rey George —dijo el viejo después de haberla mirado de la cabeza a los pies. Ella rió. —Le ruego disculpe mi aspecto. He estado trabajando en el jardín. Sígame, por favor. —Joy subió la escalera de la entrada principal seguida por el hombre. Henson abrió la puerta y se inclinó. —Vuestra Gracia. Joy oyó al viejo farfullar algo sobre la excentricidad de los aristócratas mientras la seguía a la sala con el sombrero en la mano. —¿Entonces, qué cosa le ha traído a mi marido? —preguntó, sentándose. El hombre permaneció de pie y por un instante miró atónito la suntuosa habitación, después hurgó en un bolsillo de sus pantalones y extrajo un sobre arrugado que ofreció a Joy. Ella abrió el sobre y leyó la carta. Sorprendida, miró al hombre. —Dice que mi marido deberá ser el tutor de alguien llamado Stephen, según la voluntad expresada en el lecho de muerte de un cierto señor Rodney Kentham. —Efectivamente. El señor Kentham ha muerto hace dos días. Preocupada y sin saber cómo comportarse, Joy permaneció en silencio por algún segundo, luego explicó: —Mi marido se ha ido por algunos días, pero puedo escribirle que vuelva pronto. ¿Quién se ocupa de Stephen en este momento? El viejo indicó con el índice hacia sí mismo. —Está en el carro. Joy se incorporó, horrorizada al pensar en un pobre niño dejado en el carro lleno de chatarra, muebles y otros cachivaches. —¿Ha dejado un niño allá fuera solo? —dijo corriendo hacia la puerta de entrada, Bajó la escalera y se acercó al carro. Cuando vio un joven robusto, de alrededor de veinte años, con la espalda jorobada, se sintió aliviada. El desconocido llevaba un sombrero de ala ancha y un delantal. Y olía profundamente a mar. Estaba sentado sobre una silla de mimbre maltrecha, colocada junto a un par de baúles con una silla mecedora astillada amarrada arriba. Entonces el niño no estaba solo.

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SAGAS Y SERIES —¿Dónde está Stephen? —preguntó. El joven no contestó y ella lo observó con atención. La miraba por debajo del ala del sombrero con los ojos ingenuos de quien ha nacido con la mente herida. Y en aquellos ojos albergaba el miedo. Ella le sonrió y trató de nuevo, hablando más despacio. —¿Dónde está Stephen? _Él no contestó. El pescador se le acercó e indicó al joven: —Vuestra Gracia, Stephen es él.

Mientras guiaba el semental debajo de la pendiente, Alec se preguntaba por centésima vez, cuál podía ser el problema urgente que lo llamaba de vuelta a Belmore. Se preguntó si sería mejor ir a Belmore o huir sin dilación de Inglaterra. Su mente imaginaba desastres, estatuas que bailaban, objetos voladores, relojes rotos que se arreglaban solos, látigos y panderetas. ¿Diablos, y si ella hubiera estornudado algo innombrable? ¿Y si hubiese hecho escupir sapos a alguien? Sentía el sudor escurrir por su frente, pero aceleró el paso. Quería retorcerle el cuello. Literalmente. Quería llegar a tiempo para cambiar todo. Quería ordenarle ser lo que debía ser, al contrario de lo que era. De improviso asomó a su mente la imagen de Joy que le miraba con ojos llenos de amor, como si él le hubiera dado todas las estrellas del cielo. Por un breve e insano instante escuchó la voz de ella llamarlo: Alec, su Alec. Sintió una puntada en el pecho, como si Joy le hubiese tocado el corazón, ese corazón que nunca había tenido. Hasta ese momento. ¡Maldito el diablo!

—Tengo miedo. —Stephen estaba sentado al lado a Joy en un banco del jardín Ella observó su cabeza inclinada y le preguntó: —¿De qué cosa? Él se retorcía las grandes manos callosas y no levantó la cabeza. —De este lugar. Quiero ir a casa. —Ahora tu casa es ésta. Él sacudió la cabeza con vigor. —No, no. Ésta no es mi casa. Mi casa está cerca del mar, con Roddy. —Pero Roddy no se puede ocupar de ti. —Lo sé. Ha muerto. Antes tenía un perro. Era mi amigo. Me lamía la cara. No pensaba que era malo. Él también ha muerto. —¿Cómo se llamaba? —Perro. Ella sonrió. —Yo tengo un armiño. Se llama Belzebú, pero lo llamo Belze. Stephen rió. —Es un nombre tonto. ¿Por qué no lo llamas armiño? —No lo sé. Nunca lo he pensado. —Yo sí. —Después de un minuto de silencio, él preguntó:

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SAGAS Y SERIES —¿Es porque no soy inteligente? Yo quiero ser inteligente, así la gente me quiere. Joy se inclinó para mirar por debajo del ala del sombrero que Stephen se ponía siempre llevar que estaba fuera de la casa. —Yo creo que eres inteligente, y en todo caso, tú me gustas. Stephen dejó de retorcerse las manos y las restregó sobre los pantalones. —Tú también me gustas. No me dices cosas feas y no gritas. Cierta gente me mira, luego gira la cabeza porque soy feo y estúpido. Roddy nunca lo hacía. —Ni yo tampoco. Lentamente, él levantó la cabeza y la miró. Joy se esforzó para no demostrar ninguna emoción para no ponerlo incómodo. Se preguntó a quien quería proteger más, si a Stephen que había sufrido tanto o Alec que iba a sufrir otro tanto. —¿Crees que soy feo? —le preguntó el muchacho. —No. ¿Y tú crees que yo lo soy? Él rió. —Tú eres muy bella. Y buena. No giras la cabeza y no te asustas. Y no me gritas — Stephen volvió a retorcerse las manos, pero antes que Joy pudiese decir algo vio a un criado llevar el semental de Alec hacia los establos. “¡Oh, Dios!” Se levantó con un suspiro. —Alec, mi marido, ha vuelto. Quiero hablarle antes que se encuentren. ¿Quieres quedarte aquí? Stephen asintió. —Me gusta estar aquí. Es tranquilo y nadie me grita. ¿Crees que Alec lo hará? —Todo irá bien. —Le apretó la mano y sonrió. No sabía qué cosa sucedería, en todo caso tenía que preparar a su marido. Atravesó el jardín y se dio la vuelta para saludar a Stephen con la mano. Y se sintió mejor cuando él le contestó. Pasando por delante de Henson le dijo: —Busca a Belze y llévalo donde Stephen. Yo voy hablar con su gracia. Y... Henson, Stephen está asustado y se siente fuera de lugar. —Entiendo. —Gracias. —Joy entró en la biblioteca y se detuvo con la garganta apretada cuando vio a su marido delante de la ventana. Como si hubiese oído la presencia de ella, Alec se dio vuelta y la miró, sospechoso. Con voz autoritaria preguntó: —¿Qué has hecho? Joy cerró los ojos por un momento, imponiéndose contestar con calma. —No he hecho nada. —¿Entonces, qué es lo que hay tan urgente como para hacerme volver? Joy extrajo del bolsillo el sobre y se lo dio. Él lo tomó, lo abrió, leyó la carta y se dejó caer en una silla. —¿Un niño? Nunca he oído hablar de éste Rodney Kentham. —No es un niño. —¿Qué significa, no es un niño? La carta dice que el Duque de Belmore debe ser contactado y debe asumir la responsabilidad de Stephen si algo le sucediera a ese tal Kentham. Ciertamente, no puede tratarse de un adulto. Joy atravesó la habitación y miró afuera de la puertaventana, desde la cual se veía Stephen sentado en el banco. —Mira. Está allá afuera. Alec se acercó y miró. —Mi Dios… —Está asustado y confundido. Tiene necesidad de tu comprensión.

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SAGAS Y SERIES —¿Comprensión? Si no sé siquiera quien es… —¿Podría ser tu primo? —Mi padre y mi abuelo eran hijos únicos. También mi madre provenía de una familia poco numerosa. Y todos están muertos. —Es mejor que tú lo veas antes de decidir qué hacer. —Joy abrió la puerta y Alec la siguió hasta el banco. Stephen estaba todavía sentado. La joroba de su espalda le daba un aspecto extraño, de derrota. En ese momento, hacía oscilar una cosa brillante delante de Belze, que, sentado sobre sus patas posteriores, trataba de pillarla con las anteriores. Alec despidió a Henson con una inclinación de su cabeza. —¿Stephen? —el muchacho levantó la cabeza y, viendo a Alec, abrió los ojos asustados. Joy sintió a su marido retener el aliento y se apresuró con las presentaciones. —Este es mi marido, Alec, el Duque de Belmore. El momento de tensión pareció dilatarse. Stephen y Alec ambos estaban asombrados, uno por el miedo y tal vez por una suerte de identificación, el otro por la rabia y por un imprevisto conocimiento, que de seguro lo habían trastornado. Con su instinto animal, Belze reaccionó a la tensión saltando sobre el hombro de Stephen, haciéndole caer el sombrero. Stephen tenía cabellos grises. Alec se tensó y maldijo en voz baja. Su cara revelaba emociones contrarias que Joy podía sólo imaginar: su marido tenía delante la versión mal lograda de sí mismo, con los mismos ojos oscuros, si bien desanimados y tristes. Stephen era un doble suyo, trágicamente retorcido. Su vínculo familiar no se podía negar. Stephen era un Castlemaine.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 25

LA VERDAD El pasado ha revelado los engaños. W. Shakespeare, Macbeth. Acto V, escena V.

—Sí, sé bien quien es Stephen. Es vuestro hermano. Vuestro padre me ordenó guiar el carro que se lo llevaba lejos. —Admitió el viejo Jem, mirando al Duque a los ojos. —¿Cuándo? —La voz de Alec carecía de emoción; cosa sorprendente considerando que estaba al límite de su autocontrol. El hombre reflexionó por algún segundo. —Vuestra Gracia debe haber tenido unos tres años. Vuestro padre ya le había hecho cabalgar su primer pony. El pequeño tenía unos pocos meses. Vuestra madre no podía siquiera mirarlo. Vuestro padre lo había mandado a uno de los cottages de los arrendatarios hasta el momento de alejarlo discretamente. Alec golpeó el abrecartas contra el borde de cuero del escritorio. —En todos estos años, nunca lo he sabido. ¿Por qué nunca nadie lo ha nombrado? —Fue en plena noche. Todos creyeron lo que vuestro padre dijo, que el pequeño había muerto. Alec, miró el retrato de su padre colgado en la pared del frente. El decimocuarto Duque de Belmore estaba en medio de sus perros, la expresión arrogante denotaba su orgullo; un hombre tan frío que fue capaz de enviar lejos a su propio hijo. El mito de los Duques de Belmore se había destrozado. Alec cerró los ojos y suspiró profundamente. —Es todo, Jem. Ensíllame mi nuevo semental y tráelo delante de la casa. Jem farfulló una repuesta y se levantó lentamente, se dirigió hacia la puerta con los hombros caídos y la cabeza baja. En ese momento Alec vio en su cuerpo la señal del paso de los años. Y en ese momento se sintió igualmente viejo, igualmente cansado, como si ya hubiera vivido cincuenta años. —¿Jem? El viejo se detuvo, la mano en el pomo de la puerta y se dio la vuelta. —¿Por qué nunca me lo dijiste? —Sus ojos se encontraron y se desafiaron. Después de un momento de silencio, Jem contestó: —Vos sois el Duque de Belmore. Lo sois desde hace muchos años. Aunque no le hubiese dado mi palabra a vuestro padre, en todo caso, no habría estado en la posición de poder decíroslo. Esas palabras no hacían más que evidenciar una amarga realidad: el abismo existente en las clases sociales inglesas, el sistema que le habían enseñado a respetar. En ese momento sintió como nunca el peso de su rango y se dio cuenta de cuán ridículo es el concepto que un ser humano es mejor que otro; que un título, es decir, un antiguo trofeo asignado a alguien por el capricho de un rey, y un accidente de la naturaleza, hiciesen de un hombre merecedor del respeto de otro. Era un concepto insano, lo mismo que el hecho que fuera aceptado por un mundo inmoral.

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SAGAS Y SERIES Y lo máximo de la ironía, era que su padre, el estimado Duque de Belmore, hombre frío, duro y calculador, tan controlado hasta el punto de ser carente de compasión, fuese un mentiroso, que había escondido un hijo y había pedido al otro hijo servir y reverenciar el nombre de la familia, excluyendo de su vida cualquier otra cosa. Cualquier forma de humanidad. Incluso la compasión. Alec pensó en su hermano. Escuchó cerrar la puerta y se volvió; su mente estaba sumida en un caos de vergüenza, frustración y rabia. Fue a la ventana y miró afuera. Vio a su esposa y a su hermano juntos. La mujer que nadie sabía que era una bruja. El hombre que todos consideraban un ogro. Apretó los puños como reacción al pensamiento de haber vivido siempre en una mentira. Nada era como parecía. Sintió una necesidad desesperada de golpear algo y romperlo en mil pedazos, porque era así cómo él se sentía. A pedazos. Alec salió, bajó la escalera y un minuto después no oyó otro ruido que los cascos que golpeaban el terreno. Galoparon en la hierba, superaron el lago y se lanzaron arriba de la colina, caballo y jinete como una sola cosa, absorbiendo el viento y pisando a muerte un período de vida inútil.

Sentado en la vieja mecedora, Stephen dijo: —Esta es mi silla. —Se levantó e indicó una pila de muebles rotos. —Mis cosas. Mis cosas especiales. Joy sonrió al constatar el orgullo y el placer que el muchacho sentía al poseer aquellos pobres cachivaches, que había insistido para que fueran llevados a su habitación. Una habitación rica y elegante como todas las demás de Belmore Park, tapizada de azul, con mármoles y dorados, un lecho imponente sobre una plataforma, lámpara de cristal, alfombras y bajorrelieves en el techo. Pero a Stephen no le importaba nada. Le gustaban la mesa coja, la mecedora astillada y otros míseros objetos que sólo él, en su sencillez, podía considerar tesoros. Joy notó que su rostro expresaba el mismo orgullo que estaba impreso en el rostro de Alec hasta el día anterior. Stephen le mostró una vieja Biblia. —Este es mi libro. Tiene un título. Como Alec. Él es un Duque. Éste es… —indicó las letras y deletreó: —La Bi…blia. —Sabes leer —observó Joy tratando de esconder su sorpresa. El orgullo de los Belmore iluminó de nuevo el rostro de Stephen, que asintió con fuerza. —Quiero ser inteligente. Me he esforzado por aprender las letras. Quien lee es inteligente. Roddy era inteligente. Me ha enseñado él. —De pronto su expresión se hizo lejana, como si el recuerdo del hombre que lo había criado lo llenase de tristeza. Lloró. Joy no dijo nada, pero esperó. La tristeza de Stephen pasó pronto, como la de los niños. Luego el muchacho tomó una vieja escoba. —Esta es mi escoba —dijo, moviéndola de un lado a otro. —Hago bien mi trabajo. Lo decía Roddy. A veces los hombres en el puerto me decían que fuese con ellos. “Trae tu escoba” me decían. Me llevaban al Empty Net con ellos, como

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SAGAS Y SERIES un amigo. Todos los pescadores iban al Empty Net después del trabajo. Y me decían: “Muestra a todos como barres la vereda”. Y yo tomaba mi escoba y barría el pavimento de la taberna. Todos reían, se golpeaban las rodillas y decían que era un verdadero Joe Miller. Joy sintió una angustia al corazón, porque sabía que Joe Miller era el sobrenombre que se le daba a los tontos y a los ingenuos. —No sé quien era Joe Miller, pero creo que era un gran trabajador. Así que dije que me gustaba ser Joe Miller y todos reían. Yo también reía, porque estaba contento de haber hecho un buen trabajo. Y si lo hago, no me dejan solo. Joy con la garganta apretada por las lágrimas contenidas, oyó un gemido apenas perceptible. Se dio vuelta. Alec estaba en la puerta con los ojos fijos en la escoba, en las manos grandes de Stephen. De su expresión ella se dio cuenta que había que había escuchado la conversación del muchacho y rogó por ambos hermanos para que su rabia no explotase. Sus ojos se encontraron. Después ella miró a Stephen, que estaba hurgando en un baúl. Trató de hablar, pero Alec meneó la cabeza; dio una última mirada a su hermano y se fue. Desde aquel día, Joy pasó la mayor parte del tiempo con Stephen, tratando de divertirlo. Alec transcurría sus días a caballo, nunca comía con ellos, ni dormía con ella. Joy no lo oía regresar. A veces el Duque miraba su esposa y su hermano desde lejos. Ella se preguntaba dónde dormía, dónde se escondía. Dijo a Benson que quería hablar con su marido, pero el criado volvió meneando tristemente la cabeza. El Duque de Belmore la había excluido a ella y a todos los demás de su propia vida.

Alec estaba parado arriba de la colina desde donde se gozaba una vista panorámica del ducado. Dejó caer las riendas y permitió al caballo pastar y beber en un arroyo que cruzaba un lado de la cima. Caminó hasta un conjunto de rocas y se sentó en una piedra plana. En su cabeza sólo había confusión. Continuaba preguntándose cómo sería posible dejar a un lado todo lo que él conocía y en lo que creía. Era el Duque de Belmore, caray, ¿Pero qué significado tenía? Toda su vida estuvo concentrada en el deber. Ese era su rol. Ahora todo estaba claro. Se le había enseñado a dar valor especialmente al orgullo de ser un Duque, a su rol en una sociedad inmoral, establecido por centenares de años de inútiles rituales, y por la rígida y maléfica influencia de su padre, que la había concentrado sobre uno de sus hijos; sobre aquel del cual se sentía padre. También le habían enseñado a proteger el nombre de Belmore de cualquier cosa. Se le escapó una risotada sarcástica. ¿Qué honor había en un nombre que anteponía la reputación por encima de una vida humana y el orgullo de los lazos de sangre? Volvió con la memoria a su propia infancia, solitaria, a las horas largas como los días. Se vio a sí mismo de niño con cuatro o cinco años, pudiendo hablar tan solo con las paredes y las sillas, fingiendo que podían escucharlo. Hasta que su padre lo había descubierto y había explotado en una rabia tan violenta que él no tuvo el valor de hablar en su presencia si no era obligado a hacerlo. Habría podido ser sordo u mudo, porque era así como había vivido la infancia, en silencioso temor.

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SAGAS Y SERIES Eton había sido una agradable fuga. Ni siquiera la rigidez que escondía la timidez hacia los otros estudiantes, ni siquiera sus fríos silencios, habían desanimado a dos compañeros que fueron sus amigos a pesar de su actitud soberbia. ¿Cómo lo había llamado Scottish? Un hipócrita presuntuoso. Y tenía razón. Él era digno hijo de su padre. Él le había recordado que era la Duquesa de Belmore, su esposa, y que debería comportarse como tal. Pero Scottish era una mujer viva, capaz de hacerle olvidar una vida de tristezas, con un par de ojos inocentes que le hablaban de amor. Esto era lo que necesitaba. Tenía necesidad de ella. La había visto con su hermano y había notado que parecían gozar de la recíproca compañía, y los había visto reír. Se preguntó si sería fácil para Stephen ver las hadas y los diamantes en los copos de nieve. Alec se había sentido tonto sólo con oír hablar de ello. Había gritado que no quería ser tratado como un estúpido, sin embargo, su padre lo había convertido en el más grande de los idiotas. No obstante, sabía que el orgullo herido no era nada frente comparado a lo que había debido pasar Stephen en sus veinticinco años de vida. Habría dado cualquier cosa para poner sus manos encima a esos pescadores. Su crueldad le hacía avergonzarse de ser parte de la raza humana. Sintió la rabia crecer dentro de él y notó un dolor en el estómago. Respiró profundamente para alejar de la cabeza la imagen de su hermano, un hombre grande, obligado por la naturaleza a recorrer la vida con la cabeza y los hombros encorvados, como con vergüenza. Un hombre con el físico de los Castlemaine, retorcido y sin embargo reconocible por lo que era. Levantó los ojos. Quería enfadarse con Dios que les había creado a él y a Stephen, y que había creado a su padre. Pero sabía que era inútil. El daño estaba hecho. Si había algo que había ganado en ese caos, era la determinación de no dejar nunca más que alguien se burlase de Stephen.

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Capítulo 26

—¡Mira lo que has hecho, estúpido distraído, mira! —La voz dura de la señora Watley resonó en la escalera. Stephen retrocedió, la cabeza inclinada por la vergüenza, los pedazos de porcelana crujían debajo de sus pasos. —Lo siento, no quería romperlo. —Ese jarrón tenía más de doscientos años y costaba una fortuna. Bah, es verdad que los idiotas no conocen el valor de nada. Stephen miró horrorizado los fragmentos del jarrón desparramados sobre el piso de mármol, luego comenzó a recoger los pedazos. —Ya está —balbuceó, esforzándose porque le salieran las palabras de la boca. —Yo… yo trataré de… de pegarlos. —¡Estúpido idiota! ¡No puedes arreglarlo! Él juntó dos pedazos, como en un puzzle, y se acercó de rodillas a la mujer. —Vea, coinciden. —¡Márchate! ¡Deberías estar en un manicomio! ¡Mírate, éste no es tu lugar! —exclamó la mujer con las manos levantadas como si estuviera echando a un monstruo, sin ver al grupo de sirvientes horrorizados que sin querer bloqueaban la entrada a Joy. Stephen, con los pedazos de porcelana en la mano, comenzó a llorar. —No lo he hecho a propósito… no lo he hecho a propósito… lo arreglaré. Furiosa, Joy levantó las manos para despachar al infierno a la mujer con un chasquido de dedos, pero fue interrumpida por la voz de Alec: —Yo creo que es usted la que está fuera de lugar aquí, señora Watley. El ama de llaves se dio la vuelta. La expresión de su boca todavía mostraba disgusto y arrogancia, pero los ojos estaban asustados. —Vuestra Gracia. —¡Fuera! —El Duque estaba delante la puerta, el brazo tieso. —Le concedo una hora. Si no se ha ido, la echaré con mis propias manos. Y considérese afortunada si no hago algo más. La mujer echó una mirada de disgusto a Stephen. —Con gusto —dijo y subió la escalera con la cabeza alta, ignorando los murmullos de los sirvientes. Joy corrió donde Stephen, se inclinó a su lado y le pasó un brazo alrededor de los hombros encorvados, tratando de calmar los sollozos silenciosos. —Stephen, todo ha terminado, levántate. Salgamos. Tengo algo especial para mostrarte. —El muchacho se levantó y con paso arrastrado salió con ella. Joy había apenas abierto la puertaventana cuando oyó la voz de Alec que decía a los sirvientes: —Lo mismo vale para ustedes. Stephen es mi hermano y debe ser tratado con respeto por mi personal. ¿He sido claro? Joy dio un suspiro de alivio y salió al jardín con el muchacho. Caminaron en silencio, luego se sentaron en un banco frente al viejo olmo. Él aún estrechaba en la mano los dos pedazos de porcelana. Le tocó el puño. —Stephen, dámelos a mí. Stephen abrió la mano. Su rostro expresaba lo que sentía: vergüenza, frustración, incomodidad.

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SAGAS Y SERIES —Los habría arreglado. Ella tomó los fragmentos y pensó en qué decir para consolarlo. No se le vino a la mente nada, así comenzó a pensar en sus experiencias, de cuan malo era sentirse herida por dentro y qué hacer para sentirse mejor. Cinco minutos después estaban al lado del olmo mirando su copa frondosa. —Es tan grande —comentó Stephen. —Porque es viejo. Pero es mejor, porque cuanto más viejo es el árbol, más fuerte es su magia. Prueba a apoyar la frente contra la corteza, cierra los ojos y respira lento y profundo. —Hay hormigas en esta parte. —Oh, lo siento. Ven a este lado. —El muchacho obedeció y ella le colocó los brazos alrededor del árbol, luego fue al otro lado y observó el recorrido de las hormigas. Le dio una ojeada a Stephen y le preguntó: —¿Has cerrado los ojos? —Sí. Muy apretados. —Bien —Joy miró alrededor y su rostro se iluminó con una sonrisa maligna. Chasqueó los dedos y despidió las hormigas al equipaje de la señora Watley, ya cargado en el carro. Luego miró el árbol. Las hormigas habían desaparecido. —¿Joy? —Estoy aquí. —Abrazó el árbol y le dijo a Stephen que hiciera lo mismo. —Ahora relájate y deja que el árbol te haga sentir mejor. Después de unos momentos, un ruido de pasos sobre las losas del sendero interrumpió su concentración. Joy abrió los ojos. Alec los miraba con una expresión maravillada. —¿Qué están haciendo ustedes dos? —Abrazamos el árbol —Fue la respuesta de ambos. —Entiendo. —Alec permaneció en silencio por algún segundo, luego, no recibiendo otra explicación, preguntó: —¿Puedo saber por qué? —Le estoy enseñando a Stephen que es la magia de la naturaleza, es muy fuerte en viejos árboles como este. Si se está triste y se abraza un árbol, uno se siente mucho mejor. — Joy vio la mirada escéptica de su marido y preguntó al muchacho: —¿Te sientes mejor Stephen? Él abrió los ojos, se separó del árbol y después de un rato rió y asintió varias veces. Alec observó en silencio a su hermano, luego encontró la mirada de su esposa. Permanecieron así por un buen momento, sin hablar. Luego él le levantó el rostro. —Gracias, Scottish —dijo y ella le sonrió. Stephen indicó el árbol y golpeó con su mano sobre el brazo de su hermano. —Prueba. Alec tuvo un ataque de tos. —Oh, Stephen, qué idea maravillosa. Que pena que no tengamos árboles de eucaliptos. Hacen milagros con la tos. Alec miró a Joy con la frente fruncida. —Yo no necesito abrazar a un árbol. Stephen se acercó y lo escrutó. —Tiene la cara torcida, no fea como la mía, pero se ve mal, ¿Ves? Necesita de un árbol. —Y a su hermano: —Ven. Prueba al lado mío. Joy notó la emoción en el rostro de su marido; Luego vio que miraba a Stephen y su rostro se relajaba. —¿Qué es lo que debo hacer? —Ven aquí. —Stephen lo ayudó a poner las manos alrededor del árbol, como había hecho Joy con él, y repitió las mismas palabras.

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SAGAS Y SERIES —¿Has cerrado los ojos? Aprieta las manos alrededor del árbol. Luego relájate y deja que el árbol te haga sentir mejor. Joy no pudo retener una carcajada. Stephen la miró, preocupado: —¿No lo hago bien? —Estás haciendo un buen trabajo. Eres perfecto. El muchacho estaba radiante. Alec abrió un ojo y la miró. Joy no creía que una persona pudiese tener el ceño fruncido con un sólo ojo abierto. Rió aún más fuerte. —No tienes los ojos cerrados —dijo Stephen a su hermano. Alec los cerró y el muchacho fue a sentarse en el banco al lado de Joy —Ojalá hubiera conocido antes la magia del árbol. Muchas veces cuando de pequeño me sentía mal, como cuando la señora Watley me ha reprendido —dijo con la cabeza baja. Joy miró a su marido cerca del olmo. Sabía que Stephen estaba herido desde siempre, y se dio cuenta que Alec se sentía culpable por su hermano. Habría querido hacer desaparecer con un hechizo el sufrimiento y la desilusión de ambos. Permanecieron por largo tiempo en silencio, perdidos en sus pensamientos, luego Stephen se levantó, inspeccionó el tronco y dijo: —¿Dónde se fueron las hormigas? —¿Cuáles hormigas? —preguntó Alec, y deprisa se separó del árbol, sacudiendo las mangas con la mano. Sospechoso, se acercó a Joy: —Sí, dinos dónde se han ido. Stephen se rascó la cabeza y caminó lentamente alrededor del árbol. Cuando estaba al lado opuesto, Alec se inclinó hacia su mujer y Joy se dio cuenta que había sido atrapada en falta. —Conozco esa mirada, Scottish. ¿Qué has hecho con las hormigas? Ella deprisa admitió: —Las he mandado al equipaje de la señora Watley y alguna sobre su espalda. Junto a arañas, escarabajos y mosquitos. Todos negros. Él miró el carro que comenzaba a bajar por la avenida, se dio la vuelta y rió. El rostro de Stephen se iluminó como si le hubieran dado una sorpresa agradable. —¡Las focas! —dijo, mirando de derecha a izquierda. —He oído a las focas. Joy se cubrió la sonrisa con la mano. Pero cuando miró a Alec, que había cerrado la boca, se dio cuenta que no la había escondido muy bien. —Creo que lo que has oído es la carcajada de Alec. Es más rara que las focas en este tiempo. Los dos hermanos se miraron. Alec tenía la boca cerrada, pero Stephen se acercó a él, casi rozándole la nariz, y lo escrutó como si estuviese convencido que escondía algunas focas. Rió. —¡Eras tú! —exclamó. Sus ojos pasaron de Alec a Joy y otra vez a Alec. Ella le tocó el brazo. —Debes perdonarlo. Es un poco gruñón, pero con la práctica mejorará. Alec se irguió en toda su estatura y preguntó con afectación: —¿Qué es lo que no está bien en mi modo de reír? Joy y Stephen intercambiaron miradas, Joy contestó con cara de inocente: —Nada. —Alec, de nuevo tienes la cara torcida. Necesitas al árbol. Ven. —El muchacho empujó a su hermano hacia el árbol. Joy rió.

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SAGAS Y SERIES —Casi siempre es así. Su marido se tensó. —¿Qué quieres decir? —Que siempre estás enfurruñado, y nunca ríes. Se le acercó. Su rostro no expresaba un mínimo de alegría. Parecía un lobo con las mandíbulas apretadas. Lentamente ella le dobló hacia arriba las comisuras de los labios con los dedos. —¿Qué estás haciendo? —Experimento —Inclinó la cabeza y lo observó de un lado a otro. Alec estaba dudoso, y tal vez por eso la dejaba hacer. Hasta que un curioso Stephen se acercó a mirarlos. Incapaz de resistir, Joy bajó las comisuras de la boca de su marido. —¿Qué dices? —preguntó a Stephen. El muchacho acercó el rostro al de Alec y después de una larga pausa dijo: —Mi rostro no es bello como el suyo, pero creo ser el hermano con la sonrisa más simpática. —Después de un segundo su dulce risa se mezcló a la alegre de Scottish y a aquella áspera y olvidada durante demasiado tiempo, de Alec. A Belmore Park había llegado la risa. —¡Alec! —Joy tropezó y creyó que estaba a punto de caer. El brazo del marido la agarró por la cintura. —Te he agarrado. Contenta, ella se aprovechó de la posición para hacer resbalar lentamente las manos sobre su pecho y sus hombros. —Si quieres que lleve esta venda en los ojos, es mejor que vayas más despacio o que me lleves en brazos. —En tal caso… Un segundo después estaba en sus brazos. Como siempre le apoyó la cabeza en el hombro y respiró su perfume. —¡Oh, Dios mío! Sabes sostenerme tan bien. —Ya me lo han dicho. —¿Dónde vamos? —Sorpresa…. —Ya me lo has dicho. No quiero aburrirte, pero…. Él la interrumpió: —Créeme, Scottish, desde que te encontré en mi camino nunca me he sentido aburrido. —Pero yo todavía tengo curiosidad. Podría hacértelo decir con un hechizo. —Y yo podría hacerte caer por las escaleras. —Si me dejas caer yo puedo ponerme a salvo con la magia. Él farfulló algo y después prosiguió: —A propósito de tus magias, si se te viniera a la mente hacerme levitar otra vez… —¡Oh! ¿Aún no te he pedido perdón por la última noche en Londres? —No. Pero tampoco yo… —Joy entendió que pasaban por una puerta y sintió la brisa de la noche en la piel. —Hasta este momento —concluyó Alec, luego la puso con los pies en tierra y le retiró la corbata que había usado para vendarle los ojos. Joy se quedó sin aliento. —¡Oh, bondad divina!

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SAGAS Y SERIES Capítulo 27

Sobre los oscuros techos de Belmore Park, las luces fulgurantes de centenares de candelabros brillaban como una cascada de polvo dorado. Cerca de las estatuas, las antorchas otorgaban un resplandor ambarino al ángel, al unicornio y al caballero que se recortaban contra el cielo como guardianes dorados. Jarrones altos hasta la cintura, llenos de flores del invernadero, bordeaban un sendero que conducía al majestuoso comedor con el tejado de cúpula. Las puertas abiertas daban la bienvenida a los huéspedes. En el cielo, la luna llena relucía en su luminiscencia perlada. Ni el sueño, ni el deseo, ni la fantasía más elaborada podían competir con aquella visión. —Oh, Alec… —murmuró Joy con un estupor encantado. Él la miró, lo que la sorprendió. Parecía ansioso, como si no estuviera seguro de la reacción de ella. Joy le tocó la mano y sonrió. —Gracias. Alec hizo un breve suspiro de alivio y le tomó la mano. —Ven. Caminaron a través del comedor, envueltos en la cálida luminosidad de las velas y rodeados por el dulce perfume de violetas, jacintos y malvarrosas. Ella miró la mano oscura que estrechaba la suya, al mismo tiempo casual y posesivo, y sintió que entre ambos se había producido un cambio, que existía algo más profundo que el deseo de Alec o del amor de ella, un misterio más grande y atemporal que la simple unión existente entre un hombre y una mujer. Como en un sueño, Joy caminó al lado de su marido. Él la tomó de la cintura y la guió en la gran sala. Joy murmuró su nombre y por toda respuesta Alec la tomó de los hombros y le hizo dar un medio giro, de modo que ella se encontró frente a una pequeña mesa preparada para dos con los cristales, las porcelanas ribeteadas de oro y la platería de los Belmore alrededor de un florero de rosas rosadas. Joy puso los brazos alrededor de su amado y apoyó la cabeza en aquel lugar especial sobre su hombro. —Es el regalo más bello que yo jamás haya recibido —murmuró y sintió el pecho de él dilatarse. —Esto no se puede comparar con lo que tú le has dado a Stephen. Y a mí. Gracias, Scottish. —Alec bajó la cabeza y le cubrió los labios con los propios. Su gemido de puro placer masculino le suscitó sensaciones deliciosas. Le hundió las manos en los cabellos, le rozó la boca con la lengua y profundizó el beso, recordándole así, que el mundo estaba en sus brazos. Joy se colocó entre sus piernas abiertas y movió ligeramente el pecho contra el de él, que respondió presionándole los glúteos para atraerla hacia sí. Ella gimió de deseo, un deseo tan fuerte que disolvió en la nada todo lo que la rodeaba. Alec le rozó la oreja con la boca y murmuró su nombre, con un tono que era de plegaria y de ruego juntos; parecía encontrar placer en tocarla, como ella en su sabor, en su lengua y en sus manos, que la atraían irremediablemente hacia su cuerpo. En un momento, Alec se separó e indicó con un gesto a la mesa cuadrada con bandejas y calientaplatos de plata. —La cena se enfría.

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SAGAS Y SERIES Los dedos de Joy maniobraban con los botoncitos de su camisa hasta que los abrió todos. —No ahora. Bésame, Alec, te lo ruego, no quiero otra cosa. —Le acarició el pecho, pero él le aferró las muñecas. —Espera —dijo y fue a cerrar la puerta con el cerrojo, luego se le acercó de nuevo, le puso una mano alrededor de los hombros y ordenó: —Date la vuelta. Joy obedeció. Alec le acarició el cuello tiernamente, luego le abrió el cierre del vestido, interrumpiéndose para besarle la suave piel, hasta que el liviano tejido de la camisa le bloqueó los labios. Sin dejar de tocarle el cuello con la boca, le deslizó el vestido dejándolo caer sobre el piso; después, la hizo girar sobre sí misma y se arrodilló delante de ella. Le deslizó lentamente las medias, lamiéndole al mismo tiempo los muslos a través del tejido de la camisa. Joy le tomó la cabeza entre sus manos y levantó sus ojos y se sobresaltó cuando sintió su boca en su intimidad. Él se dio cuenta y levantó los ojos encendidos por el deseo. Joy era consciente de tener la lujuria pintada en la cara, pero no le importó. El deseo era más fuerte que el miedo y el orgullo. Lentamente, Alec se levantó, le retiró las horquillas del pelo, su melena descendió inmediatamente más allá de los muslos; permaneció inmóvil como si le bastase con sólo mirarla. Alec le había encendido el orgullo de su propia femineidad, y la conciencia de su poder de mujer, cosa que ignoraba. Ansiaba ser tocada. Desató la cinta de su camisa y dejó caer a tierra la prenda. Permaneció desnuda delante de él. —Te lo ruego —murmuró, y Alec reaccionó a su ruego ronco sacándose la camisa y tirándola a un lado. La tomó en brazos y la recostó en un diván. Ella abrió los ojos y por un momento sólo vio la luna y el cielo, luego sintió sus labios trazarle la línea de la pantorrilla y subir recorriendo el interior del muslo. Sintió sus manos deslizarse por sus rodillas y fluir hacia arriba, hasta hacerle levantar las piernas abiertas y apoyarlas en sus hombros. Hecho esto, le cogió las nalgas. Le acarició suavemente sobre la parte más íntima; un beso en el mismo lugar le eliminó la capacidad de pensar. Joy gritó su nombre, a cada pincelada de su lengua, gemía y movía la cabeza, abandonándose a sus caricias. Él la llevó cada vez más alto, a un lugar conocido sólo por los enamorados. Alec se detuvo, y también la respiración de Joy. —Ven hacia mi boca, Scottish. Quiero saborear el placer que te provoco. Cegada por las lágrimas de pasión, Joy vivía sólo para este momento, por la sensación íntima de sus labios, sabiendo que habría muerto si él se hubiese detenido. En el momento que sintió su lengua dentro de ella, el placer fue tan intenso que hizo temblar sus piernas. Una lluvia de rosas acompañó el sordo gemido de Alec y la cubrió completamente. La fragancia del sexo satisfecho unida a la de las rosas envolvió a Joy hasta que el temblor disminuyó y luego cesó. Él la besaba todavía, pero levemente. Luego le bajó las caderas y, delicadamente, le retiró las piernas de sus hombros. Abriendo los ojos, Joy vio a Alec soplar de su cuerpo los pétalos, del vientre al pecho. Luego él le tomó la punta de un seno entre los labios: ella le hundió las manos en el cabello de plata y lo atrajo hacia sí. Alec se retrajo un poco, tomó un puñado de pétalos y los frotó sobre los labios de ella y en los propios. Cuando sus bocas se encontraron, Joy advirtió el sabor de musgo y rosas. Sintió que Alec quería penetrarla y le dio la bienvenida levantando las rodillas. Él entró, se retrajo, se impulsó dentro con fuerza y ella se sobresaltó con un gemido.

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SAGAS Y SERIES —Tu pequeño gemido me hace sentirme bien. —Alec se detuvo un poco para saborear el momento mágico y le rozó la boca. —Dime qué sientes. Ella murmuró: —Te siento sólo a ti. Mi Alec. —Sus palabras encendieron en él la sed de posesión. La estrechó hacia sí y rodaron juntos. Le hundió las manos en el cabello. Luego, desde atrás, le levantó las piernas de modo que le aprisionaran las caderas y la masajeó en los pliegues más íntimos. Mientras con una mano continuaba el delicioso tormento, con la otra le sostenía la cabeza y la besaba. Girando las caderas, su sexo tocó el núcleo más profundo de la esencia de ella una, dos veces; lentamente continuó el movimiento hasta que su propio cuerpo se unió en espléndido éxtasis con el de ella. Los segundos se volvieron minutos, y éstos se tornaron eternos en una unión larga y lenta. Los corazones latían al unísono. Entre ellos, las gotas de rocío de la epidermis, dentro de ella su húmeda viscosidad, el vuelo, el esplendor de la felicidad, las ondas de satisfacción cada vez más frecuentes, al mismo ritmo de las caderas de él. Joy gritó fuerte, Alec pronunció su nombre innumerables veces, sin dejar nunca de cogerla y de darse. Le murmuró al oído: —Es maravilloso Scottish. —Joy permaneció por un momento sin aliento por la alegría y después se vio arrollada por una corriente de placer. Cayó el primero de una nueva ducha de pétalos. Ella gritó el nombre de su amado, como una última débil imploración, antes de ser arrastrada hacia el huracán del extremo éxtasis.

—Todavía tengo hambre. Alec observó a su esposa que, dejando el diván, se acercó a la mesa pasando sobre una espesa alfombra de pétalos de rosa; llevaba puesta la camisa de él. Los cabellos espolvoreados de rosas le caían hasta detrás de las rodillas. La vio llenar el plato, por segunda vez aquella noche, y volver hacia él. La camisa le llegaba a los pies pero cubría poco, ya que no había logrado encontrar los botones, y a cada paso que daba se abría a la altura de sus muslos. Pero la imagen que se le grabó en la mente y alimentó su orgullo fue la expresión de delicia, de pura alegría y amor ingenuo que manaba de sus ojos. Joy volvió a la cama, tomó un muslo de pollo del plato, desprendió un bocado y lo masticó como si fuera manjar de los dioses. —Dale un mordisco —le dijo, poniéndole el muslo debajo de la nariz. Él le miró el seno. —Prefiero la pechuga. Joy dejó a un lado el plato. —Oh, Alec, después de todo, tú también tienes un poco de humor. —Pero antes que el marido pudiese responder, trató de cerrar la camisa con las manos. —No logro imaginar dónde se habrán metido los botones. Es extraño que haya encontrado sólo uno. ¿Cuántos eran? —Ocho —Alec se le acercó, le puso una mano alrededor de la cintura, la atrajo arriba de él y le cogió entre los labios un pezón.

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SAGAS Y SERIES —Mmm… no está para nada frío. —Y pasó al otro para confrontar la temperatura. Ella lo envolvió en su carcajada y en sus brazos. Poco después Alec abrió la mano más allá del borde de la cama y siete botones cayeron al suelo.

En poquísimo tiempo Belmore se transformó en un manantial de vida, como si un calor mágico y la vitalidad de las risas lo hubieran despertado de un sortilegio maligno. Siempre había un canto, una melodía del Caribe o un estribillo escocés que hacía repiquetear los pies a los sirvientes y oscilar las cabezas y las faldas. Forbes tenía la tarea de supervisar la platería, y canturreaba a boca cerrada, siempre fuera de ritmo, completamente desafinado. La piel de Belze estaba asumiendo el color rojizo de la primavera. Los cabellos de Henson habían crecido. La trenza de Hungan John se había acortado. Tres gatos en el establo eran calvos. Pero la señal de mayor cambio, había sorprendido también a la servidumbre. Una mañana habían visto a Su Gracia recorrer el corredor silbando y cada tanto se detenía delante de un doméstico para preguntarle su nombre. Tal diversidad de comportamiento había causado muchos chismes por varios días. Alguno había llegado a pensar que el Duque hubiese caído golpeándose la cabeza durante una de sus cabalgadas. La opinión general era que toda aquella sangre azul hacía a los aristócratas tipos extravagantes e incomprensibles. Arrodillada al lado de Stephen, Joy levantó los ojos del parterre. —¡Oh, Alec, finalmente estás aquí! ¡Ven a ver!. —Lo miró acercarse. Cada vez que lo veía le latía fuerte el corazón, como la primera vez. El Duque era siempre el mismo, con su orgullo, un matiz de arrogancia que era parte de su naturaleza y el aura de autoridad. Pero ahora su rostro revelaba el placer de verla y cuando, como en aquel momento, la miraba desde arriba, notaba lo que había visto el primer día que lo había encontrado, la parte de él que necesitaba de los otros, pero que nunca habría admitido. La frialdad y el desapego que siempre había adoptado para mantener lejos a las personas. Este era su Alec. Le sonrió. —Stephen está tratando de entender qué cosa es esto. ¿Tú lo sabes? —Nunca me he interesado mucho por los jardines. Joy le puso debajo de la nariz un ramito. —Esto, huele aquí. Él obedeció. —Ahora bien, ¿No reconoces el aroma? —preguntó ella, impaciente. —Me recuerda al cordero asado. Joy rió. —Efectivamente, se usa para el cordero asado. Es romero. El romero significa recuerdo. ¡Oh, pero miren! No había notado estos. —Los dos hombres siguieron con la mirada el dedo de Joy, que apuntaba un manojo de flores blancas y azules. —¡Pervincas! —exclamó e hizo muchos ¡ah! y ¡oh! sobre las primeras flores que habían brotado en el jardín. —Vengan a ver. Pervinca significa amistad reciente. Stephen cogió un ramito de pervincas y lo repartió entre Joy y Alec diciendo:

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SAGAS Y SERIES —Mis amigos. —Joy le dio un pequeño beso en la mejilla áspera y le ofreció algunas pervincas blancas, diciendo: —La pervincas blancas significan recuerdos agradables. Stephen las cogió y ella le ofreció algunas también a Alec. Él las aceptó y miró a su mujer a los ojos, diciendo: —Las únicas flores que me recuerdan momentos agradables son las rosas rosa. —Se inclinó hacia ella y la besó en la boca. —Berenjenas —murmuró Stephen.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 28

La música de una banda de flautas resonó en el aire primaveral sobre los prados de la villa. Niñas de largos cabellos trenzados con prímulas y muchachitos con sombreros de papel de colores vivos reían sobre los hombros de sus padres, ansiosos de ver el desfile de la fiesta. Los adultos, disfrazados de ladrones, caballos y dragones, bailaban al ritmo de una música de tambores de lata, violines y flautas, delante de ocho bueyes que, adornados con guirnaldas, arrastraban el palo de la fiesta de Mayo. Provenía del árbol de abedul más alto y derecho, al cual le habían despojado de sus ramas y había sido pintado de blanco; en ese momento estaba avanzando hacia el centro del prado. —Digo, de veras que es alto —observó Neil Seymour, levantando el monóculo que tenía colgado al cuello junto con su talismán contra la fiebre y un amuleto vudú de plumas que le fue regalado por Hungan John. Richard murmuró algo y se apoyó en el respaldo del landó16. —¿Quieres mi monóculo? —le preguntó a su amigo. —Debe ser difícil ver con un ojo solo. Richard lo miró hosco con el ojo normal y con el que tenía amoratado, y Neil continuó: —Cuéntale a Joy y a Alec cómo sucedió y porqué tienes el ojo del color del arco iris. —Sucedió lo que te sucederá a ti. Sólo que el tuyo no será por casualidad. —Dicho esto, Richard asumió una postura incómoda que denotaba rabia y vergüenza. —Dicen que la muchacha te golpeó con una pelota de cricket. Downe apretó la mandíbula y Joy sintió pena por él. Era un hombre tan orgulloso como Alec. Pero se escondía del mundo detrás de una máscara de rabia y cinismo. Desde que Alec le había contado cómo sus dos amigos estuvieron siempre cerca de él, aún cuando éste los rechazaba, Joy había comenzado a sentir simpatía por el conde. Además, ambos siempre eran muy amables con Stephen. Joy por lo tanto disimuló una carcajada y Alec no dijo nada, pero Stephen no conocía el tacto. —El conde parece un tejón —observó. —Creo que tienes razón, Stephen —rió Neil, mirando complacido a su amigo. Richard le dio una mirada amenazadora: —En tres segundos te harán falta todos los talismanes, Seymour. Joy indicó el prado. —Miren, han levantado el tronco. —Poco después, desde la cima del palo adornada con un ramo de rododendros, flameaban cintas verdes, azules, rojas y amarillas. Al fondo de las cintas colgaban pelotas de plata y estrellas de oro. Alrededor del tronco se entrelazaban ramos de hiedra y espino blanco, violetas y prímulas amarillas. —Pronto comenzarán las carreras. Mejor nos vamos. —Alec bajó del carruaje y ayudó a su esposa. Joy lo tomó del brazo y todos se encaminaron hacia la avenida. —Casi me parece estar en casa. Pero añoro los fuegos. —Creo que tuvimos bastantes fuegos anoche. —Ella le dio un golpecito con el codo. —¿Qué fuegos? —preguntó Stephen, que caminaba delante de ellos y retrocedió. —Hemos tenido un problema con la chimenea de la salita. Pero no era nada grave. — mintió Joy y cambió de tema. —Esas guirnaldas sobre las puertas de las casas son muy bellas —dijo y Alec rió.

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Coche de 4 ruedas, tirado por caballos, con capotas delantera y trasera para poder usarlo también descubierto.

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SAGAS Y SERIES Stephen explicó a los amigos que ese sonido no eran focas que estaban por ahí, aunque alguno podía creer haber oído una. —Explica a Joy para qué sirven las guirnaldas en las puertas, Seymour. —Mantienen lejos a las brujas —contestó Neil. Alec murmuró: —Tal vez debería haberme puesto una guirnalda en la cabeza esa noche en el camino al norte. —¿Qué prefieres, sapos o furúnculos? De pronto el sonido de un tambor interrumpió el diálogo. —Comienza la carrera y yo debo designar al vencedor —dijo Alec. —Lo sé. Ve, nosotros estaremos muy bien —Joy lo siguió con la mirada hasta que lo vio desaparecer entre el gentío y se quedó con Stephen, a un lado, mirando a los niños que saltaban y corrían alrededor el tronco. Luego, bebiendo una limonada, se detuvieron a admirar a los adultos que bailaban. Cuando Stephen, fue a las carreras con Neil y Richard, Joy permaneció sola merodeando por la villa. Después de casi media hora, mientras picoteaba una tartaleta de peras, volvió Alec, que la tomó de la cintura y después de comerse toda la tartaleta que quedaba le preguntó dónde estaba su hermano. —Fue con Neil y Richard a las carreras. Alec miró hacia la muchedumbre. —Las carreras de caballos han terminado y luego comenzarán las de los carros. Vamos a buscarlos. Se abrieron camino entre los aldeanos disfrazados para la ocasión; encontraron a Robin Hood y su banda que robaban a los asistentes y a la noche devolvían el botín por unos pocos peniques en una fingida subasta. Debajo de la pérgola de la Casa de Mayo, un pequeño grupo de músicos tocaba una alegre melodía y Joy movía la cabeza al ritmo, mientras trataba de ubicar la chaqueta verde de Stephen y su sombrero ancho. De repente, oyeron un estallido de risas. Provenía de un grupo de hombres que estaban de pie, alrededor de un barril de cerveza. Joy se levantó en la punta de los pies, tratando de ver el espectáculo, apoyándose en Alec. De pronto lo sintió tensarse, lo miró y notó que tenía la misma expresión que cuando había despedido a la señora Watley. —Yo hago bien mi trabajo. Soy un verdadero Joe Miller. Con una angustia en el corazón, Joy se introdujo entre los hombres que se reían. Stephen estaba al medio del grupo, con la escoba en la mano, y barría con orgullo la acera de piedra. Lentamente las carcajadas cesaron. Los hombres no miraban más a Stephen sino al Duque de Belmore. Su rostro no dejaba dudas sobre el nivel de su rabia. Richard le puso una mano en el brazo. —Hemos tratado de detenerlo, Belmore, pero él continuaba diciendo que quería ser su amigo. No me ha querido dejar la escoba. He tratado. —Alec no contestó, permaneció inmóvil mientras el pequeño grupo disminuía. Joy se acercó a Stephen. —Ven, ahora debemos irnos. —Pero son mis amigos. Les estaba mostrando mi trabajo. —Lo sé, pero es hora de irnos. Desilusionado, con la cabeza baja, Stephen se dejó conducir hacia el camino donde se desarrollaba la carrera de los carros.

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SAGAS Y SERIES Miró a Alec, algunos pasos por detrás de ellos, que escuchaba rígido algo que le estaba diciendo Richard. —¿Tienes hambre? —preguntó al muchacho. Él negó con la cabeza y se inclinó a jugar con un pequeño perro, a pocos pasos de ella. Alec aceleró el paso para alcanzarla. Su rostro era una máscara de hielo, que ella conocía bien, pero que hacía mucho tiempo que ya no veía. Le tomó la mano. —Alec. —¿Dónde está Stephen? —Detrás de mí. —Se dio vuelta pero el muchacho no estaba. —Estaba jugando con un perrito. —Ahora no está —dijo bruscamente el Duque. Lo buscaron entre el gentío, yendo y viniendo. En vano. Se oyó un disparo que indicaba el comienzo de la carrera de los carros. El terreno retumbaba debajo de ellos por el fragor de los cascos. Oyeron un grito. Corrieron en aquella dirección. La gente gritaba y se lamentaba. Joy y Alec se unieron a la riada de personas. Una niña de alrededor de cuatro años se encontraba en el medio del camino y se había detenido a recoger una cinta con una pelota de plata. Se oyó un grito. El tronar de los cascos. El ruido de las ruedas de un carro. La gente de la parte opuesta del camino se abrió. Stephen estaba con ellos y miraba el camino. Una mujer lanzó un grito terrorífico y desesperado, como si le hubiesen arrancado el corazón. Gritó un nombre. La niña levantó los ojos. Un carro venía hacia ella. Se vio un relámpago verde; se oyó otro grito, de niña. Luego, un gemido sordo y el ruido del carro pasando sobre carne humana. Finalmente se escuchó el llanto de la niña asustada. La pequeña yacía a orillas del camino, incólume, apretando en la mano un gran sombrero. En el camino, el polvo levantado por el carro permaneció un poco suspendido en el aire, hasta que se posó como un sudario en el cuerpo enroscado de Stephen Castlemaine.

—¿Hay algo que podamos hacer? —preguntó Richard a Joy. Ella sacudió la cabeza. —No. Stephen ha perdido de nuevo la conciencia cuando ha llegado el doctor. —Miró a Richard. Su rostro decía lo que no podía expresar con palabras, es decir, que considerando las heridas de Stephen, era mejor así. —Gracias por haber traído inmediatamente al doctor. El hombre asintió. Se sentía tan impotente como ella. Joy no podía sacarse de la cabeza los lamentos de dolor de Stephen y su voz afligida que preguntaba si la niña se había salvado. Parecía haberse relajado al saber que se encontraba bien. Un grito masculino resonó en el aire. Provenía del piso arriba del estudio. Consternada, Joy miró hacia arriba. Neil y Richard saltaron en pie mirando también el techo. Stephen lanzó otro grito, el gemido de un agonizante, y Joy sintió sus ojos llenos y la garganta apretada por las lágrimas, hasta que no logró más contenerlas. Se las secó y dijo: —Necesito tomar aire. Richard hizo un gesto de aprobación. Neil la miró preocupado, luego se le acercó y le puso en la mano todos sus talismanes. Ella lo miró. El hombre que siempre tenía algo que decir, no dijo nada, le dio la espalda y volvió donde el conde.

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SAGAS Y SERIES Joy salió y pocos minutos después abrazaba el olmo, estrechamente, como así de estrechamente apretaba los amuletos de Neil. Cuando abrió los ojos vio un hombre alto, detrás de la ventana de la casa que miraba el jardín. El hombre permaneció inmóvil un instante, luego cerro la cortina. Joy volvió al estudio. —¿No se sabe nada? —preguntó a los dos amigos. —Nada —contestó Richard y en ese momento oyeron una puerta cerrarse en el piso de arriba, luego voces y el doctor salió. Unos pasos se acercaron y entró Alec, la cara impasible e incolora. No dijo nada, no miró a nadie. Joy dio un paso hacia él. —¿Stephen? —Está vivo. Pero no se puede hacer nada por él. El médico dice que probablemente no llegará a mañana. Sólo se escuchaba el tic tac del reloj. Finalmente, Richard dijo: —¿Puedo hacer algo por ti? Alec sacudió la cabeza, después dijo a su esposa: —Ven conmigo. Ella lo siguió en silencio a través de la escalera. Alec abrió la puerta de la recámara de Stephen y ella entró. Las cortinas estaban cerradas y la habitación estaba oscura y húmeda, iluminada sólo por algunas velas. Por primera vez en su vida, ella percibió y olió la muerte. Un escalofrío la recorrió entera. Al lado del lecho estaba sentada una camarera. —Déjanos solos —le dijo Alec. La muchacha desapareció y él se acercó a la cama y miró a su hermano. —Estaba molesto. Ella lo miró, sin entender. —En la feria, cuando lo vi barrer con esa escoba en la mano mientras decía que era un verdadero Joe Miller, he sentido vergüenza. Y ahora míralo. Dios… La respiración de Stephen era irregular y esforzada. Su cara roja por las contusiones. Tenía heridas sanguinolentas en la frente y en la mejilla. También los labios estaban edematosos, con algunos cortes. En una oreja le habían puesto unos puntos. Giró la cabeza y gimió. Joy no podía decir ni hacer nada. Se sentía impotente, pero imaginaba cómo se sentía Alec. Estaba tenso. Le tomó una mano y el marido dijo: —Hazlo mejorar. Hazlo mejorar con tu magia. —No puedo. —Debes hacerlo. Haz algo. —Estaba desesperado. —Te lo he dicho. La magia no puede… —¡Por el amor de Dios, está muriendo! Stephen gimió, se dio la vuelta, se lamentó otra vez y comenzó a agitarse y patalear. Ambos trataron de calmarlo con palabras. Finalmente se detuvo pero se puso a llorar y lamentarse por el dolor. Alec tenía el rostro de un hombre traicionado. —Duele… mucho… ayúdenme. —gimió Stephen, luego perdió la conciencia. Joy tenía el rostro mojado de lágrimas y le temblaban las manos. Alec se dejó caer en un sillón y pasó las manos sobre la cara demudada por el dolor. Apretó los brazos del sillón hasta tener blancos los nudillos. —Entonces líbralo de este tormento. Joy se sintió morir; tenía la cara descompuesta por el horror y por la compasión por lo que él le había pedido. Con calma murmuró: —Tampoco puedo hacer eso.

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SAGAS Y SERIES Alec miró a su hermano, las manos abandonadas. Soltó una carcajada amarga, sin humor. —Pensar que fui tan estúpido en creer en tus poderes mágicos. ¿Para qué sirven? Ella se acercó y le puso las manos en los hombros. Alec cerró los ojos. —Vete. —Alec… —He dicho que te vayas. —Te lo ruego, déjame estar contigo. —Vete. —No dijo nada más y miró la cama. Ella trató de decir algo, una frase que pudiese quebrar el muro de hielo que su marido había levantado a su alrededor. Alec se dio la vuelta y en su mirada había una cólera tan ardiente que ella sintió el calor. —¡Maldición, estúpida mujer! ¿No entiendes que quiero estar solo? Vete… vete. Déjanos solos. No te necesito. Joy se sintió envuelta en un vacío oscuro y frío que la estrechaba fuerte y le hacía faltar el aliento. Retrocedió lentamente, hasta que se encontró contra la puerta. Miró el perfil de su marido, duro como aquel de una estatua de mármol, y salió. Sin darse cuenta bajó de carrera, llorando. Alguien la llamó, pero ella continuó corriendo, chocó con algo que cayó ruidosamente a tierra, siguió hasta la entrada. Abrió la puerta y en ese momento el cielo se abrió y la lluvia estalló. Continuó corriendo rápidamente, cada vez más fuerte. Atravesó la hierba mojada, subió la colina, bajó a la alameda llena de guijarros. Llegó al camino, el viento soplaba y le sacó las horquillas; la lluvia estaba aumentando. El peso de los cabellos que descendían por la espalda en mechones mojados y el viento, casi la hizo detenerse. El lodo hacía difícil correr, pero estaba arrasada por emociones tan fuertes que nada podía detenerla. Le pareció oír su propio nombre y se dio la vuelta, luego tropezó y cayó. Permaneció en tierra, la cabeza sobre los brazos, sacudida por los sollozos, golpeada por el viento y por la lluvia. Oyó un silbido. Levantó la mirada y vio a Belze, mojado, empapado, que la miraba a los ojos oscuros llenos de compasión. —¡Oh, Belze! —Lo abrazó y él le apoyó el hociquito en el cuello. —No puedo ayudar a Stephen. Alec tiene razón. ¿De qué sirve la magia si no puedo hacer nada por ellos? Haría cualquier cosa, cualquier cosa… por favor... por favor… La lluvia y el viento cesaron. Una nube dorada zigzagueó en el cielo y se detuvo un segundo por encima de ella, luego bajó a pocos pasos. —Tía MacLean —murmuró Joy secándose los ojos con el dorso de la mano. La tía se materializó con un aura de oro brillante y permaneció de pie en toda su majestuosa belleza. Miró a Joy y sus ojos se dulcificaron de compasión. Un minuto después se arrodilló al lado de su sobrina y le tendió los brazos. —¡Joyous! Joy la estrechó fuertemente, llorando. —No puedo ayudar a Stephen —sollozó. —Lo sé, pequeña. —La tía la miraba fijo con sus sabios ojos grises. —Creía que Alec me necesitaba. —Si hay un hombre que necesita de la magia éste es Alec Castlemaine. —¿Pero de qué sirve? No puedo salvar Stephen. He fallado de nuevo —dijo Joy con el rostro sobre el hombro de la tía. La maga le acarició la espalda mojada. —Tú no has fallado. Es Alec quien te ha fallado a tí.

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SAGAS Y SERIES —Él comenzaba a entender. Sólo necesita de más tiempo. La tía sacudió la cabeza. —Pero quien sufre es Stephen. Ha sufrido más de lo que debería sufrir un hombre. Y no puedo ayudarlo. —Yo puedo salvarlo. Joy se iluminó de alegría. —¡Oh, gracias, gracias! —dijo abrazando a la mujer. —Pero tú debes irte, Joyous. Joy se separó de ella con el ceño fruncido. —¿Cómo? —Debes irte. No puedes permanecer con ellos. —Pero yo lo amo… Los quiero a los dos. La tía no dijo nada. —¿Por qué? ¿Por qué debo irme? —Porque Alec no entiende. No ha aprendido el valor del amor. —Te lo ruego… No ahora que sufre tanto. Es una crueldad. Yo lo amo. Te lo ruego… La maga sacudió la cabeza. —No entiende el amor. No puedo darte a él —dijo mirando Belmore Park. —Tienes que escoger, Joyous. Siempre estrechando a Belze contra sí, Joy se volvió una vez más hacia su casa. Un relámpago iluminó por un segundo las estatuas del tejado. Las velas temblaron en algunas ventanas. Con los ojos de la mente vio a Stephen, dulce, inocente, que estaba muriendo. Y vio Alec, duro e inflexible, que estaba llegando a ser poco más que una estatua de mármol, una cáscara de hombre; la vida que había encontrado por un breve momento se había esfumado. Ido. Joy se arrodilló en el lodo, llorando un río de lágrimas. Cerró los ojos y los sintió ardientes. Se mordió el labio, respiró fuerte y levantó los párpados, luego miró Belmore Park y dijo: —Salva a Stephen. La casa estaba sumida en la oscuridad, sólo una silueta negra en la lejanía. El viento recomenzó, la lluvia estalló más fuerte que antes sobre el camino lodoso. —Alec. Mi Alec. —dijo en un ronco murmullo. Y en un soplo de humo dorado, Joy desapareció.

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Capítulo 29

LA MAGIA Pobre naturaleza humana Así dotada de nervios y angustia Así espléndidamente hecha por pena y dolor Y solamente, modestamente dotada para la alegría. George Du Maurier

En la recámara de Stephen un ruido de cascos rompió el silencio. Alec lo ignoró. Resonó otra vez. Él levantó los ojos sin ver nada. —¡Belmore, abre la puerta! —gritó alguien y se oyó golpear. Alec se levantó, abrió y no dijo nada. Downe estaba delante de él, los cabellos descompuestos por el viento y la ropa mojada. —Tu mujer corrió afuera bajo el temporal. He tratado de seguirla, pero la he perdido. ¿Qué diablos ha sucedido? Alec sacudió la cabeza y miró el lecho donde yacía Stephen. Fue invadido por una sensación de culpa tan fuerte que le restó la capacidad de pensar. —¿Maldición, Belmore, quieres perder a ambos? Alec no lograba moverse. Downe lo aferró por la chaqueta y lo hizo girar sobre sí mismo. —¡Belmore! Alec lo oyó, sintió sus manos pero no hizo nada. Downe lo sacudió. Nada. —¡Ah, diablos! —El conde lo golpeó en la mandíbula con un puño. El dolor fue inmediato y le pasó de los dientes al cuello. Alec se tambaleó hacia atrás, la mano en la mejilla, luego sacudió la cabeza y aturdido pero consciente miró al amigo. —Condenado estúpido idiota, tu mujer se ha ido. —¿Ido? —Sí, se ha ido. —Caray. —Alec tiró del cordón de la campanilla. Dos segundos después entró Henson. —Haz ensillar tres caballos. Después, quédate con mi hermano. —Henson salió. —A veces sabes ser un testarudo asno, Belmore. Tú la has empujado a abandonarte. Él no contestó, pero sabía que era verdad. Henson volvió casi inmediatamente y le ahorró la obligación de contestar. Él y Downe bajaron la escalera a la carrera y salieron de la casa. Seymour los esperaba. La lluvia caía en estruendos. Alec se detuvo en los peldaños, desorientado, luego vio los caballos, montó su semental y permaneció un momento mirando el cielo negro. Cuando Scottish lloraba, descendía la lluvia. Alec siguió a Downe, que después de poco se volvió y gritó: —La perdí de vista allá arriba —e indicó la colina delante de ellos. Se dividieron y se fueron en direcciones distintas peinando la zona. Alec con las manos en embudo, gritó: —¡Scottish! —La única respuesta que recibió fue el ulular del viento. Continuó buscando.

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SAGAS Y SERIES —¡Allá arriba! —le gritó Seymour. Alec forzó a su caballo en un largo salto y vio a sus dos amigos en la cima de la segunda colina. Los alcanzó y desmontó. Seymour estaba inclinado y Alec pasó a su lado, avanzando algunos pasos. Scottish, no estaba. No había nada. Se dio vuelta. Seymour le mostró en la palma enlodada una pata de conejo, un diente de marfil y un amuleto de plumas. —¿Me has hecho venir hasta acá para mostrarme esos condenados amuletos? —gritó Alec y se arrojó contra el amigo. Downe lo detuvo. —Se los había dado a Joy antes que se fuera. Alec miró los objetos y dijo: —Entonces debe estar por aquí en alguna parte. Con las manos alrededor de la boca gritó: —¡Scottish! Se oyó sólo la lluvia. —¡Scottish! Nada. El reloj dio las cuatro de la mañana y Alec interrumpió su desvelo. En las últimas tres horas Stephen no había llorado, ni se había despertado, y él necesitaba estar unos momentos solo. Hizo sonar la campanilla y entró Henson. —Voy a mi recámara, después estaré en el estudio. Avísame si hay algún cambio. Cuando llegue Downe yo saldré de nuevo. Alec fue a su habitación, se acercó a la ventana y miró las colinas punteadas del resplandor de las linternas de las cuadrillas que buscaban a Scottish. Tuvo un estremecimiento en el estómago. Había pasado horas buscándola, luego había vuelto para ver a Stephen y sólo por la insistencia de los amigos había aceptado hacer turnos. La búsqueda continuaba siendo infructuosa. De seguro que Joy no estaba allá. Por enésima vez se hizo la pregunta que había evitado hacerse en las últimas horas: —¿Dónde había ido? ¿Dónde estaba? Podía haberse transferido a cualquier parte con su magia. ¿Pero dónde? Cerró los ojos. ¿Qué diablos había hecho? —Scottish —murmuró mirando la nada. Tragó y sintió un nudo en la garganta. — Perdóname —murmuró.

—Te lo ruego, tía, déjamelos ver sólo por pocos minutos. Por favor. La maga MacLean estaba de pie en la parte opuesta de la habitación, los brazos cruzados. Gabriel, sentado a sus pies, la miraba con sus claros ojos azules. —Por favor —murmuró Joy. Acarició la cabeza de Belze y después lo puso en tierra. —Sólo por esta vez, Joyous. —La tía levantó los brazos y Gabriel curvó la espalda. Desde la ventana entró un flash de luz dorada. La luz se agrandó y formó la imagen de la habitación de Stephen. Al lado de su cama el médico sacudía la cabeza. —Nunca he visto nada igual. Habría jurado que tenía los pulmones perforados. —Se inclinó sobre el paciente y dijo: —Relajados. —Esto siempre quiere decir que duele —refunfuñó Stephen ceñudo y se retrajo. Joy sonrió, oyendo a Alec que lo confortaba con dulzura. Poco después de un minuto, el médico se alejó del lecho diciendo: —Excepto por aquella abrasión y los cortes en la cara, parece que está bien.

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SAGAS Y SERIES —Se lo había dicho —refunfuñó Stephen, y mirando alrededor preguntó: —¿Por qué hay toda esta gente? —Estaban preocupados por ti. —¿Dónde está Joy? Joy sintió un dolor en el corazón. Stephen miró más allá de Richard, Neil y Henson, detuvo sus ojos en Alec. Él le dijo la verdad: —No lo sé. —Me gusta Joy. Cree que soy inteligente. —Después de una pausa, Stephen preguntó: —¿No estaba preocupada por mí? —Estaba muy preocupada y no quería moverse del lado de tu lecho, pero yo estaba muy enojado. Le he dicho muchas cosas crueles. —Has hecho una cosa estúpida. Alec miró a Stephen a los ojos. —Es verdad. Pero la encontraré. Te lo prometo. “Nunca me encontrará” pensó Joy. El dolor era tan grande que cayó de rodillas, se cubrió el rostro con las manos y lloró. Con la expresión implorante y la angustia en la voz, le dijo a su tía: —Yo lo amo, te lo ruego. Me necesita. La tía miró primero a ella y luego a la ventana. Un momento después, meneó la cabeza, giró y dejó la habitación.

Los días se arrastraban lentos, silenciosos y carentes de magia. Stephen, ya recuperado, pasaba la mayor parte del tiempo en el jardín, ocupándose de las flores y las plantas, como le había enseñado Joy. Con su fe simple e inquebrantable se decía que Joy volvería pronto. Alec lo había prometido. Pero la fe de Alec se había debilitado. Había recorrido a caballo cada acre de Belmore Park. Se quedaba sentado por horas en su habitación. Como un castigo, se había rodeado de los recuerdos de Joy. Comía sólo muslos de pollo, nabos y pan de jengibre. En todas las habitaciones había jarrones de rosas rosa. Un día llegó un carro desde Londres lleno de baúles pesados. Fueron necesarios tres hombres para llevar las pilas de novelas góticas a la habitación de la Duquesa. El Duque aprendió los nombres de los sirvientes y los volvió locos ordenándoles colocar los relojes a distintas horas; paseaba por el jardín buscando pajaritos y primeros brotes; caminaba por el tejado de noche mirando las estrellas y se preguntaba si las vería alguna vez en los ojos de su esposa. Rogaba para que nevara; recogía ramitos de romero y los olía. Y de noche lloraba. Ella se había insertado en su vida. ¿Pero cuál vida? No había tenido ninguna antes de Scottish. Había tenido orgullo y el nombre, cosas que no le importaban nada. Ahora tenía un hermano que amaba, sin embargo, la casa estaba vacía, fría y solitaria. No encontraba paz. Se sentía herido y estaba seguro que sin ella nunca se recobraría.

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SAGAS Y SERIES Alec miró la invitación del rey a la fiesta en honor del Duque de Wellington, y la tiró a un lado. —Me importa un bledo a quien quiere honrar el príncipe. No volveré a Londres hasta que no la encuentre. —Creo entender que tú no has tenido notícias de ella. —Downe se sentó e hizo girar su bastón de paseo. —Alec negó con la cabeza. —Nada. Desde hace dos meses. He recibido el informe de Surrey la semana pasada. Ella no está. Los Locksley no saben nada. He encargado buscarla a todos aquellos que podía y han escarbado toda Inglaterra. Sus informes son idénticos. No se encuentra. Me falta sólo el de James y Fitzwater, que están peinando la isla de Mull. Alec se apoyó en el respaldo y sacudió la cabeza, derrotado. —Se ha ido. Creo que nunca la encontraré. —Miró a los amigos. —¿Dónde puedo buscarla? Debe haber algún indicio, algo se me debe haber escapado. —¿Esos dos sirvientes han vuelto? —preguntó Downe. —¿Cómo se llamaban? —Hungan John y Forbes. —¿Crees que tengan que ver con la desaparición de Joy? Alec movió la cabeza. Pensaba que sí, pero mintió y dijo que había hecho algunos sondeos. Cruzó las manos detrás de la cabeza y miró al techo. ¿Dónde puede ir una bruja? Mientras catalogaba mentalmente las varias posibilidades, la habitación se hizo silenciosa, demasiado. Alec desvió la mirada del techo para mirar a sus amigos. Downe parecía preso por la sorpresa y Seymour estaba con la boca abierta. Pero la cerró de inmediato y dijo tomando la defensiva: —Me parece un poco fuera de lugar definir a Joy como una bruja. —Ale se dio cuenta que había pensado en voz alta. Estaba enloqueciendo. Seymour continuó: —Joy no es una bruja. Todos saben que las brujas tienen el aspecto de aquella vieja que habló de ella antes que la encontrásemos. Alec golpeó las manos sobre la mesa y saltó en pie. —¡Diablos! ¡He ahí quien lo sabe! Esa vieja. Me había olvidado. ¡Pero es así! —Atravesó la habitación, tocó la campanilla y volvió donde sus amigos le esperaban ya en pie, listos para seguirlo. —Rastrearé cada rincón de la ciudad hasta que lo encuentre. —Abrió la puerta y gritó: —¡Henson! ¡Prepárame el equipaje! Nos vamos a Londres. Su voz profunda resonó en el vestíbulo y tres camareras miraron asustadas al Duque que avanzaba hacia ellas. —Mary White, Mary Jones y Mary Brown —dijo el Duque. Las muchachas hicieron una reverencia y asintieron. Él sonrió. —Bien muchachas, apúrense. Corran donde Stephen y díganle que nos vamos a Londres.

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SAGAS Y SERIES Capítulo 30

Un mes más tarde la temporada mundana londinense estaba en su apogeo. Bailes y soireés tenían ocupadas las horas, de otro modo ociosas, de la alta sociedad y abastecían de escándalos y chismes, subsistencia diaria del ”beau monde”, hambriento de lo fugaz. Entre un té y una invitación se murmuraba que el Duque de Belmore estaba destruido por la desaparición de su esposa y que hablaba con las floristas apostadas en las esquinas de las calles. ¡Él, el Duque de Belmore! Pero en esa semana los chismes tenían un nuevo interés: la fiesta del príncipe, el evento más importante de la temporada, que había tenido lugar esa noche. Las damas pasaban horas delante del espejo, probando vestidos, joyas y abanicos. Los músicos de la corte afinaban los instrumentos y las mejores floristas de Londres entregaban centenares de plantas de limón importadas, el último grito de Londres. Habían rodeado la sala de baile, como el año anterior, y parecía que hubieran costado un centenar de libras esterlinas. El carruaje de Belmore era uno de las tantos que ocupaban el camino hacia Carlton House. El regente había encontrado a Alec y a su hermano en el parque en la mañana y le había tomado simpatía a Stephen, que había demostrado un gran conocimiento de plantas y flores. El argumento era de mucho interés para el Regente, empeñado en reestructurar su jardín personal, tanto, que había querido otra audiencia con el hermano del Duque. Y cuando el arzobispo de Canterbury había comentado que el joven Castlemaine era un poco retrasado, el príncipe había contestado que también lo era Moisés, lo que había hecho callar a todos. En un día, Stephen Castlemaine, se había convertido en uno de los favoritos reales. —Creo que tardaremos una hora más antes de llegar a los portones. —Seymour miró hosco a Downe que sacaba de su chaqueta una petaca de brandy. —No es para mí —declaró el conde, y ofreció el licor a Alec. —Para tí, Belmore. —El Duque miraba afuera por la ventanilla, la mente hacia el tejado de Belmore Park, sus sentidos aturdidos por un perfume de rosas. —¡Belmore! Stephen tocó el brazo del hermano con un dedo. —¡Alec! Alec se estremeció. —¿Qué cosa? El conde le tendió la petaca: —Creo que te hará bien. Alec hizo un gesto de rechazo y se dio la vuelta a tiempo de ver entre la muchedumbre un sombrero rojo descolorido. —¡Maldición! —Abrió la puerta del carruaje y se levantó de pie, sosteniéndose de la ventana para mantener el equilibrio. —¡Es aquella que vende las flores! ¡Es ella! —Bajó del vehículo y se entremezcló entre los otros carruajes y la gente. Perdió de vista el sombrero rojo, pero continuó abriéndose camino entre la gente a codazos, sin preocuparse de los gritos de las mujeres y de las imprecaciones de los hombres. Saltó sobre la calesa de Harbinger y miró alrededor. Vio al sombrero rojo a unos cincuenta metros más adelante.

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SAGAS Y SERIES —¡Detenedla! ¡Detened a esa vieja ¡ —gritó. Pero el sombrero continuaba alejándose y la gente miraba al Duque como si fuera un loco; y era así cómo se sentía. —¡Belmore! Alec se dio la vuelta y vio a Seymour, Stephen y Henson corriendo hacia él. —¡Por este lado! —gritó y los incitó a avanzar. Con gran esfuerzo corrió lo más fuerte que podía, esquivando caballos, carruajes y personas. Un carruaje se desplazó, bloqueándole el camino. Los caballos comenzaron a agitarse, el carruaje se mecía. Fue presa del pánico y de la desesperación. La vieja era su última esperanza. Logró continuar con dificultad, pero había perdido de vista el sombrero rojo. Se encaramó sobre una reja que rodeaba la residencia del príncipe y sosteniéndose de las barras con una mano gritó: —¡El Duque de Belmore ofrece mil libras esterlinas a cualquiera que detenga a aquella vieja mujer con el sombrero de paja rojo! Un murmullo se levantó de entre la muchedumbre. El Duque repitió la oferta y volvió a correr. Hubo otro grito: —¡Hela ahí, allá está! Alec siguió la dirección indicada, abriéndose camino con empujones y codazos. Divisó a la vieja. Una treintena de jóvenes de mal aspecto bloquearon la calle por la prisa de alcanzarla. Como las aguas del mar Rojo la muchedumbre se abrió. Él la alcanzó. La mujer tenía en la mano un ramito de flores y le daba la espalda. —¡Bellas flores para vuestra dama! Alec la tomó de los hombros y la hizo girar sobre sí misma. —¿Dónde está ella? ¿Dónde está mi esposa? Un par de ojos grises lo miraron. —¿Quién? Jadeando, él dijo ronco: —Lo sabes bien ¡Mi esposa! —¿Y vos quién sois? —¡Soy el Duque de Belmore, maldición! La vieja mujer lo miró por un largo momento en silencio, luego lo despidió diciendo: —No sé de qué estáis hablando. —Le dio la espalda y recomenzó: —¡Un bello ramo de flores para vuestra dama! Aún sin aliento, Alec permaneció parado, frustrado e impotente. Una mano le tocó el hombro. Se dio la vuelta y vio a Downe, Seymour y Stephen. —No me quiere decir nada —dijo, desesperado. Downe extrajo del bolsillo un monedero. Se dirigió hacia la vieja y le puso el dinero en el canasto. —Dile dónde está. La vieja miró al conde, luego a Alec y al monedero. —¿Su señoría quiere comprar todo mi canasto de flores? —Dile a Belmore dónde está su esposa. Le habías predicho que encontraría a su esposa. Sucedió tiempo atrás, en la escalera de White’s. ¿Dónde está ahora? —Yo sólo vendo flores, vuestra señoría. Seymour dejó caer el monedero en el canasto de flores luego agregó todos los amuletos que tenía encima. —Hazla volver. Stephen miró a la vieja y dijo: —Alec necesita de Joy. Míralo. Ella permaneció en silencio. El Duque gritó:

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SAGAS Y SERIES —¡Maldición, mujer! ¡Dime dónde está! ¿Qué debo hacer? He revisado arriba y abajo todo Londres para buscar una florista con un sombrero rojo. Finalmente te he encontrado y tú no quieres decirme nada. ¿Qué debo hacer? Ella no habló, pero lo observó con atención. —He abrazado todos los árboles desde Wiltshire hasta Londres. —Se dio la vuelta y vio un gran abedul a pocos pasos. Corrió a abrazarlo. —¿Dónde está la magia? ¿Dónde? La muchedumbre comenzó a reír. Él la ignoró. —He comido pan de jengibre, porque me lo había dicho ella. Diablos. ¡Ni siquiera me gusta! He buscado las hadas, he expresado deseos a las estrellas. He dormido con las rosas. Me despierto de noche, llamándola. ¿Qué debo hacer? ¡Dímelo! Te lo ruego… Su voz se quebró y calló. Después de algún segundo dijo: —Yo la amo. El silencio era absoluto. La vieja lo clavó con sus ojos grises, luego lentamente se fue declamando: —¡Un bello ramo de flores para vuestra dama! ¡Un ramo de flores! Alec la miró alejarse junto con su última esperanza. Se abandonó contra el árbol y miró el terreno. La gente se había quedado helada. Él percibió sus miradas. Pero no le importaba nada de nada. Después la gente comenzó a disolverse y Downe se le acercó. —Ven adentro, Belmore. Alec lo siguió a casa del príncipe, evitando a propósito la fila de los saludos a los dueños de la casa. No tenía ganas de hablar con nadie. Como un autómata se dirigió hacia las puertas que conducían a la terraza. Necesitaba aire, espacio para aislarse de la muchedumbre. Poco después se sentó en un banco de piedra bajo un árbol, en un rincón oscuro del jardín. Apoyó la cabeza contra el tronco y miró las estrellas a través de las ramas, esas estrellas en las que Scottish creía. Sin ella no tenía nada en qué creer, no tenía nada más … nada. La orquesta tocó un vals. Su vals. Alec sonrió dulcemente y permaneció cabizbajo con las manos en los ojos para revivir en la memoria aquel momento. ¿Qué le había dicho ella, entonces? De crear recuerdos. Ahora los recuerdos eran todo lo que le quedaba. —Yo la amo —dijo a la tierra. Necesitaba oír decirlo a su propia voz. Le pareció escuchar un ruido y levantó los ojos. El jardín estaba vacío. Suspiró. —Mi Scottish. Las ramas de los árboles crujieron al soplo de una brisa ligera que murmuró: —Alec. —Estaba pronto a jurar que fuera la voz de Joy. —Alec. Ceñudo, miró delante de sí. No había nada, sólo un jardín vacío. —Alec. Dios... Estaba enloqueciendo. Habría escuchado su voz por toda la vida. —Mi Alec. Alec levantó el rostro y se dio vuelta. Ella estaba allí. Scottish estaba ahí, con la sonrisa en su rostro maravilloso. Tres pasos y estaba en sus brazos. Verdadera. Viva. La estrechó tan fuerte de quitarle el aliento. —Te amo —Hundió el rostro en su cuello suave y murmuró: —Dios, Scottish, cuánto te amo. Ella le tomó la cabeza entre las manos:

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SAGAS Y SERIES —Mi Alec —murmuró, luego sus labios se tocaron y él tuvo la certeza que todo era real, porque sentía el sabor de aquello que amaba, que era su mundo, su vida, su esposa. Para la eternidad. Mucho después se separó de ella pero no dejó de mirarla, de tocarla, de tenerla. Temía que si la soltaba se hubiera ido de nuevo. Cómo si le hubiese leído sus pensamientos, Joy murmuró: —Esta vez es para siempre.

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SAGAS Y SERIES Epílogo

Y VIVIERON FELICES Y CONTENTOS…. Si los hombres pusiesen Una encima de otra sus alegrías, mi pila sobrepasaría todas las demás. Juventus

¿Cómo de contentos? En Belmore Park la vigilia de Todos los Santos era una fiesta especial. Pudiendo mirar a través de los vidrios de las ventanas dentro de la sala grande, la más bulliciosa y habitada de la residencia ducal, uno se podía dar cuenta inmediatamente que había magia en el aire. Fluctuaba en la habitación, donde volaban una mesa, un par de libros y algunos sillones, incluso aquel ocupado por su gracia el Duque de Belmore. —Marianna. —¿Sí, papá? —Baja el sillón, por favor. Un libro volante rozó la cabeza del Duque. —Marianna. —Perdona, papá —dijo la niña, luego farfulló: —Debo concentrarme. Alec sofocó un gemido y se asomó por el brazo del sillón para mirar a su hija. A casi tres metros por debajo de él, estaba la niña de ocho años vestida de fiesta con un vestido de tafetán verde y encaje; los cabellos negros estaban recogidos con cintas verdes como sus ojos de pillina. Lo miró, se mordió el labio y le hizo un gesto de saludo con la mano. —Hola, papá. Él le sonrió: —¿Problemas? La niña asintió. —Lo lograrás, tesoro, estoy seguro —dijo con un gesto de la cabeza, para darle la confianza que él no tenía. Marianna le sonrió como si el padre le hubiese regalado todas las estrellas del cielo, por lo tanto levantó el mentón, cerró los ojos tan apretados que su pequeño rostro se contrajo por el esfuerzo, levantó los brazos, luego lentamente los bajó. El sillón golpeó el piso. El Duque sacudió la cabeza porque se le habían taponado los oídos y se soltó del sillón. Con los años había adquirido práctica en el aterrizaje. La hija abrió los ojos y una tímida expresión de alegría le iluminó el rostro. Corrió a sus brazos. —¡Oh, papá!, ¡Lo he logrado! ¡Lo he logrado! El padre la estrechó fuerte. —Si, tesoro —murmuró, y miró hacia la puerta. Su esposa estaba allá, sonriendo. El amor por él se leía en su rostro. Ese rostro que había permanecido joven como cuando la había visto por primera vez en el bosque, a pesar que fuese la madre de sus seis hijos. Joy no había cambiado, pero lo había cambiado a él, le había enseñado a vivir y en los últimos trece años habían creado juntos muchos recuerdos.

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SAGAS Y SERIES Joy movió los labios en un mudo gracias, luego se aclaró la voz y dijo: —Todos están esperando. Alec asintió, dejó el sillón pero se acuclilló para permitir a su hija subir a sus hombros. Las risas de la pequeña resonaron en la habitación y mientras él se inclinaba para pasar por la puerta, ella golpeó afectuosamente la mano sobre la cabeza y dijo a su madre: —¡Papá, lo sabe hacer tan bien! Horas después, terminados los cantos, los fuegos, las danzas y los juegos, la gran familia volvió a la sala donde un reloj dio las once, otro las cuatro y otro más, la medianoche. El Duque de Belmore controló su reloj de bolsillo. Eran las nueve. Se estiró en un sillón y miró a sus hijos, una mezcla de mortales, magos y brujas, amados y adorados por sus padres. Eran su vida, su sangre, su orgullo y había de todo para que lo supieran. Jonathan, diez años, el mayor de los varones y heredero, con un gesto de la mano puso a punto todos los relojes. Se decía que su magia era más potente que la de su tía Mary MacLean, de la cual todas sus hijas llevaban el nombre. En ese momento la maga estaba sentada en el lado opuesto de la sala y estaba examinando una nueva peladura calva de Gabriel. Con el curso de los años, el Duque había aprendido a ignorar la predilección de la maga y de Gabriel a asumir otras formas, tipo viejas floristas andrajosas, huéspedes gigantes y duendes, sirvientes del caribe y mayordomos sordos. La hija mayor, Marian, de doce años, era la única primogénita femenina de la estirpe de los Castlemaine después de setecientos años. Estaba leyendo cuentos de dragones, damas y caballeros, retorciéndose el cabello oscuro con un dedo. Marianna, en cambio, jugaba con su hermano James, de siete años, el único mortal de los Castlemaine, pero tan astuto que lograba anular las magias de los hermanos con la ayuda de Belze. Marietta, de seis años, sentada en las rodillas de tío Stephen, que lentamente leía los significados y símbolos de las flores y las plantas. Esa tarde, Marietta había anunciado que había sacado todos los furúnculos de los sapos del algo. Alec se levantó y atravesó la habitación justo mientras Rosemary, de cuatro años, galopaba con su escoba. La niña le mandó un beso y siguió trotando. Él sacudió la cabeza, mientras subía la escalera oyó a la tía de su mujer advertir: —Con garbo, Rosemary, una bruja debe aprender con garbo. Él rió para sí. Y saludó por su nombre a los sirvientes que encontró subiendo la escalera. Arriba, abrió la puerta del tejado y alcanzó a su escocesa que lo estaba esperando. Y allá arriba, entre los animales de piedra, bajo las estrellas e inundados por una cascada de pétalos de rosas, el Duque y la Duquesa de Belmore ejercitaron su magia.

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