HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL DE LITERATURA DOMINICANA SIGLO XX

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En Al oído de Dios el poeta, que ha pensado lo que iba a decir, que ha tenido que rumiar palabras y pensamientos antes del acto creador, en forma oscura o como clara necesidad, empieza: Yo estuve en ti, también, Señor, como todo lo estuvo en el principio

El poeta, y para serlo hay que ser bastante panteista o no cantar, sabe lo que dice, tanto que agrega: en esencia.

Todavía no se atreve a tirar por la borda el pesado saco de la cultura, en el sentido popular de reunión de conocimientos e información. A todos se nos ha dicho que somos hijos de Dios. Franklin no lo discute, lo acepta y lo cree. Pero esa esencia puede presentarse en dos estados: En angustia de ser o sólo en pensamiento.

Porque él dice bueno a la creencia de que antes todos estuvimos, todos y todo, en la mente de Dios. Contra los primeros versos, que son los hijos del conocimiento, el poeta al fin se rebela: Leve sombra de amor caída en soledad sobre su espejo.

Sale al claro el egoísta que tiene que haber dentro de cada poeta. Dios no es sólo Dios, es también un espejo. Todo lo que en él se ve lo vemos nosotros y como nosotros estamos frente a él lo que miramos sobre la bruñida verdad es nuestra imagen. Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Nosotros lo hicimos a El a nuestra imagen. En seguida empiezan las quejas: Ya ves. Soy de tu misma substancia y sin embargo, muero. 64


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