Pese a que los elefantes no sabemos saltar, me las ingeniaba para danzar haciendo equilibrios sobre mis patas, lo que divertía enormemente al pez dorado. Aunque lo que másmás le gustaba era verme nadar a su lado. Ahí, en plena zambullida, los dos nos creíamos livianos, iguales, ajenos a maliciosos comentarios: —¡Hay que tener el colmillo retorcido para ir a pelar la pava con un pez! —murmuraban entre marfiles.