CURACION CUANTICA

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mismo que era un ser profundamente espiritual), se trata en realidad de una incursión en una región de nuestra propia conciencia que podemos reconocer y explorar. Sin que podamos controlar para nada esta toma de conciencia, ni proporcionar una explicación convincente del fenómeno, algunos tienen el presentimiento de que el silencio insondable no está formado únicamente por vacío. Los grandes principios filosóficos han sido inventados casi siempre por uno o varios individuos capaces de comprender el universo por medio de su propia conciencia. Para resolver el misterio del vacío cuántico, hemos de consultar con aquellos que lo han superado; si han dado con un mundo real, serán entonces los nuevos maestros del pensamiento, en cierto modo los Einstein de la conciencia.

10. EN EL MUNDO DE LOS RISHIS En la India, los niños no piensan en pedir una máquina para viajar en el tiempo. Cuando tenía yo siete años, tardaba dos minutos escasos en caminar desde el hospital militar donde trabajaba mi padre hasta el bazar de Poona. Aquel lugar estaba colmado de efluvios del pasado, azafrán, polvo, sándalo y vaharadas de cocina (aunque en aquel entonces no estuviera yo muy atento; me fijaba mucho más en los encantadores de serpientes). Del hospital, sólo recuerdo el olor de «Dettol», un producto de limpieza que servía para todo e invadía el olfato como el formaldehído. Los físicos comparan el tiempo con una flecha; en la India, la flecha se dobla hasta apuntar hacia sí misma. Y nos ajustábamos a esta norma. Si acudía al hospital un soldado con una fea herida en el pie, mi padre le administraba una inyección contra el tétanos, pero si prefería salir cojeando y hacer una ofrenda a Shiva, mi padre no se lo negaba. Cuando vuelvo a casa, miro por la ventanilla del avión y veo bueyes arando al lado de la pista de aterrizaje. En las ciudades, he visto a hombres de negocios luciendo impecables trajes de lana, como en Inglaterra, acercarse a los sadhus, hombres sagrados, sentados y quietos en medio de la acera, luciendo un taparrabos o una toga naranja. Estas escenas cotidianas son como excavaciones arqueológicas cuyos estratos se han mezclado y confundido, o mejor aún, como si los estratos más hondos hubieran ascendido hacia la superficie cobrando una vida nueva. Pero, de hecho, cada excavación posee una capa primigenia. En este caso, la de los sadhus. La estirpe de los seres sagrados de la India apareció unos tres mil años antes del nacimiento de Cristo. Sus palabras fueron guardadas y plasmadas en el sánscrito original, posiblemente el primer idioma del ser humano. Los Himalayas siguen siendo su tierra, y ahí regresan para permanecer sentados en samadhi, o meditación profunda, durante días o semanas, sin inmutarse. Muy de vez en cuando, les da por peregrinar. Llevando con ellos su cuenco de mendigo, parten hacia el Sur, confiando en la Naturaleza para su cobijo y sustento. Incluso hoy, pueden montarse en cualquier tren o autobús sin llevar billete. Cuando era niño, lo único que sabía acerca de los sadhus era lo que me había contado uno de mis tíos, el hermano primogénito de mi padre, un viajante que recorría toda la India promocionando equipos de deporte. Le llamábamos Tío Bara, o sea «tío

grande», un apodo que le confería la relevancia que se había ganado en nuestra familia. Cuando venía a casa, siempre nos traía unos palos de jockey sobre hierba (tal vez el único deporte en que la India suele vencer a sus rivales), y también balones de fútbol, o raquetas de bádminton. Y, cómo no, estábamos deseando que pasara por casa. Tío Bara era un hombre afable y ameno. Nos contaba historias fabulosas sobre las maravillas que había visto en el camino. Recuerdo mejor que ningún otro el relato de sus aventuras en Calcuta. Un buen día, abriéndose paso entre la muchedumbre, Tío Bara tropezó y por poco se cae de bruces sobre un viejo sadhu sentado al borde de la calzada. Tío Bara estaría pensando en sus cosas, pero en un movimiento reflejo metió la mano en el bolsillo y encontró dos annas (unos dos centavos); los dejó en el cuenco del sadhu. El hombre sagrado miró hacia él y le dijo. —Formula un deseo..., el que sea. Desconcertado, mi tío dejó escapar: —Querría un poco de burfi. El burfi es una golosina india, como dulce de azúcar, y es de almendras o de coco. Como si cualquier cosa, el sadhu alzó la mano derecha hacia el cielo, materializó dos trocitos de burfi, y se los entregó a Tío Bara. Mi tío se quedó sin habla unos segundos; pero al sadhu le dio tiempo a levantarse y a perderse entre la gente. Mi tío no lo volvió a ver. De todos modos, estaban en paz, ya que dos armas era más o menos el precio de dos pedacitos de burfi. Sin embargo, cuando mi tío contaba este episodio de su vida, siempre acababa lamentándose: —Hoy aún sigo dándole vueltas e imaginando las cosas que debí pedirle. Cuando era niño me creía a pies juntillas las historias de Tío Bara, pero en la India contemporánea, cuando se ve a un sadhu por la calle, la gente se pregunta escéptica si existe de verdad. En los años veinte, viajaron hasta la lejana India algunos científicos de Europa y Estados Unidos con el objeto de observar a los diversos suamis, yoguis y sadhus. Los más dotados habían alcanzado grados fenomenales de control de sus cuerpos; podían, por ejemplo, dejar de respirar durante varios minutos, o reducir sus pulsaciones cardíacas hasta muy cerca de cero. El procedimiento más tópico consistía en introducir en una caja y enterrar bajo dos metros de tierra a uno de estos hombres «santos», o sagrados, como se dice en la India. Se suponía que eran experimentos científicos, aunque sin duda fueran algo salvajes. Cuando transcurrían unos días, se desenterraba la caja, y se observaban los resultados. El efecto anhelado era la supervivencia del hombre santo. A todas luces, estos primeros estudios fisiológicos eran algo limitados en su enfoque, y muchos reflejaban una curiosa combinación de ciencia y tradición. Pero el control de un sadhu sobre su cuerpo es un fenómeno físico y poco tiene que ver con la verdadera meta de su existencia. Estos seres aparecen en la escena del mundo para romper la máscara de las apariencias físicas; de acuerdo con mi terminología, desean abandonar el mundo situado por encima de la línea horizontal, para hallar lo que se encuentra por debajo de la misma. El estilo de vida que se lleva en la India favorece este tipo de búsqueda. Cuando un hombre ha recibido una buena educación, y ha logrado a su vez crear un hogar, disfrutando así de las recompensas de la existencia material, se espera de él que tome la senda del sanyasa, lo cual supone

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