permitido darles comida, pero nunca dones. Los juglares que decidían tomar asiento en alguna ciudad formaban corporaciones o cofradías cuyos primeros estatutos conocidos fueron los de París, allá por el siglo XIV. Llegaron a formar parte de la clase burguesa, y en la Sevilla del siglo XV hubo una calle denominada “de menestrales”. Los hubo también asalariados, adscritos al servicio de una ciudad o de un gran señor. Dice Menéndez Pidal que los síndicos de Lérida nombraban cada año una o dos personas con el cargo de juglares del Municipio. Los escogidos juraban servir lealmente a la población mientras recibían la trompa entregada por el juglar o los juglares salientes. Algo parecido ocurría en Italia: Perusa, por ejemplo, pagaba con las rentas públicas varios “canterini” para recrear durante las comidas el ánimo de los magistrados y divertir al pueblo en las fiestas públicas. Los reyes también concedían a los juglares exenciones de muchas clases. A los de sus propios palacios, por decir algo, se les eximía de obligaciones como los impuestos y otros desangres padecidos por los súbditos corrientes. A los extraños que cruzaban sus dominios les daban recomendaciones y protección especial. Si el carácter pendenciero, maldiciente y deslenguado de algún juglar lo llevaba ante los tribunales, el soberano en cuestión enviaba una carta ordenando la rápida tramitación del pleito, la rebaja de la pena o su condonación si era el caso. Pendenciero o no, el juglar contraprestaba esas bondades dando buena conversación durante las comidas y alegrando con su canto el levantar de los manteles. Si el agrado era grande por parte del rey u otro benefactor de turno, el juglar recibía, además de la cena, dones valiosos de 159