De cuento en cuento Magnolia Hoyos

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Sin embargo, don Justo se sobrepuso a tantísima molestia y se obstinó en sacar adelante su incurable afición: el matrimonio. Complacido, satisfecho, seguro de la opinión que le daba el espejo, con el ego a reventar como conviene a los poetas geniales, con una hortensia o un ramo de azulinas y el poema plasmado en la noche anterior, recorría en las tardes las dos cuadras que separan su quinta del templo, donde la señorita Ester lo esperaba inmersa en fruiciones nunca sentidas, jamás imaginadas, con un mariposario revoloteando en el cuerpo, y dispuesta a dar el sí a cuanto requerimiento se le antojara al galán. Como secuela de tales vibraciones, la señorita Ester comenzó a padecer crisis intensas de remozamiento y vanidad que se repetían y repetían, hasta que al fin tinturó sus canas de amarillo dorado, entonces las “lloviznas de oro” y las “cascadas áureas” fueron aguaceros de versos que el bardo sacaba del horno sin dejarlos siquiera entibiar; pero cuando la palidez enfermiza de ella concentró todas las musas, “los resplandores de luna” y “piel de níveos lirios” no fueron cualquier aguacero, fueron “catedrales de plétora creativa”, según el poeta explicaba a los que lo leían. Una vez consumado el ritual del saludo, la pareja recorría las calles cogidos de la mano, y hartados de paletas, “flaqueza mutua de nuestras almas gemelas”, se sentaban en el parque a intercambiar amoríos y a que don Justo la lograra convencer de retirar sus ahorros de las arcas eclesiásticas y consignarlos en las cuentas de él: —Usted no tiene zapato que la apriete —le decía—. Para mi bien y el suyo es sola en el mundo. Deposite el dinero en mi cuenta que yo la cuidaré como si la cuidara usted misma. Recuerde que muy pronto vamos a ser dos cuerpos en uno. 90


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