De cuento en cuento Magnolia Hoyos

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Al presentir que el monólogo auguraba eternidad, me sustraje de él como acostumbré siempre que el tema se me hace indigesto o me sabe a refrito, y di en repasar los acontecimientos recientes de la casa. La quinta del aragonés está centrada en una especie de minifundio cuadrangular, cercado por un muro de grandes aberturas enrejadas en los cuatro lados y revestido totalmente de césped. Ahí el verde parece gritar ¡basta ya! Pues la fobia atávica de don Justo por el color rojo y sus derivados hace que a la jungla de mangos que tiene en una esquina del predio se le recolecten los frutos casi en capullo antes que los tintes de la maduración contradigan sus consignas y filosofías. En homenaje a éstas, cultiva en los otros ángulos de la propiedad azulinas y hortensias celestes, cuyo color, según su decir, no sólo calcan los ojos de todos los Villarraga del Pinar, sino también sus procederes intachables, edificantes, ejemplares, “y aunque vivamos con el océano de por medio, siguen siendo mi guía, mi ruta a seguir. En todos mis actos siempre pongo de frente sus valores y sanos principios”, y cuando juzga que la apología le quedó incompleta, sintetiza los elogios diciendo: “Es que todos los míos son tan, pero tan de verdad”. “Para muestra un botón”, piensan los que lo oyen. Luego vino a mi mente doña Virgelina, la segunda esposa del aragonés. De la primera no hay referencias porque don Justo llegó viudo de Europa, y además él toma rasgos canibalescos si le preguntan por ella. Pero doña Virgelina, la cuarentona morena de estrato bajo cuya ductilidad y ordinariez fueron los atributos que llevaron a don Justo a desposarla de inmediato, y que a los seis meses de casados, sin fórmula de juicio ni derecho a recurso de apelación, expulsó de la casa por 85


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