esteve dolores
dra pie de bola
Los pesimistas son aquellos que utilizan una linterna y esperan que la batería dure para siempre James Lovelock
B
ola de Piedra es el nombre paródico y familiar que elegimos para nombrar al enclave más alejado
y salvaje que mis viejos pudieron encontrar en las sierras para vivir su sueño veraniego. Eran los noventas del siglo pasado y quizás contagiados de new age, mis padres (ya en sus cuarentas) materializaron el sueño que todo cordobés acuna en su corazón: el terreno en la sierras. No sé como dieron con ese lugar mágico, ni como se les alinearon las estrellas y lo compraron. No era un simple lotecito para hacerse una cabaña, era un buen trozo de tierra, a la vera de un caudaloso rí
-
sa caseta de madera como único refugio. Llegar era complicadísimo. Nunca supe medir en kilómetros pero el viaje desde la ciudad duraba en ese entonces cerca de dos horas y media. Había un gran trecho de camino de montaña muy precario que era difícil de atravesar con los autos de la época (tener una 4x4 entonces estaba reservado a la realeza británica). La vegetación era imponente: altísimos eucaliptos, colinas de pinos y marañas de churquis. Nos parecía lo más salvaje y alejado de la civilización que habíamos conocido porque, de hecho, allí estábamos muy solos. Los lotes eran enormes, había dos vecinos separados a más de dos cuadras de distancia entre sí, no había turistas merodeando ni proveedurías, nada, nada, nada. Y por supuesto, no había electricidad ni gas ni agua corriente. Había que llevar provisiones de todo tipo desde la ciudad. Yo debía tener diez u once años, mis hermanos cuatro y trece. Ese primer verano dormíamos todos en la caseta, en camitas individuales y teníamos una carpa de suplemento. Creo que vinieron mis primos de Buenos Aires también.