Proporción Áurea

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México, mmxi


© Grupo Proporción áurea © Portada: Jorge Aguilera García, Escenario 8, 2011 © Los libros del Sargento Virginia 49, int. 304 A Col. Parque San Andrés Coyoacán, México, DF, C.P. 04040 Primera edición Ciudad de México, 2011 ISBN 978-607-95612-0-8 Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin previa autorización por escrito de los autores y de la editorial.




prólogo

La imaginación multiplicada Miguel Ángel Quemain

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roporción áurea es una caja de estilos, géneros y multiplicidad de temas elaborados a partir de un conjunto de coordenadas que obligó a los nueve autores reunidos aquí a conducirse con instrumentos de medición tan distintos que su arte consiste, entre otras virtudes, en el uso de variados y disímbolos utensilios de orientación y navegación para explicar lo absurdo, lo fantástico y el enigma permanente de lo humano. Esta festiva reunión de imaginaciones es la muestra de un quehacer literario más amplio que el reunido en estas páginas. Las diferencias entre cada par de trabajos escogidos parece tener como trasfondo la presentación de una brevísima antología personal cuyas ambiciones muestran la intención de revelar que sus registros poseen la amplitud del metrónomo. Este volumen tiene un sentido y una trama que le dan unidad, está en la voluntad de crear y adherirse a la experimentación, al desafío de descubrir y mostrar las propias destrezas al colocarse en el handicap de un conjunto de palabras libremente flotantes que 7


prueban las combinatorias infinitas del número siete y de cada palabra que es cifra y cifra la polifonía de los nombres: ajonjolí, reconstrucción, siete, ojo, púrpura, cementerio, pastillas. Varias líneas de lectura propone este volumen de 18 cuentos signados cuyos autores gravitaron en torno a una variedad de formas muy ricas de pensamiento y creación literaria. Son jóvenes maestros y jóvenes alumnos en el sentido y el concepto más profundo de estas palabras, es decir, no se trata de una descripción de actividades. Aprendieron también a cultivar una amistad literaria en el orden de lo escolar, escuchándose unos a otros, aceptando las diferencias que alejan a los creadores que descreen del trabajo en conjunto y su relación con el mundo es de silencio. Aprendieron a recibir de los otros, de sus compañeros y maestros, los matices de la tradición; aprendieron a aceptarse habitados por un modo ancestral de proceder literariamente sin perder el sentido de su presente y su identidad, que es una de las formas que tenemos de nombrar la originalidad. En un aspecto más tradicional, este libro es un festejo donde se han dado cita nueve devotos de la narración breve para verificar la vitalidad del cuento como un género que se desarrolla con fortuna y rigor en nuestra lengua y nuestro país a pesar de que el mundo editorial latinoamericano sea tan repelente a su publicación. No quiere decir que en el ámbito anglosajón sea muy distinta la actitud frente al cuento. Los editores se resisten a la publicación de autores 8


que primordialmente son cuentistas, pero suelen celebrar una convergencia como la de Proporción áu­ rea. En esos contextos nuestros autores serían vistos como unos atletas que están calentando el brazo pues sus ficciones tienen la consistencia que se les exige a los narradores de largo aliento. Contrario a lo que sucede en los libros de poemas que reúnen autores diversos, aquí los dos cuentos que le corresponden a cada autor no son contiguos, hay una propuesta editorial que barajó estos ases ambiciosos y robustos. Vale la pena aclarar, para no provocar el pudor de los autores del libro, que cuando refiero la presencia de alguno de los grandes escritores de nuestra tradición no estoy comparando, en el sentido siempre falso y muy hipócrita de “se parece a” o “es como”. Cuando señalo las proximidades con ciertas tradiciones literarias y artísticas, lo que estoy tratando de indicar es la asimilación. Ninguno de los autores aquí reunidos es un escritor naïf. Lo que demuestra su amor por la literatura no es sólo que escriben sino que leen. Los primeros pasos siempre evidencian las admiraciones y las deudas y todos ellos parece que saben que no hay creación sin tradición y en esa certeza se perfilan juntos, toman el mismo barco del libro y se aventuran mar adentro con una tripulación que mantiene a flote el barco y le da dirección, pero se saben distintos y entienden que tal vez algunos se quedarán en el puerto próximo.

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Un paseo por las ficciones Alejandra Ibarrola nos muestra un lado oscuro iluminado al modo que lo columbraron Amparo Dávila con esa mirada sobre la extrañeza con que los seres humanos se observan unos a otros, Highsmith y Cortázar con el suspense que construyen situaciones novedosas con seres inusuales cuyo sufrimiento y goce son ejemplares en lo temático y lo técnico. La autora conoce la combinatoria compleja que trenza el llamado fluir de la conciencia con la percepción e interpretación que de los hechos hace en M, por ejemplo. M es un relato elaborado con una retórica de la imagen tan precisa que para probar lo que digo bastaría trascribir sus imágenes en un storyboard y luego en celuloide, aunque posee imágenes que demuestran que ese cuento está hecho de tiempo y de lenguaje: pronto anochecería y las jacarandas de la calle estarían tiñéndose de color ajonjolí. Claro que David Cronenberg no se resistiría cuando Ibarrola escribe: un ejército de hormigas arremetía contra su espalda quemándole la piel, produciendo al contacto con el sudor frío un tenue vapor que lo estremeció. Una de las virtudes que el lector encontrará en los textos de Alejandra Ibarrola es su capacidad de concebir una historia desde los andamiajes del lenguaje y de esos grandes/pequeños bloques, muy presentes estructuralmente en relatos que van de Allan Poe a Paul Auster. 10


En Un día menos, Alejandra Ibarrola emprende una indagación fascinante por el registro de los múltiples matices, dimensiones de un Yo que se mira a sí mismo mirar, que se piensa pensando, que describe su entorno inscribiéndose en él de una forma sonora, con frases precisas y musicales: No me ator­ mento llevando la cuenta de las horas que me restan postrado en esta cama, la redención la gané con tu muerte, no con la enfermedad. Nuestra despedida la preparaste tú desde el día en que me conociste. Es un flujo de consciencia y al mismo tiempo está urdido con el material de lo trágico, es decir lo premeditado, lo que todavía queda de destino en un mundo donde parece que sólo nos gobierna el libre albedrío. Benjamín Sandoval construye en Fugitivo un drama sobre la identidad. Como sucede en más de un puñado de películas japonesas, hombre o mujer, adolescentes o adultos, aparecen en un espacio desconocido con la única certeza de que la respuesta de los espejos no es la que íntimamente ofrece la mirada del otro, casi idéntico al sujeto de la narración. Sandoval elabora un drama sobre la identidad con el material más inestable de lo humano, el sueño y el proceso creador. A través de un conjunto de viñetas que han terminado por abolir el tiempo, hace de la mirada un quehacer plástico pero también una escena absurda, desmemoriada, donde lo ocurrido parece que no le pertenece, aunque sus interlocutores lo reconocen como el sujeto de esas acciones infelices: tal vez todo es inútil y no queda otro remedio que aceptar esta realidad, la de Kevin Finnerty. 11


En Marco Polo, Sandoval urde un texto sobre la movilidad y las apariencias, sobre el arte de indagar y rendir testimonio de una fiesta que es festín olfativo y cada olor termina convertido en un epíteto del per­ sonaje: el perfume con aroma a fresa, el olor del bronceador, la loción del Tío Arthur, el puro de mi padre encendido sobre un cenicero. Ése es uno de sus atractivos, elaborar una crónica de “hechos” desde el corazón mismo de la fabulación. Celia Teresa Gómez Ramos ofrece una cartografía emocional de la piel con múltiples variaciones que están en el registro de la crónica, del testimonio, de una argumentación y un relato que transcurre frente al espejo. Piel de la palabra, de los acontecimientos que se presentan tragicómicamente en su contra: Cada grano parecía una cruz, como una pe­ queña tumba, cada una con su lápida. Cientos, cientos de tumbas circundaban mi cuerpo. Habían aparecido ronchas en mi cara, el contorno de mis ojos, el ojo iz­ quierdo como el derecho, se agrietaban cada vez más. Pero que paradójicamente la colocan en total dominio de las siete posiciones dominantes que no me había atrevido a disfrutar en la vida. En El cuaderno de notas de Perfecto Varase, Gómez Ramos juega con la arquitectura del tiempo como si se tratara de dos ventanas, de dos dimensiones donde un sujeto observado a través de sus notas encontrará su propia identidad temporal en el observador que termina por fundirse con un lector que al final mira una advertencia: Una pastilla te duerme. Dos, te hacen soñar. Tres pastillas, vives tus sueños. 12


Cuatro, renaces. Cinco, flotas. Seis, los valores dejan de existir… Daniel Escoto con su Pequeña novela del Abad es otro escritor interesado en los quehaceres de la escritura que requiere de sobriedad y claridad, pero no más de la que puede ofrecer el hermano jardinero o panadero. Aunque la preparación de la plumilla y sus demás útiles formen parte de lo que llama el ritual de la escritura erudita. Escoto está en la tradición más clásica del rela­to y el cuento, particularmente en los avatares del cuento gótico y de algunos juegos borgeanos cuya actualidad consiste en el desafío de lo irrepetible. Sin embargo, nuestro autor no se esfuerza por seguir la tradición de Borges sino justo en alejarse sin perderlo de vista. Escoto perfila a una monja infinitamente enamorada, despechada y vengativa que cocina, que so­ bre el catre de su celda se agita inquieta pensando en los efectos que ha provocado su veneno en la víctima elegida, el Abad. Dualidad de una escritura que se deconstruye al tiempo que se escribe enmarcada en un evidente poder de fabulación. La escritura se corresponde a un proceso culinario; se engendra y se cría: la nodriza es otra de las formas nutricias de la ficción que ofrecen las polifonías de Escoto, de palabra musicalmente exacta. En Caja de pastillas de Hitler no sucede algo muy distinto porque las búsquedas están emparentadas. Un recuento de novelas al modo de Vacío perfec­ to de Stanislaw Lem perfila los intereses de un escritor al que se observa observándose y escribiendo que 13


escribe. Constante ejercicio que hace de esta conjunción autoral un variado concierto auto reflexivo, auto referencial sobre el propio quehacer y las propiedades especulares de toda literatura inscrita en la tradición del canon. Flor Aguilera G. en No es una canción de amor propone un narrador hipnotizado por su propio relato. De gran capacidad asociativa, la narradora de esta conmovedora historia diluye las fronteras, nos acerca una Francia próxima a nosotros por sus momentos de rebeldía estudiantil, pero también relativiza los espacios con una enorme capacidad de tamizar las experiencias vitales, cruciales, fundamentales. Hay en su aliento una voluntad de indagar en la vida de manera retrospectiva para compartirla en el aquí y ahora de un narrador que ajusta cuentas con un pasado que comparte. No es una canción de amor es una historia ejemplar, es una invención sobre la curiosidad, el verdadero interés, la capacidad de vincularse y reconocer(se) a(en) los otros: todos permanecían en silencio. Miré a mi alrededor y de pronto, como me había sucedido en la enfermería, casi por necesi­ dad, tomé un paso hacia delante y empecé a cantar. También es un relato sobre las capacidades de la memoria y las consecuencias de conservarla hasta encontrar los momentos justos para darle salida. Este cuento semeja la voluntad de dos indagatorias infantiles que tendríamos que recordar episódicamente: América, de Kafka y La educación sentimen­ tal de Flaubert. 14


Déjame entrar es una visión aguda sobre la identidad y el duelo, sobre un mundo contingente en una edad de conformación de la individualidad, se trata de una realidad adolescente instalada en la pérdida de la madre. Del otro lado del mirador, un padre se consume mientras observa angustiado los efectos del mundo masivo en su hija, quien también expresa el duelo por la madre perdida desde esa fragilidad de una edad precaria y falta de experiencia. Gabriela Pérez en Mutatis mutandis opta por mezclar las piezas de varios rompecabezas con la certeza de que no coincidirán. Ecos de una manera de jugar con una especie de automatismo y un azar semejante al de los dadaístas que sacan de una esfera de cristal la palabra, la frase, que hilvanarán a un desarrollo escritural que no se detiene. Aquí una muestra de su causalidad: Hace frío y yo me he puesto una falda ne­ gra; larga, pero ligera y con aberturas a los lados, así que tengo prisa por llegar al auto. Me pregunto si aquel extraño personaje que gusta del cine, de la música y del autocontrol, yace ahora sobre su cama con su gata lamiéndole la cara. O simplemente, vaga por la ciudad con el bolsillo lleno de pastillas y un maxilar inflamado. Lo he visto todo, posee una estructura que se quiere musical por su referencia tan directa a las notas que hacen del capitulado una escala que va del Do al Do, siete son las hermenéuticas notas. Las palabras del pautado son vibrantes, sonoras y aluden a instrumentos inusuales y posibles: El sonido brota de incógnito, grave… Ella, que aprieta mi mano, no doma la furia de sus labios. Los estira y los arquea como la cuerda 15


del arma que se apresta. Pero también hay variaciones cromáticas, en Fa le da vuelta a la tuerca y nos hace cómplices de variaciones temáticas y estilísticas que seguramente se deben a las propiedades de ese canon mínimo y ascendente. Ilallalí Hernández ofrece siete viñetas que le dan cuerpo y sentido a Serie de hospital de alienados, un conjunto de historias que transcurren mientras un continuum de plasticidades ocurren en el territorio de la alienación hospitalizada bajo una figura de la simultaneidad sin abordajes causales: aquello ocurrió a la hora en que a los pacientes del hospital de alie­ nados les da por aullar; aquello ocurrió a la hora en que a los pacientes del hospital de alienados les entre­ gan hojas para dibujar sus sueños; aquello ocurrió a la hora en que a los pacientes del hospital de alienados les distribuyen pastillas de color verde. Y así, las horas de la permisividad para los alie­ nados se suceden mientras historias de horror, de terror y ominosas trascurren en otro punto del espacio al mismo tiempo. Son tan siniestras y contrastan con el mundo de serenidad y normalización que día a día se les permite construir a los alienados al tiempo que otra versión del mundo acontece allá afuera. En su relato Para redactar un anónimo Ilallalí Hernández escribe la historia de un deseo de venganza y la callada estrategia del cónyuge contra un matrimonio que lo ahoga de manera definitiva: Inusualmente H extiende en efectivo el dinero correspondiente al mes y un poco más. Su mujer alegre lo besa teatralmente en la mejilla. Siente la proximidad de ese rostro que des­ 16


precia, la juventud perdida entre el trabajo y el tedioso matrimonio al que llega de noche. Piensa: “el hogar es lo más cercano a la libertad condicional: el volver a él no alegra, pero sin duda, cierta felicidad existe al saber que se puede salir”. Escribe en sus notas lo mucho que desprecia a su gorda esposa. María Trinidad presenta Las cinco historias de Rita. Es un relato que opta, como algunos de los que describo aquí, por esa atomización del tiempo que recorta en escenas, en versiones, en cuadros que detallan sobre un paisaje plástico historias que están cruzadas por el mismo eje vital: Rita en varios de sus tiempos elaborados en una falsa segunda persona que se dirige a ti, lector, pero que no abre tu consciencia porque ya sabes todo, lo que pasó y lo que pasará, como ese forense que se acerca a un cuerpo que ha perdido la voluntad y la vida. Cinco historias en la vida de una mujer que no son cinco vidas sino un periplo con estaciones donde se alternan las sensaciones y los hechos. En Dos derechos, un revés, María Trinidad explora la realidad del fantasma, la soledad y el duelo. El recuerdo y la ensoñación se tejen para crear ese efecto de ambigüedad que le permite a Clara, el personaje central de este relato, contravenir la indicación: sí hijo, me siento bien. No, no abriré y dejar la posibilidad de que nuevamente el hombre detrás de la ventana cobre realidad y se apropie de los territorios del esposo muerto: su boca, sus senos. Suriel Martínez incluye Quince, que en realidad son el trazo de 14 situaciones que configuran un relato donde las acciones fluyen a través de la acumulación 17


de información y la progresiva carga de significados sobre los objetos que enumera con un ojo verde y el otro azul. Por ejemplo, develaré un pequeño ejemplo que no traiciona el devenir del recuento: 2. A ella le gusta hacer pan de ajonjolí y ponerse un rebozo color púrpura cuando visita a su padre en el cementerio. 7. A mi abuela le encanta el púrpura y dice que cuan­ do termine la reconstrucción de su casa, pintará la fachada de ese color. Aunque se trata de una estrategia narrativa amena y que mantiene atento al lector, el tema fluye en torno a la falsa queja, a ese gesto inconforme e ingrato que muchos tienen de escupir hacia arriba, de exhibir su desprecio por la bondad y por detrás agradecerla aterrados ante la posibilidad de perderla. La enumeración tan precisa de las conductas crea una ilusión sobre la vitalidad de los personajes. Zain, es otro relato donde la piedra, la luz, la iglesia, sus ventanales y cristales son una forma ensayística/narrativa de la mirada: El cambio de estación hace parecer impuntual a la noche, apenas siete días antes la oscuridad era la dueña de este horario. Pero también es un periplo en busca de sí mismo, de sus orígenes y afectos que termina iluminando con la luz pálida y frágil, temblorosa de siete (re)veladoras (objetos iluminados, inexplicablemente encendidos, que pueblan el cuento en varios escenarios como si trazara un recorrido de luz). Una palabra insiste en el relato y ésa es dolor: el dolor de cabeza es insoportable; el dolor del ojo empieza a ceder; el dolor ha desaparecido totalmente y me acer­ 18


co a la casona. Sin que reinen en el texto, son formas de corporeidad que promueven un contraste rítmico entre la carne y la piedra. Esa carnalidad se expresa también en su voluntad voyerista y culinaria, a pesar de ser un cuerpo textual padece las determinaciones de la necesidad, que también es alucinatoria y fantasmal: había tomado todas las pastillas recién compradas. Zain posee una multiplicidad de niveles que permitirán al lector regresar a él una y otra vez.

Angularidad y proporción Se debe tomar muy en serio el nombre del libro por todo lo que hay detrás de su significado y el anclaje que es resultado del diálogo entre ámbitos y momentos distintos que van de Pitágoras a Kepler, por lo menos. La idea de unidad que ha recorrido la historia de la humanidad ofrece una dimensión distinta a la que entendemos por proporción y que está expresada por Euclides (en sus Elementos) de un modo que el lector de hoy (me refiero a sus recursos, no a su gusto) encuentra altamente poético: Se dice que una línea recta está dividida entre el extremo y su proporcional cuando la línea entera es al segmento mayor como el mayor es al menor.

Una de las propuestas más cercanas al lector es la reunión de estas imaginaciones que proponen ser leídas en el marco de un equilibrio estructural donde sus voces dialogan, se afirman unas a otras como en una orquesta donde ningún instrumento vale más que 19


otro pero cuyo color y tesitura son como una huella digital, como la identidad que le da sentido al oleaje sonoro de la composición. Es un libro que también se quiere organizar como un prisma, como ese pentágono cuyo volumen, el dodecaedro, es una trascripción del cosmos (unos dicen del cielo, otros del universo, habrá que revisar los Sólidos platónicos) y desde donde se mire cada cuento, su proporción, su cifra numérica y verbal convierte a cada uno de sus elementos en punto de encuentro y fuga, como lo proponen dos postulados euclidianos que me parece signan un aspecto de este libro: uno dice que “dado un segmento de línea recta, puede dibujarse un círculo con cualquier centro y distancia”; y el otro, “por un punto exterior a una recta, se puede trazar una única paralela” (una forma sintética de su Postulado de las paralelas). Me alegra mucho tener la oportunidad de abrir este valioso libro con el esbozo de lo que será el comen­ tario crítico de los lectores. Soy aquí uno más. No tengo el gusto de conocer personalmente a todos los autores de estas ficciones y eso permite una dedicación exclusiva a los textos. Una lectura despersonalizada de materiales que seguro les sobrevivirán y serán algún día la única memoria de sus cuerpos.

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C aja

de pastill as de

H itler

Daniel Escoto

Un escritor de origen centroeuropeo escribió siete novelas

de un estilo desbordado, fatuo, engolosinado en las formas. Los personajes, apenas si meros disfraces, y los escenarios, tramoyas huecas. Las líneas generales de la trama, los grandes temas a desarrollar, los magnos acontecimientos históricos que sirven de trasfondo, todo ello adolece de dirección; está apenas esbozado. En cambio, la ejecución de los detalles nimios, los manierismos de algún personaje misceláneo, alguna escenilla trivial… las minucias están desarrolladas de manera pomposa hasta el grado de lo pedante, lo vomitivo. Hay, empero, un rigor disciplinario, absoluto, enterrado bajo toda esa flora enfermiza de barroquismos y digresiones. Es una idea fija, más bien una imagen fija, o mejor aún una idea-imagen que él mismo se impone —como el rigor que asume el puritano en sus actos diarios y la castidad asumida por la beata— y plasma de manera impecable en los siete libros. Esta Ley áurea de su invención brinda una coherencia, una cohesión y una congruencia de niveles definitivamente espirituales a la obra completa: el número divino se manifiesta en su esplendor, y nos hace 23


descubrir a Dios por debajo de la inmundicia y el fango literarios. En una escena de su prima novela Reconstrucción del imperio romano, una mujer madura lleva una mano a su seno izquierdo mientras blande un puñal con la mano derecha; su hijo menor y un amigo de la familia acuden a su llamado plañidero. Es Vipsania apelando al sentido latino del honor, ante los horrores de la decadencia y el cisma de Roma y Constantinopla. En su segunda obra larga de ficción, El corsé púrpura, el escritor de origen centroeuropeo reproduce una escena formalmente similar: una vieja marquesa, horrorizada ante el libertinaje de sus hijas en Versalles, oprime acongojada su pecho mientras blande en su delirio un estilete; uno de sus sobrinos y el lacayo sosteniéndola. ¿Distracción del autor? ¿O habrá confiado en que nadie leyera su obra primeriza Reconstrucción del im­ perio Romano, y quiso probar mejor suerte para esa imagen de su predilección? ¿Apropiación deliberada de esa viñeta, extraído de algún cuadro de su gusto, pintado por algún compatriota de su nación centroeuropea? Toda suposición de coincidencia desaparece con la tercera novela, En un cementerio de Praga. Ahora Vipsania y Madame de Croquembouche son encarnadas por la mujer del rabino, que sospecha de la salud mental de su marido, y a riesgo de otro Golem que asole la ciudad, prefiere armarse de una daga y aliarse con dos jóvenes estudiosos de la Torá. Una escena repetida tres veces nos indicaría un leitmotiv muy deliberadamente elaborado; imaginamos que el oscuro autor de origen centroeuropeo, astuto o pretencioso, busca ya en su incipiente carrera seducir con una artimaña a los críticos y estudiosos. Seguirán una cuarta, una quinta, una sexta novela… y dudaremos en24


tonces de la lucidez de tal decisión. La reiteración de la misma viñeta, una y otra vez, pareciera perder un carácter literario y asumir el de la parafilia, el delirio. La inclusión de la idea-imagen parece a veces forzada, neurótica. Una vieja sacerdotisa que empuña un áspid, dando muerte a dos jóvenes escribas; la orgullosa mujer de un Emperador que, cetro en mano, negocia en secreto con dos jóvenes mercaderes venecianos; la matriarca ojerosa, que, empuñando un látigo, amonesta a los dos eunucos principales del gineceo… Las variaciones en Ojo de Horus, Siete días del sitio de Constantinopla y Los pastelillos de ajonjolí de la Alhambra, imprimen en el devenir de su obra la sensación de una motivación ulterior, una pulsión de obsesión y locura en un autor que, según su biografía, parecía un ser común y corriente en todos los demás respectos En su séptima novela, publicada póstumamente, aparece con deslumbrante claridad el destino sellado del escritor de origen centroeuropeo. Una vez reproducida la escena el número divino de veces —una institutriz bávara que termina su vida clavándose un cuchillo de cocina en el corazón, ante la mirada horrorizada de sus dos pequeños educandos— el escritor tomó arsénico y dejó la obra sin terminar, muriendo después de un par de horas en atroces dolores. Lo encontrarían muerto, la mañana siguiente, agentes de la Gestapo, quienes iban en su busca para apresarlo con cargos de disidencia política. A su lado, el manuscrito incompleto de la última novela en su obra mística, divina, simétrica, incomprensible: La caja de pas­ tillas de Hitler.

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D éjame entr ar Flor Aguilera G.

Eran las siete y media. Hora de la merienda.

“No voy a salir”, enunció la chica. Luego, para enfatizar, agregó: “nunca”. Eva habló despacio y con determinación, después se asomó por la mirilla para ver la reacción de su padre. Al rozar la mano contra la puerta, sintió cómo se le clavaba una astilla en la palma regordeta. “Au.” Intentó ver el daño, pero la luz que entraba por la ventana era escasa. No le apetecía encender la lámpara. El padre miró la puerta de madera que lo separaba de su hija. Gruesa, pesada, con un picaporte cobrizo en la forma de una mano, era evidente que aquella puerta había pertenecido a la entrada de una casa. En un principio a todos les había provocado extrañeza el verla como puerta de recámara, pero ya se habían acostumbrado a aquellas pequeñas anomalías de su nuevo hogar. La razón de las puertas, de algunas ventanas y otros detalles del departamento era que para la reconstrucción del inmueble —después del último temblor— se había optado por utilizar sólo los materiales más sólidos y durade27


ros. Muchos de estos elementos habían sido rescatados de entre las ruinas de las viejas casonas de la colonia y usadas, posteriormente, para reparar los edificios que seguían en pie. El papá de Eva vio, por el pequeño círculo de cristal, como un ojo oscuro y enorme lo miraba y parpadeaba con frecuencia. Tomó el picaporte y lo golpeó un par de veces contra la puerta, casi sin pensar. “Eva, abre y sal ya. Esto es absurdo. No te puedes quedar encerrada allí.” “Aquí estoy bien, pa. Vi en la tele que los chavos japoneses lo están haciendo y, sin salir jamás de sus cuartos, algunos se han vuelto súper ricos y famosos dibujando manga y creando negocios por Internet”, respondió la chica. “Nunca se vuelven gordos, ni tampoco están mal nutridos porque todo lo que comen está preparado por alguien más, quien se preocupa por que lleven una dieta balanceada. Eso sí, la comida debe ser plana para que quepa entre la puerta y el piso.” El papá escuchaba e intentaba mantener la calma. “No es nada personal, pa. Es un statement en contra del terrible mundo que habitamos. Yo también prefiero vivir en la Matrix.” Y terminó así su discurso la adolescente. “Pero no sabes dibujar, ni tampoco sabes nada de negocios”, gritó su hermana desde el comedor, mientras abría una caja de pastillas anticonceptivas con la mano derecha y al mismo tiempo arrullaba a su pequeño hijo, sosteniéndolo con el brazo izquierdo. “Shht.” El papá miró a su hija mayor y le hizo la señal de silencio, con un dedo sobre los labios. “Lo vas a despertar”, susurró. Le dio la espalda nuevamente al ojo de Eva y caminó hacia la mesa del comedor. Miró a su nieto, y al 28


acercarse a su rostro y percibir la sonrisa apacible del niño dormido, sintió una punzada en la sien. “¿En serio sólo comerá comida plana?”, prosiguió Lilith. “¿Entonces qué hago? ¿Le tuesto un pan, le pongo mermelada y se lo paso por debajo de la puerta o le aplano uno de esos dulces de ajonjolí que dicen que tiene un chorro de proteínas?” El papá encogió los hombros. Le deseó buenas noches a Lilith, justificándose con una incipiente migraña y besó al niño con gentileza en la punta de la nariz. Su hija se quedaría despierta, esperando que regresara su esposo del trabajo. Seguramente a esa hora Eva desistiría de su afán de convertirse en adolescente japonesa. Saldría de su escondite a platicar con su hermana y su cuñado. Sobre todo, el papá contaba con que la atrajera a la sala su programa favorito de televisión, que empezaba a las nueve de la noche. Eva había anunciado su retiro esa mañana. Siempre de­ci­día hacer algo radical con su vida después de cada visita a la tumba de la mamá, muerta dos años atrás en El Temblor. Él sabía que ese ímpetu de Eva de llamar la atención se le pasaría pronto, como se le había pasado ya la fase neopunk, o el episodio en el que se había incorporado a los Hari Krishna, trabajando en el aeropuerto después de la escuela, repartiendo flores, cantando mantras y pidien­ do dinero a cambio. Todo duraba a lo mucho un par de semanas. El papá se dirigió al baño a la mitad del pasillo, entre la sala y su habitación. Encendió la luz, se bajó el cuello de tortuga de su suéter gris Oxford y se miró en el espejo. Revisó la gran mancha púrpura que le cubría ahora la mitad del cuello. Hacía apenas un par de semanas lo había visto 29


como un pequeño lunar. Siendo médico, conocía bien los síntomas y el proceso de deterioro. Se dirigió a su recámara y cerró la puerta. Antes de acostarse y jalar las cortinas, se asomó por la ventana. Seguía lloviendo. Era el tercer día. Escuchó a su nieto. Lloraba. Cada vez más desesperado, el llanto le recordó al predicador callejero que de camino al consultorio vio cómo les gritaba a los transeúntes que corrían frente a él, con sus paraguas de colores, que la lluvia imparable que inundaba al mundo era una señal inequívoca del fin de los tiempos. Sin poder dormir, el papá acostado en la oscuridad con los ojos abiertos, escuchó voces de la televisión encendida en la sala y luego las de sus hijas, riéndose. Sintió en todo su cuerpo como la casa regresaba nuevamente a un orden apacible. Cerró los ojos en paz. No quedaba nada por hacer.

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M utatis

mutandis

Gabriela Pérez

Busqué el cadáver por entre las butacas. No había rastros;

ni siquiera de sangre... Salgo un poco decepcionada. Que un cinematógrafo —porque ésa es su verdadera profesión— venido a crítico musical, se desangre durante la proyección de La noche de los mayas, sonaba bastante bien como final de la historia. Hace frío y yo me he puesto una falda negra; larga, pero ligera y con aberturas a los lados, así que tengo prisa por llegar al auto. Me pregunto si aquel extraño personaje que gusta del cine, de la música y del autocontrol, yace ahora sobre su cama con su gata lamiéndole la cara. O simplemente, vaga por la ciudad con el bolsillo lleno de pastillas y un maxilar inflamado. Salgo del cine y la misma anciana que vendía dulces de leche a la entrada, me ofrece ahora galletas de ajonjolí. No me gustan los dulces de leche y no me apetecen las galletas, aun así le compro. Camino junto al cementerio que todas las noches luce como un estacionamiento cerrado. Tengo que cruzar la calle esquivando conos, letreros, máquinas y el ojo lascivo de los trabajadores; hace un tiempo que la ciudad completa parece estar en reconstrucción. El 31


escenario es tan surrealista como la idea de que alguien que sobrevivió a su infancia en una escuela de legionarios, pudiera morir por un raquetazo de squash. Luego de siete calles llego por fin al auto, Stuck in the middle with you suena en el radio que enciendo después de abrocharme el cinturón. La imagen ficticia del púrpura cubriendo la boca de mi amigo Jack es sustituida entonces por la de Mr. Blonde bailando... Recuerdo entonces la navaja en el baño de Jack y pienso que es hora de disculparme por mi juego rudo. Sonrío cuando me doy cuenta de mis ganas de bailar.

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M Alejandra Ibarrola Castro

M se refugió debajo de la escalera. Ese pequeño rincón en

forma de cueva le producía tranquilidad. Escuchó la llave entrar en la cerradura metálica y el clic al girar. Cerró los ojos y suspiró profundamente. Pronto anochecería y las jacarandas de la calle estarían tiñéndose de color ajonjolí. El atardecer era la antesala de la intranquilidad, al desvanecerse la luz solar, invadía a su cuerpo una sensación de pavor que lo rebasaba. Después de la muerte de su padre las pocas reminiscencias que conservaba del ocaso eran de angustia e hirientes. Quería salir de su guarida, pero la posibilidad de coin­ cidir con el crepúsculo lo alteraba. Escuchó unas pisadas que ascendían por los escalones, haciendo tronar las vigas, detuvo su impulso de salir y se replegó en la oscuridad. Sintió que su corazón se detenía. ¿Habría llegado el médico? ¿Notaría su aparente ausencia? M traía consigo una pequeña linterna. De repente sintió comezón en un brazo y al rascarse palpó varias protuberancias. Encendió la lámpara y la dirigió a su antebrazo, reconoció una serie de manchas rojas perfectamente alineadas. Las lápidas de mi cementerio, pensó. Las presionó 33


con fuerza, tenían una consistencia dura y le producían ardor. Las contó, dos, tres, cinco, seis, siete. Apagó la luz para averiguar si la sensación de picazón se debía a una percepción fotosensible, pero nada sucedió. En realidad lo que deseaba era salir de ese hoyo negro pero sin jeringas. Había transcurrido un largo rato, tenía hambre, su estómago reclamaba alimento, no lograba encontrar una posición cómoda. Apoyó sus manos sobre el piso, la comezón se había extendido a lo largo de su cuerpo, sentía como un ligero hormigueo le recorría las piernas encogidas, subiendo y bajando por sus extremidades. Se percató que la rendija de luz que entraba por la duela prácticamente había desaparecido, un sudor lo abrazaba desde la punta de los pies hasta la frente y le humedecía la ropa. Estrechó aún más su posición fetal arrimándose hacia la pared. Intentó distraerse y pensar en cualquier trivialidad, pero no lo consiguió. Quiso entonces hacer una reconstrucción del incidente con la mujer cuya imagen apareció como un oasis en medio del desierto, con tal claridad que casi podía tocarla. Evocó la tarde cuando parado en el marco de la puerta victoriosamente le cerraba el paso, ella quiso cruzar, él se lo impidió empujándola hacia atrás, no permitiría que saliera de la estancia sin explicarle por qué había puesto la mascarilla sobre la nariz de su padre. Ella manoteaba e intentaba hacerle entender que no había estado ahí aquel día, pero a él no le interesaba escuchar. Luego, nada, los recuerdos se evaporaban y se condensaban, le venían a la cabeza como nubes grises cargadas de tormenta. De nuevo la pesada sombra femenina, posándose frente a él como el reflejo de su propio rostro, nítido fantasma especular que habitaba sus pensamientos. Distinguió la mancha púrpu34


ra alrededor del ojo y su contorno verde amarillento; un semblante de preocupación. Con espanto reconoció el parecido a su madre; que siempre negó. Quiso pronunciar su nombre, pero una voz quebrada lo traicionó. Otra tarde despertó con la única imagen que no se difuminaba: un cuerpo, el tubo plástico del tanque de oxígeno desconectado de la boquilla, el tanque de gas conectado a la mascarilla y ésta en el rostro de su padre, la aparente sorpresa de su madre, el olor a alcohol. El llanto que lo convulsionaba, el movimiento pendular del reloj de piso, la sirena de la ambulancia, el lánguido atardecer. Había olvidado por unos minutos el cosquilleo cuando de repente tuvo la sensación de que un ejército de hormigas arremetía contra su espalda quemándole la piel, produciendo al contacto con el sudor frío un tenue vapor que lo estremeció. Se contorsionó, buscó la linterna debajo de sus piernas y con manos temblorosas, logró encenderla. Vaya sorpresa se llevó al descubrir una sombra deforme y púrpura sobre la pared que ante la aparición de la luz frenó su avance casi de manera simultánea en todos sus contornos. Se quedó paralizado, nunca los insectos le habían generado temor, pero en esta ocasión era distinto. Pensó en el ojo amoratado de su madre, en el rostro asfixiado de su padre, en el tono púrpura que compartían ambos recuerdos y ahora esa sombra amorfa a la que miraba de reojo y que permanecía detenida, como si estuviera conteniendo la respiración para avanzar a la menor señal. Sintió asco. Súbitamente le desaparecieron las ganas de comer, de pronto la mancha negra retomó su paso marcial y comenzó a moverse velozmente, repartiéndose hacia todos los extremos posibles del muro e infiltrándose con toda facilidad entre las vigas. 35


No era reciente que sufría alucinaciones, pero de un tiempo a la fecha cada vez aparecían con mayor frecuencia, no le interesaban los diagnósticos médicos ni las recomendaciones familiares, sin embargo, le gustaba aquella sensación que le producían los medicamentos al disolverse en su boca, sobre la lengua, no todos, sólo los amargos y desagradables. Con la esperanza de encontrar sus pastillas, metió la mano al bolsillo del pantalón, en lugar de aquéllas se encontró con un papel arrugado. Lo había leído tantas veces en los últimos años y ya las fibras comenzaban a desmenuzarse, pero las letras, inexplicablemente, permanecían legibles como si se tratara de una misiva de guerra. Con ojos llorosos reconoció la caligrafía de su madre que con suave y amorosa letra le decía “no me esperes al atardecer”. Apagó la linterna, se arrodilló. Recreó el momento en que abrió la llave del gas y colocó sobre la nariz de su padre ebrio la mascarilla de oxígeno, el tanque vacío, su madre ausente, el atardecer reflejado en las ventanas de la habitación. Al salir cerró la puerta y escuchó el clic de la llave al girar.

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M arco P olo Benjamín Sandoval Zacarías No puedo sentir otra cosa más que agradecimiento. Robert Walser

Tengo quince años.

La luz de la piscina; la piel luminosa de la abuela; el lunar de mi mano derecha; la fiesta de cumpleaños del abuelo. El murmullo de las voces y el entrechocar de los vasos; la loción de mi tío Arthur; los pies de Estela morenos por el sol. Ráfagas de brisa que agitan el pasto y transmiten una gran calma. Los rayos del sol. No sé por qué pero todo brilla: las hojas de los árboles, el pan con ajonjolí, la piel de la abuela y también el lunar de mi mano derecha. Será que no puedo contener la alegría y todo me parece hermoso: hasta los rudos modos de mi padre; hasta la voz afeminada y los comentarios fuera de lugar de Tommy, el novio de mi hermana Marla. Todo brilla —imagino— como si estuviera a punto de extinguirse, y tengo la sensación de que es imposible que algo más suceda. Cuando cierro los ojos distingo el murmullo constante que producen los invitados: risas, entrechocar 37


de vasos, gritos infantiles y el agua de la piscina que golpea contra los bordes. Me agrada este conjunto de sonidos. Me siento en paz. Mi prima Estela tiene dieciocho años y se acaba de matricular en la universidad; ahora vive en la costa oeste y apenas llegó ayer: recién comenzadas las vacaciones y a tiempo para el cumpleaños del abuelo. Tiene la piel morena por el sol y en eso sí que ha cambiado en el transcurso de los siete meses que lleva afuera. Extrañé a Estela mientras no estuvo, pero ahora tenemos todo el verano para ponernos al corriente. Tal vez a finales de año la vaya a visitar antes de las fiestas navideñas, si es que mis padres me dan permiso y —sobre todo— dinero. Me gusta mi prima Estela. Siempre me ha gustado y yo también le gusto; por lo menos eso me dijo al oído la vez que nos despedimos en el aeropuerto. Mis tíos lo saben pero lo consideran —hasta cierto punto— algo divertido, lo mismo que mis padres. Será porque me lleva tres años y ahora vive al otro extremo del país. Es divertido incluso para mí, que sé también que nuestro enamoramiento es —más que nada— un juego. Pero me gusta mi prima Estela. Cuando cierro los ojos distingo el olor de la carne que sale del asador; de las salchichas y las chuletas de cerdo. También distingo la loción del tío Arthur que se quedó impregnada en mi camisa al darme un abrazo y que ahora desabotono para tomar el sol; el olor del puro de mi padre que se ha quedado humeando en un cenicero. Me levanto y paseo alrededor de la piscina y huelo también el alcohol quemado que sale de la flama de las varias antorchas hawaianas colocadas en el jardín. Huelo el bronceador de mi madre que se acerca a pedirme que ponga atención a mis pequeños primos y —finalmente— el perfume de Es38


tela (ligero aroma de fresa) al acercarme a su silla para invitarla a nadar. Sopla el viento y mi nariz se llena de todos los olores juntos y estoy feliz. Que siga soplando, espero, por mucho tiempo. Le tomo la mano a Estela y de un brinco estamos en el agua. El cielo se tiñe de púrpura y los amigos del abuelo se retiran con sus familias; están algo borrachos; también el abuelo: se balancea de un lado a otro y ríe de casi cualquier cosa. El abuelo rememoró con ellos algunas anécdotas de sus días en el ejército y lo hizo con bastante gracia. Varios de sus amigos han muerto en el último par de años —muchas visitas al cementerio—, pero a él se le sigue viendo bien. Alegre. La abuela —en cambio— está enfadada porque ahora ha de ser ella quien conduzca de regreso y siempre se queja del dolor en sus pies. Aunque mamá le ofreció la habitación de huéspedes, la abuela sigue renegando. Así son los viejos, supongo, aunque apostaría mi próxima mesada a que finalmente decide quedarse. Sólo hay que insis­ tirle un poco, pues así son los viejos. “El abuelo ya tiene mucho sueño y es mejor que se queden”, le suelto. “Es más —digo mientras tomo al abuelo del sofá y lo acomodo sobre mis hombros— lo voy a acostar de una buena vez.” Y la abuela se tranquiliza y se queda con mamá, que le ofrece una taza de té. No pesa nada el abuelo: está más flaco que un palo. Casi lo voy cargando por las escaleras y el pasillo hasta llegar a la habitación. Lo acomodo sobre la cama, le quito la gorra, los zapatos y las pastillas de menta que guarda en su camisa; le aflojo el cinturón. Antes de apagar la lámpara de la mesilla observo su rostro y me parece que es el de un niño que ha jugado toda la tarde y ahora está exhausto y feliz de ir a la cama. No le falta nada y me siento 39


feliz por ello. Apago la luz —y luego la apago— aunque de un momento a otro la abuela la encenderá otra vez para acomodarse en la cama —ella también niña— y dar por concluido el día. Para los demás —sin embargo— no ha terminado. Mi padre se acaba de meter a la alberca a jugar con los que quedan. Desde la ventana de la cocina observo el jardín: la alberca —iluminada por reflectores submarinos— me transmite una calma que quisiera se prolongara hasta que llegue a ellos y me sumerja una vez más bajo el agua. Mi padre ha dado un salto para atrapar a mamá y aventarla de nuevo a la alberca. Marla no paró de reír un buen rato. Me echo un clavado. Como el tío Arthur también está algo borracho, hemos aprovechado para aventarle siempre a él la pelota en su cada vez más ancha calva. Está triste, el tío Arthur: la tía Mónica lo abandonó hace un mes. Cuando se soltó a llorar mi padre también lo aventó al agua y es por eso que ahora nos podemos aprovechar de él. Es un buen tipo, mi tío y es una lástima que hasta ahora se haya dado cuenta de lo mucho que quiere a la tía Mónica. Mejor tarde que nunca. Yo quiero a Estela y —afortunadamente— me doy cuenta ahora mismo. La quiero tanto que a veces desearía estar siempre con ella. Luego lo pienso mejor y sé que todavía me faltan cosas por vivir y chicas por conocer. Estela —tal vez— se irá convirtiendo en un fantasma: deambulará sobre las calles de mis recuerdos. Pero todavía no llega ese momento —en el que yo también seré fantasma para ella— y mientras tanto sé que la quiero. Tanto que desearía no alejarme nunca de ella. Luego, lo pienso mejor… La noche cayó de improviso y la luna llena —como un gran ojo— ha aparecido. Marla y Tommy han decidido 40


conducir de vuelta a la ciudad y Estela se está cambiando en el baño para aprovechar a que la dejen en su casa. Papá y mamá siguen en la alberca y el tío Arthur se quedó dormido en una de las sillas del jardín. Tu piel que ahora es morena por el sol de la costa Oeste y el lunar de mi mano derecha. Mañana podemos ir a la playa aunque el agua del mar en esta costa siempre esté muy fría. Podemos acercarnos al muelle en reconstrucción. Sentarnos en la arena a observar el movimiento de las olas que, a diferencia del agua de la piscina, nunca paran de moverse.

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L as

siete posiciones

Celia Teresa Gómez Ramos

Te acecho, luego te conviertes en mi presa. Vas a donde yo

quiero que vayas, cediste el poder. Te sometes. Estás bajo los instintos de esta fiera que te huele, de arriba abajo, que con la lengua te recorre. Te abandonas a mis deseos y juego con tus miedos. No sabes hasta dónde puedo llegar, pero lo quieres, necesitas saber cuáles son tus límites. Obedeces. Me sientes. El calor del vaho que sale de mi boca te estre­mece. Te muerdo. Te excitas. Golpeo tu sexo. Lames mi bota. Tu cuerpo se manifiesta desafiante y altivo, alerta, no descansa; pero quiere mentalmente dejarse llevar, no pensar, sólo sentir. Sufrir, desea sufrir. Sangrar, desea sangrar. Experimentar, ansía experimentar. Tendrá todo eso. La imaginación y los plazos se agotan. 1. Salpullido de Ajonjolí Hace aproximadamente un año y medio, al lavar las manza­ nas para preparar una ensalada navideña, mi vida cambió. Ése sería el detonador de aquello en lo que habría de convertirse mi percepción del mundo. Mis manos comenzaron a agrietarse. Erupciones del tamaño del ajonjolí fueron 43


empedrando la zona. Si al principio eran dos dedos los afectados, y sólo parte de ellos, cada vez la contaminación se extendió más. Después de unos días ya estaba en todos. La comezón logró apresarme, traté de controlarla usando crema, pero lo cierto es que el problema iba en aumento. Aparecieron una especie de “bolitas de agua” en mis dedos, al tallarlas, derrochaban una sustancia pegajosa. Los amigos me sugirieron, siempre solidarios y opinadores, emplear guantes para evitar el contacto con jabones, detergentes y hasta el polvo. Compré algunos. Busqué al médico de mis primeros años, el homeópata que me había logrado sacar del asma y todas mis alergias infantiles. A mi mente llegaron periodos prolongados de en-­ cierro y cama. Su diagnóstico fue: Es una micosis. Me mandó pastillas de azúcar con alcohol, para degustar con mis dis­tintos alimentos; además de una pomada para mis menesterosas manos, y les digo así, porque el médico casi ni quiso tocarlas, lo noté cuando le extendí la diestra para despedirme. ¡Pero si yo era la alérgica al contacto, y no él! Por si eso fuera poco, también me recetó unas pastillas de gingkobilova para mejorar la memoria, aunque hasta donde yo recordaba no padecía olvidos. Seguro descubrió algo extraño, pero no me lo dijo. En fin… En mis ayeres, la comezón aparecía en dedos y plantas de los pies, lo que me llevaba a friccionar uno contra otro por las noches, hasta sangrarlos. Recuerdo entre sueños a un doctor curándome, me quitaba pus, sangre y así disminuía la hinchazón; también tengo presentes lavados nocturnos en agua caliente con sales. Días después de acudir al homeópata, recomencé con este problema. El alivio momen­táneo sentido al destrozar mis tejidos, era al parecer suficiente, como para después padecer el dolor prolongado. 44


2. Esas pastillas para la memoria Las pastillas para mejorar mi memoria, me recordaron a aquéllas con ácido glutámico que quise tomar cuando estaba en preparatoria. Semanalmente el maestro de Psicología Clínica nos hacía examen del libro: Desarrollo y Psicopa­ tología de la Personalidad. Un enfoque dinámico, y ¿qué tal?, hasta del nombre del libro me acuerdo. Con menor razón entiendo al homeópata. Comento, quise tomar esas tabletas, porque sólo lo intenté un par de veces cuando me ponía a estudiar para el examen. Eso sí, las tomé con el escepticismo de una adolescente que se cree conoce­dora y, obviamente, no me sirvieron para retener todo con una sola leída. Por supuesto, debí trabajar hasta altas horas de la madrugada para recordar, como cada semana, y sin duda memorizar un cúmulo de conceptos, que ya por el cansancio no entendía. Pero regresando al pasado próximo, no sé si algo tendrán que ver esas pastillas de gingkobilova, porque a partir de ingerirlas, en ocasiones comencé a sentir demasiada luz entrando por mi frente. Me molestaba mucho. Aunado a lo insólito de que mi piel, constituida de manera uniforme o al menos similar en todo mi organismo, recibiera esa luz lastimosa justamente en esa parte, y no en otro sitio. Además de todo aquello sucedido en secuencia, sema­na a semana, también empecé a sentir que cuando despertaba, a veces iba integrándome poco a poco. En partecitas. Nunca quise poner atención en eso del tercer ojo, pero según charlas sostenidas con mis amigas, estaba en la frente y era como nacer a una sensibilidad superior. ¿Y si yo lo tenía? Tal vez, creí, mi tercer ojo quería informarme algo ajeno para mí. Casi sintiéndome Gurú; sin percibir 45


mayor memoria con las pastillas dictaminadas, pero sí como si viniese de un lugar lejano. Aquí tenía mi cuerpo, pero de gran distancia acudía mi lucidez, que mínima o vasta, llegaba paulatina por las mañanas, luego de haber despertado. La mente es un portento aún sin desentrañar. Quizá algún día. En tanto, esta Gurú novata se batía en comezón suprema en plantas de pies y manos; extremidades que daban cuenta de las batallas vividas a diario entre izquierda y derecha. 3. El ojo izquierdo se escurre Comencé a buscar a más doctores. Visitando Internet, descubrí un lugar denominado Centro Dermatológico Pascua, un sitio de concentración en donde se localizan los mejores médicos en problemas de la piel, con un costo simbólico. Ya para aquel tiempo, la comezón se me había contagiado a la barbilla. El diagnóstico: Piel delicada, rostro graso sin necesidad de crema, aunque me enviaron una hecha a la medida, y yo me pregunté, además de aquella incongruencia, bueno, y ahora dónde encuentro boticas. Debieron explicarme dónde me la podrían preparar y si bien, el color rosa me encanta, hacía ver mi rostro blancuzco. Todos llevamos una máscara, me parece cierto, pero de la frase a sentir que vas portándola por la vida y todos deben notarla, resultó muy desagradable. Debía colocarla cada cuatro horas durante el día. Sobra decir…, la comezón no se quedó en la barbilla, se comenzaron a agrietar las partes inferiores de la piel de mis ojos, se les hicieron hendiduras; en el párpado derecho observé cuarteado, como piel de cocodrilo, sólo que muy poca y con mínimas posibilidades de venderla a buen precio. 46


Debía volver a mi burbuja, lo sentía, mandar al diablo todo a mi alrededor. No me gusta la conmiseración…, como me dijo la tía Carlota a sus 94 años: ¡La vanidad sólo se va con la vida! Decidí renunciar a todo, pero mientras lo hacía, la pintura del ojo izquierdo se pulverizaba minutos después de colocarla, porque mi piel la repelía. Aún así, con rostro marchito, me seguía maquillando, lo había hecho por años. No estaba dispuesta a dejarlo. En una ocasión, me enfrenté al rebrote de los problemas maritales de una pareja en una reunión en casa. La piel de mis manos estalló. Acabé tallándolas con el pantalón, para al día siguiente tener una hinchazón y dolor insoportable. A estas alturas, el contacto de mis manos con el agua caliente me generaba casi un orgasmo, pero tan sólo salir de la regadera, tocar la toalla, mi piel se erizaba; no podía contener la comezón, hasta lastimar un poco los tejidos y entumecerlos, para que una vez adormilados, apareciera el sufrimiento. En aquel momento tuve por recomendación el agua tibia, para controlar la ansiedad y el desenfreno. 4. Labios púrpura De un día a otro las cosas se iban complicando, ya no sabía cómo situarme frente al mundo, caducaba y se volvía obsoleto de manera impresionante para mi hábitat personal. También de repente, mis labios se deshidrataron; como los de Cleopatra luego de permanecer sin agua en el desierto. El contacto con el limón resultó insoportable, la sal lo mismo, el alcohol ni se diga y cualquier cosa cítrica me generó picazón. Siempre había usado mentol para una re47


sequedad momentánea en labios, pero esta vez no funcionó. Crema de cacao, tampoco. Me enviaron mis nuevas doctoras un lápiz de marca cara, Eucerin, para ponerme cada hora. Lamenté lo que ocurría con mis labios, la única parte perfecta de mi rostro, según me habían dicho en una sesión de maquillaje. ¡Vaya!, ¡fuera labiales! ¡Hasta la vista! Sin embargo, al poco tiempo, ese tal Eucerin no fue suficiente, necesitaba algo de mayor potencia, pues las comisuras se empezaron a abrir. Se me hicieron grietas. A los lados tenía manchas rojas, que no obstante darme comezón, me ardían. Mis labios vivían el púrpura, que si bien es un color frío, a mi me encendía la rabia contra mi cuerpo todo. Intenté más médicos, otra dermatóloga pero en consulta privada. Desde el primer momento me dio un diagnóstico, que yo traduje en lo siguiente: Tu piel siempre ha sido delicada, aunque no lo supieras, primer punto. Las taras de la infancia se vuelven a presentar en la etapa de madurez, detonadas por presiones y nervios, segunda realidad. El tratamiento y cuidados serán de aquí, para toda la vida, tercera caída. 5. La piel como cementerio Mi piel como cementerio. El cuerpo es un oráculo, un templo. Tal vez por dentro estaría lo mejor. Pues si un fruto se puede ver impecable por fuera y tener gusanos al interior, al revés ¡claro que puede ser! Las células tienen memoria, los músculos, los órganos. No terminaba por comprender cómo no se volvía pasajero esto y se quitaba como llegó, de un día para otro. Así de plano... 48


Cada grano parecía una cruz, como una pequeña tumba, cada una con su lápida. Cientos, cientos de tumbas circundaban mi cuerpo. Habían aparecido ronchas en mi cara, el contorno de mis ojos, el ojo izquierdo como el derecho, se agrietaban cada vez más. Llegaron las recomendaciones que no quería —de hecho, no deseaba nada que cambiara mi vida—, dejar de pintarse por un tiempo; sin máscara, sólo cremas en el rostro; bloqueadores solares y revividor labial. Me inventé la idea: ejercitaría mi autoestima de cara al mundo y como es de esperar, poco a poco me fui sintiendo liberada. Requerí entrar en contacto con la cortisona, de efectos tan nocivos… La piel se ponía tersa, pero se rompía como el papel en los dobleces. Días bien, días mal. Desde entonces, uso jabón especial, gel líquido sin alcohol, cremas para manos con el don de romper la barrera de resequedad a la larga. Pero si de cualquier actividad casera se trata o de lidiar con polvo, utilizo guantes de algodón y sobre ellos, de látex o de trabajo rudo. El estado de mis manos era tan horrible…, engendraba todo un proceso: comenzaban a brotar granos de ajonjolí hasta que se hacía un gran cementerio y las bolitas supuraban, después se hinchaban, daba mucha comezón y la piel empezaba a pelarse, como la de las víboras, ni más ni menos, y uno podía encontrarse de repente, quitándose una cáscara epitelial en desuso o desahucio. El aspecto era patético, así que acudí a un local del centro de la ciudad a comprar guantes exóticos. Tendría que imponer nuevas modas, pensé, sin explicación alguna. Los guantes me gustan. Me armé una gran colección. Es más, me veía sexy.

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6. Reconstrucción en siete posiciones Decidí que mi vida ya no podía seguir igual, ahora era especial y sería más exigente. Ya no podré tener una relación cotidiana con un varón. No voy a explicarle lo que me ocurre; tampoco tendría por qué entenderme. Entonces me aventuro, para que cada ciclo en que mi piel se encuentra mejor, el placer pueda venir a mí. Porque ahora, lo sé muy bien, estoy obligada a usar constantemente lubricantes labiales y ungüentos para manos, pies, cara. Así, debo esperar ese momento exacto para cautivar a los hombres. Lo comienzo a hacer, pero con estos cuidados me vuelvo más aséptica y más perversa. Ahora me gusta dominar, decir qué es lo que debe de hacer el otro y cómo lo debe de hacer. Llevo una vida doble, la excéntrica y la cotidiana. Hoy que me sé alérgica al contacto, sólo en ocasiones me doy el gusto. Se que luego dolerá, pero tendré un mes de cuidados. Estoy en plena reconstrucción, en ese proceso integrador, como cuando despierto y todavía no está conmigo parte de mí. Merodeo la vida, ahora hablo menos e intereso al otro más. Camino por el mundo como si nadie existiera, y en esa seguridad, encuentro al hombre que por supuesto, quiere ser dominado. Descubro que esto me genera un gran placer y comienzo con la integración de mi vida (mi salpullido de ajonjolí, mi ojo derecho buscando una ventana de luz en mi frente y luego el izquierdo repelente al color y agrietado, mi piel como cementerio, mis labios púrpura). Me edifico de nuevo y soy otra, la otra que quería ser, y asumo esas, las siete posiciones dominantes que no me había atrevido a disfrutar en la vida. Seguro tú las conoces…

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D os

derechos y un revés

María Trinidad

Clara teje sentada sobre el diván. Cuenta en voz alta: dos de-

rechos, un revés, dos derechos, un revés. Lo hace para escuchar su propia voz porque el silencio domina la tarde y no le gusta. De cuando en cuando asoma los ojos hacia la ventana. Nadie. Únicamente el sol que entra y atraviesa las cortinas. Sigue entrelazando los hilos. Pierde la cuenta y revisa la prenda. Uno, dos, uno, y repite: “Dos derechos, un revés”. Mientras sus manos hilan con las agujas, por el rabillo del ojo atisba una sombra. Vuelve la mirada, es un extraño, no su hijo a quien espera desde hace dos horas. La sombra se aleja y finalmente desaparece. Ve el reloj. Las seis de la tarde. Al parecer, otra vez no vendrá, se dice mientras fija la mirada en su labor. Deja el tejido a un lado. Se levanta, enciende la radio. Un viejo bolero. Exhala un suspiro. En dos días cumplirá sesenta y nueve años, piensa mientras se acomoda de nuevo en el sillón. Hace siete que murió su marido. Si al menos hubiese vivido un poco más, pero tuvo que velarlo la misma tarde de su cumpleaños. Vaya regalo. En vez de pastel y vino; café, galletas y rosarios. Comienza de nuevo a contar.

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Clara y su marido ensayaban para el momento de su muerte, hacían un balance de sus días intentando una lágrima. Fingir el último suspiro se convirtió en un juego nocturno entre risas y caricias. Lamiendo sus heridas y haciéndose nuevas. Cuando el momento llegó, nada de lo anterior pudo hacerse. El deceso ocurrió tan de repente que sólo hasta el momento de terminar el último novenario, ella pudo caer en cuenta de la soledad que le había heredado su marido. Se sintió tan sola que la reconstrucción de su vida se convirtió en un pasatiempo obligatorio en sus mañanas, largas tardes y noches interminables. La misma sombra pasa de nuevo frente a la ventana, deteniéndose junto a ella. Recuerda las últimas recomendaciones de su hijo: “Guárdate de abrirle a extraños”. Y es que los rumores crecen, un pervertido ronda por el lugar, deja a sus víctimas humilladas y la violencia con que ataca, ha mandado a más de dos al cementerio. Prefiere mujeres ancianas, fáciles de amagar. Ahuyenta sus pensamientos. Dos derechos, un revés, dos derechos… Pero ahora los recuerdos de Clara se van al arroyuelo adonde acudían los fines de semana. Añora aún los trajes de baño con un pequeño faldón. Amigos y amigas mojándose, tocando sus cuerpos con distracción fingida. Clara acomoda su almohadilla color púrpura llena de semillas: ajonjolí, trigo, alpiste; para mantener calientes sus rodillas agarrotadas por la reuma. Clara recuerda las manos del hombre que siempre quiso sobre sus senos, su boca en el sexo. Imágenes imposibles de olvidar, recuerdos que humedecen su entrepierna. Dos derechos, un revés, dos derechos, un revés. El teléfono suena y rápido contesta: “Bueno. Sí hijo. No, no estoy enojada. Se acabaron las pastillas, ahora tomaré otras. Sí hijo, 52


me siento bien. No, no abriré. ¿Mañana vendrás? Tampoco mañana. ¿Y pasado mañana? Mmmmm. Sí hijo, lo haré. Cuídate mucho. Adiós.” Clara se sienta, aparece nuevamente el hombre detrás de la ventana. Se acerca a la puerta y toca. Clara se pone nerviosa. Sabe que estará bien. No hay manera de que algún extraño pueda abrir o entrar a menos que ella así lo disponga. Pone nuevamente el bolero. Sonríe mientras recuerda a su esposo, las manos sobre sus senos, la boca sobre la suya. Clara suspira, se levanta y abre la puerta.

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Q uince Suriel Martínez Aguilera

1. Mi abuela me cuidó hasta los siete años. Entonces ella

todavía no tomaba muchas pastillas. 2. A ella le gusta hacer pan de ajonjolí y ponerse un rebozo color púrpura cuando visita a su padre en el cementerio. 3. La casa de la abuela está en reconstrucción. El polvo que se desprende por la obra le ha causado una infección en el ojo izquierdo. 4. Mi abuela tiene siete nietos. Uno de ellos tiene un ojo verde y el otro azul. 5. Mi abuela piensa que si no se toma las pastillas, antes de siete años estará en el cementerio junto con su padre. 6. Mientras mi abuela hornea el pan, le gusta contarme cómo fue que los esclavos negros trajeron el ajonjolí desde África, ellos lo llamaban sésamo o benne. 7. A mi abuela le encanta el púrpura y dice que cuando termine la reconstrucción de su casa, pintará la fachada de ese color. 8. Mi abuelo también toma pastillas y dice que sólo en el cementerio podrá descansar del olor del ajonjolí, del color púrpura y de su pinche vieja. 55


9. Mi abuelo afirma que el escándalo que hacemos sus siete nietos no lo deja pegar ojo toda la noche. 10. A mi abuelo le molesta que mi abuela nos cuente esa historia de los negros que trajeron el ajonjolí y no nos platique de aquella vez en la que él trabajó como esclavo en la reconstrucción de la iglesia de su pueblo. 11. Mi abuelo es un tipo gruñón que pasa todo el tiempo leyendo el periódico y regañando a quien se deje. Con un ojo mira el diario y con el otro ve a quien chinga. 12. Mi abuelo toma sus pastillas cada siete horas, yo se las llevo, porque a pesar de todo no lo queremos tener descansando en el cementerio. 13. Mi abuelo es el primero en probar el pan de ajonjolí que hace mi abuela, pero siempre dice que es peor que el anterior. 14. El otro día vi al abuelo en su cuarto; creyendo que nadie le echaba un ojo, se arrodilló frente al rebozo de su mujer y dio gracias a dios por tener pan de ajonjolí y un nieto que estuviera pendiente de sus pastillas.

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S erie

del hospital de alienados

Ilallalí Hernández Rodríguez

I. Supongo que ella dijo lo que cualquiera expresa a un amigo que perece en medio de la calle. “No te mueras.” Tras la explosión del vehículo, fragmentos de vidrio se tornaron proyectiles. “¡Ayúdenme!” De la boca entreabierta de su amigo escurre un hilo púrpura. “Escucha la sirena.” Al llegar los paramédicos la introducen en la ambulancia. “¡A él, ayúdenlo a él!” Avanza el vehículo, atrás queda el cuerpo de su amigo que será parte de las cifras del atentado del día. A ella la serenan con un barbitúrico. Aquello ocurrió a la hora en que a los pacientes del hospital de alienados les permiten mirar el televisor.

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ii. En la luna de miel los recién casados contemplaron la boca de un barranco. Saboreaban dulces de ajonjolí. Dijo la es­po­ sa: “Lamento que toda la vida sea tan poco tiempo”. Saltó. ­ Aquello ocurrió a la hora en que a los pacientes del hospital de alienados les permiten caminar por el jardín. iii. —Me decidí a tomar un taxi. Contrario a mi costumbre abordé en el asiento del copiloto. Dije al conductor el domicilio. ¿A dónde?, preguntó. Respiré profundo. Repetí la dirección. Sudor. El hombre escuchaba una ensordecedora música. Le pedí, amablemente, que bajara el volumen, me ignoró. El ruido de los carros cercanos y el hombre mascando chicle, haciendo pequeñas bombas que reventaba con su lengua. Revolví mi bolso para buscar un pañuelo desechable. Sólo encontré un bolígrafo de plástico. Al avanzar por la avenida central, bajé el volumen del escándalo. El taxista prendió el radio y comenzó a cantar alto, le pedí que detuviera el carro. Págueme. Pero si sólo avanzamos un par de cuadras, le dije. Abrí mi bolso cuando la luz del semáforo se tornó roja. Sin reflexionar enterré el bolígrafo económico en la mano del conductor. Salté fuera del carro dejando la puerta abierta. Los bramidos. Unos metros adelante, cerca del cementerio, abordé otro taxi. Aunque compacto y sucio, me llevó a la dirección indicada. Esa noche comenzaron las lluvias y el asfixiante calor cesó.

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Aquello ocurrió a la hora en que a los pacientes del hospital de alienados les autorizan las visitas de sus familiares. iv. Me sentaba en la orilla de la cama de mi padre. Debajo de la sábana colocaba calcetines rellenos de algodón. Con el dedo índice rascaba la planta del pie de tela. Mi padre reía. Durante años jugamos a esas cosquillas falsas. Perdió cada extremidad hasta sólo ser un tronco de rostro adelgazado. A partir de la tarde que volvimos del cementerio, mi madre logró conciliar el sueño abrazada a un par de almohadones vestidos con el pijama de mi padre. Aquello ocurrió a la hora en que a los pacientes del hospital de alienados les distribuyen pastillas de color verde. v. Santa María. Vi al diablo. Santa Madre de Dios. Frente al espejo me miraba. Santa Virgen de las Vírgenes. Mi ojo. Madre de Jesucris­ to. Vacío. Madre de la divina gracia. Quedó la pura mirada. Madre del divino verbo. Aún tiemblo. Madre purísima. Dejaré que me venza el sueño. Madre castísima. Con la luz pencendida. Madre intacta. Porque creo que soy el diablo. Madre sin mancha. ¿Soy el diablo? Vaso insigne de devoción. Me vi en el espejo. Refugio de los pecadores. El diablo debe arder. Madre del Creador. Entre llamas me encuentro. Madre del Salvador. Soy.

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Aquello ocurrió a la hora en que a los pacientes del hospital de alienados les permiten colocarse frente al espejo. vi. —Cierra la ventana, se metió un pájaro. —Ese pájaro está enamorado de mí, entra por las mañanas a trinar. —No seas ridícula, los pájaros no se enamoran. —¿Sabes que escuché sobre uno que deja de comer cuando muere su pareja? Una especie extraña… Imagina a un pájaro andrógino castigado por los dioses; dividido, lanzado a la tierra y condenado a la reconstrucción de sus pasos hasta encontrar esa otra mitad. Quizá el andrógino se convierte en pájaro… ¿Qué haces? ¡Suéltalo! Aquello ocurrió a la hora en que a los pacientes del hospital de alienados les entregan hojas para dibujar sus sueños. vii. Se burla de los rezos de su criada. Ese libro tiene al diablo, le dice apuntando al relieve de los siete animales enlazados. No cree en supercherías. Se ríe de las maldiciones a pesar de la inexplicable noma que le cubre medio rostro por la noche y desaparece, repentinamente, por la mañana. Si ha de morir será redactando las conclusiones del estudio sobre ese libro antiguo que descansa sobre la mesa, no quiere que el demonio lo encuentre dormido. Aquello ocurrió a la hora en que a los pacientes del hospital de alienados les da por aullar. 60


No

es una canción de amor

Flor Aguilera G.

“Todas las voces. ¡Todas!”, nos gritó el maestro de coro

mientras levantaba las manos y los ojos hacia el firmamento. Parecía estar haciendo una segunda plegaria dirigida al Espíritu Santo, para que nos iluminara y así entonáramos lo mejor posible. En ese momento me desmayé. Estábamos ensayando para el concierto del Aniversario del Liceo y faltaba poco para mi solo. Mi primer solo. Pero no crea que fue pánico escénico lo que provocó mi colapso, sino una suerte de sobre-excitación ante nuestra gloriosa armonía de voces. Me sucedía con frecuencia al escuchar una pieza bien interpretada: me invadía un mareo singular acompañado por unas ganas terribles de desvanecerme e integrarme yo también, cuerpo entero, en la música. Digamos que un desmayo mío era el aplauso más grande que alguien podía recibir. La condición se llama “hipermelomanía”. Ahora se diagnostica fácilmente y se trata con las mismas pastillas que se usan para la epilepsia, pero en esos tiempos a todo lo llamaban “histeria adolescente”. En general para no marearme tanto, cerraba los ojos; y sin embargo, ese día no lo hice para lograr estar 61


atenta a las indicaciones del maestro y empezar a cantar puntualmente. Por suerte, estábamos todos parados muy cerca los unos de los otros y así los cuerpos de mis compañeros me salvaron de un golpe serio en la cabeza. En la enfermería me dieron jugo de naranja y un dulce de ajonjolí. No tuve que asistir ni a la clase de latín, ni a la de geografía. Le caía bien a la enfermera y, para consentirme un poco, me prestó su Paris-Match de la semana con una foto de Romy Schneider en la portada y un reportaje sobre su reencuentro con Alain Delon. La enfermera y yo compartíamos una fascinación por la estrella masculina de “Rocco y sus hermanos”. Comento este hecho porque quiero que sepan sus lectores que desde entonces yo he sido aficionada a su revista. En la cama junto a la mía, yacía un chico más grande que yo. Iba en el curso arriba del mío y sufría de un síndrome llamado Asperger. Cuando alguien o algo lo alteraba, perdía el control y empezaba a balbucear repetidas obscenidades que cambiaban en lo que parecía ser un patrón sistematizado. Antoine, se llamaba él, aunque todos le decían “El Zut, alors!” y se rumoraba que era un genio para las matemáticas. Antoine siempre me había gustado. Era guapo, un guapo trágico, pálido, de cuerpo lánguido. Ante la proximidad tan inusual con ese extraño e involuntariamente grosero espécimen de diecisiete años, además de admirar su perfil, yo intentaba encontrar el ritmo o la secuencia con la que se daba el cambio de obscenidades. Lo espiaba por encima de mi Paris-Match. Antoine se sacudía de un lado a otro y la enfermera no lograba hacerlo tomar la medicina. Cuando ella se marchó en busca de ayuda, algo inefable me movió a acercar62


me a él. Lo miré y aun cuando él se mecía, logré tomar sus manos entre las mías y le empecé a cantar muy suavemen­ te, como mi madre nos cantaba a nosotros de niños. Pero en lugar de esas canciones de cuna, yo le canté Blackbird de los Beatles, que sonaba con frecuencia en la radio en aquellos días. Me miró sorprendido y vi azorada, cómo después de la frase “Black bird fly” brotaban lágrimas que se escurrían por su rostro. Con sus manos aún entre las mías, me acerqué más y lo besé, rozando apenas sus labios. Después de un rato solté sus manos y regresé a mi cama sorprendida. No me reconocí. Cuando regresó la enfermera, se sorprendió al ver a Antoine ya tranquilo. En silencio, él miraba el techo, con los brazos extendidos a sus costados. La enfermera me interrogó con la mirada sobre cómo había sucedido ese milagro. Yo encogí los hombros y seguí con la revista. Al poco tiempo llegó el hermano mayor de Antoine a recogerlo. Lo trataba con tal cuidado y ternura que de no ser por su juventud y la banda negra de anarquista que portaba en el brazo izquierdo, cualquiera hubiera jurado que era un papá de pelo largo y boina negra recogiendo a su pequeño hijo. El hermano lo ayudó a levantarse y tomó sus libros. Le hablaba en una voz muy bajita. Un susurro casi. Antes de salir por la puerta, Antoine volvió el rostro y yo le sonreí. Regresé a casa y no le conté a nadie lo ocurrido a la hora del ensayo. No fuera a ser que mis padres exigieran mi exención de las clases de música, que era sin duda mi materia favorita junto con Algebra. Esa noche escuché a mis padres platicando en voz muy baja en el pasillo afuera de mi cuarto y eso llamó mi atención. Mi casa estaba siempre en un gran alboroto. Siete 63


hermanos, dos perros, “Darwin” el mono araña, y una madre con una voz tan pequeña que recorría con frecuencia a un silbato para ser atendida por nosotros, no daban precisamente para una existencia monástica. Por el contrario, el silencio, los susurros y aquellas risitas cómplices de mis hermanas menores cuando planeaban alguna travesura, llamaban más la atención que los gritos y las carcajadas. Me acerqué a la puerta, paré una oreja, cerré un ojo y luego el otro. Había leído en algún lado que si desconectabas alguno de los sentidos se agudizaban los demás. Puse atención y aunque era difícil discernir todas las palabras, logré descifrar de qué hablaban. Mi padre insistía en que mamá nos llevara a todos a la casa de campo hasta que pasara “el problema”: las amenazas de huelgas masivas y las revueltas estudiantiles. Y no es que ése fuera un asunto que nos competiera demasiado. Nosotros, “los burgueses” nos sentíamos aislados, protegidos de cierta forma de esa realidad. En la escuela, los chicos que vestían siempre de negro, los poetas y los hippies eran una “banda aparte”, como el título de la película de Godard. La conversación se tornaba más agitada con las palabras de mi padre suplicándole a su mujer que le hiciera caso, pero ella era intransigente y decía que no veía razón alguna para huir. Todos íbamos bien en el colegio y debíamos seguir con las actividades normales. Las autoridades, o sea el General De Gaulle —a quien mi madre idolatraba—, sabrían bien cómo manejar a “todos esos revoltosos”. Siete días después de ese incidente en el colegio, las calles de la ciudad eran un caos. Todos los días había manifestaciones y encuentros violentos entre los comunistas y anarquistas con las fuerzas policíacas y el ejército. 64


Pompidou y De Gaulle hablaban en la televisión y la radio pidiendo un regreso a la normalidad. Se cerraron las universidades de Nanterre y la Sorbonne. Los altercados y diferencias de opinión llegaron a infiltrarse y a provocar problemas hasta en las aulas del liceo. Se canceló el concierto del Aniversario. Ya nadie tenía ánimos de hacer música. En la casa, mi padre se quejaba amargamente con mi madre por no haberle hecho caso. El camino a Meudon estaba bloqueado, ya no podríamos llegar a nuestra casa de campo. En las tardes teníamos prohibido salir y así todos vivíamos pegados a la televisión. Siguió escalando la violencia y finalmente en el Día de la Bastilla, en la plaza misma, hubo un enfrentamiento que resultó en la muerte de muchos estudiantes a manos de la policía. Recuerdo que leí en Le Figaro, una semblanza donde se intentaba hacer una reconstrucción de los hechos a partir de algunos testimonios. Yo entendía bien los hechos pero nunca entendí los porqués. Entre los estudiantes caídos estaba el hermano de Antoine. Todos en el colegio hablaban de lo mismo. Más tarde en el pasillo, de camino a clase de Algebra, me acerqué a algunos chicos de su año y les pregunté cuándo y dónde se llevaría a cabo el entierro. Ellos me miraron un poco extrañados, pero me contestaron. Al día siguiente en vez de ir al liceo acudí al cementerio sin decirle nada a nadie. En cuanto llegué, busqué a Antoine con la mirada y lo vi vestido de traje negro y corbata, parado en silencio al lado de sus padres. Nunca me acerqué a él. Había un grupo grande de estudiantes anarquistas, con sus bandas negras. Parecía estar en estado de perplejidad, más que consumido por la tristeza. Se veía hermoso, más trágico, como si 65


perteneciera a un cuadro del barroco español. Esa fue la última vez que lo vi. La madre que no paraba de llorar, lanzó un ramo de flores púrpuras y blancas hacia la profundidad de la tumba vacía. No había ni ataúd ni cuerpo en aquel entierro. Todos permanecían en silencio. Miré a mi alrededor y de pronto, como me había sucedido en la enfermería, casi por necesidad, tomé un paso hacia adelante y empecé a cantar. Canté la misma canción. Para Antoine y para mí misma. Era una canción de despedida a una era más inocente, tal vez más esperanzada y feliz. Cuando terminé mi canción, di media vuelta y caminé a casa. Y allí la tienes: una larga historia para responder a tu pregunta sobre mi primer solo. Sabe, ahora que doy conciertos en las grandes salas del mundo, recurro con frecuencia al recuerdo de ese día en el cementerio para darle otro sentido a mi arte, a mis canciones, que como sabrá, rara vez hablan de amor.

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Un

día menos

Alejandra Ibarrola Castro

Ayer me convencí que jamás me levantaré de esta cama,

aunque quisiera no puedo, las articulaciones me están matando. Además, desde que no consigo leer, los minutos me resultan perpetuos. Mi buena vista se fue consumiendo durante los últimos años y ahora el cansancio me ciega por completo. Anoche hice un gran esfuerzo, tomé tu diario y lo abrí al azar, busqué una oración con letras grandes, la encontré, siempre idéntica, ahí estaba tu sentencia, ahí mismo mi condena. Cerré los ojos intentando recrear la escena que durante años ensayaste, nada. Probé haciendo el ejercicio de nuevo, la ausencia de creatividad podía deberse a un agotamiento extremo, a las pastillas para el dolor, a falta de atención. Nada. Intenté entonces imaginarme el momento a través de tu diario, lo tomé entre las manos, conjurando tu número favorito, lo recorrí siete veces de extremo a extremo, deslicé los dedos sobre la cubierta y por detrás, palpé las hojas, inclusive podía oler la tinta, sin embargo, no conseguí descifrar tu estrategia. Me he resignado a mi condición, exhausto, hago intentos por incorporarme a la cotidianeidad pero son agotadores. El enfermero me trajo la cena después de la 67


hora acostumbrada, estoy seguro que me deja hambriento a propósito, porque sabe que así incomodo menos. Me trata como a un mendigo que pide limosna y que premia a su antojo para librarse de su culpa y ganar un lugar en el cielo. Quiso mostrarme que es generoso, aunque no benévolo, obsequiándome de postre una palanqueta de pepita con ajonjolí. Claro, olvidó que perdí mi prótesis dental en algún lugar y no puedo masticar sin ella. Sin embargo, no le di gusto, y lamí la golosina sin importarme que las sábanas quedaran salpicadas de semillas pegajosas y saliva caramelizada. Con placer recogí uno a uno los granulitos que con facilidad se adhirieron a la yema de los dedos, me los llevé a la boca, disolviéndolos despacito con la lengua. Tú sabías que este día llegaría más pronto que tarde, lo escribiste en tu diario, lo deseabas, pero el Señor cambió tus planes empujándote al camino antes que a mí y ahora no estás viva para regocijarte con mi sufrimiento. Tus predicciones fallaron, esperabas verme tullido, con el cuerpo quemado por el fuego o atropellado por un camión, vendado hasta la cabeza e inconsciente, pero te descuidaste y tu plan falló. No me atormento llevando la cuenta de las horas que me restan postrado en esta cama, la redención la gané con tu muerte, no con la enfermedad. Nuestra despedida la preparaste tú desde el día en que me conociste. Siempre ignoraste la debilidad de tus pulmones, ellos fueron mis aliados y tus peores enemigos. Este cuarto de hospital apesta, huele a laboratorio avinagrado, añejo, me hace sentir dentro de un garrafón con formol. Si no me da la luz me conservo mejor, por eso vivo en la oscuridad. Ocasionalmente enciendo la lámpara que tengo en el buró de metal, aunque prefiero el tenue 68


albor pĂşrpura del amanecer cuando anuncia que me queda un dĂ­a menos de vida.

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F ugitivo Benjamín Sandoval Zacarías A veces me tengo lástima, y todo ese tiempo un gran viento me lleva por el cielo. Dicho Ojibwe

Mi nombre no es Kevin Finnerty. Se lo dije a la rubia del

registro y después al botones que, con cara de poco interés, me devolvió una mueca de indiferencia al depositar el equipaje en el suelo de la habitación y extender la mano para recibir el billete de propina. Después no recuerdo cuánto tiempo pasó porque una intensa somnolencia me llevó de inmediato a la cama. Desperté tiritando; confundido. Entrada la noche, la luz de un faro lejano iluminaba a ratos el cuarto en penumbras. Yo no era Kevin Finnerty, eso era cierto. Desafortunadamente era de lo único que estaba seguro. * Pasé toda la mañana siguiente atendiendo las conferencias del encuentro. Por alguna razón todo me resultaba extraña­ mente irreal, como si se tratara de un sueño. La pesadumbre que me envolvió desde que llegué no había desaparecido; la confusión. Al parecer el encuentro era de literatura y, al parecer también, yo formaba parte del programa: “Kevin Finnerty, destacado novelista, dictará una conferencia magistral al cierre de las sesiones”. * 71


Lo que sí fue un sueño fue el largo paseo que tomé por los alrededores del hotel. La ciudad estaba en ruinas, como si hubiera sido abandonada al menos por varias décadas. Del asfalto resquebrajado emergían hierbas y pequeños arbustos. Me decía en el sueño: “La vida no se ha detenido”. A pesar de que no había nadie en las calles —ningún ser humano—, plantas y animales recuperaban su espacio. El pasto que emergía del concreto brillaba con intensidad y se podía escuchar el trinar de algunos pájaros. De pronto consideré que no había otro lugar mejor para existir. Vagando por aquellas ruinas intuí que yo era un espectro. Se me permitió —como ocurre en los sueños— echar un vistazo a otra realidad. * El reloj despertador se activó a las siete de la mañana y, movido por un sugerente delirio, puse manos a la obra. Después de bañarme y afeitar mi rostro, salí del cuarto de baño con la toalla anudada a la cintura. Para mi sorpresa, reparé en un hombre de avanzada edad, enfundado en un impecable traje blanco, que se encontraba sentado sobre el sillón de la esquina. Miraba tranquilamente por la ventana hacia el faro que —a pesar de haber amanecido— seguía girando y proyectando su intermitente luz. Al acercarme giró el rostro y se mesó la barba. Habló de forma pausada durante largo tiempo y, antes de salir por la puerta de manera inesperada, me entregó un par de pastillas. Me sentí obligado a recargar el rostro sobre la almohada después de escuchar sus palabras. Intenté relajarme. ¿Podría olvidar alguna vez aquél incidente? Olvidar al hombre de traje blanco. Olvidar sus palabras. Mi nombre no es Kevin Finnerty, volví a repetir para mis adentros.

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* Por la noche me comuniqué con mi esposa Carmela. A pesar del acostumbrado tono familiar con que iniciamos la charla, tuve la impresión de estar hablando con otra persona. Su timbre de voz no era el mismo y cuando me preguntó si quería escucharlos, si tenía ganas de conversar con mis hijos, el extrañamiento se hizo total. No recuerdo haberlos tenido. Carmela no me avisó, no me previno. Yo no quise hacerlo, ni siquiera lo había considerado. Aún me faltan tantas cosas por hacer, pensé, tanto por vivir. Con Carmela, pero también sin ella. Aún podía echar a girar otras ruedas (todo otra vez en movimiento; una perpetua reconstrucción). Carmela comenzó a sollozar; reconocí al instante su manera tan peculiar de amortiguar el llanto para que los niños no se preocuparan. Siempre los quiso defender del dolor. O eso decía. Colgué. ¿Era verdad que no recordaba? No podía ser otra cosa más que un monstruo por no recordarlos. ¿Y ellos? ¿Pensaban en mí aun cuando me encontrara tan lejos? Tenía la sensación de ser un individuo solitario y ahora era extraño imaginarme con una familia. Los recordaría lo suficiente si pudiera escribir algo sobre ellos, o quizá inventarlo. Inventar los días que parecen haberse esfumado de mi memoria. Cuando nació Meadow estaba tan nervioso, que confundí las botas del uniforme médico que era obligatorio usar sobre la ropa para entrar al quirófano, e intenté ajustarme una de ellas a la cabeza. Casi pierdo el momento exacto de su nacimiento: el rostro amoratado y el cabello mojado y negro. Intentaré aquí imaginar que tuve alguna palabra de aliento para Carmela que, cansada y dolorida, la cargaba por primera vez. Sí, las rodeé a ambas con los brazos y las 73


protegí; les dije que nunca les faltaría nada y que estaría ahí por siempre. * Es una sensación extraña la de estar despojado de recuerdos; estar en este hotel sin saber para qué o hasta cuándo. Por lo menos aquí no tengo que pagar por nada: los gastos los cubre el evento y me limito a firmar la cuenta con un nombre que no es el mío. El segundo piso es un pequeño centro comercial y en todas las tiendas tengo el mismo derecho. He comprado algunos discos de jazz en un local que me impresionó por su extenso repertorio, y una caja de dulces de ajonjolí que compré pensando en Carmela. A mis hijos no les he comprado nada, me reservo ese momento para cuando esté un poco más libre en mis movimientos, ya que hasta ahora la gente del encuentro se ha dedicado a perseguirme para invitarme, de manera sutil pero contundente, a las conferencias de mis colegas. El jueves el programa se interrumpe a media tarde para dar a los participantes un pequeño descanso y espero entonces visitar la tienda de juguetes para llevarles alguno de recuerdo. Un presente de alguien que, lamentablemente, no los recuerda. ¿Qué le compraré a Meadow? ¿Una muñeca? ¿Y a Anthony? ¿Un balón? A veces presiento, cuando estas personas del encuentro no me dejan en paz, que no lograré regresar a casa con ellos. No sé qué es lo que hago aquí pero, hasta el momento, me dejo llevar por lo que los demás dicen que soy. Incluso Carmela me ha asegurado que soy Kevin Finnerty —el famoso novelista— y que estoy aquí para ofrecer una conferencia magistral sobre mi trabajo. Yo sigo dudando. * 74


A media tarde, un cielo color púrpura. Salí del hotel con la intención de despejarme un poco y caminé hasta que llegué a la entrada de un cementerio. Anochecía. Entonces algo ocurrió. Avanzaba tranquilamente por la acera cuando la luz de un helicóptero se fijó sobre mí como el reflector cenital de un teatro. Me sobresalté y corrí como fugitivo. No lograba apartarme de la luz —encontrar por fin la sombra— y el ruido de las aspas girando era ensordecedor. Con todo, logré percibir unas voces como salidas de un tubo metálico: me pedían que regresara, que no los abandonara. Imaginé estar recostado en una camilla; la luz del helicóptero era la pequeña lámpara que utilizaba el médico para verificar mis pupilas. Yo no era Kevin Finnerty. Pero, entonces, ¿quién era? ¿hacia dónde iba? Después de un par de minutos que sentí transcurrir como horas— el helicóptero se alejó. * Ahora tal vez todo es inútil y no queda otro remedio que aceptar esta realidad, la de Kevin Finnerty. Me hubiera gustado despedirme, recordar sus rostros y gestos con precisión, y no como ahora que se desdibujan con lentitud hasta hacerme dudar de su existencia. La luz del faro en la distancia —como un ojo que no para de dar vueltas— me trae algún consuelo: como si se tratara del único elemento recurrente en esta realidad a la que debo acostumbrarme; en este mundo de contornos inciertos que mi memoria afectada recrea sólo para mí. Encuentro el par de píldoras en el bolsillo del saco y, de un solo movimiento, las meto a mi boca. Una especie de indiferencia me atraviesa: la sensación de calmado desprendimiento de la que siempre carecí, ahora me invade confortablemente. Estoy listo para lo

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siguiente, para terminar de cruzar el umbral en el que me parece he permanecido demasiado tiempo. Nada importa ya, mĂĄs que terminar de atravesar. Por extraĂąo que parezca, me queda una sensaciĂłn de alivio.

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L as

cinco historias de

R ita

María Trinidad

Estás a punto de meter la charola al horno. Insatisfecha,

deshaces los bollos y nuevamente comienzas a amasar. Le espolvoreas un poco más de ajonjolí. Mientras, retomas los pensamientos acerca de tu vida, de tu pasado. Sucesos ya olvidados. De pronto a tu memoria llega un hombre, no el primero, tampoco el último. No estaba enamorado. Únicamente era deseo y su apetito te trastornaba. Tenía el gusto por espiarte desde afuera de tu cuarto cuando recibías a otros hombres. Te enardecía que viera tus piernas abiertas, acogiendo entre jadeos y sudores a los otros, dejando ver tus senos grandes con sus pezones erectos, moviéndose al ritmo del empuje. Advertías sus ojos febriles cuando alguno de ellos te volteaba y penetraba; después paseabas frente a su mirada acariciándote una y otra vez, desnuda, sudorosa con tu cabello rozando la cadera. Un día cualquiera él no pudo más, se metió a la fuerza. Se convirtió en el único visitante. Te alejó de los que pagaban tus favores, pero no estaba satisfecho. Reiniciaste tu trabajo para seguir dándole gusto. Al principio reticente, después complacido. Él desapareció un día, no te sorprendió, pues habías dejado de verlo afuera del cuartucho. Pronto supiste la causa: otra ren77


dija. Al principio tu deseo era esperarlo. Te aburriste pronto, no quisiste quedarte más en ese pueblo y seguir extrañando aquellos ojos ávidos. Otro día cualquiera, te fuiste dejando hasta tus recuerdos. * No levanta la mirada. No se toma la molestia de ver a la clientela. No eres la excepción. Sólo te contesta: Sí hay, ¿cuánto quiere? Son siete pesos. Recibes el alpiste y le extiendes un billete. Su ceño adusto se topa con tu mano blanca, alargada y de uñas limpias y bien recortadas. Se le suaviza la mirada al llegar a tu rostro. Lo observa. Aquí tiene, le dices. Él recoge el dinero algo cohibido. Te da cambio de más. Sonríes mientras le devuelves el sobrante. Se pone nervioso, te das cuenta pues al recibirlo casi choca su mano con la tuya y deja caer algunas monedas. El rubor llena su cara. Das media vuelta y sales de la tienda. Sientes sus ojos acariciando tu cintura, bajando a la cadera. Queda prendado del paisaje que es tu cuerpo. También recuerda emocionado tu sonrisa, tus ojos limpios y manos hermosas. Y en tanto memoriza tu figura, te quita el vestido púrpura que llevas puesto. Te alejas escuchando piropos de otros hombres que en realidad son ladridos. * Pues verá, es que no conozco bien este lugar, ¿podría decirme dónde está? Claro, le dijiste. Está cerca de la tienda de don Chema, ahí donde conocí al padre de mi hijo hace muchos años. Hay un parque lleno de álamos y flores. Lugar preferido de niños y ancianos. Ah, te interrumpe el taxista, es en Bárcena. No señor, cerca hay una casita blanca con un gran patio con árboles adentro. Un pirul, un agua-

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cate, un limonero y un naranjo. En él jugó mi hijo, entre hormigas grandototas y pájaros cantadores. Pero señora, así yo no puedo adivinar. Quisiera que fuera más exacta, te señala. No pierdes el ánimo y le sigues explicando. Antes no había forma de llegar en coche, caminaba por un vado de la mano de mi hombre, a veces, cuando hacía frío, me calentaba entre sus brazos a un lado del camino. Y si me daba algún bochorno, me llevaba al arroyuelo a limpiarme el sudor del pecho y de la frente. Ahí enjuagué mis culpas, olvidé mi pasado y perdonó mi proceder. ¿Señora, no podría darme indicaciones más precisas? Según recuerdo, llegué muy chiquilla y muy maltratada después de errar por pueblos y más pueblos. ¡Señora… por favor! En el parque solía sentarme, debajo de un árbol frondoso a recuperar mis momentos gratos. Desde ahí veía la iglesia con la estatua de San Benito. Entraba a su cementerio, donde lo enterré después de amarme tanto. En su tumba le planté una flor. ¡Aaaah! El cementerio de la Iglesia de San Benito. Sí, ahí es donde me quedaré. Por fin. Pues vamos ya. * Desmigajas el pan y lo arrojas al suelo para que las palomas se lo coman. Sentada sobre la tumba siete donde están un hijo, un marido y una vida perdida. Cuando tienes frío conviertes cualquier cripta en techo y cobija. No sales del cementerio más que a robar comida, y si quieres divertirte, también se la hurtas al enterrador, que hace las veces de albañil, y desde hace mucho tiempo está trabajando en la reconstrucción de la barda que colinda con la iglesia. El sacerdote no tiene prisa y hace tirar el muro una y otra vez; si está chueco, si el ladrillo no quedó bien o simplemente porque le parece que de seguir así resultará deslucido; con

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pretextos innumerables para los feligreses que depositan sus limosnas con mayor religiosidad de la que profesan a cambio del favor divino. El enterrador no se inconforma en tanto reciba puntualmente su pago, sólo se desespera de tanto robo y le da por perseguirte aunque a veces las supersticiones lo detengan. Cuando llueve deja de aborrecerte, pues apenas sientes las gotas, te da por quitarte la ropa y correr desnuda por el camposanto mientras él te mira. Algunas ocasiones el sacerdote te amonesta, también por llevarte el pan de los altares. La compañía no te hace falta, cuando necesitas al­ gún afecto buscas algún cuije para que te envíe besos. En cierta época del año, el cénit se deja caer en ráfagas púrpura sobre ti. Te subes a una de las torres de la iglesia, te acomodas y miras atentamente con el ojo que te queda sano tan peculiar espectáculo. Si te encuentras algún cortejo fúnebre, te ahuyentan a pedradas. No importa, no haces caso. De cuando en cuando, tú les dejas ver la potencia de tu brazo. * Tienes mucho frío. Lo helado de la plancha te muerde la espalda, las nalgas y las piernas. Tu cuerpo rígido no puede moverse. La muerte se presentó y ni pastillas ni inyecciones te ayudaron. No habrá cementerio, ni siquiera una cremación. Ahora, desde aquí, esperas el momento para ser fragmentada. Alumnos impacientes por terminar pronto la clase someterán tu cuerpo a un interminable tormento. Ningún familiar, ni un amigo, nadie que recupere lo único realmente tuyo, el ensamblaje de huesos y carne que aprisionaba tu alma y que aún hoy la mantiene recluida. Tienes miedo, has sentido cómo te llevaron ahí, cómo se deshicieron de tus ropas y te han abandonado en aquel gélido cuar-

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to. Te has cansado de la desesperación por no poderle gritar al mundo que aún permaneces ahí, sin poder escapar del cuerpo muerto. No puedes llorar, vociferar, nada. Sólo estás acostada sobre aquella cama de acero mostrando al que quiera verla, tu desnudez. Pronto dejas de estar sola. Un hombre vestido de blanco ha entrado en ese cuarto. Se acerca a ti. Recorre con sus dedos la piel de tus piernas, de tus muslos. Sientes sus yemas que se acercan a tu pubis, donde se detiene. Juguetea. Te besa los labios. Quieres quitarlo, gritarle tu asco, pero no tienes voz. Se inclina sobre ti y muerde uno de tus senos. Ya no son sólo los dedos, ahora es su mano la que recorre con avidez todo tu cuerpo. Pasea su lengua sobre tus pezones, vientre y ombligo. Abre tu boca, mete su miembro. No queda satisfecho. Trata de abrirte las piernas. Prefiere voltearte. Percibes la tibieza de su cuerpo, sus embates. Escuchas su respiración excitada. Por fin llega su desahogo. Se levanta, arregla sus ropas, tu cuerpo, se ajusta la bata y te deja.

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Del cuaderno de notas de Perfecto Var ase Celia Teresa Gómez Ramos

Ese ojo enorme me vigila todo el tiempo. Hace que mis pen­

samientos y mis sueños se tornen realidad. No creo poder soportarlo más. Ése es el primer texto interesante que habría leído un joven aprendiz de boticario, en el cuaderno de notas personales de Perfecto Varase, señalado como estaba, con un separador, y fechado el 23 de septiembre de 2019. Y continuó… Siempre me había divertido soñando des­pierto o dormido, colocándome en situaciones ridículas, inverosímiles, de lujuria, arrebatadas, saliendo airoso in­ comprensiblemente, aunque me dejaban una sensación in­ cómoda al recordarlas. En todas ellas renunciaba a regirme por los convencionalismos; hacía y decía lo que pensaba. A fuerza de volver sobre ellas, terminaba sintiéndome maravi­ llado por mis capacidades de alcanzar extremos insospecha­ dos y a los que estaba cierto, nunca llegaría en mi vida. El oficio de boticario como tal, en desuso por años, comenzaba a ser nuevamente requerido. Es 2037. 83


Pero este ojo en vela perpetua, observándome sin par­ pa­­dear…, es tan viscoso y con esas venas rojas inyectadas que aterrorizan; mezcla de manera cruel mis sentidos y mi razón. El cuaderno le había llegado al meritorio en un paquete, tan extraño también por nuestros días, cuando a excepción de las cuestiones oficiales, los protocolos se han reducido a la tecnología instantánea. No logro recordar cuando apareció por primera vez, ni si forma parte de un binomio, él y yo, pero es un acom­ pañante perpetuo. Actualmente me determina. Si fuera sólo una rémora, las cosas serían más sencillas. No puede ser un parásito, porque estaría adentro mío, es más bien un depredador consumiéndome. Y me ocurre, que ya no puedo saber si es real o lo imagino, mucho menos sé de qué soy capaz. El futuro boticario observó desolación en las palabras leídas y concluyó al instante, debía tratarse de una persona muy insegura pasando por algún momento crítico, que bien estaba fantaseando, o… * Un día, sospecho empezaré a comer únicamente ajonjolí de forma desesperada. Lo creo con vehemencia, porque cuan­ do tengo hambre, comienzo a salivar por un poco. Hasta el momento, he tratado por todos los medios de no ceder ante ese apremiante deseo, pero mi voluntad va en caída. Cada vez, mi dieta repara más en el ajonjolí, se lo pongo incluso al licor; para mi éste es el único manjar. ¿Manjar?, ¡qué cosas se me ocurren!

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* El practicante ríe a carcajada limpia, fantaseando en un tal Perfecto con una pasión extraña por comer ajonjolí, y aunque el licor con ajonjolí es algo que ni siquiera aspira a probar algún día, su imaginación camina… Como para después de mantequilla derretida, untada muy higiénicamente y con guantes de látex sobre la piel de la chica en turno, espolvorear la semilla por todo su cuerpo, vendar el rostro de la joven y hacer un llamado a Tiziano, su mascota, por lo menos para ayudar un poco. Y piensa, además de ponerle algunas medidas de azúcar, pues su paladar es más bien dulce, en el dueño de este cuaderno: seguramente estaba tan desequilibrado como yo, pero al menos yo no lo escribo, y no existe un gran ojo vigía. * Me siento muy extraño, entumido. Mi cabeza está a punto de explotar. Yo diría que la fecha actual es el 11 de abril de 1980, mi día de nacimiento. Sin embargo, no logro salir de este cementerio en donde han enterrado a mi bisabue­ la, a mi abuelo, a mis parientes cercanos. Parece más bien el panteón de la familia. Como si los muertos de la misma sangre debieran estrecharse hueso con hueso. La sangre, los huesos, los muertos, la familia. Heme aquí, en un cemente­ rio, sin poder salir, y sintiendo como si este fuera el vientre materno, hoy, el día de mi nacimiento. * El estudiante de boticario nota el juego del tiempo en cada entrada del cuaderno de notas, de 2019 se traslada a 1980

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y tan sólo han transcurrido dos hojas. El hecho de que Perfecto Varase relacione el vientre materno con un cementerio lo lleva a transitar por la absorción de los nutrientes vivos tomados por la tierra, y por la succión de vida y energía que toma el nuevo ser del vientre materno. * Dejaba de ser yo y me convertía en aliento, en aire color púrpura, pero aun así, no lograba alejarme de ese gran ojo vigilante que me degradaba y hacía lo que quería conmigo. Sin embargo, esta nueva forma me permitió dejar mi últi­ mo hospedaje. Busqué cubrir la visión de ese ser que me en­ loquece, le escupí púrpura en la retina, lo pinché, traté de exprimirlo formando un aro de aire, cerré la dona lo más fuerte posible, se me resbalaba; arremetí nuevamente, vol­ ví a resbalar; y aunque el ojo iba quedando teñido, no se cerraba, seguía entrometiéndose. Recordé una de las mejo­ res formas de matar sin dejar huella, tallando los ojos hasta reventarlos; pero por más que tallé, nada. Los objetos a mi alrededor ondeaban, no se mantenían fijos, no tenía asidero. Yo estaba agotado. No podía más. Me perdí no sé cuanto tiempo, hasta despertar con una flor que me recordó mi sue­ ño, era color púrpura, y viajaba conmigo en el asiento de al lado, mientras ese ojo inmenso seguía aquí, lo sentía, y no había dejado de mirarme, sólo estaba un tanto encarnado, con una pupila a media asta después de la pelea. Iba ma­ nejando mi automóvil a toda velocidad, transitaba por la carretera y el asiento trasero viajaba repleto de cartones de leche. No sabía donde los había tomado ni para qué los que­ ría. Es más, ni recordaba a dónde me dirigía.

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* El aprendiz de boticario se descubre repentinamente interesado en la vida de aquel a quien ni siquiera conoce. Apropiándose de letras y una vida ajena. Se imagina violando la intimidad de Perfecto Varase y se siente superior a él por ello. Revisa otros documentos, hace relaciones y acaba por suponer que ese cuaderno de notas en sus manos y enviado por un remitente desconocido, se debe a las pastillas de reconstrucción. Sin necesidad de seguir leyendo el cuaderno de notas, lo sabe ya: Perfecto Varase las tomó. Inusitadamente conoce todo sobre este ser que fue Varase y la historia de las pastillas… Recapitula para sí lo ocurrido: se corrió el rumor de que eran buenas y sabían a pasta de dientes. Estaban de moda porque muchos necesitaban liberar el estrés de ser observados por Ojos Enormes, tan común en esa época. Fue una epidemia descomunal. Cuando Varase se enteró que más gente era observada y supo de las pastillas, deseó dejar de ser visto, saber qué era real y qué no. Las pastillas de reconstrucción eran sólo placebo, los equilibrios los proporcionaba la naturaleza. Ser observados permanentemente hacía desquiciar a la gente, concluyendo con su vida. Éramos demasiados. Ha llegado el momento en que el aprendiz de boticario habrá de poner a prueba su destreza y conocimiento, su mente le ha dictado la receta y las pastillas de reconstrucción habrán de prepararse, como ocurrió por toda una década hace casi 20 años. Es 2037, y la idea de inmortalidad no deja de llamar a la puerta. Las fabricará, las hará llegar a 87


todas partes. Obtendrá reconocimiento o al menos, la vida de otros penderá de sus acciones. Una pastilla, te duerme. Dos, te hacen soñar. Tres pastillas, vives tus sueños. Cuatro, renaces. Cinco, flotas. Seis, los valores dejan de existir. Siete, logras la tranquilidad. Veamos qué pasa.

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P ar a

redactar un anónimo

Ilallalí Hernández Rodríguez

Maldijo entre dientes a su jefe, mientras éste encendía un

puro para dar por concluida esa última reunión. H juró vengarse, mostrar cada una de las historias que presenció en el trayecto de las humillaciones permitidas con aire de servil resignación. Había llegado la hora de dar el golpe, el único y definitivo. —Creo que me espía el joven de enfrente. Siento que su mirada traspasa hasta la tela de la cortina. —No digas estupideces —dijo H con fastidio mientras su mente se encontraba en la escena de la mañana. —Me pone nerviosa ese muchacho, casi no sale. Es tan delgado y sospechoso. Estoy segura que me mira. —¿No será al revés? —Yo estoy pendiente de lo que pasa en la calle, nada más. Pero él... —Por eso estás gorda, deberías de salir a la calle a caminar en lugar de espiar al muchacho del segundo piso. H decidió no contarle a su esposa del despido y entregarle, durante algunos meses —tiempo suficiente para llevar a ca-­­ 89


bo su venganza— el dinero al que está acostumbrada. Prime­ ro tenía que concluir y después buscar un nuevo empleo. Por las mañana H conduce a su antigua oficina. De lejos observa al ex jefe. En las horas laborales H aborda el transporte público que lo lleva al otro extremo de la ciudad. No debe ser descubierto por algún conocido. En sus paseos matutinos contempla a la gente que aborda y desciende del transporte público, parecen desdibujarse conforme llegan al final del trayecto; la ropa se convierte en apenas el rastro de los pasajeros del principio; las miradas, dos esquivos agujeros, que contemplan la calle cada vez más miserable. H se maldice por su plan desquiciado de buscar un lugar distante, pero, de inmediato, se convence de la importancia de estar lejos de algún encuentro fortuito. No debe existir ningún obstáculo para realizar la venganza que fragua por escrito con atención a los mínimos detalles. Abraza el portafolio negro imitación piel y desciende trastabillante. Entra en la primer fonda que encuentra a su paso, en la mesa cubierta por un mantel de plástico comienza a escribir. —Apaga la tele, quiero dormir. —Pues duérmete. —No puedo, apágala. —¿En qué te molesta? —Con la luz de la tele el muchacho puede ver nuestra recámara. —¿Ya vas a empezar con tu idiotez? —De verdad nos espía, hace días que no veo movimiento, seguro algo hace entre las sombras. —No creo que le interese ver la vida de una vieja. 90


H cae dormido antes de escuchar a su esposa terminar con el relato del vecino. Al cerrar los ojos comienza un sueño donde sostiene con unas delicadas pinzas el cuerpo de una araña. Se encuentra en una mesa de trabajo con potentes lupas iluminadas por reflectores. Mira con atención cada detalle del insecto, tiene el rostro de su ex jefe con un rictus de sufrimiento. Contempla la diminuta boca moverse. Con unas pinzas arranca una a una las patas de la araña. Sonríe. Cuando sólo tiene cabeza y cuerpo la coloca sobre un cartoncillo y clava en su estómago, similar a una semilla de ajonjolí, un pequeño alfiler. La coloca en la pared, se sienta a contemplar la agonía del pedazo de animal, enciende un puro como aquellos que el jefe acostumbra fumar. —Llama a la policía! H despierta sobresaltado aún con la emoción del sueño, el corazón latiendo con celeridad, parpadea varias veces. Se incorpora. —¿Qué dices? —Que llames a la policía. Su mujer se encuentra mirando por la ventana hacia el departamento de enfrente. —Duérmete y no digas más estupideces. —Tiene la luz apagada, siempre la prende a esta hora, quizá se suicidó o se resbaló en el baño y su cráneo roto, imagina su cuerpo podrido después de muchos días… qué tal si no tiene a nadie que vea por él y le lleve flores al cementerio… y su departamento, ¿cómo saber su nombre? Sus padres, ¿tendrá padres… —Sí, o quizá está en la cama con una jovencita silenciosa. 91


En la misma fonda de la que ahora se hizo cliente, H escribe: “Muchos saben de sus juegos de ajedrez contra usted mismo, sabemos sobre los nombres de los empleados que co­ loca debajo de cada pieza; conocemos lo que ocurre cuando en las contiendas muere alguna y hemos decidido que us­ ted tendrá el mismo destino…” Esto no suena amenazador, pensó. Idiota, se dice. Da vuelta a la hoja. Decide escribir una línea más directa, similar a las que ha visto en tantas películas: “¿Sabe que hay venenos que son imperceptibles en la autopsia, algunos que no dañarían el sabor de su oporto?, quizá no lo sabe, aunque debe saber que existimos muchos que lo detestamos y esperamos el momento de verlo sufrir. Mejor lea el periódico, ¿no le parece terrible la violencia de la ciudad?, vea las notas de la gente que simplemente… de-sapa-re-ce.” Más satisfecho con el tono mira su reloj, es hora de volver. Mañana intentará describir detalles domésticos para intimidarlo en lo cotidiano, le contará los detalles de la reconstrucción del colegio de sus hijos, el color de la barda de su casa y los horarios de cada miembro de su familia. No está seguro si quiere matarlo o simplemente atemorizarlo. Eso no le importa en este momento. Por la tarde regresa al sitio donde estaciona su automóvil compacto. Mira de lejos la oficina, sus excompañeros alegres, ingenuos, estúpidos. Recuerda al maldito. —Le compré a la vecina unos zapatos divinos, ¿me darás cheque? Son azules… H extiende en efectivo el dinero correspondiente al mes y un poco más. Su mujer alegre lo besa teatralmente en la mejilla. Siente la proximidad de ese rostro que desprecia, la juventud perdida entre el trabajo y el tedioso matrimonio al que llega de noche. Piensa: “el hogar es lo más cercano a 92


la libertad condicional: volver a él no alegra, pero, sin duda, cierta felicidad existe al saber que se puede salir”. Escribe en sus notas lo mucho que le repugna su esposa; sus manos manchadas, el pelo rubio sin vida que alguna vez fue moreno, sobre todo desprecia ese olor a grasa y sudor casi infantil que le recuerda a los pequeños cerdos que cuelgan de la carnicería. —Amor mío —agrega su esposa con sonrisa idiota—, la vecina también cree que el joven está enfermo, estamos pensando en ir a su departamento para saber qué pasó. —¿Por qué no te callas? —Mira, es el quinto día que no saca la basura —extiende un cuaderno con anotaciones. —¿Qué es esto? —Aquí escribo lo que pasa en el departamento. —Estás enferma, dame eso —H arrebata el cuaderno y lo coloca en su portafolios. —Me preocupa, quizá… —Deja ya tus estupideces y ponte a hacer cosas de provecho: lava o plancha… —Sólo me ves como tu criada. Llanto, como ocurre en las disputas de los últimos meses. Menopausia, dijo el médico. Cuando llora su mujer siente que se trata de un bebé llamando con bramidos a su padre, imagina un hombre corpulento rompiéndole la cara. En sus anotaciones escribe al margen: que se muera la menopáusica. H continúa con su nueva rutina, cada vez más notas e ideas pueblan su cuaderno. Esa noche llega a casa y grita el nombre de su esposa. No hay respuesta. La tranquilidad lo invade. No necesita buscarla en el segundo piso, cree haber 93


olvidado, como en ocasiones anteriores, alguna cita de su mujer. Cena rebanadas de jamón seco y dos panes. Bebe jugo de la botella. Se queda tirado en el sillón de la sala, sobre la mesa de centro la caja de zapatos vacía, supone se trata de la compra. Seguro salió con su hermana, se dice. Intenta recordar dónde dijo su mujer que iría esa noche de miércoles. Cierra los ojos…Un sueño tibio lo invade, nubes púrpura cayendo, brinca sobre ellas. Despierta algunas horas después cuando la postura lo incomoda. Su mujer no llega. Consulta el reloj: una treinta de la mañana. Marca el número de su cuñada. —Tengo semanas sin verla, lo último que supe fue del vecino que la espía. Cuelga el teléfono. Lo invade una profunda incertidumbre que le cosquillea las manos. Sospecha lo peor. Se levanta decidido; irá al departamento de enfrente, piensa que tal vez su esposa está en peligro, quizá ella tenía razón y se trata de un loco que estudió su rutina durante días para consumar el crimen. No encendía la luz para no levantar sospechas. Soy un idiota, se dice lleno de culpa por su actitud irritante de los últimos días. Tal vez se alimenta de las víctimas que congela en un enorme refrigerador en la cocina, piensa mientras calcula el tiempo que requiere un cadáver para descomponerse. El merodeador seguramente se alimenta de carne humana. Imagina el vientre flácido de su mujer hirviendo en un caldo. Tiembla al pensar en el tipo masticando la carne. Toca a la puerta dos, tres, siete veces. Siente su corazón golpeando con prisa. Una vez más. Se maldice por no haberla escuchado. Espera frente a la puerta durante algunos minutos. Vuelve a su casa al otro extremo de la calle. Busca en 94


la cocina sus herramientas. Sale apresurado sin detenerse a cerrar la puerta. Atora la punta del desarmador en el ojo de la cerradura. Golpea sin importarle despertar a los vecinos. Cada golpe le regala la imagen de su mujer destrozada. Lo siguiente ocurre con prisa. Fragmentos que H recordó días después: golpe metálico del martillo sobre el desarmador/ el timbre de un teléfono suena/ ¿qué le pasa?, grita una mujer/ llamen una patrulla, pide un viejo/ la cerradura cae al piso/ un joven petrificado por el pánico mira a H desde el interior del apartamento/ tiene a mi mujer, grita H/ el teléfono/ la policía llega al edificio/ H se abalanza al joven delgado/ vive en la casa de enfrente, dice alguien/ las manos del joven manchadas de colores/ H grita el nombre de su mujer/ es pintor, le dice un vecino a la policía refiriéndose al joven/ un golpe contundente en la espalda de H/ él tiene a mi esposa, balbucea/ algunos policías registran el departamento, otros corren a la casa señalada/ el sonido metálico de las esposas al cerrarse en las muñecas de H mientras es arrastrado a su casa/ las anotaciones de su mujer y sus propias notas/ las pistolas apuntan al rostro de H mientras le preguntan sobre los datos escritos/ ¡vengan!, grita un policía desde el segundo piso/ su mujer tirada en el baño con el cráneo destrozado/ vecinos y policías ahogan gritos/ un peligro para los vecinos/ se resbaló, balbucea H/ los zapatos nuevos de color azul/ es un loco/ ¡se resbaló! Grita H/ los ojos congelados de la mujer/ H sospechoso/ el pintor alterado traga pastillas/ cubren el cuerpo/ ¡yo no la maté!, dice H/ qué tragedia, murmura alguno/ H grita el nombre de su mujer/ no fue accidente, aventura otro/ el teléfono lejano vuelve a sonar… 95


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Z ain Suriel Martínez Aguilera

Siete veces toqué el timbre de la farmacia antes de que el

dependiente me atendiera, pedí las pastillas que necesitaba, pagué y me fui caminando por una calle llena de edificios antiguos en reconstrucción. Las luces que iluminaban la noche no eran las habituales, esta vez unos focos de poca intensidad alumbraban las tiendas de campaña que usaban los trabajadores para guardar sus herramientas y sus portaviandas, algunos hombres platicaban afuera de una de ellas. Al pasar por una de esas casonas la curiosidad me hizo mirar a través del ojo de la cerradura. Al fondo de lo que en otro tiempo seguramente fue un hermoso jardín, centellaba la luz de una veladora. La sensación de la mirada de los obreros frenó momentáneamente mi deseo de atravesar la puerta. Seis veces toqué esta vez y el farmacéutico atendió mi llamado, pagué mis pastillas y salí a la misma calle de la noche anterior. A no ser porque los obreros eran más y algunos se movían de un lado a otro, diría que caminaba por una fotografía, no por una calle, volví al ojo de la cerradura y dos veladoras iluminaban algo que parecía un altar en el fondo del patio lleno de enredaderas silvestres. 97


El cambio de estación hace parecer impuntual a la noche, apenas siete días antes la oscuridad era la dueña de este horario. Pasé a comprar mi medicina, el dependiente me atendió al quinto llamado. Al salir de la farmacia el cielo tenía un tono púrpura que entintaba fachadas y árboles, la reconstrucción de la calle continuaba a pasos lentos. La casona que llamaba mi atención aún no había sido tocada por los restauradores, observando sus balcones y la elegancia de su herrería llegó la noche, imaginé el esplendor de sus buenos tiempos. En ese momento dos trabajadores derrumbaban la barda de la casa contigua, desde donde estaba parado, pude ver una reja de madera casi derruida separando ambas construcciones, subí a un montón de piedras y miré hacia dentro del vasto patio cuadrangular, en el rincón una fuente de medio punto servía de base a un retablo de cantera, tres veladoras recién encendidas formaban un triángulo sobre el semicírculo de la fuente. Hoy el dolor de cabeza es insoportable, la caja de pastillas está vacía, maldito sea a quien se le haya ocurrido poner sólo siete por caja, una diaria, dijo el doctor, hay días que ni las siete logran calmar mi jaqueca. Voy a la farmacia y el dependiente, reconociéndome, deja sonar varias veces el maldito timbre, estoy seguro, hoy cuatro, algo ha de ganar el desgraciado con hacerme sufrir, sino fuera porque ya no me exige la receta cambiaría de proveedor; ahí mismo compro una botella de agua y trago dos comprimidos, el dolor del ojo empieza a ceder y luego el del resto de la cabeza, doblo la esquina para entrar a la calle en reconstrucción. Ahora hay algo nuevo: una gran mampara informa de las obras, además de reseñar brevemente la importancia de los inmuebles, año de edificación y el nombre de quienes los mandaron erigir, el texto también incluye 98


algunas leyendas sobre la calle. La casona de mi interés, —marcada en el plano con el numero siete—, fue construida, según dice ahí, por orden secreta de Don Fernando Altamirano Velasco conde de Santiago de Calimaya en los años en que éste gobernó Guatemala, es decir, entre 1654 y 1657; algunas versiones, todas sustentadas en crónicas orales de la época y recogidas en un manuscrito encontrado en una de las mansiones y el cual se atribuye a Don Álvaro Cortés de Iturbide, vecino del lugar, señalan que la casa fue edificada para beneficio de Doña Pilar Ordoñez Elizarraraz, famosa meretriz de las cortes novohispanas, señalada como amante de Don Fernando. Otras versiones señalan que en realidad Don Fernando le hizo un favor a un tal Agustín Dávila —también mentado en las leyendas como Fray Agustín o el Obispo—, verdadero amante de Doña Pilar. De cualquier modo la casa fue conocida como la “Casa de la amante”. El dolor ha desaparecido totalmente y me acerco a la casona, los albañiles han desmontado el portón y la vista hacia el patio es casi total, las ménsulas que sostienen el retablo junto a la fuente son de madera labrada, en un principio las creí de piedra, al parecer no hace mucho fueron retocadas. Ahora hay cuatro veladoras iluminando el retablo cuyo centro es un óvalo sin imagen, pintado de color púrpura. Esta vez no necesité tocar el timbre, la farmacia estaba llena de gente y Gonzalo, como gusta al dependiente, le llamen, atendió a tres personas y después a mí. Ya casi es verano y la luz del sol todavía brilla en lo alto a pesar de ser las siete de la noche. Hoy además de tomarme las pastillas evitaré el café para poder pegar el ojo. Hace días no veo la vieja casona, enfilo mis pasos hacía ella. Han botado 99


el aplanado y se mira desnuda, como avergonzada porque están descubriendo sus intimidades, por fuera sólo se ven las cicatrices de reparaciones mal hechas y las huellas del salitre que corroyeron sus muros. ¿Algo más habría entre sus paredes? No lo sé, espero sea perfecta la reconstrucción. Conociendo su historia creo percibir el olor de la lujuria en el polvo despedido por la demolición, un albañil me confunde con ingeniero y me invita a pasar a una de las habitaciones. ¡Mire “inge”! lo que encontramos bajo este piso. Me asomo y veo tantas cruces que parece un cementerio, para disimular le ordenó avisar a los del instituto antes de levantar el otro piso, el trabajador se retira y yo aprovecho para husmear por otros cuartos. A través de la ventana percibo la imagen de una mujer cruzando el patio y esto me obliga a salir apresuradamente entre andamios y montones de materiales y herramientas, por fin alcanzo el patio y corro hasta la fuente, no hay nadie, sólo cinco veladoras recién encendidas alrededor del retablo. De la pieza del fondo, al parecer la cocina, sale un humillo con aroma a chiles fritos y ajonjolí tostado. Salgo de la casa antes de que descubran mi impostura. Los sábados acostumbro vagar por las calles de la ciudad, hoy no quiero comprar las pastillas con Gonzalo y visito las farmacias del centro, en la primera me piden la receta, como no la cargo, abandono el local, en la segunda un empleado con cara de novato se conforma conque le muestre la caja vacía y me las vende sin problema. No tengo más por hacer y visito el Museo de la Ciudad de México y el Antiguo Palacio del Arzobispado. Varias calles de la ciudad están en reconstrucción, me llama la atención que todas las viejas iglesias tengan por ventanas tragaluces en forma de ojo de buey y que el atrio era usado como cemen100


terio de las familias pudientes. Nunca acostumbro comer en restaurantes, es más, los sábados me lleno de golosinas callejeras, un hombre me ofrece pepitorias cubiertas de ajonjolí, una económica delicia, su precio no rebasa los siete pesos. Por la tarde voy a oír misa en Catedral, no soy muy religioso pero me fascina ver a los grupos de estudiantes quienes antes de la fiesta de graduación, acuden a dar gracias a Dios por haberles permitido terminar la carrera; o a las quinceañeras luciendo sus vestidos barrocos de colores diversos, desde el clásico blanco hasta el llamativo púrpura en el que el rostro de las morenas apenas se distingue, es curioso ver a los padres, generalmente de clase baja, lucir trajes alquilados y ajustados a fuerza de puntadas y alfileres, con las cabezas moldeadas por el gel y la mano llena de boletos para los invitados de última hora. A veces no bien termina una misa de difunto, cuando ya está entrando una pareja para celebrar un enlace matrimonial, garante de continuar la especie. Hoy después de un bautizo salí a tomar un poco de aire fresco. Mientras caminaba alrededor del templo, de una puerta pequeña, escondida tras una columna, vi salir a un hombre vestido con un estilo antiguo, pero elegante. Trataba de pasar desapercibido; la curiosidad me llevó a seguirlo. Entramos, yo tras él, a la calle de “La casa de la amante”; estaba vacía, los trabajadores seguramente recibieron sus pagos y se retiraron; el hombre entró a la casona y poco después estaba sentado en medio de la fuente, yo me detuve a observar tras una lona puesta para cubrir algunas piezas de cantera labrada. La mujer que miré cuando pude entrar la primera vez, salió de una de las habitaciones y envolvió con sus brazos al sujeto, él correspondió al gesto con besos y caricias. La imagen duró pocos minutos, en un parpadeo el hombre desapareció de 101


mi vista y la mujer arrodillada encendía una a una las seis veladoras que esa noche iluminaron el retablo. Igual que él, ella desapareció en el aire. Las siete de la mañana del domingo me encontraron aún en vela, a pesar del cansancio decidí ir al cementerio a visitar la tumba de mis padres, pasé por el mercado a comprar flores y desayuné enchiladas de mole con ajonjolí, mientras tomaba el café intenté, en mi mente, reconstruir los hechos de la noche anterior, me di cuenta de que había tomado todas las pastillas recién compradas, pagué la cuenta y fui a donde Gonzalo, solamente llamé una vez y éste apareció sonriente con la caja del medicamento en la mano, saqué una tableta e intenté tragarla sin agua, era gruesa y se atoró en mi garganta, Gonzalo atinó a ofrecerme un poco de jugo y evitó que me ahogara, por el esfuerzo mi rostro se calentó y de mi ojo izquierdo brotó una lagrima. Ya repuesto di las gracias y unos billetes al farmacéutico. Abandoné el local rumbo al panteón. Al abordar el autobús me sorprendió el hecho de que el conductor era mujer y fuese vestida con ropa de domingo, bien maquillada, lo que hacía resaltar sus brillantes labios color púrpura. Pasé varias horas en el cementerio. Por la tarde me metí en un cine sin saber qué película se proyectaba. No la vi. Me dormí, un vigilante me despertó echándome la luz de su linterna en los ojos. Salí de la sala, ya era de noche, el camino a mi departamento cruza por “La casa de la amante”, esa noche ni una luz se veía en su interior, me paré en el patio y escuché murmullos suaves y tiernos que se alternaban con jadeos de placer, regresé sobre mis pasos hasta la miscelánea más cercana y compré siete veladoras que encendí, por primera vez, una por una, sobre la barda de la fuente alrededor del retablo. 102


Lo

he visto todo

Gabriela Pérez

Do Muchas formas de obligar un corazón. Un latido es una. Tensa y pálida, cubierta de una manta, ella yace poseída, estática, pasiva. Un objeto mueve gel sobre su vientre. Rápido izquierda derecha. Lento, en círculos pequeños. Cada vez más pequeño… detente. El sonido brota incógnito, grave. La imagen, una sombra de siete semanas. Ella, que aprieta mi mano, no doma la furia de sus labios. Los estira y los arquea como una cuerda del arma que se apresta: ¿escuchas? Es tu hijo… Re El ritmo es rígido, anida en cada eslabón arrastrándose en el suelo, en cada hoja afilada amarrada a un mango. No es posible fingir sorpresa ante el terror. Los metales anuncian la batalla. Él, sordo, es el único que no teme. Sus 103


tambores son internos, latidos pausados a tiempo con cada gota de lluvia que empapa la cabellera derramada. Avanza paso a paso, con la mirada fija. No escucha el grito, los ve correr, siente en las plantas de los pies el eco acelerado de los que marchan. Se ofrece al combate, corre también, su espalda desnuda también grita. Ella, punto en la tormenta, desentona caminando pausada y callada. La conoce. Se llama Jessica. Recuerda cuando de niños se sentaban juntos sobre el sembradío estéril. Se casará con un necio, o entrará a un convento, presagiaba. Jessica acerca sus labios al oído del sordo y sopla al tiempo que entierra su cuchillo en el pecho que se torna púrpura. Él vibra, cierra los ojos y se concentra en el calor que escupen los labios de su herida. Mi Los perros deberían ver en color y los locos soñar en blanco y negro. Está oscuro y voy de caza —comienza a relatarme—, los esclavos preparan las antorchas y los perros ladran empujando a los jabalíes hacia nosotros. Uno de ellos, el más bello, es el único rebelde que escapa. Lo sigo hasta el ojo de agua mientras comienzo a ima­ ginarme frente a la chimenea su piel gruesa, encima iluminada por el fuego, la cabeza con colmillos de la bestia. Alisto el arma con la mano derecha, y acerco con la izquierda a mis labios la flauta. Sucede entonces. Él gira, me deja ver sobre su cuello dos manojos de plumas embebidos en sangre. ¡Ese rojo espeso bañando la piel parda me pasma! 104


Algo está mal. Escucho el canto de los murciélagos, el grito de los silbatos otrora mudo me avasalla. Me encorvo dolorido. Me ensancho. Me oscurezco. Descubro mi nueva voz cuando él se yergue, cuando él toma el arma, cuando él dispara. Los perros deberían ver en color y los locos soñar en blanco y negro. Fa Si me preguntan cuál es el animal que más me gusta, diría sin lugar a dudas: ¡el cerdo! De mi abuelo aprendí el gozo de amar a los animales; un arte que él mismo perfeccionó a lo largo de su vida. Al principio, ese amor todavía torpe lo llevó a cometer algunas atrocidades, como cuando quiso disecar al gato todavía moribundo para atrapar de sus ojos ese último chispazo de vida y tras un par de semanas terminamos con un amadísimo cadáver putrefacto en la sala. Sobre el comedor, en una pequeña prisión, estaba una lechuza blanca. Todos la creíamos omnisciente, esto provocaba un comportamiento ejemplar en la mesa aun sin que la abuela hiciera uso de la vara. En el salón principal había, en un extraño acomodo en espiral, seis aves. Cada una cómodamente instalada en el lujo de su jaula. Entonaban melodías por la mañana. Día a día tras apagar el fogón de la cocina, la abuela y las dos tías se sentaban justo en el centro bajo el círculo de canoras. Mientras la abuela hacía las cuentas de todo lo que se debía y la tía Martha tejía sin parar el mantel que habría de colocarse en navidad, la tía Julia observaba el acomodo preciso que en ese instante las aves guardaban. 105


Como a mí las aves que cantan me han dado siempre miedo, pasaba el mayor tiempo posible fuera de casa. Su canto me recordaba la muerte del primer cerdo que mataron para mi fiesta. Yo debía tener ocho años entonces, el cerdo chillaba y yo temblaba. Mi abuelo diseñó ese mismo día un método para que en adelante la muerte de los cerdos fuera callada. Les había construido un establo, los paseaba por el patio y jugaba con ellos para dirigirlos a la sombra de la jacaranda. Ahí, los acariciaba y les hablaba de todo lo que le preocupaba: del tiempo, la memoria, del infinito y el color. ¡Más práctico que con cualquier párroco! decía el abuelo. Una vez entonces, absueltos los pecados, les cortaba la yugular, y ellos, en silencio los secretos, poco a poco se apagaban. Hoy he pedido permiso para llevar a mi hermano bajo la jacaranda. Argumenté sobre lo saludable del viento, el olor a campo y a tierra mojada. En realidad le contaré que papá no está de viaje, sino muerto; que mamá no está muerta sino en la cárcel, por matarlo a él; y que es mentira que nos amaran. Haré un simulacro, sin cuchillo, esperando que ésta, en la que mi hermano no nos despierte con gritos que sólo él no escucha, sea la primera de muchas madrugadas. Sol Otra conversación para intentar la reconstrucción de los hechos. Siempre los mismos tópicos repetidos una y otra vez para llegar al mismo punto en una discusión cada vez más alta: —¿Dónde estabas? 106


Reconoce que de haber contestado el teléfono no habría sucedido. —Mientras tú te divertías yo tenía que trabajar. Falta que también sea culpable por eso. —Sólo te pedía un poco de atención. —La idea de atención que tenemos es muy distinta. Si fueras razonable… —¿Dónde estabas? Los dos perdieron algo que amaban. Él una amante, ella un hijo de quince semanas. Han hablado por más de una hora, los dos tienen hambre y ella sigue repitiendo: ¿dónde estabas? La El sésamo debe su nombre al sonido. Al eco de las semillas maduras encerradas en pequeñas cápsulas. De entre las flores amarillas y rojizas tomo los minúsculos contenedores, los hago sonar, extraigo el ajonjolí, ovalado, de color paja. Me preparo para el himno: juljulan, sumsum, simsim. Las muelo cuidadosamente en el mortero. Añado una hoja robusta de copa de oro, un barbeiro amarillo, belladona. Este canto será su delirio: juljulan, sumsum, simsim. —¡Bruja, hija de la noche! —clamaba—, un favor tuyo, un valiente esfuerzo imploro para que impidas que 107


mi honra se quebrante. Tú que a hermanos fuertemen­ te unidos puedes lanzar a las armas, que transformas con odios a familias; lanza sobre él tu encanto, marchítalo, que sean sus noches de desasosiego y sus días no tengan calma. Nunca es la furia silenciosa: juljulan, sumsum, simsim. Tres tomas en total, tres murmullos acosándolo en lo profundo. Esa mujer luego, erguida siempre a su diestra. Sorda, invisible, inmóvil; pero jamás muda. Si Fui yo quien le pidió que me atara. He visto todo: los vidriosos ojos de las mujeres descalzas, los pies ásperos y las ropas empolvadas de sus hijas creciendo como el silencio hecho ovillo. Crece luz en mi entrepierna, me habita como al maíz el grano. Mañana tal vez calle, hoy tengo tiempo. Ven, viaja a mí entre la nieve, derrítela a tu paso, ataja el camino a mis rodillas, ábrelas luego en el delgado camino vertical. ¿Verdad que no es a lavanda a lo que huele este cementerio? Déjà vu. Has estado aquí antes, has caído en este abismo. También tú recuerdas esos ojos vidriosos, esas madres, esas ruinas. Te mueves bajo el frío, te empapa la lluvia penetrante, vacías de arena el cuenco y lo llenas de agua. Piensas: déjà vu. Lo conoces, lo has vivido antes. Caminaste ya bajo los árboles rotos y sobre tus pasos sombríos. Ese pez, esa balsa, esa arena oscura, esa lluvia. Lo reconoces todo. Flo108


tas entre las ramas, sueñas que eres un árbol, que te desprendes, que te despedazas. ¿Quién detendrá la lluvia? ¿Y si no para? He visto todo. Soplan los fuelles, todos ellos en número de siete, se crispan los cristales y el martillo golpea. He visto todo. Ese pez, esa balsa… Supliqué por su canto, antes, le pedí que me atara. Do Me estiro. Ronroneo. Me gusta dejar mi rastro negro sobre las sábanas blancas y los sillones de la sala. Despierto de un sueño profundo en dónde he visto todo. He visto a dios tomar una parte, otra más del doble, una tercera sesquiáltera de la segunda y triple de la primera. La cuarta, doble de la segunda; una quinta, tres veces la tercera. La sexta, óctuple de la primera y veintisiete veces la inicial una séptima. Así nació el mundo. Ya lo he dicho antes: lo he visto todo.

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P equeña

novel a del abad

Daniel Escoto

1 Para escribir un tratado que gira sobre la importancia capital de la Escalera en la historia de la estética y el pensamiento, el Abad ha preparado, desde la mañana, sus útiles de escritura con meticulosa pulcritud. Escribir requiere la misma sobriedad y claridad de mente del hermano jardinero que cuida los frutos y flores del huerto del monasterio, el afán del hermano panadero por alcanzar el punto de cocción idóneo de las hogazas y los pasteles, y la grave devoción del hermano desafortunado a quien toca, cuando alguien de la congregación entrega su alma, inhumar su cuerpo en el cementerio. Pero la monja encargada de preparar los alimentos del Abad esta noche ha entremezclado, ocultas entre el ajonjolí y las siete especias de la cena, pastillas que producen un turbamiento general de los sentidos y alucinaciones de índol e casi demoníaca. La comunidad se retira del refectorio a sus aposentos, a sus rezos y flagelaciones, y el Abad, tambaleante por el efecto de las grageas, apenas puede sentarse con propiedad frente a su mesilla de trabajo, en su celda del ala en re-

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construcción del monasterio. La baba que escurre de sus comisuras salpica la vestidura púrpura especial que se ha puesto para esta ocasión. El párpado de su ojo izquierdo tiembla, su pecho se agita, siente un resquemor en la garganta; y su mano tiembla al intentar asir la plumilla y los demás útiles, tan amorosamente preparados esa mañana para el ritual de la escritura erudita. 2 La monja cocinera, que sobre el catre de su celda se agita inquieta pensando en los efectos del veneno sobre el Abad, segura que el primer estadío de la intoxicación debe estar en pleno, solloza quedamente. En la obnubilación del acto tremendo cometido, acuden en ayuda de la joven reconfortantes imágenes de su vida previa a conocer al Abad y a ingresar a la cofradía de los monjes y las monjas, en casa de su madre en el valle aledaño al monasterio. Una nodriza, quien asistiera el nacimiento de la monja cocinera y sus siete hermanos, mujer de innegable presencia y poder en el hogar, tenía una hermana, nodriza también y de mayor categoría. Era frecuente que esta matrona de casas reales visitara a su hermana provinciana en la localidad del valle, y entretuviera a los jóvenes y niños de la casa con simpáticos relatos de las infancias de gentilhombres. En el esfuerzo de la reconstrucción de estas historias, la monja entra en duermevela hasta que al fin, logra pegar ojo. Descansa así un poco la joven, esta vez sin ayuda de las pastillas herbolarias que su madre introdujera sigilosamente en su bolsillo antes de que partiera de casa e ingresara en el monasterio. Con este recurso había logrado 112


apaciguar los nervios de su hija, desde que un día, de niña, jugara en el bosque y se perdiera —su sendero de ajonjolí comido por los pájaros— y encontrara un misterioso cementerio inmerso en la niebla, experiencia mística que la convencería de, algún día, adoptar la vida monacal. Sueña nuestra monja cocinera con la vieja nodriza palaciega, esta mujerona parlanchina que amamantó a muchos paladines, entre ellos algunos jóvenes herederos asesinados antes de llegar a ceñir el púrpura. En este sueño, es de noche y la vieja observa calladamente cómo se alza y se hunde el pecho de uno de quienes ha criado, un joven que duerme envuelto en un cobertor, no lejos del crepitar del fuego en la chimenea de la estancia. Alguna vez sus enormes pechos, en ese entonces redondos y bien erguidos, ofrecieron la leche vital a los pálidos labios del mozalbete, quien mañana habrá de contraer matrimonio con una joven apenas núbil. En su sueño, el joven tiene una premonición: será coronado en Roma por el Papa, y detendrá el avance de los sarracenos. 3 Han pasado ya siete minutos desde que el Abad desfalleciera por completo sobre el escritorio, su cabeza ceñida de canas volcando el frasco de tinta que mancha sus cabellos y el papel en blanco con un gran círculo púrpura. No ha tenido tiempo de luchar contra los embates del envenenamiento, recurriendo a las poderosas pastillas que guarda en su arcón, suministradas por un viejo amigo suyo médico de Milán, preparadas en las cortes europeas como remedio cuando cunden las traiciones políticas y los crímenes pasionales. Ya muchas veces, en años aún más 113


turbulentos, estas capsulillas, del tamaño de semillas de ajonjolí, han salvado al Abad, frecuente blanco de oscuras intrigas monacales, del cementerio. Pero ahora el efecto es irremediable, y las visiones colman su mente, saturándola como una urdimbre de demonios. Puede ver nítidamente a un hombre, idéntico en su físico a un primo en segundo grado suyo con quien tomara sus primeras lecciones de Teología en una plaza a orillas del Sena. He aquí que este caballero, de quien el Abad sabe en su visión, ha recién contraído nupcias con una acaudalada marquesa, se distingue por tener un ojo color verde aceituna y otro azul marino, y por su erudición con respecto a los diversos proyectos, a lo largo de la Historia, de la tan anhelada reconstrucción del templo salomónico. Este flamante esposo, reconocido por su amistad con los trovadores más buscados y talentosos, su habilidad para los juegos de azar, su perspicacia e ingenio en la sobremesa cuando se discuten las intrigas de la corte, su sigilo cuando se refiere a las relaciones indiscretas de sus conocidos con campesinas o pajecillos, está febrilmente enamorado de una mujer recluida, de quien poco se sabe y en demasía se conjetura. Sólo se conoce con certeza sobre su cuerpo siempre cubierto por la hez y la inmundicia, su habla incoherente y la bestialidad de sus exclamaciones durante la noche. El Abad sabe nítidamente, a pesar de su corazón monacal casto y el espesor de su propia alucinación, del deseo de este flamante esposo por la loca, hermana mayor de la esposa marquesa, y antaño prometida de un Príncipe Elector.

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4 No sólo verá el joven heredero, en su sueño premonitorio, las guirnaldas y los banderines de color ocre, púrpura y carmín, ondeantes en las avenidas y calzadas de las siete capitales orientales que recorrerá en su triunfo militar, sino también su mente dormida y delirante mostrará ante sí los pliegos, pergaminos y códices desperdigados en un gabinete donde se desarrolla la actividad del intelecto lejos del ojo avizor de intrigantes y curiosos, un espacio similar al estudio donde el Abad trabajara antes de la noche fatal. Sentado en el suelo, cubierto únicamente por una toga, inmerso en esta confusión de hojas con comienzos de frases, caligramas misteriosos, dibujos a medio terminar con formas inextricables, un caballero erudito, con las palmas de las manos posadas sobre los hinojos, reflexiona sobre lo próximo a escribir. Nuestro joven heredero, aún intoxicado con el carácter profético de este sueño, deduce que este caballero erudito, será uno de aquellos que, con su sabiduría, le asistirá, en la corte de Aquisgrán, a la reconstrucción de la grandeza literaria de los Cátulos y los Virgilios de la Roma de antaño. He aquí que Roxana es el nombre de pluma bajo el cual nuestro caballero escribe no un tratado de retórica, ni la crónica oficial de alguna conquista, ni un comentario de la lógica aristotélica, sino la más idílica de las novelas pastoriles. La minuciosidad descriptiva de los bosques y huertos que sirven de escenario, la graciosa ingenuidad de los diálogos, la belleza apolínea de que gozan, de la cuna al cementerio, sus héroes y heroínas, los panquecillos deliciosos cubiertos de miel y ajonjolí que comen y las pastillas que les hacen ver las más arrebatadas visiones 115


dionisiacas, los cándidos y esporádicos retozones de jovenzuelos y ovejas ahí descritos, le han generado un público selecto y devoto dentro de la corte de Aquisgrán, ya de por sí exquisito que goza y consume de éste, el género más antiguo de la novela. 5 El soñado marido de la marquesa, en quien, como se ha dicho, el Abad delirante pudiera reconocer como un sosia de su primo en segundo grado, suspira y tiembla de deseo en su lecho, envuelto en sábanas de blancor almidonado. A su lado, duerme profundamente la marquesa, quien ingiere siete pastillas de color púrpura, receta de comadronas locales, para conciliar el sueño. El hombre, enfebrecido de su anhelo por la cuñada demente (cuyos gritos lejanos rasgan de cuando en cuando la paz de la noche) busca descargar su espíritu en la evocación de una vieja fantasía. La imagen de una utopía donde predomina el estudio de las matemáticas, del arte combinatoria y el estudio de los vientos; ciudades dentro de gigantescas esferas de cristal, con acueductos donde corren el aguanieve y el moscatel, y torres larguísimas en cuyas alturas el gran Ojo del demiurgo supervisa cuidadosamente las actividades de los ciudadanos. En este mundo ideal del miserable enamorado, no existe restricción alguna para el placer de la carne, que se vive de manera vigorosa e incontenible en las calles, el palacio de gobierno, las tabernas, los muelles, las academias y el cementerio. Las pocas leyes existentes sirven únicamente para detener la aniquilación de la sociedad, por extenuación o negligencia acaecidas durante o después de los ejercicios amatorios. 116


Existe en esta utopía una suerte de recinto cerrado, una fortaleza o cárcel si así pudiera llamársele, de acceso vedado a los ciudadanos comunes y corrientes, quienes tan sólo pueden atisbar lo que ocurre dentro a través de minúsculas ventanas no mucho más grandes que semillas de ajonjolí. En este espacio excluido de las leyes normales, vive una comunidad de hombres y mujeres que cuidan hortalizas, tejen, fabrican velas, mantienen establos, hornean pasteles, y en la noche se retiran a la privacidad de sus aposentos. Vidas donde el placer está compartimentado, servido en finas rodajas, administrado en dosis pequeñas: es en esta fortaleza prohibida donde existe la verdadera perversión de esta utopía del flamante esposo. Los ciudadanos del resto del imperio mantienen este lugar vigilado sin descanso alguno; hablan de él con repulsión y vergüenza, como de una fuente de maldiciones, y esperan alguna día reunir fuerzas para destruirlo hasta sus cimientos, sin posibilidad alguna de reconstrucción. 6 El caballero que escribe bajo el nombre Roxana, quien suele soñar los temas de sus próximas novelas de ninfas, tiene ahora la visión de la siguiente, la definitiva que habrá de resumir las demás. Una joven ninfa, perdida por un oscuro sendero en el bosque, sujeta a mil desesperanzas y tormentos en la soledad de su situación, será asistida finalmente por Diana Cazadora en disfraz de vieja matrona. La diosa oculta ofrecerá a la ninfa, como salvación a su predicamento, la posibilidad de comer una de dos pastillas: una que aguzará su sentido de la vista en modo exacerbado, otra que multi117


plicará al infinito su oído. La heroína optará por la gragea de la vista y tendrá, de golpe frente a sí, tres salidas diferen­ tes del bosque: una por una cueva que conduce al inframun­ do de la corte de Proserpina, donde ella misma escancia un vino púrpura e incita a su corte a los más negros y siniestros placeres; otra una vereda que lleva a la corte de Midas, áurea y resplandeciente, pero donde la joven ninfa, conocedora de su propia lúbrica naturaleza, sabe que no durará mucho sin quedar también convertida en objeto de ornato; la tercera y última vía, un árbol gigantesco desde el cual puede divisarse, aunque muy de lejos, el festín diario celebrado en el Olimpo. Elegirá la ninfa el segundo camino, prometiéndose abstener del tacto del rey. Para vivir en la comarca mídea, hará la triste función de plañidera en cada cementerio de las cuatro religiones presentes en aquel país. Recibirá entonces la propuesta de matrimonio de un cristiano, un judío, un islámico y un adorador de los antiguos dioses, cada uno prometiéndole goces y fortunas distintas. Elegirá al musulmán como esposo, quien la confinará a un gineceo espléndido (con un gran jardín que el gran señor pone en reconstrucción estación con estación), donde la rodearán otras cinco deliciosas doncellas, cada una con un relato que contar. Más florida y virtuosa que ninguna será la historia de una doncella tártara, ahora íntima amiga de la ninfa. Ambas planearán escapar de la lujosa prisión, y la heroína de Roxana, quien, no olvidemos, posee el don de un ojo prodigioso, podrá dilucidar seis formas diferentes de escape a través del jardín del gineceo, ahora convertido por el musulmán en un fragante laberinto de plantas y árboles extraños. Elegirán las dos amigas un camino secreto de 118


azahares. Sin embargo, ¡oh desdicha!, no podrá la joven ninfa contenerse con su vista superdotada, y tropezará su mirada con un libro, oculto en un estante de la biblioteca de Alejandría, dedicado a las siete más complejas tareas eróticas, que no resistirá en ejecutarla con su amada tártara. Arrobadas por el perfume de los azahares, ambas jóvenes se detendrán a mitad de la fuga para ponerlas en práctica, la más elaborada de ellas involucrando una lluvia de ajonjolí sobre los vientres. Dormidas sobre la hierba después del atlético ejercicio, no escucharán ni sentirán la presencia del rey Midas, a quien el musulmán ha invitado a regañadientes a su jardín laberinto. El monarca pasará por la vereda de azahares convirtiéndolo todo en oro, incluyendo, como pudiera resistir tocar, los tibios cuerpos de ambas huidizas esposas, entregadas en ese momento a un sueño compartido. 7 Una joven madre de familia, ciudadana recluida en la fortaleza de la depravación imaginada por el flamante marido en su sueño utópico, barre el pórtico de su hogar en una calurosa tarde de abril. Su esposo, ministro religioso de la comunidad, se encuentra atareado con unos menesteres del templo; regresará antes del anochecer para cenar con su mujer y tres hijos pequeños. La ciudadana, atontada por el sol vespertino, descansa unos momentos de pie, escoba en mano, cerrando los ojos. Hacen fila para pasar por su mente, como bien sabemos ocurre los minutos antes de caer dormidos, imágenes inconexas, fragmentadas, episodios vividos durante el día, gérmenes de narraciones. 119


Se ve a sí misma tomando pastillas, apurándolas con un vaso de agua; da de comer ajonjolí a las gallinas; pare siete hijos más; tiene una hórrida visión del cementerio de la fortaleza; dirige la reconstrucción del ayuntamiento de la fortaleza, destruido hace unos días por un fuego; cura con manzanilla una infección en el ojo izquierdo del menor de sus niños; su marido el ministro le compra un vestido color púrpura. La ciudadana se despabila, y continúa barriendo. Debe tener la cena preparada antes que el ministro regrese. Quizá el marido traiga, entre la comidilla del mundo exterior, más noticias sobre el envenenamiento de un importante Abad en un país lejano, y las razones por las que la monja cocinera del monasterio de la fortaleza haya incurrido en semejante crimen. La perspectiva de conocer más sobre este acontecimiento llena de regusto a la ciudadana. Esa breve emoción, y otras rodajas de placer que salpicarán el resto de su jornada, la harán dormir esa noche el sueño sin sueños, muy similar al de las estatuas.

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Todos los autores de esta antología fueron alumnos de la Escuela Dinámica de Escritores, fundada por Mario Bellatin y conforman el grupo Proporción áurea.

Flor Aguilera (Ciudad de México, 1970). Es licenciada en Periodismo, con maestría en Relaciones Internacionales. Sin embargo, optó por dedicarse al robo profesional (de infancias, anécdotas, gestos, formas de hablar y hasta gustos musicales de otros, para usarlos en sus textos). Ha publicado 5 libros de poesía y 3 novelas para jóvenes en Editorial Alfaguara. Daniel Escoto (Ciudad de México, 1983). Narrador y guionista. Ha colaborado en Ibero 90.9 (donde produjo el programa de literatura “Bestiario”), en Radio unam y Canal 22. Tiene dos blogs: gueroentrajenehru.wordpress. com y gueroenguayabera.wordpress.com (donde colecciona epígrafes). 123


Celia Teresa Gómez Ramos (Ciudad de México, 1968). Seleccionada en dos ocasiones por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano para participar en sus talleres de crónica. Colabora en diversas revistas y antologías de cuento. Tiene una novela publicada. Los domingos escribe: “Mujeres en busca de Sexo” en El Sol de México. Ilallalí Hernández Rodríguez (Pachuca, 1981). Estudió la maestría en subjetividad y violencia. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del foecaeh. Realizó una residencia artística en Colombia. Ganadora del concurso de cuento Ricardo Garibay. Es fundadora de Auieo ediciones. Alejandra Ibarrola Castro (Ciudad de México, 1973). Estudió Derecho en la Universidad Autónoma Metropolitana, y la maestría en Teoría Crítica y Psicoanálisis en 17, Instituto de Estudios Críticos. Ha publicado varios ensayos en la colección “Testimonios” de dicho Instituto. Suriel Martínez Aguilera (Ciudad de México, 1965). Es colaborador y promotor de revistas literarias independientes. Ha publicado: Vías de encuentro (2002), El secreto de Sebastián (2005), Verbos carnales (2007) entre otros. Gabriela Pérez (Ciudad de México, 1976). Narradora, profesora y divulgadora científica. Formó parte del equipo editorial de la revista Ciencias de la Facultad de Ciencias de la unam, colaboró en Taller Ditoria y es fundadora de Auieo ediciones.

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Benjamín Sandoval Zacarías (Puebla, 1980). Escritor, académico y profesor universitario. Actualmente realiza una investigación de doctorado enfocada en analizar estructuras paródicas en diversos autores, y escribe su primera novela. María Trinidad (Ciudad de México, 1968). Estudió Literatura y letras hispánicas en la unam. Becaria por dos años consecutivos del fonca.

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Indice

Prólogo

7

Caja de pastillas de Hitler

23

Déjame entrar

27

Mutatis mutandis

31

M

33

Marco Polo

37

Las siete posiciones

43

Dos derechos y un revés

51

Quince

55

Serie del hospital de alienados

57

No es una canción de amor

61

Un día menos

67

Fugitivo

71

Las cinco historias de Rita

77

Del cuaderno de notas de Perfecto Varase

83

Para redactar un anónimo

89

Zain

97

Lo he visto todo

103

Pequeña novela del abad

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Proporción áurea, es una antología de cuentos del grupo homónimo, editado en agosto del 2011 por Los libros del Sargento. En la formación de este libro se emplearon siete pastillas color púrpura, tipos ITC Veljovic y Minion Pro del tamaño de un grano de ajonjolí. La reconstrucción de interiores es de Ilallalí Hernández y Gabriela Pérez, el diseño de la portada estuvo a cargo del atento ojo de Óscar del Olmo, con tipografía Sargento Cuff. Consta el tiraje de 1000 ejemplares impresos lejos de algún cementerio de la Ciudad de México en Editorial Color.

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