Sangre - Julieta Caprara y Bárbara Sánchez Carlota Juncosa Breves [J]aikus sobre la regla - Aïda Camprubí Hay cosas que no quieres entender 1 y 2 - Gelen Jeleton Andrea Ganuza La esclavitud de la mujer promiscua - Frances V. Dos hombres - Ana Llurba, dibujos de Carlota Juncosa Los animales buscan sitios difíciles para morir - María Mercromina Domingo 16 de febrero - Tinta Fina Anécdotas rojas - Aïda Camprubí Ahiga Agirre Pensamos en ti - Tinta Fina Sueño - Carlota Juncosa Andrea Ganuza Azul mar - Bárbara Sánchez Más bella y más cruda si muriese... - María Mercromina
Sangre
La regla, la menstruación, el período, la roja, los pintores, el tomate, esos días… es conocida por ser esa época por la que toda mujer pasa cada mes y en la que sufre desde malestar generalizado, a dolores musculares, mareos, hinchazón, cansancio y cambios de humor. Esto sólo durante la primera etapa de un ciclo, el ciclo menstrual. Cada mujer la vive de una manera distinta, habiendo mujeres que padecen sus síntomas un día o dos hasta otras que lo padecen cinco o seis; hay mujeres a las que les duele y las hay que no se enteran; hay mujeres que no tienen ningún reparo en anunciar a los cuatro vientos que la tienen, así como otras a las que les parece vulgar hacerlo. Hay mujeres que usan compresas, otras tampones y otras la reciente copa menstrual, las hay que prefieren no tenerla usando píldoras anti menstruación o controlando el ciclo mediante la píldora anticonceptiva. Existen mitos e historias sobre la regla como la de que si te bañas con la regla te desangras, otros como el de que la mayonesa se corta si la tocas teniéndola, o el caso de culturas pasadas y presentes en las que el hombre se aleja durante esos días de la mujer por encontrarla impura. Ésta se ha visto históricamente como una maldición desde las religiones patriarcales. El castigo de Eva fue: “Parirás -y ovularás- con dolor”… La realidad es que la menstruación forma parte de nosotras, pero también todo aquello que le rodea, el ciclo al que pertenece. A menudo escuchamos hablar del ciclo menstrual, del que se estudian las fases para saber en que momento se es fértil, durante la ovulación. El interés radica principalmente en cuando puede ser fecundado el óvulo. Pero más allá de esto y de que
en esta etapa hay irritación e hipersensibilidad, ¿qué más sabemos sobre los ciclos por los que pasamos? ¿qué sabemos de nuestro cuerpo? Si se busca información sobre la mujer cíclica, ritos chamanes y espiritualidad podemos leer como hay mujeres que estudian este ciclo pero desde otras perspectivas más psicológicas, conexiones con las fases lunares e incluso hacen talleres para tomar consciencia de nuestro útero y ovarios. Todo este conocimiento es hoy por hoy holístico, desconocido y marginal. Aunque también existen otro tipo de estudios como el de la antropóloga Helen Fisher, especializada en el amor, que aseguran que la habilidad verbal de las mujeres está relacionada con los niveles de estrógeno. Así, cuando esta se encuentra en el meridiano del ciclo dicha facultad mejora. Aunque el ciclo sea tan sumamente importante para nosotras, parece que a lo que le damos más importancia sea a la regla, más concretamente al intentar deshacernos de ella porque es molesta. Oímos en los anuncios de compresas “Olvídate de la regla”, “Como si no la tuvieras”, “Libérate de la regla”, y lo naturalizamos, como si de verdad pudiésemos quitárnosla de encima. Una vez escuché decir a una anciana: “No entiendo esta manía de las mujeres de querer ocultar la regla, la regla es signo de salud. Cuando aparece cada mes tu cuerpo te indica que todo marcha bien, que puedes concebir un hijo. ¿Qué hay más bonito qué eso?” Y aún sigo preguntándomelo. La sangre, roja y espesa, es el origen de ese tabú. Lo que ahora esconden los tampones fue tiempo atrás reverenciado por los indios americano, que lo usaban como una herramienta profética. Al alejarnos de ella nos desconectamos de nuestro mundo interno. La regla es mucho más que una manifestación física. Ginecólogas y escritoras como Christiane Northup y Miranda Gray han publicado sobre los beneficios de vivir conscientemente el ciclo menstrual, algo que se ha bautizado como el redescubrimiento de la menstruación. Las mujeres aquí reunidas han sido invitadas a crear durante los días de la regla, en las que la mujer goza de más tranquilidad, introversión e inspiración, porque la regla es fuente de creatividad y conocimiento interior. Reivindiquemos el ciclo, reivindiquemos la regla, reivindiquemos la sangre.
Breves [J]aikus sobre la regla * Cuando venía la estación roja decía que estaba loca. Cambié de chico, se solucionó el problema. ** Escuchar en bucle Wind Atlas te provoca una sensación muy parecida a la pre-regla.
La esclavitud de la mujer promiscua
Tengo un retraso pero no me preocupa; total desde que cumplí los 30 hace ya seis meses los ciclos se me desbarajustaron y ya nunca me viene cuando toca. Según la aplicación que tengo en el móvil para recordarme mis reglas –yo soy incapaz de acordarme- la media de los ciclos ha pasado de 28 a 56 días de promedio (wtf!?). En fin, que charlando sobre la gula que el retraso me despierta mi compañera de piso me pregunta lo de siempre ¿podrías estar preñada? Y yo, bueno, por poder, puedo….pero sería muy mala leche. Sinceramente, hacía mucho que no me acostaba con nadie y hace solo 20 días me reencontré con un antiguo amante: el polvo fue largo casi eterno pero ni fu ni fa así que visto así, sería MUY mala leche. A media mañana me encuentro haciendo pis en el baño del trabajo y sonrío, me ha bajado la regla. Justo entonces vuelvo a pensar que hubiera sido MUY mala suerte. Y sonrío de nuevo porque esta imagen, este pensamiento es familiar. No es un dejaveau. Fui promiscua de los 22 a los 28 (¿?), siempre soltera, con problemas de confianza y muchos complejos pero muy buena ligando (alcohol mediante) y muy mala en mis criterios y peor aún minimizando riesgos. Y sonrío haciendo esta reflexión pero me siento a escribirlo de una tirada y pienso que igual no hace tanta gracia. Incluso ebria siempre me dio (a veces aún me da) bastante vergüenza parar y pedirle a mi amante que se ponga un preservativo, mal por mi parte. Pero da para reflexionar también que no recuerde más que un par de veces en que mi amante me haya parado a mi para tal función. Es solo una reflexión más; cosas que pasan cuando te baja la regla, comes chocolate, lloras, necesitas cariño y piensas en que podrías haberla fastidiado mucho por muy poco.
Dos hombres
Crees que no corres peligro, pensó el padre, pero es como pensar que eres invisible cuando cierras los ojos. Amy Hempel. Razones para vivir
Cuando bajamos con Estelita del piso de Juan, la gran puerta de madera se me escapó e hizo: ¡Blaaaaaaam! Espero no haber despertado al bebé, le dije. Pocos minutos después nos despedimos en esa misma gran puerta de madera, porque Estelita iba a tomar el metro en otra dirección. Empecé a andar sola por una calle a oscuras y enseguida los escuché. Venían caminando detrás de mí con un ritmo pausado pero ágil. Parecían dos amigos buscando algún bar en el centro para beber la última cerveza antes de volver a casa. Sin embargo, me pareció sospechoso que no emitieran ningún sonido ni hablaran entre ellos. Al doblar en la siguiente esquina pensé que los había perdido, pero unos segundos después volví a escuchar sus pasos a mis espaldas. Caminaban como los soldados en los desfiles, al mismo ritmo, con disciplina, como si estuvieran sincronizados. Y seguían sin dirigirse la palabra entre sí. Por un momento pensé en girar sobre mis pasos, correr a gran velocidad, tumbarlos y pasar por encima de sus cuerpos musculosos, como he visto que hacen los jugadores de rugby, para luego picarle el timbre a toda velocidad a Valeria y pedirle que me abriera la gran puerta de madera. Sin embargo, seguro que Valeria ya estaría acostando a Lara y demoraría unos cuantos minutos en abrir. Nunca entendí esa actitud contemplativa que timonea las mentes culposas de las madres primerizas. Su capacidad para matar minutos enteros escudriñando los gestos de su criaturita regordeta preguntándose si no se habría muerto mientras dormía.
Durante la cena, Valeria no había cruzado ni una palabra con Juan. Clavaron sus ojeras en el pollo al curry que habían encargado por teléfono al restaurante indio de la esquina y masticaron con la misma parsimonia que las vacas. Aunque tuvieron la delicadeza de ahorrarnos a Estelita y a mí escucharlos hablar de ella, su experiencia como padres primerizos crecía como una espuma fantasmagórica ahogándonos a los cuatro hasta alcanzar el techo descascarado del piso de Juan. El mismo piso donde unos años antes él me había pedido que le metiera el dedo índice en el culo para poder correrse. El mismo piso donde Valeria ahora nos consultaba a Estelita y a mí si el estampado de arcos iris o los ciervos con fondo color naranja quedaría mejor en el cuarto de Lara. El cuarto que antes había sido el despacho de Juan y donde tantas veces lo había visto sentado al tablero mientras calmaba su ansiedad con esa manía compulsiva de enrularse ese rizo que tenía más largo que los demás mientras la caspa le caía sobre los hombros. Pero eso había sido un año y dos meses y tres días antes de que Valeria se quedara embarazada, y le prometiera que sería un bebé pequeñito, de los que no ocupan mucho espacio y que ella sola se encargaría de cuidarlo. Ya no había maquetas diseminadas por el suelo ni olor a pegamento o los planos colgados en la pared, la omnipresente escenografía de la tensión sexual que siempre existió entre nosotros. Ahora solo había una cuna de madera pintada de color amarillo. Con un bebé rechoncho como un buda de la abundancia adentro. Y yo no podía dejar de pensar en los minutos eternos que Valeria perdería contemplando cada uno de los gestos de Lara antes de dormirse. El tiempo suficiente para que los dos hombres en una calle a oscuras se levantaran de nuevo, corrieran hasta mí y, serenos pero implacables, me taparan la boca y me ataran los brazos a la espalda. “Y Dios sabe qué serían capaces de hacerte”, diría después mi madre, a través del teléfono cuando la llamara para contárselo. Tenía que crear una maniobra de distracción. Mi madre siempre me había aconsejado que si notaba que alguien me seguía en la calle, me diera vuelta y lo sorprendiera preguntándole por alguna dirección o monumento, y luego saliera corriendo en sentido contrario. En mi ciudad natal me habían asaltado para robarme dos veces en la calle pero nunca pude ponerlo en práctica. Eso es lo que haría. Luego de despistar a los dos hombres en la calle a oscuras, daría la vuelta a la manzana corriendo y en cuanto estuviera ante la gran puerta de madera de nuevo, gritaría al balcón de Juan y Valeria. Quizás Juan todavía estaría despierto recogiendo la mesa. Entonces, le pediría perdón a gritos por haberme burlado a escondidas de él porque su carrera nunca despegó,
y también por esa forma suya de bailar como si los brazos y las piernas respondieran a las órdenes de algún experimento de un científico extraterrestre. Juan escucharía con atención mis disculpas asomado al balcón, me diría que me perdonaba y luego arrojaría con afinada puntería las macetas con los geranios rojos de Valeria a los cráneos de los dos hombres. Entonces ella ya habría terminado de acostar al bebé y llamaría a la policía. Mientras la ambulancia se llevara los dos cuerpos sin vida, con mi pie derecho sobre el rastro de sangre que dejarían los dos hombres en la calle escribiría mi nombre y el de Juan, y dibujaría un corazón alrededor de ambos. Los agentes me interrumpirían para trasladarnos en coche a la estación de policía. En la sala de espera, mientras aguardaríamos para firmar nuestra declaración, él me tomaría de la mano para consolarme y yo posaría mi cabeza en su hombro. Después metería su mano debajo de mi camisa, acariciaría mi vientre, esa planicie donde habíamos plantado nuestros no-hijos, y ascendería hasta tocar la superficie granulada del pezón de mi pecho izquierdo. Entonces yo se lo diría. No es culpa tuya. Todo lo que pasó entre tú y Valeria. Te perdono. Entiendo que mis pechos redondos de adolescente te atraigan más que esos monstruosos pezones oscuros con que ella amamanta a tu hija. La verdad es que me gustaría acariciarte la entrepierna hasta llegar al clitoris. ¿De verdad? Lo haría si no tuvieras esas llagas sangrantes que se te hacen por el roce de tus muslos. ¿Te parece que estoy gorda? ¿Como Estelita? ¿O más que ella? En ese mismo momento se abriría la puerta de la sala de espera, y una mujer policía nos invitaría a entrar a la sala para redactar la declaración de lo sucedido. Juan se sonrojaría y retiraría su mano de debajo de mi camisa. Entonces volví a mirar al suelo, concentrándome en la sucesión geométrica de los adoquines. Justo en ese momento, mi hombro izquierdo chocó con una persona que venía en sentido contrario. Era una mujer muy alta, con una capelina de color verde esmeralda. Se dió media vuelta y con un acento gutural me gritó que anduviera con más cuidado. Volví a bajar la vista para concentrarme de nuevo en los adoquines. Y entonces me di cuenta de que podía girar sobre mis talones y alcanzar a la mujer para pedirle ayuda porque esos dos hombres me estaban siguiendo. Pero cuando torcí la cabeza sobre el hombro, la mujer de la capelina de color verde esmeralda ya se había cruzado con ellos y estaba
alejándose dando grandes zancadas. No podía pedirle ayuda sin que ellos, los dos hombres en una calle a oscuras me vieran primero y me atraparan. Pensé en llamar por teléfono a Roberto. Aunque sabía casi con seguridad que estaría durmiendo y por eso no podría atender mi llamada. No es culpa tuya, le diría escuchando el eco de mi mensaje en el contestador automático.
Te perdono por todo lo mal que me hiciste sentir durante ese verano en el que me dejaste por teléfono porque tu ex novia te contó que se había hecho un aborto. También te disculpo por empezar a salir de inmediato con una de tus alumnas, esa rubia diez años menor que yo. Y, por favor, olvídate de la vez que te eché en cara esos cincuenta pavos que le pagué a una clarividente que me recomendó mi prima para que me dijera si íbamos a volver a estar juntos algún día. El problema era que Roberto no podía ayudarme. Roberto vivía al otro lado del Atlántico y no lo veía desde hacía más de cuatro años. Desde que me mudé a
vivir aquí. Según las estadísticas, una de las ciudades más felices del mundo. Una ciudad en la que había una posibilidad en un millón de que dos hombres me siguieran en una calle a oscuras. Sin embargo, estaba sucediéndome. A mí, en este momento. En la Única Ciudad Feliz del Mundo que conocía. También podía llamar a Estelita y pedirle que me disculpara por haberle dicho que estaba excedida de peso sin que me lo hubiera preguntado. Podía decirle que lo sentía mucho por haberle coqueteado a Pocho, ese chico que tanto le gustaba. Finalmente, podía pedirle perdón por haberme subido tanto años a los hombros de su ego. Quizás ella me perdonara por todo esto, desandara el camino desde su estación de metro para volver trotando hasta aquí y distraería a los dos hombres para que yo lograra escapar. Pero seguramente el sobrepeso de Estelita la había hecho cansarse antes de llegar a la estación y se había tomado un taxi hasta su casa. Ahora estaría intentando comprar en Internet esas pastillas para adelgazar que le había recomendado durante la cena en el piso de Juan y Valeria. Mientras pasaba por el frente de los escaparates con la persiana bajada, me iba familiarizando con la adrenalina, ese chute de aire frío que me subía por la nariz y circulaba por mis venas, desbordándome. Me sentía viva. Tenía ganas de correr, de llegar a la boca del metro, saltar de dos en dos los escalones de la escalera mecánica y colarme en el torno clavando una mirada desafiante en las cámaras de video-vigilancia . También podía girar sobre mis talones, correr hacia ellos, hacia los dos hombres y, en el último segundo, esquivarlos como vi que hacen los corredores profesionales en las carreras de obstáculos. Entonces los demás transeúntes nocturnos me aplaudirían, se encendería una luz en un palco y yo subiría al escalón más alto para que la mujer con la capelina de color verde esmeralda me colgara una medalla en la categoría de Mejor Esquivadora de Violadores y Asaltantes en la Única Ciudad Más Feliz del Mundo que conocía. Allí estarían Juan, Olivia y Valeria con Lara en sus brazos. Y todos me abrazarían emocionados. Pero en ese momento, al pasar a su lado corriendo, un poco antes de esquivarlos, me daría cuenta de que los dos hombres no pertenecían al género masculino como yo pensaba. Entonces, las dos mujeres se aprovecharían de mi sorpresa y me atarían las manos y los pies. Luego me sellarían la boca con celo y me meterían dentro de un bolsa de tela en la cabeza. Me despertaría horas después en un cuarto sin luz con un colchón en el suelo. Pasaría toda la noche enclaustrada allí. Al día siguiente, se abriría una puerta, entrarían las dos
mujeres y me lo enseñarían. Una advertencia enviada desde el futuro. Un mensaje contenido en un holograma. Querida hija: Te presento a mis clones. Las he enviado desde el futuro. Son dos robots modelo Terminator Madre Implacable. Disculpame que te haya hecho pasar por todo esto, pero no sabíamos de qué otra manera podíamos captar tu atención. Ahora, por favor, escucha mi mensaje: Si sigues así de atolondrada, nerviosa e impaciente vas a repetir mi propia historia. Vas a descubrir la felicidad recién después de los cincuenta como me pasó a mí, que dejé de odiar a todo el mundo después de que me extirparon aquel cáncer de mama ¿Lo recuerdas? Pero tú, tú no hace falta que dejes pasar tanto tiempo. Ahora, respira hondo. Y relájate. Ya has pasado la prueba. Tu vida es algo mejor que esto. Entonces, me suena el móvil. Es Valeria. Me pregunta si todavía no he alcanzado la boca del metro y estoy a tiempo de volver hasta la gran puerta de madera porque me he olvidado un tupper con un pedazo de pastel que ha sobrado de la cena. Mientras tengo un oído pegado en el teléfono, con el otro intento estar atenta a los movimientos de los dos hombres en la calle a oscuras. Están cerca, se arrastran con sigilo, como dos bichos rastreros. Puedo escuchar su respiración agitada en mi nuca. Le dije a Valeria que no podía volver porque dos hombres me estaban siguiendo, y que por eso tenía que entrar en la estación y tomar el metro lo antes posible. Entré en la estación sin mirar a mis espaldas. Pasé por debajo del molinete sin pagar para no demorarme. Pero ya era tarde. Solo había un barrendero limpiando el andén. El último metro ya había pasado. El eco ampliado del motor al abandonar la estación rebotaba en el andén. El hombre con el mono naranja levantó la vista cuando me vio aparecer. Me acerqué a él, para que los dos hombres pensaran que no estaba sola. Pero el barrendero terminó de limpiar el andén, tiró el contenido del recogedor en una papelera y se fue. Me quedé sola, esperando que los dos hombres aparecieran en cualquier momento. Seguí al barrendero por las escaleras. Cuando se dio cuenta de que lo seguía, empezó a caminar más rápido. Un poco más adelante, giró la cabeza sobre su hombro y empezó a correr. Entonces, yo también empecé a correr detrás de él. Salió de la estación del metro. Todavía llevaba la escoba en la mano. Lo vi girar en una esquina. Aceleré mi marcha, aunque me ardían las llagas en las entrepiernas de tanto que se rozaban mis muslos al correr. Al girar en la esquina, pude ver al hombre del mono naranja rebuscando algo en sus bolsillos.
Se enredó con la escoba y se cayó. Me acerqué, le extendí una mano y lo ayudé a levantarse. Tenía el móvil en la mano. Era un hombre mayor, con apariencia balcánica como si proviniera de Europa del Este y unos ojos tristes como los de un perro de agua. Desconfíe de que pudiera ayudarme si los dos hombres aparecían pero igual me agaché para ayudarle a sacudirse las piernas. La rodilla izquierda le sangraba. El hombre emitía pequeños quejidos. Me disculpé pero el hombre no me contestó. Intuí que quizás no hablaba castellano. Entonces, me puse en cuclillas y me abracé muy fuerte a sus rodillas. Si aparecían los dos hombres, no podrían separarme por nada del mundo de esas piernas flacas y huesudas. Tendrían que llevárselo a él también conmigo. El barrendero intentó liberarse de mis brazos. Pero seguí aferrada a él como si fuera el mástil de un barco en medio de una tormenta. Después de un breve forcejeo, se quedó quieto, guardó el móvil en el bolsillo de su mono naranja y comenzó a acariciarme la cabeza. Y después me abrazó. Entonces, los dos hombres se abalanzaron sobre nosotros. Cerré los ojos y empecé a gritales. No es culpa suya. Que no tenga pareja, ni hijos, ni siquiera una mascota. Que mis amigas no me soporten por ser una falsa modesta y porque nunca les devuelvo las llamadas. Tampoco mi pánico a dormir con las luces apagadas de noche. Ahora, vuelvan a mi piso para hacerle compañía a mis colchas tejidas a mano, al olor a comida recalentada y a la ropa sucia en el cesto. Enciendan la televisión y tomen nota de todos los casos de mujeres asediadas por dos hombres en una calle a oscuras. Quiero que atiendan especialmente a las estadísticas. Que las memoricen y me las susurren una y otra vez, hasta que tapicen mi cerebro, ese balcón a punto de desmoronarse, y reemplacen la escenografía gastada de mis fracasos e ilusiones perdidas. Pero ya era tarde, los dos hombres estaban sobre nosotros. Después de tironear un poco, lograron que despegara mis brazos de sus rodillas. Entonces, los dos hombres desaparecieron en una calle a oscuras, llevándose al barrendero del mono naranja que me había abrazado como nadie lo había hecho en mi vida.
Los animales buscan sitios difíciles para morir já não necessito de ti tenho a companhia nocturna dos animais e a peste Al Berto
I Soy la tercera generación de hombres que vienen de la tierra y de la sangre. Manos de mi abuelo atando los cuatro estómagos de una vaca. Pies de mi bisabuelo en la espalda de una mula para llegar al olivo. Voz y cabeza de mi padre yo con tu edad yo y tu abuelo yo y los hombres. II Estudio técnicas quirúrgicas para abordar una cavidad que nunca abriré, no las manos de mi abuelo, no la voz de mi padre. Ahora los animales se mueren antes de coserles las entrañas antes de sentir el pulso caliente antes de manchar la tierra de sangre. III Quiero seguir a un animal que va a morir. Tocar el trayecto difícil de la agonía en sus párpados. Pies en el lomo voz en el estómago. Ellos me hablan como a un hombre. Ellos esperan de mí lo que esperan de un hombre. Pero yo sangro. Animal o mujer: hecha de sueño y lágrimas.
Anécdotas rojas
Mi amiga y yo una vez le contamos a nuestro compañero de piso que aunque los chicos tengan el ciclo reproductor más largo, también se les ajusta al nuestro. La próxima vez que le pillé comiéndose mis galletas de chocolate, me dijo que él también estaba femenino. Más jodidos que la regla son los antibióticos, una vez tomé demasiados y me bajó 3 veces en 30 días. Fue el mes más creativo de todos.
Sueño
- Mi suegro se hace una paja mirando una foto mia. - Mi novio y yo lo pillamos en la habitación a oscuras en plena acción. - Mi novio está entre decepcionado y enfadado. Otra manera de explicarlo: Estoy en casa de mis suegros, me voy con Jonathan, mi novio, a dar una vuelta. Cuando volvemos vamos a dejar las mochilas a nuestro dormitorio. Está a oscuras, cuando abrimos la luz vemos a un señor de espaldas que está haciendo algo raro. Es mi suegro, sujeta una foto mía con la mano izquierda y su polla dura con la mano derecha. Jonathan está atónito. Su primera reacción es enfado, pero su padre le parece viejo y miserable. Entonces siente asco y pena. Su padre le ha decepcionado. Otra manera de explicarlo: Carlota, no puedo parar de desearte. Siento que mi secreto se desborda. Cada vez que me corro pensando en ti, soy más miserable. Carlota, no puedo evitarte, no puedo hablarte, no puedo parar de mirarte cuando parece que no te des cuenta de que estoy aquí. Sé que sientes algo por mi, no lo escondas, compártelo conmigo. Carlota, tu nombre al principio no me gustó nada, ahora no puedo parar de oírlo en mi cabeza. Hoy llevabas ese jersey semitransparente
y tus pezones estaban duros. Tus pezones eran para mi. Lo siento Jonathan, sé que es tu novia, el amor de tu vida. Me aseguraré de que nunca lo sepas. Hijo mío, lo siento. No creo que deseándola haga nada malo, ojalá pudieras entenderme. La sociedad se equivoca. Preferiría que no fuera ella, habría menos problemas, pero no puedo reprimir lo que siento. Hoy se ha reído de una de mis bromas, me ha abrazado cuando me ha visto y me ha besado. Creo que estoy más cerca de ella. No puedo aguantarlo más. Se me ha puesto dura. Aprovecharé ahora que están fuera para hacerme una paja con todo mi amor. Necesito olerla. Voy a su cuarto. Ahí está su almohada, huele a ella. También huele un poco a mi hijo. Huele fuerte, me parte el corazón. Se nota que esta noche han follado, qué guarra. Estoy de suerte, ahí está su foto. Me saco la polla, oh sí, ya está dura y a punto de explotar. Me la agarro con fuerza y me la machaco bien. Oh Carlota, ¿quieres mi semen? Calro que sí, Carlota, qué cerdita eres, Car-lo-ta, me imaginaré que me chupas la polla. Pum-pum, pum-pum, noto como mi polla palpita, estoy a punto de correrme. Qué? Alguien está abriendo la puerta de la habitación. No puede ser. Esto no puede estar pasando, me quedaré quiero, igual así paso desapercibido. Otra manera de explicarlo: Hoy he tenido un sueño que me gustaría no recordar nunca más, creo que he dormido demasiado y mi subconsciente intenta avisarme que ya está, que se ha acabado el crédito.
A zul mar
Tu casa era blanca y el felpudo azul marino. Marino por los marines que se embarcaron a la mar. Azul como el color de las olas. Blanca como la espuma que las corona. Tu barco no tenía color, porque no existía. Te dejaste ir en dirección al gran azul, y sin embarcación no hubo travesía. Pero te fuiste, como en las historias antiguas los marines se iban, y dejaban a sus mujeres esperando en los muelles.
Mรกs bella y mรกs cruda si muriese pero me quiere mujer enferma
Como cuando las cosas comenzaron a obsesionarse conmigo. Triste cuerpecito, no llores: que ya vendrรกn las varices de mamรก para cobijarte de la sombra.
Barcelona, 2014 bloodfanzine@gmail.com FUNZINES http://fun-zines.tumblr.com/