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Balcei 139
nuestra historia
enero 2012
su hermana Isabel, ponerle un viejo casco metálico de motorista y con un gran paraguas de pastor, lanzarla desde una galería sin barandilla del segundo piso, al patio donde almacenaban los romeros para calentar el horno, éstos le salvaron la vida seguramente, pues ni el paraguas que se destrozó, ni el antiguo casco le habrían servido de nada, si no le amortiguan la caída aquella gran pila de romeros verdes, donde quedó clavada hasta las los orejas y de donde la sacaron llena de arañazos y rasguños. Nueva aventura y consiguiente paliza. En el pueblo eran conocidos como Zipi y Zape, personajes del conocido y antiguo T.B.O. y la mención les venía a la medida. Un día del caluroso verano se fue Manolito, a ayudar al tío Emilio, marido de la tia Feli, que vivían en la plaza de los Arcos, en la casa que está pegada al Ayuntamiento, a traer del campo dos cargas de fajos de cebada con sendos mulos, lo vi marchar todo contento y ufano montado en el segundo mulo, calle Mayor abajo, hasta perderse por el Portal, junto con el dueño de las acémilas. Pasó la mañana y cerca del medio día con todo el calor, aparecieron de nuevo al fondo de la calle, con los mulos cargados de mies, al llegar a la esquina de San Ramón, se encontró a Pepito y dejando a un lado el ramal del animal cargado del cereal, se acercó a su hermano, mientras sacaba del bolsillo del pantalón lo que creía que era un cangrejo de río, mientras le decía: –Mira, Pepito, que cangrejico más majo tengo. No le dio tiempo a más, lo que él creía un cangrejo le había picado en plena palma de la mano, en realidad era un buen ejemplar de alacrán. Los gritos y alaridos se oyeron por toda la calle y en pleno dolor corría y saltaba de un lado a otro sin rumbo fijo, los vecinos que acudieron al oír el alboroto les fue difícil el llegar a cogerlo y llevarlo al practicante don Eusebio, que vivía en la calle de la Virgen, donde le atendió, el hombre, lo mejor que pudo. Con la mano vendada, bajo de color y un sudor notorio, apareció al cabo de un buen rato, con su madre y su hermano por la
esquina donde tenían la tienda. Otra experiencia, aunque ésta vez dolorosa, con que la madre naturaleza nos enseña a los que andamos un poco despistados. Uno de los sitios donde nos gustaba reunirnos, era en una habitación del fondo del primer piso, que tenía por suelo la bóveda del horno, allí el calorcito del pavimento resultaba muy agradable y pasábamos el tiempo jugando echados en el cálido suelo. Al fondo de la habitación había un pequeño cuarto, donde tenían un retrete, allí vi por primera vez una especie de taza de cerámica, con un gran jarro del mismo material al lado, lleno de agua, para echarla una vez exonerado el vientre. Aquello me pareció un gran adelanto al no tener que bajar a las cuadras, sobre todo por las noches, donde normalmente se realizaban estas funciones, al no tener agua ni desagües en las casas. De vez en cuando, se hacia limpieza general en el horno y esto era escusa para hacer una alegre fiesta, se removían las grandes cajas de madera, donde se ponía a fermentar entre mantas la masa para hacer el pan y donde por cierto los dos hermanos, un día encerraron a su hermana Isabel, bajo una torreta de estas cajas y ella aguantó allí callada y quieta durante horas sin moverse, la buscaron por toda la casa y por las calles cercanas sin éxito, al fin, bajo amenazas de su padre, los hermanos «cantaron» y la pudieron rescatar de su inusual escondrijo. De nuevo se les sacudió el polvo de las posaderas, con la vara del latonero. Como decíamos se apartaron también los grandes sacos de harina, las herramientas y aperos propios del panadero y algunas veces, salían unos pequeños ratoncitos asustados y saltarines, que la perrita blanca que tenían, llamada Estrella, perseguía con asombrosa agilidad y viveza. Después se asaban en el limpio horno unas buenas chuletas, de cordero que la tía Bienve compraba en la carnicería de la tía Joaquina la «Ribas», que estaba en la misma calle Mayor, también se ponían a la vez, patatas, cebollas, pimientos y boniatos, que traían a la plaza los Valencianos con sus carros. Así trascurría la fiesta de la limpieza, con buena
Los Cano.
comida, buen vino tinto, del Rezador del Figueral y con música de la época, del gran aparato de radio, que pasaban de la habitación junto a la tienda, a un rincón del horno. La fiesta terminaba a la madrugada y todos cansados y somnolientos nos retirábamos a nuestras cercanas casas. Uno de los últimos domingos de Pascua, que estuvieron los primos en el pueblo, lo pasamos en el olivar de la Valles Bajas, justo donde preparamos la hoguera para hacer la paella, pasa ahora el desvío de la carretera de Andorra, a la de Alcañiz. Allí nos juntamos los Cano, la tía Consuelo y el tío Quimet, elegantes como siempre, mis padres con mi hermana Juanita, y el que suscribe, el Pedro el «Guapo» con su mujer y su hija, matrimonio amigo de mis padres. Llevamos los utensilios y viandas, cargadas en el caballo de la tía Consuelo y fue un día para recordar. Tras preparar la fogata con leña seca de olivo, las mujeres nos prepararon un magnífico arroz con liebre, cazada el día anterior por mi padre en la partida del Regatillo, comimos muy a gusto y en armonía, sentados en el suelo en torno de la paella, con buen pan del horno de la tía Bienve, y vino tinto de cosechero, después como lo manda la tradición, nos repartimos las «roscas» de Pascua, con su huevo duro, longaniza y lomo de cerdo en conserva. Nos hizo un día magnífico y lo aprovechamos hasta última hora. También recuerdo que una de las grandes devociones de la familia Cano-Espallargas, era honrar lo mejor posible a San Ramón, en el día de su fiesta el 30 de agosto. Un mes antes de la fecha la tía Bienve, encargaba a mi padre el adecentamiento de la capilla, que está en la esquina de su casa, la limpiaba, la pintaba, bajaba la imagen, la pasábamos a casa y allí la restaurábamos de los daños de la intemperie y la pintábamos, con su sotana negra y otras veces roja, el roquete blanco, la cara sonrosada con la barba negra y la custodia dorada que portaba en la mano, todo quedaba nuevo para celebrar con toda devoción el día de su fiesta. Unos días antes se rezaba una novena, al atardecer esperábamos los críos de la calle que saliese ni prima Isabel de su casa, con la campanilla de bronce y haciéndola sonar con fuerza y por turnos, recorríamos las calles adyacentes, invitando a los vecinos a que acudieran a la esquina de la calle Mayor, diciendo a grito limpio: «a rezar a San Ramón». A la hora tradicional, acudían los vecinos y vecinas cercanos, con sus sillitas bajas de anea y así nos reuníamos devotos y curiosos, en una reunión entre religiosa y lúdica, presidida normalmente por la tía Bienve. El día del Santo, se celebraba por todo lo alto y a mitad de la tarde, se servía un chocolate caliente, acompañado de toda clase de pastas y dulces, que sacaban del horno de los Cano y que tanta aceptación tenían y así con buena animación y armonía, se alargaba la fiesta hasta bien entrada la tibia noche de verano. Todos estos recuerdos se agolparon en mi mente, ese día en que me enteré que mis primos se marchaban tan lejos y para siempre. Por eso os comenté al principio, que ese no fue un buen momento para mí. Y de esta manera, un día los vi partir hacia el nuevo y lejano lugar, donde comenzarían una nueva vida, lo más cierto, pensé, es que seguirían con la misma, pero de una manera diferente en un lugar extraño. De las muchas familias, que en aquellos tiempos tuvieron que partir, la marcha de estos parientes, fue la que más me afectó y siempre los he recordado en especial. Santos Espallargas