Revista Triana - Diciembre 2016

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Relato so ser que les había advertido que no dieran a conocer su paradero, pues había quien quería destruirlo, y que no se preocuparan, porque el mundo entero sabría, cuando llegara el momento, lo que allí había ocurrido, pues ése niño era el Hijo de Dios, que había venido para salvar a toda la humanidad.

Cuando Amagadón llegó, José monta-

ba ya a María y al Niño en su borriquillo para marchar a Egipto, pero en cuanto contempló el extraordinario aura del infante, pura y de una intensidad tal que no podía compararse con ninguna de las contempladas durante su larga existencia, cayó de hinojos, con los ojos llenos de lágrimas, y comprendió lo que hasta ese momento no había sido capaz de entender; que no había muchos dioses, sino diferentes formas de llamar a esa fuerza sobrenatural que no podían llegar a comprender en sus cortas luces; uno solo, inmenso y todopoderoso que regía los destinos de todo el universo, y no de cada pueblo que pudiera existir en su seno. Y lo comprendió apenas vio a aquél que era sin duda su Hijo, pues en cuanto lo vio se hizo en él la LUZ. Su deseo se había cumplido, aún sin haber sido expresado.

En seguida bajó de su caballo las án-

foras fabricadas en la confluencia de los tres brazos del río que ahora llamaban Betis. Un lugar que por estar entre las tres 'Anas' del ahora llamado Betis -que así llamaban ellos a

“Cuentan que Amagadón volvió a su tierra repleto de felicidad, que vivió muchos años dando generosos consejos a sus vecinos” cada uno de los brazos- era conocido por algunos como el lugar de TRES ANAS, de donde, probablemente, pudiera haberse derivado el nombre de Triana.

Las ánforas que con tanto mimo había transportado, venían repletas de sangre de su tierra, extraída de ella por el más viejo de los árboles que allí cultivaban, y se las ofreció a la Virgen asegurándole que sólo con eso y un poco de pan, les bastaría para estar perfectamente alimentados hasta que llegaran a Egipto, pero que, además, podría servirles, entre otras cosas, para curar heridas y para proteger su piel del intenso sol de los desiertos que habrían de cruzar.

Aunque se ofreció a acompañarles, Amagadón comprendió que rechazaran

su propuesta, pues, junto a un extranjero, difícilmente podían pasar desapercibidos en su huída del reino donde se buscaba la perdición del recién nacido.

Cuentan que volvió a su tierra repleto

de felicidad, que vivió muchos años dando generosos consejos a sus vecinos, y que solo se dejó morir cuando, a través de un centurión que habitaba en Itálica adonde había llegado procedente de Cesárea donde había conocido a Jesús, vivido sus últimos momentos y creído en Él a pesar de haber sido quien le propiciara el golpe de gracia con su lanza, supo que el Divino Niño había iniciado un movimiento que haría iguales a todos los hombres, liberaría a todos los pueblos, y pondría en contacto directo con su Padre, a todas las personas de buena voluntad.

Solo entonces Amagadón, el cuarto rey mago, supo que había llegado su hora y se dejó llevar hacia la LUZ de quien le había regalado la clarividencia de su sabiduría.

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