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conjunto estaba lleno de platos de plástico esparcidos por todas partes, que contenían agua ennegrecida. Desanimado, se quedó mirando aquel baldío privado, y estaba a punto de olvidarlo todo cuando cambió repentinamente de idea: tiró su maletín por encima del seto, y con bastante torpeza trepó por él y se dejó caer al otro lado. Pero la altura era mayor de lo que esperaba y cayó mal, sentado sobre el lodazal. Trató de levantarse, pero le resbalaron los zapatos y volvió a caerse de culo. Paró la caída con la mano abierta sobre uno de los platos, que volcó y salpicó su contenido sobre el brazo y el cuello del infortunado doctor. Echó pestes en voz baja, se sacudió lo mejor que pudo, y volvió a ponerse en pie, tambaleándose como un borracho hasta que recuperó el equilibrio. —¡Maldita sea! —dijo entre dientes al oír abrirse detrás de él una puerta. —¡Eh! ¿Quién está ahí? ¿Qué sucede? —dijo una voz temerosa. Se giró para encontrarse con una anciana que estaba a menos de dos metros de distancia, acompañada por tres gatos que se hallaban alrededor de sus pies y que lo observaban con felina indiferencia. A juzgar por la manera en que movía la cabeza de un lado a otro, la vista de la anciana no debía de ser muy buena. Tenía el pelo blanco, ralo, y llevaba una bata estampada. El doctor Burrows supuso que tendría más de ochenta años. —Hola, señora... Me llamo Roger Burrows, encantado de conocerla —dijo, incapaz de pensar en nada para explicar cómo ni por qué había llegado hasta allí. La expresión del rostro de la anciana se transformó repentinamente: —¡Doctor Burrows, qué amable de su parte venir por aquí! ¡Qué agradable sorpresa! Se quedó sorprendido y muy confuso. —Sí... bueno... Pasaba por aquí... —Es usted un hombre encantador. Algo que no se ve a menudo hoy día. Le agradezco mucho su visita. —No hay de qué —respondió él dudando—. La verdad es que el placer es mío. —Me encuentro un poco sola, con la única compañía de mis gatitos. ¿Le apetece una taza de té? El agua está lista. No sabía qué hacer. Al verla, había pensado que tendría que intentar volver a saltar el seto. Una acogida tan amable y hospitalaria era lo último que podía haber esperado. Sin encontrar palabras, se limitó a asentir con la cabeza y avanzó unos pasos, pisando el borde de otro de los platos de plástico, que le salpicó el contenido en la pierna. Se inclinó para quitarse del calcetín un viscoso pegote de alga.

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