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dedos encontraron el grueso collar del animal y se aferraron a él, intentando mantener las fauces del perro lejos de su cara. Pero el animal era demasiado fuerte. Se lanzó a la máscara mordisqueándola. Will oyó el rechinar de la goma en los colmillos mientras la máscara le aplastaba la cara, y después un mordisco del perro partió uno de los cristales de los ojos. Olió el aliento pútrido del can, que seguía desgarrando y retorciendo la máscara. Las correas que la sujetaban por detrás se tensaban tanto que estaban a punto de romperse. Rogando que la máscara resistiera, trató con todas sus fuerzas de apartar la cabeza del atacante. Sus fauces soltaron la goma mojada, pero el éxito de Will fue breve. El animal se apartó un poco, pero volvió a embestir de inmediato. Chillando, pero sin dejar de agarrarse con todas sus fuerzas al collar, Will trataba de mantener a la fiera fuera del alcance de su cara, tensando los brazos al límite de sus fuerzas. El collar le cortaba los dedos. Era increíble la fuerza que tenía aquella bestia. Una y otra vez tuvo que echar la cara hacia atrás, librándose por un centímetro de los dientes, que eran como un cepo cerrándose. Entonces el animal crispó y retorció el cuerpo. Una de las manos de Will perdió el contacto con el collar, y ya más libre que antes, el sabueso descubrió rápidamente un objetivo más interesante. Apresó el antebrazo de Will y lo mordió con fuerza. Will gritó a causa del dolor, abriendo involuntariamente la otra mano y soltando el collar. Ya no había nada que parara al perro. Al instante, el animal buscó dónde apresar y hundió los dientes en su hombro. Entre mordiscos y gruñidos, oyó rasgarse la tela de la chaqueta mientras los enormes dientes, como filas de puñales, penetraban en su carne y la desgarraban. Will volvió a gemir mientras el animal sacudía la cabeza y lanzaba potentes gruñidos. No podía hacer nada: era como una muñeca de trapo que no ofrece resistencia a las sacudidas. Con su brazo libre, dio golpes en las ijadas y la cabeza del animal, pero no servía de nada. De repente, el perro soltó el hombro y se irguió sobre él, inmovilizándolo con su peso. Clavó sus ojos enloquecidos en los de Will. A unos centímetros de su cara, las fauces del animal derramaban hilos de baba sobre los cristales de la máscara. Will era consciente de que Cal hacía cuanto podía: arremetía rápidamente para darle una patada, y a continuación se retiraba a la misma velocidad. Cada vez que lo hacía, el perro sólo se volvía un poco para lanzarle un gruñido, como si supiera que no representaba para él ninguna amenaza. Su pequeño cerebro salvaje sólo tenía una meta: matar aquello que tenía a su completa merced. Will intentó desesperadamente darse la vuelta, pero la criatura lo tenía inmovilizado contra el suelo. Sabía que no era contrincante para aquella bestia

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