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Will no tuvo ocasión de preguntar a Cal nada más, porque de repente Bartleby levantó las orejas y sus ojos se fijaron en la puerta sin parpadear. Aunque ninguno de los chicos había oído nada, Cal se puso nervioso. —Vamos, Will, date prisa en consultar el mapa. Dejaron la cámara, escogiendo con cautela su ruta por entre callejuelas antiguas. Eso le daba a Will ocasión para ver de cerca las casas. A su alrededor, por todas partes, la piedra estaba decorada con tallas e inscripciones. Se podía apreciar el pobre estado general: los sillares estaban rotos y agrietados. Por todas partes había muestras de abandono, pero aun así los edificios se alzaban con orgullo y magnificencia, y conservaban un aura de inmenso poderío. De poderío y algo más: algo como una antigua y declinante amenaza. Will se alegraba de que los habitantes de la ciudad ya no estuvieran en ella. Mientras corrían por las antiguas calles de piedra, las botas chapoteaban en el agua turbia del suelo y agitaban las algas, dejando manchas ligeramente brillantes en su estela, como las baldosas con brillo que ponen en algunos jardines. A Bartleby lo excitaba el agua, y saltaba por encima de ella con la precisión de un pony amaestrado, intentando salpicarse lo menos posible. Al cruzar un estrecho puente de piedra, Will se detuvo un momento y contempló por encima de la desgastada balaustrada de mármol el lento movimiento del río que pasaba por debajo. Con su brillo oleaginoso, serpenteaba con pereza por la ciudad, atravesada aquí y allá por otros puentes pequeños, y el agua lamía las paredes de sillería que formaban su cauce. En las orillas, las estatuas clásicas se alzaban como centinelas que guardaran el agua. Representaban a viejos de ondulante pelo blanco y barba inverosímilmente larga, y mujeres de vestido largo y vaporoso, que tendían hacia el agua conchas o esferas, o a veces tan sólo el muñón de sus brazos, como ofrendas a dioses que ya no existían. Llegaron a una plaza rodeada de altos edificios, pero no entraron en ella porque prefirieron refugiarse tras un pequeño pretil. —¿Qué es eso? —susurró Will. En medio de la plaza había una plataforma sostenida en lo alto por una serie de gruesas columnas. Sobre ella había figuras humanas: estatuas de aspecto calcáreo de seres en posturas retorcidas, como congeladas en su agonía, algunas con las facciones borradas y otras a las que les faltaban miembros. Unas cadenas oxidadas rodeaban las contorsionadas figuras, y las ataban a los postes que tenían al lado. Parecía una escultura que representara una antigua atrocidad, largo tiempo olvidada. —El Tablado de los Presos. Ahí es donde recibían castigo. —Las estatuas son horripilantes —comentó Will, incapaz de apartar los ojos. —No son estatuas, son personas de verdad. Tam dice que los cuerpos están calcificados. 244

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