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Se oyó un gemido espeluznante, y por un segundo los captores aflojaron un poco la presa. Para la señora Burrows fue suficiente. Sus pies entraron en contacto con el suelo y echó los brazos para atrás como un esquiador que desciende la colina. Lanzando un grito, se zafó de sus atacantes a toda velocidad y se refugió en la cocina, mientras los otros se quedaban allí, con la manta de viaje en las manos, como si fuera la cola de una lagartija que ha conseguido huir. Y en menos de un segundo, volvió a salir de la cocina, abalanzándose contra las tres enormes figuras. Echaba sapos y culebras. En lo alto de la escalera, Rebecca estaba perfectamente situada para observar todo lo que ocurría. Veía destellos metálicos que se movían de un lado para otro en medio de la penumbra del recibidor, y una cara furiosa: la de su madre. Comprendió que estaba empuñando una sartén y lanzaba con ella estocadas a diestro y siniestro. Se trataba de su nueva sartén de fondo antiadherente con termodifusor. Cada poco, las sombras reemprendían el ataque contra ella, pero la señora Burrows no retrocedía y las repelía a base de golpes. La sartén emitía un sonido agradable cada vez que entraba en contacto con un cráneo o un codo. En medio de la confusión, Rebecca veía los destellos de la lucha mientras la batalla proseguía a un ritmo trepidante, con golpes de un lado y gemidos del otro. —¡A muerte! —gritaba su madre—. ¡Morid, bellacos! Una de las sombras se abalanzó sobre ella en un intento de agarrar el brazo que sostenía la sartén y la blandía dibujando ochos en el aire, pero sólo consiguió recibir un golpe tremendo que probablemente le partió algún hueso en muchos trocitos. Soltó un aullido como de perro herido y retrocedió tambaleándose, mientras sus compañeros hacían otro tanto. Después, todos a una, se dieron media vuelta y se escabulleron por la puerta de la casa, que estaba abierta. Lo hicieron a una velocidad asombrosa, como cucarachas a las que uno sorprende al accionar el interruptor de la luz. En la calma que siguió a la tormenta, Rebecca bajó por la escalera y encendió la luz del recibidor. La señora Burrows, con el pelo enmarañado que le colgaba en oscuros mechones por su blanca cara, como cuernos fofos, dirigió a su hija una mirada de loca. —Mamá —dijo Rebecca con suavidad. Su madre levantó la sartén por encima de la cabeza y se acercó a ella tambaleándose. La expresión enfurecida de su rostro hizo retroceder a Rebecca, que pensó que le iba a propinar un golpe. —¡Mamá! ¡Mamá, soy yo! Todo está bien, se han ido... ¡Ya se han ido! El rostro de su madre adquirió una expresión de orgullo mientras se calmaba y asentía con la cabeza lentamente, reconociendo a su hija.

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