EUDXAS

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V Geralt miró por la ventana del alcázar por última vez. Anochecía muy deprisa. En la orilla del lago destellaban vagamente las luces de Wyzima. Alrededor del alcázar había un descampado, un cinturón de tierra de nadie con el que la ciudad, a lo largo de seis años, se había ido distanciando del foco de peligro. No quedaba allí nada sino algunas ruinas, vigas podridas y restos de almenas desportilladas que, por lo visto, no merecía la pena desmontar y llevarse. El propio rey había trasladado su residencia lo más lejos posible, al otro confín de la villa: la cúpula abombada del nuevo palacio se recortaba a lo lejos sobre el fondo del cielo granate. El brujo volvió a la mesa polvorienta delante de la que, en una de las habitaciones vacías y saqueadas, se estaba preparando sin prisas, tranquilo, cuidadosamente. Sabía que tenía mucho tiempo. La estrige no saldría de la cripta hasta la medianoche. Encima de la mesa tenía una pequeña arqueta cerrada con un candado. La abrió. En su interior había unos frasquitos de vidrio negro, muy apretados entre tabiques rellenos de hierba seca. El brujo tomó tres de ellos. Alzó del suelo un paquete alargado, envuelto en una gruesa piel de oveja y atado con correas de cuero. Lo desenrolló, sacó una espada con el puño labrado, en una vaina negra, cubierta con brillantes líneas de símbolos y de runas. Desenvainó el filo, que brilló en un limpio y espejeante relámpago. La hoja era de plata pura. Geralt susurró una fórmula, bebió uno tras otro el contenido de dos frasquitos, colocando la mano izquierda encima de la empuñadura de la espada después de cada trago. Luego, envolviéndose sólidamente en su capote negro, se sentó. En el suelo. No había ninguna silla en la habitación. Ni, de hecho, en todo el alcázar. Se sentó inmóvil, con los ojos cerrados. Su respiración, al principio tranquila, se volvió de pronto acelerada, desigual, inquieta. Y luego se detuvo por completo. La mezcla, con la cual el brujo adquiría absoluto control sobre todos los órganos del cuerpo, se componía principalmente de veratro, estramonio, oxiacanta y lechetrezna. Otros ingredientes no poseían nombre en ninguna lengua humana. Para cualquier persona que, como Geralt, no estuviera acostumbrada a ella desde la niñez, la substancia resultaría un veneno mortal. El brujo volvió la cabeza violentamente. Su oído, sensible en este momento más allá de cualquier medida, percibió en el silencio con gran facilidad el rumor de pasos en el patio cubierto de ortigas. No podía tratarse de la estrige. Era demasiado pronto. Geralt colocó la espada en la espalda, escondió su fardo en el hogar de una chimenea arruinada y, silencioso como un murciélago, corrió por las escaleras. En el patio había todavía suficiente claridad como para que el individuo que venía pudiera verle la cara al brujo. El hombre —era Ostrit— dio un violento salto y una mueca involuntaria de miedo y asco le deformó los labios. El brujo se sonrió torvamente: sabía qué aspecto tenía. Después de beber la mezcla de belladonna, aconitum y eufrasia el rostro toma un color de creta y las pupilas ocupan todo el iris. Pero el elixir permite ver en las tinieblas más oscuras y justo esto es lo que quería Geralt. Ostrit se controló rápidamente. —Pareces un cadáver, hechicero —dijo—. Seguro que a causa del miedo. No temas. Te traigo el indulto. El brujo no respondió. —¿No has oído lo que te he dicho, charlatán rivio? Estás salvado. Y eres rico. — Ostrit balanceó una talega bastante grande con la mano y la echó a los pies de Geralt—. Mil ducados. ¡Tómalos, monta en tu caballo y lárgate de aquí! 16 www.LeerLibrosOnline.net


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