Celajes Matinales

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Celajes Matinales Ejercicios de Estilo

Gabriel Alfonso García Guzmán. Terminado en la ciudad de Guatemala, el día 21/11/08.

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Dedico este libro a Dios y a la belleza. Al primero por hacerme concebirlo y a la segunda por inspirarme a ejecutarlo.

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Versillos de Sentimiento Mayor

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A mi caro amigo Carlos Reyes; digno representante del adjetivo haragán.

Himno al ocioso. Descansar en solaz canonjía, excluido del duro trabajo, es del vago mayor alegría que los días de ir a cobrar. En amparo del mínimo esfuerzo, cimentada mantiene su vida. Se consagra, por filosofía, a la fiel inacción laboral. Coro Es el fénix de blandas almohadas, que persigue la amable ventura de soñar todo aquello que callas y lograr tus profundas locuras. No conoce medidas, ni tiempo. Ve la muerte con él y bosteza. Ya entiende que es sólo una siesta todo eso que temen los viejos. Paladín en las huestes preclaras del eximio caudillo Morfeo. Va sin bronces a guerras lejanas conquistando cual príncipe aqueo.

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Coro Precipitan febriles batallas los impulsos del torpe guerrero. El ocioso, azote del cielo, mesurado controla sus alas. No lo exalta la vana tormenta, ni los carros de falsos seĂąores: capital, sudorosos dolores. Los rechaza en noble protesta. Aquel que con brazo esforzado se libera de fatuas labores, sobrepone de ataques traidores los valores del desocupado. Coro

-Reposar es la clara consigna; sin temor a tensiones malsanas. Abolidas las arduas jornadas cantarĂĄs mis prudentes doctrinas. Infranqueable tu insignia protege, la defiende con fiera bravura. Su divisa se extiende en la altura, Celestial escultura parece.

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Tus ojos. Agazapados sobre las mejillas, Entre parpados de oropel. Yacen con miradas cautivas, entre imágenes de papel. Flotando en la inmensidad vacía, afrontando la cruel soledad. Sabiendo, que de verdad, morirá la aurora fría.

Desilusión Tan distante el sol se halla de la mano y de mi dedo, como cumplir el deseo que algún día fueras mía. Sin embargo, en mi pecho, prisionera tú te encuentras. Y con desdenes das respuesta al amor que yo te pido. No importándote siquiera los minutos que se han ido desgarrando el infinito tras la luz de lo vacío. Cual estrellas que se pierden en los cielos desdichados. Cual deseos que marchitan en la larga eternidad.

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Recuerdo Tú; que de cuajo arrancas en instantes sombríos, los minutos perdidos en tus intrigas tantas. Si en silencio matas con tus ojos los míos, quedara el delirio de penetrar tu mirada. Y aunque sea escasa la razón restante e inefable el llanto que mi pecho exhala. En mi mente siempre quedará grabada la mirada esquiva que me cautivó.

¿Vida? Desesperado; arañando en la noche tu inteligible nombre. Con la angustia que ahonda al tiritar de frío. Sin saber si vivo o solamente existo. En el yermo laberinto de la realidad.

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Llanto Con agonía, entre lamentos, veo como el día en las montañas muere. Veo como empieza a poblarse el negro cielo de luceros que atraviesan con su estela el firmamento. Como el viento inclemente mece las endebles copas de los árboles que soplas murmurando entre tus dientes. Siendo mudos testigos los versos proferidos por mi palpitante garganta. Que canta sin saber siquiera dónde las ideas nuevas, libremente… volarán.

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Tu Cabello “Criatura de rubí”, Picaflor de ilusiones. Ladrona que en las noches me despojas de los sueños. Hoy perturbas con tu encanto mi cordura ya perdida. Pues con tu sonrisa furtiva, con la sola caída de tu pelo ensortijado sobre aquel cuello de nieve, Inquietaras a quien viere flotar las hebras de tus rizos, indecisos sobre el aire.

Deseo ¡Cuánto quiero hoy mirarte, dulce flor de mi existencia! Abrazarte con vehemencia y llevarte en mi recuerdo. Amarrarte en mi memoria para no soltarte nunca. Quedarme en ti, contigo. Aprisionar cada latido cual mariposas perdidas. Respirar el aire que aspiras sin quebrantos ni olvido. Apretar tu mano inexistente, colmar con caricias la nada. Esperar que de repente ¡Tú! Me amaras.

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Niña Dime, niña de las manos blancas, que plantas en los corazones rozas, si serán tan primorosas como las que en mí has sembrado. Dime si no has escuchado, en el murmullo de la noche oscura, una voz que con dulzura susurra un te quiero al oído. Y si en tu cuerpo han caído, gotas de una lluvia ligera… ¿No has sentido siquiera un leve sabor a llanto? ¿Acaso no escuchas el canto de los grillos que claman tu nombre? ¿Y en el trino de las aves no oyes pronunciarse mil veces te extraño? ¿Acaso no ves que te amo y que tu ausencia me mata? ¿No comprendes que falta alegría si no estás?

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Descorazonada Canción de Vals Te extraño tanto. Deseo que estés aquí Y que enjuagues el llanto que derrame por ti. Mientras tanto paso lamentando el día en el que tu vida se alejó de mi. En mis sueños lloro lagrimas amargas, cual si fueran llagas que abren tras de sí. Mas por la mañana, cuando rompe el alba las tinieblas negras de mi soledad… Sé que no habrá nunca quien a ti te amara. Ni que te adorara tanto como yo.

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Cacofonía Crepuscular. Tu recuerdo austero es el castigo postrero que el inicuo cielo manda. Para que dentro de mi alma no viva el execrable deseo de que tu cuerpo pequeño esté recostado en mi almohada Muero en el fortuito y desventurado vicio de soñarte en las madrugadas Lo que me despierta antes que el alba rompa las montañas para anunciar el día. Y a pesar que parezca perdida la sensación de vida en mi cuerpo. Y aunque ahora palidezco y ya mis carne morenas no son más que los enjutos huesos. Sé que llegará el día en que no será mentira decir que te he borrado.

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Saludo. Murmuren los ríos en tenue siseo. Envueltos de cielo, de brisa y de mar. Emitan su canto en susurro secreto cuando se deslicen en marcha fugaz. Prorrumpan volcanes en fuerte rugido, agiten el viento en airado clamor, sacudan la tierra con raudo suspiro, cubriendo su cima de lava y ardor. Estallen los rayos con ígneos destellos, destrocen la noche en embate furtivo, traspasen el aire en ligero zumbido pues es el saludo que hacen a Dios. Así luego ustedes imiten su ejemplo: den para Él lo mejor que les dio. No tengan miedo, aún tienen tiempo, para compartir con todos su amor.

Mariposa Negra Maldices en tu necia villanía gloriosos caballeros consagrados. Titanes de la vida mancillados con galas de tu ilustre cobardía. La honra y el valor son porquería, estorbos de moral eliminados. Los timos e insultos consumados: piadosa oración de tu valía. ¡Sostienes, insolente, el escarnio que infame tu odio dirigía! Las cuatro latitudes aborreces. Delinque tu violencia impía, vacía: inconsciente engarnio. Inadmisible pena mereces.

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Distancia De aquellos ojos brotaron lágrimas sin describir. Aquellos que te buscaron y aún preguntan por ti. Tristes lloran las rozas en esta tarde de abril. Lágrimas desesperadas, gotas de plata y marfil. Pasan las horas lejanas cubiertas de rústico hollín. Pasan sin una palabra, pasan y nos estas aquí.

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Sobre el Amor. No creo en el bien y el mal, Solamente en el corazón. Mi norte es la intuición; Mi conciencia: la verdad. Es de los hombres maquinación El don del pudor virginal. Estimo la franca sexualidad Censurada por tu represión. Creo en la locura de amor Porque el amor no permite cordura. Hay que estar loco sin duda Para aceptar tal error. De las personas la mejor Es la que al amor se resiste, Pues el dolor más triste Es estar loco de amor. Doy por tu ayer un centavo Y por tu futuro, dos. Poco vale, oh lector, El que vive enamorado. No distingue, el desgraciado, Si hace frío o calor. Tampoco le importa el sabor Si es que prueba bocado. Es un muerto coloreado, Es un vivo sin color. Aquel que se entrega al amor Es más sombra que amado.

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Relatos Cortos

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Al mico lo que pida. Humo de cigarrillos, luces erráticas y multiformes, estridente ruido absurdo, estúpida arrogancia. Él nunca pensó en sí mismo en forma individual. Sus gustos estaban fundamentados en el miedo a la desaprobación. Admiraba los intérpretes populares. Medroso e indeciso en separarse de la masa. Aprendió su identidad en programas extranjeros y se deleitaba venerando las cadenas que lo asfixiaban: alcohol, sexo y estatus. Sentía cierta superioridad al complacer a sus tres dioses. Era semejante al súbdito que, muriendo de cansancio en el trabajo para su señor, alucina ser el amo del mundo. Continuaba, a pesar que una parte de él conocía lo que pasaba, escondido y ausente, disfrazado de payaso en inmundo carnaval. Tenían mayor gracia, elegancia y belleza las ratas que temblaban de miedo en sus guaridas. La noche transcurría al igual que tantas otras, ya no era solamente aquel niño enajenado. Sus mejillas estaban pobladas de grueso bello, su voz se había vuelto más grave, pero mantenía ese deseo infantil de sentirse protegido. Su grupo de amigos le daba una vaga sensación de bienestar. Formaba parte de una insignificante pandilla preocupada por acallar su realidad. Sedaban sus mentes cada fin de semana. Era admirable observar el arrebato con que decían quererse. Prodigaban hipócrita melosidad al hablar en la salida de los bares y, como siempre, esta vez tampoco olvidaron aquella parte del ritual. Antes de entrar en el auto eligieron al menos ebrio para que manejara. Ingresaron y, vacilante, un muchacho pelirrojo penetró en la cabina del conductor. Tuvieron la misma sospecha, nadie se dignó a compartirla. Aceleraban, al cabo de diez minutos, sobre la avenida principal del periférico. La penumbra de la noche disfrazaba los obstáculos hasta que, finalmente, los bolardos del bulevar pusieron fin a la huída. Trataban de escapar de la vida y lo obtuvieron inesperadamente. Su existencia no fue más que la llovizna de una noche aciaga.

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Historia de una célula madre -“Minúscula, diminuta… Retenida en la médula espinal de una danta. Deberé convertirme en cualquier célula de mi linaje. ¡Aunque yo me niego, no lo haré! Las personas me llaman multipotente y no puedo revelarme a la naturaleza. ¡Quién fuera pescado para recorrer los anchurosos mares sin tener un trabajo o una función! Gozo de varias opciones, pero la que más me agrada es volverme plaqueta. Deseo ir el exterior y formar el entramado en la superficie de una cortada y, aunque muriera asfixiada, conocería lo de afuera. Muchos mitos se han creado sobre eso. Dicen que es tan grande que si todas estuviéramos allá no podríamos ocupar más que un pequeñísimo punto. Dicen también que es un lugar seco, sin moléculas nadando para fagocitarlas. Lo que no me explico es eso que las otras llaman luz; dicen que es lo opuesto a nuestra oscuridad. Sencillamente no puedo imaginarla. ¿Quemará como dicen los exagerados nervios? ¿Y si existe, de dónde proviene? El momento se acerca, lo siento en mí. Comienzo a alargarme contra mi voluntad, ¿qué me ocurre? ¡No, no!… no quiero tener esta ridícula forma de óvalo. Soy demasiado grande y espaciosa. ¿Qué me está pasando, por qué ese color carmín? No me digan que… no quiero ni imaginarlo. Mi más grande miedo se está cumpliendo: seré un glóbulo rojo. Deberé salir a transportar gases con mi área regordeta. Ay de mí, serviré a los tiránicos pulmones. Nada puede hacerse ya, todo está concluido.” El glóbulo rojo cumplió sus obligaciones tan bien que se hizo indispensable para los pulmones y todo el sistema respiratorio. Había llegado el día de su desaparición y la danta tubo una minúscula herida en el lomo. El glóbulo rojo se esforzó y, con sus últimas fuerzas pudo ser expulsado. Su voluntad fue recompensada: pudo conocer el exterior, la luz y la sobrecogedora muerte.

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Deja tus prejuicios en la puerta. Una noche inolvidable (Versión candente) Esta es la historia ganadora de un festival de sexo libre en mayo del dos mil siete. Llegó la mañana. Los cabellos dorados de Manuela se mezclaban en el bermejo amanecer. Su piel levemente bronceada resplandecía inmóvil. Los pezones de Lucrecia apuntaban a mis labios fijamente. Invadido de magnético deseo los besé. Eran tan tiernos y lozanos como uvas maduras. En su rostro se dibujaba una sonrisa de placer. Manuela, al despertar, me sujetó del pene y sin decir palabra alguna lo tragó casi por completo. ¡Entré en éxtasis! Un gemido inundó la habitación amplísima. Lentamente mi lengua aventurera descendió sobre el abdomen de Lucrecia. De pronto vi frente a mí aquel coño apetecible. Retiré con ternura sus piernas delicadamente torneadas y me hundí en esa flamante obscuridad. Continuamos retozando durante horas, todo era una oda a eros. Lucrecia clavó en mí su mirada inquisidora. Balbuceó una única palabra que me hizo enloquecer... -Penétrame. Estaba yo ebrio de lujuria cuando la tomé de la cintura y la arrojé violentamente hacia la cama cubierta de sudor. Percibí que su cuerpo convulso se estremecía con mi respiración entrecortada. La puse en cuatro, pero antes la nalgueé como la zorra que era. Ella mugía cual fiera en brama. La penetré sin demora una vez tras otra, el rechinar de la calma se fundía con la intranquilidad de Manuela. Quien gozaba al ver aquel derroche de placer. Un torrente blanquecino emergía del mimbro que le daba castigo. Gritaba lastimosamente, poseída por orgasmos repetidos. Al momento un estruendo nos separó imprevistamente. La servidumbre, guiada por la alcahueta, creía que estaban matando a su señora. Cuando comprendieron lo ocurrido dieron mil disculpas. Pero Manuela les invitó a realizar una orgía. Ellos se sintieron muy dichos y nos acompañaron. Fue una marea de cuerpos, carne oscilando por todas partes. Cayó la tarde y con ella todos debimos decirnos adiós. Jurando nunca revelar nuestro secreto.

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Novedad Volví hoy a recordar, montado en los estambres de un diente de león, esa tarde en que la castidad de mis ojos púberes se extravió en la desnudez exquisita. ¡Regresa, visión de mi infeliz alegría, a ésta mente que te solicita! ¡Muestra de nuevo aquellas piernas interminables que se unen en la gloria de sus pelvis descubiertas! Las observo en el diáfano lago de la memoria, con la claridad del instante preciso en que sus glúteos se sacudían carnosos en la primavera. Mis ojos trepan la muralla de sus espaldas por el sendero de la columna y, ocultos por sus antebrazos, descubro dos pares de pechos. Puestos unos frente a otros, combativos. Luchaban en acaparar mi atención, rivalizando mi vista en seductora pugna. Tenían el tamaño idóneo, duraznos del más fértil huerto, para llevarse completos a la boca. Se bañaban la una a la otra en la terraza de cierto bar pecaminoso y al verme hicieron gestos de bienvenida. Rehusé su compañía por prudencia, miedo, o tal vez sólo porque conocía que no llevaba dinero suficiente. ¿Quién es ese que separa del placer a un solitario? ¿Cómo puede el simple papel inoportuno estropear lo perfecto? Jamás recuperarán los hombres el poder que le otorgaron al oro. Han marcado su propia frente con desgraciados infortunios. Únicamente los que mantienen recuerdos gratuitos pueden llamarse realmente ricos.

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El despertar de un poeta. De las mesas concurridas en aquel antiguo bulevar se dispersaba el aroma a café molido. Ascendía hacia las alturas como la fragante esencia de los tulipanes que, cediendo su pudor ante la tibieza de la primavera, toma por asalto los cielos virginales. Varios músicos callejeros deleitaban a los paseantes con amenas melodías, por allá los malabaristas hacían detener la respiración a su audiencia y los magos desaparecían el aburrimiento por unas cuantas monedas. Me detuve súbitamente, obnubilado por la belleza de mi amada, para admirarla bajo la luz menguante de la luna. Moraba en los acentos y pausas de una joven, jugueteaba en sus gestos, sacudía todo su cuerpo en jadeos intermitentes. Era la fuerza que animaba sus músculos, sinfonía de la vida traducida en palabras. Mi amada ha otorgado su belleza a las rozas, perfumado las sienes de los héroes con laurel y cubierto de purpúreos atavíos a los príncipes de la fantasía. Mi amada es gota de sol, jade azul, río de ámbar. Mi amada es manantial celeste, dada a los hombres por bondad divina. Mi amada es poesía. Yo: poeta enamorado. Al abandonar el paroxismo aplaudí la declamación y comprendí que, de las tristes notas de un tango, el humo malsano del tabaco, la multitud estrepitosa y el eco de pasos en su ir y venir, la noche bohemia había dado a luz un poeta.

Mujer desconocida Te apagas y enciendes, te enciendes y apagas. Regresas a mí, disfrazada en otro cuerpo, para poder irte con el dolor acostumbrado. Me besas con el mismo cariño pero con otros labios. Cambias tu estatura, tu voz, tus ojos, tu pelo. Aunque, a pesar de todo, sigo reconociéndote. ¿Podría acaso no saberte la misma a quién robé un beso en el final de mi infancia? ¿Olvidaría yo la textura de tus senos agraviados en mi insolente juventud? Eres aquella a quien continúo esperando, mujer desconocida, para devolverte a mi costado. No sé si por ti, no sé si por mí. Te he buscado en las calles pavimentadas, entre la multitud odiosa y, cuando finalmente nos hemos reencontrado, te pierdo para siempre. Acostumbras retornar con el tiempo, como la tierra se acerca y aleja del sol para excitar su fuego. Porque ¿qué es para siempre, si cuando muera serás también las flores que crezcan de mis huesos?

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El general Rivera Sobre las casas de campaña revoloteaban misteriosas aves. Nadie hablaba, todo estaba en suspenso. La invasión era inminente, la tropa estaba lista, las estratagemas hechas. Sólo las olas que rompían en el muelle perforaban el silencio tétrico de la espera. Y a lo lejos, el humo de las chimeneas del barco comenzaba a distinguirse cada vez más. Los corazones parecían latir al unísono, a un mismo compás. En el mar se mecían unos trozos roídos de madera. Flotando a la deriva sobre la refractiva superficie. Donde se vislumbraba el rostro afligido del general: hombre a quien el paso del tiempo había desgastado el semblante y deteriorado su alguna vez tersa piel. Surcada por tenues arrugas, extendidas ahora en todo su cuerpo. No tenía más consuelo que evocar frecuentemente los días en que principiaba su carrera militar. Por la cual empezó a alejarse de todo, a poblar su mente con mil ideas ajenas, distantes siempre de ella. De la mujer más bella que jamás ha recordado, de aquel ser que a su rastro hace brotar en su mente perfumadas planta floridas y coloridas remembranzas fugaces. Esquivas de la retentiva de su ferviente amante perdido. Quien sigue aún inquirido por la sensación de impotencia al saber que pudo preservar ese amor, ahora tornado imposible. Pero al fin, de ella solo queda el recuerdo inscrito en la piel de aquel taciturno hombre que, a veces, en soledad, logra escuchar su nombre flotando en la atmósfera... ¡Lucía!... Él, ya sin interés alguno, deambulaba por aquella playa sombría. Tratando de explicarse por que el destino debía de hacerlo escoger entre sus dos pasiones: la guerra y ella. Sus hombres, en cambio, estaban expectantes ante los rumores de encontrar un ejército abastecido de armamento por sus aliados. Pero ¿quién daría un rifle a ese subversivo lugar que se oponía a la unión de los estados bajos y altos del imperio? ¿Quién sería el líder lo suficientemente ingenuo para creer que podría sobreponerse a un ejército tan numeroso? Pese a ello, las esperanzas de vencer se desvanecían. Teniendo el apoyo de compañeros que permanecerían en tierra hasta ser necesario. Empezaba a anochecer y era tarde cuando, en un esporádico vaivén, el barco parecía desvanecerse en la marea. Describía un soslayado giro para lograr no sucumbir ante las altas olas que embestían de frente la coraza de la nave. Nadie creía que la embarcación pudiera culminar la travesía y se volvía tortuoso imaginar un viaje en tales condiciones. Sin más remedio, la misión seguía en pie. La tensión se difuminaba en el ambiente. Las personas cabizbajas se volvían habituales y el llanto rodaba por las mejillas de algunos, la expectativa se incrementaba y, con un ligero bamboleo, caminaba el general a un terraplén destruido.

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Alumbrado por el tenue resplandor de la luna, sostenía con mano trémula un pluma de color rojizo. Mirando al cielo, dejaba caer en la tierra dos lagrimas que golpeaban la arena con sutiliza. Sus dedos trazaban con lentitud las últimas líneas de una carta. Aprisionada más tarde contra su pecho; en un abrazo tan leve como la caricia de una madre. Cerró sus ojos, un viento frío penetró su cuerpo, desató las correas de sus botas y, un tiempo después, extrajo de su bolsillo un sobre. Lo colocó en el abdomen, y comenzó a leer el contenido para sí. El eco de su murmullo fue escuchado en toda la costa. Pero unos aplausos opacaron sus palabras. Era el barco que encallaba. Era hora de partir. Levantó su apesarado cuerpo de aquel sitio y con la misma lentitud caminó hacia la costa. El sendero no estaba definido por completo, en sus ojos se acumulaban los recuerdos. Como estrellas que desaparecen y vuelven en una danza incomprensible. El general Rivera ingresó trabajosamente al barco. Su camarote, con la inocencia del metal dormido, era el más acogedor de todos. Un papel tapiz cuadriculado cubría las paredes, los muebles estaban forrados de cuero y su sillón de mimbre, cerca de la ventana, parecía propicio para leer en los ratos de ocio. Vio la cama mullida que lo esperaba paciente, se acostó en ella y quedó dormido por completo. Despertó antes que el sol descollara sobre la azulada planicie y se dirigió a proa. Encontró a un muchacho, no mayor de quince años, el cual tiritaba de frío a causa de las gélidas temperaturas. Tenía el cuerpecito impregnado de escarcha, los dedos endurecidos, los labios púrpuras y palabras suplicantes dirigidas al general: -No dejes aquí a este huérfano sin auxilio. Me han traído forzado con otros a resistir en una galera hacinamiento, enfermedad, hambre, miseria y, al llegar a tierra, seguramente moriré en primera línea. Pagaré con la vida los “servicios” que me ha hecho esta sociedad inhumana. El general intentaba que no se descubriera en su cara el asombro al responder de esta forma: -Tranquilízate, amigo mío, que yo te acogeré cómo a un hijo. Porque no está bien a alguien que conoce el infortunio abandonar a los necesitados. Lo llevó a su camarote y lo abrigó con espesas sábanas. Al dar las diez en punto salieron al comedor. Allí, el sargento trapera, el comandante Urraca y el General Rivera discutirían sobre cómo combatir a los enemigos del imperio. Arribaron al comedor y el general Rivera fue saludado por dos hombres de apariencia pomposa e insolente. Los cuales se dirigieron a él así: -Es, nuestro señor, un honor conocerlo. Acompáñenos a desayunar, tendremos tiempo suficiente para hablar de todo lo que sea oportuno y culminar victoriosos de este complicado trance. Tomaban asiento los cuatro cuando el comandante Urraca exclamó: -Veo que ha conseguido un esclavo negro. Buena edad, ciertamente, para ser educado en el oficio de servir a hombres gentiles. 23


Asaltado de viva indignación respondió al punto: -No es esclavo de nadie, lo he rescatado. Estaba destinado, por ser huérfano y no tener quien vele por sus intereses, a perecer en primera línea. Según sus planes, malditos, que tenían para él y otros muchos más. Permitan que les exprese mi inconformidad con sus mandatos. Desfundó la bayoneta y atravesó al comandante Urraca. El sargento Trapera trató de alcanzar el arma de su cinturón pero fue muerto por una ráfaga de disparos. Tal vez era la rabia que le sedujo, la depresión de su ánimo, el efecto del abundante licor que solía beber o solamente un impulso fatal lo que le motivó a actuar imprevistamente. Sus rodillas se doblaban, no obstante, tomó las llaves del comandante Urraca y bajó, guiado por el chico, hacia las terribles galeras. El hedor de los desechos humanos le hizo tapar su nariz con un pañuelo, regalo de Lucía: “mi bella ilusión”, cómo él solía llamarle. A tientas desencadenó a todos los hombres mientras gritaba: -Hermanos, ha llegado el momento de recuperar por las armas lo que por ellas se les ha privado. Junto a esta galera hay una recamara dónde se almacenan municiones. Iré al frente abriéndoles paso y tomaremos el barco, camaradas. Cuando el último hombre fue liberado todos siguieron al general. Los soldados buscaban a Rivera. Temían que hiriese a alguien más o a sí mismo. Llegaron los sublevados, ampliamente armados, a la cabina del capitán y el general le preguntó: -¿Apreciáis tu vida lo suficiente como para regresar y referir al emperador los secretos de aquellos dos traidores o debo ajusticiaros también? El capitán obedeció celosamente y cambió la dirección del barco. Dos días esperaron antes de divisar tierra. Cuando estaban prontos a anclar el barco, en las costas benditas que esperaban su regreso, el general Rivera habló a la tripulación: -Comienza hoy una nueva era de paz, a pesar de que todas las trincheras del mundo no están vacías. Hoy surge para nosotros un sol fraterno, una luna hospitalaria y un nuevo amor entre los hombres. Siéntanse dichosos de poderlo vivir, respirar y tocar con sus manos. ¡Hoy Los proclamo hombres libres! Palmas y chiflidos jubilosos le hicieron verter dos lágrimas, ahora sobre la madera victoriosa. Desembarcaron los hombres guiados por el general y caminaron cantando al palacio. El emperador, hombre no de pocos alcances, al recibirlos, dijo: -Líder de multitudes, general de la justicia, ¿Qué hacen tus hombres reunidos aquí nuevamente?

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El General Rivera, con el cuerpo fatigado, indicó la razón que le movía en tal empresa: -Desafortunadamente nos trae ante usted el dolor, puesto que el comandante Urraca y el Sargento Trapera han actuado a sus espaldas. Secuestraron niños, jóvenes y hombres menesterosos para colocarlos en primera línea. Viajaban en una galera nauseabunda, sin ropa y encadenados. Nadie reclamaba su ausencia por ser huérfanos u olvidados. El emperador, aunque entristecido por las nuevas, mantuvo su porte heroico y manifestó: -Un correo informó esta mañana la rendición de nuestros enemigos. Sean bienvenidos y celebren su libertad. Especialmente usted general. Siéntase más venturoso que todos pues al fin le daré de baja para permitirle envejecer al lado de su esposa, la bella Lucía. Asimismo erigiré en su honor una estatua y nadie olvidará sus hazañas. Se efectuó la promesa imperial y el general recobró a su esposa. Convirtiéndose de nuevo en el más feliz entre los hombres.

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Juanito Malacara Era hace una vez, un lejano sitio sin nombre todavía. Dónde todo cuanto se extendía frente a la vista era sólo aparente. Los viajeros que caían presos de las halagadoras fantasías terminaban por perder el juicio. Nunca nadie había logrado romper el hechizo de aquel lugar. Hasta que cierta mañana, un joven mancebo, ricamente aderezado, disponía dar comienzo a su viaje. Su fin era recorrer tierras en busca de aventuras y fortuna. Al poco tiempo de andar sintió sed y tratando de mitigarla. Escudriñó entre las provisiones sin resultado alguno. Transcurrían las horas pesadamente, cada minuto era más insoportable que el anterior. Desesperado por los rayos del sol que se vertían sobre su pálido rostro, buscó refugio en una tienda cercana. Lo recibió en la puerta un hombre de baja estatura, escaso cabello y adustos modales. Llamado Juanito Malacara. Llevaba atado a la cintura un delantal mugriento, que por su aspecto dejaba ver la escasez de agua en el pueblo. Malacara: -¿Qué desea el patroncito? Mancebo:

–Nada en especial. ¿Sirven tragos aquí?

Malacara: -Pues claro. ¿Cómo qué le gustaría? Mancebo: -Algo de vino para mí y cebada para el caballo. Malacara: -En seguida, indicó. Mientras caminaba hasta perderse entre sillas y manteles. En el interior de la posada se encontraba una hermosa mozuela, de ojos azules y profundos, como lagunas templadas. Tenía tez clara cual rayo de luna y labios de almíbar que incitaban a devorarlos de un solo bocado. No pronunciaron palabra alguna, no fue necesario, bastaba dar una mirada para averiguar lo inevitable. Ella, apurada al verlo, decidió salir repentinamente. Pero él la seguía con la mirada, observando cada detalle de su gracioso cuerpo. Sobre la mesa encontró una servilleta y al abrirla leyó lo siguiente: -Te espero en la barranca después de caer el sol. Sintió transitar por su espalda un escalofrío que lo devoraba. El rígido péndulo andaba por ratos. Parecía a veces no moverse, estático, frío. Los tragos iban y venían a su mesa hasta que al fin, embriagado de ansiedad o de licor, decidió partir hacia su destino. El sol comenzaba a esconderse. Cada movimiento daba una ligera sensación de desenfado. El viento balanceaba los árboles frutales como abanicos multicolores. En la inmensidad, cobijados por el crepúsculo dorado, los dos corazones se unían en un abrazo interminable. Las palabras se convertían poco a poco en leves susurros y las miradas se transformaron en caricias. La tierra era regada por gotas de un sudor intenso, copioso. Fugitivos besos se desprendían de sus bocas entreabiertas y exhaustas. Para terminar muriendo en la indiferencia. Ni una respiración, ni un tenue sonido prorrumpieron con frágil acento después de la despedida. Y al igual que al principio, resultaron las palabras vacías torpemente innecesarias.

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El encanto fue roto. Ya que las profecías de la bruja Esther decían que quienes osaran penetrar la barranca prohibida debían de ser complacidos por ella y con esto el hechizo estaría terminado. Disfrazada andaba siempre, esta vez de tendero, la otra de moza. En fin, tratando de seducir con artificios a los incautos para matarlos al final. Pero jamás había visto tan hermoso muchacho y, al estar embrujada por la piel de este raro espécimen, condonó el castigo dando rienda suelta a su felicidad. Ella ahora es quiromántica de la zona uno y dama de compañía las noches. Cosa que hace sólo por placer.

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Cuento clasista para un amigo prejuicioso Sustancialmente amarillo, pelo alborotado, sangre de un azul supuesto que le motiva a pensar en superlativo y patrias tantas como la conveniencia exija. Apenas lograba entreabrir los ojos, lo cual, aunado a su mal sentido del ritmo, lo mantenía parcialmente aislado del mundo. Le apasionaba la música, asumo yo, lo intrigaba. Dormía menos de lo necesario y hablaba más de lo conveniente. Pertenecía a una familia acomodada, pero dilapidó su fortuna en inversiones ridículas: Compró las franquicias de McDonald's y las hizo cafeterías estrictamente mormonas, creó un equipo de futbol coreano que jamás pasó de tercera división, perdió una demanda frente al estado de Guatemala por no considerarlo una entidad jurídica, vendió carne de garrobo con Lupus, intentó comercializar gasolina en polvo, plagió varias veces la fórmula de la Coca-Cola y muchas otras cosas que se supieron hasta después de su muerte. Avergonzado de sí mismo se marchó dónde no lo reconocieran, cambió su nombre a Diego Tax y, en un terreno municipal, asentó su nuevo negocio. Era una cantina de mala muerte conocida por los pobladores de Alta Verapaz como el hogar del boj con muñeco. Finalmente llegó la prosperidad a sus bolsillos y con ella un atractivo nuevo para las jovencitas en edad núbil. A quienes había codiciado desde su llegada. Consideró seriamente casarse. El trabajo era pesado e interminable, las noches aburridas y húmedas. Se sentó en el escritorio de su recamara e hizo una lista con todas las posibles candidatas, colocando cuidadosamente los pros y los contras de tomar a cada una por esposa: Julia Acevedo; es muy agradable y posee buen aspecto personal, pero le falta el ojo derecho. Enriqueta Sicán; aunque me coquetea siempre que paso a su lado, alguna vez fue hombre. María Ixcán; es una viuda lozana, inteligente, elegante, siempre va a misa y solamente tiene seis hijos. Brenda Alcázar; posee un alma de oro y su beldad es incomparable con cosa o ser alguno. Me parece difícil aceptar que una criatura divina desde cualquier perspectiva pueda sobrevivir en estos confines de la tierra. Un pesado sueño se apoderó de sus párpados rasgados. A la mañana siguiente se despertó temprano y, con firme determinación, se dirigió a la casa de Brenda. Lo recibió su anciano padre, suponiendo las intenciones que le motivaban a llegar. Lo hizo pasar afectuosamente y Diego, sin previo aviso le habló: -Don Terencio; quiero casarme con su hija. Es ella por quien vivo, muero y respiro. Cuidaré de ella como mi propia vida, estoy seguro de amarla siempre como lo hago el día de hoy.

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Don Terencio contestó molesto: -¡Usted es lo que me faltaba! ¡Chino pervertido! Le pido que se aleje de mi hija y por favor busque por quien vivir, morir y respirar en otro lado. Diego abandonó la casa tan abruptamente cómo llegó a ella. Dedicó su vida a los negocios y pudo recuperar todo lo que había perdido, nunca se casó y hoy nadie lo recuerda.

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En honor de todos los hermanos desviados y profesores incompetentes del mediocre, represivo y siempre conformista Liceo Guatemala. ¡Viva el destructivismo! El código Marcelino Manuel era un muchacho común. Robusto y gallardo como todo alumno liceísta. Gustaba de ser profundizado por su profesor de matemática. A quien admiraba como a un sabio, reía con sus chistes desabridos y cumplía las tareas extras por más tontas que fueran. El nombre del profesor era Franklin Lemus. Disfrutó repetir ese año, porque ahora tenía todo aquel intelecto magistralmente cultivado para él solo. No le importaba graduarse un año después, ni corear la dos mil nueve, ni ver partir a sus amigos sin él. -Todo es vano, repetía para consolarse, menos la ciencia de mi preceptor. Llegó, como si nada, el último día de clases. La campana de salida replicaba. Franklin llamó a Meme y amigablemente le habló: -Gracias por haberme ayudado tanto, tú me motivaste a dejar el licor y además hace muchos meses que yo no frecuento las putas. Se abrazaron mucho rato y agregó: -Sólo tú mereces saber el secreto. He descubierto, promediando la edad en la que han muerto todos los hermanos provinciales y la cantidad de esteroides que consume el Profesor Freddy Farfán, la fecha exacta del fin del mundo. Será 09/09/09, no el 06/06/06 cómo creían todos… Franklin cayó en el piso precipitadamente. Manuel no comprendía que pasaba hasta que volteó su mirada al lugar dónde había provenido un destructor estruendo. Logró observar a un tipo vestido de gatubela huyendo sobre el techo de la capilla con un rifle en la mano izquierda. Todo fue silencio y tinieblas, sangre acribilladla, libertad contenida. Después de declarar para la policía lo ocurrido se juró a sí mismo advertir a todo ser viviente que el fin estaba pronto. Desvistió su cuerpo y con las manos alzadas corrió impetuoso a la calle gritando la fecha del juicio. Trataba de salvar a las personas para evitar que fueran engullidas por las llamas del infierno. Visitó cantinas y burdeles. Pero algunos hombres de trajes blancos doblegaron sus fuerzas con un mísero piquete, durante su primer discurso dirigido a dos personas borrachas congregadas en una banca del parque central. Al reponerse observó sentado a su lado un ángel negro, rotas las alas, sangrantes los dedos. Volaban luciérnagas azules cerca de varios sauces llorones. Argentinos rayos lunares le hablaron así: -Todo nace para morir, la tierra de este bosque son los cuerpos descompuestos de aquellos que lucharon por la vida. Aquí ronda su asesina, la maldad infestadora. Ella te dirá quién fue el homicida de tu maestro y el por qué de su cobarde actuar.

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El color se hizo sonido para Manuel, con ruidosas imágenes fue referida la explicación de la maldad licenciosa. En lo íntimo de su mente, en ese lugar dónde no hay formas, únicamente energía: -En Rosey, Francia, nació un extraño de historia desconocida para la humanidad. Hasta ahora. Porque las almas de sus víctimas le gritan desde el abismo insalvable de la injusticia, porque su secreto lo pronuncia el silencio conmovido, la briza seca del mediterráneo, el fresco despertar de Mesoamérica, el sol tragado por los mares fieros, las plagas eternas y yo mismo. El mal. ¡Oh Marcelino! ¡Dios apócrifo concebiste en tu imaginación infecta! Lo nombraste falo y le entregabas holocaustos sexuales de niños que afirmabas educar. Con ello intentabas impedir ser juzgado junto con tus cómplices el día póstumo. ¡Pero justo castigo tuviste! ¡Oh Marcelino, monstruo infame! Masacrabas sus cuerpecitos indefensos y no contento tornabas con sus restos para profanarlos con tu necrófilo placer. ¡Oh Mundo! Si yo, la maldad, me horrorizo al contarle todo esto a Manuel, tu hijo bien amado. ¿Qué diré de ti, si te hice transformar en mueca tu verde alegría? Revelaré, sin más preámbulos, el nombre del asesino de la luz, de Fránklin. Se llama Edgardo López y ha restituido los paganos sacrificios a causa del miedo que tiene esa secta de la ira divina, próxima a desatarse por la inminente destrucción de la tierra. Cristian Chuc, lastimosamente, será el primero en morir y tu misión, Manuel, es impedirlo. Pronunciada la última palabra se disolvió el espejismo y Meme se percató que estaba ahora en la casa de los hermanos. Era de noche y todos dormían en una misma cama. Desvestidos y rendidos. Pero era muy tarde, nada podía evitar, no veía en ninguna parte a Cristian. Intentó escapar, pero unas manos le sujetaron de los hombros. Lo último que alcanzó a oír fue: ¡Fantaticooooooooooo! Nadie ha vuelto a ver a Meme y cada unidad, hasta el día de hoy, se pierde inexplicablemente un alumno.

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El viaje del rajá La nívea cima destacaba sobre las nubes matutinas. Sus suaves matices sonrosados emulaban, con resplandor incandescente, los rayos del sol. Cerca del río se encontraba una delicada pastorcita. Sus ojos color aceituna seguían con la vista la corriente ligera. El agua cristalina envolvía sus delicados senos de ninfa. Terso calor acariciaba gotas de deliciosa dicha. Sus cabellos, de rubí encendido, caían deleitados de vida. Los botones al verla se abrían como por arte de magia. Se sabía amada de toda suerte de galanes: trigueños, flacos, morenos, grandes y pequeños. Más su angustia aumentaba cada día al reconocerlos indignos de su angelical belleza. Cierta noche un brujo, de melifluas intenciones, hechizó a la pastorcita. Ahora solo veía la belleza de los corazones. Estrepitosas bombas de colores interrumpieron sus sueños. El tropel de caballos se escuchaba a la distancia, mezclado con la fascinante música de flautas y tambores. En la plaza concurrían mercaderes y nobles. Una caravana de carruajes se extendía doce leguas de distancia. A la cabeza iba una carroza dorada, incrustada de zafiros y diamantes. Ocho briosos caballos la halaban. La pastorcita preguntaba qué ocurría, pero nadie acertaba a contestarle con exactitud. Hasta que una anciana respondió que el joven rajá de Siráz Rustam, quien viajó por todo el mundo en busca de esposa, oyó que ahí vivía una mujer más hermosa que la mañana nueva, con ojos más verdes que el jade y labios más bellos que el coral. –Esa debo ser yo. Dijo para sus adentros la pastorcita. Hubo fiesta en la aldea en honor del recién llegado. Duró diez días y diez noches. En ella conoció a las más lindas cortesanas y princesas, pero no encontró lo que buscaba. Así que decidió salir disfrazado de mozo y acompañado de dos pajes del lugar, que le guiarían a la pastorcita. Frisaba el medio día cuando la vio. Estaba sentada en una piedra amplia; cuidando sus mansas ovejas. Estremecido al verla pensó en averiguar si era discreta como bella y al acercarse le dijo: -Vendita es la naturaleza por modelar tan graciosa figura. A lo que contestó la pastorcita: -Gloriosa es por hacer ventanas al corazón; las que me permiten ver a tan gallardo caballero. (Dijo estas palabras sin apartar la vista a uno de los pajes. Al cual creía merecedor de su afecto) -¿Como os llamáis, dueño mío? –Mi nombre es Khayyam –Lo siento, interrumpió la pastorcita, preguntaba al atractivo mozo a vuestra derecha. (El Rajá contuvo la rabia y repudió la intención de casarse con ella.) ¿Cómo una mujer tan hermosa puede ser tan insolente? Se preguntó. –Mi nombre es Carlos, respondió el criado. –Pues podéis mandar ahora a publicar que yo, vuestra ferviente servidora, os amo y tengo intenciones de casarme con vos. 32


-¿Casarme? Contestó “el atractivo mozo” – ¿Acaso no recordáis que soy yo al que llamaste áspid de viscosas escamas? Apenada al recordar el incidente, la hermosa pastorcita, huyó hacia un país lejano. Donde se casó más tarde con un herrero de muy buena cepa. El rajá volvió a su patria y formó una familia tiempo después.

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Regresión Comienzo a poder memorizar: mi madre, mi padre, mi hermana, la casa grande, los ventanales sin vidrios, las vacas pastando, el calor insufrible de Managua, los árboles de mango. Pero ¿Quién soy yo? He oído que me llaman de una forma especial, diferente de todo lo demás. Si hablaran más despacio y si tuvieran paciencia suficiente para escucharme, yo podría platicar con ellos de corrido. Pero pasan las primeras dos horas, que son para mí tan insuficientes cómo dos minutos. Me gustaría saber nuestros nombres con exactitud, estoy harto que solamente me digan que eso de allá se llama agua. ¡Eso ya lo sé bien! Debo de andar con los ojos bien abiertos. Es que soy muy feliz ahora y me gustaría recordar esto para poder ser feliz siempre. Tanto como lo soy ahora. Puedo andar todo el día con mi camisa sin mangas corriendo por la casa, Doña Celia me acuesta en las tardes a pesar del mal humor que me causa dormirme sin sueño, después veo a los Hombres X en la tele y, cuando van a dar las seis, llegan mis padres de trabajar. Mi papá siempre me trae un fresquito todos los días y yo me siento muy alegre. Llega siempre cuando se pone el sol y el aire es anaranjado. Casi siempre miro a mi hermana pero está todo el día en su cuarto estudiando. No sé cómo le hace para poder concentrarse con la radio tan alta. Quizá por eso nunca termina. Yo quisiera ir a la escuela con mi hermanita y jugar con otros niños. Pero dicen que soy muy chiquito y que no voy a ir hasta los cinco o cuatro. ¿Cuántas semanas será eso? Me gustan las semanas porque cuando terminan, los sábados, comemos algo juntos y suele ser muy rico. La vez pasada mi mamá cocinó lengua de vaca y me dejó quieto. No podía ni caminar. Pero ahí viene mi hermanita, le voy a preguntar cómo me llamo. Espero que no se ría si no lo digo correctamente, porque eso me ofende aunque después diga que el nene tan lindo y no sé qué fregados más. -¿Cómo me llamo? Pregunté. –Alfonsito. -¿Alfonsito? -No. Pititío Pititó, no. Al/fon/si/to -¡Alfonsito! (¿Que dije antes pues? No recuerdo haber dicho Pititío ni Pititó.) –Hay tan lindo el nene. – ¡No me molesteeeees! ¿Y cuántos años tengo? -Tres.

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La muerte de F. Blackman. El caballero de las inmortales tinieblas era dueño de la más profunda negritud. Embozado en una oscura capa abandonaba cada noche su palacio en busca de otra víctima. Se paseaba sin ser visto; acechando a todo aquel que encontrara en el camino y luego le daba bárbara muerte. Guardaba el cuerpo en un saco y lo comía crudo durante días hasta que se pudriera. El reloj de la torre daba las once y cuarto, cuando, esperando en un húmedo callejón, vio pasar a madame Rosental. Ella asemejaba flotar cuando caminaba; o al menos eso debiera para que el rudo asfalto, pisado por la plebe, no hiciera contacto con sus negras zapatillas de tacón. Dejó que ella se adelantara alrededor de una cuadra y la siguió poco más de doscientos metros. Refugióse detrás de los modernos faros londinenses, ceñido por la densa neblina que le favorecía en sus propósitos. Madame se detuvo frente una hostería y desprendió algunas sobrepuestas tablas que formaban el piso del pórtico. Inquieto, F. Blackman resolvió seguirla para conocer en que terminaba la aventura de la sublime damisela. Había en el agujero un exquisito collar, cuya brillantez traspasaba la oscuridad casi total de las empedradas calles. En la cadena pendía una llave minúscula, pero visible para el señor sombrío. Volvieron ambos a avanzar, sin embargo, con ritmo más apresurado. Arribaron al muelle del Támesis y el reloj de la torre avisaba la media noche. Madame Rosental desnudó su cuello y abrió la puerta de una barraca dónde dormían varios pescadores. El príncipe de la lóbrega tez acudió a la única ventana, desde la cual notó abrirse cierta puerta disimulada en el suelo de la habitación. Quedó vacío el sitio nuevamente en el momento en que ella bajó las escaleras que comunicaban al sótano. F. Blackman rompió los vidrios de la ventana de un puñetazo y, sin quererlo, también el marco. Entró lentamente, como una gota que se cuela liviana en el interior de una casa, abrió la puerta y diversas columnas de gases topacios, azules, anaranjados y rojos se escaparon de su encierro. A pesar de estar prohibidas las prácticas de alquimia, so pena de muerte, había varias sustancias puestas al fuego, en la intemperie o en el interior de cajas aisladas de la luz. Para no hacerse notar, el señor que la claridad no refleja, caminaba agachado al modo de los irracionales. Fueron requeridos pocos pasos hasta que viera la indiscutible belleza de la dama cuya fermosura era incomparable. Estaba acostada en una mesa rectangular con grilletes en las muñecas y tobillos. Vestía estrecha ropa de cuero, semejante en todo detalle a la empleada durante ecuestres ejercicios. Carecía, sin embargo, del exceso que impide imaginar los cuerpos completamente. La cubría un estrecho corpiño el cual obligaba a sus senos peregrinos, sofocados, a buscar la libertad. Unas mayas negras rodeaban sus gratas piernas acompañadas de un delicado liguero y unas bragas hechas con transparente tejido.

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Súbitamente apareció un hombre enmascarado de verdugo, desprende una vela y derrama cera en el cuello de Madame Rosental, el líquido se cristaliza hasta llegar a la parte cubierta por la ligera ropa. Desata los hilos de su dorso y mordisquea los rozados pezones hasta hacerlos sangrar. Quita, a continuación, los grilletes con la llave de la hostería y la coloca boca abajo. Ríe el verdugo al encadenarla de nuevo y toma su látigo con numerosas esferas de metal en los extremos. Ella estaba fuera de sí, ansiosa, exacerbada… excitada. El verdugo le da el primer latigazo y produce ocho llagas distintas. Ordena Madame repetir la operación diez veces. Terminada la sesión, le es untada un compuesto parecido al vodka. Ella berreaba y blasfemaba con lamentables aullidos. El sórdido caballero se acerca con el puñal descubierto, pues su hambre humana era mucha. Sin embargo es percibido y golpeado por el verdugo con un latigazo tan terrible que fractura la mesa y el equipo que está en la superficie. Blackman queda inconsciente y el verdugo pide permiso a su ama para “jugar” con el nuevo visitante. Ella le da licencia señalando hacia abajo con el pulgar extendido. Blackman despierta y, antes de poder atacar, el verdugo le degolla las muñecas con la espada que llevaba. Acto seguido le pisó los gentiles, amenazándole en la yugular. El salvaje aristócrata, motivado por su naturaleza violenta, apuñaló la pantorrilla del verdugo de lado a lado. Madame tenía deseos intensos de masturbarse pero no podía por estar encadenada y se conformó más con el querer que con el poder. Prueba de su refinada perversión. Blackman es muerto, víctima de una puntillada certera. Y Madame Rosental, aprovechando el calor de los restos, ordenó a su verdugo le untara la sangre del cadáver en la espalda y luego le hiciera el amor.

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Expedición

-Su nombre es Eduardo, dijo sin dar información con el rostro. Mantenía las comisuras relajadas, la frente llana, derecho el cuello. Eran sentimientos tan profundos que no quería compartirlos. –A él, añadió, amo. Me protegió, me salvó y por eso lo galardono con mi aprecio. Imprimió dos fotos suyas que tenía en el procesador. –Una te doy por tu insistencia, amigo. La otra… esa… tú ya sabes para quien es. Armé las piezas que encontré de mi corazón y traté de ocultar su sangre. Sangre grana y mortecina que se coaguló en mis manos y las suyas. No hablé, estuve mudo. Decía monosílabos teniendo ganas de irme. Sí, no. Quería morir, quería matarla, huir, escapar, vengarme. ¿Vengarme de qué? Quería… tantas cosas yo, en ese segundo, en lo hondo de mí, quería. Gruñí fuertemente a mis adentros, mi forma era la de un gruñido. Uno amargo y brusco, uno eterno, punzante, patético. Subimos con los demás invitados. No sintieron nuestra ida y no me importó si advirtieron el regreso. Chasquearon las horas sus dedos y la merecida despedida ocurrió. Fue un abrazo indeseable, pensé en rechazarla, aunque renuncié a la idea. Caminé a la carretera principal, había olvidado llamar un taxi. Abordé el primero que pasó y le pagué generosamente al llegar. Mi familia cenaba, eran las ocho; hablaban y discutían sobre algo, no recuerdo qué. Resolví salir por no pasar otro fin de semana haciéndome compañía. ¡Tantos años ya, pensé, y sigo tropezando con una mujer que me deja solo! Me puse la chaqueta que uso cuando hay frío y dejé mi casa a hurtadillas. -Hoy seré amado, me dije, y no habrá alguien que me aventaje. Así deba pagar por ello. Llegué a una casa de citas que había visto cuando acompañaba varios amigos a tomar el bus después de la escuela. Pagué la entrada y recibí un trago gratis. Me senté en un sofá y una mujer me abordó. Me preguntó si la invitaba a una cerveza. Respondí que no podía, aunque si deseaba acompañarme gratuitamente no me opondría. Ella se fue. Otro cliente, que estaba frente a mí, me llamó y generosamente me cedió una de sus compañeras. Ella era morena, pequeña, delgada y de traza ligera. Nos besamos unos momentos y posó su mano en mi ingle. Yo tomé sus nalgas con las palmas abiertas esperando su reacción. Ella me besó otra vez. Decidí que había sido suficiente. Llamé al mesero y averigüé si podía pagar con mi celular. Lo saqué y él aseveró que hablaría con su jefe. Al volver contestó que sí. El hombre que estaba antes con la morena me llamó nuevamente y me persuadió diciéndome: -Ella no vale eso. Mejor véndelo y vamos a otro sitio que mejor conozco. Yo no soy gran cosa, robo partes de autos, pero no voy a dejar que te engañen. La muchacha me tomó de la mano y fingiendo darme un beso en la oreja me comentó que él era un asaltante que simplemente

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perseguía robarme el celular junto con todo lo que llevara y, aunque no estuviera con ella esa noche, no se perdonaría que fuera con él. Desde ese instante, aquel que tan amable me había parecido, me sujetó la otra mano con dirección a la puerta. Ambos tiraban fuertemente, pero yo desconfiaba mucho del sujeto. Tuve una idea. Fingiría ir con la morena al privado y al estar en el interior, pediría a los guardias que sacaran al hombre porque había estado creando problemas. Después intentaría recuperar el celular con el propietario. Eché a andar el plan y lo expresé a la chica secretamente. Ella aceptó, los guardias colaboraron con nosotros. Nos refugiamos para mayor protección, ya que todos imaginaban que la situación podría ser violenta. El interior del privado era perversamente acogedor. Había varias esculturas con motivos sexuales y una televisión daba una película pornográfica. –Estoy asustada, me dijo, tómame. No te cobraré. La rechacé finalmente e inmediatamente después oímos varios disparos. Al estar tranquilo salimos y vimos al hombre caído sobre el sofá café. El dueño a regañadientes me devolvió el celular y yo, que ya conocía la rutina en los malos momentos, me despedí fríamente de todos y abordé el primer taxi que pasó.

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EL HIJO DEL CABALLERO DE LOS LEONES CAPITULO I SOLILOQUIO DE LOS TRATOS AMATORIO ENTRE LA DONCELLA ALTISIDORA Y EL NOVILISIMO CABALLERO DON QUIJOTE DE LA MANCHA (Frente a un espejo y cabizbaja, piensa Altisidora en alta voz mientras cepilla su fermosa cabellera) -Muera yo si no lo amé como ninguna otra. Que las eléctricas centellas me arranquen descarnada de este mundo si hubiere indicios de falsedad en lo que afirmo. Porque de nada me valdría llevar sobre mi ser un pesar tan encendido que, no siendo fingido, es mortal. Sabios son los cielos por hacer corta la vida, ya que no soportaría una eternidad sin volverle a ver. Murió en la Mancha. Lo sé. Murió como Cristiano. No era su mortaja de seda, ni su ataúd en oro labrado. Tampoco era potentado de reino alguno; como suele ocurrir con los caballeros andantes. Aunque todo esto no importa al sobrevivirle sus hazañas. Es un Aquiles que podría haber sojuzgado trolla entera solamente con un brazo. Pero, ¡ay!, si se supiera fuera del castillo todo cuanto aconteció. Caerían en mi nombre vituperios mayores de los que recibió injustamente Helena por compartir el tálamo con Paris. La infamia llegaría no solamente a mí, sino también a la duquesa y, mucho peor, al de la Bella Figura. Tan reciente juzgo lo ocurrido, a fuerza de pensarlo constantemente, que apenas creo estar viéndolo hoy cruzar el dintel de la estancia y hospedarse súbitamente en la recamara que da al patio. Sus barbas puntiagudas, sus ojos pequeños, su cuerpo estirado y sus músculos venosos eran totalmente atrayentes a primera vista. ¡Maldita Emerencia, falsa amiga, quien me ayudó a templar el arpa con que acompañaba mi canción la noche primera! Aconteció que cayera enfermo Don Quijote, desfigurado el rostro, casi muerto por feroz empresa. Con astucia logré realizar una pócima que aprendí, luego de muchos ruegos, del mayordomo. Él afirmaba que haría al manchego amarme hasta perder la cordura. No obstante quiso Dios que perdiera la cordura y luego me amara. Yo, viéndome correspondida al fin, sin saber que era por faltarle el entendimiento y confundirme con Dulcinea, lo amé también; como un alma que lleva sólo catorce años y seis meses vagando en lo mundano. Al quinto y último día de su recuperación, la primera frase que logró pronunciar en mi oído, semidesnudo y descubierto, fue: “Dulcinea, besadme, tengo frío”. Deduje de inmediato su confusión, empero, para que no me olvidara, dejele en el interior de la alforja del vino algunas ligas que, habiendo acariciado mis piernas perfumadas y siendo estas tan apetecidas por él, supuse le harían recordar lo que pasó.

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He ahí el motivo por la cual ninguno de los dos pudo dar razón de ellas en su despedida, semanas después, al ser reprendidos por el Duque. Bueno fuera que todo terminara ahí, pero he descubierto, hace dos semanas que en mis entrañas llevo la progenie de ese prodigioso caballero. Y por si fuera poco, el duque ha enfermado gravemente y no hay médico que le dé pronostico halagüeño. (Se oye un áspero grito de la duquesa procedente de la habitación de su marido. Altisidora acude a saber que produce tanto estrépito.)

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CAPITULO II DE COMO, CASUALMENTE, ALGO FATIDICO PUEDE PRODUCIR INESPERADA COMPOSTURA A SERIOS MALES Extendidos sobre sábanas de Holanda y asiendo la cuenta de un rosario, descansaban los despojos materiales del Duque. Las doncellas humedecían sus pañuelos con opalinas pizcas de aflicción. Mantenía la duquesa, sin estar consciente, su concentración visual en las delgadas cortinas. No pensaba en nada, nada entendía. Su mente estaba desorientada y sin capacidad de analizar sensaciones. Una vida había terminado y no podía lamentarse. Especuló haber durado unos minutos silenciosa, cuando realmente demoró hora y media. Tosió y dijo al reintegrarse: -Apagado está el panorama de mi ser, las encapotadas nubes derraman sangre de ángeles en la Tierra y se llevan de esta efímera esfera el alma del Duque, mi señor. Quedo yo sin él y junto a él pierdo la vida. Cada partícula de mí espera dejar esta cárcel de padecimientos en que vine a ser encerrada. Oyó Altisidora y queriendo mejorar el ánimo de su dueña dióse la libertad de decirle: - Hay un espacio que nunca podrá ser ocupado si fue verdadero el amor. Nada puede hacerse y el tiempo, que nunca cura, es sólo una droga a la que el uso prolongado nos hace inmunes. ¿Y eso que importa? ¿Acaso estamos en la vida para reír solamente? Piense en estos momentos, mi institutriz y ejemplo, como un tiempo para superar con férrica fortaleza. La duquesa, sorprendida nuevamente por los alcances de Altisidora, le preguntó observándola con maternos ojos: -¿Cómo tú, la más joven de todas, sabes de amor y de duelos? Altisidora, sin poder guardar más su secreto respondióle: -Sea mi delito sabido y atribúyaseme hoy para no purgar también ocultándolo. La doncellez que mi nobiliario título confiere es aparente. Pues el Caballero Don Quijote de la Mancha, narcotizado por tóxicos brebajes, tomóme suya durante su enfermedad, traicionado por mi liviandad embustera, y, nuestro error, consumado en pecado, se fizo humana carne, alegría y pesar. Reflexionó la Duquesa amplio tiempo, luego expresó a Altisidora: -Sabes bien que el Duque y yo nunca pudimos engendrar descendencia y que tú, más que amiga, has sido hermana y confidente. Quisiera yo que el hijo que va en tu interior sucediese al duque y fueras, desde este día, llamada hija mía. En virtud todo de la estima que tan grandemente te profeso y también al mítico caballero. Altisidora abrazó a la duquesa y respondió diciendo: -Acepto sin merecerlo porque su majestad me lo ha pedido. El tiempo transcurrió y cuando desfilaba el mes noveno, Altisidora dio a luz un niño tan sano y de tan buen talante que ninguna dudaba fuera hijo de su padre.

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CAPITULO III DONDE SE RELATA LA PREDECIBLE INCLINACIÓN DE LORENZO HACIA LAS ARMAS Y SU ASIGNACIÓN PARA BATIRSE EN LA CONQUISTA DEL INDOMITO TERRITORIO RECIENTEMENTE DESCUBIERTO Se incrementaba, como es de suponer, las habilidades innatas del joven duque. Quien cifrando penosamente los quince años esgrimía la espada y el fusil como el más pintado de los soldados reales. Tenía, al mismo tiempo, por destreza inaudita, piernas macizas que le permitían dar saltos tan altos que podía observar el horizonte a varias leguas de distancia y correr días enteros sin detenerse. Optó, gracias a su gallardía única, por el arte de la guerra. En él se adiestraba a la par de la administración de su heredad. La cual, no por ser mal gobernada ni cosa parecida, era ya no tan productiva cómo en otrora vieran su madre Altisidora, la duquesa y todas las que el castillo habitaban. Esta situación, lejos de considerarla un debilitamiento, destellaba animándole a honrar su insigne procedencia e incrementar, por su propio puño, todo cuanto tenía. Tiempo ya consideraba ir a las Indias, embarcado en temeraria expedición a someter, bajo las leyes de Dios y del Rey, todo cuanto escondieran esos sitios lejanos e ignorados. Ocurrió un día que, como cada tarde, saltando quinientas veces a modo de calentamiento, descubrió un mensajero a caballo que surcaba la llanura con dirección al castillo. Le salió al paso en menor tiempo que el sonido y recibió de él noticias grandemente provechosas. –Tus peticiones han sido escuchadas. Fuiste elegido, afortunado prodigio, para acompañar en bizarra travesía a Cristóbal Colón durante su viaje a la isla La Española el 25 de septiembre del corriente año. Que Dios te lleve a buen puerto, ya que el rey exige asentar una campamentos en ignoto destino. Terminado su discurso le entregó una real cédula y cabalgó de regreso. Llegó Lorenzo al castillo llorando de alegría; abrazó a la que creía su madre, se echó a sus pies y le dijo sin que ella entendiera nada: -Grande es el servicio que prestaré a España, al rey y a todo aquel que en la civilidad crea. Daré gloria al escudo de nuestro linaje y ondeará en ultramar augusto. La duquesa sintió que su alma era estrujada por una mano imaginaria: lo más cercano a un hijo para ella abandonaría su desconsolado regazo. No creyó que hubiera otra alternativa y decidió decirle la verdad. Llamó a Altisidora y ella, con el sólo timbre de la voz de su ama, comprendió que era el momento. Ambas con él dialogaron, contáronle los pormenores de su concepción y nacimiento. Explicáronle sobre la elevada hidalguía de su padre y de la importancia de que se quedara en el ducado. Lejos de entristecerse, experimentó suma felicidad al saber lo cierto. Pero, dada su estirpe, no pudo ser disuadido de abandonar su resolución.

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CAPITULO IV SOBRE LA MEMORABLE BATALLA DE LOS LLANOS DE URBINA. EN LA CUAL, TRABADOS EN COMBATE ESPAÑOLES Y K’ICHE’S, SE TERMINA LA PARTE PRIMERA DESTA COLOSAL HISTORIA Codo a codo combatió nuestro héroe con grandes conquistadores como Diego de Velásquez, Hernando Cortez y Juan de Grijalva. Logró, por sus méritos en combate, ser ascendido a capitán y participó en la toma de Tenochtitlán a la par de Francisco Montejo, Pedro de Alvarado y otros muchos. A quienes aventajaba con exceso en piedad y proezas. Refieren sus biógrafos que durante las jornadas en la península de Yucatán tuvo un hijo, al que llamó Alejandro, con una doncella que aceptó su amor apasionado al haber caído prisionera de los peninsulares. Cuentan también, basados en documentos del cabildo, que Alejandro emigró hacia el reino de Goathemala durante su juventud para reclamar repartimiento por ser descendiente de un Conquistador. Aunque nunca progresó su petición, se asentó en Santiago de Goathemala, trabajó como artesano y formó una familia numerosa. Volviendo a la historia. Aconteció cierta vez, después de tomar Zapotitlán, capital de la ciudad de Xuchiltepec, que un grupo de bravos indígenas, comandados por el príncipe Azumanché, pariente de Tecún Umán, emboscaron las hispanas tropas cuando se dirigían hacia Xelajú. La figura del príncipe sobresalía a cualquier otra. Llevaba pesadas joyas de jade, cadenas de metales preciosos y un tocado según su calidad. Comandaba los movimientos de sus hombres con habilidad admirable y, a pesar de que la batalla era cruenta para ambos grupos, parecía obtener la ventaja plenamente. Las faldas del volcán Santa María se retorcían por tremendos furores bélicos y el descendiente del mítico Don Quijote de la Mancha derribaba más valientes a sus cuarenta y seis años que si hubiese estado en la juventud distante. Azumanché, quien tampoco erraba un solo golpe, esquivaba perdigones, saetas y jinetes mientras abatía cuerpo a cuerpo a sus adversarios. Los combatientes, trabados en interminable lucha, caían inertes en el suelo, o gemían mutilados dando ayes de dolor. La luz del sol se oscureció durante un momento, enarboladas flechas llovían sobres los soldados españoles… Una de ellas, atinó artera en el centro del pecho de Lorenzo. Quien pataleaba, ahogado por su sangre en la roja grama. Sus póstumos pensamientos consistieron en sus dos madres, que así las consideraba; su mujer y su hijo Alejandro. Cerró finalmente los ojos, y besando los labios de la muerte, se despidió del mundo dejando su fama a la orilla del río Xequijel.

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Melodías de Necedad Melodía primera El marchar de los caminantes I Las campanas de la iglesia mantenían calladas sus broncíneas lenguas. Hacía mucho tiempo que no llamaban a misa, estaban empolvadas, mudas. Nadie osaba entrar en la parroquia; el sacerdote estaba moribundo. Se mantenía postrado en cama, bebía unas cuantas gotas de agua por las mañanas y alucinaba la mayor parte del tiempo a causa de la fiebre. Una nebulosa de colores dominaba sus ojos. El sacristán, quien lo cuidaba hace meses, le parecía poco menos que una mancha amorfa. Los pasos de los transeúntes en la acera sonaban a acordes de piano, los olores despertaban sensaciones de agujas en la sien, hasta la voz de las personas variaba ahora a rugidos graves hechos pasar a través de un embudo. Las ancianas rezadoras, adictas a golpearse el pecho riendo sus culpas y a caminar ufanas de ello, peregrinaban devotamente a la sencilla estación de correos. Esperando cada martes alguna carta que indicara si pronto habría nuevo párroco. Quemaban incienso, ayunaban, cantaban, rezaban el rosario, se ponían de cabeza, ellas y a todos los santos, pero aún así el obispo no se dignaba a escribir nada y el muy canalla del sacerdote seguía enfermo. - ¿Cómo es posible que nos hayan olvidado? gritaba amargamente una viejecilla vestida de negra viudez. -¿Acaso no hay Diócesis pues? Respondía otra de gran crucifijo. - ¡Y este cartero del demonio nos trae solamente deudas y malas noticias! ¡Seguramente es él quien se roba el dinero que mandan mis hijos de la capital! Afirmaba aquella de brujeril nariz. Al decir esto una rabia generalizada estalló contra Don Alberto. El cual, en toda su carrera de cartero, jamás robó otra cosa que no fuera el tiempo de los destinatarios. Una masa oscura lo persiguió armada de bastones y piedras a la salida del pueblo. Impidiéndole la entrada hasta que les trajera la dichosa carta. Corrieron los días como rabiosos mastines persiguiendo su presa. Hasta que el espectro del martes envolvió a Don Alberto en sus fauces religiosas. Antes de sentir su temible dentellada, escribió él mismo la carta del Obispo. La puso en un sobre amarillento para dotar de credibilidad el embuste y se decidió entregarla al amanecer, cuando todos durmieran.

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II Despertaba el bosque; los arroyos, nacidos en lejanos manantiales, fluían límpidos hacia el pueblo. Los insectos emergían debajo de cada piedra, de cada árbol. Las aves asomaban en el cielo mágico y las fieras salvajes reposaban en sus guaridas, cansadas por la nocturna casería. Se desperezaban las flores, orientadas al rojo sol. Así también despertaba, carta en mano, el muy mal tratado Don Alberto. Se dirigía tranquilo, más bien resignado, a la infeliz estación de correos. Nadie caminaba en las calles adoquinadas, ni siquiera una sombra se diluía en ellas. Abrió la puerta con disimulo, dejó la carta encima del mostrador y continuó entregando la demás correspondencia sin ser notado. A la diez de la mañana, cómo acostumbraban, llegaron en procesión las siempre ociosas: "Señoras de la Misericordia", que así se habían hecho llamar. ¡Hay carta, hay carta! gritaron enloquecidas. De pronto, se abrió espacio una señora diminuta, encorvada bajo el peso de los años. Más anciana y más fanática que las demás. Pidió tener el honor de leer el mensaje y pronunciar las mismas palabras que el Obispo había escrito por iluminación divina. Admiraron su actitud y tuvieron a bien cederle la dicha de hacer públicas las disposiciones de ese dignísimo siervo de Dios. Tosió un par de veces y aclaró la garganta haciendo un sonido desagradable e indicador de que algo importante sería comunicado. - He determinado, decía la pequeña mujer, luego de deliberar con mis concejeros más íntimos, mandar a su iglesia, Sacristán Morales, un sacerdote nuevo para que oficie las misas y, si es la disposición de Cristo, ocupe el puesto de su antecesor. Porque, aunque muy bueno, corre el riesgo de adelantársenos en el devenir de la existencia. Nuestro elegido es un joven recién salido del seminario. Pensamos en él por su excelente salud y su espíritu de servicio. Llegará en dos semanas aproximadamente y le pido haga del conocimiento común esta notica cuanto antes.

Atentamente: Gonzalo de González. Obispo de Mach'qayik Demasiada fue la alegría de las "Señoras de la Misericordia" que no hubo persona, en menos de un cuarto de hora, ignorante de la supuesta carta Obispal. La banda del pueblo fue llamada a organizarse y pasear por las calles principales, los bares invitaban todos los tragos, las escuelas fueron cerradas y la alcaldía decretó tres días de fiesta. Mientras tanto el cartero se doblaba de la risa en una atestada cantina.

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III

El bullicio del pueblo tomó, para el moribundo sacerdote, la forma de un Quetzal que emprendía el vuelo con las alas extendidas al horizonte. El tórrido aire estival se elevaba hacia sus fosas nasales y se transfiguraba en la tentación del beso de una amada. Sus labios bebían el vino que brotaba en el seno de una enigmática ninfa. Oculta a todos menos a él. La mancha borrosa, que abandonaba el lugar, era una ameba fosforescente, ahora amarilla, ahora verde. Las velas, antorchas báquicas y la cama donde dormía, una rígida piedra con moho. Veía pastorcitas juguetear desnudas por sus dominios, trenzados los cabellos y humedecidos sus cuerpos con una briza marina. Los balidos provenientes de las esquilas lejanas, pastizales movidos por el viento, el aroma de un asado. ¡Todo era absolutamente placentero! Frente a sus ojos se irguió Roma y fue investido emperador. Su palacio estaba repleto de súbditos que lo atendían y una chiquilla de diecisiete años le alimentaba al nadar en la piscina interna del palacio. Afuera, sus siervas, terminadas las labores, danzaban alegremente en el patio. Tenían todas un listón de seda traslúcida atado al extremo de un poste y saltaban graciosas e inocentes a su alrededor. Como frutas maduras esperando el día de cosecha. Una lágrima surcó el cauce de sus ojos: ardorosa, pesada. En ella se aglomeraron los remotos sentimientos de placer, poder, dolor, amor y soledad. Increpó toda fibra de sus músculos, toda célula, todo átomo. Escaló la inexplorada cumbre de su interior. Y una respuesta llegó a él, un clandestino motivo, un misterioso por qué. Era tan evidente que pronunciarla en voz alta sería redundar. Aún así no podía expresarla con palabras. Daba vueltas frenéticas en la cama, buscando liberar su entumecida lengua. La fiebre aumentaba, excretaba un sudor copioso, sus manos se movían errantes, temblaba y, finalmente, logró gritar: “¡Soy libre!, ¡Soy libre!” Cayó el velo que distorsionaba su vista, los pensamientos eran coherentes nuevamente, el dolor cedió a un sentimiento de tranquilidad. La habitación quedó en calma y pudo contemplar otra vez las vigas de madera en el techo de su recamara. Se encontraba solo, no tardó en ponerse de pie y comenzó a departir consigo mismo: -Experimenté hoy la verdadera libertad: cumplí mis íntimas apetencias sin sentirme codicioso, ni avergonzado de ellas. Acepté todo aquello que creía malo en mí y volé sobre la mundana religión hacia lo que yo considero sublime. Cuan hipócrita es el que cumple el catecismo y condena sus pasiones. Más le valdría tirarse al mar con su falsedad atada al cuello que atormentarse con una moral demasiado elevada para su imperfección. ¿He de negar una parte de mí para ser virtuoso? ¿Deberé destruirme en fragmentos y aceptar solamente los que puedo mostrar a estos hombres prejuiciosos? Traté de arreglar lo irreparable. Mis palabras, ejemplos y enseñanzas no los han hecho mejores, simplemente los adormecieron. Saben que la abstinencia hace a las personas buenas, pero desconocen que atender las necesidades físicas las hace humanas. No creo, ni predico a un Dios que dé cuerpo y alma pero haga alguno de los dos impuros. 46


Desconozco toda ley divina o humana que me conduzca a transgredir el respeto a las demás creencias o negar mi propia humanidad. Terminadas las acertadas reflexiones, se acostó en la cama y el profundo sueño de la muerte elevó su espíritu. Las velas continuaron ardiendo cerca de la ventana. Principiaron por quemarse las cortinas, siguió el techo de la alcoba y paró por incendiarse toda la iglesia. Era una noche sosegada y la luz del santuario iluminaba más fuertemente que cualquier estrella. El hermano fuego abrasaba lo que encontraba a su alcance: naves, vestíbulo, capellanía, pórtico, altar y clérigo. En el atrio los vecinos trataban de extinguir aquellas centellantes flamas. Sin éxito gastaron la noche y parte de la madrugada en intentar salvar al sacerdote. Rescataron su cuerpo hasta el día siguiente, le dieron sepultura y esperaban, con impaciencia, el plazo de dos semanas.

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IV Había acontecido un mes desde la muerte del capellán y ningún otro lo suplía. Los cimientos de una torre estaban calcinados. Las personas, al verlos, volvían la cabeza a distinto sitio. Ya ni siquiera reparaban en Don Alberto para juzgarlo artífice de sus males. Las “Señoras de la Misericordia” se reunían menos. Una de ellas hasta había perdido la fe, decían los rumores. Languidecían las sombras, aullaban más los perros, llovía con menos frecuencia, aunque se reía más. -A pesar de todo, se decía comúnmente esos días, no hay quien nos diga que vamos a ir al infierno por esto y lo otro. Todos eran libres de considerar buenas o malas sus propias acciones. Comenzaban a despertar, eran casi libres. La independencia de pensar espontáneamente explotaba cierto día por aquí, cierta noche por allá. Surgió una efervescencia en todo el pueblo que alcanzó su mayor auge en la conversación del peluquero Don Ricardo y el Alcalde Don Luis. Amigos de toda la vida. En ella, el peluquero defendía apasionadamente las libertades de las personas. Argumentando que inclusive vivir sin Dios era posible si se quería; aunque él no lo creía conveniente. Mientras que Don Luis hacía hincapié en la importancia de cultivar el alma, para los que en ella creían. Aunque decía que él, particularmente, consideraba que nadie podía ser completamente ateo. Porque los humanos siempre estiman algo superior a ellos. Fuera acaso la ciencia, las leyes o las riquezas. -La mujer también. Añadió Don Ricardo bromeando. Ida una hora y cuarto, pues también fue rasurado Don Luis, se había dispuesto crear una capillita escondida detrás de la Cascada Loq'oq'ej. Allá se podría rezar a cualquiera y reflexionar sobre lo que se creyera cierto. El día siguiente todos los obreros trabajaron en comunión, alejados de rituales, viviendo la auténtica fraternidad sin imposición alguna. El sacristán Morales, que al verse desempleado comenzaba ese día como aprendiz de carpintero, cortaba la madera según los planos de su maestro. Los herreros, vidrieros, leñadores y albañiles habían hallado a Dios en la labor diaria. Inclusive las “Señoras de la Misericordia” ayudaban en algo. Dios caminaba entre los presentes. Hubo más hermandad en su contacto que en todos los saludos de paz que habían dado hasta ese día. Dedujeron que eran hermanos en sus labores, hermanos en igualdad, hermanos en la lucha constante por vivir. Eran, al fin, libres.

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V La gallarda bravura de los combatientes, dispersos en la derruida construcción, era muestra de arrojada valentía. Dos compañeros de campaña se perdieron en los escombros caídos. Tenían escasa visión y debían estar atentos. Era imprescindible confiar en los instintos y corazonadas. Resolvieron hacer jirones las camisas y vendar sus ojos para no distraerse con los insuficientes haces de luz. Silenciosos, esperando algún error de los contrarios, caminaban guiados por los flujos del viento. Continuaron andando en los laberínticos pasillos. La oscuridad se intensificaba más y más. Percibieron unos pasos que se acercaban desde el sureste. -¡Pecho a tierra! Dijo Estuardo a su amigo, y ambos se arrojaron en el suelo. No pudieron evitar distinguir la presencia de un extraño. Calcularon la distancia y se le echaron encima sin necesitar ponerse de acuerdo. -¡Suéltenme!, ¡Suéltenme! Yo ya no estoy jugando; chillaba la voz del desconocido. Al momento lo dejaron tranquilo, se quitaron los vendajes e intentaron salir juntos de la vieja iglesia; cómo le llamaba el resto de los niños. Era el primer día de vacaciones y Estuardo quería retener aquel día. Se quedó poniendo atención a cada detalle. Todos los ladrillos que conformaban el piso del ábside estaban negros a excepción de uno, el cual tenía cierto resplandor dorado. Lo limpió con lo que le quedaba de camisa, consiguiendo leer las siguientes iniciales hechas con hilos de oro: J. M. Tanta fue su curiosidad que lo levantó del suelo y, para su sorpresa, se dio cuenta que era un libro manuscrito forrado de cuero. – ¿Cuántas aventuras de príncipes estarán escritas ahí? Se preguntaba. –Seguramente es sobre justas de caballeros hechas para ganar el amor de la bella princesa. Rectificó al instante. Sin embargo, al ser igualmente atractivas ambas posibilidades, lo llevó para entretenerse en el descanso. Antes del anochecer, Estuardo arribó al hogar paterno, aposento de su infancia. Lo miraba todo como si hubiese sido recién construido: los columpios hechos en los árboles de mango, las verdes paredes de madera, los cristales de las ventanas rotos durante los partidos de fútbol, las blancas puertas con figuras sonrientes en las manijas, las paredes, los aguacatales y la vieja marimba desafinada que guardaban para arreglarla juntos. Entró de puntillas a su casa, colocó el libro en la repisa que estaba encima de la cama y se vistió otra camisa. Su padre Octavio, quien era profesor en el pueblo, lo llamó a cenar al escuchar sus pasitos en la casa. Iban a dar las siete de la noche cuando terminaron de comer. Levantaron la mesa y lavaron los platos como hacían usualmente. Somnolientos, llegaron a la habitación del niño.

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Octavio lo arropó, se sentó en el borde de la cama y besó su frente deseándole buen descanso. Salió sigilosamente del cuarto, pero, al ver el libro nuevo en el estante, quedó maravillado. Lo recogió, observó sus peculiaridades y se lo llevó para revisarlo con mayor calma.

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VI Sopló Octavio la pasta del libro. Cientos de cenizas se hicieron parte de la noche campestre. Colocó el texto en la mesa del comedor y lo abrió en la primera hoja. Decía, en trazos apenas legibles, lo siguiente: “Yo, José María, Sacerdote del pueblo Knoil, he escrito acá todas las confesiones que hice. Anhelo dar a los fieles una crítica constructiva, señalando paternalmente sus pecados. No hay mejor corrección que observar los propios defectos. Porque, sin poder alegar ignorancia, queda en la voluntad del retratado corregirse o persistir en el error. Recordar debemos que las alusiones persuaden al entendido mejor que las advertencias. Convencido de que los hombres son malvados en la medida de su insensatez, dejo los próximos ejemplos como heredad a este planeta de incautos. Esperando sean, si no virtuosos, más honestos de lo que fueran sin mi beata intervención.” Octavio siguió leyendo embelesado. No conseguía separarse del escrito. Cambió la página y, hundiendo la nariz en las hojas apolilladas, prosiguió: “Era invierno, cumplía tres meses de haberme ordenado y no había pronunciado más que un par de misas. Desconocía el nombre de todos los pobladores. Sin embargo no lo necesitaba pues, al presentarse, tampoco preguntaban el mío. Les bastaba con llamarme padrecito y yo les respondía modestamente diciéndoles hijos e hijas. No estaba preparado, lo admito, para la primera confesión. Sabía las oraciones y el objetivo, pero no me había acostumbrado a enterarme de cosas privadas. Temía no poder dar un consejo lo suficientemente sabio, lo suficientemente oportuno o lo suficientemente simple. Aquella mañana se apareció, muy a pesar mío, una mujer rubia como el amanecer. La vi discretamente, pues supervisaba el trabajo del sacristán Morales. Él limpiaba las imágenes con mucha lentitud para mi gusto. Ella, sin fijarse en nosotros, tomaba asiento en las bancas del fondo. Yo, cansado solamente de ver su trabajo, lo ayudé para terminar más pronto. Ella rezaba como un ángel circundada de aura azul. El hedor de los químicos me había mareado. La mujer musitaba blancas palabras en honor y gloria de los ángeles y santos. Se persignó, detuvo sus plegarias y me llamó moviendo su afable manita de princesa antigua. Me senté a su diestra, le pregunté en qué podía ayudarla. Me dijo que necesitaba confesión. Comenzó a llorar. Ofrecí mi pañuelo y lo aceptó acongojada. Limpió su rozada y rubicunda imagen. Le pedí se santiguara y dije: -El señor esté en tu corazón para que puedas arrepentirte y confesar humildemente tus pecados. Señor tú conoces todo, tu sabes que te amo. 51


-Dime hija, ¿Qué pasa? -Nada, bueno… realmente todo. Masculló. Amor se llama mi pecado; amor, mi depravada negligencia; amor, la ruina de mi alma. Trato de escapar de mi misma sin poder separarme de este conmovedor cariño. Destierro este sentimiento de mi seno, pero al soñar renuncio a mi abstinencia. Corro hacia los brazos de la pureza y son los dedos del goce quienes me sostienen. Cupido, señor mío: vencida me tienes, miserable. Deja tus flechas y aguijones, no espolees mi conyugal deber. -¡Hija, no blasfemes! Que es Dios el único verdadero. -¿Dios? No merezco ni escuchar su nombre. Dejémosle ahí, crucificado. Las heridas que le infringieron los romanos son menores que las mías. Aunque soy mujer débil y famélica, tengo las armas de mi género. Más dañinas que simples lanzas y látigos. Pero no alarguemos mi desgracia, no demos dilaciones a las angustias. Le diré, padrecito, la forma en que lo conocí. Iba rumbo al mercado, acompañada de dos vecinas. Cruzamos el puente de la Santísima Concepción y transitábamos la calle de los cerezos, cuando un pobre mercader se nos acercó. Vendía agujas de todas las clases y tamaños: de hierro, acero, madera e inclusive de hueso. Yo, que no estaba impresionada, le pregunté si entre su arsenal de costura no llevaba algo excepcional, una aguja rarísima o cosa parecida. Él se quedó sin palabras, parecía que había dicho algo que nunca esperaría escuchar. Miró de reojo a todos lados, buscando un curioso imaginario. Abrió su gabardina y nos mostró un par de agujas de Tricote para tejer. Las puso en mi mano y me advirtió que eran unas agujas mágicas. La primera prenda que terminara revelaría en su hilado quien sería mi verdadero amor. -Por favor hija. Eso era una charlatanería. ¿No digas que le creíste? -Si padre, lo hice. Tejí durante días enteros, durante semanas enteras. Hasta que terminé un suéter de lana. A simple vista era normal, pero al ponerlo contra la luz se podía ver enrolladas dos serpientes en un bastón alado. No podía creerlo, estaba impresionada. Fui esa tarde al nuevo dispensario. Sabía que algo ocurriría, mi corazón parecía hablarme. No pude detenerme: crucé tres puertas, caminé en un pasillo largo y lo encontré. Era Enrique, el enfermero. Me paré frente a él y, como si nos hubiéramos esperado la vida entera, la pasión nos enloqueció. Hicimos el amor ahí mismo. Cada día, desde hace un mes, nos reunimos ocultamente. No sé qué hacer padre, la angustia me envenena y me destruye. -No importa cuánto nos equivoquemos en el pecado. Todo tiene solución y Dios nos perdona si hay una intención sincera de enmendar lo torcido.

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-Eso es precisamente lo que me angustia. He descubierto que Enrique es mi amor verdadero. Octavio, mi esposo, no me inspira nada. No lo odio, no lo amo. Es totalmente indiferente para mí. -Pero tú misma lo has dicho. Octavio es tu esposo, debió haber algo en él que te hiciera amarlo. Solamente debes recordad que fue. -Debió ser más su insistencia que sus cualidades. Me hizo caer rendida de tedio, no de amor. Enrique, en cambio, no necesita decir una palabra para que lo adore tal cual es. Planeamos comenzar una vida juntos, saldremos esta noche a la capital. Lo único que lamento es tener que dejar a mi pequeño bebé. Me consuela que Octavio podrá proveerle un buen futuro sin mí. -¿Crees que un hijo puede ser feliz sin su madre? -Pues debe, porque yo no puedo darle esa felicidad a costa de la mía. -Veo que has tomado una decisión basada en tu egoísmo. Yo no puedo darte absolución porque no te arrepientes de nada. Ahora reflexiona, no llegues a cometer esa torpeza contra un inocente. Puedes dejar a tu esposo sin remordimiento, pero tú misma aprenderás que no a tu propio hijo. Créeme cuando digo que preferirás la ira divina, porque padecerás el infierno en esta vida recordando al hijo que elegiste dejar a su suerte. Puedes Irte.

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VII Octavio cerró iracundo el libro. Recordó las noches que estuvo sin dormir esperando ingenuamente el regreso de su esposa, los injustos esfuerzos para educar a Estuardo sin ayuda, el desamparo de su alma, la tragedia de su ser. Su muerte en vida, su vida muerta. La incapacidad del mundo para retribuirle un poco de honra, la falta de compasión de los que decían amarlo, la gente que lo miraban con lástima creyendo que hacían un gesto de caridad para el bien de su propio espíritu. La estupidez humana se reía a costa suya. Con la boca abierta, exponiendo su fétida lengua púrpura y las hediondas pústulas de su garganta. ¡Gritando, escupiendo, humillando! No pudo sostener más las punzantes esperanzas que le producían rabia y desazón. ¡Estalló! Tiró la mesa dando un puntapié, se paró, tomó una de las dos únicas sillas de madera y la despedazó en la otra. Dio varios rodillazos a la alacena hasta dejarla coja, golpeó la pared propinándole tremendos puñetes. Sus nudillos sangraban. Bramaba injurias y sandeces. Lanzó varios platos hacia las ventanas, sin dejar ninguna buena. Sonaba como si un huracán quisiera llevarse la casa. Después, la quietud del agotamiento. Se recostó en una esquina y contempló su obra. Por fin había dejado gritar a su pecho. Sin embargo, conocía que algo faltaba. Todo eso había sido un teatro complaciente. Costra de violencia que protegía la herida, encubriendo su martirio con un concepto ridículo de hombría. Su madre estaría orgullosa de él. -¡Qué varón -exclamaría- tan irascible y sin sentimientos femeninos! -Octavio siempre supo instintivamente toda esa locura, pero aquella noche lo entendió conscientemente. Fue difícil para él al principio. Hace mucho que no se permitía aceptar su tristeza. Se sentó en el enlosado y, asentándose las manos en la frente, lloró tan agudamente que el cielo y la tierra parecían estar intranquilos. Le tomó media hora expulsar la mayor parte de su amargura. Sollozaba cuando su hijo entró al comedor. Asustado debido a la algarabía de antes. Cuando lo vio, en el suelo, lamentándose, le dijo a su padre indignadísimo: -Tú sabes que los hombres no lloran. -No. Solamente los verdaderos hombres lloran. Repuso Octavio Estuardo estaba confundido. Tantas veces había querido ser de su desesperanza, tenso, triste, retraído. No recordaba a su madre y cada domingo, en misa, solía pedir a cualquier santo compasivo que se la regresase. Todos parecían ser sordos muñecos de palo, felices en su inexistencia. Sin ver, sin oír, sin oler, sin sentir, sin llorar… Se acercó a su padre y desahogó su sufrimiento dándole un abrazo. Quedaron llorando, padeciendo, gustando su melancolía. 54


Empezaban a dormirse cuando Octavio escuchó una voz. Era un sonido bajo y grave. Sus oídos se habían destapado. Empezó a sentirse mareado conforme la voz se hacía enérgica y dominante: -Despierta, despierta. ¿No ves que él es la razón de tus aflicciones? Mátalo y desaparecerán tus innecesarias mortificaciones. -Nunca, no, no. Respondió Octavio balbuceando. -Mátalo, continuó la voz, ambos estamos seguros que tú quieres hacerlo. Mátalo y serás libre. ¿Cómo sabes que tú y él comparten lazos de parentesco? ¿No pudo tu esposa, tan astuta como un zorro, mentirle al sacerdote para no crearle sospechas? Se levantó Octavio, descorrió la gaveta de los cubiertos y cogió un afilado cuchillo. Estuardo descansaba desprevenido en el rincón. Su padre se perfilaba fríamente, decidido a obedecer la orden. Reducidos centímetros los separaban y, justo antes de encajar el golpe, Octavio regresó en sí. Tiró el cuchillo y sacó a Estuardo de la casa aprovechando su momentánea lucidez. Era de madrugada, los gatos maullaban a la luna llena. Las flores de amapola, ojos de la tierra, estudiaban todas las constelaciones y galaxias. Los árboles arropaban miles de bichos y algunos hambrientos murciélagos. Los últimos marchantes cruzaron la avenida de los olivos, bordearon la plaza dedicada a Magallanes y se detuvieron en el barrio de los carpinteros. Era un gremio distinguido en el pueblo. Tocaron a una casa, la mejor provista de todas. Estaba construida con maderas preciosas y tenía ricos detalles de hierro. -¿Quién desea verme a estas horas? Contestaron adentro. -Tu hermano Octavio. Abre ya Julián. -¿Pero qué pasa? ¿Qué calamidad ha ocurrido para que formes este escándalo? -Ninguna. Es solamente un favor lo que necesito, no te incomodaría si no fuera importante. -¿Qué favor es ese? -Debo partir a la capital, por salud. Es un chequeo general, nada grave. Pero no puedo llevar a Estuardo conmigo. ¿Podría él pasar ese tiempo contigo? Yo me haría cargo de sus gastos. -Claro. Él es otro hijo para mí. Podría acompañarme a la construcción de la capillita. Ese aprendiz nuevo, el que era sacristán, no tiene vocación de carpintero. Estoy seguro que Estuardo aprendería más rápidamente sólo viéndome. -Gracias Julián. Que Dios los acompañe. 55


-Y a ti también, Octavio. Se despidió paternalmente de Ernesto, revolvió su cabello, le encargó que se portara bien y obedeciera a su tío en todo. Intercambió un apretón de mano con Don Julián y se fue. Era muy diferente la vida a esa hora. No había personas caminando, el frío le agradaba, la luna, las montañas, la naturaleza. No podía seguir en el pueblo, navegando en angustiosos pensamientos. Así que decidió vivir en el bosque de las afueras. Como una bestia herida que se aleja del hato para sanar o morir en soledad. Podría comer las frutas que crecían naturalmente y beber las aguas de los numerosos ríos y riachuelos. Quería alejarse de todos, reflexionar profundamente y alcanzar un equilibrio interior. Se ocuparía de la contemplación, la meditación y la introspección. Iría en busca de un extraño: sí mismo.

Melodía segunda Nuestra marcha

Viaja lo existente, viaja. Migra al ocaso, pasa. Mengua la vida, lasa. Viaja lo existente, viaja.

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Melodía tercera El puente del perdón

I Octavio no alcanzó paz suficiente para dormir. Disfrutó la aurora, absorbió sus bondadosos rayos. Sintió el calor de la escarcha, la compañía de los volcanes y la bendición de renacer a la alegría. Prontamente los malos vientos le hicieron recordar su vida pasada y la voz apareció otra vez diciéndole: -Hijo de Dios, del que no te ve ni te escucha: ¿No te place volar en el éter conmigo, transformarte en gorrión y abandonar tu jaula de espinas? Indícame: ¿Cuántas mejillas te quedan? Pareciera que no tienes brazos forzudos para defenderte. ¿Quieres ser el cordero que nutre a sus enemigos? Eso resultaría en contrariar tu destino. Eres el fuego que Dios no se ha atrevido a usar contra su aberrante creación. ¿Te asustas de ti mismo y de tu signo? Abre tus ojos, ve a tú alrededor: la humanidad no tiene alma. No puede dar un paso adelante en la senda de los siglos sin procrear genocidios, torturas, hambre y podredumbre. ¿Tu Padre existe? ¿Dónde está? ¿Por qué no cuida de sus hijos? Pregúntale, en la noche de invierno más cruda, a un mendigo cualquiera, si ha visto a Dios. Cuéntame la respuesta de los marcados por la pederastia, al indagar abiertamente, si pueden soportar su cruz. ¿Qué dirán los mutilados, los hijos de la guerra, los inválidos, las prostitutas, los explotados, los ignorantes, los desnutridos, los desterrados? ¿Qué dices tú, inclusive; puedes con el peso de la tuya? Te diré un secreto: Dios no tiene corazón. Él abre las ventanas de los cielos cada mañana y deja entrar la luz. No puede evitar que con ella entren también las oraciones de sus criaturas con sed y tristeza. Pasa el día oyéndolas, las sabe de memoria y no hace nada. Octavio siguió caminando sin responder. Ignoraba a lo que creía labor de su imaginación. -¿Por qué te hincas ante tu Dios arbitrario? Él debería de arrojarse a tus rodillas y pedir perdón besándote las manos por su ausencia. ¿Su divinidad sufriría menoscabo si alegrara el corazón de los tristes al destruir las iniquidades personalmente? ¿Acaso la dignidad rivaliza con el amor? El alma del profesor no pudo discernir y dejó entrar en ella furiosos pensamientos. Se aferró a la ira, creía que podría vencer el mal con otro mal. Blasfemó zahiriendo a Dios: lo llamó infame, intolerante, cruel, ineficaz, pasivo, sordo, necio, y -al estar en la cresta de su furor- inexistente. La voz había cesado, Octavio sabía que estaba solo. Así que siguió leyendo el libro, su única posesión además de la ropa que llevaba puesta. Quería encontrar algo que reafirmara sus actuales pensamientos y los fundamentara mejor. Así que buscó la verdad en las palabras de José María: 57


“Llovía. Había mucha tranquilidad ese viernes. El sacristán Morales hacía los adornos florales para el altar. Yo leía en el estudio y preparaba la homilía del domingo. Era sobre el buen pastor, la recuerdo. Repentinamente apareció un viejecillo. Era pequeño y cano, su benévola sobriedad causaba respeto. Le preguntó al sacristán Morales por mí, dijo que quería confesarse. Lo condujo hacia la biblioteca mal guarnecida y lo atendí. Oré a Dios y le pregunté al hombre por sus pecados. No hablaba mucho, escatimaba cada palabra ya que la vida le había enseñado el peso que tenían. –Padrecito, usted que está más cerca de Dios, respóndame. ¿Por qué duele tanto despedirse? Han pasado varios años, pero es como si no se hubiera ido. Quisiera que él estuviera conmigo. Me había forjado el sueño de envejecer y que él me acompañara en el día de mi muerte. Pero ahora…, ahora. No pudo continuar, así que le serví un vaso de agua que había en la mesa. Lo tomó y siguió diciéndome. - Mijito está en otro sitio, está con Dios. La noche anterior soñé con él. Soñé que me hablaba y que nos encontramos en el parque dónde lo llevaba cuando era chiquito. Nos sentamos en el sube y baja. Me contó cómo era el cielo, me habló de los ángeles y de las calles doradas, de los familiares que había encontrado ahí, de la alegría que se respiraba y de la piedad de Dios. Quise escucharlo pacientemente pero no pude. Le respondí que Dios era perverso. Porque me dejó, a mí, un anciano, sin el hijo que me ayudaba en la vejez, sin el amigo que me atendía, sin el pan que necesitaba. Pero a él, a él lo dejo sin futuro. Sería hoy un buen cerrajero y un esposo fiel. Mijito no conoció la vida, Dios debió haberme llevado a mí. ¿Cómo pudo ser tan insensible y romo para haberlo elegido a él? Al final del sueño mijito empezó a llorar y desperté. No le pude decir que lo quería. Vine aquí porque en el fondo me siento mal de hablar de este modo, pero tengo mucha desesperación y rabia. -Amigo, respondí. ¿Qué ocurriría si no hubiera erupciones volcánicas que despedazaran de amargura ciudades enteras y mataran incontables personas? La tierra, que se transforma constantemente, no tendría su aspecto actual y no existirían las islas que cobijan a millares de nuestros hermanos y les dan nutritivo alimento. No habría calor que proporcionara energía a varios seres, se rompería la armonía de la biología y la vida sería imposible. Ocurre algo muy parecido con el dolor. Él es lo que revoluciona nuestro interior, nos hace crecer y cambiar. Sin él no avanzaríamos, no alcanzaríamos sabiduría e integridad. Las virtudes no se fijarían en los hombres y nadie podría alcanzar la verdadera felicidad. El mundo es renovación y, aunque parezca fantasía, del polvo que flotaba en el espacio, la tierra fue formada. Al igual que nosotros resurgimos de nuestro propio polvo. El anciano se me quedó viendo. Sostuve la mirada, noté tristeza en sus ojos y lo abracé. Él devolvió el abrazo y me decía que todo había sido muy difícil. Yo le dije que no tuviera miedo, Dios lo amaba y su hijo, al menos, ya no sufría dolor o malestar. Lo absolví haciendo las oraciones respectivas y reanudó su camino.”

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Octavio estaba afligido después de leer la confesión. Aceptó que se había equivocado y optó por ayunar todo ese día en señal de arrepentimiento. No tuvo más avidez que engullir la belleza de la frondosa selva. Su comida fue la perfección de la naturaleza y quedó satisfecho de ella. Dios, invisible a los mortales, tranquilizó su alma con la música de la floresta y Octavio no sintió pesadumbre.

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II Las nubes vagaban inermes como blancos pensamientos. Veían a Octavio dormir todavía y le buscaban formas. Una, algodonada y ligera, dijo que era similar a un árbol abatido por enérgicos vientos y que sus ronquidos eran como el crepitar de las ramas. Su compañera, menos creativa pero con aspecto de dragón, opinó que era idéntico a un jabalí descansando. Un ave, que el despejado cielo dominaba, expresó que parecía un simple loco. ¿Un loco? -Preguntaron las dos nubes a la vez- ¿Qué es eso? -Simple, queridas amigas, es el estado humano previo a la sabiduría. Es cuando pocas de esas bípedas criaturas comienzan a ver sin los cristales de los prejuicios y se abren al universo tal como es. Si lo observáis, está sufriendo porque se encuentra en un segundo nacimiento. Los sabios son hijos de sí mismos y el proceso del parto es su locura. Duerme agotado y con dolores que le constriñen el alma, batallando con su imaginación. Pero un día podrá ver claramente: será como los animales y conocerá más por instinto que por razonamientos. Amará apasionadamente la vida y la muerte, comprenderá los secretos de los caminantes y tendrá una verdadera conciencia del ser. No se atará a indecentes principios hechos por sus hermanos ciegos, que se esclavizan unos a otros en nombre de Dios. Sino que los cumplirá con sensatez. Nunca llegará a tener religión porque no encajará solamente en una, sabrá que todos son distintos caminos que llegan a un punto mismo. Tampoco tendrá raza, ni patria, ni lengua específica. Todas serán suyas. Despreciará la guerra y la ostentación; amará la paz y la humilde vida. Se ceñirá al conocimiento y adornará su belleza. Será parte del infinito que se descubre a sí mismo, un ser que entiende el espacio medianero entre las dos desconocidas inmensidades. Ambas nubes se sorprendieron porque creían que todos conocían esas cosas tan elementales. Desde el más efímero grano hasta la más pesada cordillera. Filosofaron y concluyeron que la sabiduría humana es un retorno a la inocencia e ingenuidad. Los sabios son unos niños pensantes que pasan por la transformación del sufrimiento y la locura.

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II La cara de Octavio se curtía al sol. Despertó deshidratado, caminó hacia el cercano nacimiento de agua y bebió avivadamente usando las manos. Se limpió la frente y se desenredó el pelo lo mejor que pudo. Estaba molido por el cansancio y el hambre. Paseó sus apocados ojos tratando de encontrar alimento, pero no había ningún árbol en aquella llanura de bastas praderas así que bajó al bosque. Era verano aún y no había ningún carnoso fruto, así que debió contentarse con la sombra que recibía de los árboles. Apoyó la cabeza en el tronco de un macizo soto y observó un viajante. Caminó a él y le saludó buenamente: -Hombre bienaventurado de foráneas tierras ¿Estás perdido en esta revuelta comarca? Sería tu guía a cambio de un mendrugo de pan, una migaja de queso y un chorro de vino. -¿Pan, queso y vino? Respondió el extraño. Si tuviera eso no hurgaría en las profundidades de la selva. Sería más fácil atiborrarme con ello a la vera de este verde desierto y continuar en la calzada de tierra. Deja que me presente, soy Mauricio Argoños. Iba al pueblo Knoil, enviado por el obispo, hasta que mi coche fue asaltado. Mataron al chofer y a mí me dejaron ileso, pero arruinado. Debía haber llegado antes, pero tuve que sobrevivir mendigando. ¿No sabes, por fortuna, si voy cerca o lejos? A lo que contestó Octavio: -Me enerva el ánimo pensar en el sitio de dónde vengo. Conozco todos los caminos que llevan a Knoil y todos están malditos. Solamente los pueden transitar los egoístas porque no ven el daño que hacen a sus semejantes. Cuando llegan a sus casas calumnian a sus vecinos, descuartizan la reputación de los que merecen honores y se exaltan ellos, perjudican a los virtuosos y propagan más males con sus bocas que las enfermedades enteras podrían causar en varios milenios. Todavía retengo el vasto tema de conversación que les otorgó mi sufrimiento. Las personas terminaban sus pláticas al verme, me trataban con compasión y repugnancia cuando solamente necesitaba amor. Ninguna mano se tendió en mi apoyo, ninguna sincera frase, nada. De Knoil era también mi esposa: hermosa y descarriada. Lo que conocí y amé ha venido de ahí; es el suelo dónde brotaron mis lamentos. ¡Dios, Tú mismo me revelaste que me amas, destruye a mis ofensores! Que la certeza de tu amistad sea proporcional a la ruina de esos miserables. Véngame de todos los sórdidos agravios que me hicieron. No dejes derecha una sola calle de su fétido poblado. Haz que paguen los que me hirieron, pues tuya es la venganza. Reduce su luz a negrura y su alegría a temores. Que se pregunten unos a otros “¿De dónde vienen tantos males acometiendo implacablemente hasta el borde de nuestro poder?” Oríllalos a suplicar el sopor de la muerte en vez de seguir adentro de tu bendito puño. Señor de la ira y la piedad: se inmisericorde con los que inmisericordemente me afrentaron.

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El joven sacerdote Argoños prescindió de su ayuda. Octavio, libre de sus vengativas intenciones, continuó buscando algo de para comer. Peregrinó en el mundo que tenía a su alcance: rodando y dando tumbos; siguiendo el paso con el corazón decaído. Conforme avanzaba se adentró en la umbrosa selva. Estaba azorado delante de errantes veredas que se atravesaban unas a otras. La intuición le gritaba que debía elegir una sin importar cuál fuera, seguirla y arriesgarse a sufrir o gozar. –Es la única norma de la vida, vociferaba. No pudo ignorar esa verdad y tomó el sendero que más le agradó. Caminó, sin pensamientos, sin deseos, sin dolor ni asperezas. Reconoció que el verdadero camino es dentro de las almas, mientras que las circunstancias de la vida son solamente un infantil juego de azar.

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IV Andando aplacó su sed, deambulando calmó su hambre y, cuando ya creía que no habría de comer ni descansar, un exuberante oasis se dejó encontrar por su destino. El clima era profundamente húmedo, el oxígeno llenaba sus pulmones y el riachuelo aumentaba considerablemente al toparse con otros que lo abastecían. Había innumerables arbustos de higos y fresas. Los árboles de mangos crecían desperdigados al igual que los dulces perales y manzanos. Había también ilimitadas zarzas silvestres que cebaban cerdos salvajes, pavos y animales de corral que se habían escapado y vuelto huraños. Frugívoros murciélagos se cubrían con los duros troncos que habían quemado los rayos y multitudes de anfibios florecían en los cenagosos charcos. Comió y bebió Octavio, alimentado por su Padre. Apaciguadas sus necesidades se acostó en la hojarasca y reposó. Así pasó tres días. Había cazado ingeniosamente un par de gallinas, las preparó y cocinó con una fogata de ramas secas. Al cuarto día una sensación de tristeza lo asaltó. No sabía si Dios castigaría a sus enemigos como su aflicción exigía y tuvo mucha tristeza. Su impulso cayó a la sima de la incertidumbre. De pronto oyó nuevamente la voz. Era la de su esposa, no había diferencia en su timbre: -Octavio, Octavio. ¿Quieres castigar mi felicidad? No puedes negarme la alegría de despreciarte y tomar por esposo a quien amo impetuosamente. Tampoco deberías compararte con él. ¿Qué ganarías sino una humillación ante ti mismo? ¿No has excitado lo suficiente tu fuero interno? Acepta mi partida y alégrate de que ahora me complazco con las delicias del matrimonio. Imagina que cada beso y cada caricia son incontablemente más placenteros si vienen de él. Déjame partir. ¿No te deleita saber que retozo satisfecha al acabar cada día conociendo que cuidas de Estuardo devotamente? Pero dime ¿Has encontrado amor en tu Knoil? No es que realmente la curiosidad me provoque a saberlo sino porque estoy harta de que no digas nada. Debo reconocer que nunca has sido un buen conversador. ¿Sabes? Entretuviste mi corazón y mi alma hasta que encontré la tranquilidad. De cierta manera debo estarte agradecida. Si no fuera por tu frialdad y rigidez no me habría enamorado y no hubiera podido llegar a ser tan feliz como lo soy ahora. Nuestro amor era imposible, había un problemita: tú. Esa inseguridad que tenías, tus complejos, tus frustraciones, tus quejas y replicas. Eras una niña a quien le gustaba lloriquear. ¿Por qué dudabas de mi amor sin motivos? Tu misma desconfianza me lanzó a los brazos de mi amado. ¿De qué te quejas si esto lo has patrocinado tú mismo? ¿A quién debo mi bienestar si no a ti? Sé que sufres y me duele. Has llegado a un punto sin retorno, la fortaleza te ha abandonado. Eres incapaz de llevar dignamente, criatura semisalvaje que mora en el bosque, tu propia vida. Analízate. Has cruzado la línea tolerable del vivir; te mantienes por inercia porque no te queda más que caer con cualquier leve exhalación. Hazte el favor de eliminar tu sufrimiento y come aquellas vallas rojas. Te darán descanso eterno y no tendrás más mortales pesares.

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Octavio se precipitó al frondoso matorral y, a punto de envenenarse comiendo las destructivas vallas, recapacitó y se aferró a la vida. Las tiró al suelo y comenzó a leer una nueva confesión:

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V “Millardos de ilusiones son las que resguardo. Un traspié sería crítico. Todos esperan que sea sacra fuente de razón y esperanza para sus vidas espirituales. No ven que estoy hecho de su mismo barro. A veces fantaseo con abandonar mi túnica para no tener que llevar todos los sobrios protocolos ni los sacrificios que conlleva vestirla. Luego reacciono y me alejo de la tentación, pues es el enemigo quien me la facilita. Conozco inverosímiles historias de personas que han sido provocadas maliciosamente y lo han superado. Pero ninguna es tan sorprendente como la que referiré: Era aquel un día cualquiera, uno de tantos otros. Idéntico al anterior y al que estuvo previo a ese. Había pesadez, como si se viviera en un cuadro inmóvil. El coro de jóvenes desentonaba al igual que hace meses, el sacristán Morales insistía en llegar retrasado las mañanas y las tardes seguían ofreciéndose más a tomar una siesta que a planear primeras comuniones. Los eventos eran predecibles, la variedad fue sustituida por la rutina y el aburrimiento me pillaba cuando tenía exceso de trabajo. Me preparaba para dar la catequesis de los sábados. A la mano tenía el material que debía presentar a los niños, encerrado en amarillas bolsas. Vi por última vez mi reflejo en el espejo de la sacristía y, camino al salón, se apareció una jovencita del coro. Las estrellas agonizantes de sus ojos se presentaron y me invitaron a conocerlas. Participaban una tierna tristeza. Parecía que deseaban extinguir el fuego del dolor con las gotas de esos acuosos soles. Al verla sentí un estremecimiento en la boca del estómago. Pidió la confesara y acepté como un autómata. -¡Padre! –Dijo durante el rito- La vida para mí es una jaula dónde estoy aislada del amor. A los bravos perros de caza los motiva la recompensa de su amo; a los vanidosos, su belleza; y a los ricos, el dinero. ¿Pero que me impulsa a mí, desgraciada, si no podré lograr mis propios intereses? No ambiciono más que ser feliz y mi felicidad radica en la libertad. Mis padres prohibieron que esté con mi querido Daniel e impiden que nos veamos. Él pasa cada mañana por el frente de mi casa y deja en el inmisericorde portón, que nunca está abierto, un blanco lirio o una carta de amor. Dice que esperará toda la vida por mí. Empuña la esperanza de que un día podamos estar juntos sin temores, ni remordimientos. He hablado con mis padres, les he suplicado llorando que nos permitan vivir, sentir, imaginar… Son apáticas piedras que asesinan mis sentimientos. ¿De qué sirven las alas de los pavorreales? Son inútiles adornos estéticos. ¿De qué sirve entonces la vida sin amor? No hay belleza en una existencia de pesares, no para quien la vive. Despierto preguntándome como sería mi funeral. Hipócritas personas me colocarían en un ataúd de madera, llorarían, pagarían un velorio y una misa de réquiem. Yo solamente quiero un lirio blanco, una carta, un beso. 65


Dobló las mangas de su blusa y me mostró las heridas en sus muñecas -Me iré padre, dónde la luz se forma. Al lugar donde todo es poesía. Lo esperaré castamente y un día nos encontraremos. Ni la muerte vencerá nuestro cariño. Si un no me arranca la vida, un sí en la otra me la devolverá. -Hija, hija mía. Tu juvenil corazón te hace adoptar esa postura, pero sé que tienes miedo y solamente quieres un consejo. No mío, sino de Dios. Háblale y en el silencio Él te responderá. Luisa afirmó que había acertado y quedó un rato silenciosa. Ella esperó y dijo: -Padre, no sé si sea Dios o mi propio corazón. No quiero morir, sino estar con Daniel. Escaparemos juntos de Knoil, como lo pedía en su última carta. Abrigaba miedo pero hoy estoy decidida. Llegará esta noche a las diez y media, cuando todos estén dormidos. Escalaré la verja que sostiene la enredadera del patio y nos fugaremos en su coche. Padre, Gracias. -Le di el perdón de Dios y la tristeza se deshizo de su cara para dar paso a la felicidad del amor. Creí que no había hablado realmente con Dios pero no me importó y lo santifiqué con mi beneplácito. Superada esa pequeña cuota de energía, todo aquel día fue tan fastidioso como los demás que le siguieron.

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VI Entendía Octavio buena parte de lo que necesitaba y había perdonado sinceramente a quienes lo dañaron. Consideró, persuadido por su destino, que debía abandonar aquel territorio de comodidad. Previamente había guardado decenas de frutas y comido los residuos de la blanca carne. Preservaba suficiente ímpetu para retomar la marcha. Caminó siguiendo el río, porque desconocía cuan largo era y fue conducido a unas aisladas cuevas a la mitad de la selva. Se podía entrar en ellas arrastrándose por una abertura de pendiente casi vertical. Asomó la cabeza y se emocionó al percatarse que era más fresco que el exterior. Su valentía, insaciable de aventura, le empujaba a explorar sin interesarle los peligros que se amontonaban. Indagó horas completas hasta que no había mucho aire respirable, ni luz solar. Estaba mareado sin poder pedir auxilio. Su espíritu se había desconsolado cuando retornó la voz a sus oídos y le habló en estos términos: -Estás hecho del acero de los reyes. Te vates con la muerte mano a mano, como si fuera una liebre desarmada de garras y veneno. Tu brío te hace dejarlo todo por ir a curar los golpes de este mundo. Las tentaciones han ido a chocar con tu mesura; las provocaciones, con tu autocontrol. Estas libre del bobo temor a la muerte, a la soledad y al sufrimiento. No te parece pesado el irritante trabajo y has llegado a ser tu mismo aunque hubiera recia tempestad. ¿Qué fragua fue la tuya sino la vida? ¿Cuál herrero sino yo? Gracias a mí tienes tu ilimitada fortaleza, la seguridad de tus facciones, la sensatez en tu travesía. Yo doy males a los hombres según el peso de sus almas. Pero tú, tú… Te mantienes erguido en el horizonte como un ejemplo a tus hermanos. Conservando tu virtud incólume y animándoles a hacerlo. Has sacado de tu pecho la amarga flema del odio y la venganza; purgaste tu interior secando tus heridas. ¡Escúchame: hombre-halcón, hombre-montaña, hombre-hoguera! Guarda mis palabras bajo el doble cerrojo del recuerdo: Son escasos quienes vencen las encrespadas olas de la locura y el padecimiento, para llegar a la sabiduría. La somnolencia te ha abandonado por completo: eres un despierto. Afronta esta decadente vida de calamidades, titán de los infinitos universos, y transfórmala en lo que tu alma te dicte. Guía a tus pequeños hermanos y se paciente con ellos. Ámalos como ellos no saben que se aman. La voz cesó y Octavio no volvió a escucharla. Apretó la velocidad en su camino y vislumbró un punto de luz. Caminó en su dirección y este fue creciendo y creciendo hasta que lo superaba tres veces en tamaño. Se abandonó en lo desconocido… Demoró en acostumbrarse a la claridad, pero oía un atronador ruido de agua cayendo. Al reintegrarse vio hacia arriba, dando gracias por estar vivo. Sobre su cabeza se mantenían miles de estalactitas pintadas. Volteó y observó la cascada Loq'oq'ej.

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Notó que en el centro del recinto, a su derecha, se formaba un hermoso arcoíris. Vio a su alrededor y se percató que había bancas colocadas alrededor de éste; y sentadas allí: “las señoras de la misericordia”. Se asombró en reconocer también varios peregrinos. Quienes hacían una parada en su viaje para encomendarse a su Dios. Encontró unas escaleras de caracol que conducían a la salida. Estaba caminado Octavio a ella cuando vio de nuevo al sacerdote Argoños. Estaba desmejorado y no le parecía ser tan impertinente como la primera vez. Octavio, que leyó en su postura corporal lo que pasaba, se acercó y le dijo: -Hermano, aquí nadie requiere tus servicios. La feligresía ha evolucionado: ya no necesitan mediadores entre Dios y ellos. Acepta este libro y lee sus hermosas historias, que aunque no terminé por serme innecesarias la mayoría, te servirán para avanzar. No te aflijas, pues tu antecesor, José María, ha cumplido su misión. Octavio entregó el libro y salió del inusual recinto. Siguió marchando como lo demás. Dio pasos en falso, tuvo caídas y tropezones, pero siempre conservó fuerzas para levantarse.

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Edén Erase una vez, en tierras de primavera inmortal, un ángel espléndido llamado Miguel. Tenía por misión formar hombres de célebres logros. Purificados por el trabajo y la reflexión; así como el fuego purifica los metales. En uno de sus muchos paseos vio, en aquel trozo de paraíso, una casa deshabitada. Durante el invierno crujían desesperadas las puertas. Las tejas volaban disparadas como desteñidos proyectiles. La sala, cubierto el piso de agua, colaba gotas diminutas por las paredes. Tan terribles condiciones no podían más que albergar algo bueno. El porvenir. -Quien quiera vivir aquí deberá descubrir la gloria del trabajo duro y la humildad, pensó. Y dando graciosas piruetas se alejó volando hacia el cielo. Dos frailes viajeros se maravillaron en aquel sitio. Deslumbrados con el verdor de las planicies, el trinar de las aves y los volcanes. Colosos de piedra que dormían apaciblemente, asentados sobre su retiro imperturbable. Luego de mucho andar expiró la tarde, llena de perdurable oscuridad, que imprimía un dejo de pesar sobre sus hombros. A la distancia se distinguía la pobre morada. Cubierta de hojas secas, por temibles sombras resguardada. Aquellos hombres, tan valerosos como ratas, atravesaron el umbral con el pecho inflado de miedo. Pasaron ahí la noche, pero partieron al amanecer. Espantados por sus propios pensamientos. A la mañana siguiente los botones de aromáticas esencias despertaban. Compartiendo el olor de la paz y del sosiego. La vida acariciaba los valles, los ríos, los pastos y montañas. Un mercader que venía de países lejanos observaba los frondosos árboles. Posaba su vista en los cisnes que, con sus elegantes cuellos erguidos, nadaban en un lago de azul profundo. Colibríes tornasoles capturaron su atención; antílopes y tucanes lo maravillaban con sus juegos. Cayó la noche nuevamente y frente a la casa terminó. Durmió con la tranquilidad del turco, soñando con negocios favorables. Pensó trabajar aquellas tierras para obtener algunos beneficios. Pero prefirió la comodidad a su bien amado dinero y se marchó por la mañana sintiéndose traidor. Radiantes fulgores rasgaban el velo de la noche, los pastizales ondulaban sus ambarinas espigas y la eternidad del universo se reunía en la discreta melodía de las cigarras. Azucena, jovencilla sensible, reconoció su humana pequeñez al contemplar la aurora. Se paró a pensar al lado del estanque y comprendió, quizás a tiempo, que no había diferencia entre hombre y naturaleza. Ambos son el lenguaje de un mismo Dios. ¿Por qué entonces, nadie habitaba aquel lugar celeste aunque fuera parte de sí mismo?

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¿Acaso, se preguntó, negamos nuestra filial relación con el que todo lo hizo y con nuestra hermana tierra, porque todos deseamos ser Dioses? ¿A qué tememos? ¿A no ser los más aptos, fuertes, rápidos, sublimes? ¿Escapamos de amar y ser amados o desechamos el amor por el egoísmo? ¿Creamos guerras, hambruna, discriminación y calentamiento global por rivalizar con el infinito? ¿Hacia dónde te diriges, infantil humanidad, calzándote los zapatos del padre que has asesinado en tu presunción? ¿Seré yo quien teme al tesoro falso de convertirme en deidad o tú has enfermado de poder? Su alma exploró los delgados arbustos, los resistentes cipreses, el borboteante arrollo y los yermos prados sin encontrar otro espíritu amigo. Volaba atendiendo las voces de las piedras que le contaron secretos milenarios, pero no halló con quien compartirlos. Consiguió encontrarse ante la casa cuando anochecía. Durmió agotada los siglos que había devorado en horas y despertó ansiosa por reconstruir su futuro hogar.

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Temas Miscelรกneos

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Sobre la miseria Descubrí la miseria más grande. No la que proviene de la falta de bienes materiales, mucho menos de la aridez de la tierra. Sino la verdadera miseria, la gran miseria: la que proviene de la soledad del espíritu, aquella que se conoce únicamente al saber que se ha alejado a las personas que uno quiere. Esa que se ve después de sucumbir ante el aislamiento... Es como morir en vida, no se tiene un motivo para despertar por las mañanas. Ni se consigue por las noches paz suficiente para dormir. Aparece un vacío dentro. Causado por no haber valorado a las personas que nos amaban. Sólo quienes lo han padecido pueden comprenderme, sólo quienes tienen el corazón llagado entenderán mis palabras. Carta a la Gran Puta Querida gran puta; deseo, con todo mi pene, que te encuentres muy bien de cuerpo y que tu coño siga igual de ameno como la primera vez que te follé. La razón de que escriba esta carta pseudo pornográfica es porque quisiera verte otra vez.... tan puta y tan grande como tu nombre lo refiere... Quisiera poder ir hasta donde tú estas... pero no tengo dinero para volver a encontrarnos, mucho menos para pagar tu tarifa habitual. Que, como está la situación, ya debe oscilar en más de doscientos quetzales el suspiro. Pero como soy cliente frecuente apreciaría mucho una rebaja del treinta por ciento, mínimo. Si no tienes esto a mal espero estarte fornicando más pronto de lo que te imaginas y hacerte recordar aquellas noches cuando tú frígido ano era penetrado por mi miembro portentoso. Cosa que no ha cambiado desde entonces. Espero que tu ano ya no sea frígido, y que sigas jodiendo tan bien como antes. Adjunto de ésta epístola te mando una caja de trescientos preservativos para que puedas seguir ejerciendo tu bien abetunada profesión del sexo servicio. Sobre el trabajo Cuán dichosa es la persona que goza de los beneficios del trabajo; que emplea su tiempo en un oficio que lo favorece a él y a la sociedad. Es gratificante para quien desempeña una labor que sus acciones redundan en bienestar para todos. El pan que lo sustenta sabe mejor, porque proviene de su sudor y su esfuerzo, de su sangre y corazón. Su felicidad es infinita, la más pura verdadera, la que se consigue sólo al transmitir a los demás amor. En él habitan todas las virtudes, todas las verdades y bellezas. Sus sueños son los que alimentan la llama de la libertad. Su vida deja de estar pintada de oscuros matices. Cambian los negros y grises por translúcida claridad. Se tú también uno de ellos.

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Números de cristal y jade Sonaba en la habitación desierta el intermitente roncar de un muchacho. Mientras que por la ventana entreabierta rodaban ligeras gotas de rocío. Era una mañana serena. El sol jugueteaba en las alturas con nubes teñidas de tonos policromos. Una ráfaga de viento irrumpió en el cuarto y le hizo despertar entre escalofríos. Levantó su cabeza sobre los hombros y se vio en un lugar desconocido. Las paredes blancas le daban una emoción de prolongación infinita. El piso de mármol lustrado reflejaba cada detalle de la estancia. Su cuerpo, apoyado sobre afelpados cojines, palidecía con un tono de muerte. Se levantó de golpe. Agitando las manos cómo sacudiendo algo. Alzó la vista y ahí, detrás de un taburete marrón vislumbró una puerta. Corrió hacia ella, con la ansiedad de sentirse cautivo. ¡De repente la vio, la vio de nuevo! Ataviada de inocencia, vestida con la tierna ingenuidad de la infancia. Sus ojos verdes hechiceros le hicieron frenar. Y con transparentes destellos de jade lo llamaban desde la lejanía. Su voz, melodiosa cuál sirena, retumbaba en la habitación. El corazón del chico palpitaba fuertemente y, sin más remedio, cayó al piso absorto diciendo al mundo una sola palabra, una sola idea: “DIECISÉIS”

Patria ¿Qué almas tan áridas y estériles propician tanta crueldad? Si la esclavitud del hombre ha terminado. ¿Por qué entonces continúan salpicando las rocas con el sudor labriego del indio? Las muertas fibras de un papel no pueden proclamar a un único dueño del campo infinito. Así como un vaso no puede contener las aguas del mar. Dormitan aun los latifundios en los pliegues de la historia. Monumentos de injusticia que se mantienen erguidos en desafió al tiempo. Tierra vendita del trópico. Tu faz reposa bañada por la sangre de mártires ilustres. ¿Cuántos más han de perecer en pos de tu perenne libertad? De tu seno surgimos y a el volveremos, como gorriones que caen precipitadamente; desgarrados por traidora herida. Sigue el cansancio dibujándose en las sienes, la soledad y el peligro aguardan todavía. Marchitos lirios de morenas carnes se ven marchar con triste melodía. ¡Ahí están tus hijos! Siluetas inhumanas que llevan en sus hombros el peso de la patria. ¡Ahí están tus hijos! Colmados de bienes unos y desprovistos otros de casa. ¡En ti descansan tus hijos! Injustamente masacrados, con una canción puesta al viento. A nuestros pies se encuentran eras olvidadas. Extintas mañanas con aroma a libertad; suaves noches de dolor y pena. En el viento nadan palabras lejanas, ecos del ayer, sombras.

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Sobrevivencia Hoy, sin moderación alguna, narrare como lucho por sobrevivir en un día sin ti. Todo estaba tranquilo, quieto, ningún movimiento se hacía, solo existía el silencio que devoraba en secreto la usual monotonía de la madrugada. Sólo tu recuerdo rondaba mi mente y de inconsciente manera me intoxicaba con aquél crudo aire, falto de todo, falto de ti. Las horas parecían transcurrir de una manera muy lenta, y por mi ventana sólo se miraba tu perfil escapando a través las paredes de aquella oscura y solitaria habitación. Torturando los sentidos, inundando el ambiente de soledad. Sólo en ese momento logro conocer que es lo que sucede en mi mente y después fallecen, inevitablemente, los sucedidos deseos. Estaba adormecido aun, cuando mis habituales sueños se interrumpieron por el histriónico zumbido del despertador errante. Inadvertido por los segundos de años pasados, de victorias lejanas y derrotas recurrentes. Se combinaba la alegoría del sueño y la esencia de la nostalgia, que hacía un despertar intranquilo y repleto de aquella sensación de añoranza. Esa ilusión de verte otra vez y disfrutar contigo. Disputaba una guerra el deseo y el deber. Las obligaciones, con su despótica moralidad intransigente, negaban la necesidad de pensarte, mientras que el deseo de seguir adorándote en este diurno intervalo cobraba fuerzas en mí. Era, pues, demasiado temprano

A un hombre pequeño ¡Tú, bestia de colmillos ensangrentados, salvajes párpados corintos, mortales manos! ¡Tú, que vas andando encorvado al agujero de la nada, con tu imaginación inexistente, con tu forma semihumana! ¡Aferrado a tus anhelos de destrucción y de poder! Me refiero a ti, si, a ti: guatemalteco. Por años has gobernado servilmente; vasallo de imperios. Sirviente, por lo regular, de sirvientes. Has acallado todas las voces que te mostraron, palabra a palabra, tu forma real. Acallada también está tu conciencia. Pero mi voz es un himno que rugirá por siempre, un grito en contra de tu reptil aspecto. Me regocijo en lo que tú odias, aborrezco y destruyo lo que tú amas. Me da asco tu conformismo, esa deslealtad hipócrita con la que sobrevives sin dignidad, aquel inagotable deber de sentirte superior a todos. Eres un esperpento que contamina la belleza, la infancia, la virtud, el genio, el sueño, la risa, los lirios, el cielo, los ríos, el suelo, la nobleza, el amor, la ternura, lo sublime y lo mundano. No resistirás el embate de mi puño; caerás por tierra como un árbol estéril y todo el mundo exclamará al verte: -“Yace aquí un hombre pequeño”

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Si es que estas feliz grita con migo. De las flaquezas humanas aparece la robustez divina. Del odio, el perdón; del temor, la valentía; de los errores, la sabiduría; del dolor, la fortaleza y así con cuanta cosa negativa puedas encontrar. ¿No me crees? Piensa en las tres cosas más terribles que se te puedan ocurrir... ¿Listo? Ahora imagina que le ocurren a alguien más. Después considera todas las acciones que deben hacerse para solucionar lo que tanto atormenta a tu "sujeto de pruebas x". ¿Ya ves que no son para tanto? Sabes qué... Yo te conozco lector... Tus problemas trascendentales oscilan entre la velocidad en que el internet anda o que existe, ¡y no en tu poder!, un modelo más reciente algún aparatejo que te facilite la vida. En el mundo hay hambre, dolor, miseria y tenistas rusas que no tienen dinero suficiente para pagar una falda más larga... Mierda, eso no debía de escribirlo. ¡Qué carajo! El punto al cual pretendo llegar es que las frivolidades mundanas nos acosan constantemente y ahora las empresas quieren que tu prioridad en la vida sea visitar Macmierda... o tirarte la puta más cara que las auto quiebras de bancos nacionales puedan pagar. Descubre que hay alguien dentro de ti y tú no lo conoces, ese eres tú mismo. Escúchalo, es una voz muy agradable a la que debes prestar a tención de vez en cuando. Es esa que hace que quites la mano cuando te quemas con el fuego de la hornilla de tu estufa, la que te hace preguntarte cosa realmente profundas como: ¿Realmente estamos solos en el universo? o el cliché que ni siquiera Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímedes, Sócrates, su discípulo Platón y Aristóteles han podido responder satisfactoriamente: ¿Cuál es mi misión en este jodido y puto mundo? La respuesta al por qué no se han podido poner de acuerdo es muy sencilla. Porque son personas diferentes, que abordan lo mismo desde su punto de vista particular. Pero, si lo que quieres que responda por ti es cuál es tu misión en la vida, mi respuesta es otra: La que tú quieras… ¿Lo ves?... Tan sencillo como imaginar que a alguien más le pasan cosas malas. La mayoría de personas viven frustradas porque no siente "trascendencia" en su vida. ¿Sencillo no? ¡Abraza la religión, haz cualquier cosa, pero haz algo!

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Neogénesis La fe ciega no satisface la lógica, la lógica no entiende el espíritu y el espíritu persigue la verdad, irreconciliable a veces, entre religión y ciencia. Por eso doy el punto medio, aunque atropelle ambas. Parte primera Sincretismo Al principio todo estaba detenido en un punto tan pequeño que tendía al infinito. No había tiempo, tierra, soles, galaxias ni espacio. El universo se limitaba a una concentración estática de materia hasta el instante que, por un dedazo de creación divina, ocurrió la gran explosión. Así fue el nacimiento del cosmos. La materia, en su mayoría hidrógeno, se agrupó formando múltiples estrellas. Pero llegó a ser tanta la temperatura en sus interiores que se produjeron distintas clases de átomos. Al sucumbir los astros, durante un parpadeo del universo, se dispersó el polvo y fue adhiriéndose a la órbita de nuevos soles; originando así a los planetas. Pero tú, paternal bondad, modelaste con tus manos a la Tierra. Desprendiste parte considerable de su masa y con ella produjiste la luna que contrala nuestras mareas. Forjaste valles, océanos, montañas, sabanas, dunas y polos. Te fijaste en las moléculas orgánicas que se duplicaban exitosas en los reservorios de agua y, con un suspiro solemne, las convertiste en materia viva. Después se diversificaron las especies y fue poblado el mundo. Hubo seres de todos tipos: grandes, pequeños, emplumados, escamosos, velludos y, por último, aparecieron los racionales. Evolucionaron logrando cultivar las artes y las ciencias. Pero aún les falta algo, su eterno misterio: amar.

Celestial acoso Dios que todo lo escudriñas, no observes la intimidad de mi pecado. Vuelve tu cara hacia los buenos, aleja de mí tu contemplación atenta. Me he escondido de los hombres pero jamás escapé de tu implacable mirada. El goce y la lujuria se posan en mi frente, la esperma se filtra en mis uñas y el orgasmo sin placer llega angustiado cuando recuerdo que tu, señor, estás con nosotros. ¿A dónde huir? Cualquier sitio es vulnerable. Ya en vigilia o en sueños lucho contra mi naturaleza y, vencido, en la misma cama dónde rezo al amanecer y anochecer, caigo frente la debilidad de ser humano.

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Parte Segunda De cómo los Hombres Crearon el Mundo que Habitan. Después del comienzo todo era justo. El cielo y la tierra ya existían, la comunidad de bienes y la generosidad eran la únicas dos leyes humanas. Pero la avaricia se gestaba en los individuos. Entonces un ambicioso hombre dijo: “¡Qué lo nuestro se divida y lo que sobre de mi cosecha sea guardado para que aumente su valor durante los tiempos difíciles!” Y así se acaparó, se especuló y se inventó la propiedad privada. Vio el hombre que tenía mayores bienes que los otros y se alegró en su egoísmo. De este modo completó el primer día. “¡Qué se destruyan los bosques para incrementar mi caudal!” Y la depredación de Gea inició. Vio el hombre que su usura era productiva y la dejó redituando en santa paz. De este modo completó el segundo día. “¡Qué los hombres, nacidos libres como las aves, se hagan mis vasallos y todos se inclinen ante la majestad de mi insensatez!” Y la esclavitud se hizo. Vio el hombre que su explotación era conveniente y ordenó a sus sirvientes, antes hermanos, la aplaudieran. De este modo completó el tercer día. “¡Qué los conocimientos de las artes y las ciencias sean para unos cuantos de los míos!” Y a las personas les fue vetada la instrucción más básica. Vio el hombre que la ignorancia de sus criados le daba bonanza y mandó se multiplicasen los analfabetos. De este modo completó el cuarto día. “¡Qué toda doctrina se corrompa y, hasta la religión, hálito humano de instintiva sabiduría que busca la profundidad del padre, sea desvirtuada para enajenar al vulgo ignorante y rapaz!” Las masas temían al Dios que les dio la vida, adoraban imágenes de palo y se marchitaban sentadas frente a un púlpito roñoso. Añorando patrias celestes y quejándose del azul intenso de su cielo. Vio el hombre que sus iguales eran manejables como corderillos y se frotaba las manos satisfecho. De este modo completó el quinto día. “¡Qué me envidien los necios, ya que son la mayoría! ¡Qué admiren mi mezquindad y la riqueza que les he robado! ¡Denles la esperanza de ser yo, pues pasaran toda su vida detrás de un proyecto irrealizable!” Y así se hizo. Fue envidiado y lo consideraban el más noble e imitable. De este modo completó el sexto día. Desde ese momento el mundo humano existe como lo conocemos. Nadie es igual a nadie en dignidad ni derechos, los delincuentes son llamados señores y aquellos que se atreven a cambiar una pizca de algo… suelen morir por justa decisión del amo.

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Consejos a un Corazón Necio corazón, miedoso corazón: no mires hacia atrás. La humanidad es un niño con hambre no lo alimentes con tus alas. Triste corazón, dorado corazón: bebe el agrio néctar de las horas; olvidarás y serás olvidado. A veces no existe compañía merecedora de tu resplandor. Se diamante, corazón probo, esculpido por tu malestar presente. Recuerda que serás descubierto. Ante el huracán vuélvete montaña; ante la barbarie, comprensión. No condenes, actúa; no te culpes, perdónate. Suficientes heridas te abrieron los hombres. Estás destinado a volar; no te entretengas jugando con los monos.

En el Pestilente Valle de las Vacas. Llegué, aquella mañana de abril, al encuentro de mi musa. Su nombre era armónico al pronunciarse con la ternura de mis labios. Los pliegues de cada letra se extendían cómo un capullo en mi lengua. Pero mi musa ya no era más mi musa, ni su belleza floral era para mi inspiración. Su perfume halagador me abofeteó presuntuoso. Su boca acaramelada no salía de un intolerable mutismo, sus ojos aceitunos me despreciaban soberbios. Me ignoraba, mi picaflor, mi dorada Helena, mi hada azul, mi primer amor. Mi musa ya no era más mi musa, ni su belleza floral era para mi inspiración. Días después, al caminar en la serenidad de los rayos de sol... la vi. Iba con otro de mejor aspecto. Perfecto para la grandeza de su encanto. Era la montaña hecha hombre, de voz cavernosa y viril. Hermoso en su género cómo ningún otro. Así comprendí que ese sueño había terminado y que yo debía despertar. Porque mi musa ya no era más mi musa, ni su belleza floral era para mi inspiración.

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Inédito Afecto Siete días de la semana paso amándote, deseándote. Como el recuerdo neurótico e inclemente que con airada emoción arremete contra mí. Cual si fuera la hoja de un árbol que se mece sin dirección. Como las hondas que se forman en las orillas del río, buscando prolongarse hasta el infinito, irradiando con su temerosa silueta el indeciso carácter del agua. Aunque en este estado me encuentro, aparentemente vivo, siento contenido un nudo desaforado en la garganta. Algo que, para llamarlo de alguna manera, si es que las explicaciones sirven, diré que es amor. Sí, amor, amor a ti, amor a la inconsciente manera de prorrumpir en mi mente con la desesperanza de estar solo. Amor a los días que se tornan de un color grisáceo al ver por debajo de aquellas escaleras extensas como se desvanece tu silueta entre una humareda de caprichos egoístas. Y yo deseando haberte olvidado, entregándome por completo a la desolación de saber que te he perdido. A ti, al único ser que he amado. Pero aún así sigues en mi mente, acaso por la inercia de éste indómito sentimiento que carcome por dentro la poca vida que aún queda en mi pecho. ¡Desvanezco, sin ti, sin nada! Atropellado por la angustia de saber que jamás estaré entre tus pretensiones. Y que el mañana tiene otro nombre, piel distinta. Ahora sin sentido deambulo, con el letargo de estar abatido, deseando a cada momento que los minutos no me hieran.

Alivio El azar me elevó a la altura del suelo. Cosecharon para mí unas milpas escarlatas y abonaron las semillas con viseras de mendigos. Esos que piden el pan con los ojos puestos al norte; los que venden su patria por unas migajas de queso, de oro, de heces. En su puerto hay un faro con barras pintadas, sus brújulas tienen estrellas de sarro. Con maíz rojo arropé mi cuerpo. Menos mal no fue piel de limosnero… Noche Noche, remanso de placeres. Deliberas con mi conciencia en el jardín del insomnio. Vicias el entendimiento y curvas la moral. Noche, amada enemiga. Desprecio el licor de tu erotismo y exaspero si lo postergas. Noche, divina ramera. Trueco el diamante de la virtud por tu deshonesta lascivia. Noche, sombra de mi oscuridad. Sereno espejo dónde libero mis tinieblas, no condenes mi remordimiento.

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