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Una vez más se dio cuenta del sudor que empapaba la frente de Karah y de su palidez. Comprobó que por el uso de sus innegables y considerables poderes psíquicos estaba pagando un alto precio a costa de sus magros recursos. Se preguntó cómo pagaría cuando se encontrase realmente con el señor de la guerra orko. Ahora estaban sólo a diez pasos de la enorme puerta de entrada que llevaba obviamente a su destino. Dos inmensos guerreros orkos flanqueaban la arcada de acceso. Eran posiblemente las dos criaturas más gigantescas que Ragnar había visto jamás. Eran por lo menos una cabeza más altos que el mismo Sus brazos tenían el grosor de un tronco de árbol y sus huesudos puños eran tan grandes como la cabeza de la mayoría de los hombres. Las armas que sostenían en las manos estaban toscamente fabricadas en acero y madera, pero tenían el calibre de pequeños cañones. Ragnar retrocedió cuidadosamente cuando el grupo se acerco a ellos, pero los guardias no parecieron darse cuenta de su presencia ni de la de los demás. Sus ojos rojos estaban centrados en un punto a media distancia. Justo delante de él Karah se tambaleaba como si estuviera borracha. Ragnar se adelantó y la sostuvo con su mano libre. Sintió cómo temblaba al tocarla. Su piel, oscura a la tenue luz del recinto, se notaba húmeda y fría y pudo sentir su cansancio mortal. Mientras la sostenía, notó un cosquilleo perturbador en sus dedos. Fue consciente del flujo de poder que corría a través de ella, y sintió la enorme cantidad de energía que emanaba. ¿Cómo iban a cruzar la puerta, se preguntó, sin que los orkos se dieran cuenta? Percibía claramente los escalofríos de la mujer, un gran estremecimiento ondulante, y en ese momento uno de los orkos se dio la vuelta. El halo de luz que ceñía la cabeza de la inquisidora brilló de repente con tal intensidad que deslumbraba. El guardia volvió a su posición y se situó debajo de la arcada mientras ellos seguían adelante sin más. Entraron en una cámara realmente apabullante en su bárbaro esplendor. Era como si todo el botín de los saqueos de la ciudad se hubiese concentrado en ella. Montones de baratijas y de monedas de plata se desparramaban por todas partes, mezclados con pilas de armas y munición. Todo ello era riqueza transportable, elegida por su brillo y su aspecto atractivo a la vista, más que por su genuino mérito estético. En el centro mismo de la estancia, un orko enorme, incluso más grande que sus brutales guardaespaldas, estaba repantigado en lo que había sido otrora el trono del gobernador. Su piel tenía una enfermiza coloración verde amarillenta a la media luz reinante, sus ojos ardían con su propio fuego interno en el que se mezclaba un destello de locura. Unos enormes colmillos asomaban de su babeante mandíbula inferior. En tomo a la imponente criatura había una palpable aura de poder que lo recubría como un manto, y en sus rodillas reposaba una resplandeciente piedra preciosa en la que Ragnar reconoció de inmediato la segunda parte del talismán. Percibió la reacción inmediata de Sternberg e Isaan y el olor de sus hermanos de batalla le permitió saber que ellos también lo habían reconocido. Su brillo pálido, enfermizo, era un reflejo de la luz de los ojos del orko. Tuvo la sensación de que la criatura extraía poder de la piedra por algún medio primitivo. Al entrar los humanos en la estancia sucedió algo extraordinario: simultáneamente, ambas partes del talismán despidieron un destello de pura energía psíquica. Cada una de ellas destelló con una intensidad cien veces mayor, y una compleja red de energía se estableció entre ambas. Reflejada por las facetas de ambas gemas, la luz se difundió al resto de la enorme estancia. Karah Isaan lanzó un gemido cayendo de rodillas. Ragnar percibió una presencia dominante que ella trataba de combatir antes de que se apoderara de su espíritu. El orko los


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