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Dignidades universitarias en los cargos académico-administrativos en la Universidad Pública Colombiana Por Luz Teresa Gómez de Mantilla

DIGNIDADES UNIVERSITARIAS EN LOS CARGOS ACADÉMICO-ADMINISTRATIVOS EN LA UNIVERSIDAD PÚBLICA COLOMBIANA

Por Luz Teresa Gómez de Mantilla

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Vicerrectora de Investigación, Universidad Nacional de Colombia Medellín, 14 de marzo de 2019

Agradezco de manera especial a la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia, Asoprudea, que me ha invitado a reflexionar en este escenario acerca de las cualidades que deberían ostentar los miembros de los cuerpos de dirección universitarios, en particular en la Universidad Pública.

La Universidad atraviesa ahora mismo por un momento trascendental, a la luz del cual precisa comprender profundamente su carácter institucional y las condiciones de su singular aporte a la región y al país. Se trata, ni más ni menos, que de la formulación de una inquietud que remarcará en lo sucesivo el protagonismo de los enfoques investigativos centrados en las problemáticas inherentes a la realidad nacional, cuya resolución no solamente propiciará el surgimiento de nuevas formas pedagógicas que convoquen a la ciudadanía a participar activamente de una formación de calidad, sino que a su vez definirá las posibilidades reales de innovación de la universidad y el papel que habrá desempeñar en la transformación de los territorios.

Al respecto, resulta pertinente resaltar tres principios basilares de esta reflexión, consignados a su turno en el Plan de Desarrollo de la Universidad de Antioquia: la participación, el enfoque diferencial y el sentido de lo público. Su formulación establece una hoja de ruta para la acción académica en los territorios, en donde el estudio de los problemas acuciantes del país debe contribuir a fortalecer la democracia, fomentar la justicia, propiciar la superación de desigualdades y estimular la conformación de redes globales y locales en el marco de esta sociedad globalizada en torno al conocimiento. Estos propósitos son un punto esencial en la formación integral de ciudadanos ejercida por las universidades, y en particular tienen la virtud de establecer un rumbo para el desarrollo de una administración eficiente y dotada de una mirada estratégica. Fueron, asimismo, una de las consignadas enarboladas en las movilizaciones desarrolladas desde el año pasado en todo el país, de cuyas reflexiones continúa nutriéndose nuestro trabajo mancomunado, crítico y democrático. En este contexto, nos preguntamos cómo es posible aplicar estos principios generales a la reflexión sobre las condiciones de la dirección académica en la Universidad, que es el tema que nos ocupa, específicamente en el caso de la UdeA. Desde mi punto de vista, un aporte preliminar a esta discusión, y que postulo como elemento central de esta intervención, consiste en revisar las calidades que

debe ostentar aquella persona que asuma la elogiosa y compleja misión de dirección en una institución académica pública. Al respecto, considero que hay cinco disposiciones ético-prácticas que resultan esenciales:

1. Ser un ciudadano comprometido con su país y su región; 2. Ser un buen maestro, reconocido por sus estudiantes; 3. Ser un intelectual reconocido en su área; 4. Ser un administrador eficiente; y 5. Ser un probo funcionario que exhibe con transparencia su gestión.

1. Un ciudadano comprometido

Los teóricos de la Sociología han señalado que la integración es un proceso complejo y dialéctico que se desenvuelve en unidad con la diferenciación. Integración ↔ Diferenciación son las caras de una misma moneda; y a la vez se mueven en ámbitos distintos que es indispensable diferenciar. En primer lugar, los procesos de integración ↔ diferenciación se estructuran funcionalmente, de acuerdo con las particularidades que comporta la división social del trabajo imperante en un momento y lugar dados. En una sociedad diferenciada, las personas no pueden colocarse fuera del mercado, fuera del consumo, fuera de los desarrollos tecnológicos ni de su estructura de clases. Esta es una integración funcional, que convierte la racionalidad en criterio de regulación de los ritmos sociales.

En segundo lugar, la integración ↔ diferenciación es siempre un proceso ético, ya que está fundamentado en valores. Estos se manifiestan tanto de manera discursiva como en la vida cotidiana; diríamos con Bourdieu que se expresan en Hábitus. Y, en tercer lugar, la integración ↔ diferenciación es un proceso cultural que involucra el mundo de lo simbólico, de los significados. Aquí aparecen las instituciones con sus roles, sus estructuras y sus discursos.

Lo anterior adquiere relevancia al plantear la pregunta acerca del papel de la ciudadanía. El espacio y el tiempo determinan nuestra forma de habitar en el mundo, y a su vez estructuran el sentido de las pertenencias colectivas y las identidades personales. Colombianas y colombianas nacieron en un privilegiado espacio en la esquina norte de América Latina, con condiciones de biodiversidad únicas y con una historia transida por nuestro pasado aborigen y las cruentas escenas de la conquista y la colonia; una historia de guerras consuetudinarias y de dificultades para la consolidación tanto del Estado como de la sociedad civil. Doscientos años son los que enmarcan este encuentro de lo precolombino y lo contemporáneo, en ellos se condensan los ejes del reconocimiento de nuestra realidad y de su transformación, por una sociedad justa, equitativa, incluyente y pluralista. Este es el camino de la democracia, escenario en el que cada quien, a la luz de los derechos que le son inherentes en razón de su misma humanidad, y de los deberes que le atañen, es asumido por sí mismo y por sus congéneres como ciudadano. El ciudadano, el que lo es con convicción, está informado sobre su entorno y los problemas que a este atañen. Se trata, pues, de su posicionamiento consciente frente a su la historia y el devenir político del país, el desarrollo de un criterio responsable que impele a confrontar las adversidades que frustran la lucha en contra de la iniquidad.

Por su parte, un ciudadano o ciudadana en la Universidad es un actor que, apoyado en saberes fortalecidos comunitariamente y al fragor del debate, hace visibles tales problemas desde una óptica singular y cualificada, y les opone soluciones que sedimentan el acervo de la ciencia, el arte y la técnica. Ese ciudadano o ciudadana participa y estimula a otros a seguir ese rumbo de caracterización informada de la realidad, siendo allí la diversidad, no un impedimento para la acción, sino el sentido auténtico e imperecedero del quehacer universitario, es decir, la universitas como fuente directa de una transformación ilustrada y consecuente con la realidad.

2. Un buen maestro reconocido por sus estudiantes

La Universidad cumple esencialmente la tarea de incentivar la difusión de códigos instructivos. Un directivo(a) universitario(a) no solamente debe estar preparado como un intelectual en su respectiva área, y por tanto confinarse en la labor investigativa que le ataña. Es su deber también confirmar su capacidad comunicativa, su liderazgo para guiar a otros por el camino académico.

Un(a) directivo académico(a) tiene una tarea permanente de formación en el sentido de una Bildung, es decir, de hacer que cada quien llegue a ser lo que verdaderamente es. Este proceso debe conducir a tanto a otros maestros los profesores como los estudiantes y los administrativos tienen a su cargo el deber de convertir el liderazgo en un asunto colectivo, así como de transformar su labor en un instrumento para la construcción colegiada de saber. El tipo de reconocimiento deferido a un(a) maestro(a) en el aula es demostrativo de su capacidad para construir una comunidad educativa colectiva. Ese reconocimiento guía el rumbo de su administración, irriga el día a día de los funcionarios y funcionarias que lo apoyan en su gestión y a la postre funge como estímulo creativo para las distintas áreas del saber. Signo de ese(a) buen(a) maestro(a) es la posibilidad de saber escuchar y respetar al otro, en cuanto aceptación de la posibilidad de construir conocimiento de manera participativa, con un enfoque que promueva la diversidad y la defiende como un pilar fundamental de la democracia.

En últimas, ese reconocimiento se traduce en legitimación, que al mismo tiempo implica un proceso de distinción. En cada uno de los intercambios lingüísticos, los hablantes definen la estructura a la cual pertenecen y ratifican en ella la función y la clase de la que son miembros. Este es un proceso discursivo de creación y recreación continuada de lo que es válido, de lo que es significativo y valioso para una sociedad y de lo que no lo es. Como pudiera indicarlo Pierre Bourdieu, “...los discursos no son únicamente signos destinados a ser comprendidos, descifrados; son también signos de riqueza destinados a ser valorados, apreciados y signos de autoridad destinados a ser creídos y obedecidos” (pág. 40). El reconocimiento como buen(a) maestro(a) plantea, en efecto, un juego de alteridad en donde el saber y la experiencia aparecen como elementos que enriquecen el intercambio y la construcción colectiva de conocimiento. Pero a su turno comporta procesos de homogenización, de sistematización de las experiencias cotidianas que son apropiadas por los miembros de una comunidad, en donde las condiciones particulares desarrolladas por el agente —en este caso el director de lo público— a lo largo de su trayectoria tornan en punto de anclaje valorativo para la confianza de las personas orientadas por su gestión.

3. Un intelectual reconocido en su área

Esta característica concierne a la legitimidad y validación del saber y del saber-hacer de los profesoras y profesoras universitarios respecto del estudiantado, sus pares y el conjunto de las comunidades académicas nacionales e internacionales. Este ciudadano líder, buen maestro con sentido democrático, debe ser además un investigador reconocido por la valía de sus aportes al saber científico, artístico y técnico. Pero, ¿quién es él o ella? ¿Aquel conocido merced a su abundante producción de textos académicos? ¿Aquel que hace parte de uno o más grupos de investigación? ¿Aquel que ha adelantado proyectos de extensión? ¿Aquel que está vinculado a redes nacionales e internacionales?

Estos aspectos son a todas luces relevantes, pero inútiles si no están respaldados por una significación profunda, a un mismo tiempo cognitiva y axiológica. El reconocimiento ciertamente parte de la especialización del dominio del saber en pos de la comprensión de la realidad, pero estructura su esencia solamente en la medida en que puede contribuir a delinear un compromiso ético que trasciende la individualidad.

Sobre este particular llaman la atención los conocidos históricamente como “sabios”, aquellos personajes que explicaban a su modo —es decir, una explicación ajustada a los marcos mentales y epistemológicos propios de sus épocas— los fenómenos naturales y de la vida humana. Personajes tales como sacerdotes, adivinos y brujos son reflejo de esta especie; apartados de la acción práctica, gozaban de reconocimiento, diferenciación y autoridad, pues su pensamiento cumplía claramente un papel útil para la vida práctica. En las sociedades civilizadas esta particular vita contemplativa ha preservado parte de su importancia como factor de reconocimiento del trabajo intelectual, aunque bajo un nuevo de orden de relaciones con los demás sistemas sociales.

En este orden de ideas, cabe afirmar que el rol de intelectual plantea un reconocimiento traducible a otras formas de capital (económico, simbólico, social e incluso político) para su reproducción y dispersión. Esta circunstancia, al margen de la visión prototípica del intelectual como un ser aislado en medio de sus cavilaciones, conlleva la necesaria conversión de su proyecto de vida en torno a la ciencia, el arte y la técnica en el punto de conexión de “mis” intereses con “nuestros” intereses. En los consensos, las discrepancias y los debates álgidos, cada académico define su rumbo, y como fruto de su esfuerzo y dedicación imperturbables obtiene una recompensa medida en términos de reconocimiento; que no supone meramente un glorioso cierre a su ciclo creativo, sino el indispensable alimento emotivo, institucional y valorativo que vez tras vez impulsa el crecimiento incontenible de la academia y su potencial de realización del proyecto humano.

4. Un administrador eficiente

Ciudadano, maestro, intelectual y personaje reconocido, aquel que asuma el noble propósito de la dirección en el ámbito público está llamado a encarar ese complejo mundo denominado “gestión”. Sus habilidades, probadas en la conversión del saber en herramienta de comprensión, explicación y resolución de problemas, deben ahora trascender hacia la posibilidad de armonizar las temporalidades individuales e institucionales, multiformes y en ebullición por principio, en pos del alcance de metas que no admiten dilaciones ni soluciones a medias.

Ese administrador eficiente, que contando apenas con sus capacidades individuales debe velar por la articulación de equipos de trabajo completos, precisa del respaldo de una visión prospectiva, imbuida por el sentido de la planeación, que conjugue con orden y seguridad el destino de los proyectos colectivos a su cargo. Ese administrador puede obrar lo en ocasiones imposible del entendimiento humano porque en el fondo, y a pesar de las vicisitudes, está en posibilidad de ponerse en el lugar de sus subalternos, en particular de redescubrirlos como compañeros de equipo. De allí que su eficiencia no pueda ser equiparada escuetamente a una suerte de reducción de costos y gastos durante la ejecución, y en cambio constituya el arte, milenario y por momentos enigmático, de conocer a sus aliados y llevarlos a que por su propia convicción den lo mejor de sí mismos, por sí mismos y para sí mismos, en beneficio de un objetivo común que redefina su existencia.

5. Un probo funcionario que exhibe con transparencia su gestión

Pero la gestión de lo público no requiere de genios que, en las sombras, y por intermedio de mecanismos artificiosos de extraña índole, construyan soluciones perfectas, si no es que fantasiosas. El propósito de su accionar no reside en la glorificación de su liderazgo como panacea redentora, sino en la posibilidad de lograr que su experiencia sea un insumo para el aprendizaje colectivo. Es en este punto donde la trasparencia, virtud inexcusable del ejercicio público, muestra su doble faceta de insumo de credibilidad y fuente de construcción colectiva de conocimiento con aplicación práctica. El director de lo público refrenda la fe institucional depositada en él, y la convierte en parte integral de su prestigio y reconocimiento, en cuanto encauza su proceder dentro de los criterios regulativos establecidos e involucra activamente a la comunidad en general. Pero a su turno, la transparencia hace de la experiencia de un individuo una guía en medio de la incertidumbre constante que depara el devenir.

Es de esta forma como cabe apreciar de una manera diferente el ejercicio de la gestión, especialmente en la esfera pública. No es ya simplemente una especie de corrección instrumental, eminentemente formal, que a lo sumo define procedimientos con pretensa vocación de inmutabilidad, y que permanecen allí, expectantes a ser utilizados por el “administrador” de turno, a la espera de ser dotados de contenido por el ejercicio político en sus diferentes manifestaciones. En lugar de ello, la gestión, siendo transparente, democrática, ilustrada, reconocida y predispuesta para la enseñanza, constituye el arte de congeniar sucesivamente tiempos y posibilidades reales de acción. Sus herramientas son la ciencia y la técnica, y su terreno de acción, la vida misma en modo prospectivo. En ultimas, la realidad de esta región, de esta universidad, de esta ciudad, de este profundo departamento de Antioquia, de este país que celebra sus doscientos años. Muchas gracias. Gracias.

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