Una remera rockera - Antología

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UNA

REMERA ROCKERA ANTOLOGIA

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VV. AA., Una remera rockera. Antología digital, Buenos Aires, 2016. Una remera rockera. Antología digital está licenciada bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional. Para ver una copia de esta licencia, visita creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/4.0/.

ilustración de tapa|pedro mancini artezeta.revista dirección|martín barraco – joel vargas director de arte|martín benavidez jefe de redacción|sebastián rodríguez mora productor periodístico|alejo vivacqua editora|ayelén cisneros artezeta.editora dirección editorial|joel vargas corrección maqueta diseño|cristian j franco


Las remeras Prólogo Guinot|queen en la hoguera Castromán | destruyendo nuevas ciudades Rodríguez Mora | las remeras invisibles Oyola | wreckin ball tour Pignataro | sheena is telemarketer Panessi | un gordo flúor Bogado | quince Solana | kotj Rubin | quiero un talismán Cisneros | interama Corley Calleja | vos sos de otro lado Crasci | una remera demasiado rockera Decarli | ten seconds to love Martina | esa misa de curas con... De Leonardis | diferentes maneras de... Azcárate | remeras como trofeos Kobelt | esta es la historia de un amor Maqueira | freddie mercury is not dead Lezcano | mi remera y yo



PRÓLOGO Joel Vargas

¿Por qué elegimos usar una remera rockera? ¿Para mostrar nuestros gustos como bandera? Sí, claro. ¿Para estar a la moda? Doy fe de que varios lo hacen. ¿Por amor? Seguro. ¿Por capricho? No creo. ¿Por necesidad? Puede ser. ¿Para pertenecer a algo? Obvio, la remera es un rasgo de identidad. ¿Para llamar la atención? Por supuesto, todavía me acuerdo de mi favorita: una casaca magenta que decía Korn en letras blancas. Sí, ¡magenta!, el mismo color de una de las fichas del TEG. Me encantaba ir a la cancha con esa, ser un puntito fucsia eléctrico, una fichita de TEG zarandeada por la marea azul y amarilla. En fin, la elección de un trapo estampado puede querer decir muchísimas cosas. Este libro viene a desentrañar algunas. Recoge anécdotas de todo tipo: confesionales, iniciáticas, nostálgicas, escépticas. Retazos de la vida de escritores, músicos, periodistas, que salieron publicadas originalmente en ArteZeta entre los años 2012 y 2016. ¿Esta antología también habla del paso del tiempo? Sí, cada palabra es un gra-


no de arena que empuja a otra palabra, y a otra, y a otra, y a otra. Partículas que se deslizan como un río por el cuello de un reloj de arena, bocetando líneas temporales, tirando data. Los recuerdos al servicio de un relato. Y todo buen narrador que sabe cómo es el yeite endulza un poquito el asunto, juega con su memoria. Agranda, suprime: construye un pasado glorioso o en ruinas, un deber ser dictado por la nostalgia. Porque cuando la narración es una maquinaria perfecta llega a confundir lo que pasó con lo que no pasó. ¿Acá hay mística? Mucha. Los textos que siguen le otorgan un valor simbólico muy fuerte a la ropa. Las remeras tienen una vida útil muy finita —se pierden, se dejan de usar, van a la basura, se encogen, o simplemente dejan de existir por tanto uso— pero las añoramos porque son el reflejo de una época, los años felices para unos o la derrota absoluta para otros. Entonces que estos relatos hablen de una remera es una excusa: esta selección —permítanme la grandilocuencia— es una historia del rock mundial en primera persona.–


Queen en la hoguera Juan Guinot

Decime por qué tenemos que quemarla, le digo a mi hermano, y él, con la botella de alcohol en la mano derecha y la caja de fósforos en la otra, no me contesta, me mira con esa mirada que le conozco y dice que no va a torcer el brazo. Busco la complicidad en Manchita y el perro no toma posición y opta por salir disparado a la vereda para ladrar a los pibes que, como todas las mañanas, pasan por la puerta de casa para ir al Nacional. Voy hasta la pieza y reaparezco en el patio con mi remera. La traigo arrepollada en mi mano derecha, con el logo de Queen apretado entre mis dedos queriendo hacerle ver que casi no se nota y que es al pedo hacerla cagar fuego. Él no se hace cargo de mi insinuación y se ajusta a lo que habíamos acordado: borrar toda insignia pirata de la casa. Tira la caja de fósforos al piso, me manotea la remera, desenrosca la botella de plástico, empapa la remera con alcohol y la cuela en el medio de la pila de discos y casets de Queen. Con las manos libres, recupera el


control de la caja de fósforos, saca uno, lo enciende y lo acerca a la remera. Un lengüetazo de llama azul le envuelve la mano, recula dos pasos, putea, se sopla la mano, no me mira, sus ojos están clavados en la pira donde arden vinilos y cintas de casete cantadas en inglés. Mi remera de Queen en el centro es un corazón de fuego azul, rojo y blanco que ennegrece a medida que las lágrimas de plástico derretido la funden en una nueva sustancia viscosa que, ni bien el fuego se apague, va a enfriarse y quedar color negro plumas de los cuervos de la Torre de Londres. Desde la cocina mi viejo grita que por la radio van a anunciar un comunicado. Debe ser el dos, porque el primero, que no escuchamos, fue el que provocó que mi viejo nos sacara a las seis de la mañana de la cama para decirnos que habíamos vuelto a las Islas. Mi hermano sale volando para no perderse las noticias del frente. Y me quedo solo, mirando al fuego, buscando aunque sea un pedazo de la remera, me desespero, necesito guardar algo de ese día, de ese fuego, necesito tener un pedazo de la tela que ya no veo y que, treinta y dos años después, encontraré entre las rocas, en


la cima de Mount Longdon, en las Malvinas.– Juan Guinot (1969). Escritor. Publicó las novelas 2022 La Guerra del Gallo (2012), Misión Kenobi (2014) y Descenso brusco (2014). En 2015 ganó el Premio Signar de Literatura Infantil y Juvenil con su novela Chacharramendi. Colabora en radio y periódicos. Ha publicado relatos en libros y revistas de España, Argentina, Brasil, Francia, Bolivia, México, Puerto Rico y Cuba.–


Destruyendo nuevas ciudades Esteban Castromán

1 “¡Hola soy un alien y quiero ser inventor!” quizás haya sido la frase que a modo de lanzallamas supo calcinar los cráneos de todo adulto que me rodeara, preocupado por mi futuro, entre mi infancia tardía y los años de las primeras pajas. Desmantelar juguetes y electrodomésticos; diseñar aparatos tecno-animistas imposibles; explorar cierto territorio del progreso disparado por la fantasía cartoon a fines de los 70, principios de los 80. 2 En 1986 comenzó a venderse en los kioscos de diarios una colección semanal llamada Biblioteca Básica Electrónica. Yo tenía 11 años e iba comprando sus fascículos con la guita que mis viejos me daban para comer panchos en los recreos. El primer tomo se titulaba El Laboratorio Básico y me llamó la atención la frase de contratapa: “La principal función del la-


boratorio de electrónica es proporcionar un lugar de trabajo donde el aficionado...”. Eso, el concepto de lo aficionado, me sorprendió; el saber que estaba dirigido a un público amateur y que tenía en cuenta la posibilidad de que alguien como yo, un alien del saber electrónico, pudiera tener intenciones de aterrizar allí. Lo recuerdo como un cosquilleo en los testículos. Mi primer acercamiento erótico a la idea del do it yourself. 3 En 1987 empecé la escuela secundaria en un industrial ubicado en Victoria, partido de San Fernando, provincia de Buenos Aires, cerca de la cancha de Tigre. Apenas entré lo que más me llamó la atención fue toparme con aulas repletas de mesas de madera que tenían enchufes empotrados debajo de la tapa, ocultos pero funcionales. Parecían mesas con capacidades superiores al resto de las mesas de la galaxia. El flash sci-fi duró poco. Al toque empezaron las clases de taller y el crudo realismo cagó a patadas en el orto a la fantasía: descubrí mi torpeza para las tareas manuales y cuatro años después tuve que pasarme a un


bachiller porque siempre me llevaba la materia Taller a diciembre, marzo, etcétera. Como si un estudiante de educación física siempre reprobase la materia gimnasia. 4 Tercer año de la secundaria era una época en que las identidades culturales se iban construyendo a partir de gustos, disgustos, pasiones y odios. Y yo era ni más ni menos que un alien musical para los demás. A mí me flipaba el acid house, el new beat belga y el rap de Public Enemy. Y todos mis compañeros eran fanáticos del rock clásico, del punk o del heavy metal. 5 Vacaciones de verano en la casa de mis tíos en Monte Grande. Jardín enorme. Árboles adelante, a los costados y al fondo. Escenografía natural para las aventuras que dramatizábamos con mi primo Leandro. Primeras borracheras de birra bajo el sol. Algunos amigos suyos nos visitaban cuando caía la noche y hacían sonar al mango en el minicomponente casets enteros de Iron Maiden y Motörhead y AC/DC y otros grupos pesados oscuros sofisticados con nom-


bres poco nítidos y versiones dark metal de todo lo conocido. Bailábamos como poseídos por un demonio sonoro. Bailábamos como liberados por un revolucionario molecular. Bailábamos como enajenados por la ansiedad de un futuro poco nítido. 6 A los pocos días fui a Rock Show, una mítica cueva de rarezas embutida al final de la galería Río de la Plata, en Belgrano, buscando el disco de una banda de dark metal cuyo nombre (que me había mencionado en pleno ritual descontrolado algún amigo de mi primo) no recordaba con claridad. Sólo podía recordar que era dark metal, que era alemana y que se llamaba algo así como Burtus. Pero aparentemente no existía. Ese tipo de confusiones de la era pre-digital. Lo importante fue que ante la falta de referencias, el dueño del local me propuso que escuchara un grupo alemán ruidoso, no metálico, aunque sí metálico en otro sentido. Algo así me dijo. Asentí y pocos minutos después, una canción llamada “Ich Bin’s” (esto lo supe des-


pués) empezó a sonar al taco y el local se transformó en muchas cosas a la vez. Ya no remeras ya no discos ya no pines ya no pósters ya no talismanes del paganismo rockero. Posibles escenarios alternativos: centro de reparación de cyborgs anarquistas o taller mecánico atendido por dueños psicóticos con cierta inclinación hacia las artes o refugio de batucada piromaníaca celebrando el ocaso de una industrialización carnavalesca. 7 Compré el casete. El lomo de la cajita tenía escrito a mano con birome bic azul el nombre del grupo (Einstürzende Neubauten) y del disco (Fünf Auf der Nach Oben Offenen Richterskala). Volví escuchándolo en el walkman durante el viaje en bondi a mi casa. Montado en aquel 60 de Fleming experimenté mi primera epifanía freak: sentí que aun a los aliens Einstürzende Neubauten les parecería un tipo de sonido alien; porque era lo más raro y deforme e inexplicable que había escuchado hasta el momento; y si había alguna cosa más extraterrestre que yo en el


mundo —pensaba en aquel momento— era bienvenida. 8 El día siguiente era domingo y las galerías estaban cerradas al público. Así que, como seguía de vacaciones, el lunes al mediodía volví a Rock Show para saber (y obtener) más de eso que me había llevado dos días atrás. Como quién tiene una primera experiencia de ácido reveladora y supone que todas las siguientes tendrán la misma intensidad y peso específico de flash. Con algo de guita que había podido acumular durante el año anterior y la suma de pequeños subsidios estivales, me compré un VHS de Neubauten en vivo en Liepzig y una remera negra de mangas largas. 9 El frente de la remera tenía sobreimpreso el nombre del grupo de arriba hacia abajo, en vertical. Y en el centro había un muñequito deforme. Probablemente humano, pero no del todo. Probablemente alien, pero no del todo. Pero lo cierto es que en ese momento me identificaba con tal ambigüedad gráfica.


Y ese sonido industrial parecía haber llegado a mi vida en el momento adecuado. Por un lado, para agregar más caos a la confusión fractal de la adolescencia. Pero también me hizo comprender la razón por la cual decidí estudiar en una escuela industrial: por cierta idea romántica de la técnica más que por el interés respecto a la técnica en sí; por la musicalidad del concepto; por fantasear con escenografías similares a las que leía en la Biblioteca Básica Electrónica; por la ilusión tecno de un tipo de utopía ambiental que había decorado mi paisaje pop desde niño. 10 Todo eso sintetizaba la remera de Einstürzende Neubauten para mí. 11 Unos meses después empecé a cursar el cuarto y último año del colegio. Mi condición alien musical se iba amplificando de modo inversamente proporcional a mi desempeño en las distintas instancias de la materia Taller. Se comentaba que la torpeza de mis aptitudes para lo manual era de otro planeta,


como también se sabía que me gustaba escuchar rap, tecno y noise. 12 Una mañana, antes del primer recreo, los tres profesores de Taller (esos sujetos que jamás me aprobaron un puto trabajo práctico) empezaron a interpelarme para que hablásemos de música frente a todos los demás del curso. Cabe aclarar que en el curso, si bien no había chicas para seducir porque éramos todos varones, había matones a quienes convencer de que no incorporaran tu nombre en la lista del acoso VIP. 13 ¿Sabés qué pasa, pibe...? (empezó a vociferar uno de los profesores, un tal Rodolfo Ayuso, treintañero, medio regordete, esencia gris y quejosa, que quizá jamás hubo mojado la nutria o por ahí sí había enterrado la batata, pero mucho tiempo atrás, porque en él la germinación del mal ya atravesaba un estadio más cercano a lo putrefacto que a la vitalidad supuesta para un hombre de su edad) … en diez años nadie se va acordar de la música que vos escuchás ahora, porque es una


boludez pasatista... lo que va a quedar en la historia son bandas como Floyd, Zeppelin, Stones, Sabbath... esa onda... el rocanrol... de toda esa boludez que escuchás vos nadie se va a acordar ni a palos... van a decir en unos años: ¿música electrónica... pero qué mierda es eso?... jajaja... ¿rap, hip hop... de qué me estás hablando, Willys?... eso van a decir... porque la música que vale es la auténtica... ¿sabés vos, pendejito?... vos te hacés el loco... querés ser diferente a los demás porque metés esa mierda en tus oídos... pero te voy a decir algo y espero nunca se te borre de esa cosa fallada que te tocó por cabeza... por la música que escuchás seguro en la vida vas a mirar las cosas desde afuera... ¿no tengo razón?... si ni siquiera podés armar una torre con alambres de cobre y estaño... entonces, ¿cómo te parece que va a ser todo lo demás...?... sos un fracaso andante... lo único, te pido no me distraigas con tus boludeces a los muchachos que vienen acá realmente a laburar, ¿estamos?... si tenés ganas de ser distinto o hacer otra cosa, ahí tenés la puerta... yo soy muy bueno... yo soy de apoyar a los alumnos... pero a los que les veo futuro... a los que creo que saben lo que quieren... a esos sí que les doy manija, los ayudo y todo eso... pero a las lacras como vos...


15 Dejé el industrial y al año siguiente caí en un bachiller de Vicente López, uno de esos antros repletos de eternos repetidores, algunos hijos caprichosos de gente con guita (no era mi caso) y freakies de todo tipo. Con mis nuevos amigos, por las tardes, luego del colegio, recorríamos las galerías que albergaban aquellas pequeñas cuevas en busca de rarezas en formato CD. Yo solía ponerme la remera de mangas largas de Neubauten y parecía que tenía una armadura invisible de diversidad zoocultural. 16 Ya no me sentía un alien como antes. O sí. Pensándolo bien, en verdad, aun mucho más. 17 A esa altura ya formaba parte de una comunidad de alienígenas cuya misión no era conquistar el planeta ni destruirlo. La verdadera meta era deambular por el mundo con la convicción de que nuestra singularidad sería capaz de redimirnos del caos en que todos los demás estaban inmersos.


Incluso las versiones de nosotros mismos cuando no teníamos puestas las remeras. 18 Éramos un ejército de forasteros galácticos uniformados con remeras negras y signos de la cultura rock. Éramos la mecha corta de una revolución textil, silenciosa, sin plataforma política ni grandes ambiciones. Éramos el dedo botón que señalaba para discernir, en el magma social, quién era del palo y quién era careta. Éramos felices cuando lográbamos que el bien quedara de nuestro lado.– Esteban Castromán (1975). Escritor. Es uno de los creadores de Editorial Clase Turista. Publicó los libros La cuarta dimensión del signo (2016), La puerta del garage quedó mal cerrada y entraron todos ustedes (2015), Subsuelo 5 (2015), El Alud (2014), Cablerío (2014), El Tucumanazo (2012), Pulsión (2011), 380 voltios (2011) y Fin (2009), entre otros.–


Las remeras invisibles Sebastián Rodríguez Mora

Todas mis remeras de rock fueron invisibles. Había una que no me sacaba nunca, tenía a Noel y Liam Gallagher en la época de Familiar To Millions. Era a principios de siglo. En la foto estaban en actitud desafiante arriba del escenario: Liam más en primer plano con anteojos negros de marco redondo, con campera de jean y flequillo lacio desatado (el cual milité con fervor patriota), impávido ante la multitud que estaba detrás de cámara. Un poco más atrás en el plano, Noel tenía una Les Paul colgada y se podía adivinar que apretaba en la mano izquierda un burdo Mi; la mano derecha reunía tres dedos en la púa lejos de las cuerdas para dejar sonar la distorsión. Jamás la lavé, la usé durante meses. Esa remera no existe. Ahora está en uno de los cajones que tienen remeras civiles con estampados que no me gustan más. Mi primera novia me regaló una remera extraña en mi cumpleaños de dieciséis. Venía adentro del sobre rígido de Pulse y tenía


el mismo diseño noventoso, con un montaje estrafalario, estéticamente chillón, un collage fotográfico bastante pedorro que representaba el ciclo del agua alrededor de una pupila profunda a punto de ser eclipsada por una luna púrpura. Me la probé y al principio era incómoda, me quedaba grande, tenía costuras que me molestaban. Siempre un paso adelante, me insistió en que la usara porque era la mejor de las pocas que tenía en el armario pobre de hijo de docentes. Admito que la usé al principio solamente con ella. Nos tirábamos en su cama a refregarnos con un amateurismo lleno de clichés; pocas cosas eran mejores que sacarle su remera psicodélica de los Fabulosos Cuatro mientras salía “The Great Gig In The Sky” de los parlantes de la compu. Al poco tiempo, nada era igual a ese algodón 100% tejido en talleres extranjeros a cargo de Gilmour Waters Wright Mason & Company, según la etiqueta. En tiempos del CBC uno se pone cualquier remera que le cuelguen delante de los ojos. Las calzas rollingas mostraban todavía un esplendor que parecía eterno. El kirchnerismo de Kirchner nos daba las primeras clases de oratoria política, fino arte de la huma-


reda. Pekerman no lo ponía a Messi contra Alemania, Lehmann le mostraba al mundo una vez más que el archivo mata y Tévez era El Pueblo. Los primeros drones eran probados en Afganistán. Unos amigos recientes me habían pasado una remera de Robert Plant en su fase león demoledor, pero también por ellos me puse una con la tapa arty de Hail To The Thief. Una tarde estuve por plaza Serrano y vi una remera beige ligero, con el inconfundible estampado de dos hombres dándose la mano. Uno de ellos ardía en llamas. El puestero de la feria me convenció de que los cuarenta pesos valían cada centavo. Alguien que me acompañaba secundó la decisión y me la llevé. Era mi primera remera real de rock. Era mi mensaje poético de lucha contra la industria ricotera y la barbarie multitudinaria de La 25, remeras de la radio Mega y los locales de Locuras. Mi lección pictórica al vulgo de que el pasado siempre fue mejor y ustedes lo están negando hacia un mañana de guerras intestinas. Un par de días después, mi mamá la lavó con agua caliente.


La usé mucho tiempo con el consuelo de que las grandes obras arquitectónicas de la Antigüedad son imponentes precisamente porque están en ruinas. Igual entendí la enseñanza. Ahora tengo un montón de remeras invisibles, me pongo una distinta cada día, debajo de mis remeras civiles que también me gustan y son en su mayoría lisas. De las de algodón, tengo una del tipo que decidió cambiar su nombre judío y cambiar el rock para siempre hablando de ser como un canto rodado. Tengo otra de Los Orfébres, esa mano que tiene el poder místico de modificar el metal. Tengo la camiseta de cuando Aníbal Matellán anuló a Figo en Japón, tengo una de Ferro. Esas también son de rock. Quiero muchas más remeras, pero en el fondo sé que también las tengo todas. Invisibles, presentes, en un cajón enorme que a veces se llama cabeza.– Sebastián Rodríguez Mora (1987). Periodista, escritor. Es jefe de redactores en ArteZeta y empleado público. Las pocas veces que se le ocurre algo potable publica en diversos medios digitales o en twitter como @rodriguezmoor.–


Wrecking Ball Tour Leonardo Oyola

Desde borrego me enganché con el Jefe. Si todavía hoy uso las mangas de las remeras y las camisas mangas cortas arremangadas es porque vi que Springsteen así lo hacía en los videos que pasaban en Música Total. Tuve un amigo que ya se nos fue y que tenía un aire a él. Esa alegría y esa energía. Y que bailaba “Bailando en la oscuridad” igual… Qué se yo. No me pude dar el lujo de comprar la entrada para el recital de septiembre del 2013. Ni siquiera la más barata. Y me venía mintiendo y lo decía en voz alta a todo aquel con el que pudiera charlarlo que ya me sentía viejo para los recitales de estadios. Ese era mi consuelo de pobres. Y en eso me piden de la Rolling que cubra el recital. Algunos caracteres para la web y un texto para el número impreso. Y que le dé una mirada muy personal. No soy un periodista de rock. Soy escritor. Y escribir precisamente me ha dado enormes alegrías como la de ese inolvidable recital de Bruce Springsteen con la E Street Band. En donde me compré la remera.


Dos semanas después di una charla para un público presente de 1800 personas. Como también se transmitió online no podría calcular cuantas personas más la vieron en ese momento. Fue en el marco de un evento en el que artistas, científicos, economistas, expertos en informática, etc., etc., etc., hablamos de nuestros respectivos grandes amores. Yo lo hice de la escritura. Pero no era mi intención dirigirme solo al futuro colega. Yo quise hablar con todos los que me estaban escuchando. Y decirles que, desde lo que me tocó vivir a mí, no sirve ir a medias. Que hay que dedicarle todo. Ojota: que no es “a todo o nada”. Que es, paulatinamente, cada vez más entregarse a eso que uno quiere hacer. Yo soy tímido. Muy. La persona con la que laburé durante dos meses para subir al escenario me dio muchos consejos. Pero el principal fue que fuera yo mismo ahí arriba. Así que respiré hondo. Me putié un poco y salí. Con la pilcha de siempre. Salvo la remera que estaba estrenando: la del recital del Jefe. Fue adrede: pensando en lo que hizo él en el Club GEBA. Darlo todo. Bueno. Nada. Eso. Que las remeras negras siempre garpan. No hay con que darle. Se transpiran. Son parte de la gira y del show. Y quedan tatuadas en


fotos y, sobre todo, en recuerdos. Propios y ajenos. Porque son un sentimiento. Leonardo A. Oyola (1973). Escritor. Colabora en la edición argentina de la revista Rolling Stone. Cuentos suyos han sido seleccionados en varias antologías y medios gráficos de Argentina, Uruguay, Francia, México y España. Ha publicado las novelas Santeria, Sacrificio, Siete & el tigre harapiento, Hacé que la noche venga, Bolonqui, Gólgota y Chamamé. Su novela Kryptonita fue llevada al cine por Nicanor Loreti. Sus últimas publicaciones son la novela infantil Sopapo y el libro de relatos Sultanes del ritmo.–


Sheena is telemarketer Gabriela Clara Pignataro

Para reconstruir el aura afectiva —manchas, agujeros y desteñidas— de mi musculosa gris de los Ramones que aún se mantiene vivita y punkeando es preciso llevarlos atrás en el tiempo. Año 1998, barrio de Floresta, domingo a la mañana. 8am tal vez. Primavera, quizás. Muchacha preadolescente se levanta temprano en camisón con estampa de perro adorable en el pecho. Deja su habitación sigilosamente. Todos duermen. Baja las escaleras en puntas de pie. Es menester no hacer ruido. Atraviesa el comedor, corre la puerta-persiana del living. Se lava los ojos lagañosos en el baño, pasa a la cocina. Cierra la puerta. Prende la tele, recorre los canales de cable mientras se prepara un café con leche y torpemente vuelca un poco. Deja el control para limpiar el enchastre que su cuerpo sin control motriz provoca. El canal se clava azarosamente en los números altos. Mientras espera que se caliente su desayuno, abre un chocolate, lo come. Luego de su acción glucoso-criminal se propone


cerrar el paquete perfectamente para dejarlo en su lugar, pero desde la pantalla unos graves estallan y la hacen girar. Cuatro tipos en un barco de cartón cantan la oda a Nunca Jamás. La chica —hija de clase trabajadora, papá-obrero-puede-arreglarlo-todo y mamá-tan-alta-puede-bajarla-luna— se larga a llorar. Casi con la misma intensidad que cuando Mufasa muere y se revela el mundo cruel y despiadado, la hermosa ironía de la vida. La canción termina. Anota con lápiz y a mucha velocidad en un papel del supermercado: Attaque 77. En la emoción del momento olvida la taza en el microondas, el chocolate abierto y va hacia los discos de sus hermanos. Busca, busca, busca. Nada. Se guarda el papel en el bolsillo y vuelve a dormir. Para esos días internet llegaba a las casas en forma de Ciudad Internet, Aol, FullZero y cuanta empresa chupasangre digital anduviere por allí. Después de mucho insistir, logré que acondicionaran una vieja PC. El futuro había llegado a un cuartito del otro lado del pasillo, punto más equidistante de la casa donde experimenté por primera vez la hermosa íntima soledad de estar sólo yo


respirando el aire de un espacio vacío de humanos y lleno de objetos con polvo. Ahí estábamos la pantalla, el sistema binario y yo fundiéndonos a negro en la espera bicentenaria del dial-up. Y de pronto el sistema está conectado. Saqué el papel del cuaderno, comencé a tipear: Attaque77, Crecer, wallpapers, Ciro Pertusi, escudos. Copié la letra a mano, línea a línea. Hasta llegar al final. Autor: The Ramones. Resulta que mis héroes eran unos tipos con chaquetas, flequillos y estrellas, muchas estrellas en sus parches. Se cae la conexión. Maldije a mi adn y todo el sauce llorón genealógico. Desde ahí volví día tras día en la hora y media que se me permitía y bajaba lentamente, entelequicamente, Rocket to Russia, It’s alive. Me encerraba en el cuarto y bailaba los temas que sonaban como lata en los pequeños parlantes hasta transpirar el uniforme de gimnasia del colegio. Descubrí el ICQ y los foros. Me llamé Judy77, Sheena77, Arwen77, Luthien from Habana (nunca llegué a apodarme La Maga, aunque sí Circe77). Me hice amigos ramoneros y attaqueros, gente que nunca conocí pero sabíamos nuestras vidas y tristezas adolescentes.


Mi primer recital llegó con el último de los Redondos. Me llevaron mis hermanos. Ahí comprendí –si bien no devocioné al Indio en el cielo con diamantes— que lo único que quería y deseaba profundamente era ir a un recital otra vez. ¿Pero cómo hacerlo? No me gustaba mucho ir a bailar, aunque todas mis congéneres iban. CityHall, en Nazca y Mosconi. Tuve una idea. Ahorré durante mucho tiempo la plata que me daban para tomar una coca adentro del boliche. Junté vueltos de la verdulería durante meses. Hasta que un glorioso día, un viernes piadoso para esta alma, el suplemento S! publicó: Attaque 77, viernes xx en Hangar, Liniers. $25. Conté mi fortuna 5, 10, 20,30… 35. Sin dudar adjudiqué una noche de salida con las pibas. Tomé el colectivo hacia Rivadavia, llegué. Temblando compré la entrada en puerta. Como un César ingresé al mundo del mosh y la cerveza caliente. Me metí entre la gente, llegué hasta el límite con el escenario y ahí me quedé. Llorando, transpirando, cantando Yo quiero bailar bajo la luna nene no dejes de abrazarme nunca entre espadas y serpien-


tes lo que viene es perfección. Esa noche me marcó, figurada y literalmente: me llevé bajo la línea del corpiño la marca de la valla. No fui la misma. Desde ahí cada oportunidad de mentir mi paradero era libertad. ¿Para qué ir a bailar si puedo saltar y ser grande y chica a la vez? Comencé a traficar TDKs, pedir discos prestados, pasarlos a casete para poder llevar conmigo a todos lados a Joey y los pibes locales. Año 2003. Comienzo a trabajar en un local de ropa en Avellaneda. Jornadas interminables, paquetes de Marlboro, chatura emocional de los días. Hasta que una vendedora buena onda un poco más grande que yo me pregunta qué estaba escuchando en mis auriculares. —Ehhh… los Ramones, It’s Alive. –¿Te gustan los Ramones? Esta noche vamos con unas amigas a una fiesta trashera con Los Peyotes, vení, va a estar piola. Me anota la dirección en un ticket del posnet. Nunca había ido a una fiesta así del palo, ¿cómo ir vestida? ¿En mis jeans rotos, topper y remera de flores? (recordemos que era una adolecente recién salida del horno con dudas existenciales).


En un respiro de la horda de compras mayoristas, escapé hacia el Locuras. Precio de la remera de los Ramones: impagable para mi magro, expropiado sueldo. Apagando el último pucho volvía al local cuando, en un local chino, entre buzos de frisa de Donald, encuentro my precious, my treasure: una musculosa gris, corte camiseta estampada con un hermoso escudo de estrellas con purpurina. Chicaneé que era vendedora de local amigo, la china se copó. Las horas que restaron imaginé la noche por venir, yo enfundada en traje ramonero, gente desconocida, cerveza. La fiesta era en Temperley y nada de eso pasó. Creo que fui a bailar a CityHall con mi remera nueva. Semibatalla ganada. Luego de pasar las primeras depresiones laborales —que se diluyeron desquitándome cantando I don’t care, I don’t care— entré a trabajar en un call center. Maroma de identidades sombra, enlutados al ritmo de las llamadas, liberación en los tiempos de break. Éramos tantos y tan solos. ¿Cómo conocer gente, hacer amigos, si tu nombre es un Agent number? La música salva, y eso es una verdad. Desde el automatismo de los boxes solo podés


mirar a los otros mientras asentís robóticamente a señores y señoras furiosos. Desde mi recova podía ver al chico del cubículo número trece. Pibe guapo, con lentes, antisocial: el outsider. Nunca podía hablarle hasta que una remera de Dylan me dio el pie. Nos hicimos amigos, y en los breaks nos pasábamos discos de Ray Charles, Lennon y Portishead. En esos días de call-hell-center despedí a mi vieja. En mis oídos sonó más que nunca I wanna be well, casi como un rezo. Durante semanas no me saqué la musculosa, era mi amuleto textil de resistencia. La lavaba, claro. Llegado el verano, recostada en mí box con Marky estallándome en el pecho, llegó el Conurbano Affair: mi supervisor me invitó a escuchar discos a su casa. Salimos un tiempo, conocí un amor breve y con pantalones anchos. Después cortamos, renuncié, vinieron tiempos Deftones y oficinas en microcentro. Camisa al cuello, pantalón, zapatos de taco. Y debajo, bien cerca de la piel, mi musculosa gris. Los años venideros la profecía maldita se comenzaba a cumplir: crecer. Y paradójicamente eso estaba bastante bueno. Nuevos


discos, estudiar, romperse el corazón un par de veces, amar, hacerle pogo a la vida. Comenzar a escribir con furia y acabar leyendo con placer. Muchos recitales épicos, pero nunca otra remera. Este trozo de algodón made in China es mi talismán, mi pata de conejo: en ella se ve el paso del tiempo, se rompió y perdió color, pero se sostiene en una sola pieza donde caben una mujer y una nena que todavía llora con navíos de cartón y se inventa nombres para multiplicarse.– Gabriela Clara Pignataro (1985). Escritora. Publicó los poemarios La última oleada se llevó todo menos esto (2013), Eso que no se parte es una respuesta (2014), Muta (2014) y Floresta (2015). Se encuentra trabajando en el proyecto de investigación fotográfica analógica La belleza random de los días y en su primer novela. Escribe reseñas, poesía y ensayos en lasalvajelucidez.tumblr.com.–


Un gordo flúor Hernán Panessi

Diego Trerotola me parece un tipo formidable. Una gema sofisticada flotando aturdida en un inodoro repleto de mierda hedionda. Es gordo —gordo—, ancho —ancho—, cogió con cientos de taxistas igual de gordos que él, seduce constantemente a transeúntes de cuero hirsuto, prefiere a los varones tamaño XXL, se calienta con los viejos, le acarició la panza al director de Re-Animator, choluleó a John Waters en Nueva York, tiene el pelo largo y enrulado, colecciona cartucheras, tiene una remera naranja incandescente de The Ramones, hace headbanging con Las Ligas Menores, es fetichista de los objetos, usa bermudas, anda en chancletas, se sabe de memoria textos de Edgardo Cozarinsky y es un muy agudo crítico de cine. Y, además, tuvo la deferencia de presentarme una banda igual de formidable que lo tiene —no tan en lateral— como protagonista. En uno de los primeros Festipulenta del 2013 el disco de Bestia Bebé recién salía a la calle. En su tapa había un equipo de fútbol improbable: ningún jugador tuvo nun-


ca tanto rock. Hasta esa tapa. Allí, en una postal de potrero profundo, Trerotola hace las veces de arquero suplente. El primer arquero suplente que posa para una foto en la historia. En aquel Festipulenta yo estaba atendiendo el stand de VideoFlims, mi pequeño sello de cine independiente. Tom me pidió si no le podía hacer un lugarcito para vender sus discos. Por supuesto que, con semejante portada, la invitación ya garpaba: no podía negarme a que Plaga Zombie compartiera espacio con esa curiosidad. Ni viceversa. Tampoco podía hacerlo porque estaba en el Festipulenta, que además de ser un imprescindible radar de bandas nuevas es el mejor lugar del mundo para conocer gente. Así, entonces, vendí un par de DVDs, algunos discos y me llevé uno de los suyos a casa. No tardé nada en hacerme fanático. Me bastó con escuchar “Omar”, “Lo quiero mucho a ese muchacho” o “Wagen del pueblo”. Todos hits instantáneos. Al tiempo, en marzo de 2013, salí al aire con FAN, mi programa de radio. Naturalmente, Bestia Bebé fue una de las primeras bandas que invitamos a tocar. También, a la sazón, nos visitó Trerotola y reforzó la idea de su erotismo calórico, fláccido y barrigón. Y Bestia Bebé si-


guió sonando. En mi programa, en mi MP3 o, casi en un gesto anacrónico, vía ese CD cuya tapa tiene a aquel equipo de fútbol improbable. Los vi unas cuantas veces en vivo. Debo admitir que lo que más me simpatizó de ellos es lo que siempre odié de todos los demás: cierta futbolización del rock. Pasó el tiempo. Casi un año después, en el Festipulenta vol. 20 —porque lo que uno recuerda en la vida son los números redondos o nada, ¿no?— Tom Quintans me chistó. Me llevó hasta abajo de unas escaleras llenas de pibas y pibes y me revoleó una remera acompañada con un gesto de es tuya. Era mía. Sin solución de continuidad, me saqué la que tenía puesta y la reemplacé. Es verde flúor y dice Bestia Bebé en negro, como escrito a mano. Me gusta. Es sencilla pero flúor, como yo. Como el flúor —incandescente— y no tan sencillo Diego Trerotola que volvió —una vez más— reinterpretado en forma de hipervínculo: una gema sofisticada flotando aturdida en un inodoro repleto de mierda hedionda. Fue en medio del Puente Gerli (una interzona picante que junta el riñón de Avellaneda y el estómago de Lanús Este con el corazón de Lanús Oeste). Un tipo me


dijo Hey, loco, qué masa esa remera, mi hermano está en la tapa del disco de esos pibes. Por supuesto que le pregunté ¿Cuál es tu hermano? Y la respuesta no hizo más que certificar lo que estaba suponiendo: El gordo, me dijo. Y no faltó nada más.– Hernán Panessi (1986). Periodista. Escribe semanalmente en el suplemento NO del diario Página/12 y todos los meses en las revistas THC, Playboy, Brando, Haciendo Cine y La Cosa. Conduce FAN, programa que va los domingos por Radio Colmena. Publicó Periodismo Pop y Porno Argento.–


Quince Fernando Bogado

Corbatas. Mi vida siempre estuvo filtrada por las corbatas. Y no es que quiera llevar la contra fácilmente, pero, en honor a la verdad, de las muchas remeras de rock que puedo mencionar (en mi haber, tiradas, estropeadas, vistas en el cuerpo de alguna chica en algún recital, admiradas en la distancia de alguna rockería de barrio), frente a esa marejada de remeras negras con el logo de The Cure, El Otro Yo, Blondie, Mötorhead o Jimi Hendrix, se impone siempre, primero, la fuerza de una corbata en particular. Corbata. Porque era una. La corbata con la cara de John Lennon en blanco y negro la compré a mis quince años específicamente con el objetivo de asistir a las muchas fiestas que por esa época se reproducían anárquicamente, buscando el clásico toque que me distinguiera de la muchedumbre y al mismo tiempo me permitiera establecer un rango de referencias para algún proyecto de novia adolescente que pudiera estar por ahí, dando vueltas —cosa imposible: llegó a los veinte y con la única cosa que me separaba


del ostracismo y la soledad más absoluta: la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. La cara de Lennon era la de Let It Be. La calidad no era la mejor, correspondía a ese container imaginario que los adultos mencionaban al pasar cuando hablaban de las importaciones que llevaba adelante Pepe Parada —mítica figura que luego sería recordada por su hermano al confesar en los carteles de la vía pública que el tacto rectal hubiera salvado al querido Pepe. Asistí a varias fiestas de quince con esa corbata. El primer cigarrillo que fumé antes de empezar a fumar de verdad fue prendido en una fiesta de una mina que hace una infinidad de años que no veo. Yo estaba con esa corbata y el molesto gel y la recomendación de mamá de que le ponga onda a la cuestión y no me quede sentado toda la fiesta haciendo nada. Cuando prendí ese cigarrillo en la antesala de la fiesta, adentro del salón, ya sentado y esperando la llegada de la cumpleañera, encendí un escándalo: muchos de mis compañeros presentes censuraron más temprano que tarde mi comportamiento, aduciendo de que yo era “Bogado”, el traga, el chico bueno, el posible cura y lector de la segunda lectura en cada misa —el catolicismo me pegó mal: ¿qué puede hacer un chico


de clase media-media con sus padres recién divorciados y una fama de virgo irrefrenable? En una escuela católica de San Martín, perfila para cura, sépanlo. Ese día me aburrí como siempre, comí como pude, no volví a fumarme otro cigarrillo y me absorbí en la mirada de las chicas: todas hermosas, todas ocultando la posibilidad de un guiño cómplice, de un “a mí me encantan los Beatles, qué buena corbata”, de un “mañana te invito a tomar un café con leche y a hablar de historietas, de Borges y Cortázar, a escuchar un disco, a contarte un secreto, a pasear, a salir de San Martín y las fábricas y la cumbia sonando a todo lo que da, mañana te invito a conocernos”. Ya dije más arriba que nunca pasó, pero bueno, insisto: nunca pasó. Crecí y las cosas fueron más amables. Me amigué con ese mundo que rechazaba (sobre todo cuando conocí a la gente que escuchaba los Beatles y venía con su biblioteca de mamá y papá todavía casados encima, con su falta de piel, con su distancia y pose). Aprendí a celebrar la unión no-sintética de ambos mundos, el de las cosas que leía y el de las cosas que vivía, y, claro está, descubrí lo que es amar a alguien que no sea un mero


producto de mi imaginación de quinceañero: alguien real, con sus momentos poco encantadores incluidos. Me alejé de dios como me alejé de John: de un día para el otro, con otras lecturas y otras músicas, pero siempre aprendí a respetar la forma que habían impreso ambas influencias en lo que escribía y pensaba. De cualquier momento de la vida siempre se pueden sacar cosas: esa obviedad también la aprendí. La corbata de Lennon, estrictamente hablando, no la perdí: la debo haber dejado en mi casa cuando me mudé solo, en algún placard o en algún cajón ahora abandonado, con cosas de mi infancia, de mi adolescencia, como esas carpetas llenas de recortes y de los cartoncitos de los muñecos de Spiderman y los X-Men que guardaba (y guardo). Tengo una corbata con loros que me regaló hace mucho tiempo mi tío, una que dejó de usar porque ya no daba. Me gustan los loros: dan que pensar. A veces me parece que todos los loros cantan todo el día alguna canción de Lennon, como una marcha fúnebre para celebrar a la corbata que no está entre las demás corbatas, como yo a veces me cuelgo y pienso y celebro a esa cáscara, a ese Bogado que se me va como la mayor parte de las cosas del


pasado, perdidas en un lugar sin nombre al que no pienso volver.– Fernando Bogado (1984). Escritor, periodista. Publicó los poemarios La paz desnuda (2007), Patria (2009) y varias plaquetas de poesía. Recientemente publicó Jazmín paraguayo. Poesía 2014-2006, libro que reúne toda su producción poética hasta la fecha. Colabora en Radar de Página/12, Le Monde Diplomatique y la revista Acción. Dirige la editorial Punto Muerto y lleva adelante con Gabo y Oscar Cuman el ciclo Tercer Jueves. En twitter es @letristefebo.–


KOTJ Fermín Solana

Fuimos con el Estampador (capo montevideano de la gráfica sobre algodón) hasta la tienda de papeles y artículos relacionados de la terminal de ómnibus, a cuatro cuadras de su casa. Acudimos en procura de alguna pintura que no dañe el cuerpo, considerando el proyecto original para esa noche: decorarme muslos y pantorrillas con tinta rojo tártaro. Como un albañil desgreñado del rancho de Nosferatu. O mi hermano en la tapa de Macumba. En la mente la visión cobraba el diseño de un camuflado arterial a contrastar con un short adidas azul marino en satin de ultranza hasta los muslos, no las rodillas. Y una camiseta policial norteamericana a tono. En la tienda no tenían un carajo en stock, salvo un frasquito con la inscripción Pintura para murgas payasos y teatro color naranja, que con suerte y brisa a favor podría llegar a oscurecerse en combinación con el contenido de otro envase divisado en la góndola siguiente, un poco más grande, de lo


que vendría a denominarse entonador, éste sí, rojo. Ni siquiera mi amigo, el especialista, se mostró muy convencido. —Podría quedar guacho. —¿Y no hará nada a la piel? —No debería. Desprovisto de garantías, el imaginario hipocondríaco gobernador se me disparó al instante en telekinesis hacia un futuro catástrofe, un futuro de piernas cercenadas en una sala de emergencia que me encontraría seguramente todavía anestesiado bajo los efectos del fernet y el escenario —la combinación que me provoca exoftalmia. Pagué, un poco reacio, por los dos productos en caja y agarramos hacia abajo, en dirección a Bluzz Live y la prueba de sonido que pasó como un trámite distendido entre mates, cigarros y el ameno intercambio con Setiembreonce, la banda invitada. Nos quedó una hora y media libre para acicalarnos antes del concierto. El baterista, motorizado, me depositó en el bar de la cerveza en la esquina de casa, donde tenía marcado un encuentro con mis otros amigos que no están en Hablan por la Espalda. Una comitiva en estado de gracia y carcajada fácil conformada por sujetos en jean que responden a los alias de:


J.O. – Suele referirse a sí mismo en tercera persona como “El J”. Entusiasta avasallante. Hiena. De oficio editor-corrector, promedia una risa bestial cada tres minutos. Geek de la conspiración nocturna. Shimizu – Otro de risa en loop. Ex patinador y estudiante retirado de la facultad de psicología. Tatuado como un criminal ruso. Fotógrafo y poseedor de un sentido estético atemporal, como en Motorhead. Di Zeo – Barbado en el estilo caudillo, compañero eterno de canchas, conciertos y libros, con el que ahora comparto un apartamento, dos bibliotecas, un tocadiscos, una heladera, mientras perseguimos el sueño dorado de vivir de la escritura. Ocupaban, medio desaliñados, una mesa sobre la vereda donde la borrachera ya se había instalado por efecto de las finas pintas de Ale que tiran en ese reducto: un oasis cervezal. Llevaban dos horas en el lugar y estaban semi-eufóricos, con la emoción retumbando contra las otras mesas, menos enérgicas. Uno de esos grupos humanos que se potencia con la mutua compañía, a grados escandalosos. El amor de estar vivos y juntos, en la cresta propia. Pedí una, para refrescarme. Disfruté del panorama. Me


acompañaron hasta casa para terminar los preparativos. Los amigos, que ya estaban en atmósfera de noche, demandaron música para amenizar la espera (y la interrupción del escabio), mientras yo me vestía y cenaba algo al paso. Quedaron con una recopilación de The Clash. Desde mi cuarto se escuchaban sus gritos por encima de la voz de Strummer. Inquietos sobre el parquet. Busqué mi camiseta policial dentro de la bolsa que esa mañana había rescatado en la lavandería. No apareció. Fui al baño a revolver el canasto. Tampoco. Procedí a tirarme debajo de la cama. Apareció una media que llevaba semanas desaparecida, pero ni rastros de la policial. Corrí el sillón para ver si se había caído atrás y no hubo rastro. Sin la camiseta el atuendo de las piernas rojas perdía todo sentido, al menos en la rigidez de mi cerebro, una rigidez que se instala cuando ideas en concreto se tornan irremplazables. No tengo peor adversario que mi propio sistema MENTAL.


Volví al living desahuciado a tal punto que mis amigos pensaron que había recibido algún tipo de noticia catástrofe. Pedía la cabeza de Hanne, la lavandera francouruguaya. Seguramente se extrañaron por la trascendencia que le daba al asunto, pero como leales amigos que son se adaptaron-rebajaron a mi estado de congoja. Su euforia se acható. —Usá cualquier otra camiseta. —No, no tengo. J.O., hombre de soluciones, se sacó la que llevaba puesta, una fina prenda oficial de MC5, gris azulado, con el águila, y me la ofreció extendiendo su brazo. —Naaah. —Seeeh. Siempre quise una camiseta así, de esa banda OBLIGATORIA, la que a la mía le explicó muchos secretos. Fue una revolución cuando la conocimos, una que perdura hasta hoy en nuestras entrañas: El salvajismo / TRUENOS Contorsiones Cabelleras Testimonios De un mensaje de esencia indescifrable y contradictoria Pero poderoso en su proclama.


El gesto era propio de una de las personas más generosas que conocí en mi vida. Un amigo de esos que no supe que tenía, hasta que lo conocí. Y a fuerza de actitudes siempre colmadas de optimismo me hizo vislumbrar aristas de ese diamante que es la fe. Sería de pechofrío no responder con entrega ante la entrega incondicional. Me refiero a algo que excede este préstamo desinteresado, una simple representación de lo que es una característica permanente de esta máquina de dar que es J.O. Ha ofrecido su casa como oficina con calefacción en el invierno. Pulido mis textos sin esperar ningún tipo de retribución. Cervezas infinitas. Cenas afuera en épocas de quiebra. Libros. Libros. Libros. Consejos sentimentales. Literarios. Oportunidades de trabajo. Una computadora. Soluciones periodísticas. Mensajes de aliento un domingo de los tristes, de mañana. Quedó ahí, en cueros, con una sonrisa de oreja a oreja debajo del bigote pelirrojo. Ya no importaban las piernas rojas. La de MC5 era aliciente suficiente para subir esa noche al escenario a representar. Una de esas casacas que se visten con el orgullo de la del club de los amores. Hice unas tostadas al paso, solo para no ir vacío. Las cubrí de una salsa peruana en sachet que tengo en


la heladera. Nos acomodamos en la parte de atrás de un taxi y arremetimos. Dos horas después invocamos a los fantasmas de la alta energía, la banda arriba del escenario, y ellos, mis otros amigos, abajo, imprescindibles, comandando la pista.– Fermín Solana (1977). Músico, escritor, periodista. Como periodista ha colaborado con los diarios El Observador, El País y La diaria y revistas como Rolling Stone, In, Bla, Placer, Quiroga y Park. Como narrador, escribió relatos para el libro Aplub y el Calamar (2003) y cuentos para el fanzine-folleto Ahora Ahora (2013). También coescribió los libros de fútbol Bolso, mi buen amigo (2011) y Yo vi jugar al Chino (2013). A fines de 2015 publicó el libro Paracetamol 500, manual de giras, resacas y amistad de Hablan por la Espalda con relatos acerca de la banda donde canta y escribe desde 1996. Su web es ferminsolana.com.–


Quiero un talismán Seba Rubin

Me gusta Ash. Es así. No soy fan, no son mi banda de cabecera, no creo ni siquiera que su aporte a la historia de la música haya sido decisivo en algún modo. Pero me gustan. Tienen por lo menos tres discos muy por encima del promedio y una decena de canciones tremendas. Pero sin duda el disco por el cual serán recordados, aunque sea por un puñado de noventeros, será 1977, un álbum cuyo título no hace referencia al gran año del punk y la new wave sino al del nacimiento de sus miembros. Lo editaron en 1996 y si bien nunca llegaron a ser Supergrass, impresionaba lo bien que tocaban y componían a pesar de su juventud. En ese disco está la que tal vez sea mi canción favorita de Ash junto con “Shining Light”: “Goldfinger”. Me compré la remera de 1977 en Londres, en el Tower Records de Picadilly Circus, cuando existían las disquerías. Todavía la conservo. De hecho, la calidad de su algodón hace que aunque no la planche siempre esté impecable. Una gran compra a nivel


indumentaria. Pero lo que tiene de especial esa camiseta no es su calidad textil, sino una cualidad adquirida con el correr del tiempo: la de talismán rockero. Evidentemente, su diseño se prestaba a que la usara en los conciertos: era cómoda y canchera, más no se podía pedir a la hora de subir a un escenario. Pero el concierto en el que su cualidad especial se empezó a manifestar con mayor fuerza fue el que dimos con Grand Prix en Valencia, durante la gira de presentación de Lejos en España, en Octubre de 2002. El viaje de Madrid a Valencia fue de los más divertidos que recuerde, pero al llegar a nuestro destino, y con el correr de las horas, descubrimos que muy a pesar de los esfuerzos de los organizadores, la velada no sería de las más concurridas. Nos reunimos en el camarín y con los chicos decidimos salir a pisar cabezas y rockearla como nunca. Al fin y al cabo, estábamos en la puta Valencia, y no hacía más de una semana que estábamos en la deprimida y depresiva Buenos Aires del corralito. ¡Qué importaba si había 10 o 100 personas! Y así lo hicimos y dimos uno de los conciertos más increíbles de nuestras vidas. Y ahí estaba yo, sudando mi remera de Ash.


A partir de entonces, cada vez que necesitaba un plus de confianza en un concierto especial, no tenía más que ponerme la remera y todo salía mejor de lo planeado. Y si me la olvidaba en algún lado, movíamos cielo y tierra para recuperarla, sudorosa como estuviera, en algún rincón de un camarín o una furgoneta. Así se ganó su fama de talismán, de armadura rockera. Algunos se toman un whisky, otros se meten una raya, a mí me basta con ponerme mi remerita de Ash.– Seba Rubin. Músico, productor. Funda Grand Prix a mediado de los 90. Después de ocho años y dos álbumes, inicia su carrera solista, editando hasta la fecha cinco álbumes. En 2008 forma el trío Los Campos Magnéticos, con Alvy Singer y Nacho Rodríguez, con quienes edita dos discos. En la actualidad está ultimando los detalles de su nuevo trabajo discográfico solista y del regreso del trío con Alvy Nacho.–


Interama Ayelén Cisneros

Lo bueno de los recuerdos es que son relatos que fermentan con el tiempo y algunos se tornan tan simpáticos como un plato de fideos con tuco, de esos que se huelen por el pasillo al llegar a la casa de la abuela. Era el año 1999 y transitábamos los últimos momentos de la primaria. Por razones que desconozco habíamos planeado una salida muy barata entre los más cercanos del grupo del colegio. Interama, que para otros se llamaba Parque de la Ciudad, era nuestro espacio en decadencia favorito. Aunque un parque de diversiones había llegado a zona norte hace unos años y era furor (decían que era como ir a Orlando) pasear por nuestro reducto barrial era como caminar por esa ciudad que desapareció luego de una inundación, que no me acuerdo cómo se llamaba. El padre de una de las compañeras era delegado gremial en la municipalidad y nos consiguió entradas gratis. Ah, sí, la ciudad hundida se llamaba Epecuén. Llegamos temprano y nos compramos unos helados de palito que se nos chorreaban en las remeras sin que


nos importara. Unas tazas voladoras, unos autitos chocadores que habían chocado demasiado, un zamba, el matterhorn, algunas montañas rusas. Los juegos chillaban como si les doliera la cintura. Estaba la casa del terror, un lugar abandonado que daba miedo sin necesidad de personas disfrazadas: los vidrios rotos, las marquesinas apagadas, los azules de las letras desteñidos, así tenía que ser el miedo. No pudimos subir a la torre de Los Supersónicos porque era muy caro o estaba cerrada, no me acuerdo. Hacía rato que desde los parlantes cantaba el Pity Álvarez, dios pagano nacido y criado en Lugano. Todos tenían una anécdota con él. Que los había acompañado al cine, que los había saludado en la esquina, que había firmado con las palabras Viejas Locas una comunicación del colegio de su ahijada, que les había regalado sus primeras máquinas de coser. Y es así, la vida de un obrero es así, la vida en un barrio es así y pocos son los que van a zafar, de ese modo nos corroía la poesía de Viejas Locas. Y ahí la vimos, imponente: la vuelta al mundo. Subimos con el Pity en los oídos. Desde arriba el sur de la Capital era espeso, verde y gris, parecido a la remera de Chicago. Desde el cielo vislumbramos Lugano I y II, Copello, Samoré, Celina, la cancha de


San Lorenzo, casitas como las del juego de la vida todas acumuladas alrededor de nuestros ojos. Justo en el éxtasis del flash la voz del Pity dejó de sonar. Los carritos se quedaron quietos, flotando en el aire. Gritamos pero tratamos de no movernos, no sea cosa que se rompa el carrito y nos estampemos contra el piso. Media hora después volvió la luz y la vuelta al mundo revivió. Nos quisieron regalar otra ronda, pero preferimos dedicarnos a algún otro deporte extremo que no conocíamos. Cuando el sol empezó a bajar nos vinieron a buscar. La tarde había sido un éxito, nos juramos volver y eso nunca pasó. Al parque lo convirtieron en un lugar para recitales me parece. Años después me tocó hacer un trabajo para la facultad. Teníamos que musicalizar un programa de radio con mis compañeras de la carrera de Comunicación. Estábamos en un balcón en Celina. El sol caía naranja rosado. Lo miramos un minuto seguido hasta que una gritó ¡Pongamos Viejas Locas! Ella, la dueña de casa, nos trajo Especial y una remera firmada por el Pity. Viejas Locas era su firma, lo había olvidado. Hace mucho que no la usaba, la amaba, dijo la dueña de casa. Agarré la remera y se me vino el vértigo de una


época, como si se hubiera cortado la luz en alguna vuelta al mundo.– Ayelén Cisneros (1987). Periodista. Estudió Periodismo y Ciencias de la Comunicación. Fue periodista en el diario Clarín y contenidista en el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de la Nación. Actualmente combina sus tareas de empleada municipal con la militancia territorial y de Derechos Humanos y con la escritura en la revista digital ArteZeta.–


Vos sos de otro lado Nicolás Corley Calleja

Pasaron varios años ya desde que encontré la remera de La Nueva Luna en el Emaús de Ministro Rivadavia. La remera más rockera que me puse. Fue amor a primera vista. Parecía que la había diseñado un hombre sin ojos y sin manos, un hombre que tuvo la mala suerte de nacer sin el más mínimo sentido del gusto. De un gris arratonado bellísimo, el corte de la remera casi tan raro como el diseño: más ancha que larga, y las mangas, por supuesto, peligrosamente ajustadas. Tiene el mismo diseño adelante y atrás, pero el de adelante tiene color, dice LA NUEVA LUNA en un rojo furioso y la carita de los tipitos en un naranjita. Atrás es igual pero en blanco y negro. Ese siempre me pareció un detalle hermoso. Con mi hermano siempre nos gustó comprarnos esa ropa que no entendés cómo alguien llegó a sacarla al mercado. Siempre pienso que hubo alguien que la diseñó, que la pegó o la cosió o como sea que se hacen


las remeras, y todos estuvieron de acuerdo mínimamente en que esa remera era una buena idea. En esos lugares encontrás realmente tesoros del diseño. Esas remeras sí que no le prestan atención a los cánones prestablecidos de la belleza; básicamente no creo que le presten atención a nada. Salen directo desde un corazón hacia una montaña de ropa que ya nadie quiere. Un día un amigo nos invitó a una fiesta en el Roxy de Palermo, lugar donde desgraciadamente habíamos tocado unas semanas antes y donde a mí un loco con una remera de Boca me había pegado una piña en el baño, nunca entendí muy bien por qué, pero tengo fuertes sospechas de que pudo o bien no gustarle mi cara o bien no gustarle la banda (me inclino más por la primera). Bueno, la cuestión es que nos invitaron y fuimos y en la puerta un hombre enorme vestido de negro me dijo que no podía pasar, que todos los demás sí, pero que yo con esa remera no podía pasar. Me dijo de muy buena manera, como haciéndome un gran favor, que si iba a la esquina y me la cambiaba, entraba, pero que con una remera de La Nueva Luna al Roxy yo no podía acceder. A lo que nosotros, de manera absolutamen-


te prolija y ordenada, procedimos a desalojar el recinto cantando la marcha peronista, como es costumbre en estas situaciones. Luego nos enteramos que cuando nuestro amigo se enteró del incidente se agarró a las piñas con el pobre tipo este, y mi amigo, por supuesto, salió herido. Ese día me di cuenta del poder que tenía esa remera. Si yo estaba con una de Los Ramones, de los Sex Pistols o de Chayanne, entraba. Pero con la de La Nueva, no. Si eso no es contracultura, no sé que es. Fue la remera más rockera que tuve. El poder del diseño. El poder de la música. Todo resumido en una remera horrible que le lastimó la mano a un amigo y nos dejó sin fiesta, pero con un calorcito en el pecho… El calorcito que te da el algodón, la lucha y la cerveza.– Nicolás Corley Calleja (1986). Músico, videógrafo. Actualmente se encuentra contento, leyendo mucho la Biblia e intentando todos los días ser un poquito menos pelotudo.–


Una remera demasiado rockera Juan Alberto Crasci

Mi afición por las remeras rockeras comenzó de pequeño. En esos tiempos la industria de la ropa no infantil destinada a niños estaba muy poco desarrollada. Su explotación vendría años después y llegaría a límites insospechados (los CD Beethoven para niños o Metallica para niños serían la prueba irrefutable de ello). Bueno, la cuestión es que tenía nueve o diez años y era fanático de Iron Maiden. Las posibilidades de conseguir una remera de Maiden que se ajustara a mi diminuta contextura física eran nulas en los primeros años noventa. ¿Cómo solucionar ese problema? ¿Acaso un niño no tenía derecho a exhibir sus gustos en público? ¿Un niño no podía pertenecer a la honorable secta de los metaleros? La solución que encontré —en aquellos años todo era alegría— fue pintarlas yo mismo con pintura para tela marca Polydor y dos o tres indicaciones escuchadas en las clases de Educación Plástica del colegio primario.


Mis copias de las ilustraciones de Derek Riggs eran bastante limitadas. Mi imaginación volaba pero mis manos no. Cinco tarritos de pintura para telas y dos pinceles no podían lograr nada demasiado desarrollado, pero yo insistía y llegué a pintar tres o cuatro remeras en un par de semanas. Y las lucía orgullosamente. La que más recuerdo es la que trataba de emular la portada de Iron Maiden, el primer disco de la banda. Las remeras, a esa edad y en ese nivel, funcionaban: eran llamativas, originales… y claro, un tanto torpes. Al poco tiempo, luego de insistir en mil rockerías —la cadena Locuras estaba en pleno auge, aunque la sucursal de Liniers hacía oídos sordos a mis reclamos y pedidos— mis viejos dan con un local en San Justo en el que llevando la remera lisa estampaban tu ilustración preferida. Elegí la tapa del simple Can I play with madness —tenía la tapa del LP colgada en mi cuarto— sobre una remera blanca. Esperé casi un mes para tenerla. Era raro: una remera de Iron Maiden… ¡blanca! Y era poco usual ver a un metalerito de diez años suelto en el colegio primario. Con mi amigo Mauro nos pasábamos los recreos sentados en el patio del colegio, con los walkmans


puestos, escuchando Iron Maiden, Megadeth, AC/DC… Luego crecimos —tanto la industria como yo— y las remeras fluyeron a borbotones. Pasaron las de AC/DC y muchas más de Iron Maiden. Con la adolescencia llegó el power metal, el metal progresivo, y de mis visitas a las galerías de la calle Cabildo siempre volví con alguna remera de Helloween, de Stratovarius, de Dream Theater… Con la llegada a mi vida de los géneros más extremos del metal, me quedó pendiente comprar alguna más escandalosa. Recuerdo ver una y mil veces la remera de una monja desnuda crucificada sobre una cruz invertida —oh, por favor, cuánta maldad—. Pero, sin dudas, dos de las remeras que más utilicé y más quise lucían portadas de discos de rock progresivo. Una me fue obsequiada por compañeros de la facultad. Era beige, impresa en el frente y en la espalda con la tapa y la contratapa del LP Stand Up, de Jethro Tull. Aún la tengo, al borde de la destrucción total. Y la otra es un poco más actual. La compré hace unos años y tiene en el frente la ilustración de Larks’ Tongues in Aspic de King Crimson. Es una remera un tanto especial, no abundan las remeras de Crimson –aunque vi un par de este modelo– y no


abundan los rockeros remerófilos (sic) interesados en lucir semejantes antigüedades en su pecho. De a poco mi pasión por verme uniformado se fue apagando y ya no siento la necesidad de comprar este tipo de remeras. Sigo usando la de Crimson y tengo algunas de bandas under –Altar, Mono, etc.– que solían tocar en Casa(sic), el espacio cultural que manejé hasta hace poco. Poco a poco voy asistiendo a la desaparición de este tipo de ropa de mi vida… Aunque, como bonus track, podría decir que soy el feliz poseedor de una remera blanca que en el pecho lleva impresa la fantástica y mítica patada que Krupoviesa le propinó al Rolfi Montenegro en un superclásico. Todo muy hermoso. Es un momento clave de la historia del deporte en Argentina. Y una remera demasiado rockera para este mundo.– Juan Alberto Crasci (1982). Músico, escritor, editor. Cofundó Editorial CILC, con la que trabajó entre los años 2006 y 2010. Manejó el espacio cultural Casa (sic) entre 2010 y 2014. Desde 2012 lleva adelante junto a Sebastián Realini el proyecto editorial añosluz editora. Ideó y coordina el Mundial de Poesía, evento de competencia poética. Publicó las plaquetas de poesía Hendidura (2008), El achique de Dios (2008), Siesta, (2009), todas por Editorial CILC.–


Ten seconds to love Enrique Decarli

Tenía el pelo atado y una camisa a cuadros. Mangas cortas transpiradas bajo las axilas. Sobre el pupitre, el cuaderno espiralado. Una lapicera. La botellita de gaseosa. La veía medio de costado y desde atrás. Cada vez que tomaba, levantaba la mirada al pizarrón. Ojos tristes, la llamé para mí. La chica de los ojos tristes. Los ojos. La cara. El pelo atado. Las diferentes camisas cuadriculadas transpiradas bajo las axilas. Era todo lo que conocía. Ni siquiera la voz. Las piernas. El nombre. En la segunda semana tuve ganas de hablarle pero yo siempre caía tarde y ella estaba sentada en los primeros bancos. Al final de la clase (una clase multitudinaria), yo era de los primeros en irse. Un colectivo y el último tren a Glew. 00:35. Una noche la esperaría. Le diría algo. Cualquier cosa. Qué lindos ojos, por ejemplo. En el anteúltimo vagón vi asientos libres. Entré y me senté. Me desplomé, en realidad, sin mirar a la persona contra la ventanilla. Después reconocería el cuaderno espiralado. Las piernas cruzadas que entonces veía por


primera vez. Unas piernas más fuertes de lo que hubiera imaginado. La miré de costado. Los ojos bajos. Tristes. Mirando por las ventanillas de Constitución. Y algo más. Ahora que la veía de cerca, un cordoncito negro colgado del cuello sostenía, entre los pechos, una figura plateada que yo había visto en un amigo. Era una serpiente alada enroscada en una espada; una calavera en la empuñadura. Un colgante violento que, como el grosor de las piernas, no tenía nada que ver con Ojos Tristes. Pero bueno, ya estábamos ahí, para bien o para mal, sentados uno al lado del otro y yo quise decirle Hola, qué tal, soy un compañero tuyo de la facultad, ¿me ubicás? Pero no dije nada. Decirle eso me pareció una estupidez. Había que sonar más natural. Hablarle de repente, como si nos conociéramos. Qué quilombo tal materia, por ejemplo. Pero tuve miedo de que a ella la materia le resultase fácil y de entrada me tildara de burro. Pensé en hablarle como si retomara una conversación interrumpida. Mirarla y decirle: Es verdad. Tenés razón. Pensándolo bien no es tanto quilombo. Cuando el tren arrancó (y esto me ocurre ahora más que antes) no había encontrado la versión final de la frase que más conven-


cía. La corregía todo el tiempo. Cambiaba alguna palabra por otra. La puntuación. El énfasis. Al fin opté por abrir el cuaderno y simular que leía los apuntes. Lo incliné de manera que también ella pudiera leer. Quizás reconociera el tema y sacara conversación. Entonces la escuché respirar. Profundo. Su cabeza golpeaba contra la ventanilla con el vaivén del tren. Mi amigo era el dueño del as en la manga. Del significado secreto de la serpiente enroscada en la espada. Lo llamé. —Tenés que ayudarme con algo importante. Quedamos en vernos en Riviera. Diego fue impuntual como siempre, pero un día llegó. Antes de que se sentara le pregunté por la figura. —¿Para eso me hiciste venir? —Más o menos. —Dóctor Filgud —dijo—. Motlei Cru —y se sentó. Enseguida imaginé por dónde venía la mano. Diego era fanático de un montón de bandas que yo no conocía ni de nombre. Esta vez, sin embargo, ni siquiera podía decidir cuál sería el nombre del símbolo y cuál el de la banda. Tranquilamente la banda podía


llamarse Dr. Feelgood. De hecho, después supe que hay una banda con ese nombre. Le tuve que contar. Yo estaba enamorado de una chica de la que no sabía nada, sólo que volvía en tren a la zona sur y tenía eso colgado del cuello. Terminamos la cerveza y Diego me dijo que lo acompañe a la casa. Ahí me dio cinco casets. Los cinco así, de una, sin anestesia. —Esto lo amás o lo odiás —me dijo. En orden de edición: Too fast for love, Grítale al Diablo, Teatro del dolor, Chicas Chicas Chicas y el famoso Dr. Feelgood. Siete años de Mötley Crüe, del 82 al 89. De un cajón del placard sacó una remera azul atravesada por la espada. Las alas desplegadas a la altura del pecho y la serpiente enroscada en el medio. Todo un tótem, lavado y planchado para la guerra. —Andá —me dijo—. Ahora ganatelá. Esa tarde escuché Grítale al Diablo. Es un disco duro, difícil de entrarle. Yo insistía en que me gustara porque a ella, evidentemente, le gustaría. Mötley Crüe, como el colgante y las piernas, no tenía nada que ver con la estampa de Ojos Tristes. Eso profundizaba el misterio. A la noche sólo habían entrado tres temas. “Red hot”, “Too young to fall in love” y el


premonitorio anteúltimo tema del lado B: “Ten seconds to love”. ¡Qué temazo! Ahora mismo lo vuelvo a escuchar. Entonces, pasadas las tres de la mañana, yo cantaba —y hacía pogo en la habitación— el estribillo del que, sin saber, sería mi epitafio. No habría, para mí, mucho más que diez segundos, y los diez segundos habían pasado arriba del tren. Al día siguiente fui a la facultad con la remera de Diego. Un TDK de 90 en el walkman amarillo a puro Mötley Crüe. Ojos Tristes no fue. Faltó, pero mañana tiene que venir, pensé. Pero al día siguiente (yo volví con la misma remera chivada) Ojos Tristes tampoco fue. Esto ocurrió durante varios días. La hago corta. Ojos Tristes no fue ninguno de los días que siguieron. Los días que siguieron abarcaron meses y años. Seis años, para ser preciso. En 1997 me recibía, moría mi viejo y Mötley Crüe sacaba, después de tres años de silencio y el regreso de Vince Neil, el maravilloso Generation Swine. Rafael Calzada, 14 de enero de 2014.– Enrique Decarli (1973). Escritor, abogado, músico. Publicó los libros de cuentos Desde la habitación del sur (2009), Big Bang (2013), Jauría (2014) y Benga-


las (2014). Varios de sus relatos fueron publicados en diferentes revistas de Argentina Uruguay, España y México. Desde el año 2008 dicta talleres de lectura y narrativa. Próximamente, Paisanita Editora publicará su primera novela: Flipper.–


Esa misa de curas con flequillos y camperas de cuero Maxi Martina

Éramos nueve en el Dodge 1500 de la mamá de Gonzalo.Yo iba sentado atrás, con un brazo afuera sobre la chapa blanca. Al lado mío estaban Pilil, Darío y dos pibes más de Palomar. Dos más en el asiento del acompañante. Gonzalo manejaba. Y encima nuestro viajaba acostado el Cavera. Íbamos al templo del rock a comprar las entradas para Ramones en Argentina del año 91: 26, 27 y 28 de abril en Obras. Desde Palomar había que llegar a la General Paz y de ahí bajar en Libertador. Siempre escuchando rechinar la suspensión. Llegamos. Poca cola. Compramos entradas, algunos para los tres show. Con la misión cumplida, encaramos la vuelta. Libertador, General Paz, bajamos en Constituyentes para comer unos panchos en el 46. Error. Nos paró la policía. Después del papeleo (y el boludeo para el que cada policía parece haber sido creado) terminamos zafando la movida juntando


unos pesos “para la yerba del comisario”. Los panchos ya no eran posibles. Pero teníamos las entradas. No había día que no escuchara algo de los Ramones. Rocket to Russia, Sueños Agradables (edición nacional, obvio), Ramonesmanía o el recién aparecido Loco Live. Así cada día hasta que llegó el 26. A Obras viajamos más cómodos, en una camioneta. Yo atrás. Estando ahí no podía abarcar la intensidad de saber que iba a ver a los Ramones. Experimentar por primera vez un pogo ramonero. Ese volumen, esa velocidad de las manos de Johnny, ese cariño por Joey. Quería gritar Hey Ho Lets Go, Gabba Gabba Hey y repetir los salmos de esa misa de curas con flequillos y camperas de cuero. Cola y entrada a campo. Caminamos por la parte de atrás de Obras, pasando por delante de donde siempre estaba la consola de sonido, y nos instalamos de frente al escenario, tirados a la izquierda, bien adelante, en el medio de donde se pararían Johnny y Joey. Se apagaron las luces y todo fue real. Uanchutrifor y estaban ahí. Los veía mientras me empujaban. Cantaba mientras empuja-


ba y todo Obras bailaba. Los Ramones en el cuerpo, en los oídos, fueron reales, míos y de todos durante más de treinta temas. Como un verdugo cuando suelta la guillotina, se prendieron las luces del estadio y mi cabeza rodó como la del sentenciado. Lo encuentro a Gonzalo, que ya había encontrado al Cavera. Silencio. Pasan unos minutos hasta que uno que había ido en la camioneta azota un ¡Vamos a ver las remeras! En el puesto, merchandising oficial. Tenía unos pesos guardados. Nunca olvidaré el momento en que me convencí de que debía comprarme una. Atrás: HEY en azul, HO en amarillo, LET’S en rojo y GO en blanco. Adelante: el escudo ramonero con los nombres: Johnny, Joey, Marky, C. Jay. Y arriba, aun habiendo pasado ya 21 años, con un rojo contundente que sobresale sobre el gris arratonado en que devino aquella remera negra, el RAMONES que hasta hoy permanece en mí.– Maxi Martina. Músico, periodista. Cantante de Error Positivo. Conductor del programa Vinílico y columnista en el programa Cheque en Blanco de radio Vorterix.–


Diferentes maneras de conjugar música y política: 1987-2014 Fernando De Leonardis

1 Pibes de entre 8 y 15 años tiran piedras contra tanques de guerra. La batalla es desigual: de un lado pibitos hambrientos, huérfanos, sometidos a vejaciones diarias; del otro adultos recién salidos de la adolescencia alimentados balanceadamente que permanecen protegidos dentro de los tanques, hijos de papás empresarios y mamás profesionales que someten todos los días a miembros de otro pueblo. Luego de muchos minutos, los pibitos, exhaustos y cercados, con lágrimas en las mejillas, levantan sus brazos y los mantienen alzados. Uno de esos niños está retratado en la remera. La foto es muy famosa, casi como la imagen del Che Guevara con boina capturada por Korda. Sé que la imagen fue tomada en 1987 en Palestina, durante la Intifada contra el sionismo, hacia el final de una de las constantes redadas callejeras contra la población palestina, cuando Massacre Pa-


lestina grababa su primer disco en Argentina. Esa foto impresa en mi remera es la que fue reproducida en el homónimo primer disco (EP) de Massacre Palestina. 2 Tengo esta remera desde algún momento del año 1994 o 1995. La compré en una disquería de la ciudad de Buenos Aires mientras revolvía bateas en busca de compact discs. Detrás del mostrador donde atendía el vendedor había una vitrina. Allí, diseminadas entre cajas de edición limitada de compactos y vinilos, estaban exhibidas tres remeras que reproducían portadas de discos: la del LP London Calling de The Clash, la del single God Save The Queen de Sex Pistols y la del EP Massacre Palestina. Desde entonces la uso una o dos veces al año: así logro mantener con vida a la remera y también es la doméstica vara con la que mido si estoy excedido o no de peso… 3 En 1987, cuando Massacre Palestina grabó su primer disco, yo tenía quince años. (¿El EP salió en 1987, 1988 o 1989? No encontré la caja de zapatos que, estoy seguro,


alberga al casete Massacre Palestina junto a otros de la época —los dos de El Corte, el de Los Pillos, el de Los Encargados y algunos otros de los sellos Radio Trípoli y Berlín Records— y en consecuencia no puedo confrontar la fuente, pero la diferencia de tres años no modifica en nada la reflexión que leerán a continuación: en ese lapso de tiempo aún coexistían en el mismo orbe civiles palestinos asediados por soldados israelíes y Massacre Palestina). Me gustaba que un grupo de rock se llamase Massacre Palestina y que en plena rebelión popular palestina contra el Estado sionista se animara a publicar un disco debut con la imagen de uno de los tantos niños que protagonizaban la Intifada. Y es que al denominarse así, el grupo no se refería a una simple masacre sino a una doble massacre: quienes masacraban a los palestinos antes habían sido diezmados como pueblo por los nazis; los sionistas se comportaban en Palestina como auténticos SS; masacrados massacradores: tal la paradoja de la Historia. Además, la limpieza étnica que aplican los israelíes desde que la ONU legalizó la ocupación sionista de Palestina, como cualquier política de exterminio, no distingue edad ni sexo: de ahí la impactante crudeza que irradia el humillado niño de la


portada del disco debut de Massacre Palestina. 4 Luego del debut discográfico el grupo dejó de usar el apelativo “Palestina”. Según Walas y El Tordo –cantante y guitarrista originales, respectivamente– la lengua popular suprimió el segundo término del nombre: pasaron a ser reconocidos simplemente como “Los Massacre”. Sin negar la importancia secundaria de esta explicación, el grupo se dio cuenta de que portaba una identidad política definida que no estaba dispuesto a sostener. Identidad política en esta doble dimensión: al interior de la escena hardcore-punk y en el contexto más amplio de las relaciones políticas internacionales. Con respecto al primer término, la escena hardcore-punk de la ciudad de Buenos Aires de la época se identificaba políticamente en tres sectores ideológicos claramente diferenciados —grosso modo y de izquierda a derecha—: “anarcopunks”, “indiferentes” y “skinheads”. Ejemplifico con algunos nombres dicha coyuntura: dentro de los “anarcopunks” estaba el grupo Miles de millones de cadá-


veres de niños negros muertos de hambre y de frío (así se llamó en 1986; luego autodenominados Cadáveres de niños y finalmente Cadáveres al momento de su disolución en 1995) donde tocaba la bajista Patricia Pietrafesa, quizá la portavoz más destacada de esa tendencia ideológico-musical. En el otro extremo estaban los “skinheads” con Comando Suicida como una de las bandas más conocidas, grupo que desde su formación en 1984 nunca negó su ideología nacionalista (en “Último recurso”, canción incluida en el compilado hardcore-punk Invasión 88, cantaban Ni izquierda ni derecha, tercera posición). Entre los “anarcos” y los “skins” se ubicaban los “indiferentes” en términos políticos, grupos que no enarbolaban explícitamente ninguna de las dos banderas ideológicas precedentes: aquí podríamos incluir a Massacre Palestina. Si bien el grupo estaba en contacto con la subcultura anarcopunk, sus canciones estaban centradas en el yo que recorría el asfalto porteño montado sobre una patineta mientras imaginariamente surfeaba las olas de California. Era raro que un grupo de estas características tuviera un nombre tan inflamable en términos políticos…


El otro aspecto político es internacional. En Argentina y en todo el mundo “occidental”, en 1987 el genocidio perpetrado por el Estado sionista era denunciado casi exclusivamente por sectores de la izquierda política clasista o de derechos humanos. Desde que fue proclamado Estado en 1948, Israel fue reconocido en primer término por Inglaterra y Estados Unidos más el apoyo de la entonces estalinista Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Con el correr de los años fue saludado por casi todos los países no árabes, la República Argentina incluida, y así seguían las cosas en 1987. Además, particularmente en Argentina, el lobby sionista era y es muy influyente: off the record un miembro de la primera formación de Massacre Palestina reconoció que integrantes de organizaciones sionistas les hicieron saber que no les gustaba el nombre; y el segundo disco (primer LP) del grupo, Sol Lucet Omnibus, publicado algunos meses después del atentando de enero de 1992 contra la Embajada de Israel en Buenos Aires, fue firmado simplemente como Massacre. 5 Los miembros originales de la banda habían coqueteado con un nombre que (se die-


ron cuenta casi enseguida después del debut discográfico) nada tenía que ver con la propuesta artística que querían comunicar y por eso quitaron “Palestina”. Pero en 1987 (y asimismo en 1988 y 1989), en plena Intifada, yo me consideraba un izquierdista decididamente antisionista; en 1994-1995, cuando compré esta remera, también; y ahora, en 2014, me considero un impertérrito ultraizquierdista antisionista. Y tanto en 1987 (¿o fue en 1988 o 1989?) cuando vi la portada del disco en aquel momento aún no reproducida en ninguna remera, como en 1994-1995 cuando advertí la fotografía de la portada del disco debut reproducida en la prenda que me compré y comencé a usar, como en 2014 que la sigo vistiendo, la imagen del asediado niño y ese apelativo (Massacre Palestina) se me revelan revulsivamente esclarecedores.– Fernando De Leonardis (1972). Escritor, músico, editor. Escribe sobre literatura, música y sociedad en diferentes medios de comunicación nacionales e internacionales. Es autor de varias entradas del Diccionario de punk y hardcore (2011), de la plaqueta de microficciones entre la tristeza y la nada y otros incidentes e intervenciones textuales de ultraizquierda (2010) y de dos volúmenes de poesía: diamantina (2014) y un palito ortega por cada millón de tucumanos hambreados


(2014). Gestiona Antropoético, encuentros de poesía oralizada.–


Remeras como trofeos Paz Ascárate

Si el lector nunca tomó la línea 88, acá va un resumen del recorrido: sale de Plaza Miserere, da unas vueltas por Capital, agarra autopista, en algún momento pasa por Ramos Mejía y sale del GBA. Después entra a Cañuelas —donde generalmente para unos cuantos minutos—, pasa por un pueblo ignoto llamado Uribelarrea y termina en una ciudad igual de ignota pero con más habitantes que se llama Lobos, donde viví hasta 2008. El día que esta remera fue comprada hubo que hacer el camino inverso, subirse en Lobos, pagarle algo así como siete pesos al chofer y armarse de paciencia para llegar hasta Once. El 88 es un colectivo incómodo, lento, que da muchas vueltas entre la provincia y el conurbano. Dice una web de transporte que cuando empezó a funcionar se lo conocía como “La lobera” y que ahora tiene servicio de aire acondicionado. La distancia que separa a Lobos de Capital en auto puede hacerse en una hora y media o dos, mientras que en este colectivo hay que viajar entre


tres y cuatro horas si no hay imprevistos. El recorrido es aburridísimo. La mayoría de los usuarios de la línea se sube en una parada que está junto a un camino o ruta alrededor del cual no hay mucho más que un techito o una estación de servicio. Sin embargo, es infinitamente más barato que tomar una combi y tiene algo más de encanto que el ambiente perfumado y acondicionado de Lobos bus. La primera vez que subí a ese colectivo fue para ir a ver a Boom Boom Kid, que tocaba en Niceto. Fui con unos amigos que la tenían mucho más clara que yo, entre otras cosas, en los viajes en el 88. Cuando llegamos a Cañuelas se subieron muchas personas, entre las que había un borracho que estuvo gede desde el minuto cero y que unos kilómetros más tarde se descompuso. Hubo que desviar el recorrido hasta un hospital que nunca había visto en mi vida y que nunca identifiqué dónde quedaba. Un corte llegando a Capital hizo su parte y le sumó otros treinta o cuarenta minutos más al viaje. Cuando alguien describe cómo es el infierno y no habla del 88, me genera desconfianza. Llegamos muy tarde a Niceto. Como suele pasar con Nekro, una vez que arranca el show es muy difícil que queden entradas,


aunque es muy probable que si persistís te dejen entrar sin pagar, al menos para escuchar algunas canciones, que fue lo que hicimos. Creo que no estuvimos más de media hora, pero entrar sin pagar me dio margen en mi modesto presupuesto para pasar por la feria de Carlos y hacerme de mi pequeña pieza de belleza textil (e incluso para comer pizza y pagar otro boleto en el 88). No pasó las etapas que llevan a una remera desde “prenda para salir a la calle” hasta “remera para dormir”, aunque sí pasó por todas las categorías que hay en el medio sin un orden específico: fue usada para ir a la escuela, a la playa, a ver bandas, fue usada de pijama y para ir a cursar. Un verano le amputé el cuello y las mangas y se convirtió en musculosa. La uso mucho. Crecí con Internet así que los discos siempre estuvieron al alcance de la mano. Cuando empecé a buscar música por mi cuenta era cuestión de revisar Ares y Emule. Fácil. Ir a ver bandas en vivo costaba un poco más. Estaba lejos, no tenía mucha plata ni aval de mis padres para hacerlo. Para los que siempre apestamos haciendo deportes, nuestras remeras rockeras pueden ser pequeñas condecoraciones, como los trofeítos que las madres exhiben en los estantes de sus livings.


La chapa de mi reconocimiento diría Capaz de viajar cinco horas por veinticinco minutos de música en vivo. No solo era una capacidad, algo que se podía soportar, si no que en el fondo era divertido que tuviera complicaciones. Admito que hay algo de caprichoso y una cuota de imbecilidad en esa proeza, pero mi remera es lo más parecido a un trofeo que le puedo mostrar a las visitas.– Paz Azcárate (1991). Periodista. Estudia Ciencias de la Comunicación en UBA. Hizo otras cosas que están en LinkedIn y no vienen al caso. En twitter es @azkaratekid.–


Esta es la historia de un amor Claudio Kobelt

No recuerdo si fue en 2009 o 2010. Si fue durante aquel verano o en el transcurso de cierto invierno. No recuerdo el mes, las circunstancias ni el contexto. Solo la sensación, el fuego quemándome la garganta en un estribillo perfecto que necesitaba ser cantado, vivido, gritado hasta el más allá por siempre jamás. No recuerdo en qué show la escuché primero, cuándo o dónde me atrapó, pero sí cuál fue el soporte elegido para la repetición, para que la canción “Patrullas del terror” se quedará para siempre en mí. Corría el año 2009 y Tom Quintans, por entonces baterista de Go-Neko!, editaba bajo el nombre de Tom y La Bestia Bebé su disco Fin de Semana de Muertes, un álbum repleto de canciones efervescentes, épicas punkrockeras para los amigos, referencias a películas y mística de paravalanchas. Casi la misma fórmula que años después encontraría la explosión en su grupo Bestia Bebé, pero con


menos velocidad, bastante más despojada, sucia y desprolija. Escuchaba ese disco día y noche. En mi casa, en el celular, en el auto, en el trabajo. Fin de Semana de Muertes tenía que girar y girar en cada lugar donde estuviera. Por ese entonces trabajaba en una oficina y me había hecho amigo de una compañera que me gustaba mucho pero me tenía clavado en friendzone. Sin la convicción para poder avanzar ni la fuerza necesaria de encarar y aceptar cualquier respuesta, me quedaba callado escuchándola hablar de sus pretendientes o de los chicos que le gustaban, mientras yo sólo pensaba en sus mejillas blancas y en sus ojos avellana. Una de mis pocas formas de poder comunicarme con ella era pasarle canciones por mail, o hacerle escuchar lo que yo escuchaba cuando íbamos en mi auto. Y lo único que sonaba en esos viajes era ese disco inicial de Tom. Me acuerdo cómo me enamoré de ella cuando me comentó que estas canciones le estaban gustando, que le pasara más. O cómo sonreí cuando, confundida, hablando de “Patrullas del terror” me dijo Me gusta pero no entiendo… es una piba que se roba un camión y lo choca. No entiendo.


Con el tiempo desistí de ese romance sin rumbo. Me hice amigo de la señorita en cuestión, cambié de trabajo. Con el paso de los años y el rumbo de la vida dejé de tener contacto con ella. Pero la canción seguía en mí. Tom seguía tocando, sacando discos, inició Bestia Bebé como grupo y todo se prendió fuego. “Patrullas del terror” se convirtió en un clásico de gargantas hinchadas y corazones calientes. Y así fue que un día busqué un tipo de font que me gustara, diseñé cómo sería y me mandé a hacer la remera con la frase del estribillo. Sólo para entendidos. Ahora llevaría esa canción en el pecho como bandera, como emblema. Como recuerdo vivo de mis ganas desmesuradas de que a una chica le guste la canción, porque era mucho mejor eso a que le gustara yo. Esta remera es producto del amor. Pero no por aquella señorita que —seamos sinceros— no era más que un simple enamoramiento, sino por lo que aún pasa y se vive con esa canción. Amor del bueno, del puro, de ese que se mete entre los huesos. Porque cada vez que canto fuerte e incendiado Noche de vagos / Patrullas / Terror es como darle un beso en la boca al verso. Cada vez que la pogueo con mis amigos es un abrazo sincero, simple y eterno. Y cada gota de sudor pro-


ducida por el baile y que corre por la casaca es solo otra palabra impresa en el lienzo de la más tierna carta de amor jamás escrita: la que le escribo con el cuerpo, el corazón y la memoria a las canciones que se grabaron a fuego en mí. Porque éste de las canciones, de este disco, de la música y yo es el único romance que supe y quise mantener.– Claudio Kobelt. Periodista. Fue redactor y parte de Untitled Mag, Longplay Revista, Revista The 13Th y Escrituras Indie, entre otros medios, además de participar de manera estable como crítico y cronista en ArteZeta. Participa como columnista especializado y/o invitado en diversos programas de radio como La Hora Pulenta, On the Rocks, y Eléctrica Resistencia. También es curador y organizador de Dinámica|Festival de lo nuevo.–


Freddie Mercury is not dead Enzo Maqueira

El puño en alto, los bigotes, los enormes dientes asomando atrás de su bocaza de macho gay. Una remera negra sin calaveras ni símbolos de paz, ni Satán, ni tipos con caras de malos, ni ninguna de las consignas anacrónicas del rock. Mi remera llevaba la imagen del más grande showman de la historia. En letras amarillas, de lado a lado, una oración que, aunque falsa, en aquel momento me parecía completamente cierta: Freddie Mercury is not dead. Y claro que no estaba muerto. Vivía en mis discos, en los videos que compraba en la Bond Street y, sobre todo, adentro de mi cabeza, donde la silueta en calzas cantaba con la mejor voz de todos los tiempos, el genial compositor, el pianista más afectado desde Liberace, Freddie Mercury, mi primer ídolo, acompañándome en mis primeros pasos por la vida. Hasta que cumplí dieciséis yo apenas conocía a Queen. Lo mío nunca había sido el rock. Eran los 90 y Guns and Roses, Nirvana, Ramones y todo lo que la música de


la época tenía reservado para mi generación me resultaba indiferente. Yo era un chico con gustos musicales particulares y destino de bullying. Los sábados a la noche, cuando mis amigos del colegio salían, prefería quedarme en el departamento escuchando música New Age. Mis viejos iban al cine y yo me pasaba horas tirado en el sillón del living, en la oscuridad, alucinando con el reflejo de las luces de los autos contra las cortinas del ventanal. Ponía un CD tras otro en la compactera y escuchaba mandolinas que parecían llegar desde la vía láctea, pajaritos, el agua que caía desde un manantial. Era la banda de sonido de una adolescencia que pasaba sin haber besado a ninguna chica, con la cara llena de granos, escribiendo los discursos para los actos del colegio y, de vez en cuando, abanderado y mejor compañero. Lo mío no era ir a bailar ni hacer pogo en los recitales; yo escuchaba Vangelis, Kitaro, Enya… y de vez en cuando dejaba la New Age y ponía música clásica o Piazzolla. Así que mientras mis amigos se arriesgaban a rebotar una vez más en la puerta de Pachá o a ser el próximo Walter Bulacio, yo me iba a dormir pensando que el mundo era un lugar hermoso y también un poco triste, y que mi vida siempre iba a ser estar tirado en


ese sillón, escuchando esa música mientras, afuera, pasaban los autos. Hasta que un amigo me grabó un casete con canciones de Queen. El típico compilado de grandes éxitos. Empezaba por la puerta grande: “Bohemian Rapsody”. Galileo, Galileo, Galileo, Figaro. Magnifico. Bismillah! ¿Qué decía esa voz que gritaba tan perfectamente? ¿Por qué razón me estaba llevando de narices a ese rock pesado y ruidoso que me hacía doler los oídos después de prometerme la confesión de un hombre que acaba de matar —pianito, melodía triste, la guitarra llorona de Brian May— cuando su vida has just begun? Me acuerdo que después de escuchar el tema lo puse varias veces más, y que cuando mis viejos volvieron del cine puse la canción para que escucharan la banda “moderna” que había descubierto. Como pasa cada vez que algo entra en nuestras vidas, a partir de esa noche Queen empezó a aparecer por todos lados. Unas semanas después otro de mis amigos me presentó a una chica que iba a tercer año, un poco menos nerd que yo. Se burlaba de mi música New Age pero respiró aliviada cuando le mostré mi casete de Queen. Con ella conocí la increíble locura de A day at the races, A night at the opera y Jazz; no enten-


dí Hot Space; rescaté un par de temas de The Works. Y mientras me enamoraba de la originalidad de una banda que mezclaba la ópera con el heavy metal, coros, canciones de despedidas, ropa de geisha y bigote de macho, también daba mi primer beso y entraba, por fin, en el tobogán mágico del primer amor. Poníamos “You take my breath away” cuando nos tirábamos en la cama a pensar nombres para nuestros hijos, y silbábamos el estribillo de “Save me”, y una noche grabamos “Under pressure”, ella cantando las partes de Freddie y yo las de David Bowie. Una vez, en su cuarto, cuando sus padres ya estaban durmiendo, la primera mujer que amé tocó “Love of my life” en su guitarra y yo me acerqué, me bajé el cierre del pantalón y le dije que exactamente eso, que era la primer mujer que amaba. Y le hice un pasacalles que decía “One year of love”, como la canción de A kind of magic, para nuestro primer aniversario. Me hice cada vez más fanático. Estaba encantado por Freddie Mercury. Después de comprar todos los discos, agoté la existencia de videos de recitales. Me fascinaba verlo sobre el escenario, su forma de pararse frente al micrófono, el modo en que de-


jaba el vaso de cerveza sobre el piano y se sentaba a tocar la intro de “Seven seas of Rhye”. Me uní a un club de fans de adolescentes cuya principal actividad consistía en juntarse en uno de los últimos Pumper Nic de la calle Florida a envidiar los álbumes de recortes de revistas que traían la presidenta y la vice, dos señoras que nos doblaban —o nos triplicaban— en edad. El cenit de esas reuniones fue cuando nos convocaron para ver el video del recital de Wembley en la pantalla gigante de un bar de Flores. Levantábamos los brazos para hacer la coreografía de “Radio gaga” y le contestábamos el Deeeeero a Freddie mientras afuera, sobre avenida Rivadavia, los colectivos tocaban bocina. La mayor decepción fue cuando nos llegó el rumor de que Brian May estaba de incógnito en la Argentina y nos pasamos la tarde frente al hotel Sheraton esperando algo que nunca sucedió. Por ese entonces me compré la remera “Freddie Mercury is not dead” y empecé a tocar el piano y cantaba las canciones tratando de no desafinar tanto. Muchas veces me preguntaron por qué me gustaba Queen. Nunca supe qué responder, pero ahora puedo decir que fue la libertad,


la originalidad, esa combinación de lirismo con bufonería. Supongo, también, que Freddie fue un raro pero efectivo guía espiritual. Sin que yo me diera cuenta me estaba enseñando cosas. Me enseñó que no hay una sola forma de ser macho, que el arte empieza con uno mismo, que el amor y la muerte —o el amor y su final— son las dos únicas grandes pasiones por las que vale la pena vivir. Como era un gran maestro, algunas de sus enseñanzas las adapté hasta deformarlas. Otras se me quedaron pegadas sin darme cuenta y con el tiempo las levanté como bandera: You can be anything you want to be, just turn yourself into anything you think that you could ever be. Puedes ser todo lo que quieras ser, sólo conviértete en eso que crees que podrías ser. Es de Innuendo, el último disco que sacó la banda antes de que Freddie siguiera vivo, para siempre, en la remera que todavía guardo en el mismo cajón del que alguna vez fue mi cuarto, en la casa de mis viejos, a pocos metros del living donde mi sillón ya no está.– Enzo Maqueira (1977). Escritor. Es autor de las novelas Electrónica (2014), El impostor (2011) y Ruda macho (2010), y del libro de crónicas y relatos Historias de putas (2008). Fue secretario de


redacción de la revista Lea (2001-2005) y es colaborador de la revista de periodismo narrativo Anfibia. Fue uno de los fundadores de la editorial Outsider.–


Mi remera y yo Walter Lezcano

1 Guardamos cosas, porquerías para todos los demás, porque intentamos recordar y tener presente quiénes fuimos. Como si nos estuviéramos adelantando al alzheimer o como si dudáramos de nuestros ojos cada vez más débiles o porque somos fetichistas del éxtasis perdido en el flujo imparable de los almanaques. Y abrís el ropero y ahí están: todas tus remeras negras o blancas o rojas que alguna vez te dieron más identidad que la bandera que flameaba en el patio del colegio. Mierda, Wacho. Casi que es para ponerse a llorar o para anotarse en alguna religión que no pida demasiado de nosotros y ponerse a rezar. Sin embargo (siempre hay un “pero” que nos rescata de la locura o la ira de Dios), es posible pensar, sin mentirnos, que somos algo más que meros acumuladores y que somos parte de una tribu. Sí, esa idea le da un aliento épico, atávico, a un hecho tan em-


blemático, iniciático y vulgar como el hecho de elegir con qué cubrirte el cuerpo. Por eso elegimos la ilusión del rock. Esa utopía. Y también por eso cargamos nuestros cajones de remeras que representan algo más que una marca, que son una punta de lanza, la primera línea de fuego de nuestros más fuertes y adorados anhelos. Oh, sí, queremos que nuestras remeras hablen por nosotros. Queremos que esa tela que nos viste nos dé dignidad y le hable al mundo de una persona que está de pie y se enfrenta al derrotero existencial. Queremos, por fin, crecer. Y, arriesguémonos, ser libres. No es tan fácil como suena. Nadie nada nunca es fácil. 2 El pasado sí ocupa lugar. Eso también lo dice una remera de rock. Y sobre todo, una que te querés sacar de encima. 3 Uno empieza como explorador o, ya lo decía Bob Dylan, expedicionario de un mundo inabarcable pero con los límites bien marcados. Se llama rock. Lo aprendés en seguida.


Nadie te inicia. Está en el aire que proviene de aquellos a los que te arrimás para mimetizarte o lamer eso que alguien dijo que era la “actitud”. Y en el comienzo es una forma de vida, por supuesto, que está completamente separada de la vida civil, escolar y familiar. Por eso hace falta una remera, que sirve como un escudo y un mapa: una guía en ese territorio que es mejor que la existencia cotidiana. Es, además, un código, un tipo de lengua específica que aprendés a hablar y buscás que te calce como un guante. Las remeras servían, entonces, para evitar que te destierren. Y supiste que querías quedarte para siempre en ese terreno. Se llama rock. Y tenía perfecto sentido para vos. Te cerraba por todos lados. 4 Al comienzo eran remeras de bandas. Fuertes, desastrosas y alucinantes. No podías creer que esas personas con instrumentos eléctricos y visibles problemas de sociabilidad podían ser tan magnéticas. Así que te encantaba llevar esas caras en tu pecho y en tu espalda. Mostrabas con orgullo el nombre de esa banda como quien saca un


cuchillo en una pulpería e intenta demostrar que tan grandes son sus huevos. 5 Lo que sigue después es el limbo. Y, seamos sinceros, el desencanto. Es normal. Pasa en las mejores parejas. Lo bueno es que no te separás. Esperás a ver qué pasa, porque el amor está ahí todavía. No se termina. No tenés ninguna duda de eso. Solo es un proceso evolutivo donde la mutación es casi imperceptible pero es perfectamente sensible. Ya no te gustan tantos temas de una banda como para ponerte una remera que lleve como estandarte esas señas particulares. Nadie te avisó que había que leer la letra chica. Seguís comprando remeras que te quedan bien pero en las que no creés tanto. Así que las usás en los lugares más infames: en el trabajo, en las reuniones de consorcio, en actos escolares. Después ya no te las ponés pero las guardás porque no tenés tantos repasadores o trapos de piso. Y ahí van: de la mesa a la cerámica. Es un viaje –lo comprendés con mucha claridad y calma– que vamos a hacer todos los seres humanos en algún momento.


6 Y la verdad es que ya sos grande, te mirás al espejo de tu pieza y sabés que encontrás que todo es una aglomeración de insatisfacciones menos esa parte del planeta tierra que está habitada por el rock. Así que seguís con las remeras. Que se amontonan y forman una montaña más grande que la de Spinetta. No te molesta esa montaña. La montaña es la montaña. La dejás a un costado y cada tanto la contemplás. Es una forma de meditación, de mirar adentro tuyo sin ningún filtro ni el ruido de los motores que siempre andan dando vueltas. Y eso siempre es sano. 7 Por eso ya los nombres de banditas no te interesan más. Esas son simplemente olas. Y vos querés formar parte del mar. Te tocan, todavía, está clarísimo, los estilos, los géneros. Más específicamente un género. Las remeras que hablen de eso, entonces, ya no te pueden faltar y las usás con cierto orgullo, más interior que otra cosa. El pudor es algo bueno. Empezás a curtir colores y letras que hablen de aquello que siempre te conmovió


más allá de las modas de tu esquina mental: el punk-rock. Es hora de volver a las fuentes y meter ahí las patas otra vez. Así que descubrís algo que ya sabías: que siempre es mejor ir al pasado porque ahí está el futuro. Eso nos lo enseñó Marty Mcfly. Y te metés a una rockería cualquiera, puede ser Lomas de Zamora o Haedo, y buscás una buena remera, otra más. Notás que, mirá vos, estás en Adrogué y que la remera que estabas buscando era una que ni te imaginabas que existía. A veces, el mejor plan es no tener un plan. 8 Todo esto para decir que la mejor remera que encontré en mi vida es la de uno de los mejores discos que compré en mi vida. Es verde. Y dice: Pescado rabioso, Artaud, 1973. Cuando salió ese disco yo no había nacido. Cuando yo me muera ese disco seguirá sonando. Amo mi remera. Es una buena compañera.– Walter Lezcano (1979). Escritor, periodista, editor. Colaboró en Crisis, Revista Ñ, Rolling Stone, Ni a palos, Clarín, Página/12, Tiempo Argentino, Inrockup-


tibles, Otra Parte, Anfibia, La Nación y Playboy Argentina. Publicó Jada Fire (2011), Los Mantenidos (2011), Tirando los perros (2012), 23 patadas en la cabeza (2013), Humo (2013), Calle (2013), El condensador de flujo (2015), Los Wachos (2015), Fractura expuesta (2015), La vida real (2015) y Suena el afilador de cuchillos (2016).–


ebook maquetado en la ciudad de mariano acosta entre abril y mayo de 2016 az.ed


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