Pablo Barriga

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De la anti figuración al objeto Barriga estudió en Bellas Artes, pero de allí apenas parece haber sacado más que rebeldías y rechazos. En especial contra academicismo y figuración. “Siempre me molestó el arte figurativo” –ha dicho, y ha recordado: “En una época figurativa quise poner en imagen a aquellas personas que estaban cercanas a mí o a aquellas a quienes sentía íntimamente, como los indígenas y los campesinos; pero me di cuenta que ese no era mi camino”. Cuando Barriga comenzó a pintar, la tendencia nueva más vigorosa en el arte ecuatoriano era el feísmo -Villafuerte (que había muerto en 1977, en Barcelona), Román, Iza, Jácome, Paredes, Viver, Varea, Zúñiga-; un feísmo que ahondaba y se enriquecía con magicismo –Jácome, Román, Iza, Paredes, Carreño-. A esa figuración -neofiguración- se opuso, entendiendo no oponerse a la realidad, sino a una manera de afrontar la realidad, que le parecía obvia. El planteamiento no era nuevo: igual postura tuvieron ante el expresionismo social de los treintas los informalistas precolombinistas. Buscando una expresión alejada del feísmo dominante, Barriga hace un arte cercano al “arte concreto” europeo: geometrizante y austero de equilibrios formales y cromáticos. Pero se siente limitado por esa manera; limitado y como aislado de un medio que seguía necesitando algún referente en el cuadro (es decir, algo reconocible del mundo exterior; así fuese tan transmutado como las mágicas y penetrantes formas de Tábara). Imprime, primero, movimiento a sus formas rectilíneas, y después se aproxima a objetos. Pinta

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objetos, pero reduciéndolos a planos de color y organizándolos en conjuntos que aluden, acaso irónicamente, a televisión y diseño publicitario. Por ejemplo, unos paraguas de colores vivos que flotan en un espacio obscuro.

En la línea de los “nuevos salvajes” Pasada la hora de los “happenings”, los objetos conceptuales y experimentos casi esotéricos -la auténtica “vanguardia” del arte europeo-, en la década de los setentas se vuelve a pintar. La pintura ocupa lugar decisivo en la VII “Documenta” de Kassel (1977), la más importante muestra de las últimas tendencias. Claro que el lugar más destacado de esa pintura de “transvanguardia” lo tenían pintores que por su violencia eran llamados los “nuevos salvajes”. En las amplias paredes de la “Documenta” colgaban enormes telas del berlinés Salomé; de los italianos Clemente, Cucchi y Chia; y de Penk, Kiefer, Polke; y de Baselitz, el que pinta el mundo bocabajo. Los “nuevos salvajes” mostraban no ser especialmente nuevos: eran neoexpresionistas, neofauves, nuevos pintores -frente a los creadores de objetos o urdidores de ceremonias, poderosamente representados en la muestra por el revolucionario Joseph Beuys, o por el impactante Sylberberg-. En esa “posvanguardia” había muchas nostalgias de pasado. Claro que al volver los ojos a ese pasado se lo hacía con la vehemencia y libertades propias de las nuevas generaciones contemporáneas. Había, entonces, cólera, capricho, vehemencia, burla.


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