La conquista del pan

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“La conquista del pan” de Piotr Kropotkin

CAPÍTULO 1 No tenemos por qué ocuparnos en rechazar las objeciones que se hacen al comunismo autoritario: nosotros mismos levantamos acta de ellas. Harto han sufrido las naciones civilizadas en la lucha que había de concluir por la manumisión del individuo para poder renegar de su pasado y tolerar un gobierno que viniera a imponerse hasta en los menores detalles de la vida del ciudadano, aun cuando ese gobierno no tuviese otro objetivo que el bien de la comunidad. Si alguna vez llegase a constituirse una sociedad comunista autoritaria, no duraría, y bien pronto se vería obligada, por el descontento general, a disolverse o a reorganizarse sobre principios de libertad. Vamos a ocuparnos de una sociedad comunista anarquista, de una sociedad que reconozca la libertad plena y completa del individuo, no admita ninguna autoridad y no emplee violencia alguna para forzar al hombre al trabajo. Lo que hace esta ligereza tanto más sorprendente es que hasta en la economía política capitalista se encuentran ya algunos escritores conducidos por la fuerza de las cosas a poner en duda este axioma de los fundadores de su ciencia, axioma según el cual la amenaza del hambre sería el mejor estimulante del hombre para el trabajo o productivo. Comienzan a advertir que entra en la producción cierto elemento colectivo, harto descuidado hasta nuestros días, y que pudiera ser mucho más importante que la perspectiva de la ganancia personal. La calidad inferior de la labor asalariada, la espantosa pérdida de fuerza humana en los trabajos de la agricultura y de la industria modernas, el número siempre creciente de holgazanes que hoy procuran descargarse sobre los hombros de los demás, la falta de cierto atractivo en la producción, que se hace cada vez mas manifiesta, todo comienza a preocupar hasta a los economistas de la escuela clásica. Algunos de ellos se preguntan si no han errado el camino al razonar acerca de un ser imaginario, idealizado en feo, a quien se suponía guiado exclusivamente por el cebo de la ganancia o del salario. Esta herejía penetra hasta en las universidades, se aventura en los libros de ortodoxia economista. Lo cual no impide que un grandísimo número de reformadores socialistas continúen siendo partidarios de la remuneración individual y defender la vetusta ciudadela del asalariamiento, cuando sus defensores de antaño la entregan ya piedra por piedra al asaltante. Así, pues, témese que, sin forzarla a ello, la masa no quiera trabajar. Pero, ¿no hemos oído ya en nuestra vida expresar esas mismas aprensiones por los esclavistas de los Estados Unidos antes de la manumisión de los negros, y por los señores rusos antes de la manumisión de los siervos? Sin el látigo no trabajará el negro, decían los esclavistas. Lejos de la vigilancia del amo, el siervo dejará incultos los campos, decían los boyardos rusos. Cantinela de los señores franceses de 1789, cantinela de la Edad Media, cantinela tan vieja como el mundo, la oímos siempre que se trata de reparar una injusticia en la humanidad. Y la realidad viene a darle todas las veces un solemne mentís. El campesino redimido en 1792 labraba con una energía feroz, desconocida por sus antepasados; el negro liberto trabaja más que sus padres, y el labriego ruso, después de haber honrado la luna de miel de la manumisión festejando los viernes como los domingos, ha vuelto con tanto más afán cuanto más completa ha sido su, libertad. Allí donde no le falta tierra, labra con encarnizamiento, así como suena. El estribillo esclavista puede ser válido para los propietarios de esclavos. En cuanto a los esclavos mismos, saben lo que vale y conocen sus motivos. Por otra parte, ¿quién sino los economistas nos enseñan que si el asalariado cumple de cualquier modo su tarea, en cambio el trabajo intenso y productivo solo es obra del hombre que 66


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