P. Elías Lopera Cárdenas El 26 de agosto de 1962, hace cincuenta años, de manos de monseñor Tulio Botero Salazar, Arzobispo en el entonces de Medellín, en la Catedral Basílica Metropolitana, recibieron el presbiterado monseñor Roberto López Londoño (Obispo de Jericó), monseñor Iván Moreno Agudelo, monseñor Carlos Hernán Vélez Saldarriaga, el canónigo Jorge E. Suárez Álvarez y los padres Ignacio Álvarez Gómez, Luis Fernando Madrid Mesa y Jairo Antonio Piedrahita Mesa. Para la diócesis de Sonsón-Rionegro se ordenaron monseñor Oscar Ángel Bernal (fue Obispo de Girardota) y Alpidio Betancur Giraldo, que se incardinó después en la Arquidiócesis. Quedaron en el presbiterio de la diócesis de Caldas los padres Darío Meneses y Enrique Jaramillo; en la diócesis de Girardota quedó el padre Eliseo Tobón. El padre Horacio Gómez del clero de la Arquidiócesis de Manizales. Pidieron la dispensa del ministerio, Abilio Castaño, Santiago Pérez y Tulio Vélez. Ya descansan en paz monseñor Oscar Ángel, monseñor Nelson Sierra y los padres Alpidio Betancur y Alberto Castaño. En la Eucaristía de acción de gracias celebrada el 22 de agosto de este año en la Catedral de Medellín, monseñor Roberto López en su homilía inspirada en dos textos bíblicos: “El Señor es mi Pastor, nada me faltará” (Sal 22) y “Ay de los pastores que se apacientan a sí mismos” (Ez 34, 7) dio gracias a Dios por la vida, la familia: “ha sido el primer seminario” (OT 2), los sacramentos de la iniciación cristiana, por los maestros de primaria, del Seminario Menor y Mayor, de la universidad. Decía monseñor Roberto: ¿Cómo no recordar agrade-
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cidos la bondad del P. José Mejía Escobar, nuestro primer rector , el dinamismo emprendedor de monseñor Eugenio Restrepo Uribe, el aporte del padre Pedro Nel Martínez Gallego, o la virtud acrisolada de los directores espirituales: José Salazar. Jesús Antonio Gómez y Fabio Restrepo, y el testimonio de cultura bíblica del padre Humberto Jiménez Gómez? Agradeció a monseñor Tulio Botero Salazar el haberles conferido el don del sacerdocio ministerial, que hizo que en estos cincuenta años hayan sido discípulos misioneros en el servicio de la Palabra, del culto sagrado y de la promoción integral de las personas y las comunidades. A los compañeros: Abilio Castaño, Santiago Pérez y Tulio Vélez, que pidieron sus dispensas y no siguieron ejerciendo el ministerio recibido, les admira el haber seguido creciendo como creyentes formados, maduros y comprometidos, pues, “están llamados por Dios, para que, desde la familia, y desempeñando su propia profesión, guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación y transformación del mundo…” (LG 31). Oró por los compañeros que ya terminaron su peregrinación por la tierra: monseñor Oscar Ángel Bernal, monseñor Nelson Sierra y los padres Alpidio Betancur y Alberto Castaño, que gocen de la resurrección pascual. Ser sacerdotes hoy en un mundo convulsionado y en la cultura postmoderna, no es tarea fácil. Es una misión que supera nuestras capaci-
dades humanas, siempre limitadas. Con el Vaticano II, iniciado hace 50 años, cuyos textos “son brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza” (JP II, NMI, 57) pensamos que: “No podríamos ser ministros de Cristo si no fuéramos dispensadores de una vida distinta a la terrena, ni podríamos tampoco servir a los hombres si permaneciéramos ajenos a su vida y condiciones de los mismos” (PO 3). Esto implica ser “hombres de Dios, preparados para toda obra buena” (2Tm 3, 17), dedicados de tiempo completo “no a ser servidos, sino a servir, al estilo de Jesús” (Mt 20, 28) (cf. Homilía de monseñor Roberto López). El señor Arzobispo de Medellín, monseñor Ricardo Tobón Restrepo,
sus Obispos Auxiliares y el presbiterio de la Arquidiócesis nos unimos complacidos a esta acción de gracias por las Bodas de Oro sacerdotales que celebran nuestros hermanos sacerdotes. Los felicitamos y les reconocemos y agradecemos estos 50 años de servicio sacerdotal ordenado, vividos en comunión y participación. Que el Señor los colme de bendiciones y los conserve muchos años en la experiencia de “conocer a Jesucristo por la fe en un encargo que el Señor, al llamarnos y elegirnos, nos ha confiado” (DA 18) y en la “gran tarea de custodiar y alimentar la fe del pueblo de Dios” (DA 18).