Proceso

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A N Á L IS IS ARIEL DORFMAN*

Obama y el dolor de Chile Podría, por ejemplo, conversar con una investigadora llamada Tamara. El 11 de septiembre de 1973, el día en que Salvador Allende fue derrocado, el padre de Tamara, uno de los guardaespaldas de Allende, fue detenido, sin que jamás se supiera su paradero. Yo trabajaba en La Moneda en la época de la asonada militar y salvé la vida debido a una cadena de coincidencias milagrosas, pero el padre de Tamara no fue tan afortunado, como no lo fueron varias buenos amigos míos, cuyos cuerpos todavía están sin sepultura. O podría Obama auscultar los ojos de un abogado que conozco, al que secuestraron una tarde y fue torturado durante semanas antes de que lo dejaran una noche en una calle desconocida, tan lejos de su hogar que fue inmediatamente arrestado de nuevo por romper el toque de queda. O por ahí Obama podría conversar con una antropóloga que tuvo que marcharse al exilio durante 14 años, perdiendo su país, su profesión, su idioma, y cuyo retorno a Chile fue tan angustioso como el destierro original, puesto que sus hijos, a raíz de su prolongada ausencia del país donde nacieron, habían decidido permanecer en el extranjero, lo que significa que esa familia estará para siempre escindida. O si el presidente Obama se siente más cómodo conociendo lugares en vez de seres humanos de carne y hueso, podría familiarizarse con Villa Grimaldi, una casa de tormentos donde ahora se yergue un centro para la paz, o ceder 10 minutos para visitar el Museo de la Memoria, donde hay exhibiciones que denuncian el terrible pasado de Chile. Una razón por la cual tiene sentido que Obama haga todo lo posible por vislumbrar, aunque fuera a través de un vidrio oscuro, nuestra vasta y devastadora pena,

es que los estadunidenses fueron, en gran parte, responsables de aquella tragedia. Washington ayudó y alentó y financió la caída del gobierno democráticamente elegido de Allende y la trayectoria dictatorial de Pinochet. En un momento en que la revuelta en Egipto, como en tantos otros países que se sacuden el yugo autoritario, le recuerda al mundo las consecuencias de sostener regímenes brutales, sería aleccionador para un presidente tan inteligente y compasivo como lo es Obama ver, de cerca y en forma personal, a algunos de los hombres y mujeres que han sido destruidos por esa política. Y Chile también ofrece un ejemplo de lo difícil que es confrontar los crímenes contra la humanidad, cuán difícil y también cuán necesario. En mi país hemos aprendido que si nuestra comunidad, nuestro pueblo entero, no mira de frente el pasado aterrador y arrastra hasta la luz su pesadumbre, si los responsables no reciben castigo, corremos el riesgo de que se corrompa nuestra alma misma. Es una lección que Obama y sus compatriotas deberían imponerse. Dos años después de su arribo a la presidencia de EU, la Prisión de Guantánamo sigue abierta y no hay señal de que Obama se proponga un enjuiciamiento de las violaciones a los derechos humanos cometidas bajo la administración de Bush, ni tampoco una insinuación de que se pediría perdón a las víctimas. Una comisión estadunidense que tome como modelo otra que se ha establecido en Santiago podría constituir un primer paso hacia un ajuste de cuentas que, como bien sabemos los chilenos, no debería postergarse en forma indefinida. Por importante que fuera esa experiencia para Obama, hay otra que sería aún más significativa. Este 21 de marzo por la noche

va a cenar en el mismo Palacio Presidencial donde murió hace muchos años Salvador Allende, en defensa del derecho de su pueblo a elegir su propio destino. Allende está enterrado en un cementerio no muy lejos de donde la élite del país va a estar brindando por la amistad eterna entre Chile y Estados Unidos. En 1965, durante un viaje notable a Chile, Bobby Kennedy se salió del escrupuloso protocolo que se le había armado y se encontró con mineros expoliados y estudiantes universitarios hostiles y se sumergió en los problemas del país para conocerlos, para preguntarse cómo llegar a su resolución. ¿Y si Obama decidiera seguir el ejemplo de Kennedy –su ídolo, Bobby Kennedy– y se saliera del guión para hacer algo sin precedentes como una visita a la tumba de Allende? ¿Si muy simplemente se parase en ese lugar, estuviese a pie ante los restos de quién fue, como él, un presidente elegido por su pueblo, si le dedicara un par de minutos solitarios? No sería imprescindible que pidiera perdón o expresara remordimiento por la intervención de Estados Unidos en los asuntos internos de Chile ni por haber sostenido a Pinochet durante tanto tiempo. Bastaría ese gesto sencillo. Ese homenaje a un presidente que entregó su vida luchando por la democracia y la justicia social mandaría un mensaje a América Latina, y de hecho a todo el planeta, que sería más elocuente que 50 discursos retóricos. Sería una señal de que quizás de veras sea posible una nueva era en las relaciones entre Estados Unidos y sus vecinos al sur del río Bravo, de que el pasado tan amargo e injusto nunca más ha de volver, nunca, nunca más. O *El más reciente libro de Ariel Dorfman es Americanos: Los Pasos de Murieta. 1794 / 20 DE MARZO DE 2011

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