EL PRINCIPE N°4

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El Príncipe

Revista de Ciencia Política Nº 4 - Año 6

Edición: "Política y Democracia"

Asociación de Politólogos Bonaerense ISSN: 0328-2589


Nuestra portada: Inspirada en la Boleta Electoral utilizada en las elecciones Presidenciales para el año 2011 en Argentina. La misma estrenó un método en el diseño y distinción partidaria. Cada candidato se identificó con colores debido a la reglamentación de la Ley de Reforma Política votada en el 2010.


El Príncipe Nº 4 - Año 6

Edición: “Política y Democracia”

Comité Editorial Juan Amor Agustina González Ceuninck. Carolina Frachia. Lucía Paulos. Gabriela Poiré Zoppi. Sabino Mostaccio.



El Príncipe Nº 4 - Año 6

Edición: “Política y Democracia”

Nuestro Consejo Académico Alejandro Esteban Rodríguez Enrique Sette Gerardo Ferradas José María Marchionni María Monserrat Lapalma Mario Edgardo Rodríguez Raúl Leopoldo Tempesta Wilfredo Carrozza



Índice Editorial..............................................................................................11 Sobre la Asociación de Politólogos Bonaerense....................................15

Artículos

Democracia, tensión social, antidemocracia y democracia global. Reflexiones desde la política. Gustavo Mariluz.............................. 19 ¿Democracia sin soberanía? La multitud como sujeto político en Spinoza. Agustín Volco................................................................................. 47 La política en el Kirchnerismo: Hegemonía, dominación y antagonismo. Diego Martín Raus................................................................. 65 El espacio de lo político. Leandro Sanchez........................................ 77 La noción de lo político en la Democracia radicalizada. Sebastián Barbosa............................................................................................. 91 Lecturas de la Teoría Republicana: el gobier no de la ley y la construcción de la ciudadanía desde la mirada de Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau. Lorena Schefer e Ignacio Moretti.................. 102

Sección Internacional Estados Unidos frente al reacomodamiento de fuerzas en Medio Oriente. El caso egipcio. Mariela Cuadro.....................................149 Partidos políticos y política exterior en el “Nuevo Orden Mundial”.Una aproximación a los casos nor teamericano, argentino y brasileño.María Cecilia Míguez......................................................170

Notas de opinión

Análisis general de las candidaturas presidenciales. Sabino Mostaccio.................................................................201 El Príncipe

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Editorial Estimados lectores: emos llegado a una nueva edición de “El Príncipe” y con ella muchas expectativas cumplidas y nuevos desafíos para el futuro. Luego de nuestro especial del Bicentenario donde hemos recibido de los más afectuosos elogios nos hemos reunido para concretar una nueva etapa de nuestra querida revista. El año que pasó nos dejó, o quizá marcó, una bisagra, un momento de cambio, en todos aquellos que participamos de la Asociación, del Comité de la Revista, y en la sociedad en general. Fue un período de reflexión, de nostalgia, de sensaciones encontradas y porqué no, de reconciliación con nuestra historia. En esta oportunidad, más allá de la referencia hecha en el párrafo anterior, queremos presentarles una edición en donde nuestra meta es diferente a la de las anteriores: queremos dejar una Revista que sea consultada por cada uno de nosotros a la hora de intentar interpretar el período electoral que nos dejó el 2011, intercalar textos académicos con notas de opinión que dejen vislumbrar a su vez el momento en el cual

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publicamos esta nueva instancia de “El príncipe”. Teniendo en cuenta el último proceso electoral desarrollado en nuestro país, la Revista se abocó a la selección de aquellos artículos que enfaticen en lo más concreto y menos pasional el significado de un proceso electoral, para no entrar en senderos donde las pujas ideológicas primen sobre la relevancia de otros conceptos, que si bien nos hacen crecer como sociedad, cobran un grado de sensibilidad que por esta vez quisimos dejar de lado. Buscamos entonces aquellas ideas dentro de nuestra ciencia que abarcaran el período en el cual estuvimos inmersos desde una perspectiva académica, contenidos que explicaran, enunciaran y quizá plantearan sus diferencias pero dentro de un marco superador. Al unísono pensamos en el concepto de democracia y como vinculación al mismo el de la política como conjunción perfecta de la representación de la soberanía popular, de la revalidación del término de República y de la consolidación del sistema federativo que caracteriza a nuestro país desde sus inicios en lo que concierne a la formación del Estado.

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Editorial

Los textos que encontrarán serán entonces producto de una búsqueda sobre esas temáticas, recorriendo por los más diversos autores y las más entretenidas e interesantes miradas. En primer término hallarán el aporte de Gustavo Mariluz al que denominó “Democracia, tensión social, antidemocracia y democracia global” continuado por “Democracia sin soberanía” de Agustín Volco. Una mirada actual por Diego M. Raus titulada como “Democracia, república y populismo: conflicto político y articulaciones hegemónicas” sumada a una visión diversa por Leandro Sánchez sobre “El espacio de lo Político”. Por último dentro de la sección de artículos encontrarán tres textos de relevancia académica titulados “La noción de lo político en la Democracia radicalizada” de Sebastián Barbosa, “Lecturas de la Teoría Republicana” escrito por Lorena Schefer e Ignacio Moretti y un interesante análisis de Luciano Nosetto: “La virtualidad del sabotaje: Jean-Jacques Rousseau y la tradición democrática”. A su vez, en esta oportunidad, sumamos una sección que ya desde la segunda edición la veníamos trabajando y quizá haya llegado para perpetuar su lugar dentro de la Revista que es la importancia que cobran para la materia lo que concierne a las Relaciones Internacionales.

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Postulamos comenzar entonces con algunos textos que contengan una mirada apuntada a la materia internacional y en ese camino nos encontramos con dos trabajos que no podíamos dejar de compartir: “Reacomodamiento de Fuerzas en Medio Oriente” de Mariela Cuadro por un lado y “Partidos Politicos y politica Exterior en el Nuevo Orden Mundial” de Cecilia Miguez por otro. Como producción propia les presentamos en esta edición un trabajo realizado por uno de los miembros del Comité Editorial quien con sus recientes veintidós años se lanzó a escribir sobre una temática más que interesante sobre el perfil de nuestros candidatos nacionales que llegaron a la instancia general del sufragio. Desde el Comité y desde la Asociación más que orgullosos de Sabino Mostaccio, el encargado de llevar adelante tamaña iniciativa. Por último pero no por ello menos importante, nuestro sello de todas las ediciones: la entrevista. Esta vez, quisimos vislumbrar como politólogos la realidad del Marketing Político desde una mirada histórica, comparativa, intentando lograr una buena guía para todos aquellos que ávidos de interiorizarse en la materia, puedan recurrir a las palabras de un especialista en la comunicación social. Agradecemos por ello a Augusto Erbin, quien dio respuestas a todas nuestras inquietudes las cuales recomendamos sean leídas con especial

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atención. Esperemos puedan disfrutar de todos los contenidos que les presentamos en esta oportunidad y que nos siga acompañando en este proyecto que con tanta dedicación llevamos adelante en la Asociación, redoblando los esfuerzos y abiertos siempre a las críticas como a los halagos, a la participación y colaboración de todos los que dispongan hacerlo. Muchas Gracias.

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Sobre la Asociación de Politólogos Bonaerense

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a Asociación de Politólogos Bonaerense, nace por voluntad de un conjunto de Estudiantes y Licenciados con profunda vocación asociativa, y como consecuencia de una realidad profesional, académica y laboral que se manifiesta enigmática para la mayoría del los Licenciados en Ciencia Política y Relaciones Internacionales. En este sentido, se presenta como una herramienta más que relevante para la inserción del politólogo en los distintos ámbitos de la vida social, política, económica y cultural, creando un ámbito propicio para el desarrollo de las potencialidades, para contribuir incentivando a los jóvenes acerca de la necesidad de reforzar los vínculos entre la Sociedad y el Estado, observando la ética profesional, el fomento de acciones conjuntas interprofesionales y la promoción del bienestar de sus integrantes. Esta organización, con perfil humanístico y social, y sin ánimo de lucro, tiene como objeto crear un espacio de debate, acompañado de fundamentos

científicos y políticos que le brinden a los estudiantes y licenciados de la carrera de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Provincia de Buenos Aires, la oportunidad de enriquecer sus experiencias y les posibilite así mismo la continua formación a nivel profesional. El estatuto de dicha Asociación y el perfil de sus integrantes, le permite desarrollar actividades orientadas al desarrollo de investigaciones, asesorías, consultorías, procesos de formación en estudios políticos y sociales, acompañar la gestión de entidades gubernamentales y no gubernamentales, organizaciones sociales y partidos políticos de los niveles local, regional, nacional, e internacional; teniendo en cuenta siempre el fuerte compromiso asumido con las instituciones democráticas, el Estado de derecho y los Derechos Humanos, consagrados por la Constitución Nacional y la Constitución de la Provincia de Buenos Aires. Así mismo, la Asociación puede convocar, participar

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Sobre la Asociación de Politólogos Bonaerense

y gestionar la realización de eventos relacionados con temáticas afines al área política, la administración pública, los movimientos sociales y las relaciones internacionales. Asociación de Politólogos Bonaerense, Contacto:

www.apb-politologos.com.ar revistaelprincipe.apb@gmail.com

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Democracia, tensión social, antidemocracia y democracia global. Reflexiones desde la política. GUSTAVO MARILUZ Introducción

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esde los inicios de la sociedad se puede percibir la existencia de una tensión social1. Esta tensión no solo constituye a la sociedad sino que también es una especie de “motor” y hace que ésta pueda tener una historia. La tensión, entonces, se traducirá en conflictos que generarán crisis que se deberán solucionar so pena de que la sociedad se desintegre. De esta manera dialéctica, tensión/ crisis-superación de la tensión/crisissurgimiento de una nueva tensión/crisis, la sociedad encuentra un camino de evolución histórica. La política será el terreno y la acción social que los humanos hemos desarrollado para encauzar esta tensión social hacia caminos evolutivos que terminarán definiendo la historia. Entiendo a la política como el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un orden mediante la institucionalización de normas. Lo político, en cambio, es la dimensión de

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lo antagónico, es el espacio social donde se pueden expresar los conflictos. Esta distinción es importante para mi argumento y se ira iluminando a medida que avancemos en el texto. Cuando hablo de tensión social no necesariamente hablo de violencia de tal manera que, si bien puede haber una similitud con la máxima marxista sobre considerar a la violencia como la “partera de la historia”, me gusta mas decir que la tensión social es el motor de la historia tomando prestado, también del autor alemán2 , la idea de “motor” antes que de “partera”. La tensión social entonces colabora para la institucionalización de la política. Inaugura una dimensión antagónica que constituye lo político. Cuando la idea de democracia se despoja de las visiones románticas y voluntaristas se puede asumir la existencia ontológica de la tensión social. Negar que existan conflictos sociales no colabora para desarrollar marcos democráticos profundos. De lo que se trata, en definitiva, es reconocer que existe tensión social

*Magister en Politica Social: tesis en “ Las políticas sociales para la Tercera Edad en la Argentina”. Docente por concurso. Sociológo (U.B.A.)

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y que uno de los caminos para amortiguarla se encuentra precisamente en los procesos democráticos. La democracia, como proceso político, permite que los conflictos sociales se expresen y encuentren cauces para su superación. Esta superación no evitará que surjan nuevos conflictos ya que estos son inherentes a la evolución social pero, cada paso superador de cada conflicto que surge, nos acerca más a una sociedad utópica. En este artículo, que forma parte de un trabajo más extenso aun sin publicar cuyo título es “Democracia: entre la utopía y la realidad”, me propongo analizar la relación entre la democracia y la tensión social y como esta ultima se manifestará, aunque no solamente, en posiciones antidemocráticas y en la suposición de que es factible implementar una democracia global o cosmopolitita. La advertencia al lector estriba en que este artículo esta escrito desde una perspectiva crítica principalmente al concepto de democracia á la liberal. Advertidos de este punto, pasemos ahora a la reflexión.

Política: antagónica vs. agónica. La postura que intento sostener en este lugar, si bien supone que hay potencialidades positivas en el ser humano al estilo roussoniano, no significa tener una mirada romántica ni inocente sobre él. Mi posición, si bien se ubica

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dentro del pensamiento del autor ginebrino, rescata también algo de Thomas Hobbes con aquello de que “hominis lupus hominis”. Quiero decir, si bien es mi idea de que el ser humano tiene todas las capacidades para la bondad esto no impide que puedan surgir en él instintos agresivos y egoístas y que fueran detectados ya por Sigmund Freud. No pretendo esbozar en este lugar una teoría sobre la personalidad humana y su devenir histórico como productora de violencia o de paz, pero si me parece pertinente mencionar en que baso mis argumentos en relación al surgimiento de la tensión social. Que quede claro entonces que mi apelación a las virtudes cívicas, tal como las vengo desarrollando a lo largo de este trabajo de reflexión, ni de cerca son románticas o inocentes sino todo lo contrario; mi perspectiva es materialista y se ancla en un análisis de la realidad social vivida cotidianamente. Vale la pena esta aclaración. La visión idealizada de la sociedad, como impulsada por la empatía y la reciprocidad3 ha calado hondo en el pensamiento moderno sobre todo en las visiones liberales como socialistas. La hostilidad y la violencia son vistas como resabios arcaicos que la civilización viene a remedar. La oposición a este pensamiento suele ubicarlo como antidemocrático y autoritario. Sin considerarme comprendido en ninguno de estos dos calificativos, coincido en que

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no necesariamente los hombres nos movemos por la empatía y la reciprocidad. Mi idea es que la solidaridad es en realidad una estrategia efectiva para la concordia y la armonía social antes que un presupuesto moral o ético4. Es gracias a la cooperación solidaria que los hombres logran evolucionar desde la horda hacia la sociedad. Para cazar a un elefante o a piezas mayores que un roedor se necesitó de la colaboración solidaria de la comunidad que se beneficiaba del excedente que era repartido equitativamente más allá de que efectivamente pudiera haber jerarquías basadas en saberes y prácticas individuales. Quizás el mejor cazador o el navegante más apto se quedara con las mejores porciones de carne pero debía repartir los excedentes entre todos los miembros de la comunidad para poder seguir ostentando su primacía. Como dice Maurice Godelier (1974) la competencia se da en realidad en el plano de la ostentación y no en el de la producción. La tensión social también se manifestará en el proceso de constitución de identidades. El concepto de identidad contrastante hace lugar exactamente a lo que manifiesto. Los seres humanos sabemos quienes somos por lo que no somos. Es decir, la mentalidad masculina se concretizará en oposición a la femenina. Vemos como este proceso de identificación contrastante afecta a lo político. Somos de izquierda por que

no somos de derecha y la posición del centro lo es justamente defendiendo su distancia entre los dos polos de la línea. La naturaleza de las identidades individuales y de las colectivas, esta última pertinente a nuestro tema de reflexión, implicaran siempre un nosotros y un ellos, un “adentro” y un “afuera”. “Ellas juegan un rol central en la política, y la tarea de la política democrática no consiste en superarlas mediante el consenso (artificial)5 sino en construirlas de modo tal que activen la confrontación democrática. El error del racionalismo liberal es ignorar la dimensión afectiva movilizada por las identificaciones colectivas, e imaginar que aquellas “pasiones” 6 supuestamente arcaicas están destinadas a desaparecer con el avance del individualismo y el progreso de la racionalidad” (Mouffe 2007:13). La democracia á la liberal intenta encauzar estas pasiones en parámetros racionales habida cuenta que sus argumentos hacen de la racionalidad y de la libertad asentada en esta racionalidad, uno de sus pilares. Justamente, la consideración de los seres humanos que viven en sociedad como seres irracionales y sujetos a sus pasiones mas primitivas puede desmantelar todo el edificio argumental del liberalismo y descubrir que, en realidad, más allá de sus propuestas seductoras, es también una forma de producción de una dominación asentada en la propiedad privada y en la apropiación del trabajo ajeno. El conflicto y las crisis devenidas

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de él son una afrenta a la racionalidad perseguida por el liberalismo y son una demostración de su error originario; los seres humanos no necesariamente actuamos en forma racional en un mercado autoequilibrado, por el contrario, generalmente solemos actuar obedeciendo mas a nuestros impulsos y a nuestros deseos así esta satisfacción implique la insatisfacción de nuestros semejantes. La negación de la existencia de conflictos solo puede servir, entonces, para justificar una forma de dominación. “…lo que el antagonismo revela es el límite mismo de todo consenso racional” (Mouffe 2007: 19). Reconocer la conflictividad social no significa ubicar a los seres humanos como amigos vs. enemigos sino como nosotros y ellos. Esto significa, también, reconocer algunas similitudes entre nosotros, similitudes que tendrán un límite; y diferencias con ellos, diferencias que también tendrán su límite. Establecer una identidad significa marcar una diferencia y esta diferencia es, a la vez, base para una relación social. La aceptación de las diferencias y de la constitución de la relación social es la base para el reconocimiento del otro diferente pero no necesariamente enemigo. De esta manera, el reconocimiento de las identidades contrastantes y de las relaciones sociales que estas producen pueden fomentar un ejercicio democrático que, reconociendo es-

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tas diferencias y los conflictos que puedan surgir, se ofrece como el terreno no solo para su expresión sino para su solución. Cuando definimos al otro como diferente pero no como enemigo, los conflictos que pueden surgir de este antagonismo son vistos como legítimos dando lugar a procesos de concertación negociación y alianzas para amortiguarlos y para encontrar caminos que conformen a todos. Es por ello que la política es el arma fundamental para encauzar estas tensiones al proveer ella el marco adecuado para que estas tensiones se expresen y se debatan. “El modelo adversarial debe considerarse como constitutivo de la democracia porque permite a la política democrática transformar el antagonismo en agonismo…la tarea de la democracia es transformar el antagonismo en agonismo” (Mouffe 2007:27)7 . Es en los parlamentos donde se da esta transformación de antagonismo en agonismo. El debate necesario que permite la práctica parlamentaria sumado a la posibilidad de negociar, concertar y realizar alianzas, colabora no solo para que el conflicto encuentre canales democráticos de expresión sino que también, y por un proceso dialéctico ya mencionado, fortalezca el proceso de transformación de antagónico a agónico8. Los parlamentos son los espacios ideales y prácticos para la expresión de los conflictos los que se patentizarán no solo mediante acuerdos racionales

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sino que, muchas veces, cuando prima la pasión y la vehemencia, estas no son obstáculos a la hora de consensuar. Leyendo los Diarios de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación Argentina podemos encontrar muchos ejemplos de lo manifestado. Debemos decir que, en ocasión de emitir un voto, el ciudadano también elige su opción en virtud de emociones históricamente sedimentadas, en acercamientos pasionales y en tradiciones populares. Ejemplo de lo manifestado es el apoyo que recibe históricamente el Partido Justicialista en la Argentina y, en menor medida, la Unión Cívica Radical. Muchos de los simpatizantes justicialistas lo son desde un marco de emocionalidad antes que de racionalidad. La impronta histórica que ha dejado el justicialismo en la conciencia de muchos argentinos se debe no sólo a los beneficios sociales propulsados durante el gobierno de Juan Domingo Perón y su esposa Eva Duarte de Perón sino también por un complejo proceso de identificación emocional entre estos “padres” y la población. La visión de las bases acerca de la existencia de “padres de la patria” entroniza a líderes no ya desde un pensamiento racional ligado a intereses también racionales sino que se pueden detectar elementos emocionales y culturales, alejados de esa racionalidad tan propugnada por la ideología liberal, en la conformación de esos apoyos electorales. Lamentable-

mente esta emocionalidad es aprovechada no solo por demagogos sino que muchos advenedizos encuentran en su utilización un marco ideal para desarrollar políticas clientelares y prebendarias que le son funcionales a su individual interés político y que generalmente tiene en la reelección su objetivo más egoísta. El conflicto y su posibilidad de emergencia y resolución forman parte indisociable de una práctica democrática. Un correcto funcionamiento de esta exige un enfrentamiento entre posiciones democráticas legítimas. La expresión de estos conflictos ya sea originado en los parlamentos o en posiciones traídas a estos por las organizaciones de la sociedad civil (OSC), juega un rol integrador y de confianza en que es posible mejorar las instituciones democráticas más allá de sus falencias. Justamente, la obstaculización e invisibilidad del conflicto, no juega a favor de la democratización; antes bien, suele ser funcional a regimenes antidemocráticos negadores del conflicto social o a regimenes neoliberales que pretenden ocultar dichos conflictos en las supuestas bondades autorreguladoras de un inexistente libre mercado. Lo que patentiza mejor mi argumento, es recordar aquella nefasta frase esgrimida por el Proceso de Reorganización Nacional en ocasión de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA) y

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que fuera publicada en diarios, revistas, carteles y hasta calcomanías y que rezaba “Los argentinos somos derechos humanos”. Debemos recordar, a fuerza de ser honestos por lo menos con la historia, que mientras esto sucedía funcionaban en el país los tristemente célebres centros de detención y tortura donde es quizás la Escuela de Mecánica de la Armada el ejemplo más conocido. Al impedir que el conflicto se expresara democráticamente el Proceso de Reorganización Nacional debió incrementar su política de represión, e incluso inventar una guerra, para que la población viera con mejores ojos su accionar político y lo legitimara. Obviamente la inercia de la historia no puede ser detenida mediante ardides publicitarios y el conflicto encontró las formas de expresarse en el año 1983. Para que la democracia encuentre caminos legítimos de expresión debe desarrollar formas institucionales que incorpore al conflicto y entender que el otro no es un enemigo sino un adversario y que puede ser circunstancial. El adversario de hoy puede ser el aliado de mañana y aún más. La oposición puede ser a algunas políticas particulares y no a todas. El compromiso de aceptar el régimen democrático por el autoritario lo convierte en aliado antes que enemigo. Cuando dos o mas partidos políticos encuentran en el parlamento el lugar ideal para dirimir las diferencias políticas se convierten en aliados

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tácitos al aceptar los procedimientos democráticos como los procedimientos legítimos para no solo conducir los destinos de la nación sino también para dirimir los conflictos sectoriales. La oposición, en este caso, puede ser coyuntural y circunscripta a determinados temas que hacen a la vida política cotidiana de una nación.

Democracia y antidemocracia. La democracia única. El problema, tanto ético como técnico, está definido por el tratamiento democrático de aquellas tendencias políticas que utilizan la democracia para derribarla. Tanto la extrema derecha como la extrema izquierda pueden utilizar las formas democráticas para derrocarla. El planteo que hay que hacer es justamente qué hacer con estas extremas tendencias. Esta posición supone un desafío a la democracia. “Cuando la política democrática ha perdido su capacidad de movilizar a la gente en torno a proyectos políticos distintos, y cuando se limita a asegurar las condiciones necesarias para el funcionamiento sin problemas del mercado, están dadas las condiciones para el surgimiento de demagogos políticos que articulen la frustración popular” (Mouffe 2007: 77) Desde una postura ética, se debería sostener incluso a esas facciones antidemocráticas, tengan o no representación parlamentaria. Si logran colocar algún candidato en el parlamento, este tendrá

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los medios correctivos disciplinarios para que ninguno de esos representantes esté en condiciones de corromper los métodos democráticos. El artículo 64 de la Constitución Nacional Argentina dicta que “Cada Cámara es juez de las elecciones, derechos y títulos de sus miembros en cuanto a su validez.”, de tal manera que cada cámara, contando con los votos necesarios, puede impugnar la jura como legislador al candidato que, más allá que haya obtenido los votos necesarios para ingresar al parlamento, no sea considerado apto para desarrollar la tarea de legislador. Esta situación es particular en el caso argentino ya que algunos candidatos han sido objeto de juicios por haber participado en centros clandestinos de detención y tortura durante la época del Proceso de Reorganización Nacional y son acusados de delitos de lesa humanidad. Si bien han podido lograr un cierto acompañamiento traducido en votos, y en base a estos argüir que la prohibición de su asunción como legislador coartaría los derechos civiles y políticos de quienes lo han elegido, lo cierto es que estas formas serían salvadas por que el segundo de la lista, o quien lo sucediere, sí podría asumir como legislador. De esta manera la impugnación es al candidato acusado y no a la lista quien debe cumplir con los rigores legales que funda, justamente, la ley electoral. Se podría aducir que la impugnación

debería ser hecha al momento de la candidatura pero surgen algunos problemas legales por ejemplo; el parlamento no tiene autoridad para impugnar candidaturas ya que eso es tarea del sistema judicial y por la autonomía de los poderes que constituyen una república, esta penada la intromisión de un poder en la esfera del otro. Si hubiera acusaciones que ameritaran la realización de un juicio penal, es la Corte Electoral quien debe impugnar la nominación y no el Poder Legislativo. Pero puede pasar que ese candidato haya efectivamente torturado, secuestrado y asesinado a ciudadanos pero, en virtud de leyes de amnistía, obediencia debida o indultos se haya detenido el proceso. También puede suceder que, al no haber testigos directos de dicho crimen o que estos se encuentren en el exterior o asustados por amenazas directas, los hechos realizados no alcancen la categoría de prueba jurídica y no pueda condenarse al candidato en virtud de estos procedimientos formales que estipula la Justicia. Sin embargo, para la ciencia política, la sociología y la psicología existen otras formas de probar los hechos que no necesariamente se ajustan a los estrictos cánones formales de la Justicia. Si bien este no es un argumento jurídico, de lo que se trata en este trabajo de reflexión, es de analizar políticamente a la democracia por lo que, sin subestimar y menoscabar los argumentos jurídicos, hago hincapié en la ventaja de

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los métodos de las ciencias sociales a la hora de analizar los procesos políticos. En el mismo plano, se puede decir que para impugnar el juramento a un legislador electo, se necesita de una mayoría especial y no de una mayoría simple por lo que la suma total de votos contrarios al juramento es de una magnitud tan grande que nadie puede decir que no se han respetado los derechos políticos y civiles ya sea del candidato impugnado o sus electores9. En este ejemplo, se unen una cuestión ética y una cuestión técnica. Pero aún más; el 9 de agosto de 1984 se sancionó la ley 23.077 y que fuera promulgada el 22 de agosto del mismo año y que se conoce como ley de Defensa de la Democracia. Esta ley, originada en el gobierno democrático que asumió el poder después del Proceso de Reorganización Nacional, contaba con una extraordinaria legitimidad y fue un recurso de la democracia para autosostenerse y para indicar un camino para su defensa. Más allá que este mal o bien sancionada y que nos puede o no gustar su espíritu, lo cierto es que es una herramienta legal que se ha dado el gobierno democrático para defenderse. Esta ley comienza derogando muchas disposiciones penales sancionadas durante la dictadura. En su artículo 5 propone modificar la expresión “rebelión” por la de “atentados al orden constitucional y a la vida democrática”.

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Esta modificación responde al espíritu de dicha ley ya que una rebelión puede encontrar algún justificativo, incluso en el orden democrático, y, siguiendo al pensamiento de Rousseau, sería uno de los derechos básicos del ciudadano. Pero un golpe de estado llevado a cabo por las Fuerzas Armadas de una nación y que intenta imponer un gobierno cuyo interés no es la construcción del bien común sino la defensa de privilegios económicos no puede ser considerada una rebelión sino, como dice el ley, un atentado al orden constitucional. Es interesante mencionar que este artículo incorpora la defensa de la vida democrática, como si la democracia se extendiera a toda la población incidiendo en su forma de vida. Me parece que esta inclusión va en camino de entender a la democracia como algo que va mas allá de las formas jurídicas institucionalizadas. El texto de la ley avanza aún mas y en su artículo 6 indica que serán reprimidos con prisión a los que “…se alzaren en armas para cambiar la Constitución nacional, arrancarle alguna medida o concesión o impedir, aunque sea temporariamente, el libre ejercicio de sus facultades constitucionales o su formación o renovación en los términos y formas legales”. No sólo se pena privando de libertad a quienes se alzan en armas para cambiar la constitución sino también previene sobre el uso que algunos sectores interesados puedan hacer de este atentado

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e incorpora la dimensión temporal al expresar claramente que este atentado lo es incluso si es “temporariamente”. Esto alude, a mi entender, a las estrategias y a las artimañas de los golpes de estado quienes se autojustifican al proclamar que dicha asonada lo es justamente por tiempo determinado y para reestablecer el sistema y los valores democráticos que han sido socavados, justamente, por el sistema democrático que intentan reestablecer. La política a veces ingresa por laberintos paradójicos que si no fueran trágicos nos harían esgrimir una sonrisa. El artículo 8 nos dice que serán reprimidos con penas establecidas en el Código Penal para los “…traidores a la patria…a los miembros de alguno de los tres poderes del Estado nacional o las provincias que consintieran la consumación de los hechos descritos en el artículo 226 (del Código Penal10) continuando en sus funciones o asumiéndolas luego de modificada por la fuerza la Constitución…” Este artículo, si bien esta inspirado en el Código Penal, avanza en el espíritu de defensa de la democracia al considerar no ya como reos a los que se alzaren en armas sino como traidores a la patria que tiene una densidad conceptual mayor, por lo menos desde la mirada política, que la de reo. Además incluye dentro de esta denominación no solo a los sediciosos sino a los que colaboren con el régimen ocupando funciones en el gobierno anticonstitucional.

De esta manera, tanto desde un punto de vista ético como técnico, la democracia encuentra los argumentos adecuados para defenderse. Un problema particular se plantea cuando desde la democracia se instrumentan medidas antidemocráticas a implementar en otros países en virtud de peligros antidemocráticos falsos o inexistentes. La apelación a estos falsos peligros contraviene el espíritu democrático. Acusar a un país de no implementar la democracia e intervenirlo militarmente para que sí la implemente o apoyar a dictaduras que la suplantan violentamente, con su secuela de secuestros, torturas, persecución, robos y muerte, en realidad puede tener el ropaje de la democracia pero es solo un disfraz que oculta, en realidad, una intención de poder hegemónico a nivel mundial. Cuando la guerra ilegal, se transforma en legal por estos ardides, la categoría de adversario pasa a ser la de enemigo y este puede ser declarado de criminal e inhumano y ser punible de las más abyectas normas que lo niegan como humano. Entonces puede ser detenido sin causa, encarcelado en campos de concentración, torturado para obtener información, etc., todo en nombre de la democracia pero en realidad la contraviene. Las políticas de exterminio llevadas a cabo por regimenes autodenominados democráticos obviamente se oponen al concepto de democracia que sostenemos en este lugar.

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La idea de que hay una sola forma de democracia y que esta se define desde el liberalismo y que además, a partir de un ejemplo nacional se pretende universalizarlo sin medir los costos que este proceso puede traer aparejado para diferentes poblaciones, no abona la hipótesis de democratización del mundo sino que lo que termina siendo es la extensión de un modo de dominación hegemónico cuyo centro se encuentra en la capital de un país o de un grupo de países. Obviamente estoy pensando en la democracia tal como la entiende Occidente y particularmente el conservadurismo norteamericano representado por los Gobiernos de los Busch tanto padre como hijo. Ligado a lo dicho, si la democracia se considera a si misma como la única forma y la más eficaz para la organización de la sociedad reduce su densidad acercándose peligrosamente hacia formas espurias y subordinadas de democracia. La democracia no puede apelar a formas antidemocráticas para sostenerse sin perder mucho de su sentido. Lo que debe tratar de hacer, dentro de los propios límites impuestos por sus normativas, es profundizarse cuidándose de no excederse en esta profundización habida cuenta de que este proceso de profundización debiera tener en consideración la creciente complejidad de la sociedad moderna. Si no atiende estas particularidades, la democracia hegemónica corre el riesgo de convertirse

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en un tipo particular de mesianismo. Debemos advertir que no todas las culturas se han desarrollado según el patrón europeo y norteamericano y que pueden haber formas democráticas y regímenes que logren las ventajas de ella sin convertirse en sociedades de consumo o similares a los casos europeos o norteamericano. No toda oposición a estas formas particulares de democracia es antidemocrática, antes bien, puede ser todo lo contrario. Si la democracia liberal se impone por la fuerza de las armas no debe sorprender que haya resistencia del pueblo a esa imposición. La universalización forzada del modelo occidental europeo y norteamericano liberal no ha demostrado su eficacia en todo el globo. Entonces, en vez de traer la paz y el desarrollo, puede generar formas de resistencia violenta y exacerbar los sentimientos nacionalistas hiriendo de muerte a un posible proceso democratizador autónomo y original. El cuestionamiento a la supremacía de un tipo de democracia por otro debe comenzar a surgir habida cuenta que la tan mentada eficacia de la democracia á la liberal puede derrumbarse al constatar las políticas de tipo imperialistas y la imposición armada que este tipo de democracia viene sosteniendo en el mundo desde hace ya muchos años. La “política del garrote” no puede ocultar sus intereses económicos antes que políticos.

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No obstante lo dicho, todavía no podemos responder a la pregunta sobre que hacer con aquellas facciones antidemocráticas que se aprovechan de la democracia para derrocarlas. Ante esto se abren dos alternativas: la primera defiende la idea de que, más allá del peligro que puede suponer incorporar las tendencias antidemocráticas a las instituciones democráticas, es preferible correr este riesgo para mostrar a la población que la democracia tiene la suficiente fuerza para autosostenerse. Al mismo tiempo, es una muestra de su fortaleza y de su convencimiento en que es el camino correcto y eficaz para lograr el bien común mostrando, mediante este ejemplo, que las tendencias antidemocráticas pueden existir pero que nunca podrán acceder al poder por medios democráticos debido a su ineficacia en la gestión. La apelación a la ineficacia de las dictaduras y el colapso económico de la URSS abonan esta tendencia. La otra postura, en cambio, no admite la existencia de tendencias antidemocrática en el sistema democrático y postula sostener una militancia ética y técnica en contra de ellas. Para esta línea de pensamiento, la democracia no puede permitir que la dimensión antagónica de la política termine sustituyéndola e impide, por medios legales, la institucionalización de partidos políticos que tienen como objetivo el derrocamiento del régimen. Quizás la

experiencia de la República de Weimar sea demasiado ilustrativa al respecto y sea considerado como un ejemplo a combatir. Para esta visión, la democracia debe construir consensos amplios para determinar normas institucionalizadas que impidan el surgimiento de partidos políticos antisistema y así, si surgen, sean considerados como facciones y se les pueda aplicar las sanciones estipuladas por la ley. Justamente, la ley mencionada precedentemente, cumpliría con este espíritu. En el mismo orden, de lo que se trata, es de transformar la dimensión antagónica, propia de la política y no exclusiva de la democracia, en la dimensión agónica en donde si se puedan expresar los conflictos. Sin embargo, y más allá del análisis realizado, se debería dejar en claro que el tema de permitir o censurar la expresión de las ideologías antidemocráticas no solo indicaría un límite a la democracia sino que es un desafío a ella como gestora de la concordia social. Al mismo tiempo, este desafío es un estímulo no solo para el aprendizaje democrático, ya que supone ampliar los márgenes de tolerancia, sino también para perfeccionar las herramientas para su defensa y autosostenimiento. La negación de la existencia del conflicto social, acaecido por la imposición autoritaria de un modo de producción y por el devenir histórico particular de la sociedad, supone la negación de la política y la eliminación también del lu-

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gar de expresión y resolución de esos conflictos. La creencia de que la democracia liberal occidental es la única verdadera forma de sociedad democrática supone un profundo e insoportable etnocentrismo y es profundamente antidemocrático. “…el problema crucial de nuestro tiempo es el de la necesidad de un pensamiento apto para aceptar el desafío de la complejidad de lo real, es decir, apto para aprehender las relaciones, las interacciones y las implicaciones mutuas, los fenómenos multidimensionales, las realidades que son a un tiempo solidarias y conflictivas (como la propia democracia, que es un sistema que se alimenta de antagonismos pese a proponerse regularlos)11” (Morin 2002:176) De lo que se trata, dentro del juego democrático, es entonces transformar el antagonismo negador de lo político, por el agonismo en donde sí se pueden plantear los conflictos y buscar, por medio de las alianzas, las negociaciones y la concertación, ya sea en instituciones parlamentarias, organizaciones civiles o las formas que la comunidad se dé, buscar digo, la mejor y más pacífica forma de solucionarlos. La búsqueda del bien común debe funcionar como un faro que guíe ese agonismo.

¿Hacia una democracia cosmopolita? Desde que Sebastián Elcano dio la

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vuelta al mundo entre 1521 y 1522 tras asumir el mando de la flota comandada por Magallanes, muerto en Filipinas por los nativos, se comprobó que la tierra era realmente una esfera. Esta circunvalación no sólo tuvo un interés geográfico sino que también mostró la existencia de otras naciones y otras culturas desconocidas por la cultura europea. Con el auge del industrialismo capitalista, el hecho de que el mundo fuera global, posibilitó pensar en mercados de ultramar en donde poder ubicar no sólo los excedentes de producción europeos sino también obtener materias primas y el combustible necesario para alimentar la creciente industrialización a un precio muy barato. Antes que Elcano el aventurero Marco Polo había introducido varias mercancías del Lejano Orienta a Europa en el siglo XIII mostrando que era posible, y beneficioso, comerciar con los extranjeros, sean o no herejes. Marco Polo y Elcano son así, según mi argumentación, probablemente dos de los iniciadores de lo que hoy llamamos globalización. Más allá de la definición de este concepto, entendido como el intercambio global y trasnacional de mercancías, servicios y saberes, según un interés primeramente rentístico y en segundo lugar social y cultural, la globalización no es un fenómeno de la Modernidad. Siempre ha habido intercambios de

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todo tipo entre diferentes regiones del mundo. Con el auge de la navegación transcontinental y de las comunicaciones, el desarrollo de la telemática y la independencia cada vez más profunda de los capitales internacionales, el proceso de globalización encuentra cauces más predecibles para desarrollarse. Es así, entonces, que la distribución de mercancía, saberes, servicios y personas, pueden desplazarse ahora con mayor facilidad por todo el globo y mejor que como sucedía en tiempos de Marco Polo y Elcano. La globalización, como dije, quizás haya comenzado por aquella época pero es recién a finales del siglo XX que puede desarrollarse con mayor facilidad. El fin de la Guerra Fría y la creciente hegemonía de Occidente liderada por los Estados Unidos colaboran para que la globalización se profundice. Y la pretensión etnocéntrica descripta en las líneas antecedentes, profundiza este proceso. Es por eso que podemos pensar que, de la mano de la hegemonía occidental, haya una intención de plantear una democracia universal y cosmopolita. Podemos encontrar antecedentes en la Sociedad de las Naciones creadas por el Tratado de Versalles el 28 de junio de 1919 y disuelta al final de la Segunda Guerra Mundial en ocasión de la creación de la Organización de las Naciones Unidas. No es casual, en términos

del Karl Polanyi (2007), que estas organizaciones hayan surgido a posteriori de una guerra mundial. Lo que se plantea en el siglo XXI con mayor énfasis es la posibilidad de extender la democracia a todos los países del mundo más allá de sus gustos. Como se dijo anteriormente, la existencia de un poder omnímodo con sede en Washington sumado a una ideología mesiánica que divide al mundo entre “buenos” y “malos” puede fortalecer la construcción de un orden democrático internacional hegemonizado por Occidente. Este “nuevo orden democrático” no necesariamente lo es. Quiero decir, el orden democrático en que se está pensando es á la liberal, -más allá de la crisis estructural por la que actualmente está atravesando- y supone la liberación de los mercados a los flujos del capital trasnacional y, secundariamente, una democracia electoral representativa. La democracia, para el eje occidental, es la democracia liberal y la constitución de mercados libres autorregulados aún en esta coyuntura de crisis estructural. El pensamiento liberal clásico, tan criticado por Keynes en su obra, aún intenta sostenerse en virtud de argumentos que la misma realidad demostró falsos. Ante esta perspectiva, se abren dos vías de análisis: la primera tiene que ver con la historia. La segunda con la practicidad y materialidad de la puesta en práctica de mercados autorregulados.

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La democracia á la liberal pudo desarrollarse en Europa y en Estados Unidos debido a sus particulares procesos históricos. La existencia de una ética protestante (Weber: 1991) y una particular constitución poblacional sumada al respectivo desarrollo industrial y comercial fueron las claves para el desarrollo capitalista en Europa y en Estados Unidos. Pero en el caso de América Latina, Asia y África no se cumplieron estos pasos. Europa y Estados Unidos lograron tener colonias formales e informales y extraer de ella materias primas baratas y colocar excedentes industriales, no siempre de buena calidad. Al mismo tiempo, pudieron trasladar a estas regiones sus crisis despreocupándose de las consecuencias que ellas trajeron para la población de estos continentes. Tanto América Latina como Asia y África han tenido desarrollos demográficos, sociales y políticos muy diferentes de los que ocurrieron en Europa y en Estados Unidos por lo que no se ve con facilidad que el tipo de democracia á la liberal pueda desarrollarse tal como se piensa en las usinas intelectuales de Occidente. La resistencia de los pueblos de América Latina, Asia y África y de parte de su dirigencia política a las imposiciones del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro norteamericano a transformar sus economías en dirección a los inte-

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reses particulares de estas instituciones es un obstáculo que nos está indicando la dificultad para que la democracia á la liberal pueda extenderse a todo el mundo. Cada país o conjunto de países pueden compartir un pasado histórico y no considerar esta particularidad es obstaculizar los caminos que pueden encontrar para desarrollarse autónomamente. La propuesta acerca de democratizar al mundo, si bien puede parecer bella, es demasiado romántica en el mejor de los casos y particularmente interesada en el peor. Si las instituciones mencionadas y los gobiernos involucrados en difundir las ventajas de la democracia realmente respetaran sus principios, deberían considerar también, respetar un espacio autónomo nacional para que los gobiernos subdesarrollados generen espacios propios y originales que determinen y definan sus propios métodos e instituciones democráticas. Quiero decir, no parece muy eficaz trasladar vis á vis las experiencias democráticas de Europa y Estados Unidos en regiones en donde la cultura y las instituciones sociales se alejan mucho del paradigma occidental y esta particularidad se agudiza cuando este traslado se pretende realizar mediante la invasión armada de una potencia a un subdesarrollado país. Esta última característica nos podría estar mostrando el verdadero interés que puede encontrarse en esa utópica idea de democratizar el mundo. En segundo lugar, podemos pensar

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siguiendo a Polanyi, la imposibilidad de que exista un mercado global libre y autorregulado. “La crisis financiera global más reciente recordó a la generación actual las lecciones que sus abuelos aprendieron con la Gran Depresión: la economía autorregulada no siempre funciona tan bien como sus defensores quieren hacernos creer…a pesar de profesar la creencia en el sistema de libre mercado, (el FMI)12 es una organización pública13 que interviene de forma regular en los mercados cambiarios, y proporciona fondos para rescatar a los acreedores externos al tiempo que presiona por tasas de interés usureras que hacen quebrar a empresas nacionales. Nunca han existido los mercados laborales o de bienes en verdad libres” (Stiglitz 2007: 11)14. De hecho, los países que se definen como más liberales son, a la vez, los más proteccionistas siendo los subsidios agrícolas uno de los ejemplos de esta protección. El libre cambio entonces, parece ser una política de exportación pero no para regular los mercados internos. Se vende la idea del libre cambio como la panacea a los problemas estructurales de los países subdesarrollados pero no se aplica, esta ideología, en los países usina de esta ideología. La reciente experiencia en América Latina y especialmente en Argentina, nos muestra la ineficacia en la obtención de resultados debido a la aplicación de políticas neoliberales planificadas por el FMI y el Banco Mundial (BM). Siguiendo a

Stiglitz (2007:12) “El libre comercio internacional permite que un país aproveche sus ventajas comparativas al aumentar sus ingresos en promedio, aunque algunas personas pierdan sus empleos. Pero en los países en desarrollo con altos índices de desempleo, la destrucción de plazas resultado de la liberalización del comercio quizás sea más evidente que su creación, y éste es en especial el caso de los paquetes de “reforma” del FMI que combinan la liberalización del comercio con altas tasas de interés, lo que virtualmente imposibilita la creación de empleo y de empresas”. La imposición de este tipo de democracia puede destruir rápidamente las relaciones sociales básicas que una sociedad desarrollo durante su historia trayendo secuelas que pueden surgir en forma violenta. La mayor parte de las sociedades conocidas, han desarrollados formas de solidaridad y de protección para sus miembros necesitados tales como viejos, discapacitados, enfermos, etc. La imposición salvaje de la lógica del mercado libre tiene consecuencias desastrosos sobre estos sistemas de solidaridad y de protección. Las nuevas relaciones sociales producidas por la lógica mercantil, suplanta y destruye demasiado rápido estas redes de contención y de seguridad social que estas culturas construyeron durante toda su historia. Y esta suplantación no se da en forma pacífica ya que el estado liberal democrático debe apelar a la coacción física para poder imponer

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las determinaciones económicas financieras diseñadas en las metrópolis que, en definitiva, solo la benefician. El individuo otrora protegido por las redes sociales y comunitarias se encuentra aislado y abandonado a variables macroeconómicas que no dependen de él (Castell 2004). La imposición autoritaria del libre mercado crea un nuevo conjunto de demandas de consumo (generalmente superfluo y ostentatorio) antes que se desarrollen nuevos mecanismos de contención y protección social. Coincidimos nuevamente con Stigliz cuando nos dice que: “Les decimos a los países en desarrollo lo importante que es la democracia, pero cuando se trata de asuntos que les preocupan más, los que afectan sus niveles de vida, la economía, se les dice: las leyes de hierro de la economía te dan pocas opciones, o ninguna; y puesto que es probable que tú (mediante tu proceso político democrático)15desestabilices todo, debes ceder las decisiones económicas clave, digamos las referentes a la política macroeconómica, a un banco central independiente, casi siempre dominados por representantes de la comunidad financiera; y para asegurar que vas a actuar conforme a los intereses de la comunidad financiera, se te dice que atiendas en exclusiva la inflación y te olvides de los empleos o del crecimiento; y para asegurarnos de que hagas eso, se te dice que te sometas a las reglas del banco central, como expandir la oferta de dinero a una tasa constante, y cuando una regla no opera como se esperaba, se impondrá otra,

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como centrarse en la inflación. En resumen, mientras en apariencia fortalecemos a los individuos en las ex colonias mediante la democracia con una mano, con la otra le arrebatamos esa misma democracia” (2007: 18). Quizás sea un modelo de lo que pueda pasar al respecto de nuestro tema la formación de bloques regionales y mercados comunes. Estoy pensando en la Comunidad Económica Europea (CEE) y el MERCOSUR. Este tipo de organizaciones tienden a reunir en un bloque a varios estados nacionales con la intención de integrarse en varios niveles, de ellos, el que ha primado hasta ahora es el económico. Pero también hay una integración a nivel político y social. De lo que se trata hasta ahora es de que varios países, con costumbres e historias similares y con fronteras en común tengan una sola voz y que ésta se escuche mas fuerte en el concierto internacional. Más allá de esta primera integración económica, en los últimos años está surgiendo una nueva doctrina jurídica, liderada por el juez español Baltasar Garzón, quien propone la prosecución de juicios penales a criminales acusados de delitos de lesa humanidad considerando todo el mundo como una jurisdicción posible. Esto significa que cualquier juez de cualquier país podría acusar, perseguir, detener y condenar, si hubiera pruebas suficientes, a cualquier criminal acusado de esos delitos se encuentre en el país que sea. El caso

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testigo fue el del ex presidente de facto de Chile y criminal acusado de varios delitos Augusto Pinochet. Lamentablemente, el final de dicha experiencia no fue todo lo satisfactorio que se esperaba pero, más allá de este caso puntual, es válido el análisis que podemos hacer al respecto con nuestro tema16. Con respecto a la integración regional, se debería avanzar hacia caminos que vayan más allá de lo meramente económico. La integración debería propender hacia formas sociales, culturales y políticas aceptando la diversidad cultural y social de cada uno de los estados miembros. La firma de pactos de entendimiento mutuo, la definición de agendas consensuadas, la protección del sistema institucional, del ambiente y de las personas, el rechazo a formas autoritarias de ejercer el gobierno, la defensa irrestricta del principio de no intervención territorial, el rechazo a la guerra y la restricción a las operaciones financieras internacionales en relación a formas y actividades desnacionalizadoras que solo tienen en la voracidad rentística su vocación primera deberían ser la primeras inspiraciones a la hora de diseñar y e implementar estos acuerdos. En relación a las nuevas doctrinas jurídicas habría que precaverse de los abusos de ella y que esta no solo se aplique a criminales de pequeños y débiles países sino que todos los estados deberían estar incluidos. Si el principio

de trasnacionalización jurídico solo persigue criminales de estos pequeños y débiles países y, además, son un pretexto para que las potencias logren consenso internacional a la hora de castigar e invadir un pequeño país por que necesitan de sus materias primas o sencillamente para castigarlos por ser oponentes ideológicos, en vez de ser un aspecto positivo en relación a la profundización del marco democrático, solo puede ser una estrategia más de dominación mundial. Las organizaciones internacionales de crédito y algunos funcionarios claves en los países centrales también podrían ser acusados de graves delitos ya que o bien autorizan invasiones armadas o promueven planes económicos profundamente ineficaces cuya secuela de pobreza, desempleo y vaciamiento institucional se verifican al analizar su implementación. Los planes de ajustes impulsados por el FMI y el Banco Mundial, con el aval del Tesoro Norteamericano y de muchos intelectuales, puede ser considerados, si se me permite la metáfora, como un bombardeo habida cuenta de la destrucción de empresas, fábricas y la secuela de hambre y desempleo que han dejado. Si a lo dicho lo sumamos el apoyo, cuando no directamente la intromisión en golpes de estado, podremos ver que la acusación de delitos también les puede caber a secretarios de estado y a gerentes bancarios. Globalización, integración regional

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y nuevas doctrinas jurídicas pueden estar indicando líneas de análisis que podrían estar mostrándonos posibles vías sobre la construcción de un orden mundial que hace de la democracia su centro, descontando en este análisis, la pretensión de hegemonía ideológica que un grupo de potencias militares y económicas pretendan hacer y del que ya hiciéramos su análisis crítico. La construcción de una democracia cosmopolítica o trasnacional supone, a su vez, la construcción de un sujeto portador de esos derechos y ese sujeto es el ciudadano. El problema se plantea en cómo conjugar determinados derechos internacionales con las particularidades regionales y culturales de cada uno de los estados nacionales que forman parte del sistema internacional. Para la escuela liberal la desaparición de las fronteras nacionales colaboraría para la institucionalización de un mercado autorregulado a nivel global. La idea de estados desterritorializados y desnacionalizados es una utopía muy cara a la ideología liberal y colaboraría, como dije, a la formación de un gran mercado internacional solo regido por la vocación de ganancia. Apenas nos ponemos a pensar en esta alternativa, cae de por si, por lo menos para quien esto escribe, que esta posibilidad solo favorecería a las potencias quienes podrían volcar en ese mercado sus excedentes productivos y extorsionar, mediante la fortaleza de sus

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monedas, a los pequeños productores y trabajadores de esos estados desterritorializados que no podrían oponerse a tamaño embate. La posibilidad de pagar salarios bajísimos en monedas devaluadas y comprar materias primas a precios viles es una de las posibilidades más seguras según surge de la experiencia empírica de los últimos años del siglo XX y los primeros el siglo XXI. La utilización de obra “esclava”17 y el régimen de “cama caliente” son dos ejemplos de lo que quiero manifestar. Luego, ¿es posible pensar en estados desterritorializados? ¿Puede existir un estado sin territorio? En principio esto nos parece contradictorio ya que la definición clásica de estado supone a una institución política que monopoliza la coacción legítima en un determinado territorio. Sí podemos pensar a una nación sin un territorio tal como el ejemplo del pueblo judío hasta 1947 y naciones sin estado pero con territorio tal como los kurdos en Irak y las poblaciones originarias de Sudamérica. A mi me parece que, según la experiencia del siglo XX, no parecería probable que los países se avengan a perderse en bloques trasnacionales ya que, como bien ha estudiado la antropología y la sociología, las cuestiones nacionales y culturales todavía siguen siendo demasiado importantes para todos nosotros. La cultura nacional es parte indispensable de la formación de la identidad de los seres humanos

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y la pérdida de esta debería traer algunas consecuencias desconocidas para nosotros. Lo que sí sabemos es que la resistencia a la imposición de modelos de producción liberales y de esquemas tutelados de democracia apela no solo a ideas políticas sino que también a las identidades nacionales y religiosas y no deberíamos subestimar la importancia de estas emociones y sentimientos en la conformación de formas de resistencias políticas violentas. La conformación de una democracia cosmopolita significaría, según lo que se viene sosteniendo en este trabajo de reflexión, una mayor participación de la ciudadanía por lo que vemos un nuevo obstáculo para esta conformación. Mayor participación significaría mayor control y no parece que las instituciones que fomentan los mercados internacionales libres se avengan a ser controlados por ciudadanos e instituciones que no acuerdan con las leyes del libre mercado. Si la democracia global no fomenta la participación de todos los ciudadanos del mundo se reduce a una democracia técnica y formal solo útil para desarrollar el librecomercio. Cabe pensar también, cuales serían las instituciones que habrían de crearse para que esta democracia global pueda desarrollarse. Si la constitución del parlamento y su funcionamiento autónomo pueden ser considerados el riñón de un sistema democrático ¿Cómo pensar un parlamento que represente a los mi-

les de millones de ciudadanos que habitan este mundo? Obviamente habría que pensar en una forma de representación que se sacrifique a si misma ya que sería prácticamente imposible sesionar en un foro así. Entonces ¿Cómo estaría compuesto este parlamento? ¿Habría países con mayor representación habida cuenta de su mayor población? ¿O la representación estaría acotada a la potencialidad económica y militar? Si este parlamento adoptara la forma de una cámara de diputados cuyo objeto es representar a la población sucederían las dificultades expresadas pero si la organización parlamentaria que se adoptara fuera la de una cámara de senadores con representación igual por cada estado miembro sin considerar la magnitud de su población ¿los estados poderosos aceptarían tal condicionamiento? ¿Respetarían las decisiones adoptadas por la mayoría ya que ellos, evidentemente, quedarían en minoría? Cómo podemos apreciar, es difícil que los estados más poderosos del planeta acepten ser una minoría en este tipo de organizaciones por lo que veo muy dificultoso su implementación. Y la posibilidad de que haya votos censitarios en estas organizaciones desvirtuaría la idea misma de la democracia. La existencia en la ONU del Consejo de Seguridad en donde solo pueden deliberar y votar cinco estados nacionales es un ejemplo que pueda servir si pensamos en una democracia global.

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Como vemos, más allá de lo seductor de la idea de construir una democracia universal que de cabida a todos los seres humanos que habitamos este planeta y que cada uno de estos seres humanos adquiera el estatuto de ciudadano y estos estuvieran cubiertos por una suma de derechos protectores y humanos, la idea amen de ser impracticable, puede ser peligrosa. Si consideramos que hay un solo tipo de ser humano y que este siempre se comporta en forma racional y que esa racionalidad lo hará preferir integrarse a un mercado que debe ser libre de interferencias, podemos pensar que hay un solo tipo de democracia y que esta, en virtud de sus logros, no encontraría mayores obstáculos a la hora de implementarse, mas tarde o mas temprano, en toda la comunidad internacional. Pero, si consideramos que cada ser humano es un cosmos en sí mismo, que no actúa en forma racional sino que muchas veces su conducta tiene motivaciones inconcientes y que sus sentimientos y emociones lo mueven en su vida y que no hay una única forma de organizarse social ni económicamente y que, además, los mercados no pueden suplantar a la sociedad ni a los estados y que no son ni libres ni autorregulados, el sueño romántico de una democracia global se esfuma mostrando que, quizás dicho sueño, solo sea un mecanismo de dominación hegemónico. Si lo que se pretende es lograr mayor

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equidad y que los procesos de democratización se profundicen, mas que cubrir con un manto único a toda la población mundial, lo que habría que hacer es respetar las identidades nacionales y culturales de cada pueblo y acompañar sus respectivos procesos políticos. Este respeto debe estar basado en un reconocimiento de las particularidades de cada uno de los estados y de que no hay una sola y mejor forma de democracia sino que pueden existir varias respuestas para cada problema planteado y que la eficacia se demostrará empíricamente y no mediante teorías de largo plazo ya que, como bien dijera Lord Keynes “en el largo plazo todos estaremos muertos”. Más que buscar unificar al mundo en un solo sistema, se debería considerar respetar y reconocer la multipolaridad y admitir que existen conflictos y disensos que el reconocimiento de estos permitiría su superación. Se debería transformar el antagonismo en agonismo y para ello hay que abandonar los sueños de conquista mundiales y de establecer proyectos hegemónicos basados en “destinos manifiestos” o teleologías similares. “Es por esto que la defensa y radicalización del proyecto democrático exige reconocer lo político en su dimensión antagónica, y abandonar la ilusión de un mundo reconciliado en el cual el poder, la soberanía y la hegemonía hayan

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sido superados” (Mouffe 2007:138).

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Notas: 1

En oportunidad de presentar mi Tesis de Maestría en Política Social desarrollo el concepto de Tensión social y como esta dará origen a lo que llamamos política. Es a partir de la constitución de una tensión originaria que se busca su solución. La política será la herramienta estratégica en donde esta tensión tendrá la oportunidad de manifestarse y, a partir de esta manifestación, hallar los caminos para su solución. Dicha Tesis se encuentra en la Secretaría de Posgrado de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y su título es Las políticas sociales para la Tercera Edad en la Argentina. Desde el virreynato del Río de la Plata hasta el año 2000. Gustavo Mariluz. 2 Recordemos que para Karl Marx “la lucha de clases es el motor de la historia”. Justamente en esa lucha de clases que marca Marx, reside parte de la tensión social que trato de definir. 3 En este tramo de la reflexión seguiré el pensamiento manifestado por Chantal Mouffe. Ver bibliografía. 4 Esta idea se encuentra desarrollada en la Tesis de Maestría mencionada. 5 La aclaración me corresponde. 6 En el original. 7 “Mientras el antagonismo constituye una relación nosotros/ellos en la cual las dos partes son enemigos que no comparten ninguna base en común, el agonismo establece una relación nosotros/ellos en las que las partes en conflicto, si bien admitiendo que no existe una solución racional a su conflicto, se perciben a sí mismos como pertenecientes a la misma asociación política, compartiendo un espacio simbólico común dentro del cual tiene lugar el conflicto” (Mouffe 2007:27) 8 Obviamente este concepto de agónico hace referencia al utilizado por Mouffe ya explicitado y no tiene ninguna relación con la agonía como antesala de la muerte. 9 Para una profundización de este tema se puede consultar la amplia bibliografía sobre el mismo y los Diarios de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación en relación a los proyectos de resolución, con giro a la Comisión de Peticiones, Poderes y Reglamentos y a la Comisión de Asuntos Constitucionales y a las sesiones en donde si dirimieron estas cuestiones. 10 “Serán reprimidos con prisión de cinco a quince años los que se alzaren en armas para cambiar la Constitución, deponer alguno de los poderes públicos del gobierno nacional, arrancarle alguna medida o concesión o impedir, aunque sea temporariamente, el libre ejercicio de sus facultades constitucionales o su formación o renovación en los términos y formas legales…” Titulo X Delitos contra

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los poderes públicos y el orden constitucional. Capítulo I. Atentados al orden constitucional y a la vida democrática. Art. 226. 11 En el original. 12 Me corresponde la aclaración. 13 En el original. 14 Cualquier similitud con la realidad evidentemente no es casual. 15 En el original. 16 Para mayor información sobre este particular tema se puede consultar http:// www.analitica.com/BITBLIO/pinochet/auto.asp. Este caso terminó cuando el gobierno inglés, en donde estaba Pinochet, permitió que este saliera de la isla y pudiera volver a su país de origen sin que pudiera ser indagado y juzgado por el tribunal español. 17 El entrecomillado responde a una exigencia de honestidad ya que en realidad no hay esclavos en el sentido que tiene en esta palabra para designar la compra y venta de seres humanos con el solo objeto de explotarlos laboralmente. Lo que quiero significar es el abuso que se hace de trabajadores indocumentados, de niños, etc., por parte de empresas multinacionales que fijan sedes productivas en países subdesarrollados. El ejemplo mas característico es Niké quien ha sido acusada de utilizar mano de obra infantil “esclava” en países asiáticos bajo la modalidad conocida como maquila. Para mayor información sobre este tema: http:// www.solidaridad.net/articulo610_enesp.htm

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¿Democracia sin soberanía? La multitud como sujeto político en Spinoza. AGUSTÍN VOLCO Introducción “ Es la autoridad, no la verdad, la que hace la ley”: esta conocida y decisiva máxima de Thomas Hobbes signa el pasaje a la modernidad política. ¿Pero de qué naturaleza es la autoridad propia del mundo moderno? ¿Cuál es el sujeto de esa autoridad? La autoridad ya no puede ser entendida en el mundo moderno como una fuente de legitimidad sustancial garantizada por la tradición o la trascendencia, sino que se vuelve “poder legítimo”, es decir, suma potestad soberana que se expone a la prueba concreta de la eficacia construyendo un orden artificial. Este es el paradigma donde todavía se ubica nuestro léxico político jurídico: aún la profunda transformación que supuso la transferencia de la suma potestad del monarca al pueblo producida por las revoluciones democráticas, no alteró en lo esencial el dispositivo mismo de la soberanía. Ésta representa la esencia del orden político moderno. La democracia moderna entonces, se configura esencialmente como aquel

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orden político en el que sujeto de la soberanía es el pueblo. Sin embargo, esta formulación, en su simplicidad aparente, encierra grandes dificultades tanto teóricas como políticas, y ha sido objeto de innumerables interpretaciones y conflictos que han puesto en evidencia tanto su capacidad de funcionar como orden conceptual a partir del cual ordenar y construir el mundo político moderno, como la naturaleza polémica que una articulación conceptual de este tipo entraña. Así, si podemos por un lado reconocer que la versión canónica de la democracia moderna se funda en la concepción del pueblo como sujeto político de la soberanía, no podemos dejar de observar que tal concepción acarrea tensiones y paradojas profundas, cuya formulación más radical probablemente esté expresada en la célebre advertencia de Rousseau de que “cualquiera que rehúse obedecer a la voluntad general, será obligado a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre.”1.Podemos decir que la operación

*Dr. en Historia de las Doctrinas Políticas (Universidad de Bologna). Es Becario CONICET (Beca Postdoctoral) del Area de Teoría Política.

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teorica de Rousseau, fundadora de la concepción moderna de la democracia, implicó “poner al pueblo en los zapatos del monarca absoluto”2, sin que tal movimiento implicara ninguna transformación del dispositivo de la soberanía como estructura esencial de la forma política. De esta manera, si por un lado el pueblo es elevado a la titularidad de la soberanía en lugar del monarca absoluto, por otro, ésta no modifica sus rasgos esenciales formulados por Hobbes en su Leviatán. De esta manera, la articulación conceptual entre pueblo, soberanía y libertad que sirve de fundamento de las democracias modernas y que aquí sólo esbozamos suscintamente, no es un orden conceptual armónico cuya realización en la experiencia política daría lugar a un progresivo avance hacia la razón, sino que es ella misma portadora y productora de tensiones profundas. El marco conceptual de la democracia moderna no es simplemente un orden que erradica el conflicto a medida que avanza y se expande, sino que es él mismo productor de determinadas formas de conflictividad, en virtud de su propio ordenamiento conceptual. Así como la libertad política se realiza a expensas de la servidumbre absoluta al soberano (dando lugar a la simultánea identificación y máxima distancia entre el sujeto y el objeto de la soberanía en la figura del pueblo) la libertad individual se realiza plenamente para simultáneamente

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quedar completamente aplastada en su sumisión al Estado.3 Se da lugar así lugar a la paradoja de la modernidad política: el pueblo para constituirse en sujeto político debe ceder completamente sus derechos, volviéndose omnipotente (soberano) a costa de reducirse completamente a la impotencia de una obediencia incondicionada a la autoridad política.4 Partiendo de la constatación de las aporías de una tal concepción de la democracia moderna (que es la que constituye tanto conceptual como institucionalmente los órdenes políticos contemporáneos) es nuestra intención en este trabajo indagar las posibilidades de pensar (a partir del redescubrimiento del pensamiento político de Spinoza registrado en los últimos años) alternativamente el problema de la democracia, de su sujeto político, y de la libertad (tanto política como individual) que ésta debería garantizar. La pregunta clave a la que nos proponemos responder será la siguiente: ¿es posible pensar una autoridad política por fuera del dispositivo de la soberanía?. Es posible un orden democratico, es decir, un orden capaz de garantizar la libertad individual y la libertad política capaz de imponer obediencia a sus subditos? En suma: ¿es posible pensar una libertad que se realice sin necesidad de recurrir al dispositivo de la soberanía, que sólo realiza la libertad a condición costa de la obediencia absoluta?

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La respuesta que intentaremos sostener será que esto resultará absolutamente imposible al interior del orden conceptual de la soberania. Pero que estos no son los parámetros exclusivos de la modernidad política, y que existe otra manera moderna de pensar la vida política, expresada por Spinoza (aunque no sólo por él5), en la que la democracia (entendida, como veremos, no ya como soberanía del pueblo, sino como imperium multitudinis) puede realizarse sin caer en las aporías de la democracia soberana.

El redescubrimiento de un Spinoza político En los últimos años, una recuperación del concepto spinoziano de multitud ha dado lugar a un intenso debate sobre el problema de la naturaleza del sujeto político democrático. La relevancia política de la obra de Spinoza ha sido largamente ignorada por sus críticos y comentadores, entre los que prevaleció una valoración del filósofo holandes como un metafísico racionalista de inspiración cartesiana. Tanto sus aportes a la crítica bíblica como a la filosofía política, fueron considerados hasta hace pocas décadas aspectos menores de su obra. Sólo a partir de las investigaciones de las últimas décadas6 sobre la obra de Spinoza se ha dado a su obra política (y más fundamentalmente, a la necesaria

implicacion entre política y metafísica) una importancia central en su pensamiento. Al centro de este renovado interés por la filosofía spinoziana se encuentra la revalorización del Tratado Político, y fundamentalmente, la relectura de su obra a partir de la categoría de multitud7 cuyo introducción en el debate filosófico político contemporáneo ha dado lugar a una intensa discusión sobre la naturaleza del orden democrático, y sobre las categorías conceptuales que nos permiten pensarlo y producirlo. Así, nos proponemos en primer lugar clarificar qué concepción de la democracia puede desprenderse de una lectura de Spinoza a partir de la categoría (tanto ontológica como política) de multitud, para a partir de allí interrogar la relación entre libertad y obediencia que tal concepción de la democracia implica. Para esto, dada la íntima conexión entre ontología y política presente en la obra spinoziana, deberemos comenzar por algunos aspectos de su ontología, para a partir de ellos entrar en la discusión propiamente politica. Según argumentaremos, los fundamentos de la filosofía política, como asimismo la teoría de las pasiones de Spinoza se encuentran en su ontología, esto es, en la concepción de una potencia infinita de la naturaleza desplegada y expresada en infinitas formas singulares cuyas potencias derivan, tienen por

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causa, y forman parte, de la potencia infinita de la naturaleza. Una vez esbozado este núcleo central de la construcción metafísica de Spinoza pondremos nuestra atención en aquellas de esas formas singulares que nos interesan: la comunidad política y el individuo, para examinar a traves de ellos las nociones de autoridad y libertad. La ontología spinoziana está estructurada en torno del concepto de conatus. El conatus o potencia se expresa en Spinoza como deseo en el caso del hombre y como derecho natural en el campo político. A partir de estos elementos –conatus, deseo y derecho natural- intentaremos poner de relieve la mutua implicación que existe, para Spinoza, entre ontología, teoría de los afectos y teoría política. Para ello será necesario en principio esbozar una teoría de los afectos (aumentos o disminuciones de la potencia o deseo en su contacto con las otras potencias singulares) que nos permita dar cuenta tanto de su eficacia política como de las determinaciones y dificultades que impone esta constitución afectiva de los hombres al pasaje del derecho natural al estado civil, esto es, a la constitución del campo de lo político. Como veremos, si bien los elementos a partir de los cuales se contruye la teoría política son sustancialmente los mismos que en Hobbes (Estado de naturaleza como estado de conflictividad debida al comportamiento pasional antes que racio-

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nal de los hombres), la articulación que hace Spinoza de estos elemetnos, lo lleva a una construcción política prufundamente diversa. Una vez realizado este recorrido consideramos que estarán planteados los elementos centrales que nos permitirán centrar nuestra atención en la cuestión de la multitud como sujeto político democrático, y a las posibilidades de la libertad, tanto política como individual, en su interior.

Conatus Como afirma Spinoza en la Ética, “Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser”.8 E, IV, Prop. 3. La teoría del conatus, que se desarrolla a partir de esta proposición, constituye el fundamento ontológico de toda la teoría política y de toda la teoría de las pasiones de Spinoza. ¿Qué significa que cada cosa se esfuerza en perseverar en su ser, y que lo hace en cuanto está a su alcance? Como sabemos, el mundo físico es para Spinoza en primer lugar lucha de potencias: un campo en el que todas las cosas existentes pujan por afirmar su existencia, entrando necesariamente en conflicto unas con otras. Sólo la naturaleza tiene una potencia de obrar infinita. El hombre, en tanto que expresión singular de la naturaleza, posee una potencia limitada9 cuya cau-

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sa es la potencia infinita de la naturaleza de la cual él es parte. El hombre, afirma Spinoza, no constituye un imperio dentro de otro imperio10 sino que sigue el orden y las leyes de la naturaleza. El hombre, entonces, en tanto ser finito, se esfuerza en perseverar en su ser en cuanto está a su alcance. Se trata de un esfuerzo a causa de que todo ser, por el hecho de ser finito, habita un mundo en el que las potencias exteriores (de otros individuos y de la naturaleza en general) son infinitamente mayores que la suya11, y por lo tanto, su capacidad para existir podrá entrar en conflicto con la de los otros seres que vayan a su encuentro. La concepción de la naturaleza que se expresa en la filosofía de Spinoza es entonces, de manera inherente, una concepción que supone una dimensión conflictiva. Todo lo que existe, aún las partículas más elementales (llamados corpora simplicissima), son definidas y están determinadas por este esfuerzo mediante el cual cada esencia singular procura afirmar su singularidad o individualidad, y al hacerlo, antagoniza con las otras partículas. Hay, incluso en el nivel más elemental de la materialidad, una guerra de todos contra todos. Éste es el estado de naturaleza del Universo.12 Las partículas –y los cuerpos que éstas componen- chocan unas con otras en el azar de los encuentros, de modo tal que tanto pueden favorecerse como oponerse entre sí.

Todo ser finito (el hombre entre ellos), estará limitado y afectado por aquello que le es exterior y con lo que entre en contacto; y su capacidad para afirmar su existencia entrará en antagonismo con la de todos los otros seres que buscarán necesariamente (dado que este esfuerzo constituye su esencia) afirmar también su existencia. La limitación como condición de la existencia humana se expresa tanto en la dimensión temporal (el hecho de que nació y morirá) como en la espacial (reconoce un adentro y un afuera). En síntesis, siguiendo a Spinoza, esta tendencia de los hombres a entrar en relaciones conflictivas entre sí no supone entonces un accidente, sino que se deriva del modo de ser que le es propio a la naturaleza entera, entendida como individuo infinito, y del puesto que ocupa el hombre en ella. El hombre se encuentra entonces inmerso en un mundo que, en tanto que extenso, debe ser concebido partes extra partes, es decir, bajo el signo de la exterioridad. Se halla en situación de comparación y competencia con otras potencias que pueden prevalecer sobre él o pueden favorecerlo y sobre las cuales no tiene dominio, ya sea que prevalezcan sobre él o que lo favorezcan. En ambos casos será afectado por otro ser finito. Sin embargo, debemos distinguir los casos en que un ser singular existente (por caso, un hombre) se encuentra con otros modos existentes que le

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convienen y componen su relación con la suya (por ejemplo, de forma muy diferente, un ser amado, un alimento, un aliado) (…) [de aquellos en que] un ser singular se encuentra con otros que no le convienen y tienden a descomponerlo, a destruirlo (el veneno, un ser odiado, un enemigo).”13 En el primer caso, la capacidad de ser afectado será colmada de afecciones alegres, basadas en la alegría y el amor, mientras que en el segundo la capacidad de ser afectado será colmada por pasiones tristes, basadas en la tristeza y el odio. La teoría de los afectos de Spinoza tiene por punto de partida esta definición de la naturaleza del hombre en virtud de su potencia14, y de las dos variaciones que ésta puede sufrir al ser afectada por aquello que le es extraño: aumento (alegría) o disminución (tristeza).

Teoría de los afectos Como hemos dicho, los hombres son pasionales debido a que su potencia es limitada15, es decir, a que son modos finitos sobrepasados infinitamente por las potencias de los cuerpos exteriores (tanto de la naturaleza como de los otros hombres). Esta situación pasional, de constante choque entre los hombres pujando por actualizar su potencia, y condenados por ese mismo intento a la impotencia, es lo que Spinoza llama estado de naturaleza. En este estado los hombres se en-

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cuentran en una situación en la que necesariamente se verán afectados por potencias que los exceden, es decir, estarán imposibilitados de efectuar completamente su potencia de existir y obrar. Esta “condena” a una necesaria pasividad a la que está sujeto el hombre en tanto ser pasional se expresa tanto a nivel del cuerpo como del alma: su incapacidad de actuar será ella misma incapacidad de ser racional, ya que la razón es la potencia de actuar del alma. En este sentido, la oposición entre pasión y acción es correlativa a la oposición entre pasión y razón. Existe en Spinoza una correspondencia entre pasión, pasivo y padecimiento, como opuesta a las coordenadas que se derivan de la acción y la razón. Sin embargo, alegría y tristeza no se corresponden directamente con las categorías de acción y pasión. La alegría puede ser pasiva, en caso de que aquello que la causa no pueda derivarse de la naturaleza de quien es afectado de alegría, es decir, que aquello que causa la expansión de la potencia/deseo de un individuo no lo tenga por causa a él mismo sino a otra cosa fuera de su poder con la que se encontró azarosamente. Debemos establecer una primera distinción entre pasiones tristes y pasiones alegres (cuya distinción fundamental será que las primeras inhiben, mientras que las segundas expanden la potencia de obrar del individuo), que precederá a otra distinción muy dife-

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rente entre pasiones y acciones. Diremos entonces que la acción no se deriva simple o directamente de la alegría, aunque ésta favorezca la capacidad de actuar. Podemos entonces establecer una distinción entre acción y pasión (que será asimismo, como veremos, la diferencia entre libertad y servidumbre): una acción libre es aquella derivada de la propia potencia, es decir, de la propia naturaleza, mientras que una pasión tendrá por causa un deseo ajeno, estará derivada de una potencia exterior. Como hemos visto, la naturaleza no favorece a los hombres a este respecto: las condiciones bajo las cuales somos afectados parecen condenarnos a experimentar sólo afecciones pasivas; y en la medida en que somos afectados por pasiones no tenemos posesión de nuestra potencia de obrar, es decir, somos incapaces de actuar y de ser racionales. Sin embargo, como hemos dicho, las pasiones tristes disminuyen nuestra potencia mientras que las pasiones alegres la aumentan. Surge entonces una primera cuestión que es cómo ser afectado por pasiones alegres. Es aquí donde entra a jugar el esfuerzo de la razón: bajo su primer aspecto, la razón es (en palabras de Deleuze) “el esfuerzo de organizar los encuentros de modo tal que seamos afectados de un máximo de pasiones dichosas.”16 Siendo la razón la potencia de actuar del alma, las pasiones alegres o dichosas, sin ser

aún razonables, favorecen el trabajo de la razón tanto como las pasiones tristes lo entorpecen. Sin embargo, aunque este procedimiento se siguiera indefinidamente aún permaneceríamos pasivos, ya que si bien la organización de los encuentros dichosos y el esfuerzo por evitar la desdicha aumenta nuestra potencia de obrar, permanecemos en idéntico estado de pasividad: como lo veremos a continuación, no estamos en posesión formal de nuestra potencia, ya que ésta (aunque incrementada) es aún determinada por aquellos objetos que nos afectan de alegría y no por nosotros mismos: una suma de pasiones no hace una acción. Es preciso entonces hallar la forma de entrar en posesión de nuestra potencia de obrar y de este modo experimentar ya no afecciones pasivas alegres sino afecciones activas. Es decir, se trata de un segundo trabajo de la razón, que implica no ya preferir las pasiones alegres a las tristes, sino tornar las pasiones alegres (o causadas por otro) en alegrías activas, es decir, de las que somos causa adecuada. Es exactamente en este punto que la pasión se torna en razón: el momento en que podemos ser causa adecuada de nuestras ideas y nuestras acciones en vez de idear y actuar impulsados por afecciones que nos son extrañas. La diferencia entre pasión y acción se encuentra en la localización de la causa de la afección. Ahora bien, ¿cómo se produce este

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pasaje? Como dijimos, la pasiones alegres presentan la ocasión para dar este “salto”, ya que se producen al ponernos en contacto con algo que conviene a nuestra naturaleza y de esta manera nos induce a formar la idea de aquello que es común al cuerpo que nos afecta de alegría y al nuestro. La alegría activa se distingue de la afección pasiva (alegre) de la que habíamos partido, pero se distingue de ella “solamente por la causa: tiene por causa ya no la idea inadecuada de un objeto o cuerpo que conviene con nosotros, sino la idea necesariamente adecuada de aquello que es común a ese objeto y a nosotros mismos.”17 Sólo entonces, gracias a las pasiones alegres, conseguimos ser razonables, es decir, comprendemos. Como lo veremos más adelante, las distinciones que hemos establecido entre pasiones tristes, pasiones alegres y razón (así como la dinámica de las transiciones entre unas y otras) tendrán un correlato político significativo ya que permitirán establecer una primera separación entre formas de dominación basadas en las pasiones del miedo y la esperanza (que son a grandes rasgos las formas políticas de la tristeza y la alegría) y, a su vez, permitirán oponer éstas a las formas de organización del poder que no se asientan en la dominación sino en la libertad. No obstante, antes de pasar a esta cuestión deberemos indagar acerca de las formas de organización del poder que se corres-

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ponden con la naturaleza pasional del hombre tal como es concebida por Spinoza.

Estado de naturaleza y estado civil En estado de naturaleza, el conatus define el derecho de todo modo existente. Todo ser finito tiene derecho a todo aquello que puede de acuerdo con las leyes de su propia naturaleza. Todo aquello que nosotros estamos determinados a hacer para perseverar en nuestra existencia (destruir lo que no nos conviene, lo que nos perjudica, conservar lo que nos es útil) constituye nuestro derecho natural. Este derecho es estrictamente idéntico a nuestra potencia, y es independiente de cualquier orden normativo o de cualquier consideración de deberes, puesto que el conatus es fundamento primero y causa eficiente de toda acción. Dicho de otro modo, la primera y única condición para hacer algo es poder hacerlo. Tal como afirma Spinoza, este derecho no es contrario “ni a las luchas ni a los odios, ni a la cólera, ni al engaño, ni a absolutamente nada de lo que aconseja el apetito”.18 Paradójicamente, como veremos, la hipotética plena vigencia del derecho natural impide su actualización, mientras que la limitación de su ejercicio es la que permite su concreción, dado que el derecho de todos a todo cancela – de hecho- todos los derechos.

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Pese a ello, no debemos representarnos la cuestión del pasaje del estado de naturaleza al estado civil como una transición desde un estado de pura atomización hacia otro de cohesión plena y homogeneidad completa. Los seres singulares están englobados unos en otros (desde las partículas elementales, o corpora simplicissima hasta la totalidad de la naturaleza) de acuerdo con un orden necesario y determinado. Simultáneamente, cada uno de ellos es portador de una particularidad que puja por actualizarse en desmedro de todos los otros, aun siendo éstos condiciones de su existencia. Sin embargo, este impulso será limitado y reglado por las estructuras en que ese cuerpo está englobado (un órgano en el cuerpo humano, un individuo en una sociedad). Dado que todos los otros seres singulares están sujetos a la misma legalidad, podemos decir que existe una oscilación entre la necesidad del otro (para preservarse a uno mismo en la existencia, ya que nadie puede tener una vida humana en soledad), y la necesidad de destrucción del otro (para desactivar la amenaza que implica su afirmación vital a la propia existencia). Podemos afirmar entonces que el imperio de las pasiones que supone el estado de naturaleza impide la posibilidad de la libertad, puesto que aquellas, en tanto suponen necesariamente cierta heteronomía, acarrearán siempre una forma de la tristeza, un padecimiento, y

por lo tanto una disminución de la capacidad de obrar determinado por sí mismo de quien padece esa afección. Esta omnipresencia de las pasiones y su consecuente ausencia de libertad es una de las razones que hacen comprensible para los hombres la aceptación de la autoridad de todos los otros: al no poder los hombres disfrutar de la libertad, en la aceptación del sometimiento al poder de todos no sólo no pierden casi nada, sino que ganan la protección que este cuerpo colectivo estará en mejores condiciones de garantizar de lo que lo estará cada individuo aisladamente, dado que su potencia/derecho será mucho mayor. El “pasaje” al estado civil se da cuando los individuos buscando efectuar sus derechos naturales, deciden darse una legislación común, constituyendo asi un imperium19, una autoridad política. Sin embargo, a diferencia del modelo clásico hobbesiano, en el que el pasaje al estado civil supone la cancelación del derecho natural individual, Spinoza afirma que su única diferencia con Hobbes es que él continuó el derecho natural en el Estado, mientras que Hobes lo cancela.20 Así, el dispositivo del pacto no implica la cancelación del derecho natural de la multitud, que se convierte en un pueblo unificada por el Soberano apenas instituído, cediendo en el proceso todos sus derechos, es decir, su libertad. En Spinoza el proceso es profundamente diverso: en primer lugar, la vida

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afectiva no se caracteriza por una pura conflictividad que da lugar a la guerra, sino que el Estado de Naturaleza supone una tensión entre pasiones tristes, pasiones alegres, y razón, y por lo tanto, no tiende necesariamente a la autodestrucción bajo la forma de una guerra de todos contra todos, sino a una situación dinámica en la que la multitud se compone y descompone permanentemente, a cada instante. Si para Hobbes “una multitud no puede actuar”21 puesto que, en sentido estricto ésta, al no ser una unidad, ni estar dotada de una voluntad, no es un sujeto político, el pueblo, unificado bajo la figura del contrato, y reducido a una voluntad unívoca, sería el sujeto político por excelencia. Contrariamente, Spinoza concibe, como hemos visto, la posibilidad de una política que sea capaz de concebir un orden que no se funde sobre la supresión de su poder constituyente (la multitud) para transfigurarla en un Pueblo -formado a imagen y semejanza del Soberano-, sino que se forma mediante una compleja articulación de las potencias singulares que lo constituyen, no ya mediante la cancelación de su dercho, sino mediante su composición con otras potencias singulares. De tal manera que no sólo no es necesario cancelar el derecho natural de la multitud (puesto que en primer lugar éste no porta necesariamente a la autodestrucción) sino que en realidad, resultaría imposible cancelar tal derecho,

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puesto que se identifica con el conatus de cada individuo, con su existencia misma. Aún compartiendo el lenguaje del derecho natural hobbesiano, en el planteo de Spinoza las condiciones de la formación del orden político son completamente diversas. Ahora bien, ¿puede el hombre ser libre en un estado semejante?

La libertad individual en el estado civil Como ya podemos advertir, el pasaje del estado de naturaleza al estado civil no equivale al pasaje de una situación de dominación a una situación de libertad, ya que aún en estado civil los hombres permanecen sujetos a pasiones, y por lo tanto, en situación de dominación. Lo que distingue a una situación de otra es que la dominación en el estado civil no es ya infringida por cualquiera, sino por el Estado, que centraliza sobre sí las causas del miedo y la esperanza. La pregunta que queremos hacernos ahora es si, para Spinoza, el hombre es más o menos libre en el estado civil. De hecho, a primera vista, Spinoza parecería afirmar en el Tratado Político ambas cosas: [Constituida la república] “parece claro que cualquier ciudadano ya no es libre sino que está sometido a todas las leyes de la República, todas cuyas órdenes tiene el deber de cumplir”22, y más adelante, “más el hombre se deja guiar por la razón, es más libre cuanto

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más fielmente respete la legislación del Estado y ejecute las órdenes la suprema potestad, de la que es subdito.”23 Consideramos que es posible afirmar que en estas dos líneas está encerrada en buena medida la paradoja de la cuestión de la libertad en Spinoza. Debemos entonces resolver si efectivamente se trata o no de una contradicción. Constatemos para comenzar la existencia de una distinción clara: la primera sentencia comprende a todos los ciudadanos, mientras que la segunda se refiere exclusivamente a aquellos que se dejan guiar por la razón. Sin embargo, para que esta distinción nos provea de una explicación aceptable, debemos establecer de qué modo la racionalidad del individuo nos brinda la clave de una diferencia entre libertad y sometimiento. Ya hemos visto que, siguiendo a Spinoza, en el estado de naturaleza el poder y la libertad de los hombres son una abstracción, las posibilidades de que existan efectivamente son mínimas, y las de que puedan perdurar estando expuestos a las múltiples potencias que lo rodean, aún menores: en este sentido podemos decir que en estado de naturaleza se produce una enajenación del derecho natural de los individuos. No obstante, también en el estado civil asistimos a esta enajenación del derecho natural individual -no en términos normativos o a través de un pacto, sino de facto- causada por la formación de

un cuerpo político mayor, y por lo tanto, dotado de un mayor poder/derecho. En ambos casos el individuo está sometido por otro, cuya fuerza lo excede y supera: como dijimos, la diferencia entre estado de naturaleza y estado civil es que en este último existe una causa universal del miedo y la esperanza (es decir, de la sujeción política) que es el estado; mientras que en el primero el hombre teme todo y guarda esperanzas respecto de todo. El estado civil no supone una cancelación del derecho natural: la vida pasional de los hombres no es eliminada. Lo que el estado civil introduce es una alienación dirigida unívocamente, es decir, una concentración y organización del poder colectivo capaz de afectar a los hombres de manera que éstos obedezcan las leyes (ya sea mediante el poder coactivo, el miedo a castigos o la esperanza de beneficios). Sin sustraerlos de su situación pasional, el estado civil regula esta situación de modo tal de hacer posible el orden político y una convivencia en común más estable y pacífica. La alienación pasional natural de los hombres sostiene y da origen y fundamento a la alienación política de los hombres. Podemos decir entonces que la dominación es necesaria (ya que no habría ningún agrupamiento humano duradero sin ella). ¿De qué manera es entonces posible la libertad individual una vez formado el estado? El hombre es, como vimos,

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menos libre en la medida en que está sometido a pasiones, y más libre, en la medida en que es racional. El estado político entonces, en tanto supone un acuerdo para enajenar el propio derecho, parece contrario a la razón de cada individuo. Sin embargo, Spinoza afirma que la razón enseña que la obediencia es lo más conveniente. ¿Por qué? En primer lugar, el hombre no cede (no puede ceder) su derecho natural, sino que éste se continúa en el estado civil: el hombre no puede renunciar a su derecho (que sería lo mismo que renunciar a su esencia). De allí podemos inferir que en estado de naturaleza es mucho más difícil que en el estado civil asegurar la existencia inmediata, y más aún la supervivencia, ya que en estado de naturaleza el hombre sólo puede contar con su propio poder de autoconservación, mientras que en el estado civil, en la medida en que obedece al soberano, es protegido por una potencia mucho mayor a la suya. La aceptación fáctica del poder del estado civil no implica ninguna cesión de derechos, sino la formación de un derecho mayor que garantizará la paz, la seguridad y la libertad, ya que, imponiendo un “vértice” único en el que confluyen todos los temores y las esperanzas de los ciudadanos, asegura que nadie estará en condiciones de someter “privadamente”, es decir, por fuera de las leyes de la república, a los demás.

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La constitución del estado civil es entonces una construcción fundada en el carácter pasional de los hombres, y como tal, no supone una “erradicación” de la exterioridad que supone la obediencia al poder civil, ni, análogamente, una supresión de las pasiones humanas, sino que da una forma y una dirección unívoca a estas pasiones. La exterioridad (es decir, la finitud) es inerradicable y es condición de la existencia humana: una existencia no finita sería una existencia no humana. Del mismo modo, la exterioridad es constitutiva del campo político: no hay política si no hay otro. Si bien la tarea política supone la construcción de “esferas de interioridad”, éstas nunca pueden igualarse con el todo de la naturaleza infinita: toda creación humana (y los cuerpos políticos no son la excepción) está sujeta a una existencia condicionada y determinada por la exterioridad y, en esa medida, sujeta a pasiones que podrán tanto aumentar como disminuir su potencia y, así, llevarlo a la extinción. Del mismo modo, el interior del cuerpo político tampoco estará exento de luchas entre las potencias particulares, que son en cierta medida la base de su vitalidad. El estado, a través de sus leyes, podrá poner un límite o dar un cauce a estas luchas, pero no cancelar esa conflictividad. Es por ello que la forma de la constitución del poder de la multitud es definitoria. Una multitud pasiva e impo-

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tente necesita tanto de un tirano como éste de aquella; en ese sentido no se trata de dos fenómenos “diferenciables”. No existen para Spinoza otras garantías contra el avasallamiento por parte de otros poderes que la constitución misma del poder político. Por lo tanto, en términos de la relación entre poder/derecho del estado y poder/derecho del individuo, concebidos como exteriores el uno del otro, la libertad del individuo es casi inexistente. Es en este sentido que sólo si se concibe al poder del individuo como exterior al poder del estado, la formación del estado supone un acto irracional, ya que se acepta un poder por encima del propio. Ahora bien, al unirse, y comprender racionalmente el modo en que participan de ese poder, es decir, el modo en que están implicados en él y el modo en que esta comprensión amplifica más que inhibe la potencia (su capacidad de actuar, antes que de padecer), los hombres verán su poder realizado y aumentado, y ya no impedido y disminuido.

Potencia individual, potencia de la multitud Ahora bien, ¿cómo se da específicamente la relación entre la potencia de la multitud y la potencia del individuo? O dicho de otro modo ¿cuáles son los grados de libertad que supondrá cada constitución para el cuerpo político y

para los individuos que lo componen como súbditos y ciudadanos? Esta situación de conflicto en la separación, y de expansión del poder en la implicación mutua, se replica en la relación del hombre con la naturaleza. Los hombres necesitan de otros hombres para lidiar con las fuerzas de la naturaleza (y de los otros hombres) y, sin embargo, esa misma necesidad puede volverse en su contra. En consecuencia, es crucial la calidad de la relación entre la potencia de la multitud y la potencia individual. Precisamente la cuestión política fundamental para Spinoza es: ¿bajo qué formación social, y bajo qué forma de poder puede expandirse e incrementarse el conatus colectivo e individual? Para que el conatus colectivo e individual pueda expandirse e incrementarse, las potencias individuales deberán estar implicadas internamente en la potencia de la multitud, y no ser experimentadas como exteriores a ella. La democracia será la forma de constitución de la autoridad más natural24, más adecuada a la naturaleza del hombre y de las cosas, y será aquella que tendrá la mayor capacidad para no enajenarse la potencia de aquellos que la conforman. Es decir, será el régimen más efectivo a la hora de actualizar el que es su objetivo primero: perseverar en su existencia, aumentar su potencia, su derecho y su poder. En este sentido, la democracia es también el régimen más apto para

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evitar la sedición, ya que cualquier individuo que se encuentre amenazado por la potencia del imperium democrático actuará racionalmente contra ella; por lo tanto, enajenar la potencia de la mayoría de los individuos pone en peligro necesariamente la continuidad del cuerpo político; ya que organiza y representa el poder no ya como prerrogativa de uno, sino como composición de las potencias de muchos. Dada la intercorporeidad originaria del individuo (el hecho de que es una estructura de relaciones, y que conforma con otros individuos estructuras de relaciones –una familia, una sociedad), se puede percibir con claridad el modo en que la calidad y naturaleza del vínculo entre las potencias de la multitud y del individuo, dependerá de la capacidad del hombre de experimentar (no sólo en el sentido de un acto intelectual, sino como el correlato a nivel del pensamiento de una realidad material o corpórea) su existencia como determinada por las relaciones que entabla con los otros hombres. En la medida en que el hombre puede establecer relaciones con otros hombres en estos términos (determinadas por la potencia de su propio cuerpo y su propio entendimiento), su libertad se ve incrementada, ya que en esta situación su potencia encuentra un “estado de cosas” –garantizado por las leyes del estado civilen el que muy probablemente sean más las cosas que le están fácticamente per-

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mitidas que aquellas cosas que le son inhibidas.

******** Reencontramos aquí, por fin, una de las consecuencias de un pensamiento ontológico que al recusar toda idea de trascendencia corroe todo fundamento de autoridad exterior al cuerpo político. Esta recusación de la idea de trascendencia es un núcleo fundamental de los argumentos ontológicos y políticos de Spinoza. En el plano de la ontología, Dios deja de ser causa trascendente, y pasa a ser causa inmanente. En el plano de la política, nos ha interesado mostrar el modo en que la recusación de la idea de trascendencia es simultáneamente una recusación de cualquier principio de legitimidad del cuerpo político que se sitúe por fuera de sí mismo. El imperium reside en la multitud. Se trata de una legitimidad inmanente y no trascendente. No se medirá en función de la capacidad del cuerpo político tal como es de regirse por un orden normativo, sino en función de su poder para existir y darse a sí mismo formas derivadas de su propia naturaleza. ¿Es posible definir un régimen político a partir de esta primera aproximación? Consideramos que lo dicho hasta aquí nos habilita a afirmar que sí lo es. Retomando el concepto de derecho natural, podemos decir que la democracia es el más natural de los regímenes políticos, ya que será aquél en que la con-

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vergencia entre multitud y gobierno, o entre titularidad y ejercicio del imperium, será más completa. Esto significa asimismo, que se tratará del cuerpo político cuya autoridad será más absoluta: ya que se trata de la forma política que establece la proporción menos conflictiva entre potencia individual y potencia colectiva y, por lo tanto, propicia en mayor medida la obediencia no forzada a las leyes comunes, es decir, establece condiciones más favorables para una existencia libre. Cualquier forma de régimen que suponga la existencia de dominantes y dominados como condición para mantener el orden político se alienará de buena parte de la potencia de la multitud, ya que será preciso (y será lo más conveniente) para esa forma de régimen instigar la tristeza de aquellos que no pertenecen al sector dominante, cancelar su capacidad de acción y mantenerlos en una situación pasiva, como sujetos pasionales. De esta manera, descubrimos que una serie de desplazamientos producidos por Spinoza (rechazo de la lógica del Pacto como institución de un artificio que cancela el Estado natural, y como consecuencia de esto, la postulación de la multitud como actor capaz de constituirse a sí mismo sin la necesidad de un autor que actúe lo que ella misma legalmente no puede actuar) dan lugar a una concepcion de conjunto del pensamiento spinoziano que rechaza radicalmente el dispositivo de la sobe-

ranía, aunque no para denunciar toda forma de obediencia como “ilegítima” o inmoral, sino para pensar alternativamente la posibilidad de articular autoridad, obediencia, libertad individual y libertad politica en un régimen que, en virtud de esto, podrá ser llamado democrático. Régimen que no será “coherente” o excento de paradojas y conflictos (en contraste con la versión hobesiana o soberanista) sino que hará de esa conflictividad un dato natural (y no una dimensión a condenar de la vida afectiva individual e interindividual), y productivo del orden político mismo.

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Notas: 1 2 3

J. J. Rousseau, Del contrato social. (Madrid: Alianza, 1996). Cfr. H. Arendt, On revolution. (New York: Penguin Classics, 1990).

Tal como afirma Leo Strauss, Rousseau “presenta a sus lectores el confuso espectáculo de un hombre que perpetuamente deambula entre dos posiciones diametralmente opuestas. En un momento, él defiende ardientemente los derechos del individuo contra cualquier restricción o autoridad; al momento siguiente, él demanda con igual ardor la completa sumisión del individuo a la sociedad o al Estado y favorece la más rigurosa disciplina moral o social” L. Strauss, Derecho natural e historia. (Barcelona: Círculo de Lectores, 2000). 4

Es en este preciso punto que, consideramos, no se diferencian los dispositivos políticos de Hobbes y Rousseau: en ambos casos el pueblo es objeto de la soberanía política. Sobre este punto cfr. E. W. Böckenförde y G. Preterossi, Diritto e secolarizzazione dallo stato moderno all’Europa unita. (Bari-Roma: Laterza, 2007). 5

La afinidad entre Maquiavelo y Spinoza en este sentido ha sido señalada, entre otros por F. del Lucchese, Tumulti e indignatio. Conflitto, diritto e moltitudine in Machiavelli e Spinoza. (Milano: Ghibli, 2004); E. Haitsma Mulier, “A controversial republican: Dutch views on Machiavelli in the seventeenth and eighteenth centuries,” en Machiavelli and Republicanism, ed. G. Bock, Q. Skinner, y M. Viroli (Cambridge: Cambridge University Press, 1990); S. Visentin, “Acutissimus o prudentissimus? intorno alla presenza di Machiavelli nel Trattato politico di Spinoza,” Etica & politica, no. 1 (2004): 1-17; V. Morfino, Il tempo e l’occasione. L’incontro Spinoza Machiavelli; C. Altini, “Spinoza lettore di Machiavelli. I,” Bolletino della società di studi fiorentini, no. 3 (1998): 31-38. 6

Podemos mencionar, entre los trabajos más salientes, aquellos de E. Balibar, Spinoza et la politique (Paris: PUF, 1985); L. Bove, La stratégie du conatus. Affirmation et résistance chez Spinoza. (Paris: Vrin, 1996); A. Matheron, Individu et communauté chez Spinoza. (Paris: Les editions de Minuit, 1969); L. Mugnier-Pollet, La philosophie politique de Spinoza. (Paris: Vrin, 1976); M. Gueroult, Spinoza, t. I. Dieu. (Paris: Aubier Montaigne, 1968); G. Deleuze, Spinoza et le problème de l’expression. (Paris: PUF, 1968); P-F Moreau, Spinoza, l’expérience et l’éternité. (Paris: PUF, 1994). 7

Investigacion que comienza con el libro clásico de A. Negri, L’anomalia selvaggia. Saggio su potere e potenza in Baruch Spinoza. (Milano: Feltrinelli,

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1981). Si bien muchas de las formulaciones de Negri han sido ampliamente discutidas y contestadas, a partir de su trabajo se ha abierto una fructífera discusión sobre la política spinoziana, entre cuyos trabajos más relevantes podemos mencionar los de E. Balibar, Spinoza: Il transindividuale (Milano: Ghibli, 2002); C. Jacquet, “L’actualité di Traité politique de Spinoza,” en La Multitude Libre, ed. C. Jaquet, P. Sévérac, y A. Suhamy (Paris: Editions Amsterdam, 2008), 13-26; F. Zourabichvili, “L’enigme de la “multitude libre”,” en La Multitude Libre, ed. C. Jaquet, P. Sévérac, y A. Suhamy (Paris: Editions Amsterdam, 2008), 69-80; S. Visentin, “La parzialità dell’universale. La moltitudine nell’imperium aristocraticum,” en Spinoza, individuo e moltitudine, ed. R. Caporali, V. Morfino, y S. Visentin (Cesena: Il ponte vecchio, 2007), 373-390; P. Cristofolini, “Popolo e moltitudine nel lessico politico di Spinoza,” en Spinoza, individuo e moltitudine, ed. R. Caporali, V. Morfino, y S. Visentin (Cesena: Il ponte vecchio, 2007), 145160; del Lucchese, Tumulti e indignatio. Conflitto, diritto e moltitudine in Machiavelli e Spinoza; A. Illuminati, “Spinoza e la potenza della moltitudine,” Paradigmi, no. 17 (1999): 167-174; W. Montag, “Chi ha paura della moltitudine?,” Quaderni materialisti, no. 2 (2003): 67-80. 8

Baruch de Spinoza: Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid, Editora Nacional, 1980, p. 177. 9

“La fuerza con que el hombre persevera en la existencia es limitada, y resulta infinitamente superada por la potencia de las causas exteriores” E,IV,prop. 3. 10

E, III, pref.

11

“En la naturaleza no se da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más fuerte. Dada una cosa cualquiera, se da otra más potente por la que aquélla puede ser destruida.” E, IV, ax. 12 13 14 15

Matheron, Individu et communauté chez Spinoza, 18. G. Deleuze, Spinoza: filosofía práctica (Barcelona: Tusquets, 1984), 64. Bajo su forma específicamente humana la potencia tiene el nombre de deseo. E, IV, props. 2,3,4.

16

G. Deleuze, Spinoza y el problema de la expresión. (Barcelona: Muchnik, 1999), 266. 17

Ibid., 271.

18

TTP cap. XVI.

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La traducción de la noción de imperium acarrea varias complicaciones. Si bien

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la traducción más frecuente ha sido la de Estado, ésta puede significar en diversos contextos “gobierno”, o “autoridad política”. Cfr. P-F Moreau, “La notion d’imperium dans le Traité politique,” en Spinoza nel 350° anniversario della nascita. Atti del congresso internazionale (Urbino 4-8 ottobre 1982), ed. E. Giancotti (Napoli: Bibliopolis, 1985), 360 y ss.. No se trata de una cuestión simplemente filológica, sino conceptual: la noción de Estado implica necesariamente a la de soberanía, y por lo tanto, afecta al corazón del argumento que pretendemos desarrollar, y es por eso que preferimos conservar el original para señalar esa diferencia, cuya relevancia insistimos, afecta a la totalidad del orden conceptual spinoziano: si es posible pensar a partir de Spinoza una forma de obligación política distinta de aquella conformada por el dispositivo de la soberanía, la noción de imperium deberá jugar un rol clave en este argumento. 20 21

Spinoza, Epistolario, carta L. T. Hobbes, De Cive, 6, I

22

TP, III, 5.

23

TP, III, 6

24

TTP, cap. XVI.

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La política en el Kirchnerismo: Hegemonía, dominación y antagonismo1 DIEGO MARTÍN RAUS

¿

Es posible pensar, en tanto nudo dilemático, a la democracia en relación al republicanismo (o política republicana) y al populismo? Si este fuese un planteo, la respuesta sería negativa. El republicanismo y el populismo, en tanto articulaciones entre la estructuración de la política y los sentidos sociales instituyentes de la acción política, son formas políticas que, en el legítimo objetivo de devenir en hegemónicas desde gobiernos que invocan sus modalidades, disputan por el poder político en una instancia cabalmente democrática. Concretamente, la democracia es el escenario de constitución de la política republicana y de la política populista. Un escenario no democrático es patrimonio exclusivo del autori-

*

tarismo que puede tener aristas populistas y hasta de cierto republicanismo en la medida de su duración2, pero es primordialmente autoritario. La democracia, como régimen político, es sustantiva en tanto genera modalidades específicas e irrenunciables para la toma de decisiones trascendentales así como para sostener canales de participación política que se amplían en la medida de las capacidades sociales, históricamente conformadas y desarrolladas. Por su parte la política republicana y/o la política populista son modalidades posibles, a veces entendidas e interpretadas como contrapuestas, para generar reglas de juego y políticas públicas que van, necesariamente, a reconfigurar los lazos entre el estado y los actores

*Licenciado en Sociología Universidad de Buenos Aires. - Maestría en Ciencia Política. Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Actividad en Docencia: - Profesor Titular en “Teoría Política Contemporánea”, Licenciatura en Ciencia Política y Gobierno, Universidad Nacional de Lanús. - Profesor Titular en “Sociología Política” y “Análisis de la Sociedad Argentina”. Licenciatura en Ciencia Política y Gobierno. Universidad Nacional de Lanús. - Profesor en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, “Procesos sociales y políticos en la historia argentina”, convenio FLACSO y Council of International Students Exchange. - Profesor asociado en la asignatura “Análisis de la sociedad argentina”, Carrera de Sociología, UBA. - Profesor adjunto, Seminario “Transición, crisis y reforma: los nuevos escenarios en América Latina”, Carreras de Ciencia Política y Sociología, UBA.

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sociales. Quizás, una de las diferencias sustanciales estriba en que la pérdida de democracia no redefine la relación sociedad-estado sino que, definitivamente, la interrumpe. Los anclajes sociales del autoritarismo nunca pueden leerse como relacionales, sino como bolsones de intereses sociales en un mar de, al menos, incertezas y, a veces, desinterés del resto social. El republicanismo y/o el populismo necesariamente involucran a mayorías sociales y éstas, en tanto mayoría, son la condición de existencia de la política democrática. La política argentina de los últimos siete años -post crisis 2001- se entiende en la búsqueda de constituir una hegemonía política -la crisis operaría como un contexto de oportunidad- que no pudo realizarse y, por ende, derivó en su antecedente imperfecto, esto es la dominación política, que solo se sostiene en tanto existan, o se hagan existir, confrontaciones y antagonismos permanentes. Este contexto político -dominación sin hegemonía- y la coyuntura que reproduce -antagonismos permanentemente reconstituidos- mina las bases, en términos de gobernabilidad, de la política republicana sin generar necesariamente una política populista estable. La carencia republicana privó al kirchnerismo de asentar en sustratos institucionalizados muchas de las políticas que implementó para capear la crisis heredada y que tanta legitimidad le generó en los primeros tiempos

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de gobierno. La carencia populista se expresó en la imposibilidad de lograr sustentar apoyos sociales sectoriales relativamente permanentes, dado que los antagonismos que recreó continuamente el kirchnerismo, tendieron a horadar apoyos logrados en las primeras etapas de su gobierno, por ejemplo, de parte de los sectores medios. La Argentina atravesó en Diciembre de 2001 la crisis más profunda desde la recuperación democrática de 1983. Si utilizáramos la metáfora de Gramsci por la cual definía una situación de crisis como ese punto de inflexión histórico en donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer, podemos empezar a situar Diciembre de 2001 como el momento en el que algo inevitablemente moría3 -la convertibilidad económica y las tramas sociales y políticas que había generado4 -, mientras que, ineluctablemente, una nueva matriz histórica habría de emerger, aunque en ese contexto de protesta social y violencia represiva era difícil intuir sus características tendenciales. A partir de la crisis de 2001, y más allá de la cuestión acerca del destino de la “convertibilidad”, el desafío institucional más serio residió en la gobernabilidad, específicamente si la forma de emergencia de la crisis -renuncia del presidente- no derivaría en una situación de ingobernabilidad profunda. En este punto es bueno señalar dos aspectos: primero, que en Argentina,

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y en América Latina, estábamos acostumbrados, esa fue nuestra historia política en el siglo XX, a que las crisis de gobernabilidad devinieran rápida y automáticamente en la crisis del régimen político, es decir de la democracia. La variable de ajuste de la protesta social, llegada ésta a cierto grado de articulación y expresión y, por ende, considerada como amenaza en la perspectiva social dominante, era la democracia y, por lo tanto, su resultado inevitable era el autoritarismo militar5. Hoy, a veinte años promedio de la década de la transición democrática en América Latina, los sistemas políticos-institucionales, y las sociedades, parecen haber alcanzado el grado de madurez necesario en términos de modalidades aceptadas para saldar sus acuerdos y desacuerdos políticos, de manera tal que, como prescriben los manuales, la variable de ajuste del conflicto social se mide desde la eficiencia y eficacia de los gobiernos para darle canales de expresión y generar, a la vez, mecanismos de resolución de los mismos. La democracia ya no es el punto de impacto del nivel de conflictividad social, sin que esto signifique, la historia latinoamericana no lo permite, que se haya transformado definitivamente en un bien público y legitimada en sus propios términos. Por el segundo aspecto, el análisis político y la ciencia política se han acostumbrado a trabajar tanto sobre el concepto de “gobernabilidad” que

le han quitado peso específico. Si bien el concepto se ha sofisticado con la introducción de varianzas que remiten a la acción de gobierno -governing, governance-, en general refieren a estructuras organizacionales de menor densidad y responsabilidad que el gobierno de los estados. Por lo tanto se habla de gobernabilidad, o crisis de gobernabilidad, con demasiada facilidad, perdiendo el análisis precisión y contundencia para definir problemas políticos reales. Recuperar el sentido político de “gobernabilidad” como concepto que describe nada más ni nada menos que la capacidad y/o posibilidad de un gobierno de continuar un mandato legítimo en tanto democrático en el marco de emergencia de una crisis, es una tarea necesaria para resguardar, en la política como ciencia, instrumentos de análisis específicos necesarios a diagnósticos que, en definitiva, incumben a la sociedad. Retomando entonces la Argentina post-renuncia de De La Rúa, la cuestión de la potencial ingobernabilidad remitía a un desafío directo: que hacer luego de la salida del Presidente6, por un lado, y, por otro lado, evitar el potencial grado de ruptura del orden que la ingobernabilidad producida por la renuncia podría generar. El escenario, para la política formal, era el peor: la gente en las calles sin conducción ni discurso, y la República sin gobierno ni legitimidad en su clase política.

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Sin embargo, ese escenario de alta potencialidad disruptiva, fue atravesado con bastante calma hasta permitir alcanzar una estabilidad definitiva al llegar al proceso electoral de 2003. El período de transición que va de la renuncia de De La Rua hasta la elección de Kirchner, tras la renuncia de Menem a participar en el ballotage, observa dos etapas: una primera, y corta, que enmarca la sucesión constitucional, incluyendo el intento de estabilizar una primera transición con Rodríguez Saa, y una segunda en donde la transición estabilizadora se logra con la elección parlamentaria de Duhalde. Estas dos etapas de la transición marcaban ya un cambio importante en el desarrollo institucional de la Argentina y en la emergencia de una cultura política de la sociedad civil, dado que la tumultuosa y trágica página histórica que significó Diciembre de 2001 se resolvía con un fuerte respeto a los mecanismos institucionales, por un lado, y con una búsqueda de consensos y respuestas pacíficas a la crisis por parte de la sociedad, por otro lado. La prueba de fuego más importante acerca de la viabilidad y continuidad de la democracia en el país había sido traspasada con éxito. Si la etapa transicional encabezada por Duhalde como presidente se vio opacada por las muertes de Kostecki y Santillán en el Puente Avellaneda, en términos institucionales no significó más que el adelanto del proceso elec-

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toral y, por supuesto, la caída definitiva de cualquier intento de postulación por parte del duhaldismo de su jefe político. El gobierno de Kirchner comenzaba con un país un poco más encaminado institucionalmente, una economía que al comando de Lavagna había logrado estabilizar lo más álgido del default y la devaluación, pero con una sociedad empobrecida, desarticulada, y que solo guardaba un crédito a la política por su propia necesidad de calma y estabilidad luego de la tragedia. El gobierno de Kirchner nacía con más capital político del que se podía augurar en Diciembre 2001 para un gobierno e, incluso, para la legitimidad del sistema político. Sin embargo, este escenario de imprevista relativa estabilidad no ocultaba los dos principales problemas generales de la Argentina de principios de siglo: la, denominada en la disciplina política, crisis de representación política, y la deuda social que, formada en el ocaso de la convertibilidad, se había profundizado con la devaluación post-convertibilidad. Ambos problemas representaban en la realidad la fuerte ruptura simbólica entre el estado y la sociedad. La tarea era, en ese contexto, reconstituir el contrato social y político. La crisis de representación política es leída por la disciplina como la ineficacia del sistema institucional de representación, básicamente el sistema de partidos, para canalizar, y por ende representar, las demandas sociales. Si

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esta relación fuera fundante de un sistema de representación significaría que toda representación política remite a un estado de la sociedad, es decir a una modalidad históricamente definida de constitución de un orden social7. Siguiendo con el argumento, la actual crisis de la representación políticaen América Latina (fines de los ´90) obedece a un acontecimiento histórico que desarticula el orden social que había constituido ese modelo de representación. Concretamente, antes que emerja una crisis de la representación política debe entrar en crisis la matriz societal a ser representada políticamente. Esto es lo que sucedió en el mundo occidental más desarrollado con el auge del neoliberalismo económico articulado al neoconservadorismo político en los ´80, y esto es lo que sucedió en América Latina en los ´90 con la articulación de las reformas económicas enmarcadas en el Consenso de Washington y las políticas de convincentes gobiernos ex-populistas, que trastocaron el orden social creado en la posguerra. El resultado fue una nueva matriz societal donde primó el desempleo sobre el pleno empleo, la precariedad sobre la asalarización8, la seguridad criminilizadora sobre los derechos sociales, la exclusión sobre la inclusión, y last but not least, la marginalidad sobre el sentido de pertenencia política condición subjetiva fundante de toda comunidad política. Esa nueva matriz societal ya aparece con-

solidada en la Argentina luego de 2001 y, como no podía ser de otra manera, barre temporalmente con toda legitimidad política9, obligando a un gobierno naciente y con relativo apoyo10, a generar nuevas formas de interpelación discursiva y de implementación de políticas para lograr gobernabilidad en los siguientes cuatro años. Respecto al tema de la deuda social, la crisis política de Diciembre de 2001, sumada a los efectos de salida de la Convertibilidad11, disparó los indicadores sociales más regresivos de la historia argentina, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX. Concretamente, el gobierno Kirchner asume la presidencia con más del 40% de la población con graves problemas de empleo (desempleo abierto y subempleo informal precarizado) y, por ende, una brutal caída en los ingresos que acentuó la inequidad en la distribución de los ingresos12. A su vez, los indicadores mostraban que más del 50% de la población se encontraba bajo la línea de la pobreza. Esta nueva cuestión social13 implicó, dado el grado de organización y capacidad de expansión de la protesta en la sociedad argentina, la emergencia de nuevos actores sociales (piqueteros, asambleas, movimientos de desocupados, movimiento de empresas recuperadas, organizaciones autónomas) que expresaban material y simbólicamente que el eje constitutivo de la sociedad

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argentina había cambiado. Las políticas y el imaginario de la inclusión y la movilidad social ascendente dejaban paso a sus contrarios: exclusión y marginalidad14 y descenso material, territorial y político del efecto movilidad. Así, el gobierno Kirchner asume con un desafío concreto y contundente de gobernabilidad: la crisis de legitimidad de la política como instrumento privilegiado para desarrollar un nuevo contrato social, y una cuestión social que emergía como excluyente y desinstitucionalizante y que, desde ahí, organizaba el conflicto social sobre nuevos ejes y nudos problemáticos. El primer problema -la crisis de representación política- fue, en la etapa fundante del kirchnerismo, muy hábilmente manejado por el presidente. En efecto, por un lado Kirchner privilegió desde su asunción el contacto directo con la gente, con lo cual, simbólicamente, empezó a reestablecer los lazos entre la sociedad y la política. Así, la imagen política más trascendente -la presidencia- volvía a interactuar con las organizaciones sociales y con la gente qua ciudadanos. La política cobraba fuerzas y reemergía como la modalidad más apta de reestablecer relaciones y reglas de juego desde un sentido de mayor equidad y justicia. La política volvía a ser un elemento de dominación sobre los poderes que habían usufructuado los beneficios de los ´90 en un juego de “suma cero”.

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Por otro lado, el presidente se convirtió inmediatamente en un interlocutor directo y válido de todas las organizaciones sociales representantes de reclamos de justicia, sean anteriores a la etapa (derechos humanos) o productos de la nueva situación histórica (desempleo- pobreza). Este nivel de relacionamiento horizontal logró atenuar el “poder de fuego” con el que muchas de estas organizaciones sociales estructuraban su acción colectiva. Entonces, si bien Kirchner no reestableció en términos absolutos la confianza social en la política, construyó puentes importantes en pos de reconstituir la relación estado-sociedad. El segundo problema -la nueva cuestión social expresada en el desempleo, la pobreza y la exclusión de un sistema real de derechos15- fue atenuada, lo cual quiere decir que los indicadores bajaron relativamente aunque lejos están de lo que se puede considerar una sociedad justa, o de lo que la Argentina había logrado instituir a lo largo de un siglo como para definirse como una sociedad con niveles aceptables de justicia y equidad. Este descenso relativo se logró a partir de sostener un esquema monetario y cambiario postdevaluación y una política económica que, en sus ejes principales, había sido desarrollada por Lavagna durante la presidencia interina de Duhalde. El logro de Kirchner en este aspecto fue ser consecuente en el rumbo eco-

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nómico iniciado por su antecesor, al punto de conservar a Lavagna en el Ministerio de Economía, lo que le permitió luego aprovechar una coyuntura externa16 para conservar la estabilidad macroeconómica (con negociación de la deuda, superávit fiscal primario y aumento de las reservas) sin sacrificar las condiciones del crecimiento interno y las ventajas del sector exportador17 . Por supuesto que este ciclo le permitió al gobierno hacerse del financiamiento necesario para aplicarlo a políticas sociales correctivas, cuestión no menor dada la decisión política que implicó utilizar parte del crecimiento en políticas de redistribución de la riqueza18. El gobierno de Kirchner se desarrolló en el marco social heredado de la crisis de 2001, en donde algunos actores sociales conservaron las modalidades de acción colectiva que les permitió, esa es su lectura, hacer visibles sus demandas. Concretamente, se pasó de la expresión institucionalizada de la protesta social a formas que, a partir de la ocupación del espacio público, se despliegan en los límites del sistema institucional y, generalmente, legal. Esto se entiende si se caracteriza a esos actores en tanto conformados en su lógica constitutiva desde la exclusión en el acceso a los consumos básicos de la vida cotidiana y, desde ahí, a un sentido de pérdida de pertenencia a la comunidad política a partir de la desprotección social de las políticas estatales.

Esta modalidad de la protesta social, en sus inicios desarrolladas por los movimientos de desocupados, implicó, e implica, la representación de un interés de muy difícil resolución, dado que las economías del orden global operan con altas tasas de desempleo, subempleo e, incluso, pobreza, lo cual genera mecanismos de acción colectiva que tienden a la confrontación más que a la negociación. Si el resultado de este tipo de relación entre la protesta social y las políticas públicas fueron los planes asistenciales19, es posible señalar que estos permitieron atenuar en cierta medida las dimensiones de la protesta pero no su desactivación. La derivación de esta ecuación es una reproducción de la acción colectiva en términos de negociar mejoras en los planes asistenciales pero inhibiendo la búsqueda de soluciones más de fondo, y a la espera que el crecimiento económico genere progresivamente mejoras sociales. La nueva lógica de la acción colectiva y su efectividad de corto plazo llevó a que toda demanda sectorial utilice la misma metodología. De esa manera desde los ahorristas hasta los ambientalistas de Gualeguaychú, pasando por fleteros, transportistas, peones, taxis, etc., asumieron la ocupación violenta del espacio público como forma de introducir sus demandas en la agenda de gobierno. A su vez el gobierno tuvo que optar por permitir esa forma de protesta, violatoria hasta de principios

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constitucionales, dada la multiplicación de las mismas y la imposibilidad de dar respuestas de conjunto sin alterar los delicados equilibrios macroeconómicos. En síntesis, la acción colectiva en términos de protesta asumió características que inhiben en sus propios términos toda forma de mediación, generando permanentemente resultados subóptimos a la vez que contribuyendo al creciente malhumor social. Por su parte, el sistema político, entendido como el conjunto institucional que incorpora a los partidos, parlamento, gobiernos provinciales y municipales, no tuvo, ni tiene, un eficaz desempeño ante esta activación de las demandas sociales. A los vicios tradicionales de la política argentina, sobre todo la política local, que es apelar al clientelismo desde el manejo discrecional de los recursos económicos públicos e institucionales, se le agrega una clase política que se autorrepresenta más en sus propios intereses -reproducción de los escenarios y funciones que la instituyen como tal- que en el esfuerzo por regenerar mecanismos legítimos de representación de lo social que, en definitiva, es la demanda política básica de la sociedad desde el “que se vayan todos”20. La política esta autorreferenciada en la clase política pero sigue sin ser evaluada y rescatada por la sociedad como una relación válida para la resolución de problemas, a pesar de ciertos esfuerzos y de la lectura siempre

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atenta de esta relación por parte de la presidencia. A su vez, por parte del gobierno, se planteó un escenario progresivo de gobernabilidad no a través del desarrollo de mecanismos de governance (reproducción de acciones institucionales de negociación tanto horizontales como verticales), sino profundizando un estilo político que apunta a la invisibilización del otro político, es decir de toda oposición real y potencial, a través de su “eliminación simbólica” expresada en la deslegitimación discursiva de toda institución social y política crítica y/o opuesta a los actos de gobierno. El desafío político que todavía tiene el kirchnerismo es representar la nueva cuestión social que presenta la Argentina post-crisis21, a la vez que intentar una política económica y redistributiva que muchas veces choca con los límites del orden económico establecido y referenciado en las proclamadas potencialidades de la economía global. Esta tensión lleva a una política que es más contundente en lo discursivo -movilización de consensos- que en lo efectivo -estructuración de consensos-. De ahí deriva una imagen de liderazgo fuerte pero que en realidad encubre dos problemas políticos: por un lado, una hegemonía débil, y, por otro lado, una fluctuación muy grande de las bases sociales electorales. Esto lleva a la necesidad de una construcción permanente del consenso22 y, por lo tanto, a una po-

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lítica que tiende más al enfrentamiento, sea con las oposiciones políticas, con ciertas organizaciones corporativas, o con poderes fácticos externos. El resultado neto es un tiempo político tumultuoso pero que se valida en un énfasis correctivo de los efectos más perniciosos de la herencia de los ´90. Quizás, y como acaba de suceder en otros países, la reelección de gobiernos que enfrentan este dilema sea la respuesta que las sociedades están dando, independientemente de la poca confiabilidad que le confieren a la política e independientemente también de los resultados hasta ahora logrados. Retomando la idea del comienzo, la imposibilidad del gobierno de Néstor y, más aún, Cristina Kirchner de devenir en hegemónicos, imposibilidad causada por los antagonismos políticos que el gobierno generó y genera, implica la capacidad de dominación política, gobernabilidad por consensos parciales desde mayorías relativas, que garantiza la gobernabilidad política en los marcos diseñados por el gobierno, pero que requiere para sostenerse la generación constante de “épicas políticas” para implementar políticas profundas. Y no hay épica sin lucha, siendo la condición de posibilidad de ésta la constitución de antagonismos sociales y políticos. La condición de una política republicana o de una política populista es la hegemonía política. Ambas implican, si se constituyen en arenas políticas en

una etapa histórica, a la hegemonía. Y ya lo dijo Gramsci, ésta es la dominación donde priman los consensos más que los antagonismos. El carácter indeterminado de los nuevos procesos políticos en el mapa latinoamericano amerita, creo, la continuidad de este debate.

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Notas: 1

Esta Comunicación retoma elementos conceptuales y textuales de un artículo publicado en “La nueva política en América Latina. Rupturas y continuidades”, GOMEZ LEYTON, J., RAUS, D., MOREIRA,C. (eds), ED. Trilce, Montevideo, 2008. 2 Como ejemplo la Constitución chilena bajo Pinochet. En la medida de su instalación política y la construcción de ciertas bases de apoyos sociales emergente de procesos de “refundación” del orden social,, muchas dictaduras comienzan a implementar formas republicanas como modalidad de conseguir consensos, sobre todo externos. 3 Dado que la concepción gramsciana situaba la crisis como un punto en que se cruzaban dos momentos en una aparente irresolución acerca del devenir social y político, pero entendía, y eso era lo específico de la crisis, que, necesariamente, lo “viejo” iba a morir y, necesariamente, lo “nuevo” habría de nacer. 4 Siendo coherente con otras comunicaciones y exposiciones, considero a la Convertibilidad como un concepto que define la nueva matriz societal que se asienta en la Argentina a fines de los ´90. Matriz social configurada por tramas económicas, sociales, culturales, ideológicas y políticas. 5 En realidad, y dado que el grado de protesta social era interpretado, como señala O´Donnell, por los sectores dominantes como una “crisis de dominación”, los autoritarismos militares resultantes no solo eran una consecuencia del “llamado a los cuarteles” por parte de esos sectores, sino que, sobre todo, eran acompañados fuertemente por sectores civiles sea desde las estructuras institucionales del estado militar o desde los medios de comunicación. Sobre el significado político del concepto “Crisis de dominación”, ver: O´DONNELL,G.: El Estado burocráticoautoritario, Ed. Belgrano, Bs.As., 1984. 6 Por supuesto que este “que hacer” refiere a la intencionalidad de gran parte de la oposición política, sobre todo el Partido Justicialista desde su estructura parlamentaria y desde gobiernos provinciales y municipales, de acelerar la caída del Presidente De La Rúa. En esta cadena trágica de “errores” políticos, le siguió el mismo presidente quién, asesorado por su círculo “áulico” demoró su renuncia para hacer visible a la sociedad la falta de colaboración del peronismo para sortear la crisis. Por supuesto que el acoso de unos y la demora de los otros “explican” varias de los 33 muertes sucesidas en la luctuosa jornada. 7 Solamente como ejemplo rápido: el auge de los partidos de “izquierda”, sea en sus variantes socialistas, socialdemócratas o comunistas, o los partidos laboristas

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y/o populistas en el modelo de representación dominado por los “partidos de masas”, observaron como condición de posibilidad histórica la sociedad de pleno empleo y asalariada al amparo de las políticas industriales de, sobre todo, la segunda posguerra. 8 Entendida la relación salarial no solo como económica y, por ende, proveedora de ingresos, sino también como jurídica y, por ende, proveedora de derechos. 9 Sintetizado en el “que se vayan todos”. 10

La “fuga” de Menem del ballotage implicó la asunción de Kirchner con “solo” los votos de la primera vuelta: un escaso 22%. 11 Lo cual implicó un efecto devastador en términos socioeconómicos en el corto plazo, no por la misma salida de un esquema nada virtuoso como era la Convertibilidad, sino por la tardanza en dejarla de lado y, por ende, el impacto correctivo de la devaluación consiguiente. 12 Correspondería decir que eso es una consecuencia natural luego de una crisis económica, dado que lo que hay que entender es que los ingresos, es decir la riqueza, no se distribuye sino que es captada por los diferentes sectores sociales en función de sus relaciones de fuerza dentro del sistema económico y social. La llamada “distribución de los ingresos” es en realidad menos un resultado económico que un producto social y político. Si esto se entiende así surge el gran desafío: la corrección en la distribución de la riqueza, dado cierto nivel de inequidad, no es una tarea de la economía sino de la política. 13 Entendemos por cuestión social una problemática nueva y que emerge de etapas de crisis. Caracterizaría una nueva etapa histórica no por ser la única cuestión, sino por ser paradigmática de la nueva situación económica, social y política. 14 Sin ser el momento ni tener espacio para su desarrollo, señalo que la definición de estos conceptos como diferentes permite caracterizar con más precisión la nueva cuestión social en las sociedades latinoamericanas. La distinción opera en el sentido de dejar de lado análisis que toman estos conceptos, y el de pobreza, y los transforman en la representación social de una misma situación. 15 Nunca está de más citar esa bella frase de Hannah Arendt donde define a la ciudadanía como “el derecho a tener derechos” dejando definitivamente superada la antiquísima discusión política acerca de la realidad o formalidad de los derechos que los sujetos van, históricamente, conquistando. 16 El alza de los precios de las commodities, producto de la expansión del comercio global traccionado por el dinámico desarrollo de China e India. 17 Contrástese con la política económica del Brasil de Lula quién observó bajísimas tasas de crecimiento en la coyuntura a partir de la presión de los mercados financieros, sobre todo internos, y las consecuentes elevadas tasas de interés que inhibieron un crecimiento

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dinámicoa pesar del contexto de oportunidades de la economía global. 18 Una ecuación negada ideológicamente -teoría del derrame- por los gobiernos reformistas de los ´90. 19 Política social que utilizan otros gobiernos de América Latina (Lula: Bolsa Familia) y que reconoce implícitamente los límites de la economía para dar una respuesta estructural. 20 Los sucesos de Misiones con el intento de re-reelección de su gobernador conforma casi un paradigma de esta situación de estancamiento de la legitimidad política. 21 En realidad, y si bien este es un debate válido pero largo, es el desafío de los denominados Nuevos Gobiernos en América Latina. Más allá de la “cotidianeidad” social y política, estos nuevos gobiernos son un producto de la crisis social ante la fragmentación producida por las reformas neoliberales de los ´90. El problema es que esa crisis se expresa en exclusión y pérdida de referencias políticas, con lo cual estos gobiernos emergen entre la tensión de un mundo y una economía global que en sus ejes principales han profundizado los mecanismo de acumulación estructurados en los ´90, con una cuestión social que quedó al margen del modelo pero que reaccionó, y reacciona, políticamente. Estas características difusas de una base social que acompañó fuertemente el cambio político desde principios del nuevo siglo, es lo que genera permanentes errores de conceptualización para definir estos nuevos gobiernos: gobiernos de izquierda, populistas, neopopulistas, etc.. 22 Algo que se ve más urgido por la reducción de los períodos presidenciales, un debate, creo, pendiente en la política latinoamericana.

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El espacio de lo político

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LEANDRO SANCHEZ Introducción

E

n el capítulo 2 de la Metamorfosis del espacio habitado Milton Santos plantea que la renovación de la geografía pasa por la depuración de la noción de espacio y por la investigación de sus categorías de análisis. El espacio es una realidad relacional, su definición se ve mediatizada por otras realidades como son la sociedad y la naturaleza, unidas por el trabajo. De manera que el espacio debe ser apreciado como el conjunto indisociable del que participan, la disposición de los objetos geofísicos, los objetos naturales y los objetos sociales, ergo, el conjunto es la unidad que deja de ser potencia para convertirse en acto. Por lo tanto, si el paisaje es permanente mientras que la especialización es mutable; si el paisaje precede a la historia y la especialización es siempre del presente; entonces cuál es el espacio de lo político. El objetivo de este trabajo consiste en mostrar, al menos otorgar un pantallazo básico, la interconexión conceptual

que la significación espacio tiene en el análisis político. Si bien el trabajo tiene una impronta politológica mayor que geográfica y propone esta conexión a partir de la visión de una determinada corriente de pensamiento no por ello descuida la interrelación mencionada desde la modernidad al presente. En el mismo se parte de la definición conceptual de espacio que Santos formula para posteriormente, previa genealogía de la política, abordar la interpretación filosófica que autores como Schmitt o Lefort hacen de lo político y la derivación teórico conceptual que la misma ha tenido en el análisis espacial de la política.

En busca de un objeto: el espacio Como sostiene Brunet, la geografía responde a una de las más primordiales curiosidades: situar y situarse. Ella nos habla primero del escenario de nuestras acciones y de las acciones de los otros. El territorio está hecho de lugares diferenciados, ligados por redes. La acción sobre el territorio pone en juego acto-

* Licenciado en Ciencia Política. Magister en Metodología de la Investigación Social por la Universita dì Bologna. Doctorando en Ciencias Sociales por la UNLP. Becario Conicet Tipo II.

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res cuyas estrategias y tácticas, medios y límites es necesario apreciar. Así visto el territorio se convierte en medio de acción, que condiciona o que provoca por sus formas y sus contenidos. La forma de definir al espacio se ha ido transformando por el cambio de categoría y por el uso que se hace de ella. Para Milton Santos, el espacio es un sistema de sistemas o un sistema de estructuras, en donde las relaciones existentes entre los elementos o variables que lo conforman se dan a partir de relaciones. G. Bachelard consideraba al obstáculo espacial, representado por la geometrización reductora, como uno de los más importantes a des-construir para hacer progresar el conocimiento objetivo o, más bien, concreto. Según Bachelard, “Tarde o temprano... estamos obligados a comprobar que esta primera representación geométrica, fundada sobre un realismo ingenuo de las propiedades espaciales, implica conveniencias más ocultas, leyes topológicas menos firmemente solidarias con las relaciones métricas inmediatamente aparentes, en una palabra: vínculos esenciales más profundos que los vínculos de las representaciones geométricas familiares. Poco a poco se advierte la necesidad de trabajar debajo del espacio, por así decir, en el nivel de las relaciones esenciales que sostienen los fenómenos y el espacio. El pensamiento científico es entonces arrastrado hacia «construcciones» más metafóricas que reales, hacia «espacios de configuración» de los que el espacio sensible, en definitiva, no es sino un

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mísero ejemplo” (Bachelard, 1938 (1972), «Palabras preliminares», en La formación del espíritu científico). Santos propone explícitamente que la realidad geográfica o, en rigor, “…el espacio está formado por un conjunto indisociable, solidario y también contradictorio, de sistemas de objetos y sistemas de acciones, no considerados aisladamente, sino como un único cuadro en el cual se desenvuelve la historia” (Santos, 1996: 51) La propuesta de Milton Santos tiene que completarse con la incorporación explícita de los sujetos o actores históricos. Las realidades geográficas o problemas geográficos implican simultáneamente sujetos, objetos y acciones. El carácter contradictorio o estrictamente dialéctico, deriva del carácter desigual y combinado de las condiciones y aspiraciones de reproducción de los sujetos. Son los sujetos los que asignan significado e intencionalidad a los objetos y acciones sobre objetos y sujetos y entre sujetos de las realidades geográficas. La falta de referencia subjetiva impide visualizar el sentido social de las acciones. Desde este punto de vista, y teniendo en cuenta además que no hay sujetos sin objetos, las realidades o problemáticas geográficas pueden ser abordadas con mayor capacidad explicativa, proyectiva, prospectiva y normativa (volveremos sobre estos términos más adelante) si en vez de sujetos, objetos y

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acciones se analizan los momentos de objetivación y subjetivación. O lo que a los efectos de este trabajo podría denominarse como lo instituyente y lo instituido en cuanto a lo político se refiere.

Genealogía política de la modernidad La concepción de la política como actividad que se desarrolla en una esfera específica es un fenómeno relativamente reciente asociado con la modernidad política y la democratización del liberalismo. El giro moderno puede ser descrito como un cambio en la manera en la cual se concibe la idea de orden. Desde el siglo XVII en adelante el pensamiento comienza a alejarse de la derivación teológica del orden a partir de la naturaleza, que es la obra de Dios, y se desplaza hacia una concepción del orden como construcción, esto es, como resultado contingente -y por ende polémico- de un acto de institución política. Bauman (1996: 79) percibe el impacto revolucionario de este cambio cuando dice que “el descubrimiento de que el orden no era natural fue el descubrimiento de la idea de orden en cuanto tal”. Para los modernos, pues, el orden es un artificio, una tesis que Nietzsche radicalizaría más tarde al decir que en vez de una armonía inicial sólo hay un juego de fuerzas que funciona como el terreno primario, constitutivo, a partir del cual se debe pensar la creación de

todo orden. El artificio -u objetividadsurge como el resultado de un acto de institución política, y la política aparece como un modo de lidiar con un mundo en el cual la división, y los conflictos resultantes de esa división, constituyen nuestro status fundamental. La modernidad, pues, es una respuesta secular a la ausencia de un fundamento último de las cosas. La genealogía política de la modernidad se inicia con la delimitación de un ámbito secular de la decisión política separado de la esfera religiosa. Esto coincide con el surgimiento del Estado absolutista. Si lo político reaparece dentro del dominio interno del Estado, es tratado como un problema de índole disciplinaria. Schmitt lo pone muy claro cuando dice que en una época en la que la seguridad física de los súbditos, la paz interior y las fronteras territoriales seguras eran la razón de ser del Estado, había más ‘policía’ que ‘política’, y lo que se conocía como política correspondía a intrigas palaciegas y disturbios generados por rivalidades y rebeliones (1997 [1938]: 73-74; 1991a [1963]: 4041). La modernidad concebía a la política como prerrogativa del Estado soberano hasta que el liberalismo la desplazó hacia la esfera de la representación territorial. Esta migración de la política no canceló el estatuto político del Estado, pero tampoco dejó el escenario inicial tal cual.

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Ello desencadenó un proceso de desterritorialización que quitó al Estado de su supuesto monopolio sobre la política, y un proceso paralelo de reterritorialización que insertó al Estado en un nuevo escenario político. En sus inicios, este escenario no era democrático, dado que la representación y la competencia partidaria son perfectamente compatibles con una noción restringida de ciudadanía y de derechos políticos. Sin embargo, el grueso de los estudiosos del tema coincide en señalar que ya a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando las luchas por el sufragio universal comenzaron a extender el derecho a voto en oleadas sucesivas (Macpherson 1968, 1982), este escenario ya era el de la democracia liberal, sea como código para la práctica efectiva de la política o como su idea reguladora. Los rasgos distintivos de este nuevo marco, especialmente luego de la democratización del liberalismo, varían de un autor a otro. Kelsen (1980: 201) entiende que luego de la expansión del derecho a voto, el liberalismo democrático reconfiguró a la política como un ‘Estado de Partidos’, vale decir, inauguró un modo de hacer política basado en una forma más plural de agregación de intereses y de representación electoral. Manin identifica tres formatos sucesivos de la representación -el parlamentarismo clásico, la democracia de partidos que coincide con el esquema

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de Kelsen, y la actual democracia de audiencia- Todos ellos comparten cuatro principios capitales: la elección de los representantes, la autonomía de los representantes, la libertad de la opinión pública y la decisión como resultado de la deliberación (Manin 1998). Held rescata la separación entre Estado y sociedad civil, la extensión de la ciudadanía política al grueso de los adultos, la existencia de un conjunto de reglas e instituciones a través de las cuales la ciudadanía selecciona a sus representantes, el monopolio con que cuentan los representantes electos para tomar decisiones políticas (es decir, decisiones que afectan al conjunto de la comunidad), y el uso de las fronteras nacionales como criterio que distingue a quienes están incluidos y a quienes están excluidos de participar en las decisiones que afectan nuestras vidas (Held 1993: 20-21, 24, 27; 1998: 21-22). Este nexo entre la dimensión electoral de la ciudadanía, la competencia partidaria y el Estado nacional inaugura la época en que lo político es hegemonizado ya no por el Estado sino por la esfera de la representación territorial dentro de las fronteras físicas del Estado. Hablar de ‘hegemonización’ no significa que a partir de entonces toda actividad política se circunscribe plenamente dentro de esa esfera, o que se remite necesariamente a la figura del ciudadano elector, o que es prerrogativa exclusiva de actores como los par-

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tidos políticos. Sólo quiere decir que se va conformando algo así como una ‘voluntad de representación’, que la esfera de los intercambios partidistas se convierte en el ámbito institucional preponderante de la política. Otros modos de intercambio político siguen operando al lado de esta esfera, con o sin reconocimiento legal.

Revisión ontológica de lo político En las últimas décadas, una buena parte del debate en torno a la doble inscripción de lo político -como el momento de la institución y de lo instituido, de lo político y la política- gira en torno al trabajo de un puñado de pensadores. A pesar de las críticas a su trabajo (Derrida 1998; Arditi y Valentine, 1999: 3843), pensadores del campo progresista fueron seducidos por la teorización de lo ‘político’ de Schmitt. Esto se debe a dos motivos. Por un lado, la idea con la que comienza su ensayo, “El concepto del Estado supone el de lo político” (Schmitt 1991b: 49), establece de inmediato que lo político excede a las dimensiones institucionales de la política. Ella sienta las bases para una manera de pensar a lo político como una experiencia ubicua y desterritorializada que se manifiesta tanto en el interior como afuera de la esfera institucional de la política (Arditi 1995). Por otro lado, al concebir a lo político como un modo

de relación entre colectivos humanos, en vez de como un fenómeno que surge en un sitio específico, la reflexión schmittiana brinda un criterio operativo para pensar la política más allá de su encarnación político-partidaria. A Schmitt no le interesa mayormente si la oposición política se da entre Estados soberanos, partidos políticos, clanes o tribus étnicas, ni si sus luchas ocurren dentro o fuera del sistema político, o si el objeto de la disputa es la conquista de territorio, el acceso a puestos en el gobierno o la prohibición del aborto. Lo político florece allí donde un colectivo está dispuesto a distinguir entre amigos y enemigos, y a enfrentar a sus enemigos en una lucha. Otro autor de peso es Lefort, quien caracteriza a la democracia como un tipo de sociedad en la cual el locus del poder es un lugar vacío (Lefort 1988, 1990; ver también Vernant 2000), también distingue la política (la politique) de lo político (le politique), aunque de un modo distinto al que propone Schmitt. Para él, lo político indica el modo de institución de una sociedad, la puesta en forma del todo, el proceso mediante el cual la sociedad se unifica a pesar de sus divisiones. Por su parte, la política se refiere a la esfera particular en la cual la sociedad moderna circunscribe la actividad política -elecciones, competencia partidaria, etc.- y donde “se forma y se reproduce un dispositivo general de poder” (Lefort 1988: 10-12, 217-219).

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Dicho de otra manera, dado que la democracia reconoce la dificultad de una sociedad transparente, describe a la política como la esfera donde se verifica la no-coincidencia estructural entre la inscripción y el significado instituido de lo inscrito. Sin embargo, Lefort alega que los científicos y sociólogos políticos tienden a confundir a la esfera política con lo político, esto es, confunden a lo político con su forma de aparición. Si lo político se refiere a la estructuración o puesta en forma de la sociedad, no puede estar atado a ningún dominio o esfera particular: esta institución del orden ciertamente tiene lugar en la esfera política, pero también fuera de ella. De hecho, como señalan Laclau y Mouffe (1987: 204), la revolución democrática puso en jaque la idea de que existe un espacio único para la constitución de lo político. Žižek retoma esta distinción de Lefort y propone hablar de una ‘doble inscripción’ de lo político. Este aparece como un “acto abismal”, o lo que denomina “la negatividad de una decisión radicalmente contingente” que instaura un orden político, pero también como un subsistema político donde esa negatividad ha sido normalizada o domesticada dentro de un ordenamiento institucional (Žižek 1998: 254-255). La política oscurece el principio general que genera orden y al mismo tiempo lo hace visible. Este se torna visible en la medida en que las huellas del mo-

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mento instituyente de lo político están presentes en el subsistema a través del enfrentamiento entre colectivos con proyectos contrapuestos, pues estas luchas continuamente ponen en juego la forma del orden existente y con ello revelan el carácter contingente de toda objetividad. Pero al mismo tiempo, ese principio se oscurece cuando se reduce lo político a un mero subsistema entre otros, olvidándose que la puesta en sentido y la transformación de lo instituido pueden darse en cualquier lugar.

La ubicuidad de lo político Con el análisis que antecede se va perfilando una perspectiva distinta de lo político. Se aleja de enfoques que intentan circunscribirlo a un conjunto de instituciones y prácticas que definen sus condiciones y crean un perímetro o encierre para su accionar y su efectividad. Me refiero, por supuesto, al Congreso, los partidos políticos, el Gobierno y a las instituciones estatales en general. Schmitt concibe lo político como algo capaz de cubrir la totalidad de las relaciones constitutivas de la polis -al menos en principio, en el sentido de que todo es politizable, no que todo es político-. Esto abre la posibilidad de considerar a lo político como una forma coextensiva con lo «social». Como bien dice Frye, Schmitt prefirió usar el adjetivo político antes que

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el sustantivo política, ya que buscaba acuñar un concepto que no estuviese sujeto a los límites territoriales que impuso el pensamiento liberal a la política, esto es, un concepto liberado de la ubicación topográfica asignada a la política luego de la institucionalización del Estado-nación. Con ello él abre las puertas a un tipo de análisis capaz de percibir el surgimiento de lo político en los pliegues más insospechados del tejido social: Lo político puede extraer su fuerza de los más diversos sectores de la vida humana, de contraposiciones religiosas, económicas, morales o de otro tipo; no indica, en efecto, un área concreta particular sino sólo el grado de intensidad de una asociación o de una disociación de hombres, cuyos motivos pueden ser de naturaleza religiosa, nacional (en sentido étnico o cultural), económica o de otro tipo y que pueden causar, en diferentes momentos, diversas uniones y separaciones. En todo caso es siempre, por eso, el reagrupamiento humano decisivo, y como consecuencia de ello la unidad política, todas las veces que existe, es la unidad decisiva y «soberana» en el sentido de que la decisión sobre el caso decisivo, aun cuando éste sea el caso de excepción, por necesidad lógica debe corresponderle siempre a ella. Poco importa si estos reagrupamientos aparecen o no bajo la forma de partidos políticos, o si sus conflictos se desenvuelven o no dentro del espacio

parlamentario, o si su enemistad está supeditada o no al objetivo de controlar lugares en el aparato estatal. Lo político no está supeditado a la intervención de lo que la sociedad reconoce formalmente como el campo de la política. Lo político es una forma de enfrentamiento (del tipo amigo-enemigo) que puede surgir en el terreno religioso, económico, moral u otro.

La relevancia heurística del concepto de archipiélago para pensar la política. Si se adopta esta concepción, es posible arriesgar algunas conclusiones tentativas acerca de la dirección en la que se podría estar moviendo la política, en parte gracias al empuje de la propia sociedad civil. Por lo desarrollado hasta ahora, el modelo liberal, que dominó la reflexión de la filosofía y de las ciencias sociales durante por lo menos dos siglos, no parece ser tan hegemónico como lo fue alguna vez. A partir de esta derivación y alejamiento, el análisis se debería centrar, como lo hace Arditi en el posible agrupamiento de algunas voces, espacios y prácticas políticas en ciertas constelaciones sistémicas. Dicho autor describe a estos agrupamientos como circuitos políticos que coexisten con las arenas electorales del Estado nacional -el ámbito clásico del formato liberal de la política- y además define el escenario emergente como una suerte de archi-

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piélago político. Utiliza la noción de ‘circuito’ o ‘nivel’ como una hipótesis de trabajo tentativa para explorar el devenir-otro de la política. La idea del archipiélago, en cambio, tiene un valor más bien figurativo. Como “conjunto de islas unidas por aquello que las separa”, tiene la virtud de expresar de manera sencilla la imagen de un escenario descentrado y con múltiples niveles poblado por diversos lugares de enunciación política. Este archipiélago incluye el subsistema liberal-democrático de la política electoral, pero también un segundo nivel de movimientos, asociaciones y grupos de intereses organizados, y uno supranacional que lleva a la política más allá de las fronteras del Estado nacional. Cada uno de ellos tendría su respectiva configuración de intereses, demandas, identidades, instituciones y procedimientos asociados con las distintas modalidades de ciudadanía: ‘primaria’ o electoral, heredada de la tradición liberal, ‘segunda’ o social, y ‘supranacional’ o global, en proceso de gestación a través del crecimiento hacia fuera de la política. Incluso como cartografía, plantea cuestiones normativas importantes para la teoría democrática, entre ellas: el estatuto de la ciudadanía y el escrutinio público de los jugadores en el segundo nivel y en el ámbito global. No basta con extender el modelo de ciudadanía centrado en el Estado nacional o los mecanismos electorales característi-

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cos del circuito primario de la política partidaria. También es posible preguntarse si la introducción de la figura del archipiélago marca alguna diferencia en cuanto a facilitar o no la transformación de un cierto estado de cosas. Aunque no hay un nexo causal, aún así el archipiélago abre un abanico de posibilidades estratégicas. Los niveles supranacional y secundario son espacios desde los cuales se puede presionar a la política partidaria para introducir una serie de demandas dentro de la agenda de debates públicos, pero también son ámbitos en los cuales se puede poner en escena intercambios políticos para tratar de impulsar esas demandas autónomamente. Un desarrollo más detallado del esquema de Arditi excedería el marco de este trabajo, que busca brindar un mapa del ‘ahora’ de nuestra actualidad política, pero no es posible obviar algunas consecuencias teóricas que se desprenden de la idea del archipiélago de circuitos políticos. Las presento sin un orden jerárquico. La primera es que se debe modificar ligeramente el argumento acerca de la doble inscripción de lo político esbozado en el trabajo. Si una de las consecuencias de la revolución democrática fue poner en tela de juicio la idea de que existe un espacio único para la constitución de la cosa política, el efecto de la diseminación de espacios es que ‘la política’, uno de los polos de la doble inscripción, se somete

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a un proceso de diferenciación interna. En el universo polifónico del archipiélago, ella deja de ser el subsistema único que mencionaban Lefort y Žižek pues ahora incluye también a los circuitos de la ciudadanía secundaria y supranacional. El singular es reemplazado por un plural no aritmético dado que la política se convierte en una multiplicidad de ámbitos diferenciados, pasa a ser una constelación de circuitos o sitios para la constitución de la política. Otra consecuencia, implícita en la idea de coexistencia de formatos políticos, es que el efecto inmediato de la diseminación y de la polifonía que ésta conlleva es el carácter cada vez más excéntrico del campo político. Esto de ninguna manera debe confundirse con la idea de una singularidad unificada que entra en crisis. La polifonía y la diseminación tampoco implican la ausencia de un universo político o la imposibilidad de vínculos entre los puntos nodales que conforman este archipiélago tan peculiar, sino más bien una suerte de descentramiento copernicano de la política que modifica la representación de la totalidad. El archipiélago describe una regularidad en la dispersión de lugares de enunciación política. La totalidad pasa a ser el nombre para designar el juego entre estos espacios, por lo que debe entenderse como un proceso precario de hegemonización y no como una entidad empírica o trascendente. Este archipiélago también se caracte-

riza por tener una geometría variable, que está compuesto por ámbitos políticos interrelacionados con un diagrama cambiante. Sería ilegítimo asignar un privilegio absoluto, y a priori, a un ámbito u otro, pues la idea misma de un archipiélago debilita el estatuto del subsistema como la variable política independiente y por consiguiente pone en cuestión la idea de un locus fundacional de la política

Ejemplos Si, como sostiene Arditi, el archipiélago describe una regularidad en la dispersión de lugares de enunciación política, a continuación se enunciarán una serie de ejemplos que dan muestra de ello: El primero, tuvo lugar dentro y fuera de la zona de estudio práctico pero ilustra muy bien lo hasta aquí desarrollado. A comienzos de los noventa, grupos nacionalistas desataron una serie de ataques contra inmigrantes que esperaban obtener residencia permanente en Argentina. Muchos fueron, discriminados, insultados, incluso golpeados. La respuesta de la policía y otras autoridades fue notoriamente tímida y tardía, y aparentemente muchos vecinos incluso animaron a los atacantes. Pero otros salieron a la calle para demostrar que no se quedarían quietos ante estos actos de racismo. Los ataques discriminatorios y las res-

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puestas antidiscriminatorias carecían de una dimensión «institucional» strictu sensu. Algunos fueron promovidos por grupos organizados, especialmente en el caso de los primeros, pero por lo general las intervenciones fueron organizadas por comités ad hoc que surgieron durante los sucesos. Las mediaciones institucionales vinieron después. Los atacantes no intervinieron por motivos puramente «políticos». Parecían estar más interesados en divertirse con actos de vandalismo y patoterismo que en propagar la ideología ultraderechista, y los que protestaron contra ellos parecen haber salido a la calle más que nada debido a su indignación ética y moral ante los hechos. La organización, especialmente de la protesta anti-racista, tuvo un bajo nivel de formalización; tampoco tuvo mucha continuidad, puesto que los comités ad hoc creados durante los sucesos fueron disueltos poco después. Estos tenían poco en común con formas de organización más tradicionales e institucionales como por ejemplo, las de los sindicatos obreros. Los sindicatos cuentan con oficinas, cuadros rentados, estructuras jerárquicas, protestas regulares e interlocutores estables y reconocidos (empleadores y autoridades del Gobierno para las negociaciones tripartitas), si bien las iniciativas de los dos bandos se originaron en el espacio «privado» de la sociedad civil y la confrontación pronto asumió una dimensión «pública», más allá del espacio

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físico de la calle. Pero se trataba de una dimensión pública muy peculiar. Por lo general, los participantes se asomaban dentro del espacio público formal, cruzando la frontera (por cierto que «imaginaria») entre lo público y lo privado mientras permanecían en un espacio público que no estaba sujeto a las restricciones del andamiaje institucional de la política. Era un espacio público virtual. Este caso también tiene los trazos característicos de lo político, tal como lo entiende Schmitt. El espacio se dividió en grupos de «nosotros» y «ellos» (esto es, de «amigos» y «enemigos»). Esta división no «absorbió» a las restantes (de clase, de género, o la división más amplia entre gobernantes y gobernados), pero tuvo un efecto contaminante sobre varias (por ejemplo, sobre la relación entre Gobierno y oposición, y entre los socios de la coalición de gobierno). Hubo una clara disposición de identificar y combatir al “adversario” de manera tal que la separación entre los grupos de amigos y enemigos adquirió la intensidad esperada en un enfrentamiento político. También se dio una cierta noción de «causa» u objeto en disputa. Los grupos atacantes decían defender los puestos de trabajo amenazados por los inmigrantes, mientras que los grupos de locales e inmigrantes antirracistas defendían el respeto de la ley, la legitimidad de la diversidad étnica y cultural,

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y los derechos constitucionales de los inmigrantes. La enemistad entre estos grupos se mantuvo dentro de los límites establecidos por estas «causas» contrapuestas, y no fue transferida -al menos no significativamente- a otros aspectos de su identidad. Por último, los sucesos sí tuvieron efecto en el espacio público-institucional, sea mediante el posicionamiento de los medios de comunicación, la opinión pública, los partidos políticos, el Gobierno, o las dependencias estatales. Dicho de otro modo, el enfrentamiento se desarrolló en el campo de lo político, pero los grupos también -y simultáneamente- dirigieron sus reclamos al Estado. Es por ello que, de cierto modo, la política en el sentido institucional nunca estuvo ausente. Tolosa es la localidad más antigua del Gran La Plata. La misma tiene todos los servicios básicos: luz, gas, teléfono, agua y cloacas. El transporte lo cubre la empresa municipal Norte y la interurbana 273. Tiene jurisdicción policial la seccional sexta, que está ubicada en 1 entre 528 bis y 529 y una delegación comunal ubicada en 3 y 528 bis. Por una lado, se puede remarcar el rol de la junta vecinal, como segundo nivel de enunciación política, articulando las demandas de los vecinos por falta de seguridad, en distintos rubros: por los asaltos, por los cruces viales, por lotes abandonados, cortes prolongados de luz (a principios de marzo de 2009) que

incluso llevó a recibir al Defensor de los Vecinos. Por otro lado, Los vecinos de Tolosa han demostrado querer recuperar la histórica plaza Martín Iraola, ubicada entre las calles 1, 2, 530 y 531, como espacio público-político (términos que derivan de una misma raíz etimológica). Como primer paso, la idea ha sido arreglar las veredas, que están en pésimo estado las que aún han quedado en el predio porque muchas faltan y son un riesgo para quienes transitan el paseo. La plaza fue ideada y construida por una comisión especial que se formó a fines del siglo XIX, y ha sido desde entonces el epicentro de la mayoría de las actividades convocantes de Tolosa. Dos emprendimientos locales dan cuenta de la apreciación teórica que entiende que el paisaje es permanente mientras que la especialización es alterable y que el paisaje precede a la historia y la especialización es siempre del presente. Uno se refiere a la exposición que la Asociación de Museos, Asociaciones y Fundaciones del Gran La Plata realizó en el Centro Cultural Islas Malvinas (mayo 2005). Se trataba de la muestra de los elementos hallados por un equipo de arqueólogos locales encabezados por la licenciada Graciela Brunazzo, durante las excavaciones realizadas durante el año 2003 en el sitio “El Puesto” de Tolosa, un lugar ubicado sobre la calle 115 entre 531 y 532, de las que surgieron elementos co-

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rrespondientes a ocupaciones humanas en tiempos prehispánicos. El segundo, a la idea de documentar a Tolosa a través de la vida que le fueron dando sus entidades. En formato de documental, con la vida de los clubes de dicha localidad, su pasado pensando en el futuro, los lazos que unían a la juventud con las instituciones, el barrio como estructura social alrededor del trabajo, y otras cuestiones que se abordarán en una iniciativa que nació en el club Unión y Fuerza, con su grupo de teatro y cine. Otros ejemplos que reflejan la idea central del argumento expositivo, esto es la virtud de expresar de manera natural la imagen de un escenario desconcentrado y con múltiples niveles conformados por diversos lugares de enunciación política. Son aquellos que ratifican la pervivencia del subsistema liberal-democrático de la política electoral a partir de hechos como: cambios en las delegaciones municipales bonaerenses, la creación de asambleas del presupuesto participativo en La Plata, como así también la aprobación de una ordenanza para que los vecinos puedan presentar proyectos y defenderlos en el recinto del Concejo de La Plata.

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Notas: 1

El presente trabajo fue desarrollado en el marco de un seminario de posgrado sobre Territorio y Sociedad cuyo objetivo era el análisis teórico de un distrito de La Plata, Tolosa.

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La noción de lo político en la Democracia radicalizada SEBASTIÁN BARBOSA Introducción

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n este trabajo se rastrearán los principales aportes teóricos de la denominada corriente de Teoría Política, Análisis Político del Discurso. Sobre la base de esta desagregación teórica se revisará la lógica de la constitución de las identidades colectivas en el marco de una matriz conceptual orientada a contribuir a una teoría de la hegemonía pos - estructuralista. Teniendo en cuenta las formulaciones de este modelo de análisis político, se parte del supuesto, según el cual, la línea a desarrollar constituye una contribución substancial a la comprensión de llamado “lazo político” y por ende, al entendimiento del poder político y la sociología política en general. En este sentido, se sitúa dicha línea de investigación en contraposición con las

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denominadas teorías de la pospolítica caracterizadas en el marco de la modernidad reflexiva, a partir de abordar la noción de lo político desde un prisma analítico ligado a una “ontología de lo social”. Se esperan obtener contribuciones teóricas producto de los giros y emplazamientos vinculados con un debate político contemporáneo que se enmarca en la denominada crisis de la modernidad.

Aproximaciones al Político del Discurso

Análisis

La corriente teórica denominada Análisis Político del Discurso tiene lugar en un horizonte de inteligibilidad en el cual las “certezas absolutas” y las “utopías globalizantes” se encuentran en el centro del debate y la crítica teórica.

Doctorando en Ciencias Sociales. Universidad de Buenos Aires. Magíster en Política Social. Universidad de Buenos Aires. Diploma de Posgrado Internacional en Ciencias Sociales y Psicoanálisis. Convenio entre Labo-ratoire de psychanalyse et pratiques sociales- CNRS, Universités de Paris 7 et d´ Amiens y Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Licenciado en Ciencia Política. Facultad de Ciencias Sociales. Universidad de Buenos Aires. Licenciado en Sociología. Universidad de Buenos Aires. Profesor Adjunto Regular, Sociología Política. Carrera de Ciencia Política y Gobierno. Depar-tamento de Planificación y Políticas Públicas. Universidad Nacional de Lanús.

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En ese marco, la reconsideración de las teorías políticas, los principios éticos y epistémicos del pensamiento occidental requieren ser repensados a la luz de los aportes y recuperaciones teóricas críticos de dicha línea de pensamiento. La matriz conceptual del Análisis Político del Discurso postula, como eje central de análisis crítico, al fin de la ilusión de inmediatez de lo dado como experiencia de acceso al saber y al objeto sin mediaciones discursivas, la pérdida de legitimidad de las pretensiones absolutistas del pensamiento ilustrado, desde el racionalismo de la tradición cartesiana hasta las actuales propuestas de razón comunicativa de Habermas. En este sentido, se presenta la crítica a la tradición del sujeto centrado en la razón y a la idea de razón como fuente y garantía de validez universal. A la vez, la posición crítica del Análisis Político del Discurso va a postular la idea del debilitamiento del carácter incuestionable de los fundamentos del pensamiento occidental el sujeto, la historia, la ciencia, la moral, etc. Para la asunción de esta crítica, esta línea de pensamiento va a tomar diversas contribuciones de la tradición, para argumentar a favor de otras maneras de pensar la subjetividad, el conocimiento, los principios éticos y políticos. Con este objetivo de fondo, este enfoque articula para su producción discursiva a la lingüística postestructuralista de J. Derrida y R. Barthes, la pragmática del

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lenguaje de L. Wittgenstein, los aportes del psicoanálisis, especialmente de la vertiente lacaniana, y la propuesta política postmarxista centrada en la obra de Gramsci y Altthusser. La crítica apunta a “deconstruir” el marxismo, especialmente los conceptos de discurso, hegemonía, historia y sujeto social, desprendiéndose de sus usos economicistas y esencialistas, enfatizando tanto el carácter del antagonismo y la negatividad como la articulación y las equivalencias como constitutivas de lo social. Asimismo, se busca una intervención política, a partir de la denominada “Democracia Radicalizada”, capaz de reconocer la heterogeneidad de las condiciones históricas y contradictorias en el mundo contemporáneo. Estas relaciones se presentan cada vez más complejas en tanto que involucran procesos, movimientos y sujetos sociales emergentes de diversas procedencias, a la vez que requieren de una intervención tal que asuma la historicidad, contingencia y finitud de su propio discurso y que tienda a políticas democráticas consistentes.

Hacia una teoría anti - escencialista de la política La perspectiva articulada en la línea del Análisis Político del Discurso parte del rechazo a las concepciones escencialistas de las relaciones sociales

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y políticas que han guiado el edificio conceptual de gran parte del discurso filosófico político clásico y moderno. En esta perspectiva la sociedad no es concebida como una totalidad fundante de sus procesos parciales, en tanto, no existe un espacio social definido y cerrado que pueda ser concebido como una sociedad in totus. A la vez, la inexistencia de lo social en cuanto tal implica que la identidad de los elementos mismos que la componen nunca sea completa ni plena. El carácter inacabado y contingente de toda sociedad define el carácter precario de las identidades y la imposibilidad de fijar el sentido de estas en ninguna literalidad última. Las relaciones sociales tienen un carácter simbólico, sobredeterminado. En este sentido, el lenguaje cumple un papel clave en la estructuración de las relaciones sociales. Todo elemento de lo social es discursivo en tanto que toda acción esta cargada de sentido y significación: “Es por el hecho de que toda acción social tiene un sentido que ella se constituye bajo la forma de secuencias discursivas, las cuales articulan elementos lingüísticos y extralingüísticos”. (Laclau 1996: 59). El carácter simbólico de lo social no implica asumir una posición idealista, en tanto, la realidad existe pero resulta inaprensible en la medida que no sea significada en el marco de un sistema de reglas que le de un sentido. Así, la separación entre elementos lingüísticos

y no lingüísticos pierde sentido en tanto ambos forman parte de una operación global que es el discurso mismo. Como parte de esa totalidad simbólica las identidades sociales tienen un carácter relacional en donde cada identidad se constituye a partir de su relación con otra. El carácter no esencial de lo social permite otorgar una especial importancia a la noción de hegemonía en cuanto a la especificidad del espacio de conformación de las identidades colectivas mediante el juego particular entre equivalencias y diferencias que estructuran las prácticas sociales y políticas. El concepto de hegemonía presupone el carácter incompleto y abierto de lo social, que sólo puede constituirse en un campo dominado por prácticas articulatorias. Todo grupo social es en este sentido el resultado de una práctica articulatoria. Los diversos órdenes sociales son intentos precarios y en última instancia fallidos de domesticar el campo de las diferencias. Lo social entonces admite cierres parciales. La sociedad debería ser vista bajo esta acepción como una totalidad parcial que pone en evidencia a su vez, la imposibilidad de constitución de identidades plenas, otorgándoles a éstas mismas un carácter inacabado y contingente.

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La operatoria hegemónica como locus sociopolítico La concepción teórica de la categoría de Hegemonía reconstituida en la tradición del Análisis Político del Discurso es pensada como un movimiento específico de una particularidad social que tiende a asumir una función universal sin dejar de perder su condición de particularidad. Dicha noción va a suponer la lógica de una articulación política contingente de elementos en torno de configuraciones sociales no predeterminadas por ninguna filosofía de la historia, la cual está ligada a la lucha concreta de los agentes sociales. Desde el punto de vista de la praxis de la lógica de la operatoria hegemónica existe en un clima político de extrema radicalidad distintas demandas de diferentes naturalezas sociales, económicas, políticas, etc. de diversos sectores de la sociedad. Estas demandas no deben ser percibidas sólo en relación con su reivindicación u objetivo concreto, sino también como acto de oposición respecto al sistema, al régimen de opresión. Este último hecho es el que establece el lazo entre una variedad de luchas y movilizaciones concretas o parciales distintas entre sí. Todas ellas son vistas como equivalentes entre sí, no porque sus objetivos concretos estén intrínsecamente ligados, sino por su confrontación con el régimen opresivo. El significado de toda demanda concreta aparece, desde su origen, interna-

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mente dividido. Un primer significado establece el carácter diferencial de esa reivindicación o movilización frente a las otras demandas o movilizaciones. El segundo significado establece la equivalencia de todas esas reivindicaciones en su común oposición al sistema. La operación hegemónica consiste así en que una de las demandas particulares asuma el papel de representar al conjunto de las demandas. La función de la demanda hegemónica consiste en universalizarse al representar la identidad puramente equivalencial de un espacio comunitario. Lo que hace posible la operación hegemónica es la incompletitud de lo social: “La completitud ausente de la estructura debe ser representada/tergiversada por uno de sus contenidos particulares (una fuerza, una clase o un grupo). Esta relación por la que un elemento particular asume la tarea imposible de representación universal es lo que llamo relación hegemónica” (Laclau 1996: 79)

Del posconvencionalismo a la democracia radicalizada Llegados a este punto es preciso preguntarse cómo se inserta un modelo teórico de las características antes descritas en el marco de una propuesta política relativa a la denominada Democracia Radicalizada. Y en particular, cómo se enmarca dicha línea de análisis en relación con la denominada tenden-

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cia de los teóricos de la pospolítica. En el marco de los desarrollos teóricos de la línea del Análisis Político del discurso, se pone en discusión la noción central de los sociólogos de la pospolítica (en particular A. Guidens: 1994a y U. Beck: 1994b) según la cual la etapa de desarrollo político económico actual implica linealmente la idea de progreso. En este sentido, se establece un debate con aquella visión de la teoría social según la cual entramos de lleno en una segunda modernidad en la que los individuos liberados de los vínculos colectivos pueden ahora dedicarse a cultivar una diversidad de estilos de vida sin ataduras anticuadas. A partir de su desarrollo teórico, relativo a su noción de la sociedad del riesgo, U. Beck va a proponer teorizar acerca de la modernidad reflexiva y sobre la sociedad del riesgo. Este autor va a partir de postular la idea de un cambio vivido por la dinámica de las sociedades industriales que ha provocado un pasaje a una segunda modernidad caracterizada por una sociedad del riesgo. Si una primera modernidad se caracterizaba por la creencia en la sustentabilidad ilimitada y por el avance de la racionalidad instrumental, una segunda etapa, va a estar moldeada por una sociedad basada en los efectos colaterales. Estos deben ser entendidos como los cambios involuntarios e imprevistos que se producen en el marco de las relaciones sociales: las clases, los

roles sexuales, las relaciones familiares, el mundo del trabajo, etc. Estos cambios no deben ser vistos como resultados de luchas políticas. Los mismos implican que en las sociedades del riesgo los conflictos básicos ya no pueden ser afrontados por las instituciones tradicionales como los sindicatos y los partidos políticos. Si la primera modernidad se caracterizaba por el rol central del estado nación y los grupos colectivos, la globalización y la intensificación de los procesos de individuación van a generar un marco distinto en esta etapa de la segunda modernidad. Las identidades colectivas fueron socavadas y en este sentido las instituciones básicas de la sociedad se orientan ya no a la familia o a los grupos colectivos sino al individuo. Asimismo, Beck considerará a la división izquierda y derecha como conceptos ligados al pasado, en tanto que, en una sociedad del riesgo los conflictos no pueden ordenarse bajo esa metáfora. Sino que, deben ordenarse a partir de concebir los controles y prevenciones que acompañan la producción de bienes. Beck va a proponer la noción de subpolítica como un modelo en donde debe pensarse lo político ya no en las esferas tradicionales sino como un fenómeno que irrumpirá en distintos lugares. Es necesario romper con la ecuación política y estado. La sociedad del riesgo va a desafiar los principios

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básicos de la Ciencia Política en tres puntos: la polity (constitución institucional de la comunidad política, la policy (examina cómo los programas políticos pueden determinar circunstancias sociales) y la politics (proceso de conflicto en torno a la distribución de poder). En todos los casos con la llegada de la subpolítica el individuo pasa a ocupar el centro de la escena y lo colectivo queda relegado. En la subpolítica a los agentes que están fuera del sistema corporativo o político se les permite participar en el espacio del diseño social y los individuos compiten con los agentes colectivos por participar en el diseño de política. En una sociedad en donde se desarrolla la subpolítica los temas que antes eran expresión del individualismo y de la esfera privada como aquellos relacionados con la dieta y los estilos de vida pasan ahora a ocupar la escena pública. Lo íntimo y lo privado se han politizado. Los progresos de la ciencia y la técnica están obligando a que la gente tenga que tomar conciencia y decisiones sobre el campo de la política corporal. Esta nueva agenda de decisiones sobre la vida y la muerte introduce en la agenda política cuestiones filosóficas existenciales y esto da la posibilidad de cambiar la sociedad. Por otro lado, Beck destaca la importancia de la duda y la ambivalencia en la superación de los conflictos. Esta nueva actitud rompería con la vieja certeza

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de la primera modernidad y así permitía la generalización del escepticismo y a partir de este la no emergencia de relaciones antagónicas. Una sociedad basada en la duda ya no podrá plantarse en términos de relación amigo enemigo y en consecuencia producirá la pacificación de los conflictos. Los efectos colaterales de la modernización reflexiva entonces nos alejará del modelo adversarial y a partir de allí podremos esperar un futuro orden cosmopolita. A. Giddens, va a señalar que vivimos en una sociedad postradicional en tanto esta genera nuevas experiencias cotidianas para los sujetos y la identidad. El desarrollo de una sociedad cosmopolita global generó que las tradiciones se hayan vuelto objeto de cuestionamientos y que en tanto requieran justificación, que ya no pueden darse por sentado sus criterios de validez como en el pasado. La sociedad postradicional ha generado una sociedad reflexiva que se basa en la incertidumbre en todas sus áreas. Es por eso que los individuos van a tener que procesar gran cantidad de información. El desarrollo de la reflexividad. Los cambios en la economía y la política se deben principalmente al aumento de la reflexividad. Así, los cambios en la flexibilización de la producción y la toma de decisión de abajo hacia arriba deben ser explicados a la luz de esta reflexividad que debe ser aprovechada en el plano económico y empresarial.

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La noción de lo político en la Democracia radicalizada

Así como la perspectiva de Beck y Guidens se orientan hacia una modalidad reflexiva, la noción de Acción Comunicativa en J. Habermas va a permitir una concepción de representación última de la objetividad en tanto tal. En este sentido es posible, siguiendo la línea de este autor, desarrollar una perspectiva dialógica perfectible a partir de un despliegue de la racionalidad comunicativa del mundo de la vida hacia la racionalidad deliberada racional, enmarcada y desarrollada en los sistemas de acción. La tesis según la cual la colonización del mundo de la vida por los sistemas de acción no conlleva ninguna necesidad lógica, y en tal sentido, no podría sostenerse ni una dialéctica de la ilustración (Frankfurt) ni una dialéctica de la racionalización (Weber), se contrapondrá a la noción misma del despliegue de la acción comunicativa como instancia simbólica capaz de llevar a cabo unos procesos de descolonización de las propias restricciones impuestas a una racionalización comunicativa por las condiciones limitativas y por la propia dinámica de un proceso capitalista de producción. A partir de la crítica de la Democracia Radical es necesario diferenciar entre las categorías de agonismo y antagonismo a fin de concebir una noción de consenso conflictual generador de un espacio simbólico común entre oponentes. En tal sentido: “La diferencia fundamental entre la perspec-

tiva dialógica y la agonista es que el objetivo de esta última es una profunda transformación de las relaciones de poder existentes y el establecimiento de una nueva hegemonía. Es por esto que puede llamarse propiamente radical. Sin duda no es una política revolucionaria de jacobina, pero tampoco es una política liberal de lucha de intereses dentro de un terreno neutral, ni la formación discursiva de un consenso democrático”. (Mouffe 2007: 58)

Lo político de la política En el marco de la democracia radicalizada se pondrá en discusión la idea de que con el fin del comunismo y con el debilitamiento de las identidades colectivas resulta posible un mundo sin enemigos, como así también a la noción habermasiana a partir de la cual el consenso lo podemos obtener a través de una experiencia dialógica perfectible. En términos de Zizek (1990: 259) el Análisis Político de Discurso es la única respuesta a Habermas y su intento de fundamentar una ética emancipatoria, el reconciliador poder de la razón y por tanto todo el proyecto de modernidad en el ideal de comunicación sin restricciones. Se discutirá además la idea de que la globalización y la universalización de la democracia liberal traerán prosperidad y conllevarán a la implementación mundial de derechos humanos. Para el pensamiento del Análisis Político del Discurso significantes como

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democracia dialógica, democracia libre, democracia cosmopolita, democracia absoluta constituyen y forman parte de una visión antipolítica que no hace más que negar la dimensión antagónica constitutiva de lo político. En este planteo, dichos significantes constitutivos de una visión progresista velan la comprensión de los que se juega en la política democrática y en la dinámica de constitución de las identidades colectivas. La concepción de la política como consenso constituye para la Democracia Radical un error teórico que conlleva a serios riesgos políticos. Esta ceguera, tal como es tildada por autores como Laclau y Mouffe, no es novedosa sino que, corresponde a una visión idealizada de bondad interior e inocencia en donde la violencia y la hostilidad son percibidas como un fundamento arcaico a ser superado por el intercambio, el progreso y el contrato social. Así, desde esta perspectiva teórica, la creencia en la posibilidad de un consenso universal colocó al pensamiento democrático en un camino equivocado, ya que, lo conflictual es condición para comprender el desafío de la democracia. La tarea de la teoría política debería consistir, en este sentido, en promover la creación de una esfera pública donde confronten distintos proyectos políticos agonísticos en tanto condición misma para un ejercicio efectivo de la democracia. El dialogo y la delibera-

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ción carecerían de sentido en un marco en donde no existen opciones para ese propio espacio dialógico. En el marco de este planteo, el Análisis Político del Discurso conjeturará que, no es que lo político esté desapareciendo, sino que, lo político se expresa hoy en un registro moral en el que en vez de tener una lucha entre izquierda derecha tenemos una lucha entre el bien y el mal. Dicotomía que no hace más que expresar una lógica de destrucción amigo enemigo. Por otro lado, en cuanto a las críticas desde la pospolítica a la naturaleza discriminatoria de las identidades colectivas en tanto estas implican una diferenciación entre un nosotros y un ellos, para el pensamiento del Análisis Político del Discurso, por el contrario, las identidades colectivas juegan un rol central en la confrontación democrática. En este sentido, no se trata de superarlas mediante la lógica del consenso, sino, de construirlas de modo tal que activen la confrontación democrática. En tanto que el racionalismo liberal ignora la dimensión afectiva movilizada por las identidades colectivas, viendo a estas arcaicas y destinadas a desaparecer con el avance del individualismo y el progreso de la racionalidad, éste se encuentra mal preparado para captar los fenómenos de masa y de construcción política. No basta con establecer compromisos y valores, sino que, hace falta también un influjo real en los de-

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seos y fantasías de la gente. Ahora bien, en el marco de los análisis de Laclau y Mouffe se diferencia la instancia de la política de lo político. La primera, corresponde a las prácticas e instituciones con las que se crea un determinado orden, correspondiéndole el nivel óntico de los hechos de la política y de las prácticas de la política convencional. Mientras que en el nivel de lo político tenemos la dimensión del antagonismo constitutivo de las sociedades, correspondiéndole el nivel ontológico, como los modos de institución de los social. El pensamiento y la matriz teórica de una línea de análisis cuyo objeto reside en sentar bases para una ontología de lo social, va a postular que la falta de comprensión ontológica impide pensar de un modo político, en tanto, lo que se juega hace al propio nivel óntico de la democracia. Las tareas de una democracia consistirán en transformar la lógica del antagonismo en un agonismo con instituciones y prácticas en donde se reconozca la legitimidad de los oponentes: “Desde nuestro punto de vista, la construcción de una nueva hegemonía implica la creación de una cadena de equivalencias entre la diversidad de luchas democráticas, viejas y nuevas, con el fin de formar una voluntad colectiva, un nosotros de las fuerzas democráticas radicales”. (Mouffe 2007: 59).

Consideraciones finales Sobre la base de las consideraciones desarrolladas pudimos observar cómo la denominada corriente Análisis Político del Discurso postula como operación básica de una ontología de lo social la lógica de la articulación hegemónica, y con ella, la lógica de la constitución de las identidades colectivas. Dicha articulación, no presupone un carácter apriorístico acerca del valor de las identidades que pugnan en constituirse como representantes de una universalidad. Por el contrario, el carácter contingente de lo social supone que dicha lógica no puede verse guiada por ninguna filosofía de la historia ni por ninguna versión teleológica de la acción social. Cuando esta concepción antiescencialista de la política se enmarca en un “cuadro” mayor como es el debate político contemporáneo, es posible observar que se rompen los marcos de la modernidad reflexiva en la que sobresale la idea de una negación de lo político como campo de conformación de prácticas articulatorias. Si esto es así, la noción de una teoría de la hegemonía que pone en el centro del debate la confrontación política y la conflictividad social permite sentar bases para una futura teoría política “realista” capaz de abandonar el tinte antipolítico que la modernidad reflexi-

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va le otorga a la política. El acuerdo en la necesidad de ampliar el ámbito de la política, en términos de Guidens, como “cuestiones políticas de la vida” y en Beck como “subpolítica”, respecto de la noción de nuevos movimientos sociales, en el espacio de la Democracia Radicalizada, deben diferenciarse en el punto en el que para esta última, la radicalización de la democracia precisa de la transformación de las estructuras de poder existentes y la construcción de un nuevo poder hegemónico.

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Lecturas de la Teoría Republicana: el gobierno de la ley y la construcción de la ciudadanía desde la mirada de Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau. LORENA SCHEFER E IGNACIO MORETTI I. Consideraciones iniciales. “…el régimen más estable será aquel que funde la libertad de la ciudad sobre la libertad de todos los individuos, el que de cabida institucional a la división social y no la resuelva en la dominación de un grupo por otro…”1 ste breve trabajo pretenderá aunque más no sea de forma exploratoria responder a los principios esenciales que hacen y dotan de real importancia a la Teoría Republicana. Para encarar este trabajo, es necesario responder a la pregunta guía ¿Qué es el Republicanismo?, a partir de lo cual se comprenderá que la teoría republicana no es uniforme, ya que en su interior conviven posturas que difieren alrededor de ciertos conceptos clave, aunque no por ello estamos frente a planteos contradictorios o excluyentes.

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* Por dicha razón nuestra intención es realizar un acercamiento inicial y general de lo que la teoría Republicana representa y significa, para luego ahondar en dichos planteos y encarar una lectura más detallada de los principales postulados de autores republicanos. En este sentido, radicaremos nuestra atención exclusivamente en la Teoría Republicana y por amplia que ésta sea, se intentará abordar dicho corpus teórico, aludiendo aunque sea en forma fugaz a las diferencias entre un republicanismo de raíz aristotélica y el denominado republicanismo clásico romano, así como también a los conceptos primordiales que sirvan de sustento a esta teoría. El Republicanismo, retomando a Funes2 , es un criterio acerca de las formas del régimen político, lo cual implica que esta teoría pretende y en-

*Lic. Lorena P. Schefer: Licenciada en Ciencia Política (UBA) y maestranda Maestría en Ciencia Política (IDAES-UNSAM). Docente de la Materia Sistemas Políticos Comparados de la carrera de Historia de la Facultad de Filosofía y letras (FFyL-UBA). Lic. Ignacio L. Moretti: Licenciado en Ciencia Política (UBA) y maestrando Maestría en Ciencia Política (IDAES-UNSAM). Docente de la Materia Teoría Política y Social I de la carrera de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales (FSOC-UBA). Ambos son miembros investigadores del Proyecto UBACyT S074 a cargo del Dr. Alberto Lettieri “Auditoria Ciudadana y fortalecimiento de la Sociedad Civil. Estudio sobre la matriz sociopolítica de la relación entre estado y sociedad civil en Argentina y perspectivas comparadas de participación ciudadana en el marco de la integración regional y Mercosur”.

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cara una explicación en relación con el ordenamiento de la ciudad, siendo ésta última el escenario y el elemento clave para la teoría republicana. Ahora bien, la ciudad se presenta como el conjunto, como la pluralidad de ciudadanos, en tanto hombres políticamente libres, quienes hacen más que sólo vivir en dicha comunidad política común a todos, debiendo participar en forma activa en la ciudad, para así llegar a ejercer la ciudadanía. Veremos que para el republicanismo hay ciertos conceptos esenciales como el de ley, libertad, ciudad, bien común, política, res pública, conceptos que además de conferir coherencia a dicha teoría, se relacionan entre sí de manera que el ideal republicano, que es el de evitar la dominación de unos sobre otros, pueda comprenderse y materializarse. No menos importante será el concepto de Poder, el cual es concebido en una forma casi contradictoria, en tanto se presenta como el equivalente del concepto de Libertad, ya que todos los ciudadanos forman parte y participan de ambos, perteneciendo la última a todos los ciudadanos y el primero a ninguno de ellos en particular sino a todos ya que es público y a la vez, se presenta como elemento de conflicto en los intentos de apropiaciòn del mismo, vale decir la dominación polìtica3 y final corrupción de la libertad como no-dominación propiciada por la teorìa

republicana.

II. Desconcentración vs. Multiplicación: ¿Posible contradicción en el ejercicio del poder?. “… el despotismo es concentración, unificación de poder; la libertad, por el contrario, asume en el republicanismo la forma de una dispersión, o mejor una multiplicación de los poderes de la ciudad…” 4 La finalidad de la constitución republicana es organizar el Poder con el objetivo de garantizar y resguardar la libertad política de los ciudadanos, siendo la correcta disposición y organización de las leyes el medio para lograr dicho fin, evitando justamente la apropiación del poder y por ende la dominación, o sea la no-libertad, la negación de toda posibilidad de libertad. Desde la Antigüedad sólo eran posibles dos formas de organización de la polis, excluyentes una de la otra, la comunidad entre desiguales, o sea despoteia y la comunidad de iguales, denominada politeia. En este sentido, los distintos autores republicanos encaran el tema de la igualdad a partir de una concepción activa de la vida, ya que los hombres en tanto ciudadanos deben actuar y participar activamente en la vida política de la ciudad para así poder ser hombres libres e iguales entre sí, radicando dicha igualdad en el ejercicio del poder, poder que por ser público

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no pertenece a nadie pero a la vez pertenece a todos por igual en tanto ciudadanos. Para el republicanismo la igualdad sólo existe en la vida pública y no en el ámbito privado, ya que sólo en el primer espacio los hombres ejercen su ciudadanía y pueden disfrutar de su libertad política, lo que introduce una temática de real importancia: la existencia de pluralidad5 , de diferencia, que no es ni debe pensarse como equivalente de desigualdad. Esta pluralidad reconoce la potencial diferencia entre cada uno de los ciudadanos, a la vez representa el rechazo del republicanismo a concebir al Pueblo como unidad política. La anterior explicación viene a dilucidar el porqué de la desconfianza del republicanismo de un concepto como es el de Soberanía, ya que ésta es concebida como concentración de poder y dicha concentración no hace más que dar forma al gran enemigo del republicanismo, la dominación, por lo cual también la soberanía será una cuestión a evitar por todos los medios.

II. a. El gobierno de la Ley: Rol del conflicto y la naturaleza del hombre. “…la ley resguarda nuestra libertad no sólo ejerciendo coerción sobre otros individuos, sino también ejerciendo una coerción directa sobre cada uno de nosotros para que actuemos de una manera determinada…” 6

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Retomando lo antedicho, el republicanismo pretende evitar a toda costa la dominación en tanto concentración de poder, razón por la cual la idea de soberanía del pueblo aparece como una situación indeseable por la connotación de monopolización del poder que ésta encierra, a lo que se suma el rechazo de pensar al pueblo como unidad, como cuerpo uniforme; reconociéndose al interior de la comunidad política, la diferencia, la particularidad, la singularidad, en la cual radicará la salud y la estabilidad del régimen político. Sin embargo, la diferencia encierra algunos peligros para dicho régimen, ya que el hombre es pensado como un ser que tiende naturalmente a pensar en sí mismo antes que en el interés colectivo. En este sentido, el republicanismo intentará responder un interrogante primordial para poder garantizar y resguardar la libertad política de la ciudadanía, lo que consecuentemente implica evitar la apropiación y los intentos de apropiación del poder. Para autores como Skinner, la pregunta del republicanismo radica entonces en ¿cómo persuadir al ciudadano de naturaleza egoísta a actuar de manera virtuosa?7 , interrogante que encuentra su respuesta en la opción de desconcentrar el poder para así evitar su usurpación sea por uno o por muchos con el objetivo de dominar al otro. Consecuentemente, el republicanis-

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mo parte de la premisa general de que los hombres son seres pasionales que necesitan de un estricto control, sin el cual caerían en la eterna búsqueda y persecución del poder, existiendo en este punto un margen de amplitud, que va desde la concepción maquiaveliana de los hombres como seres malos en general, a la visión más sutil de pensar que los hombres tienden a seguir sus pasiones lo que hace necesario un control externo y la cultivación de ciertas virtudes al interior del ciudadano. Esta tendencia pasional de los hombres implica que éstos siempre intentarán alcanzar la consecución de sus intereses particulares, priorizándolos por sobre el ideal republicano del espacio público, único ámbito en el cual se persigue y se consagra el Bien Común y la sociedad política entera vela por el bienestar general, dejándose de lado las particularidades. De aquí nace la necesidad de encauzar y controlar el “…deseo perpetuo e insaciable de poder tras poder, que sólo cesa con la muerte…”8 , objetivo que podrá ser cumplido a partir del control interno y externo del ciudadano. Para poder organizar un régimen republicano debe considerarse la esencia egoísta del hombre9 y su deseo de poder, así como también la convivencia en la sociedad política a partir de los intereses diversos, haciéndose hincapié en la pluralidad de los hombres, en sus diferencias, en el potencial de cada ciudadano a la hora de garantizar un

régimen de libertad. La concepción de la sociedad como eminentemente dividida en distintos grupos sociales, va desde Aristóteles a Maquiavelo, quienes argumentarán que para gobernar la polis hay que recordar que hay dos sectores opuestos que conviven, los ricos y los pobres, pocos los primeros y numerosos los segundos, quienes se mueven por intereses y pasiones diferentes. Ahora bien, de la diferencia entre estos dos sectores y la disputa constante por la apropiación del poder, nace el elemento que dará vida a la república y a la política, el conflicto como motor de la participación en la vida pública y por lo tanto como eje de la libertad. El conflicto es esencial para el republicanismo, siendo innegable su importancia a la hora de conservar la libertad política, ya que éste es un instrumento que potencia la participación y el fortalecimiento de la ciudadanía en tanto pertenencia a una comunidad política, convirtiéndose en la fuente de fortaleza del espíritu ciudadano y de las virtudes cívicas. El conflicto que nace de las diferencias agrega la dosis que permite explicar el crecimiento y la grandeza de una polis, en tanto promueve la preocupación y el compromiso ciudadano con los asuntos públicos, teniendo el conflicto un rol preponderante en el devenir de la política, debiendo éste ser encauzado por los medios legales establecidos y no eliminado o negado, ya

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que de ese modo se negará la política, la libertad y la igualdad, siendo indiscutible entonces que “…toda legislación favorable a la libertad es producida por el choque entre las clases y así que el conflicto de clase no es el disolvente sino el cimiento de una comunidad…”10. Sin embardo, si bien la libertad se funda en el conflicto y en las diferencias, no por ello se debe olvidar la particularidad del ciudadano, sino que por el contrario el régimen republicano basa su estabilidad y fortaleza en la potencia de dichas diferencias y así como para evitar la dominación se debe desconcentrar el poder para que no caiga en manos de nadie, a la vez se debe potenciar y multiplicar el poder de la ciudad, para que todos y cada uno de los ciudadanos sean parte y disfruten del ejercicio del poder con vistas a resguardar la libertad de cada uno y de la ciudad en sí. La libertad por lo tanto no puede depender ni ser garantizada por ningún particular y encontrándose el elemento que la motiva en la participación, el debate y el conflicto que éstos generan en la polis, permite concluir que “…la libertad política no se sostiene en una noción sustantiva e indivisa del Bien sino en el equilibrio políticamente virtuoso de la diferencia, en la no-dominación de una parte sobre otra…” 11. Evidentemente, este disfrute no puede ser garantizado por los hombres quienes por su esencia querrán apoderarse del poder, por lo cual se hace necesaria

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la presencia de la Ley como un elemento externo a los hombres, convirtiéndose el republicanismo en el denominado “gobierno de la ley”. Entonces, como los hombres son poco propensos a cuidar su libertad y la de la comunidad, es innegable la necesidad del gobierno de la Ley y de todos sus aspectos disuasivos y coercitivos, ya que así como “…el hambre y la pobreza hacen ingeniosos a los hombres (…) las leyes los hacen buenos…” 12. La fuerza de la ley deviene en la comunidad a modo de resguardad de fuerzas externas los intentos de dominación, pero también se efectiviza su uso para con los propios ciudadanos, cumpliendo el cometido de “…obligarnos a cambiar nuestros habituales patrones de conducta egoísta, para obligarnos a cumplir con todos nuestros deberes cívicos, y de este modo asegurar que el Estado libre del cual depende nuestra libertad permanezca en sí mismo libre de servidumbre…”13 , ya que para el republicanismo existe una relación directa entre la libertad del ciudadano y de la comunidad política a la que pertenece por un lado, y entre la dominación externa y la libertad interna de dicha comunidad por otro lado. La ley debe organizar el poder para evitar la dominación y garantizar la libertad de la ciudadanía, razón por la cual se debe velar por la desconcentración del poder y el funcionamiento de las instituciones republicanas, de modo que predomine el interés común y la voluntad general por sobre el interés y

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la voluntad particular. De la ley nace la libertad del ciudadano, pero justamente el ciudadano es tal en tanto forme parte de una comunidad política, o sea participe activamente y se comprometa con dicha comunidad, sólo así puede ser un ciudadano libre. Ahora bien, puede preguntarse ¿cómo surge la ley y donde radica su legitimidad para que el ciudadano deba obedecerla?, y si el ciudadano debe obedecer, ¿no se encuentra minada su libertad en tanto debe obedecer a un elemento extraño y externo a su ser?. Ahora bien, el republicanismo es por excelencia el gobierno de la ley, pero también es el “gobierno sometido a la ley”, por lo cual quienes elaboren la ley también están obligados a cumplirla, radicando la legitimidad de la ley en su propio origen, o sea en su momento de elaboración. En el régimen republicano las leyes son comunes por ser el resultado de la discusión pública, del debate, de la resolución y por lo tanto del compromiso político de los ciudadanos con el bienestar de la comunidad en su totalidad, ya que la república es el régimen de los hombres libres, radicando en dicha libertad su igualdad como ciudadanos, status que les permite y les exige como contrapartida la participación en la cosa pública. Como todos y cada uno de los ciudadanos participan y forman parte de la ley que han ayudado a elaborar, es un requisito indispensable que los éstos también obedezcan dicha ley,

primero porque su legitimidad radica en dicho proceso de debate, discusión y elaboración de la ley del cual el ciudadano formó parte y segundo porque ese proceso que ocurre a la luz pública es esencial garantía de que dicho marco legal tiene por objetivo el bien común y no los intereses particulares. Por esta razón, es exclusivamente la “…república el régimen de la coexistencia entre hombres que se reconocen mutuamente como iguales en su singularidad, como iguales en su condición de diferentes, como iguales en su libertad…”14 . Ahora bien, teniendo en cuenta la presencia de un cierto pesimismo antropológico en el republicanismo, se deben tomar ciertos recaudos que fomenten el espíritu ciudadano en el hombre, ya que debido a la diversidad entre éstos y la presencia de un potencial conflicto, será necesario cultivar ciertas virtudes cívicas que no son naturales en el hombre, por lo cual su influencia será externa. Por lo tanto, se concibe a la ley como medio para institucionalizar el conflicto, sin el cual la república no podría sobrevivir, ya que su objetivo es salvaguardar la libertad política y organizar el poder de manera de evitar su concentración y por ende la soberanía en tanto dominación. De esta forma, puede entenderse a la ley como fuente de libertad y en cierto sentido como depositaria de la soberanía, no concentrada en el pueblo, sino depositada en el cuerpo legal nacido de la deliberación

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pública. Por ser la ley de origen público, cuyo objetivo es evitar priorizar los intereses privados por sobre el bien general, se permite consagrar la obediencia a un mandato legal, único capaz de sostener la libertad ciudadana. Lo que puede parecer una contradicción para otras corrientes, como ser el liberalismo, que en términos generales afirma que cualquier interferencia, sea legal o no, a los intereses y a libertad individual es una afrenta a dicho status, como el republicanismo piensa en términos de diversidad y no de unidad, la Ley que permite la plena autonomía y autorrealización del hombre, encuentra su legitimidad en la misma libertad que ésta otorga en tanto participación en su elaboración. Sólo obedeciendo el producto de las propias deliberaciones y decisiones se estará obedeciendo a uno mismo y sólo así se será plenamente libre. Habiendo explicado brevemente los principios republicanos, se intentará abordar los postulados de distintos autores para captar su esencia individual, aunque al interior del republicanismo se pueden encontrar diferentes posturas muchas veces encontradas entre sí, vislumbrándose en ciertos autores fachadas de teorías como el Liberalismo o la Democracia.

III. Los matices republicanos. A) N. Maquiavelo: El clásico régimen

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mixto y el pesimismo antropológico. “…en toda república hay dos espíritus contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo, y todas las leyes que se hacen en pro de la libertad nacen de la desunión entre ambos…”15 Ahora se intentará un breve acercamiento a los que se pueden concebir como los postulados más importantes de autores republicanos como ser Maquiavelo, Montesquieu, o Rousseau. Comenzando por Maquiavelo, diremos que es un republicano clásico que comparte ciertos preceptos con el humanismo cívico italiano pero que a su vez se abre paso en la modernidad planteando cuestiones que se distancian de esta corriente, por ejemplo a partir del rol que otorga al conflicto, el cual aparece como la esencia y el motor de la libertad política. En este sentido, Maquiavelo tomando como ejemplo a Roma16 , afirma que es un error condenar los tumultos o el desorden entre las clases concluyendo que “…quien se fija más en los ruidos y gritos que nacían de esos tumultos que en los buenos efectos que produjeron…” 17 descuida la causa principal de la libertad. Asimismo, la esencia republicana en Maquiavelo se evidencia en sus afirmaciones en torno de la organización del poder, el cual de manera no puede ni debe estar concentrado, situación en la cual existe dominación de facto, vincu-

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lada ésta a la servidumbre, a la esclavitud, a la pérdida de autonomía y decisión. Por ello, el poder radica en una voluntad colectiva, originándose así la república en sus diversas formas18 , claro está siempre que exista desconcentración del poder. Ahora bien, para Maquiavelo19 las diversas formas de gobierno tienen una corta vida, ya que todas transitan por un proceso natural y cíclico que implica su nacimiento, desarrollo y muerte, estando las formas sujetas a corrupción, sufriendo del gran mal que acoge al autor, la inestabilidad, por lo cual “… casi ninguna república puede tener una vida tan larga como para pasar muchas veces esta serie de mutaciones y permanecer en pie…”20 . Y de esta inestabilidad que caracteriza a las formas de gobierno se nutrirá Maquiavelo para sostener la forma de gobierno mixto, alejándose así de las formas puras, eligiendo “…un tipo de gobierno que participe de todas…” para asegurar la estabilidad ya que sólo en el gobierno mixto “…cada poder controla a los otros, y en una misma ciudad se mezclan el principado, la aristocracia y el gobierno popular…”21 . El gobierno mixto es el régimen que alcanzaría la estabilidad, convirtiéndose ésta en el elemento que denota o no el éxito político, lo cual se evidencia en las obras del autor que indican como objetivos políticos, por un lado la conservación del Estado y por otro la protección de la libertad. Y el instrumento

para conseguir dichos objetivos son la canalización e institucionalización del conflicto, ya que las pugnas entre los grandes y el pueblo permiten un equilibrio en la ciudad, de forma que ninguno de los sectores pueda oprimir al otro, apareciendo los tumultos como un claro estímulo para la participación política, lo que se manifiesta en una elevada virtú cívica. Maquiavelo concluye entonces que toda legislación que favorezca la libertad es resultado del choque entre los humores de la ciudad, por lo cual el conflicto es constitutivo de la libertad política y no se puede ni se debe anularlo. En relación a lo anterior, si bien para el republicanismo en general, Maquiavelo en particular hace hincapié en el concepto de Virtú, concepto eminentemente político pensado como una cualidad no natural en los ciudadanos, que les permite lograr y mantener su libertad llevando a la comunidad a la grandeza política. Y justamente como esta cualidad no es natural, el modo de adquirirla radica en la buena educación, en mantener y profundizar las buenas costumbres, todo lo cual influye y prepara al ciudadano para aumentar su participación política y comprometerse con su comunidad. A partir de la concepción de virtú, se evidencia la visión activa de ciudadanía que defiende el autor, resultando esta situación en la solución al problema que encierra el comportamiento de los

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hombres que naturalmente se muestran reacios a desarrollar las cualidades que les permiten alcanzar el bien común. Skinner afirma que dicho comportamiento se vincula con el concepto de corrupción, el cual encierra “…una falla de racionalidad, una incapacidad para reconocer que nuestra propia libertad depende de que nos comprometamos a una vida de virtud y servicio público…”22 , disposición evidente en los hombres que actúan persiguiendo ante todo sus propios intereses. Maquiavelo entiende que para encaminar al hombre en el cultivo de la virtú y el logro de la grandeza de la comunidad política, es necesario el poder de la ley en tanto elemento coercitivo y activo, que implica el compromiso público de los ciudadanos y el logro de la libertad, a partir de la participación y servicio público y el consecuente logro del autogobierno. Aquí se vislumbra la oposición existente entre la concepción republicana de libertad y la concepción liberal, siendo que para ésta última la libertad se percibe como ausencia total de interferencia, incluso del Estado, mientras que para el republicanismo la libertad es vista como protección de toda posibilidad de interferencia de otro, como seguridad contra el poder de otro u otros de hacer daño al ciudadano, o sea según Maquiavelo, como la no dominación. De este modo, el autor manifiesta que “…quien dispone una república y ordena sus

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leyes presuponga que todos los hombres son malos, y que pondrán en práctica sus perversas ideas siempre que se les presente la ocasión de hacerlo libremente…”23 , siendo la ley el instrumento que permite encarrilar al hombre en el camino de la virtud política. Por ello Maquiavelo afirma que sólo en la república podrá lograrse dicho objetivo y concluye que será ésta la forma más estable y de vida más duradera, incluyendo en la comparación incluso al principado, siendo que la república pone en movimiento todos los elementos que se encauzarán hacia el bien común. No obstante, la república y la materialización de la vida virtuosa encuentran ciertos impedimentos, entre los cuales el autor resalta los peligros de una excesiva riqueza y los lujos ya que éstos corrompen a la ciudadanía, siendo necesario entonces “…mantener a los ciudadanos en la pobreza, para que las riquezas desprovistas de virtud no puedan corromper ni a sus poseedores ni a los demás…”24. A esto se suman los riesgos de la debilidad militar, la carencia de un ejército propio o lo que es incluso peor dejar la república en manos de ejércitos mercenarios, los cuales “…no hacen nunca sino daño…” siendo “…más difícil que caiga el poder de uno de sus ciudadanos una república armada con tropas propias que otra armada con tropas foráneas…”25 . Maquiavelo por lo tanto recomienda que la mejor opción para garantizar la protección y durabilidad de la república es la de armar a

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los propios ciudadanos como forma de acrecentar la virtud política y el amor a la patria. Estos peligros traen aparejada la denominada corrupción, que es cuando el pueblo se corrompe y no sabe como orientar su energía hacia el bien común priorizando los intereses particulares, origen de lo cual es la ruptura de la inicial igualdad de poder: la desigualdad o apropiaciòn del poder pùblico. La solución se encuentra sólo en manos del legislador quien debe prever que todas las leyes mantengan la libertad, a la vez que fomentar y alimentar el orgullo cívico y el patriotismo para que así el ciudadano pueda a través de la educación y las buenas costumbres equiparar su propio bien con el bien común y lograr que el pueblo sea libre de toda agresión y servidumbre para poder gobernarse a sí mismo26. Maquiavelo considera que para superar estos peligros hay que acudir al gobierno mixto ya que éste permite un correcto equilibro entre los humores de la ciudad. Sin embargo, también puede rastrearse en su obra cierta preferencia por el gobierno popular ya que “…sólo cuando el pueblo en general es encargado del gobierno se atiende adecuadamente al bien común ya que todo lo que promueve se realiza…”27, radicando su argumento en la opinión que el pueblo le merece, ya que deben ser guardianes de la libertad quienes menos deseos de usurparla sientan y mientras los nobles sólo

quieren dominar el pueblo sólo quiere evitar ser dominado, poseyendo por lo tanto un mayor deseo de libertad. El gobierno del pueblo será mejor que el de los príncipes, ya que el pueblo es menos ingrato, se equivoca menos, es más prudente y más estable que los príncipes, por lo cual se debe confiar más en él. Y como la exclusión gradual del pueblo es una causa de real importancia para explicar la corrupción, la preferencia de Maquiavelo es por el Consiglio Grande, por el governo largo, ya que la república en la que está pensando el autor es la de Roma y por tener en mente una república que intente fundar un imperio, será el pueblo quien deba resguardar la libertad. Sólo la forma republicana pone en directa relación a la libertad y a la virtú, siendo ésta la única forma política que prepare a los hombres para alcanzar la gloria y el amor de servicio a la patria, afirmando Maquiavelo la necesidad de promover la virtud cívica, ya que “… si una república fuese tan afortunada que con frecuencia tuviese hombres que por su ejemplo diesen nueva vida a sus leyes, y no sólo impidieran que fuesen a la reina, sino que restauraran su prístino vigor, semejante república perduraría siempre…”28. B) Montesquieu: La tajante división de poderes. La faceta liberal del republicanismo. “…el pueblo no debe entrar en el Gobierno

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más que para elegir a sus representantes, que es lo que está a su alcance…”29 Montesquieu también es un autor de raíz republicana clásica, ya que adopta los principios fundamentales de esta teoría, aunque para ciertos autores como ser Skinner o Manin, Montesquieu será un autor republicano pero también será un claro exponente del liberalismo. Así como Maquiavelo fue un innegable defensor del equilibrio de poder como forma de potenciar el poder de la ciudad que resultaría en un escenario de no menos sino de más poder, será Montesquieu el autor que planteé y respalde la idea de una división de poderes, con el mismo argumento que Maquiavelo, o sea el de evitar el abuso y los intentos de apropiación de poder. Asimismo, Montesquieu se adentrará en lo que parece convertirse en un problema para las sociedades modernas, incorporando concretamente la noción de Representación, cuestión que será objeto de estudio para los autores modernos. En este sentido y en relación con su aspecto republicano, Montesquieu mantiene el principio que establece una relación directa entre libertad política y leyes como momento cúlmine de autorrealización del ciudadano en el espacio público, añadiendo el autor que para concebir a la libertad no se la debe pensar como hacer lo que uno quiere, ya que la libertad “…sólo puede consistir

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en hacer lo que se debe querer y no en estar obligado a hacer lo que no se debe querer (…) la libertad es el derecho de hacer lo que las leyes permiten…”30, estableciéndose aquí una tajante distancia entre los deseos o intereses particulares y lo que efectivamente establece la ley de aplicación general. Aquí vislumbramos el perfil liberal de Montesquieu, ya que éste concibe a la libertad en relación y partir de la subjetividad del ciudadano, básicamente porque ésta “…depende de la tranquilidad de espíritu que nace de la opinión que tiene cada uno de su seguridad…”31, existiendo un estado de libertad sólo cuando ningún ciudadano tema de otro y el gobierno garantice dicha seguridad. Para Montesquieu, el ciudadano, si bien es tal a partir de su condición de miembro activo de una comunidad política, es ante todo un individuo que merece ser respetado como tal y por ello su particularidad si bien se refleja en la ley que ha elaborado como ciudadano, no puede ser alterada o irrespetada por esta misma ley que puede, e interfiere en su vida y en sus interés32. El autor comparte con el republicanismo la concepción pesimista de la naturaleza humana, afirmando que “… es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él…”33, siendo por ello necesario establecer algún mecanismo que permita que el poder frene al poder, a partir del establecimiento de un mecanismo artificial que limite el ejercicio

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del poder. Por esta razón, Montesquieu profesa como solución para los intentos de abuso de poder, establecer lisa y llanamente una división de poderes, ya que si una misma persona o cuerpo ejerciera los tres poderes, dando lugar a la concentración, el resultado sería un gobierno despótico. Ahora bien, el ideal republicano radica para Montesquieu en que en “… un Estado libre, todo hombre (…) debe gobernarse por sí mismo…” estando la clave en que el pueblo ejerza el Poder Legislativo, ideal que en la modernidad debido al tamaño de los Estados ve dificultada su materialización, escenario tajantemente distante de las pequeñas ciudades antiguas, situación que lleva al autor a plantear que “…el pueblo deberá realizar por medio de sus representantes lo que no puede hacer por sí mismo…”34 . A diferencia de lo que planteaban autores como Maquiavelo35, Montesquieu se asentará plenamente en la Modernidad, afirmando que debido al tamaño de las sociedades modernas, a lo que se suma cierta incapacidad de ejecución por parte del pueblo, el único camino es la representación política y como el pueblo sí estaría capacitado para elegir a sus representantes, la solución parece más que adecuada. La libertad política depende entonces de una estricta división de poderes que evite a toda costa los abusos del poder, teniendo como consigna que el pueblo haga sus propias leyes y se obedezca

a si mismo, el ciudadano será libre en tanto y cuando tenga la opinión de que ejerce su propia voluntad, o sea que por ser creador de la ley, ésta se aplique en forma general a todos y cada uno de los ciudadanos pero no en forma particular a ninguno de ellos, ya que así se suspenderá la libertad política. Otro aspecto liberal en Montesquieu reside en su creencia de que el ciudadano actúa como individuo y obra según cree por sus propios intereses, pero en realidad lo hace gracias a la virtud republicana que significa amor a la patria y a las leyes, lo que encamine a los ciudadanos hacia el bien común. Consecuentemente, el argumento republicano encierra para Montesquieu la defensa de la denominada virtud republicana como elemento que significa que quienes detenten el poder se repriman a si mismos para garantizar la ejecución de las leyes, ya que sólo los gobernantes movidos por el amor a la patria serán quienes estén dispuestos a sacrificar sus preferencias, ya que “…la conservación y el éxito de las repúblicas requieren pues que los ciudadanos coloquen el respeto a la regla por encima de sus inclinaciones inmediatas…”36. Este escenario es resultado exclusivo del autocontrol y de una disposición producto de la educación y de las costumbres y el sentimiento de seguridad que hace obrar a los ciudadanos obedeciendo la ley hecha por todos resulta en el bienestar general. Asimismo, así como Roma era el

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ejemplo de república por excelencia para Maquiavelo, para Montesquieu el modelo será Inglaterra en tanto nación que basada en el respeto a la ley y a la patria, se encamina a la grandeza, y según Manin para Montesquieu dicha nación es en realidad una república que se esconde bajo la forma de una monarquía, forma por la cual el autor tendrá predilección, ya que es necesaria una rápida ejecución y esto sólo es posible cuando el que ejecuta las leyes es uno solo, diferente a lo que ocurre en el Poder Legislativo. Y si la virtud republicana es el amor a la patria y el respeto a la ley en la ciudad, la pasión que será motor en la monarquía es el honor, elemento que pone en movimiento todas las partes del cuerpo político, haciendo que todos los ciudadanos se unan a partir de su propia acción y mientras cada uno cree obrar por sus intereses particulares en realidad obra por el bien común. En esta inclinación hacia la monarquía se evidencia la importancia que tiene la representación política como única forma de hacer viable un régimen en los estados modernos, a la vez que denota la percepción del autor en torno de la necesidad de representantes como los únicos capacitados para discutir y decidir sobres los asuntos públicos, mientras “…que el pueblo en cambio no está preparado para esto…”37, siendo aptos sólo para elegir representantes, situación que permite vislumbrar asimismo

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la velada desconfianza de Montesquieu hacia el régimen democrático, postura que lo distanciará enormemente de otro autor republicano, Rousseau. C) J. J. Rousseau: La Voluntad como unidad y el despliegue democrático. “…no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, no puede enajenarse nunca, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo, el poder puede ser trasmitido pero no la voluntad…” 38 Rousseau es un autor en el cual se distinguen vetas eminentemente republicanas innegables en su teoría, pero como veremos a continuación, al concebir a la denominada Voluntad General como una situación que implica una concreta uniformidad de los ciudadanos que conviven en un cuerpo colectivo, percibimos un cierto alejamiento del autor de la teoría republicana, ubicándose más cerca de los planteos democráticos, visión que si bien no es incorrecta no es del todo acertada. El primer punto de desencuentro entre Rousseau y los republicanos, especialmente en relación con Montesquieu y a Maquiavelo, es alrededor de la concepción de Soberanía, la cual despertaba el rechazo para la teoría republicana, en tanto concentración de poder y por ende dominación. Ahora bien, Rousseau, quien en este aspecto y como

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nos dice Schmitt, se acerca a la teoría democrática, afirma que la soberanía reside exclusivamente en el pueblo y la voluntad del pueblo como Voluntad General, no puede de ningún modo delegarse, es indivisible y absoluta, así como también se encuentra por encima de la ley y del juez. Si bien Rousseau parece irse a los extremos, su ideal de soberanía se ubica en su noción de ésta como ejercicio de la Voluntad General, en tanto cuerpo colectivo en el cual “… cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, recibiendo a cada miembro como parte indivisible del todo…”39. Una vez que los hombres pasan a formar parte de la Voluntad General a partir de la convención, el objetivo de este cuerpo es el bien común, existiendo en términos de Schmitt una suerte de homogeneidad, de uniformidad de los ciudadanos, situación que corresponde al ideal democrático en tanto existencia de unanimidad y un escenario en el cual dicha homogeneidad aparece como identidad, y llegado el caso en el cual alguien “…se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado por todo el cuerpo; lo que no significa sino que se le obligará a ser libre…”40. Vemos entonces que también para Rousseau la libertad reside en la política, en el espacio público, pero a diferencia de los autores vistos con anterioridad, participar en la vida pública es para este autor una faceta de la pertenencia a la Voluntad General, la

cual “…debe partir de todos para aplicarse a todos, y que pierde su natural rectitud cuando tiende hacia algún objeto individual y determinado…”41. La institución de la Voluntad General ha sido la oposición de intereses particulares y su objeto es entonces el Bien Común y lo que hay de común entre estas voluntades será lo que da forma al vínculo social que pone en funcionamiento al Soberano. Sin embargo, las voluntades particulares que tienden a buscar su propio interés, sólo en la voluntad general pueden querer lo mismo, por lo cual ésta “…no puede enajenarse nunca, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser representando más que por si mismo…” ya que “…el poder puede ser transmitido pero no la voluntad…”42. Y en esta breve explicación Rousseau se enfrenta con los principios de la delegación y de la representación que como hemos visto Montesquieu tan fervientemente defiende, y si bien para el primero lo ideal son sociedades de tamaño reducido, de ninguna manera la representación es una opción. Como las voluntades particulares persiguen preferencias individuales y sólo la Voluntad General tiende al bien común y a la igualdad, si se intenta enajenar la soberanía, cualquier posibilidad de alcanzar el bien general desparece, argumento evidentemente válido para rechazar de plano los intentos de división de la soberanía. Así se echan por tierra los planteos de Montesquieu, ya

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que la Voluntad General es absoluta como lo es su objeto, porque “…la voluntad es general o no lo es…”43, y en todo caso Rousseau siente que la intención de dividir ésta última reside en el “… error de no tener nociones exactas de la autoridad soberana…” lo que lleva a la inconsistencia de que “…después de haber despedazado al cuerpo social, mediante un acto digno de prestidigitación digno de una feria, reúnen los pedazos no se sabe bien cómo…”44. En consonancia con lo expuesto, si el objeto es el bien común, el instrumento necesario para lograr dicho objetivo es la presencia de la ley y esto se logra cuando “…el pueblo decreta sobre sí mismo (…) por lo cual la materia objeto del decreto es general al igual que la voluntad que decreta…”45, acto que es denominado como Ley. La idea es clara, la ley es producto exclusivo de la Voluntad General y nunca de la voluntad particular, por eso su objeto también es general, nunca aplicándose la ley a casos individuales. Aquí encontramos la primera aproximación a lo que Rousseau denomina como República, acercamiento poco claro si se quiere, ya que éste sostiene que la república es “…todo gobierno regido por leyes, encontrándose bajo cualquier tipo de administración…” concluyendo que “… todo gobierno legítimo es republicano…”46, lo cual puede llevar a confusiones, ya que se deja una lectura abierta siendo que en algunos casos todo puede llegar a ser república, debido a que el único requisito parece ser la existencia de leyes

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que rijan la vida pública, sin importar la forma de gobierno específicamente, significando esto el alejamiento de los principios sostenidos por los anteriores autores. De todos modos, lo que vale destacar, es que la raíz republicana en Rousseau se vislumbra en el momento en que para él el gobierno republicano es el gobierno de las leyes, más allá de las eternas posibilidades que dicha afirmación pueda traer como resultado. Rousseau especifica que la vida política es una vida activa en la que todos y cada uno de los ciudadanos participan en el proceso de discusión y elaboración de la ley, siendo impensable la representación o la delegación de la voluntad, especialmente porque el autor piensa en repúblicas de tamaño reducido. Pero si bien no puede delegarse la voluntad, sí puede delegarse el poder, haciéndose necesaria la presencia de un legislador que no pretende representar a los ciudadanos, sino simplemente ejecutar la ley que el pueblo ha elaborado por sí mismo. Lo que hace Rousseau es establecer una diferencia entre el Soberano por un lado y el Gobierno por el otro, a la vez que en el primero hay que distinguir al pueblo como tal y al pueblo como súbdito. En el primer caso éste hace la ley y en el segundo debe obedecerla radicando en ambos actos la libertad política. Ahora bien, el legislador viene a cumplir la función de guiar a las voluntades particulares, ya que sólo la Voluntad

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General es recta mientras que las voluntades particulares necesitan cierto acompañamiento, siendo su función ni la magistratura ni la soberanía. Recordemos que por ser la Voluntad General ella y no otra, no puede ser ni representada ni dividida, pero sí existe una clara división y distancia entre la voluntad y el poder, correspondiendo la primera al pueblo, a la generalidad que será quien ejerza el Poder Legislativo, mientras que el segundo significa el ejercicio del Poder Ejecutivo, en tanto actos particulares que no tienen relación alguna ni con la elaboración de la ley ni con el Soberano como tal. El Gobierno se encarga de la ejecución de las leyes, no de su creación, así como también actúa como cuerpo intermedio entre el Soberano y los súbditos. Y será en la ejecución cuando se mantenga la libertad ganada con la vida pública y la elaboración de la ley y aquí resurge el espíritu republicano de control, ya que Rousseau afirma que para evitar el abuso de poder “…el gobierno debe tener más fuerza para contener al pueblo, y a su vez, el soberano debe asimismo aumentar su fuerza para contener al gobierno…” 47 Lo que hace el autor, aunque en términos diferentes es plantear una suerte de poder que frene al poder. Consecuentemente, en la concepción rousseauana el énfasis está puesto en la organización republicana de la sociedad, o sea en la primacía de las leyes por sobre las voluntades particula-

res, del Poder Legislativo por sobre el Ejecutivo y en todo caso la diferencia entre las diversas formas de gobierno radica en un criterio numérico que indica cuantos magistrados forman parte del gobierno, siendo lo destacable y en oposición a sus predecesores, la crítica al gobierno mixto como opción posible, ya que “…el gobierno simple es el mejor en sí mismo por el hecho de ser simple…” 48, opinión totalmente opuesta a lo planteado por Maquiavelo. Sin embargo, Rousseau no puede disimular cierta preferencia por la democracia, lo cual es evidente si pensamos que existe en su predilección por la república de tamaño reducido, por la asamblea que reúna a todos los ciudadanos para que debatan y legislen, todos en una Voluntad General, todas cuestiones que para algunos significan un cuasi totalitarismo mientras que para otros dichas expresiones no son más que la existencia de una plena democracia, lo que lleva al autor a concluir que “…si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente, pero un gobierno tan perfecto no es propio de hombres…”49. Por último, como también afirma Maquiavelo, Rousseau dirá también que todos los gobiernos tienden a degenerar, por lo cual la clave esta sólo en la república, en el gobierno de las leyes y éstas como actos de la Voluntad General, escenario en el que el Soberano obra por medio de las leyes que ha creado ya que sólo existe Soberano

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cuando el pueblo está reunido, por eso “…al no ser la ley más que la declaración de la voluntad general, es obvio que en el poder legislativo el pueblo no puede estar representado; pero puede y debe estarlo en el poder ejecutivo, que no es sino la fuerza aplicada de la ley…” 50. Es sencillo, la supremacía de la ley en la república significa la supremacía del poder legislativo que corresponde al pueblo por sobre la singularidad de la ejecución, acto inferior que no requiere de la presencia de un cuerpo colectivo que sustente dicho evento.

IV. A modo de conclusión. En estas breves líneas hemos intentado recorrer los principales postulados de la Teoría Republicana, habiendo tomado como exponente a tres autores, que a nuestro entender representan a su vez diferentes tendencias o posturas al interior de la teoría, que comparten los principios generales de la misma pero asimismo se distancian entre sí acercándose por momentos más a la teoría liberal o a la teoría democrática, lo cual demuestra lo difícil y erróneo que puede ser encasillar autores en sólo una corriente de pensamiento. Habiendo analizado los postulados de Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau, hemos podido observar que cualquier intento de linealidad al interior del republicanismo puede ser erróneo e incluso peligroso. De esta forma, se ha intentado abordar los principios defen-

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didos por estos autores con el objetivo de delinear que cada uno de ellos puede a lo largo de sus obrar acercarse más o menos a otras corrientes teóricas, como ser el liberalismo o la teoría democrática. Hemos visto que Rousseau por ejemplo, presenta una postura más familiarizada con la teoría democrática si se quiere, en lo que refiere a la idea de soberanía del pueblo. En su concepción de la Voluntad General, como cuerpo en el cual existe uniformidad y cuasi anulación de la pluralidad, lectura que según Schmitt responde directamente a la lógica democrática, puede delinearse una noción de soberanía del pueblo. Evidentemente, esto no corresponde a lo que sostiene Montesquieu o Maquiavelo, siendo que la soberanía implica innegable concentración de poder y para el primero la respuesta es la división de poderes mientras que para el segundo es necesario equilibrar el poder, desconcentrarlo pero no así dividirlo; siendo evidente la diferencia entre estos y Rousseau quien sostiene que al interior de la Voluntad General existe unidad ya que todos forman parte de ese cuerpo como creadores de la ley y por lo tanto forman el soberano como receptáculo de la soberanía. Por ello es difícil intentar una generalización, ya que si bien hemos explicado el significado de la soberanía para el republicanismo, esto no implica que no podamos rastrear matices teóricos al

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interior de este corpus teórico, los cuales no por ser divergentes en algunos puntos significan una contradicción al republicanismo como tal. Por otro lado, los tres autores comparten la idea de que sólo y exclusivamente en la obediencia a la ley que uno ha elaborado, se puede alcanzar la libertad. Claro está, que para Rousseau la ley es producto de la Voluntad General y por lo tanto de la convivencia en un cuerpo político que pretende homogeneizar a los ciudadanos incluso obligándolos a ser libres que es lo que se requiere para formar parte de ese cuerpo, y por lo tanto a obedecer la ley; mientras que para Maquiavelo cada ciudadano a partir de sus diferencias y de los conflictos que potencialmente pueda tener con otros, será la clave para entender el proceso activo de generación de la ley. Asimismo, Montesquieu, concibe la idea de obedecer la ley común, pero cobra relevancia el factor individualista, el elemento subjetivo, que resulta en la obediencia con sustento cuasi egoísta, ya que los ciudadanos obedecen porque están convencidos que así persiguen su propio interés, cuando en realidad el resultado es el beneficio general. En este sentido, si quiere arriesgarse una lectura, tenemos por un lado el republicano más democrático, al republicano más esencialmente respetuoso de lo clásico y al liberal republicano, todos los cuales comparten una raíz teórica, pero a lo largo de sus producciones se bifurcan

acercándose más a otros corpus teóricos. “…lo público indica, al mismo tiempo, mundo común, entendido como comunidad de cosas, que nos une, agrupa y separa, a través de relaciones que no supongan la fusión (…) La condición indispensable de la política es la irreductible pluralidad que queda expresada en el hecho de que somos alguien y no algo…”51

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Notas: 1

Hilb, Claudia; “Ciudadanos de qué Repúblicas”, Revista Lo que Vendrá, s/d. Funes, Ernesto; “Universalismo republicano, Universalismo liberal”, s/d. 3 En este sentido, claramente, las conceptualizaciones republicanas de Poder y Dominación se encuentran en las antìpodas mismas de las definiciones weberianas de los mismos conceptos, que observan , por el contrario, a la dominaciòn como legìtima y al poder como imposiciòn. 4 Funes, Ernesto; en Spinoza, Baruch de; “Tratado Político”; Edit. Quadrata, Colección Retrolecturas, 2003, pág. 21. 5 Esta concepción difiere de lo que plantea la teoría democrática, en tanto como sostiene Schmitt, para ésta última habría una suerte de homogeneidad y de identidad, pensándose al pueblo como unidad política, dándose uniformidad y relegando la noción de diferencia y particularidad. 6 Skinner, Quentin en Ovejero, Félix, Martí, José Luis y Gargarella, Roberto; “Nuevas Ideas Republicanas. Autogobierno y libertad”; Paidós, Barcelona, 2004, pág. 109. 7 Skinner, Ibíd.. 8 Hobbes, Thomas; “Leviatán”; Editorial Losada, Buenos Aires, 2003, Capitulo XI. Pág 106. 9 Aquí también se observa un panorama variopinto al interior de los autores republicanos siendo que muchos de los cuales bridnan una definiciòn esencialista y naturalista del comportamiento humano, mientras que otros, entre los cuales podrìamos ubicar a Maquiavelo, adoptan el pesimismo antropològico como una presuposiciòn polìtica necesaria para la organizaciòn de una Repùblica virtuosa, pero dejando de lado la veta esencialista. 10 Skinner, Q.; “Los fundamentos del pensamiento político moderno”, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, pág. .207. 11 Hilb, C.; Ob. Cit., Pág. 5. 12 Maquiavelo, Nicolás; “Discursos sobre la primera década de Tito Livio”; Alianza Editorial, Madrid, 2000, Libro I, iii, pág. 41. 13 Skinner, Ibíd., Pág. 109. Es en este marco de una teorìa exigente para con el ciudadano, que estas nociones han sido fruto de fuertes crìticas desde posturas liberales que las señalan como representantes de ideas totalitarias que anulan la voluntad individual. 14 Funes, E.; Ob. Cit. 15 Maquiavelo, N.; Ob. Cit., I, iii, pág. 42. 2

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El humanismo cívico en general tomaba como ejemplo no a Roma sino a la ciudad de Venecia. 17 Ibíd., pág. 39. 18 Bobbio, Norberto; “La Teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político”; Fondo de Cultura Económica, México, 2000. 19 Como se puede observar, en este punto Maquiavelo se nutre de los postulados de Polibio. 20 Maquiavelo, Ibíd., I, ii, pág. 37. 21 Ibíd., pág. 38. 22 Ovejero, Félix, Martí, José Luis y Gargarella, Roberto; Ob. Cit., Pág. 108. 23 Maquiavelo, N.; Ob. Cit., Pág. 40. 24 Ibíd., pág. 370. 25 Maquiavelo, Nicolás; “El Príncipe”, Alianza Editorial, Buenos Aires, 1992, pág. 73. 26 Por esta razón, se debe evitar el reinado de la desigualdad, o sea que el pueblo sea excluido de la participación política y del gobierno, tal cual sucedió en Roma cuando los poderosos comenzaron a hacerse cargo de las magistraturas sin ser los más virtuosos, proponiendo leyes no para promover la libertad común sino para acrecentar su propio poder. 27 Skinner, Q., Ob. Cit., pág. 184. 28 Ibíd., pág. 206. 29 Montesquieu, “Del Espíritu de las leyes”; Editorial Altaya, Barcelona, 1993, pág. 135. 30 Montesquieu, Ob. Cit., pág 114. 31 Ibíd., pág. 115. 32 Puede rastrearse la premisa liberal que concibe al ciudadano como un individuo, que sólo puede considerarse libre a partir de su propia y exclusiva percepción y sensación de seguridad, en tanto no interferencia, no pensada como un estado de servidumbre como lo era para Maquiavelo, sino como la no interferencia de otros, incluido el Estado, en los asuntos e intereses personales del individuo 33 Ibíd., pág. 114. 34 Ibíd., pág. 117. 35 No por ello debemos ni podemos pensar a Maquiavelo como un autor antiguo, sino que por el contrario para muchos autores, como Strauss en su prólogo al libro “La filosofía política de Hobbes”, será Maquiavelo uno, sino el primero (afirmando en una segunda edición que el primer autor moderno será Hobbes) de los autores que inauguran la Modernidad.

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Manin, Bernard; “Montesquieu, la República y el comercio”, en Aguilar José Antonio y Rojas Rafael (Coords.), El republicanismo en Hispanoamérica. Ensayos de historia intelectual y política, México, Fondo de Cultura Económica, 2002, pág. 24. 37 Montesquieu, Ob. Cit., Pág. libro 117. 38 Rousseau, Jean Jacques; “El Contrato Social”, Editorial Altaza, Barcelona, 1993, pág. 25. 39 Ibíd., pág. 15. 40 Ibíd., pág. 19. 41 Ibíd., pág. 31. 42 Ibíd., pág. 25. 43 Ibíd., pág. 26. 44 Ibíd., pág. 27. 45 Ibíd., pág. 37. 46 Ibíd., pág. 38. 47 Ibíd., pág. 58. 48 Ibíd., pág. 76. 49 Ibíd., pág. 67. 50 Ibíd., pág. 95. 51 Arendt, Hannah; “¿Qué es la política?”, Editorial Paidós, Buenos Aires, pág. 21.

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or obra de una multitud de pesos, engranajes, fuelles y poleas, ejercemos una fuerza aquí, y esa fuerza se transmite, circula por torrentes maquínicos, alimenta mecanismos sutiles o masivos y devuelve, al final del proceso, otra fuerza, allí, donde yo no estoy. Este mecanismo prodigioso y cotidiano que es el mundo hace posible y habitual que mi fuerza aparezca donde yo no; que, de algún modo, yo esté presente allí, donde no estoy, ejerciendo mi fuerza allí, donde no la ejerzo. Para nada habitual, y difícilmente posible, es dar con un mecanismo que transmita mi libertad más allá de mí mismo; un mecanismo por el cual mi libertad pueda delegarse y ejercerse allí donde no estoy. La libertad de mi voluntad se presenta elusiva ante los prodigios de la naturaleza y los favores de la técnica: no hay, que se sepa, mecanismo, procedimiento por el cual un hombre pueda ser libre en lugar de otro. Este es un texto sobre la libertad y el orden social; sobre la inconmensurabi-

* lidad entre libertad y sociedad; sobre eso de inconmensurable que llamamos democracia. Este es, también, un texto sobre JeanJacques Rousseau.

I El mundo de Rousseau es el mundo de los engranajes y los fuelles1. Un mundo de mecanismos naturales, de estímulos y respuestas, de procesos encadenados, de acoples armónicos, de coordinaciones múltiples. El mundo de Rousseau es también un mundo pleno de obstáculos y coacciones externas que producen en el hombre necesidades y lo convocan a la innovación. Ante el obstáculo, el hombre desea, piensa y da lugar a la técnica, desencadenando nuevos procesos, liberando nuevas fuerzas, produciendo dispositivos que superan unos obstáculos para pronto encontrar otros nuevos, que a su vez convocan nuevos dispositivos, y así. En esta cadencia, el hombre se da alimento, refugio, nombre, ideas complejas,

* Licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina. Docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la misma Universidad. Desempeñó tareas de coordinación y docencia en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), Sede Argentina. Autor de varios trabajos en la materia.

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Luciano Nosetto

palabras, lazos sociales, propiedad, instituciones. Pero el mecanismo se ha malogrado. Es que el hombre alimentó el engranaje natural del mundo con sus vicios, desencadenado las operaciones más nefastas. La superstición, la avaricia, la ambición, el orgullo; todos ellos alimentaron el progreso de las ciencias y las artes y contribuyeron, al mismo tiempo, a la decrepitud de la especie humana. El hombre se ha perdido en una deriva de perversión de la sociedad, corrupción de las costumbres y extravío de la virtud. La inocencia del mundo expulsa de sí a un hombre que ha perdido su inocencia y lo condena a una vida inauténtica2. Un desgarramiento general opera dislocando ser y apariencia, naturaleza y sociedad, hechos y palabras. Por todos lados, el vicio se arroga el lugar de la virtud. El hombre tenido por decente es un vicioso; el sabio, un ignorante; el rico, un usurpador; el soberano, un tirano. Llamamos a los hombres iguales por naturaleza cuando, por todos lados, se instituyen desigualdades3. Llamamos libres a los hombres y, por todos lados, están encadenados4. Llamamos propiedad privada al arrebato5. Llamamos derecho a la fuerza del más fuerte6. El hombre se desgarra: ve su naturaleza malograrse por todos lados. No vive en sí mismo sino fuera de sí, en la opinión de los demás, alienado en una sociedad que lo desnaturaliza y lo co-

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rrompe7. Es necesario salvar este extravío, desandar la corrupción y recomponer el mecanismo natural. Frente a este mundo aparente y caído, hay un recurso a disposición del hombre para emprender el regreso. Este recurso es el último puente con la naturaleza, la última posibilidad de acceso a la cosa. Se trata de la experiencia de sí mismo, del sentimiento más primario en el hombre8, que es el de su propia existencia. Cuando toda representación está en crisis, cuando palabras y cosas se dislocan, el refugio se vislumbra en “la presencia consigo del sujeto en la conciencia o en el sentimiento”9. Ante la deriva de las mediaciones, queda entonces el recurso inmediado a sí mismo. Se trata, en Rousseau, de iniciar una investigación que dé con los principios grabados en el corazón del hombre, única filosofía verdadera10, que permita descorrer el velo de las apariencias, reencontrar al hombre con su naturaleza y resituarlo en su prodigioso mecanismo. El programa consiste, entonces, en dar con la naturaleza del hombre, separando en él lo que hay de originario y de artificial11. Una vez que se haya sustraído del hombre todo lo adquirido a través de la cultura y a lo largo de la historia, podremos dar con la naturaleza humana, “un estado que ya no existe, que quizás no haya existido, que probablemente no existirá jamás, y del que sin embargo es necesario tener nociones precisas para juzgar bien nuestro

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estado presente”12. En busca de este criterio natural, Rousseau advierte las dificultades de su empresa en el fracaso de sus antecesores, que depositaron en el hombre natural cualidades que sólo se desarrollan a través de largos procesos históricos. Advertido de estas dificultades, Rousseau descartará uno a uno los caracteres adquiridos, dando con un hombre de naturaleza desprovisto de historia, cultura e instituciones. El hombre, en estado de naturaleza, carece de todo aquello que sólo pudo conseguir con esfuerzo y dedicación; carece de instituciones, de propiedad, de nociones de lo justo y lo bueno. Carece también de razón, de lenguaje, de lazos sociales. El hombre de naturaleza aparece ante Rousseau como un animal más débil que algunos, más ingenioso que otros, relativamente bien provisto, en posesión de una vida sencilla, uniforme y solitaria. Dos principios están a la base de sus movimientos: por un lado, su conservación; por otro lado, una repulsión natural ante el sufrimiento de otros seres sensibles, en especial, de sus semejantes. Hasta aquí, el hombre de naturaleza no se distingue en nada de los otros animales, maquinarias ingeniosas y complejas, regadas a lo largo del gran mecanismo del mundo. El hombre no es por esencia racional ni social ni logopoiético. Más que cualquiera de éstas, su característica específica, su rasgo eminente, su humanidad

es su carácter de agente libre. “La naturaleza da una orden a cualquier animal, y la bestia obedece. El hombre experimenta la misma impresión, pero se reconoce libre de asentir, o de resistir; y es sobre todo en la conciencia de esta libertad donde se muestra la espiritualidad de su alma”13. El hombre, maquinaria ingeniosa, inserta en el engranaje del mundo, es también la disrupción, el bloqueo, la interferencia, la constante virtualidad del sabotaje en el torrente maquínico de la naturaleza. “La física explica en cierta manera el mecanismo de los sentidos y la formación de las ideas; pero en la facultad de querer, o mejor, de escoger, y en la conciencia de esta facultad, no encontramos más que actos puramente espirituales, de los que nada se explica mediante las leyes de la mecánica”14. El hombre, su libertad, es la posibilidad de sortear el pesado encadenamiento del mecanismo natural, es la probabilidad de lo improbable, es la virtualidad de un nuevo comienzo en el corazón de la naturaleza, a pesar de ella. Rousseau se propone dar con la naturaleza del hombre y accede al punto en que la naturaleza se suspende. El hombre se le aparece como no naturalidad, como disrupción, como silencio del mecanismo y de sus encadenamientos. De alguna manera, en el hombre de naturaleza no encontramos naturaleza alguna. Sin embargo, Rousseau reconoce que fundar la humanidad en la libertad de

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la voluntad implica exponerse a objeciones irresolubles y a disputas interminables. Ante esto, opta por asentar su teoría sobre un terreno más firme; y encuentra en la naturaleza del hombre otro rasgo esencialmente humano y, a su vez, mucho menos polémico. Se trata de la perfectibilidad, cualidad irreplicablemente humana. A diferencia de las bestias, el hombre cuenta con la facultad de perfeccionarse, y es esta perfectibilidad la que le permite el desarrollo de todas las facultades restantes. Esta facultad de facultades es la que explica que la naturaleza del hombre sea animalidad sin cualidades y, al mismo tiempo, virtualidad de toda cualidad concebible. El hombre natural no tiene instrumentos, ni lenguaje, ni razón, ni lazos sociales, ni instituciones; pero, por ello mismo, el hombre natural es la virtualidad del ser instrumental, logopoiético, racional, social, político. La perfectibilidad del hombre de naturaleza es otro nombre para la identificación del hombre natural como un subhumano15, como no humano pero humanizable, como una apertura a toda humanidad concebible desde el momento en que ninguna humanidad es, en él, aun concebida. De alguna manera, en el hombre de naturaleza no encontramos humanidad alguna. Ahora bien, si el hombre de naturaleza es subhumano, si su humanidad es adquirida a lo largo de un proceso de perfeccionamiento, esa adquisición

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debe ser explicada. Rousseau postula que la perfectibilidad no habría podido jamás desarrollarse por sí misma; para ello, tenía necesidad del “concurso fortuito de varias causas extrañas” que podrían no haber nacido jamás16. Este alejamiento del hombre respecto del estado natural, su epopeya humanizante y civilizatoria, se debe a una serie de accidentes naturales. Estos accidentes naturales, estas causaciones mecánicas, despertaron en el hombre sus virtualidades racionales, lingüísticas, morales, sociales. Por obra de estos prodigios maquínicos, el hombre ve despertar en él sus facultades: se da refugio, familia, lazos sociales, lenguaje, instrumentos, agricultura, metalurgia, propiedad, garrotes, instituciones17. Y se pierde en la inautenticidad de la vida social. De esta manera, las enseñanzas del derecho natural moderno alcanzan un estadio crítico. Rousseau parte de las premisas del moderno derecho natural y se ve obligado a abandonarlas: va a la naturaleza en busca de un parámetro, de un criterio “para juzgar bien nuestro estado presente”18 y no encuentra más que a un animal perezoso, irracional, amoral, imbécil. Rousseau acude a la naturaleza para dar con lo propio del hombre y la naturaleza se llama a silencio, elide la indagación y sólo esboza un animal perfectible, es decir, subhumano. El proceso de humanización, de civilización del hombre, tampoco brinda un parámetro, ya que a él acuden causas

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fortuitas y accidentes naturales que podemos esbozar sin llegar a comprender plenamente19. Ahora bien, si el origen y el proceso callan ante la indagación, el único estándar posible es el que puede dar el conocimiento del propósito, del fin, de la culminación del proceso histórico. El único estándar posible es el que surge del verdadero derecho público. Decíamos que Rousseau identifica en la libertad de la voluntad la cifra de la humanidad del hombre; pero rápidamente obtura esa vía de investigación por considerarla expuesta a objeciones irresolubles. La opción por la perfectibilidad le permite sortear estas objeciones. Pero rápidamente la perfectibilidad se presenta como la triste fuente de todas las desgracias del hombre20. De modo que, procurando un criterio para juzgar nuestro estado presente, Rousseau indaga en la naturaleza y no encuentra en ella más que un origen subhumano y un proceso de decadencia; no encuentra en ella ningún criterio sobre el cual construir un orden social legítimo y seguro. Sin embargo, la naturaleza brinda un criterio, si no constructivo, claramente destructivo. Es que, ante el silencio de la naturaleza, Rousseau no encuentra justificación alguna para la desigualdad de ricos y pobres; de poderosos y débiles; de amos y esclavos. El recurso a la naturaleza es, en todo caso, la posibilidad constante de refutar toda pretendida naturalidad,

toda pretendida legitimidad del orden social. La naturaleza, su silencio, su verdad elusiva, constituye no una fuente de legitimación del orden social sino una fuente de cuestionamiento de toda legitimidad. Ahora bien, si el camino de indagación habilitado por la perfectibilidad no brinda más que un criterio destructivo, será necesario afrontar las objeciones irresolubles y rehabilitar el camino de indagación que parte de la libertad del hombre, de la libertad de su voluntad como rasgo eminentemente humano. Esta libertad de la voluntad será la materia misma del verdadero derecho público, el componente elemental de un contrato social que de origen a un cuerpo político legítimo y seguro.

II Se trata entonces de dar con una “regla de administración legítima y segura, tomando a los hombres tal como son y a las leyes tal como pueden ser”. El punto de partida de esta indagación no es otro que el de las convenciones, dado que un orden social legítimo y seguro no puede derivarse de los encadenamientos naturales del mecanismo del mundo, sino del libre encuentro de las voluntades humanas21. Si la humanidad del hombre es su carácter de agente libre, si el punto de partida es la ecuación esencial entre libertad y humanidad, allí donde se resigna la libertad del hombre, se viola la ecuación básica de todo

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orden legítimo. La única posibilidad de fundar el orden social sobre algo distinto de la mera fuerza, la única posibilidad de un orden legítimo, se juega en la concepción de un cuerpo colectivo donde los hombres no resignen un ápice de su libertad. La dificultad, el desafío que se plantea Rousseau es el de “‘encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como antes.’ Tal es el problema fundamental al que da solución el contrato social”22. La clave de este contrato es “la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad”23. Mediante la fusión de todos los individuos en el individuo colectivo de la comunidad, se constituye un yo común, un cuerpo colectivo con vida y voluntad propia. Siendo este cuerpo colectivo libre, los hombres que participan de él permanecen también libres. Este contrato no implica sujeción alguna; más bien, se trata de un contrato entre iguales en condiciones de absoluta reciprocidad. De esta manera, las tensiones que desgarraban al individuo en sociedad son salvadas24. Condenado a una vida inauténtica, desgarrado entre el ser y la apariencia, entre la naturaleza y la sociedad, entre la vida en sí y la vida fuera de sí, el individuo parece

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enfrentarse a una solución dilemática: por un lado, puede emprender el camino de la vida interior, de la reclusión en sí mismo, del total abandono de lo social (esto hizo de Rousseau el descubridor moderno de la intimidad25); por otro lado, puede emprender el camino de la fusión total, de la alienación total en el cuerpo social. Por ambas vías, el desgarramiento es salvado; la primera vía es políticamente irrelevante; la segunda, es políticamente nefasta. “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo”26 Este contrato es posible porque habita, grabada en el corazón del hombre, la posibilidad de reconocer en los demás el mismo derecho que cada uno clama para sí. De esta manera, el hombre puede sostener un deseo, un interés, una voluntad que sea susceptible de generalización. Esta voluntad general, presente desde siempre en cada hombre, emerge como soberana al celebrarse el contrato social. La unión de todas las voluntades contratantes produce un yo colectivo con un cuerpo y una voluntad generales. Pero, por extraño que parezca, la voluntad general es también una de las partes contratantes27: el contrato se opera entre cada individuo (en tanto portador de una voluntad particular) y todos los individuos (en tanto portadores de

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una voluntad general). De modo que el contrato social que da origen a este cuerpo colectivo es una especie de conversión del individuo, que se opera mediante un contrato del yo particular con el yo general. El contrato es un pliegue del individuo sobre sí, es un compromiso del individuo con lo que en él hay de general, es un contrato consigo mismo, que pone los deseos e intereses generales, presentes desde siempre en el corazón de cada uno, por sobre los particulares. De este modo, la voluntad general emerge como algo distinto de la mera suma de las voluntades particulares, como algo cualitativamente distinto respecto de la voluntad de todos. Este contrato de cada uno con todos da lugar a un cuerpo soberano, no sujeto más que a su voluntad y, por ende, tanto o más libre que el hombre en el estado de naturaleza. Para construir este “monstruo de mil cabezas”, Rousseau se inspiró en el papel unificador que desempeña, a nivel nacional, la existencia de un enemigo exterior común. Cuando dos intereses opuestos entran en conflicto con un tercero que se opone a ambos, aquellos se unen. De esta manera, Rousseau partió de la experiencia común de la unificación nacional bajo circunstancias de hostilidad y dio un paso adelante: “su problema consistió en detectar un enemigo común fuera del campo de los asuntos exteriores y la solución la expresó diciéndonos que tal enemigo existía den-

tro de cada ciudadano, es decir, en su voluntad e interés particulares. El enemigo común dentro de la nación es la suma total de los intereses particulares de todos los ciudadanos”28. Hay en esto un fuerte tributo a la tradición republicana: la posibilidad de un orden social legítimo y seguro se basa en el imperio de una virtud cívica inspirada en Esparta y Roma, y entendida en términos de patriotismo, amor a la ciudad más que al territorio, primacía del interés general sobre el particular, desinterés, arrojo al bienestar común. Asimismo, Rousseau parte del reconocimiento de la división, la desunión al interior de lo social y, a lo largo de su obra, se muestra “bajo la influencia de la imagen de la balance”29. Pero claramente se aleja de la tradición republicana al concebir su solución política en los términos de una superación de la desunión a través de la remisión de la pluralidad de voluntades a lo uno de una voluntad general, soberana, absoluta, indivisible. En este sentido, “revistió una importancia mayor el hecho de que la propia palabra ‘consentimiento’, con sus resonancias de elección deliberada y de opinión reflexiva, fuese reemplazada por la palabra ‘voluntad’, que excluye, por naturaleza, todo proceso de confrontación de opiniones y el de su eventual concierto”30. Esto es así porque la voluntad es siempre una, igual a ella misma, sin escisiones. Se expresa

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en dictámenes que implican siempre un querer-y-no-querer: el hombre puede querer muchas cosas, pero su voluntad se construye cuando un querer emerge por sobre los otros, los subyuga y se expresa como el contenido de un mandato31. De esta manera, si Rousseau puede, en algún sentido, inscribirse en la tradición republicana, esta inscripción rápidamente vira cuando la pluralidad de los hombres es conducida hacia lo uno de la voluntad soberana; transfugádose, así, en clave profundamente antirrepublicana. Se ha planteado que esto lleva a una contradicción irresoluble en la obra de Rousseau: “sustituir la república por el pueblo significaba que la unidad perdurable del futuro cuerpo político iba a ser garantizada no por las instituciones seculares que dicho pueblo tuviera en común, sino por la misma voluntad del pueblo”32. Toda la actividad política se lleva a cabo dentro de un elaborado marco de compromisos mutuos, promesas y conexiones para el futuro, como son los tratados, las constituciones, las leyes y los contratos. “Pero la voluntad y el contrato son incompatibles. Un contrato debe ser capaz de obligarme contra mi voluntad; todas las promesas descansan en el reconocimiento de que yo podría no querer hacer mañana lo que desearía hacer hoy. Las obligaciones contractuales atan la voluntad, y no pueden ser derivadas de ésta ni descansar en ésta. Desde Rous-

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seau, la definición francesa de nacionalismo [emerge] como el plebiscito de tous les jours –pero si un plebiscito de esas características es necesario todos los días, no hay contrato alguno ni instituciones”33. De este modo, Rousseau da una solución problemática a uno de los enigmas más apretados y de las distancias más inconmensurables de la política. ¿Cómo compatibilizar libertad y sociedad? ¿Es posible conservar la libertad cuando se vive en el marco de leyes e instituciones? ¿Cómo conservar la libertad de mi voluntad, es decir, la soberanía sobre mí mismo, si debo obedecer a los dictados de un procedimiento de orden superior? ¿Son compatibles la soberanía (popular o del tipo que sea) y el imperio de la ley? Rousseau da con una resolución taxativa: celebrado el contrato social, prevalece en mí la voluntad general. Soy libre porque mi voluntad esclarecida es soberana. La expresión de la voluntad general es ley, de modo que, obedeciendo a la ley, no obedezco más que a mi propia voluntad. En cuanto cambia la voluntad general, cambia la ley, y no hay legislación, institución ni contrato que pueda oponérsele. De esta manera, la soberanía de la voluntad general es absoluta y toda ley o institución que se le oponga no es ni verdadera ley, ni verdadera institución. Así, “la teoría de Rousseau se refutó por la simple razón de que es ‘absurdo para la voluntad comprometerse a sí misma

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para el futuro’; una comunidad fundada de veras en esa voluntad soberana se construiría no sobre arena sino sobre arenas movedizas”34.

III En todo caso, el terreno sobre el que se edifica la obra política de Rousseau es el de una robusta noción de la libertad35. Esto ha permitido ponderar la inscripción de Rousseau y su obra en la tradición liberal. La libertad individual es en Rousseau el punto de partida y la meta de todo orden legítimo y seguro. Su individualismo, total e incondicional, habilita la institución liberal del contrato, resguarda el fuero interno36, protege a la vida y la libertad respecto de la soberanía37, rechaza todo tipo de pacto de sumisión38 y es intransigente incluso de cara a una institución como el Parlamento inglés, que, por su mera existencia, hace del pueblo una comunidad de esclavos39. De esta manera, Rousseau contribuyó con su obra a la formación del Estado liberal burgués en Francia40. Ahora bien, el resultado político de la solución rousseauniana depende del carácter sustancial o meramente formal que se dé a la libertad individual de la que se parte41. “Por muy individualista que sea el punto de partida de Rousseau, lo que importa es lo que se ha hecho del todo formado por los individuos, si se ha absorbido todo contenido social y se ha convertido en ili-

mitado por principio o si se ha dejado al individuo una sustancia concreta”42. Y lo cierto es que la teoría del contrato social de Rousseau pareciera quitarle todo contenido sustancial al individuo para transferirlo al todo del cuerpo social. Es que, en Rousseau, la voluntad general absorbe todo contenido y se convierte en ilimitada, constituyendo un yo común con vida y voluntad propia, que recibe todo lo que cada individuo posee. “El soberano no conoce a ningún individuo en cuanto tal. Ante él, todo está nivelado. Toda agrupación social dentro del Estado, todo partido y todo estamento carece, en cuanto tal, de justificación; al hombre hay que quitarle su existencia total, toda su vida y su fuerza, para devolvérsela por el Estado. Todo lo que exija la unité sociale está justificado, aun cuando afecte la convicción religiosa, toda otra dependencia que no sea la del Estado es algo que se le ha quitado al Estado.”43 De esta manera, la soberanía de la voluntad general adquiere un poder absoluto sobre los individuos, igual que el poder que cada hombre tiene respecto de sus miembros. Ante esto, toda particularidad es cifra de la ignominia; todo lo particular es amenaza, enemigo de la voluntad general; de modo que las voluntades particulares deben ser anuladas. De aquí que la idea de derechos inalienables del individuo aparezca, en la solución política de Rousseau, como un sinsentido44.

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De este modo, el inicial liberalismo de Rousseau pronto se revela como la “fachada” de un orden político sustentado en la homogeneidad sustancial del pueblo y en el rechazo, la aniquilación de lo heterogéneo45. Así, Rousseau hace de sí mismo un “traidor de la libertad”. Es cierto que Rousseau parte una la libertad absoluta, identificada con la esencia del hombre; pero, al mismo tiempo, como hemos visto, la soberanía es también absoluta en Rousseau. ¿Cómo conciliar, entonces, lo absoluto de la libertad con lo absoluto de la autoridad? La tradición contractualista anterior a Rousseau se enfrentaba con la tensión entre libertad y autoridad, formulando diferentes ecuaciones de equilibrio y compromiso. Si para Thomas Hobbes la amenaza es la disolución y la anarquía, el equilibrio entre libertad y autoridad favorecerá a ésta última. Contrariamente, si John Locke identifica el peligro en el poder soberano, su solución equilibrará libertad y autoridad en favor de la primera. Rousseau trastoca esta lógica al concebir tanto a la libertad como a la autoridad en términos de absoluta intransigencia. No hay negociación ni equilibrio posible entre ambas. Así y todo, Rousseau da con una solución: si la libertad y la autoridad son ambas absolutas, es porque ambas son una y la misma: la soberanía absoluta de la voluntad general equivale a la libertad absoluta del individuo que participa del

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cuerpo político. Ahora bien, esto es posible porque el individuo, esclarecido, desea lo que es bueno para todos. Su voluntad es general y, por tanto, participa de lo absoluto de la soberanía al tiempo que es absolutamente libre. La libertad implica aquí sumisión a la propia voluntad46. Soy libre cuando no obedezco más que a mi voluntad. Ahora bien, la coincidencia de mi libertad absoluta con la soberanía absoluta se opera cuando el contenido de mi voluntad es general, cuando mi interés es el interés general. Si mi deseo entra en conflicto con el de otro, hay error y uno de los dos no sabe lo que “verdaderamente” desea. De esta manera, Rousseau identifica dos “yo” en cada individuo: por un lado, un “yo auténtico”, racional, conforme a la naturaleza, que orienta su interés al interés general, suprimiendo sus intereses particulares; por otro lado, un “yo inauténtico”, errado o malintencionado, que presenta su deseo particular como si fuese conforme a la voluntad general. Esta escisión del yo debe ser salvada y el yo auténtico ha de prevalecer. Para ello, es necesario que el individuo guiado por su “yo inauténtico” sea obligado a ser libre y entre en contacto con lo que “verdaderamente” desea. Así, “el mal que hizo Rousseau consistió en lanzar la mitología del verdadero yo, en nombre del cual se me permite coaccionar a la gente (..) De esta gran perversión, Rousseau es más responsable que nin-

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guno de los pensadores que jamás haya vivido”47. Lo es tanto que puede decirse que “Rousseau dio origen a la democracia totalitaria”48. Autor de la biblia de los jacobinos49, inspirador de la democracia totalitaria50, traidor de la libertad51, punto de partida de la dictadura soberana52, legitimador de la tiranía53, padre de Robespierre, de Mussolini, de Hitler54: todo esto pudo decirse de Jean-Jacques Rousseau y de su obra. Podría ponderarse lo excesivo de estas caracterizaciones pero, en algún punto, estas caracterizaciones son también claramente insuficientes. Para que estas caracterizaciones fueran suficientes, sería necesario admitir que su obra resolvió unívocamente todos los problemas planteados, que su sistema es en todo consistente, minucioso y masivo, compacto en el detalle y en el panorama. Pero lo cierto es que el sistema de Rousseau es ambiguo55, por momentos contradictorio56, habitado por indecisiones constantes y atravesado por un desgarramiento general57. De modo que son posibles en Rousseau otras lecturas, otras derivaciones, otras herencias. O, tal vez, mejor aún, dado que ninguna lectura definitiva es posible, toda lectura de Rousseau es una inflexión, un olvido selectivo, un énfasis exagerado, una apuesta. Ensayemos, entonces, otra lectura, otra inflexión, otra apuesta.

IV

Más arriba, presentamos el dilema al que se enfrenta el hombre en sociedad. Condenado a una vida inauténtica, decíamos, desgarrado entre el ser y la apariencia, entre la naturaleza y la sociedad, entre la vida en sí y la vida fuera de sí, el individuo parece enfrentarse a una solución dilemática: por un lado, puede emprender el camino de la vida interior, de la reclusión en sí mismo, del total abandono de lo social; por otro lado, puede emprender el camino de la fusión total, de la alienación total en el cuerpo social. Por ambas vías, decíamos, el desgarramiento es salvado; la primera vía, decíamos, es políticamente irrelevante; la segunda, es políticamente nefasta. Ahora, tal vez, sea el momento de pensar que la vía del retorno a sí mismo, del abandono de la sociedad, del regreso a la vida uniforme, sencilla y solitaria del estado natural no sea del todo irrelevante58. Tal vez podríamos pensar que, en la obra de Rousseau, la nostalgia respecto del estado de naturaleza no queda bloqueada por la solución contractual. De hecho, la crítica de Rousseau a la sociedad de su época es una crítica bifronte, una crítica que mide la deriva de la sociedad moderna en contraste con el estado de naturaleza, por un lado, y con la ciudad clásica, por otro. “Hay una obvia tensión entre el regreso a la ciudad y el regreso al estado de naturaleza. Esta tensión es la sustancia del pensamiento de Rous-

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seau. Él presenta a sus lectores el confuso espectáculo de un hombre que perpetuamente va y viene entre dos posiciones diametralmente opuestas. En un primer momento, defiende ardientemente los derechos del individuo o los derechos del corazón contra toda constricción o autoridad; acto seguido, demanda con igual ardor el completo sometimiento del individuo a la sociedad o al Estado”59. Esta tensión entre libertad y autoridad aparece resuelta en Rousseau a partir de la soberanía de la voluntad general, que restituye la ciudad en su virtud y esplendor clásicos y permite a cada quien ser libre, participando de la divinidad de una voluntad que es ley. Ahora bien, una vez resuelto el enigma, ya no hay necesidad de añorar la soledad, la uniformidad y sencillez del estado de naturaleza. Y sin embargo, Rousseau nunca deja de recurrir, de añorar la verdadera juventud del mundo que es el estado de naturaleza. El hombre había perdido su inocencia natural pero, al final de los tiempos, su caída y perdición es redimida en el reino de la voluntad general. ¿Por qué persistir, entonces, en la apelación al hombre de naturaleza? ¿Qué residuo irrecuperable porta el estado de naturaleza? ¿Por qué Rousseau, habiendo encontrado la solución a la tensión entre libertad y orden social, se ve forzado a añorar con recurrencia ese estado asocial, sencillo y uniforme? Nuestras sospechas toman forma:

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veíamos cómo la solución de la voluntad general concilia una libertad absoluta con una soberanía también absoluta; así Rousseau resuelve la paradoja entre libertad y sociedad, haciendo del individuo en sociedad un hombre tanto o más libre que el hombre de naturaleza. Pero ahora “esta interpretación se expone a una objeción decisiva. Rousseau creyó hasta el final que incluso el tipo de sociedad correcto es una forma de servidumbre. Por tanto, él no puede haber visto su solución al problema entre el individuo y la sociedad como algo más que una aproximación tolerable a una solución -una aproximación que queda abierta a dudas legítimas. El abandono de la sociedad, la autoridad, la constricción y la responsabilidad o el retorno al estado de naturaleza se mantienen por tanto como posibilidades legítimas”60. El estado de naturaleza aparece así como la máxima aspiración de la humanidad, como el origen a su vez irresistible e irrecuperable para el hombre. Pero esto presenta un nuevo problema: en su indagación sobre la naturaleza del hombre, decíamos, Rousseau no encuentra más que un animal bien provisto en general pero carente de lenguaje, razón, moralidad, instituciones. Un animal libre y perfectible. El hombre natural es un animal capaz de lenguaje, de razón, de moral, de lazos sociales, en virtud de su perfectibilidad. Pero su estado natural es prelingüístico,

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preracional, premoral, presocial. Ahora bien, “este defecto fundamental del estado de naturaleza como objetivo de toda aspiración humana era en los ojos de Rousseau su perfecta justificación: la propia indefinición del estado de naturaleza como objetivo de la aspiración humana hacía de ese estado el vehículo ideal de libertad. Tener un reservorio contra la sociedad en el nombre del estado de naturaleza significa tener una reserva contra la sociedad sin estar compelido ni habilitado para indicar la forma de vida o la causa o el propósito en virtud del cual esa reserva es hecha. La noción de un retorno al estado de naturaleza al nivel de la humanidad era la base ideal para reclamar una libertad respecto de la sociedad que no es libertad para algo. Era la base ideal para una apelación desde la sociedad hacia algo indefinido e indefinible, a una santidad última del individuo en tanto individuo, irredimida e injustificada”61. La apelación constante a un hombre de naturaleza que es animalidad sin cualidades y virtualidad de toda cualidad concebible habilita en Rousseau el recurso constante a una libertad indefinida e indefinible, a una libertad sin objeto ni propósito y, por tanto, sin condiciones ni medidas. “Toda libertad que es libertad para algo, toda libertad que es justificada en referencia a algo más elevado que el individuo o que el hombre en cuanto tal, necesariamente restringe la libertad o, lo que es lo mismo, estable-

ce una marcada distinción entre libertad y licencia. Condiciona a la libertad al propósito por el cual es reclamada. Rousseau se distingue de muchos de sus seguidores por el hecho de ver claramente la desproporción entre esta libertad indefinida e indefinible y los requerimientos de la sociedad civil”62. Finalmente, la obra de Rousseau, más que presentar una solución en todo coherente y cerrada, presenta lo incoherente, lo abierto de toda solución posible. Y, en el mismo gesto, indica la precariedad y, finalmente, la inconsistencia de base de toda propuesta de construcción de un orden social que se cimiente en la libertad individual. Rousseau intercepta la tradición liberal y, habitando sus premisas, deriva, consistentemente, un orden social inconsistente. Rousseau nos enseña que el individualismo robusto e innegociable de la tradición liberal no puede, finalmente, dar lugar a ningún orden social legítimo y seguro. Esta libertad individual, más que ofrecer un parámetro de legitimidad, mina la legitimidad de todo parámetro posible. V Rousseau se nos aparece así no como el traidor de la libertad sino como el traidor del liberalismo. Su traición consiste en asumir las premisas liberales y derivar de ellas un orden social inconsistente o, peor aun, políticamente

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nefasto. Así, el apretado enigma, la distancia inconmensurable entre libertad y orden social es resuelta aquí en clave libertaria o totalitaria, sin ambages, sin escalas. Rousseau se nos aparece también, hemos visto ya, como el traidor del republicanismo. Su obstinada restauración de las virtudes cívicas, único alimento posible para un orden que no sea opresión, lo hace deudor del republicanismo y su tradición. Y, sin embargo, estas virtudes pronto se expresan como remisión de lo múltiple a lo uno, homogeneización de las voluntades, compulsión a la libertad y persecución de la diferencia en nombre de la moral del “yo auténtico”. De esta manera, el pensamiento, la obra de Rousseau intercepta la tradición liberal y la relanza en clave antiliberal; intercepta la tradición republicana y la relanza en clave antirrepublicana. En el corazón de la modernidad ilustrada, en la primavera del individuo contractual y de los prodigios de la balance, Rousseau, traidor de su época, profanador de tradiciones, da origen sin embargo a una nueva tradición que, para ser exactos, “no dijo nada nuevo, pero lo incendió todo”63. En el corazón de la modernidad ilustrada, en el prólogo de la era de las revoluciones, Rousseau da origen a la tradición de la soberanía popular, a la tradición democrática moderna64. Rousseau no dijo nada nuevo: al

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plantear que la fuente de la soberanía, la legitimidad de todo poder legítimo descansa en el pueblo, Rousseau se inscribe en el corazón del derecho natural moderno. Thomas Hobbes, John Locke, todos los teóricos del moderno derecho natural postulan la fuente popular de la soberanía, inscribiéndose en una herencia que puede remontarse al conciliarismo padovano, por decir lo menos. Hasta aquí, nada nuevo. La novedad de Rousseau, su radicalidad, su rasgo eminente consiste en afirmar que la soberanía debe residir “siempre” en el pueblo, de manera permanente y continua; que el único orden legítimo es el de la soberanía popular. La legitimidad del orden social vendrá dada, entonces, por su carácter democrático: “Habría querido nacer en un país en el que el soberano y el pueblo no pudieran tener más que un solo y mismo interés, a fin de que todos los movimientos de la máquina no tendieran jamás sino al bien común; y como esto no podría hacerse a menos que el pueblo y el soberano fueran una misma persona, de ello se sigue que habría querido nacer bajo un gobierno democrático, sabiamente moderado”65. De esta manera, democracia en Rousseau es identidad de pueblo y el soberano, es soberanía popular. La democracia es aquel orden social en el cual el pueblo constituye una persona colectiva, con una identidad propia, y esa persona, con esa identidad, conserva para sí, de

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manera permanente e ininterrumpida, la soberanía66. Es propio, entonces, de la democracia la homogeneidad: la identidad del pueblo consigo, la igualdad de los iguales y la consecuente desigualdad respecto de los desiguales67. La democracia no establece las condiciones para la igualdad, sino que la presupone. La igualdad a la base de esta democracia no puede ser la igualdad formal de los hombres en tanto pertenecientes a la humanidad; no puede ser una igualdad abstracta desatenta a las desigualdades concretas, una igualdad sin distinciones y, por tanto, sin relevancia política68. La igualdad que está a la base de toda democracia es una igualdad sustancial, una igualdad derivada de la común pertenencia a una misma sustancia, a una misma identidad -moral, religiosa, nacional, racial o del tipo que sea. La sustancia de la igualdad que está a la base de la democracia rousseauniana es la voluntad general y la virtud asociada a su sostenimiento. El pueblo es soberano porque sus ciudadanos participan de la voluntad general. “El estado pues no se basa en el contrato sino en la homogeneidad e identidad del pueblo consigo mismo. Esta es la más fuerte y consecuente expresión del pensamiento democrático”69. El pueblo es entonces soberano de una soberanía inalienable, indivisible, infalible. El pueblo es libre porque es soberano, porque su voluntad es ley. Ahora bien, esta soberanía, este poder

legislativo de la voluntad general no puede transferirse, enajenarse, dividirse sin que, por ello mismo, el pueblo deje de ser libre. El pueblo es libre mientras sigue la ley que se da a sí mismo; en cuanto delega ese poder legislativo, pierde su libertad y su soberanía. Decíamos al principio que nos es dado ejercer una fuerza aquí, y que esa fuerza se transmita, circule por torrentes maquínicos y mecanismos y devuelva, al final del proceso, otra fuerza, allí, donde yo no estoy. Este mecanismo hace posible que mi fuerza aparezca donde yo no; que, de algún modo, yo esté presente donde no lo estoy. Pero no es posible dar con un mecanismo que transmita mi libertad más allá de mí mismo; un mecanismo por el cual mi libertad pueda delegarse y ejercerse allí donde no estoy. La libertad de la voluntad se presenta elusiva ante los prodigios de la naturaleza y los favores de la técnica: no hay, que se sepa, mecanismo, procedimiento por la cual un hombre pueda ser libre en lugar de otro. Esto es así porque “toda acción libre tiene dos causas que concurren a producirla: una moral, a saber: la voluntad que determina el acto; otra física, a saber: el poder que lo ejecuta”70. Los prodigios de la mecánica permiten que mi acción sea ejecutada donde no estoy, sin por ello comprometer la libertad de mi acto. La fuerza de mi acción puede ser ejecutada por mí o por otro, sin que por ello esa acción deje de ser

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mía. Ahora bien, la causa moral de mi acción presenta requisitos mucho más exigentes: mi acción es libre siempre y cuando la voluntad que determina el acto sea mi voluntad. Nadie puede delegar su voluntad sin, por ello, dejar de ser libre; nadie puede querer por otra persona sin, por ello, privarla de su voluntad. “El cuerpo político tiene los mismos móviles: se distingue también en él la fuerza y la voluntad. Ésta con el nombre de poder legislativo, la otra con el nombre de poder ejecutivo”71. En el cuerpo político, la voluntad general, el poder legislativo está en manos del pueblo: sólo en ese caso el pueblo es dueño de sí, es legislador de su propia ley, es soberano y, por tanto, libre. “No siendo la ley otra cosa que la declaración de la voluntad general, es evidente que en el poder legislativo el pueblo no puede ser representado; pero puede y debe serlo en el poder ejecutivo, que no es más que la fuerza aplicada a la ley”72. La voluntad popular no puede ser representada, sólo la expresión del pueblo presente es expresión de la voluntad general. El poder legislativo sólo es legítimo cuando es ejercido por el pueblo presente. Ahora bien, la aplicación de la ley no hace a la voluntad sino a la fuerza; por lo que el poder que ejecuta las leyes bien puede quedar en el pueblo o ser comisionado en un cuerpo intermedio. El poder legislativo, la voluntad, es intransferible, inalienable, irrepresentable; el poder ejecutivo, la

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fuerza, es en cambio susceptible de delegación, y el cuerpo emergente de esta delegación es el gobierno. El gobierno es el ejercicio legítimo del poder ejecutivo, es un cuerpo intermedio establecido entre el soberano y los súbditos, es decir, entre el pueblo y él mismo, para su mutua correspondencia. El pueblo es libre porque se da su propia ley, porque es súbdito de su propia soberanía; en este pliegue del pueblo sobre sí, el gobierno emerge como un cuerpo intermedio que asegura la aplicación de esta ley, transmitiendo la fuerza al interior del mecanismo social. La voluntad permanece, inalterable, en el soberano. Ajeno en todo a la soberanía, ajeno a todo poder legislativo, el gobierno se limita a aplicar la fuerza de la ley, a cumplir la comisión de la voluntad general. El gobierno puede ser ejercido por todos los ciudadanos, por varios o por uno de ellos, siendo monárquico, aristocrático o democrático según el caso. De esta manera, democracia significa dos cosas bien distintas. En primer lugar, democracia es forma de Estado: democracia es la forma soberana que corresponde al principio de igualdad, “identidad del pueblo en su existencia concreta consigo mismo como unidad política”73. Toda democracia es legítima y todo orden social legítimo es democrático. En segundo lugar, democracia es forma de gobierno, es ejercicio popular del poder ejecutivo. Demo-

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cracia significa que, “en el sistema de la distinción de poderes, uno o varios poderes se organizan según principios democráticos”74. Así, para que un orden social sea legítimo, la soberanía necesariamente debe ser democrática, aunque el gobierno lo sea o no75. El gobierno, el poder ejecutivo, puede ser legítimamente ejercido por todo el pueblo, por varios ciudadanos o por uno de ellos. Compete al gobierno la ejecución de lo dispuesto por la voluntad general. Para ello, se le comisiona el tratamiento de los asuntos particulares a la luz de la generalidad de la ley. No existe un tipo de gobierno mejor para todas las circunstancias76; antes bien, Rousseau identifica diferentes factores que concurren a la conveniencia de un tipo de gobierno o de otro77. Lo cierto es que el gobierno democrático, el ejercicio del poder ejecutivo en manos de todo el pueblo, es un tipo de gobierno que exige virtudes y requisitos que jamás han existido en un pueblo. “Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres”78. El gobierno del pueblo, el gobierno democrático es extremadamente exigente, difícilmente realizable y, en virtud de ello, desaconsejable también79. Esto no debe dar lugar a confusiones: si el gobierno democrático es desaconsejable, la soberanía democrática es inevitable, porque es la única condición de legitimidad de un orden social.

En virtud de este mecanismo que es el gobierno, la fuerza del pueblo se hace presente sin que el pueblo necesariamente esté reunido. De modo que, si la voluntad es inalienable, irrepresentable, intransferible, la fuerza, en cambio, es susceptible de representación. Concebir la representación del poder legislativo implica aniquilar los cimientos de toda legitimidad. Concebir, en cambio, la representación del poder ejecutivo implica un acto de prudencia institucional. En suma, la soberanía popular es irrepresentable; la fuerza del pueblo, en cambio, puede depositarse en un representante o, más precisamente, en un comisionado que constituye al gobierno. Si Rousseau marca el origen de la tradición democrática es porque concibe que, más allá de la forma de gobierno, la legitimidad del orden social se funda en la soberanía popular, en el ejercicio democrático del poder legislativo. De esta manera, la democracia de Rousseau no implica acuerdo a un procedimiento de selección de liderazgos sino identidad del pueblo y el soberano. La democracia rousseauniana es una democracia sustancial desde el momento en que exige la igualdad de los ciudadanos en tanto pertenecientes a un yo colectivo con una vida y una voluntad común. Es la voluntad general y la virtud derivada de su sostenimiento lo que mantiene cohesionado al pueblo y lo hace libre. La sustancia de la democracia es la vo-

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luntad general; allí donde esta voluntad no prima, ningún procedimiento puede dar lugar a una democracia.

VI

Pero la democracia rousseauniana se

tiene por sustancial también en otro sentido. Es que, muy rápidamente, la obra de Rousseau operó de inspiración teórica y herramienta práctica de los revolucionarios de Francia y varios otros países. En el transcurso de la Revolución francesa, una vez caído el Ancien Régime, la liberación de la tiranía implicó la libertad sólo para unos pocos80. La mayoría del pueblo siguió bajo el yugo de la necesidad y la miseria. Lo que entonces unió a gobernantes y gobernados fue una noción política de solidaridad, entendida como preocupación por el bienestar del pueblo. Esta solidaridad, que Robespierre llamó virtud y que pronto derivó en compasión, encontraba inspiración en la obra de Rousseau. Es que Rousseau identificaba a la compasión como un principio natural del hombre, adormecido por la deriva civilizatoria. Si en el estado de naturaleza es inconcebible que “un puñado de gentes rebose en superfluidades mientras la multitud hambrienta carece de lo necesario”81, una vez iniciada la deriva civilizatoria, la piedad natural se adormece progresivamente y las ciencias y las artes permiten al hombre desconocer el padecimiento de sus pares:

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“no tiene más que taparse los oídos y argumentar un poco”82. Así, la crítica rousseauniana a la sociedad de su época condenaba masivamente la perversión de la desigualdad entre los hombres. Convergentemente, su teoría del contrato social identificaba que el bien mayor y el fin de toda legislación se reducía a dos objetivos principales: la libertad y la igualdad. Libertad, porque toda dependencia privada es algo que se le quita al Estado; igualdad, porque la libertad no puede subsistir sin ella. “Respecto a la igualdad, no hay que entender por esta palabra que los grados de poder y riqueza sean absolutamente los mismos, sino que, en cuanto al poder, esté por debajo de la violencia y no se ejerza nunca sino en virtud del rango y las leyes, y en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea lo bastante opulento para poder comprar a otro, y ninguno lo bastante pobre para ser constreñido a venderse”83. De esta manera, los usos de la obra y el pensamiento de Rousseau nutrieron una tradición que entiende que la democracia no puede reducirse a un procedimiento de selección de liderazgos ni restringir su competencia al ámbito político institucional. En esta tradición, la democracia implica al mismo tiempo y de manera inescindible, igualdad política y social. Postular la democracia en términos sustanciales no implica el necesario rechazo de las instituciones y los pro-

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cedimientos sino, más bien, la denuncia de su insuficiencia al momento de asegurar la soberanía popular. Democracia sustancial es la conciencia de un desafío que va más allá de las ingenierías constitucionales, las reformas políticas y las tecnologías electorales y de gobierno. Democracia sustancial es el nombre de un problema ingente, que no se mide bien con recursos formales, procedimentales, mecánicos. Soberanía del pueblo, identidad de gobernantes y gobernados, igualdad social: de esta manera, Rousseau parece dar respuesta al apretado enigma, a la distancia inconmensurable entre individuo y sociedad. Una respuesta tan exigente como lo es el desafío ante el que se erige. Y, sin embargo, una respuesta nunca definitiva, constantemente amenazada de ilegitimidad, siempre susceptible de ser contestada de cara a una demanda de libertad que es inaprehensible, indefinida e indefinible; una demanda que hace a la naturaleza del hombre. Finalmente, “la pregunta, entonces, no es cómo él resuelve el conflicto entre el individuo y la sociedad sino, más bien, cómo concibe este conflicto irresoluble”84.

naturales, de estímulos y respuestas, de procesos encadenados, de acoples armónicos, de coordinaciones múltiples; en medio de un mundo prodigioso en mecanismos sutiles y masivos, en flujos y reflujos de fuerzas, de ideas, de pasiones; en medio de todo ello, el hombre, su libertad es la disrupción, el bloqueo, la interferencia, la constante virtualidad del sabotaje. El hombre, maquinaria ingeniosa, inserta en el engranaje del mundo, es más que una maquinaria, es lo heterogéneo respecto de ella. El hombre es la posibilidad de sortear el pesado encadenamiento del mecanismo, es la probabilidad de lo improbable, es la virtualidad de un nuevo comienzo en el corazón de la naturaleza, a pesar de ella. Ahora bien, entonces, ¿cómo fundar un mecanismo sobre la negación del mecanismo? ¿Cómo hacer de esta libertad, procedimiento? ¿Cómo alojar de manera permanente lo impermanente? ¿Cómo dar medida a eso de inconmensurable que hay en el hombre? En todo caso, ¿qué institución puede fundarse sobre la ulterior ausencia de todo fundamento? En definitiva, ¿qué es la democracia?

VII Finalmente, pero desde el principio también, se trata de dar con la naturaleza del hombre para fundar, a partir de ella, un orden social legítimo y seguro. En medio de un mundo de mecanismos

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Notas: 1

Ver Starobinsky, J., “Jean-Jacques Rousseau” en Belaval, Y. (dir.) Racionalismo, empiricismo, ilustración, Siglo XXI, 2002, Bs.As., pp. 313-336. 2 Arendt, H., From Machiavelli to Marx, Library of Congress, 1965, Washington. 3 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres” en Del contrato social–Discursos, Alianza, 2006, Madrid, p. 180. 4 Rousseau, J-J., “Del contrato social” en Del contrato social–Discursos, Alianza, 2006, Madrid, L.I, C.1. 5 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad..”, pp. 248-249; “Del contrato social”, L.I, C.9. 6 Rousseau, J-J., “Contrato social”, L.I, C.3. 7 Sobre las dificultades del uso del concepto de alienación en Rousseau, ver Althusser, L. “Sobre el contrato social” en Sazbón, J. (sel.), Presencia de Rousseau, Nueva Visión, 1972, Bs.As. 8 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad”, p. 249. 9 Derrida, J., De la gramatología, Biblioteca de Filosofía, Editora Nacional, Madrid, 2002. 10 Rousseau, J-J., “Discurso sobre las ciencias y las artes” en Del contrato social–Discursos, Alianza, 2006, Madrid, pp. 160-163; Emilio, Biblioteca Edaf, 2005, Madrid, p. 176. 11 Seguimos, de aquí en adelante, la lectura de Leo Strauss, Natural right and history, Chicago University Press, 1971, Chicago. 12 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad.”, p. 195. 13 Ídem, pp. 219-220. 14 Ídem, p. 220. 15 Strauss, L., Natural right and history. 16 Rousseau, J-J., “Discurso sobre las ciencias y las artes”, p. 247. 17 Ídem, pp. 248-286. 18 Ídem, p. 195. 19 La oscuridad y accidentalidad del proceso de civilización se remarca en relación al conocimiento y manejo del fuego (“Discurso sobre el origen de la desigualdad..”, p. 223), al descubrimiento de la agricultura (p. 223), al desarrollo del pensamiento y las facultades intelectivas (p. 224) y al origen del lenguaje (p. 225-232 y “Ensaio sobre a origem das linguas, no qual se fala da melodia e da imitaçáo musical” en Os Pensadores: Rousseau, Abril Cultural, 1978, San Pablo.) entre otros. Esto deriva en el reconocimiento del carácter “conjetural” (p.

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247) de la descripción rousseauniana a lo largo de su Segundo Discurso. 20 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad.”, p. 221. 21 Rousseau, J-J., “Contrato Social”, L.I, C.1. 22 Ídem, L.I, C.6. 23 Ídem, L.I, C.6. 24 Seguimos de aquí en más a Hannah Arendt. 25 Arendt, H., Sobre la revolución, Alianza, 2004, Madrid, p. 117. 26 Rousseau, J-J., “Del contrato social”, L.I, C.6. 27 En relación a las dificultades emergentes de la presentación de la voluntad general como parte contratante y como resultado del contrato, se remite a Althusser, L., “Sobre el contrato social”. 28 Arendt, H., Sobre la revolución, p. 103. 29 Schmitt, C., La Dictadura, Alianza, 2003, Bs.As., p. 160. 30 Arendt, H., Sobre la revolución, Alianza, 2004, Madrid, p. 101. 31 Arendt, H., La vida del espíritu, Paidós, 2002, Bs.As., pp. 301-302. 32 Arendt, H., Sobre la revolución, p. 101. 33 Arendt, H., From Machiavelli to Marx, fs. 023487-8. 34 Arendt, H., “Qué es la libertad” en Entre pasado y futuro, Península, 2003, Barcelona, p. 258. 35 Se sigue aquí a Carl Schmitt. 36 Rousseau, J-J., Carta a D’Alambert, Tecnos, 1985, Madrid, p. 17; “Del contrato social”, L.IV, C.8. 37 Ídem, L.II, C.4. 38 Ídem, L.I, C.6; L.II, C.1; L.III, C.16. 39 Ídem, L.III, C.7. 40 Schmitt, C., La Dictadura, p. 156. 41 Ídem, p. 156. 42 Ídem, p. 158. 43 Ídem, p. 158. 44 Ídem, p. 159. 45 Schmitt, C., Sobre el parlamentarismo, Tecnos, 2002, Madrid, p. 18. 46 Berlin, I. La traición de la libertad, FCE, 2004. México, p. 70. 47 Ídem, pp. 74-75. 48 Talmon, J., The origins of totalitarian democracy, Frederick Praeger, 1960, Nueva York, p. 43. 49 Schmitt, C., La Dictadura, p. 154. 50 Talmon, J., The origins of totalitarian democracy, p. 43.

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Berlin, I., La traición de la libertad. Schmitt, C., La Dictadura, p. 154. 53 Arendt, H., Qué es la libertad, p. 258. 54 Berlin, I., La traición de la libertad. 55 Talmon, J. The origins of totalitarian democracy, p. 40. 56 Arendt, H., Qué es la libertad, p. 258. 57 Arendt, H., From Machiavelli to Marx, f. 023488. 58 Seguimos, de aquí en más, a Leo Strauss. 59 Strauss, L., Natural right and history, pp. 254. 60 Ídem, p. 255. 61 Ídem, p. 294. 62 Ídem, p. 294. 63 Berlin, I., La traición de la libertad, p. 49. 64 Greblo, E., Democracia, Nueva Visión, 2002, Bs.As., pp. 77-81. 65 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad..”, p. 181, la cursiva es propia. 66 Se sigue aquí a Carl Schmitt. 67 Schmitt, C., Sobre el parlamentarismo, p. 12. 68 Ídem, pp. 16-17. 69 Schmitt, C., Teoría de la Constitución, Alianza Universidad, 2002, Madrid, XVII, II, 4. 70 Rousseau, J-J., “Del contrato social”, L.III, C.1. 71 Ídem, L.III, C.1. 72 Ídem, L.III, C.15. 73 Carl Schmitt. Teoría de la Constitución, L,1. 74 Ídem, XVII, L.I, C.1. 75 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad.”, p. 184; “Del contrato social”, L.III, CC.4-6. 76 Ídem, L.III, C.8. 77 Ídem, L.III, CC.2-6. 78 Ídem, L.III, C.4. 79 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad.”, p. 181. 80 Arendt, H., Sobre la revolución, pp. 97-104. 81 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad.”, p. 287. 82 Ídem, p. 239. 83 Rousseau, J-J., “Del contrato social”, L.II, C.11. 84 Ídem, p. 255. 52

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Estados Unidos frente al reacomodamiento de fuerzas en Medio Oriente. El caso egipcio. MARIELA CUADRO Introducción

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as revueltas populares en Medio Oriente han sido acreedoras de innumerables lecturas. Entre ellas, se ha puesto en evidencia un cierto tipo de análisis histórico deseoso de continuidades. De esta manera, se han establecido analogías con dos acontecimientos históricos: por un lado, las revoluciones de 1989/1990 en Europa central y del este que terminaron con los gobiernos comunistas y, por otro lado, la Revolución islámica en Irán de 1979. Ambas analogías buscan continuidades subyacentes: en el primer caso, la democracia; en el segundo, la amenaza islámica. Se yerguen así nuevos espíritus hegelianos de la historia; se reviven así fantasmas milenarios; se alimenta, en fin, lo que Benjamin una vez llamara “historia de los vencedores” (2007). Desde aquí sostenemos que los hechos históricos postulados pueden resultarnos útiles de otro modo, si resal-

* tamos su carácter de acontecimientos, entendidos estos últimos como transformaciones de las relaciones de poder. En efecto, tanto las revoluciones de los años 1989/1990 como la revolución iraní, dieron cuenta de cambios en las relaciones de poder regionales y mundiales. Así, las primeras fueron expresión y protagonistas de la caída de la Unión Soviética y la segunda, del fin del nacionalismo árabe en Medio Oriente. Lo que queremos remarcar es que las distintas movilizaciones populares que están conmoviendo las bases de la estructura de poder en la región mesooriental son sintomáticas, asimismo, de un cambio en las relaciones de poder no sólo a nivel regional, sino también a nivel mundial. Con anterioridad a la invasión de Irak por parte de la coalición liderada por Estados Unidos en el año 2003, el mapa de Medio Oriente era relativamente alentador para Estados Unidos: la península arábiga, Egipto, Jordania, Israel, eran aliados estables de Washington. Quienes no seguían necesa-

* Socióloga (UBA). Mg. en RRII (IRI - UNLP, después del 14/11). Becaria Conicet. Doctorando en RRII. Coordinadora del Departamento de Medio Oriente (IRI - UNLP). Miembro investigadora del CeRPI (IRI - UNLP).

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riamente sus políticas, por otra parte, se encontraban divididos: por un lado, Irán y Siria; por otro, Irak. Ahora bien, en Irán estaban en el gobierno los así llamados “moderados”, es decir, líderes políticos que no se encontraban en clara oposición a “Occidente” (los “duros” llegaron al poder en las elecciones del 2005, luego de que Estados Unidos invadiera a sus vecinos Afganistán e Irak). El Irak de Saddam Hussein, por su parte, era un país profundamente debilitado por el régimen de sanciones draconiano que se le había impuesto luego de la guerra de 1990/1991. En efecto, como quedó demostrado, los mayores enemigos de Estados Unidos no eran Estados sino redes internacionales que utilizaban sistemáticamente el terrorismo. Al invadir Irak y salir de allí derrotado, Estados Unidos inició un movimiento de cambio de relaciones de poder que llevó a Olivier Roy a afirmar que las nuevas líneas de amistad y enemistad en Medio Oriente se definen a partir del shiísmo y del sunnismo (2008). El nuevo mapa, en efecto, encontraba fortalecido a un Irán que se presentaba como la fuerza anti-imperialista de la región, secundado por Siria, el Hezbollah libanés que cobró aún mayor poder con la invasión israelí a ese país del año 2006, el Hamas palestino1 que también había ganado posiciones, y el nuevo Irak que pasó a estar liderado por una coalición shiíta, cuyo líder, Al-

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Maliki, puso en evidencia la importancia de Irán para su país cuando visitó a la potencia persa en segundo lugar, luego de Estados Unidos. Washington, por su parte, permanecía flanqueado por sus aliados sunnitas (los países del Golfo2 con Arabia Saudita a la cabeza, Egipto y Jordania) e Israel que ya no se presentaba como el principal enemigo de los distintos aspirantes sunnitas a la hegemonía regional (nos referimos, sobre todo, a Arabia Saudita y, en menor medida, a Egipto). La profunda crisis económica que afecta a Estados Unidos y Europa principalmente, hizo pie también en Medio Oriente. La crisis del modelo neoliberal que en América Latina estallara los primeros años del presente siglo, se fundió con la primera. Así, a los altos niveles de inflación por el aumento generalizado de los precios de los alimentos a nivel mundial y las altas tasas de desempleo sin respuesta por parte de los distintos Estados, se sumó la imposibilidad por parte de estos pueblos que viven bajo dictaduras, de poder participar en la determinación de las políticas públicas a seguir. Dentro de Medio Oriente3, la ola de protestas comenzada en Túnez, ha alcanzado a importantes aliados estadounidenses, entre los que se destaca Egipto donde el gobierno de Mubarak ha sido efectivamente derrocado4. Destacamos Egipto por considerarlo, junto a Arabia Saudita, uno de los dos pilares de la política de la potencia norteameri-

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Estados Unidos frente al reacomodamiento de fuerzas en Medio Oriente. El caso egipcio.

cana en la región. No es nuestra intención aquí sostener la tesis imperialista según la cual todos los movimientos de Estados Unidos pueden ser leídos a través de una lente conspirativa. Sin embargo sostenemos -sí- la necesaria intervención de Washington en estos procesos a fin de buscar un resultado que le sea favorable. En este sentido, nos alejamos de las lecturas liberal-moralistas que hacen centro en la cuestión de la democracia y nos colocamos del lado de aquéllas nucleadas en torno a intereses geoestratégicos de la potencia del norte. Es así como, si bien sostenemos que es bastante probable que las demandas populares egipcias en relación a la instauración de un sistema democrático sean cumplimentadas, el rol de Estados Unidos en la forma que adopte dicho sistema, el modo cómo se llegue a él y los protagonistas de las próximas elecciones, será uno de mucha importancia. A continuación nos centraremos en el caso de Egipto, señalando los intereses de Estados Unidos en ese país, estableciendo un relato de los hechos que llevaron a la caída del gobierno de Mubarak y los modos en los que se está configurando la nueva realidad sociopolítica egipcia. Es importante aclarar que la historia de Egipto y con ella la de Medio Oriente y la del mundo se encuentran en un momento muy dinámico. Cualquier afirmación que intente cerrar este movimiento aún en curso es

cuanto menos apresurada y, por lo tanto, la evitaremos.

I. Estados Unidos y Egipto. Egipto en la estructura de poder de Medio Oriente Egipto es un país de fundamental importancia en la estructura de poder de Medio Oriente. Por un lado, es el país más poblado de la región, con una población estimada en 80.5 millones de personas (según CIA World Factbook, 20105). Es importante también por su fuerza militar: luego de Irán tiene el ejército más grande de Medio Oriente y el décimo tercero del mundo (Jordan y Pauly, 2007). Este ejército lo formó a través de la ayuda militar por 1300 millones de dólares que Estados Unidos le otorga anualmente, una práctica que comenzó luego de los acuerdos de Camp David que tuvieron lugar entre 1978 y 1979. La recepción de esta ayuda, sumada a la económica, lo convirtió en el segundo recipiente de ayuda estadounidense en Medio Oriente, por detrás de Israel. Por otra parte, Egipto ocupa un espacio geopolíticamente estratégico, pues se encuentra entre dos continentes (África y Asia) y es lazo entre dos rutas de agua importantes: el Mar Mediterráneo y el Océano Índico. Además de ser un exportador de petróleo, tiene importancia estratégica pues el petróleo producido en los países del Golfo y dirigido a Occidente pasa tanto por el Canal de Suez como por el

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oleoducto del Suez-Mediterráneo (SUMED), construido en 1977. Por otra parte, Egipto tiene una historia de liderazgo en la región, fuertemente incentivado por el gobierno de Gamal Abdel Nasser -Presidente entre 1956 y 1970- quien levantó la bandera del panarabismo. Éste tuvo su mayor expresión en la formación de la República Árabe Unida que supuso la unión de Egipto y Siria entre 1958 y 1961. Si bien ciertos analistas sostienen que el rol de líder regional fue en descenso a partir de la firma de la paz con Israel y el definitivo abandono del panarabismo por una relación estratégica con Estados Unidos (Bishara, 2009), la continuación del liderazgo egipcio -aunque atemperado- puede observarse en el hecho de que, con excepción del tiempo durante el cual fue expulsado de la Liga Árabe (LA) por firmar la paz con Israel (1979-1989), todos los Secretarios Generales de la organización fueron de dicha nacionalidad. No obstante, a favor de análisis como los de Bishara puede sostenerse que en la actual configuración de poder, en los que la identidad árabe ha perdido valor con respecto a aquélla islámica y por tratarse de un Estado secular, Egipto como hegemón regional ha visto disminuido su poder con respecto a aquellos Estados que enarbolan la bandera islámica (v.g. Irán, Arabia Saudita). Es relevante, en este sentido, el mayor peso relativo ganado por Arabia Saudita en la LA, lo

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que puede comprobarse con la importancia que cobran las iniciativas saudíes en dicho organismo, siendo la última iniciativa de paz del año 2002 un buen ejemplo de lo afirmado. En esta dirección corre el análisis hecho por Roy del que hablábamos más arriba (2008). Por otra parte, Egipto participa desde 1994 en el Diálogo Mediterráneo-Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para promover la seguridad regional. Estados Unidos y Egipto La relación contemporánea entre Estados Unidos y Egipto comenzó en el año 1974, luego de la guerra de Yom Kippur/Ramadán de 1973 y se construyó como una relación estratégica. Es una consecuencia directa de la política de Anwar al-Sadat (quien remplazó a Nasser en 1970, luego de la muerte del rais egipcio) cuyo principal objetivo en Camp David en 1978 y en el Rose Garden en 1979 no fue tanto el logro de la paz con Israel sino el establecimiento de una fuerte asociación con Estados Unidos. Según Sullivan y Jones, el Presidente egipcio buscaba: “(a) asegurar la ayuda de Estados Unidos en la devolución a Egipto de la Península del Sinaí ocupada por Israel [en 1967] y (b) la entrega de la muy necesitada asistencia militar y de desarrollo” (2007: 78). En este sentido, estos autores se permiten afirmar que, siendo Israel el principal pegamento de la relación, se trata de una relación trilateral (mediada por el Estado sionista) más

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que bilateral. Los informes del Congreso de Estados Unidos, por su parte, difieren con esta afirmación sosteniendo que “en los 25 años que han pasado desde la firma del tratado [de paz con Israel], las relaciones estadounidense-egipcias han evolucionado, yendo más allá de la conexión limitada a Israel y hacia una amistad bilateral independiente” (Sharp, 2005: 3). Desde nuestra perspectiva, si bien coincidimos en que existe una triangulación en la relación y que Israel constituye una pieza clave de ésta, también es cierto que Egipto es un aliado fundamental de Washington no sólo en relación a Israel, sino también en relación a sus vecinos mesoorientales. Esta relación está sostenida fundamentalmente por la asistencia económica y militar que Washington le entrega anualmente a El Cairo. Con respecto a la primera, ha ido disminuyendo a partir de 1998 (con la excepción de un pico de 911 millones de dólares justificado por pérdidas en el sector del turismo que habría sufrido Egipto debido a los atentados del 11-S), pasando de 800 millones de dólares en 1998 a 250 en 2009 (Sharp, 2009). Esta disminución encuentra su principal explicación en un acuerdo firmado entre Estados Unidos e Israel en el año 1998 a través del cual se acordaba la disminución de la ayuda económica a Israel y el aumento de la asistencia militar en un período de 10 años. De esta manera, y manteniendo la proporción de 3 a 2 entre Israel y

Egipto fijada por el “Acta de Asistencia Especial para la Seguridad Internacional de 1979”6, la ayuda económica a ambos países sufrió recortes. Es válido aclarar, por otra parte, que Egipto buscó desde 1994 evitar la dependencia de la ayuda estadounidense, intentando transformar ésta en acuerdos comerciales. En este sentido, bregó continuamente por el establecimiento de un Tratado de Libre Comercio (TLC) que, hasta el momento, no fue acordado por Estados Unidos. Las relaciones militares egipcio-estadounidenses se remontan al año 1976. Sin embargo, sólo una vez firmada la paz egipcio-israelí, Estados Unidos remplazó a la Unión Soviética como el principal proveedor militar de Egipto. A partir de entonces, el país árabe pasaría a ocupar el segundo lugar en la lista de los países beneficiarios de la ayuda militar estadounidense, lo que lo convertiría en una importante potencia militar convencional regional. En el año 1994 ambos países comenzaron maniobras conjuntas denominadas “Estrella brillante”. El otorgamiento de la ayuda militar a Egipto es importante, pues las fuerzas armadas egipcias funcionaron como una institución fundamental en el país árabe para mantener la estabilidad de los sucesivos gobiernos. Es decir que más que actuar como institución de defensa ante agresiones externas, actuaron al interior, siendo una herramienta represiva indispensa-

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ble en los últimos 30 años del gobierno del Partido Democrático Nacional (el partido político de Mubarak). Por otra parte, la asistencia económica y militar que Washington brinda a El Cairo encuentra su fundamento en el sostenimiento de los intereses que la potencia del norte tiene en Egipto en particular y en la región en general. En el terreno económico, la ayuda busca condicionar la política económica egipcia, instaurando en el país árabe la libertad de mercado que permita a las empresas estadounidenses anclarse en el país y en la región. De esta manera, cada año una porción de la ayuda económica a Egipto es retenida por el USAID (una de las instituciones que actúa bajo el Departamento de Estado y a través de la cual se gira la asistencia) y entregada cuando el gobierno de Egipto logra ciertas reformas económicas acordadas. Entre éstas, se destacan la venta de acciones (semi-privatización) del Canal de Suez y la reducción del déficit fiscal a través de la implementación de recortes en el gasto social. Esto último tuvo lugar mayormente a lo largo del año 2005 (Sharp, 2005), cuando las presiones a favor de la reforma política por parte de la administración Bush se profundizaron. La ayuda económica a Egipto, además, históricamente tuvo como objetivo neutralizar al país árabe como enemigo de Israel: “Para Estados Unidos los beneficios de la ayuda exterior a Egipto eran estratégicos, diplomáticos y políti-

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cos. Egipto había liderado cada guerra árabe contra Israel (…) Un Egipto neutral y pacificado, se esperaba, prevendría más guerras árabe-israelíes, al menos a nivel interestatal” (Mommani, 2003: 88). Estados Unidos hizo de El Cairo, entonces, un aliado, otorgando asistencia económica y militar a los sucesivos gobiernos seculares, a fin de mantener su estabilidad e impedir que movimientos islámicos, menos dispuestos a renunciar a ciertas reivindicaciones históricas, llegaran al poder. De esta manera, la-caída-del-murode-Berlín encontró a Egipto alineado con Estados Unidos. Las consecuencias negativas del apoyo a la “Operación Tormenta del Desierto” de 1991 en términos económicos, supusieron la firma de acuerdos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (BIRD) que derivó en la implantación de reformas estructurales exigidas por dichos organismos internacionales de crédito (mayormente dominados por Estados Unidos). En tanto líder árabe y musulmán, Egipto fue un aliado fundamental de Estados Unidos en la Guerra del Golfo de 1990-1991, no sólo funcionando como legitimador de la intervención estadounidense, sino constituyéndose como la segunda mayor fuerza en la incursión militar luego de Estados Unidos. Su participación fue premiada por Washington con la condonación de 6700 millones de dólares de deuda y la

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presión por parte de la potencia norteamericana para que los miembros del G-8 hicieran lo propio. Entre las reformas exigidas por los organismos de crédito internacionales se encontraban: la eliminación de subsidios y la liberalización de los precios en los bienes de consumo, la eliminación de barreras aduaneras para la exportación/importación, la privatización de empresas del Estado, la reducción del déficit presupuestario. Lo que se imponía, de esta manera, era el modelo neoliberal de la economía, alineando definitivamente a Egipto con las políticas promulgadas por Estados Unidos y alejándolo de la senda autonomista y desarrollista alentadas por el gobierno de Nasser. En este sentido, el gobierno de Mubarak supuso una continuidad con respecto al de Sadat en cuanto a la política exterior se refiere. En efecto, fue un paso más allá del gobierno de su predecesor y buscó institucionalizar la relación entre su país y Estados Unidos a través del establecimiento de lo que se denominó como “Diálogo Estratégico”, basado en tres objetivos principales de cooperación: la paz y la estabilidad regionales, la lucha contra el terrorismo y la reforma económica. Estos tres puntos dan cuenta de los intereses que cimentaron la relación entre el gobierno de Mubarak (también el de Sadat) y los sucesivos gobiernos de Estados Unidos. En primer término, el mantenimien-

to de la paz entre Egipto e Israel. Para Washington este punto es de central importancia, pues neutraliza la posibilidad de un frente árabe amenazando la seguridad de Israel (aliado fundamental de Estados Unidos en la región). Para El Cairo, por otra parte, este punto también es importante, pues es a partir de la firma del tratado de paz que Egipto comenzó a recibir la ayuda de la que hablamos más arriba, lo que le permitió convertirse en una potencia militar en la región. Y aquí nos encontramos con el segundo interés compartido: el del ámbito de la defensa7. El ejército egipcio recibe casi dos tercios de la ayuda anual estadounidense a ese país. Ésta le permite acceder a la tecnología y al conocimiento estratégico de Estados Unidos que redunda en beneficios para sus fuerzas armadas, principal sostén de los sucesivos gobiernos (Nasser, Sadat y Mubarak). La potencia norteamericana, por su parte, tiene en el país árabe un socio con el que realizar ejercicios militares en Medio Oriente que le permiten, asimismo, testear políticas militares en la región y le garantizan un cooperante en el caso de amenazas regionales. Ejemplos de este último caso lo proporcionan la participación activa de Egipto en la coalición liderada por Estados Unidos en la “Operación Tormenta del Desierto” en 1991 y la cooperación militar y de inteligencia otorgada por el país árabe en la “Guerra Global contra

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el Terror”. Con respecto a la cuestión de inteligencia, Egipto fue uno de los destinos utilizados por la CIA, para las llamadas “entregas”, mecanismo fundamental en la estrategia contraterrorista de la administración Bush que consistió en el envío de supuestos terroristas capturados a terceros países donde podían ser interrogados por agencias de inteligencia de las que se sabía que practicaban la tortura (Rashid, 2009). En el terreno militar, por otra parte, si bien El Cairo no aportó tropas para la invasión ni para la posterior pacificación de Irak ni de Afganistán, sí permitió el uso de su espacio aéreo a las fuerzas pro-estadounidenses y les dio paso libre por el Canal de Suez, lo que otorgó a los invasores movilidad. En cuanto al tercer punto, el de la reforma económica, ya hemos esbozado algunos de los movimientos dados por el gobierno de Mubarak en este sentido. Es interesante resaltar que durante los primeros meses de la administración Bush en el poder y antes de la emergencia del discurso democratizante -que tomó mayores bríos durante el año 2005-, de hecho, la reforma económica en Egipto se encontraba por encima de la reforma política en la agenda estadounidense. Luego, la administración Bush comenzó a ejercer presión para la reforma política. El gobierno de Mubarak respondió con el llamado a las primeras elecciones multipartidarias de la historia de Egipto en septiembre

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de 2005 en la que el Presidente obtuvo (fraude mediante) un holgadísimo triunfo. En noviembre del mismo año, Mubarak buscó avivar el fantasma islámico, permitiendo una participación más o menos abierta a la Hermandad Musulmana en las elecciones parlamentarias, lo que derivó en un triunfo de este movimiento político en la primera de las tres rondas. Este triunfo, sumado al de Hamas en las elecciones parlamentarias palestinas de enero de 2006, hizo que disminuyeran las presiones democratizantes, a cambio de lo cual, el gobierno egipcio impulsó reformas económicas, siendo una de las más prominentes el recorte del gasto público y la eliminación de subsidios a alimentos de primera necesidad. Estos recortes funcionarían como uno de los impulsores de la movilización popular que derrocaría a Mubarak.

II. El levantamiento popular egipcio. Alentado por el logro de los tunecinos que lograron que el Presidente Ben Ali, al frente de Túnez hacía 23 años, abandonara el poder, el 25 de enero de 2011, el pueblo egipcio se levantó con la intención de derrocar a Hosni Mubarak. El mandatario egipcio era Presidente hacía casi 30 años. Había sido vice-presidente de Sadat (quien a su vez había remplazado a Nasser y había sido el encargado de establecer la alianza estratégica con Estados Unidos

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a través de la firma de la paz con Israel) y cuando éste fue asesinado, automáticamente asumió el poder. Los años 80 e incluso la década del 90 del siglo pasado, fueron testigos de una buena relación entre el gobierno de Mubarak y el pueblo egipcio. Pero luego llegó la crisis del modelo neo-liberal con sus consecuencias de aumento del desempleo y de la pobreza, llegó la alianza de Mubarak con el muy vilipendiado George W. Bush y llegó el pueblo tunecino que demostró a los egipcios que los pueblos no tienen que vivir necesariamente de rodillas. La hegemonía supone materialidad y las necesidades materiales de los egipcios no se vieron satisfechas. Por lo tanto, decidieron que era hora de cambiar el gobierno. El proceso fue veloz: duró 18 días. Durante ese lapso, Estados Unidos y Mubarak fueron ajustando respectivamente sus discursos, encontrándose por momentos, distanciándose en otros. En esta primera parte nos centraremos en las acciones tomadas por Mubarak para intentar sortear la presión que se cernía sobre él y en dar un panorama general de cómo se fueron sucediendo los hechos en Egipto, desde las primeras manifestaciones hasta el cambio de Primer Ministro de los primeros días de marzo por parte del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas egipcio. En una segunda parte nos concentraremos en el modo en que la administración Obama, con toda la

complejidad burocrática que implica el gobierno de Estados Unidos, actuó durante estos días. Las protestas estuvieron motorizadas y organizadas desde un primer momento por la juventud universitaria egipcia. Estos sectores, con altas tasas de desempleo y con acceso a internet, lograron sortear el cerco sobre los medios de comunicación que el gobierno de Mubarak imponía a la población. De esta manera, lograron congregar en sucesivas manifestaciones a una buena parte del pueblo egipcio, llegando el número de los concentrados en la Plaza Tahrir (plaza del centro de El Cairo) el día anterior a la renuncia de Mubarak, el 11 de febrero de 2011, a cuatro millones de personas. La juventud egipcia estuvo acompañada por sectores de trabajadores y desocupados, todos tras la reivindicación que exigía la renuncia del mandatario egipcio. La primera respuesta de éste fue la represión a manos de la policía, ésta luego pasó a estar en manos del ejército. Al ser muy bien recibido por la población manifestante, este último no cumplió con la orden dada por Mubarak: permaneció en la calle, expectante, pero no reprimió. El gobierno, por lo tanto, y presionado desde el exterior a abstenerse de usar la fuerza (fue uno de los pedidos públicos de la administración Obama, apoyándose sobre su discurso pronunciado en El Cairo en 2009), envió a grupos de civiles a

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cumplir con el trabajo que el ejército se negó a realizar. Sin embargo, el pueblo egipcio continuó resistiendo y ganó esa batalla. La segunda respuesta de Mubarak, fue el establecimiento de reformas. En primer lugar, ordenó un cambio de gabinete que endureció aún más su postura, colocando como vice-presidente (y, por tanto, posible futuro sucesor) a su jefe de inteligencia, Omar Suleiman: el encargado de reprimir cualquier oposición al gobierno escudándose tras la muy utilizada amenaza terrorista. Al mismo tiempo prometió mayores libertades sociales, políticas y civiles, enmiendas a la Constitución para permitir una mayor participación, la preservación de los subsidios estatales a alimentos de primera necesidad, el control de la inflación y la promoción del empleo. Estos anuncios, no obstante, llegaron tarde, pues el pueblo egipcio era intransigente con respecto a su principal reivindicación: que Mubarak abandonara el poder. Finalmente, en su último discurso público el 10 de febrero de 2011, en el que se esperaba que anunciara su renuncia, Mubarak optó por no hacerlo y, en cambio, trasladó todos sus poderes al flamante vice-presidente. El anuncio fue pésimamente recibido por los manifestantes concentrados en la Plaza Tahrir quienes, en un gesto unánime que recordaba el zapatazo lanzado por un periodista iraquí en diciembre

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de 2008 a George W. Bush, levantaron miles de zapatos en repudio de las palabras del ex gobernante. El 11 de febrero, Mubarak presentaba su renuncia y pasaba a hacerse cargo del gobierno de Egipto el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA). Sostiene Olivier Roy que el levantamiento egipcio no fue ni anti-imperialista, ni anti-Estados Unidos (2011). Podemos coincidir con esta lectura si agregamos a lo dicho “principalmente”. En efecto, el gesto simbólico del zapato no puede pasar desapercibido; por otro lado, muchos oponentes pasaron a llamar despectivamente al gobierno de Mubarak como “régimen Camp David” en una clara alusión a la relación de alineamiento de El Cairo con Washington y Tel-Aviv (Cook, 2011). Por otro lado, el hecho de que todos los gobernantes árabes que por estos días ven socavadas sus bases de poder, planteen a “Occidente” como instigador de las distintas revueltas con el objetivo de restar poder a estas últimas, da cuenta del profundo sentimiento anti-occidental de los pueblos árabes8. Sin embargo, el ejército egipcio, a pesar de sus fuertes relaciones con el Departamento de Defensa estadounidense (el actual Jefe del Estado Mayor, Sami Hafez Enan, se encontraba precisamente en Washington cuando los levantamientos populares comenzaron en enero), es apoyado por su pueblo. En efecto, la toma del poder por parte del ejército egipcio fue

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acreedora de un generalizado consenso tanto interno como externo. Así, distintos referentes políticos opositores a Mubarak como ser El Baradei, Ayman Nour e incluso la Hermandad Musulmana (HM) dieron la bienvenida a este movimiento. Por otra parte, también fue bien recibido por Naciones Unidas, la Unión Europea, Israel y Estados Unidos. En un primer momento el CSFA, a cuya cabeza encontramos al ex Ministro de Defensa, Mohammed Hussein Tantawi (conocido en algunos círculos egipcios como el “caniche de Mubarak”), no se diferenció demasiado del ex Presidente a quien en el comunicado en el que anunciaban la toma del poder elogiaron. Algunas reformas buscaron calmar los ánimos de quienes continuaban exigiendo al CSFA el ejercicio de la voluntad del pueblo. Así, a mediados de febrero, el Consejo disolvió el Parlamento (monopolizado por el Partido de Mubarak), suspendió la Constitución y fijó un período de seis meses para la transición a un gobierno electo por el pueblo. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, recién en los primeros días de marzo, el nuevo gobierno liderado por el CSFA, pareció mostrar signos relevantes de cambio con respecto a su predecesor Mubarak. Luego de algunos cambios básicamente cosméticos que fueron rechazados por aquellos que aún se mantenían vigilantes y expectantes, desconfiados de la (no tan)

nueva estructura de poder egipcia, el 3 de marzo de 2011, el CSFA, alentado por los referentes políticos nucleados en un comité encargado de negociar con los militares, nombró como Primer Ministro a Essam Sharaf. Ex ministro de transporte de Mubarak entre 2004 y 2005, Sharaf participó de las manifestaciones que lo derrocaron. En un claro giro con lo que venía aconteciendo en las últimas semanas, el flamante premier se presentó al día siguiente ante los manifestantes de la Plaza Tahrir, flanqueado por uno de los líderes de la HM, Mohammed el-Beltagy. Sostenemos que existe aquí una novedad, pues hasta el momento, la HM había sido hecha a un lado por los sucesivos referentes occidentales (entre ellos el Primer Ministro británico David Cameron, el enviado de Washington a El Cairo, Frank Wisner, y los congresistas estadounidenses Lieberman y McCain) que se habían reunido con distintos referentes de la oposición, pero no con ellos. Asimismo, Sharaf hizo cambios sustanciales en el gabinete de gobierno en las estratégicas carteras de Relaciones Exteriores, Interior y Justicia. Este tipo de logros populares, que distan de ser completos, son producto de concesiones arrancadas a los nuevos detentadores del poder. Cuando estos asumieron, teniendo en cuenta lo dicho más arriba y la estrecha y estratégica relación que une al ejército egipcio con el status quo meso-oriental pro

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norteamericano, muchos comentaristas comenzaron a hablar de “gatopardismo”, es decir, de una situación en la que algo cambia para que nada cambie (ver, entre otros, Borón, 2011). Como dijimos en la Introducción, es difícil hacer afirmaciones acerca del futuro de Egipto a riesgo de que éstas sean del todo apresuradas. Podemos arriesgar, sin embargo, que existen muchas posibilidades de que tenga lugar un proceso eleccionario real y transparente. A tal fin, muchos personajes de los que hemos estado hablando, han anunciado desde ya su vocación de presentarse a elecciones. El Baradei, Amr Moussa, Mohammed Tantawi, son algunos de los posibles participantes. La HM, por su parte, ha adoptado una actitud sumamente cuidadosa y pragmática, diferenciándose del gobierno iraní y haciendo anuncios en pos de seducir a la administración estadounidense para que apoye una posible candidatura de uno de sus miembros. Washington, por el momento, no ha acusado recibo. Sin embargo, no podemos decir que Estados Unidos se haya mantenido al margen del proceso. Muy por el contrario, las distintas acciones y palabras de diversos miembros de la administración han marcado el ritmo con el que Estados Unidos ha acompañado los acontecimientos. En ellas nos centraremos en el siguiente apartado.

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II. La reacción de la administración Obama. La administración Obama asumió el poder buscando diferenciarse de su predecesora. Uno de sus objetivos, en este sentido, fue el mejoramiento de las relaciones entre Estados Unidos y la comunidad musulmana que había estado en la mira de la anterior administración. De esta manera, uno de los primeros movimientos del flamante Presidente de Estados Unidos fue dirigirse en un discurso en El Cairo a los musulmanes. No es aquí el espacio para hacer una lectura pormenorizada de dicho discurso, pero nos pareció importante traerlo a cuenta ya que durante el levantamiento popular en Egipto la administración rescató algunos fragmentos de éste. Por otra parte, no debe pasar desapercibido el lugar en el que fue pronunciado: la administración Obama reconocía, así, el lugar central de Egipto para Estados Unidos. El universalismo es una característica del discurso liberal que atraviesa la política de Estados Unidos tanto a nivel interno como externo. Por esta razón, éste no estuvo ausente en la oportunidad que ahora estamos pensando. Ahora bien, mientras que durante la administración Bush el universalismo estuvo disfrazado de democracia, en este caso el Presidente Obama no la invocó. Las “aspiraciones comunes” fueron restringidas a “vivir en paz y seguridad, tener una educación y trabajar con dignidad,

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amar a nuestras familias, a nuestras comunidades y a nuestro Dios”9. Sin embargo, la democracia estuvo presente como cuarto tema a tratar en la relación entre Occidente y el Islam. Si bien en un principio se pronunció en contra de la imposición de cualquier “sistema de gobierno”, dejó en claro su apoyo a “gobiernos que reflejen la voluntad del pueblo”10. En este campo, el universalismo estadounidense se hizo presente una vez más: “tengo una creencia implacable de que toda la gente anhela algunas cosas: la capacidad de decir lo que piensan y tener participación en cómo son gobernados, confianza en el gobierno de la ley y la administración equitativa de la justicia, un gobierno transparente y que no robe de la gente, la libertad de vivir como elijan”11. Estas reivindicaciones universalistas son importantes, pues, como veremos, serían utilizadas una vez que Washington comprendiera la necesidad de apoyar un cambio de gobierno en Egipto. En el mismo discurso, Obama sostenía: “daremos la bienvenida a todos los gobiernos pacíficos electos; siempre y cuando gobiernen con respeto por toda su gente”12. Traemos este discurso a colación porque sostenemos que funcionó como marco para la justificación del pedido de transición que la administración Obama le hiciera a Mubarak una vez que resultó evidente que éste no podría permanecer más en el poder. Otro antecedente en las relaciones Egipto-Estados Unidos durante la ad-

ministración Obama lo proporcionó la visita que el mandatario árabe hiciera a Washington en agosto de 2009. Fue esta la primera visita del Presidente egipcio a Estados Unidos desde el año 2004. Durante la reunión bilateral mantenida por ambos líderes, Obama calificó a Mubarak como un “consejero y amigo de Estados Unidos”. Por otro lado, se pusieron de relieve entonces la prioridades en la agenda bilateral: la paz y la seguridad en la región (a través de lo cual se hace referencia básicamente al conflicto palestino-israelí), la cuestión nuclear iraní, el rol de Egipto en Irak, el desarrollo económico de la región. Mubarak también estuvo presente en Washington en septiembre de 2010 con motivo del lanzamiento de una nueva ronda de negociaciones entre palestinos e israelíes. Ocurrido el levantamiento en Túnez y el retiro del apoyo de Hezbollah al Primer Ministro libanés Hariri con lo cual hizo que cayera su gobierno pro-occidental, Barack Obama se comunicó con Mubarak para consultarlo. Hasta aquí la relación entre la administración estadounidense y el gobierno egipcio. Como puede verse de lo dicho hasta el momento, la administración Obama mantuvo la relación estratégica con el Egipto de Mubarak sin establecer presiones en cuanto al modo de gobierno se refiere y encarrilando la agenda bilateral una vez más hacia la cuestión palestino-israelí y hacia aquélla económi-

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ca. Ahora bien, la cuestión democrática se le impuso a partir del levantamiento del pueblo egipcio que no sólo buscaba el derrocamiento de su Presidente, sino, asimismo, el establecimiento de un régimen democrático de gobierno. La administración se vio entonces en una encrucijada que le planteaba una disyuntiva: o bien continuar con el apoyo al gobierno autoritario de Mubarak y asegurar la continuidad de la relación estratégica, o bien apoyar las demandas populares en pro de la democratización y arriesgar, de esta manera, uno de sus pilares fundamentales en la región meso-oriental. En un primer momento, la administración se decidió por la primera opción. De esta manera, el vice-presidente Joe Biden, en una entrevista con el reconocido periodista Jim Lehrer el 29 de enero de 2011, afirmó que Mubarak no debía irse del gobierno, sino que debía ser “más receptivo a las necesidades de la gente”. Esto encontraba su base de apoyo en que Biden no caracterizaba a Mubarak como un dictador (de hecho, en ninguna alocución de la Casa Blanca referida a Mubarak, el ex mandatario egipcio fue calificado de dictador o tirano como lo fueran sus homólogos Saddam Hussein y Mahmud Ahmadinejad durante la administración Bush): “Mubarak ha sido nuestro aliado en muchas cosas. Y ha sido muy responsable en relación a intereses geopolíticos en la región, los esfuerzos de paz en Medio Oriente, las acciones que

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Egipto ha tomado en relación a normalizar la relación con Israel… no me referiría a él como un dictador”13. En efecto, la primera reacción del gobierno de Estados Unidos, cuyo Departamento de Estado, al contrario del de la administración Bush, había dejado de dar apoyo económico a la oposición pro-democracia egipcia, fue exigirle al entonces Presidente Mubarak el establecimiento de ciertas reformas: “El gobierno egipcio tiene una oportunidad importante para ser receptivo a las aspiraciones del pueblo egipcio, y perseguir reformas políticas, económicas y sociales que puedan mejorar su vida y ayudar a Egipto a prosperar”14. Este pedido es entendible si partimos de la lectura de los acontecimientos que la administración hizo explícita a través de su Secretaria de Estado, Hillary Clinton, quien afirmó el 25 de enero que la situación en Egipto era “estable”. Los manifestantes ya habían expresado su deseo de que Mubarak abandonara el poder y rechazaron unánimemente este ofrecimiento del que, como vimos, se hizo eco el entonces Presidente egipcio. Este llamado por parte de Washington vino acompañado de un expreso pedido para que el gobierno egipcio se abstuviera de utilizar la fuerza contra los manifestantes. En una nueva versión de la “teoría de los dos demonios”, llamó a los manifestantes a no utilizar la violencia15. Los pedidos de reforma se extendieron hasta el 1 de febrero de 2011. El 31 de enero el ejército egipcio

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había sido llamado por Mubarak a reprimir, los militares habían declarado legítimas las aspiraciones del pueblo egipcio y se habían pronunciado en contra de la represión. La administración Obama siguió las repercusiones que este movimiento castrense tuvo en la población manifestante que, como dijimos, dio la bienvenida a la entrada en escena al ejército, y pasó a su tercera reacción que fue comenzar a hablar de transición. “Quiero elogiar al ejército egipcio por el profesionalismo y patriotismo que ha mostrado permitiendo las protestas pacíficas al tiempo que protegiendo al pueblo egipcio. Hemos visto tanques cubiertos con pancartas y soldados y manifestantes abrazándose en las calles (…) he hablado directamente con el Presidente Mubarak. Reconoce que el status quo no es sustentable y que un cambio debe tener lugar (…) lo que indiqué esta noche al Presidente Mubarak es mi idea de que una transición ordenada debe ser significativa, debe ser pacífica y debe comenzar ahora”16. A partir de allí comenzó un claro apoyo al ejército egipcio. No debemos perder de vista en ningún momento los lazos que unen a la institución castrense árabe y a la potencia norteamericana. Como hemos adelantado, es importante resaltar, por otra parte, que Mubarak no fue en ningún momento demonizado ni por la administración Obama (ya hemos dicho que en ningún momento fue calificado de dictador o ningún otro apelativo negativo), ni por el ejército que lo remplazó en el poder.

“Creo que el Presidente Mubarak se preocupa por su país. Es orgulloso, pero también es un patriota (…) ya ha dicho que no va a participar en las próximas elecciones. Es alguien que ha estado en el poder por mucho tiempo en Egipto. Habiendo hecho ese corte psicológico (…) creo que lo más importante es que se pregunte (…) cómo hacemos esa transición efectiva y duradera y legítima”17. En cuanto al CSFA se refiere, en su segundo comunicado, agradeció a Mubarak los servicios prestados al país, elogiándolo. Hemos hablado más arriba de la relación estructural y estratégica existente entre Washington y el ejército egipcio: este último ha sido el pilar fundamental del régimen de Mubarak y de su relación con Estados Unidos. No debe sorprendernos, por tanto, que la administración Obama haya dado la bienvenida a la toma de poder por parte de éste en remplazo del ex Presidente. En efecto, Obama no sólo anunció que mantendría la ayuda militar al país (que –obviamente- se sostiene sobre intereses concretos), sino que, una semana después de que los militares tomaran el poder, decretó el envío de 150 millones de dólares en concepto de asistencia económica para “ayudar en la transición democrática”. Asimismo, Robert Gates, Secretario de Defensa de Estados Unidos, elogió al ejército egipcio como fuerza de la democracia, lo que resulta cuanto menos sospechoso de un ejército que ha contribuido sistemáticamente y a través de la utilización de todo tipo

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de prácticas contrarias a la democracia al mantenimiento del anterior régimen. La política exterior estadounidense no es una política monolítica, en su planificación y efectivización juegan muchos sectores que incluso tienen líneas tácticas y estratégicas encontradas. El Departamento de Defensa y el Departamento de Estado, por ejemplo, se han encontrado en múltiples oportunidades difiriendo fuertemente con respecto a la política a tomar. La relación con los militares egipcios es una que pasa fundamentalmente por el Pentágono y es éste el que, en última instancia, define la relación Estados Unidos-Egipto. El CSFA, por su parte, respondió a estos gestos de la administración Obama anunciando que mantendría todos los tratados regionales e internacionales, en un claro guiño a Israel. Recordemos que ésta es una de las mayores preocupaciones de Washington frente a los cambios que están aconteciendo en Egipto y fue un expreso pedido al siguiente gobierno egipcio: “Creo que la sociedad que hemos tenido con el pueblo y la nación de Egipto por 30 años ha traído estabilidad regional y ha traído paz, particularmente entre los países de Egipto e Israel. Y creo que es importante que el próximo gobierno de Egipto, como hemos dicho aquí muchas veces, reconozca los acuerdos que han sido firmados con el gobierno de Israel”18. El Primer Ministro israelí, Benjamin Netanyahu, por su parte, dio la bienvenida a esta declaración argumentando que “el tra-

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tado de paz entre Israel y Egipto es la piedra angular para la paz y la estabilidad en todo Medio Oriente”. No todo, sin embargo, debe ser visto de modo lineal, en blancos y negros, en las relaciones internacionales. El hecho simbólico de que el CSFA haya permitido el paso por el Canal de Suez de dos buques de guerra iraníes que bordearon Israel con destino a Siria, no debe ser menospreciado. Tampoco debe serlo, en este contexto de supuesto apoyo a los pueblos árabes por parte de Estados Unidos, el veto de la potencia del norte a una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que establecía la ilegalidad de la construcción de asentamientos por parte del Estado israelí en territorio palestino ocupado. La respuesta de Obama a la crisis en Egipto obtuvo el apoyo tanto del Partido Demócrata como del Republicano. Hubo algunas críticas aisladas que bregaban por utilizar la amenaza de cortar la ayuda estadounidense para forzar a Mubarak a renunciar y algunas otras que iban en el sentido de la escasa capacidad de adelantarse a los hechos. En este último sentido, lo que se le criticó a la administración fue que tuvo una actitud puramente reactiva e improvisada a lo que iba sucediendo. Obama, sin embargo, defendió la política adoptada que buscó en todo momento apoyar al pueblo egipcio, sin enemistarse con Mubarak, ni con ninguna facción que pudiera hacerse cargo del poder. La cá-

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lida bienvenida que su administración dio a la llegada al poder de los militares, da cuenta de un resultado con el que el país norteamericano se siente cómodo: “Creo que la historia terminará narrando que a cada coyuntura en la situación en Egipto, estuvimos en el lado correcto de la historia”19. Como vemos por esta última cita y por las referencias en sus discursos a las revoluciones en Europa del Este con su consiguiente instauración de la democracia, sigue estando presente en el discurso de Obama la idea de un desarrollo lineal y homogéneo del tiempo histórico. A modo de conclusión. Un trabajo aparte correspondería para analizar el rol de la religión islámica en los movimientos que aquejan a los gobiernos autoritarios del mundo árabe. En la mayoría de los análisis se ha resaltado su ausencia y en otros – creemos- se ha exagerado su presencia20. El Islam ha estado en el centro del racismo del siglo XXI. Tanto Europa como Estados Unidos, anfitriones de las principales agencias internacionales de noticias, se han visto atravesados en los últimos años por una producción masiva de textos en busca de la “verdadera esencia” del Islam. Se lo ha presentado como una amenaza para “la civilización” (Occidental); se ha buscado resaltar su carácter intrínsecamente pacífico, bondadoso. Es debido a este lugar central que ocupó el Islam durante estos años que no puede pa-

sarnos desapercibido el hecho de que los mismos que saludan los movimientos pro-democráticos en el mundo árabe, destaquen la ausencia de símbolos identitarios musulmanes. Por otro lado, las voces profundamente anti-islámicas previenen acerca de los peligros que pueden provenir de estos movimientos, con sus corolarios de toma del poder por parte de partidos políticos islámicos, como ser la Hermandad Musulmana en Egipto. Ninguna de las dos voces nos convence. No sólo porque hacen una lectura histórica sostenida sobre la construcción de continuidades, de modo tal de poder encontrar en cualquier momento histórico la esencia de la Historia (con mayúscula) que, de esta manera, es entendida como poseyendo un único y necesario sentido (que siempre será aquél narrado por la “historia de los vencedores”, en términos de Benjamin), es decir que los distintos momentos que constituyen la recta continua de la historia encuentran su reflejo en el pasado que (necesariamente) los engendró y el presente que “no podría ser de otra manera”. Sino porque las dos están ancladas sobre supuestos racistas y, por tanto, esencialistas, que suponen la imposibilidad de una organización política válida, legítima, basada en el Islam. Mientras que en la segunda postura señalada esto último queda claro, en la primera esto también es así. En efecto, los medios de comunicación que se

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esfuerzan en destacar la inexistencia de fuerzas islámicas en los levantamientos populares pro-democráticos son los mismos que no dudan en colocar el significante “islámico” en los mismos contextos enunciativos en los que aparece el término “terrorismo”. De esta manera, se establece una suerte de postura racista que establece una separación tajante entre Islam y democracia. Por otro lado, la ausencia total de la religión islámica en los levantamientos no es real: el sólo hecho de que las protestas más importantes tengan lugar luego de las plegarias de los viernes así lo atestigua. Es en este contexto que pueden entenderse, por un lado, los esfuerzos realizados por la HM para obtener algún tipo de apoyo internacional de modo de cobrar legitimidad para postularse como posibles candidatos al gobierno de Egipto y, por otro lado, el aislamiento al que la auto-denominada “comunidad internacional” los ha relegado. Con respecto al primer punto, podemos ejemplificarlo a través de su bajo perfil durante las revueltas, su pronunciamiento a favor de continuar con el Tratado de Paz firmado entre Egipto e Israel, su distanciamiento con respecto a los dichos del Ayatollah iraní Jamenei y su reticencia a formar parte del actual gobierno. Esto último es importante, pues se basa en la concepción de que “una transición sin problemas hacia un sistema democrático requerirá

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un gobierno interino aceptable para el ejército y Occidente” (Rosefscky Wickham, 2011). Con respecto al segundo punto, es interesante resaltar que, pese al pragmatismo que baña a la HM, la desconfianza occidental por tratarse de un partido islámico, sigue vigente. De esta manera, las figuras políticas occidentales que han pisado suelo egipcio (el Primer Ministro británico David Cameron y senadores republicanos y demócratas estadounidenses) han dado su apoyo a un gobierno civil, pero han evitado reunirse con dicho partido político. Es importante recordar que éste es el partido más grande, más popular y más efectivo de Egipto, razón por la cual es imposible pensar un futuro gobierno democrático sin una participación más o menos protagónica de este grupo político que ha demostrado su fuerza en las elecciones parlamentarias semi-abiertas de noviembre de 2005.

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Notas: 1

Pese al carácter sunnita del movimiento Hamas, estamos hablando de realineamientos (geo)políticos que encuentran a Irán y a Arabia Saudita enfrentándose por la hegemonía de la región y enarbolando las banderas del shiísmo y del sunnismo respectivamente. En esta nueva configuración, sostiene Roy, se han roto las antiguas líneas de amistad y enemistad que encontraban en un mismo campo al islamismo y al nacionalismo árabe unidos frente a Israel y Occidente, y se han establecido nuevas que abren la posibilidad a una alianza entre Arabia Saudita e Israel opuestos al poderío iraní. 2 La misma salvedad realizada con respecto al Hamas en el caso del “bloque shiíta”, puede ser válida para Bahréin que posee una mayoría demográfica shiíta y está gobernado por una minoría sunnita (una situación semejante a la del Irak de Saddam Hussein). 3 Con esta expresión no estamos incluyendo a los países del Magreb árabe, es decir, a los países occidentales del Norte de África. 4 El resto de los gobiernos meso-orientales aliados de Washington a los que sus poblaciones les están demandando que se vayan son –por el momento- Yemen y Bahréin (este último país es anfitrión de la V flota estadounidense). Por otra parte, es muy probable que el gobierno de Arabia Saudita sea víctima de este tipo de demandas en el corto plazo. 5 AGENCIA CENTRAL DE INTELIGENCIA (CIA) (2010). The World Factbook: Egypt. (Online), consultado en agosto 2010, https://www.cia.gov/library/ publications/the-world-factbook/geos/eg.html. 6 Este Acta instauraba una desigualdad estructural de 3 a 2 en la ayuda de Washington hacia Tel-Aviv y El Cairo respectivamente. 7 Según sostienen analistas de la Universidad Nacional de Defensa de Washington, este es el componente más fuerte en la relación Estados Unidos-Egipto (Fandy, 2002). 8 En efecto, hacia sus propias poblaciones los gobernantes árabes levantan el fantasma de la intervención occidental. Ante Occidente que, en líneas generales, funciona como sostén de estos gobiernos, instalan el fantasma islamista. 9 CASA BLANCA (2009), Barack Obama, “Remarks by the President on a new beginning”, 04/06/2009. (Online), en http://www.whitehouse.gov/the-pressoffice/remarks-president-cairo-university-6-04-09, consultado en junio 2009. La traducción es nuestra. 10 Ib.

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Ib. Ib.. 13 (Online), http://www.pbs.org/newshour/bb/politics/jan-june11/biden_01-27.html, consultado en enero de 2011. 14 CASA BLANCA (2011), “Statement by the Press Secretary on Egypt”, 25/01/2011.(Online), en http://www.whitehouse.gov/the-press-office/2011/01/25/ statement-press-secretary-egypt , consultado en enero 2011. La traducción es nuestra. 15 CASA BLANCA (2011), Barack Obama, “Remarks by the President on the Situation in Egypt”, 28/01/2011. (Online), en http://www.whitehouse.gov/thepress-office/2011/01/28/remarks-president-situation-egypt, consultado en enero 2011. La traducción es nuestra. 16 Ib 17 CASA BLANCA (2011), “Remarks by the President and Press Briefing by Press Secretary Robert Gibbs” 11/02/2011. (Online), en http://www.whitehouse.gov/ the-press-office/2011/02/11/remarks-president-and-press-briefing-press-secretary-robert-gibbs, consultado en febrero 2011. La traducción es nuestra. 18 CASA BLANCA (2011), “Remarks by the President and Press Briefing by Press Secretary Robert Gibbs” 11/02/2011. (Online), en http://www.whitehouse.gov/ the-press-office/2011/02/11/remarks-president-and-press-briefing-press-secretary-robert-gibbs, consultado en febrero 2011. La traducción es nuestra. 19 CASA BLANCA (2011), “Press Conference by the President”, 15/02/2011. (Online), en http://www.whitehouse.gov/the-press-office/2011/02/15/press-conference-president, consultado en febrero 2011. La traducción es nuestra. 20 Al respecto ver Méndez 2011 12

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Partidos políticos y política exterior en el “Nuevo Orden Mundial”. Una aproximación a los casos norteamericano, argentino y brasileño. MARÍA CECILIA MÍGUEZ Introducción Las reformas económicas neoliberales aplicadas durante la década de los noventa en la Argentina y en Brasil, y que se habían iniciado en los Estados Unidos a comienzos de la década de los ochenta, dieron paso a un nuevo modelo de acumulación. Dicho modelo estuvo acompañado por transformaciones en el área de la política exterior. La pregunta central de este trabajo se vincula con la gran necesidad de explicar cómo fue posible la aplicación de reformas tan adversas a los intereses de los asalariados y sectores populares, tanto en una potencia hegemónica como los Estados Unidos como en países periféricos y dependientes como la Argentina y Brasil. Para ello es importante saber cuál fue el rol de la élite política en ese proceso. En el caso norteamericano, el nuevo patrón de acumulación vino de la mano de una política exterior que representaba el “salto hacia delante” para resolver la crisis de rentabilidad interna, y fue sostenido tanto por los republicanos

* como por los demócratas en los sucesivos gobiernos desde Reagan hasta Clinton. Este modelo promovió entonces las tendencias “globalizantes” presionando a los países del Tercer Mundo -en particular a través del mecanismo coercitivo de la deuda externa- a adoptar reformas orientadas a la economía de mercado. En el caso argentino, la aplicación de políticas neoliberales tuvo su correlato en una nueva inserción internacional orientada en función de los intereses económicos de las grandes potencias, posibilitada por un significativo grado de acuerdo entre los dos partidos mayoritarios del sistema político, el Partido Justicialista y la Unión Cívica Radical. En Brasil, si bien el proceso de reforma fue paulatino y las características propias de su sistema de partidos y de su política exterior posibilitaron que se mantuviera cierta política de estado en esa área, también se modificaron patrones tradicionales de inserción internacional.

* Dra. en Ciencias Sociales, Investigadora asistente del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (IDEHESI - UBA- CONICET)

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Partidos políticos y política exterior en el “Nuevo Orden Mundial”. Una aproximación a los casos norteamericano, argentino y brasileño.

La hipótesis a desarrollar es que las transformaciones económicas y el sostenimiento de la política exterior hacia la década de los noventa, fueron posibles sobre la base de importantes consensos hegemónicos, construidos a fuerza de nuevas alianzas y rupturas en el sistema político. Ese nivel de acuerdo, por un lado, desde la óptica de las clases dominantes, permitió la aplicación de las políticas neoliberales que posibilitaron nuevos modelos de acumulación; por otro, desde la óptica de las clases subalternas, contribuyó a excluir del sistema político a las demandas de los sectores populares, o al menos limitar y desarticular su influencia. Partimos de que para comprender en forma total la política exterior de un estado es fundamental vincularla con política interna, en especial con los intereses económicos y estratégicos de los distintos sectores, y por lo tanto, con el rol de las élites políticas en el proceso de toma de decisiones en las distintas áreas de la política pública. Esta relación es aún más directa en el caso de países dependientes como la Argentina debido a la conformación histórica de su estructura económico-social y de su estado nacional. Asimismo, la posibilidad de entender a la política exterior como política de estado, se vincula directamente con la continuidad de los proyectos de país, y por lo tanto, con la conformación de determinada hegemonía en el plano

económico interno.

a. El caso norteamericano. Reforma interna y política exterior: republicanos y demócratas. Las transformaciones estructurales operadas durante el gobierno de Ronald Reagan dieron lugar a una nueva estructura social de acumulación . Este cambio representó una recomposición dentro de la historia del sistema capitalista, entendido en toda su complejidad. Entre fines de la década de 1960 y mediados de 1970 el patrón de acumulación de posguerra había entrado en crisis, lo que significa que esa estructura social de acumulación keynesiana no garantizaba ya el mantenimiento de la tasa de beneficio y que por lo tanto las medidas que se adoptarían a partir de la década de 1980 estarían en función de la búsqueda de soluciones de fondo por parte de las grandes corporaciones. El proceso de reforma se inició con un proceso estanflacionario durante la presidencia de Ford, con el objetivo de disciplinar a los trabajadores norteamericanos para adaptarlos al ajuste que vendría más tarde. Esa recomposición capitalista de la era reaganiana basada en el disciplinamiento del trabajo con respecto al capital que encontró a la clase obrera aterrorizada por la inflación y el desempleo. Algo similar sucedería con la hiperinflación en la Argentina de fines

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de los ochenta e inicios de los noventa y con el caso brasileño. Los instrumentos económicos centrales para el proceso de reforma estructural fueron: una política de restricción monetaria, con su consecuente suba de las tasas de interés como mecanismo antiinflacionario, la reducción impositiva, con la expectativa (fallida) de aumentar el ahorro y con ello la inversión, el aumento del gasto militar, la desregulación que inició una “retirada” del Estado, reservándose algunos ámbitos prioritarios como el de Defensa Nacional y la apertura económica generalizada, medidas conocidas luego como el Consenso de Washington. Todas estas medidas no pudieron solucionar el problema del déficit fiscal. La sobrevaluación del dólar, además de atentar contra la competitividad de las exportaciones, permitió capturar dólares externos y financiarlo, convirtiendo al país en el principal deudor del mundo. A pesar de la inicial recuperación económica que tuvo por objetivo la modernización de las industrias provocando una reconversión productiva en aquellos sectores considerados estratégicos, como necesaria contrapartida, estas políticas tuvieron un efecto inmediato en la distribución del ingreso. El modelo se sostenía con un alto nivel de consumo de bienes de alto nivel de valor agregado por parte de sectores medios y altos, y bajos salarios para quienes los producen. Esto llevó a una

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trampa en el mediano plazo, ya que al generar una producción destinada solamente a un sector de altos ingresos, la necesidad de mano de obra se reduce y con ello también la rentabilidad. En el largo plazo, reaparece la depresión a partir del encadenamiento de las quiebras de fábricas y la recesión. Por último y en suma, el proyecto dio por resultado una economía fuertemente especulativa y endeudada, tanto por su déficit fiscal como por su déficit comercial, pero que ataba a todo el mundo capitalista a ella porque se convirtió en el centro motor del consumo internacional. Justamente, en aspecto central de las consecuencias de la política económica de Reagan ha sido el estrechamiento de la ligazón entre las economías de los distintos países capitalistas con la de los Estados Unidos, y de este modo, el aumento de la vulnerabilidad capitalista frente a las crisis económicas. Las políticas económicas de la era Reagan y su continuidad en los gobiernos posteriores tuvieron un fuertísimo impacto, en múltiples sentidos. Una de las consecuencias fue la acentuación de la tendencia a la desarticulación de la hegemonía norteamericana, demostrada por los indicadores económicos. Por otro lado y en contrapartida, la respuesta en política exterior se desplegó como una huída hacia adelante “utilizando su poderío militar para lograr mantener alejada la crisis mientras

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Partidos políticos y política exterior en el “Nuevo Orden Mundial”. Una aproximación a los casos norteamericano, argentino y brasileño.

recurre a la inestabilidad internacional como forma de impedir que los bloques capitalistas competidores puedan fortalecerse y constituirse en una desafío exitoso” (Pozzi, 2003, 116). A contramano de la afirmación de la existencia de un proclamado “Nuevo Orden Internacional” unipolar posterior a la caída del Muro de Berlín, el fin de la guerra fría y del sistema bipolar de las superpotencias devino en la emergencia de una estructura mundial multicéntrica. Los Estados Unidos constituyen la única superpotencia global (económica, política militar). Pero tras la profunda crisis de 1971, no han podido volver a detentar el grado de predominio que poseían en los años cincuenta y sesenta; durante la última década se han visto precisados a recurrir a su incuestionable superioridad militar para compensar los desafíos que en el campo económico, financiero y científico-tecnológico les plantean las potencias competidoras. (Laufer, 2004a: 198) Esta “fuga hacia delante” sería compartida y sostenida –con características particulares- tanto por el gobierno republicano de George Bush (padre) como el del demócrata Bill Clinton. El gobierno de Bush jr. ha ido aún más lejos, señalando un curso intransigente que aumentó el grado de tensión mundial. En su libro Colossus, Niall Ferguson caracteriza a los Estados Unidos como

un imperio, desarrollando ese concepto en vinculación con la noción de hegemonía, y comparando su funcionamiento con el Imperio Británico del siglo XIX. Allí el autor se plantea, entre otros, un eje de análisis donde afirma que las últimas décadas de la historia norteamericana constituirían un tránsito de una estructura imperial informal a otra con estructuras cada vez más formales (Ferguson, 2003: 13). Es posible que de la mano de la crisis económica norteamericana, la necesidad política de formalizar las estructuras de su dominio imperial en el mundo como parte de la fuga hacia delante, sea un factor explicativo del consenso en la política exterior durante los gobiernos republicano y demócrata de Bush padre y Bill Clinton. La formación de una nueva estructura social de acumulación a partir de la década de los setenta dio lugar a una coexistencia entre la crisis económica interna con el aumento de la intervención norteamericana en el mundo. El nuevo modelo económico instalado con Reagan y consolidado en las administraciones posteriores provocó el desplazamiento del eje central de acumulación hacia el sector servicios y el financiero, canalizándose el excedente, en forma prioritaria, hacia la valorización financiera en las bolsas de los países centrales –principalmente importante en el caso de la Bolsa de Nueva York- y en “inversiones” especulativas

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en los “países emergentes”, cuyas ganancias provinieron de las altas tasas de interés impuestas en esos países. Mantener y formalizar las estructuras del “imperio” a través de diversas estrategias es condición de reproducción para los sectores más concentrados de la burguesía transnacionalizada, surgida de esta nueva estructura social de acumulación. Las diversas estrategias de política exterior implementadas por los Estados Unidos estuvieron sin duda orientadas a la recuperación de su poderío económico, pero sin descuidar el lugar central que ha ocupado el factor estratégico en un contexto de altísima disputa entre distintas potencias por el predominio mundial. Con el fin de recobrar su lugar predominante en el mundo, Estados Unidos procurará, por un lado, superar a sus contrincantes en el ámbito internacional y, por el otro, reconsolidar su dominio sobre los países de la periferia, y este objetivo supera las distinciones políticas entre republicanos y demócratas. Ahora bien, yendo concretamente a la posición de los partidos políticos respecto de estas transformaciones internas y por tanto en política exterior, un elemento de peso para responder a nuestra pregunta respecto de cómo fue posible construir consenso social en ese sentido, es el alto grado de acuerdo

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gestado al interior de las clases dirigentes norteamericanas y que incluyó tanto a demócratas como a republicanos. Veamos: para comenzar, cuando Reagan envió sus proyectos de reforma al Congreso, contó con el apoyo de los legisladores demócratas en todas las leyes que propuso. Pozzi y Nigra sostienen que posiblemente haya que mirar esa capacidad no solamente como habilidad táctica, sino también como un acuerdo generalizado de los sectores dominantes por imponer una transformación estructural (Pozzi y Nigra, 2003: 496/7). En el caso de los programas de asistencia, tal como lo plantea Edward Zinn “a menudo los demócratas se unían a los republicanos a la hora de denunciar los programas de asistencia social. Ambos partidos tenían fuertes conexiones con las corporaciones ricas” (Zinn, 1999: 429). La presidencia de Bush constituyó una línea de continuidad respecto de la anterior, en varios sentidos. Ambos presidentes tuvieron una política drástica respecto de la ayuda social a los pobres, disminuyeron los impuestos para los sectores económicamente más poderosos, aumentaron el presupuesto militar y fomentaron el acceso al sistema judicial federal de magistrados conservadores (Zinn: 424). Con respecto a la política de defensa y al rol de los Estados Unidos en el siste-

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ma internacional, es necesario marcar el quiebre que provocó la caída del Muro de Berlín hacia 1989 y la posterior desintegración del Bloque Soviético. Para el partido Republicano, había sido la línea dura de Reagan y su política de defensa la causa del derrumbe de la Unión Soviética y la consolidación del liderazgo norteamericano en el mundo. La caída del Muro del Berlín a fines de los años ’80 modificaría fuertemente el escenario mundial. Aún cuando el ascenso de nuevos centros de poder impuso límites a la hegemonía mundial de los Estados Unidos, la desaceleración del nivel de crecimiento de Alemania y la recesión sufrida por Japón a lo largo de la década del ’90 evidenció, un nuevo rol de los Estados Unidos como superpotencia imperialista. Es decir, si bien al estallido del mundo bipolar sucederá la aparición de múltiples espacios de poder “conviviendo” en el ámbito internacional que constituyen un coto a la consolidación hegemónica de los Estados Unidos a nivel internacional, dicho límite supone en realidad una reconfiguración de su posicionamiento en el mundo. Ahora bien, nuevamente en el plano interno, con el fin de la Guerra Fría, los Estados Unidos, en lugar de rever su política exterior y reorientar sus recursos hacia una reconstrucción de su economía, buscaron el modo de mantener la gigantesca institución militar.

Es en este marco que deben comprenderse la intervención norteamericana en Panamá y la guerra iniciada contra Irak. La Guerra del Golfo representó sobre todo una respuesta a la crisis económica de los Estados Unidos y el triunfo de los sectores vinculados a la industria de armamentos y manufactureros de punta que buscaba reestablecer la hegemonía económica norteamericana a través de una política internacional agresiva, que explotase al Tercer Mundo (avanzando por ejemplo en la integración de América Latina a los Estados Unidos) y se montara sobre la debilidad militar de Europa y Japón, desplazando así a otros ligados al mercado interno y a las viejas manufacturas fondistas, defensores del proteccionismo y de la reindustrialización. Ya no se trataba del fracasado programa de salvataje de la presidencia de Reagan, sino que el objetivo central de la Guerra en el contexto de la crisis económica norteamericana era el de controlar recursos y negarles mercados a los demás, ganando tiempo para la recomposición de la economía interna, representando un cambio de estrategia global para lidiar con la crisis del capitalismo norteamericano. Nuevamente con respecto al consenso al interior de la dirigencia política, los demócratas liberales apoyaron la acción militar contra Panamá, y en el caso de la Guerra del Golfo, a pesar de un debate animado, una vez que Bush

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hubo ordenado el ataque contra Irak, ambas cámaras -con sólo unos pocos votos contrarios, tanto demócratas como republicanos- votaron “apoyar la guerra y apoyar a las tropas” (Zinn: 442). Finalmente, la coincidencia entre ambos partidos quedaría evidenciada en 1992, cuando demócratras y republicanos se unieron para votar en contra de la transferencia de fondos del presupuesto militar al área de necesidades humanas, mientras que votaban a favor de gastar 120 mil millones de dólares para la “defensa” de Europa (Zinn: 433). Clinton profundizaría el modelo de acumulación, pero fomentando el desarrollo de nuevas industrias, como la informática, incluso en disputa con el viejo complejo militar-industrial y fracturando la unidad de las corporaciones norteamericanas. Continuaría la doctrina de su antecesor Bush, que proponía a los Estados Unidos como el único poder mundial, con poderes regionales aliados como Israel e Inglaterra y convocando (de un modo particularmente persuasivo) a Alemania y Japón a aceptar un papel más reducido en el mundo. Durante su presidencia aumentaron las intervenciones internacionales, bajo el signo del “imperialismo de los derechos humanos”. A título ‘humanitario’ o ‘democrático’ proliferaron las intervenciones, militares o políticas, individuales o co-

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lectivas, de las grandes potencias en los asuntos internos o ‘externos’ de otros. Sobre Irak y Panamá, Somalía y Haití, Bosnia y Ruanda, Albania y el Congo, Yugoslavia y Timor, Colombia y Sierra Leona. No sobre Estados Unidos por sus pruebas misilísticas. No sobre Rusia por el genocidio de Chechenia. No sobre Francia por sus ensayos nucleares en el Pacífico (Laufer, 2004 b: 183). Su gabinete, los puestos claves de la política exterior y económica, demuestran que aquellos que habían acumulado riquezas durante la década anterior y con el cambio de modelo, continuarían en el poder, así como los que defendían la proyección de los Estados Unidos hacia el exterior. Se inició además una nueva fase de la acumulación capitalista, donde los conglomerados transnacionales se conforman en estados supranacionales, haciendo entrar en crisis a los estados nacionales de la época anterior. Esto, a su vez, mantuvo y profundizó la pugna intracapitalista, lo que permitiría caracterizar al período como una nueva forma de guerra imperialista (Pozzi, 611). El resultado fue un aumento de la conflictividad internacional. También hubo modificaciones en la estrategia desplegada en el sistema internacional. Por ejemplo, una nueva estrategia norteamericana que se fortaleció durante la administración Clinton ha sido la de fomentar la creación de espacios regionales, promoviendo de la integra-

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ción económica y comercial de diversos países. La consolidación definitiva de la Comunidad Económica Europea y la búsqueda incesante, por parte de los Estados Unidos, de conformar su propio mercado son muestras indiscutibles de esta tendencia. Ejemplo del proyecto de expansión económico-territorial de Estados Unidos fue la entrada en vigencia a mediados de la década del ’90 del NAFTA: una “asociación” entre los mercados de este país y los de Canadá y México –asociación basada, principalmente, en la subordinación de este último. Pero el enfrentamiento interimperialista –básicamente el conflicto entre las burguesías de los principales centros económicos-, condujo a los Estados Unidos a proponerse un objetivo más ambicioso: la conformación de Área de Libre Comercio de las Américas, mejor conocido como ALCA. Esta propuesta dio cuenta a la necesidad norteamericana de garantizar la rentabilidad de los emprendimientos realizados por sus empresas, evitando la competencia que otras potencias mundiales le oponen. Ante la creciente presencia del capital europeo en América Latina, la burguesía norteamericana ha manifestado su interés por recuperar posiciones en la región. Esta estrategia se suma a la militar, parte esencial de la política exterior tradicionalmente implementada por la superpotencia respecto de la periferia.

Basada en la intervención directa sobre las naciones, arremetiendo contra la soberanía de los Estados Nacionales o mediante el apoyo a grupos militares y paramilitares –a través de ayuda financiera, en muchos casos, o del entrenamiento y la capacitación de sus miembros, en otros-, Estados Unidos ha intervenido toda vez que creyó necesario socavar las fuerzas de emergentes focos insurreccionales. En todos los casos, la estrategia militar se orientó a imponer gobiernos afines con la política del “libre mercado” y el saqueo privado, coherente con las estrategias de acumulación de las multinacionales de origen norteamericano, sometiendo fuerzas políticas orientadas a la construcción de estrategias de desarrollo alternativas. Por lo dicho, es evidente que, tal como afirma Edward Zinn, la presidencia de Clinton, como todas las administraciones republicanas y demócratas anteriores, no estaba dispuesta a renunciar a la guerra como instrumento de política nacional. La insistencia en el predominio militar mostraba claramente que este poder se mantenía – y probablemente siempre se había mantenido- no para hacer frente a la Unión Soviética, sino para intervenir en los países del Tercer Mundo, con miras a obtener ventajas económicas y políticas. No se permitiría que ninguna necesidad urgente de la nación se interpusiera a este objetivo (Zinn: 491).

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b. El caso argentino La UCR y el PJ: política económica y política exterior La última dictadura militar transformó la estructura productiva argentina en forma drástica. Provocó una proceso de reprimarización, por un lado, orientando nuevamente la economía hacia los mercados compradores mundiales, y por otro, hacia el endeudamiento como motor de mecanismos de valorización financiera. En términos de inserción internacional, esto significó un nuevo vínculo de dependencia respecto de las potencias extranjeras y de los organismos multilaterales de crédito. El país contrajo una pesada deuda fraudulenta e ilegítima que pesaría sobre las espaldas de los gobiernos subsiguientes, que finalmente no cuestionaron su existencia. La vuelta a la democracia en 1983 no resolvió los condicionantes heredados, y las políticas aplicadas no revirtieron las tendencias anteriores. En los inicios de la década de los noventa la adopción de las reformas neoliberales vino a consolidar un nuevo patrón de inserción internacional afín a las necesidades de las potencias hegemónicas. Ya en el marco de la institucionalidad, la implementación de esas reformas fue posible, entre otros elementos, a partir de la gestación un consenso al interior de la clase dirigente respecto de la “ne-

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cesidad” de dichas transformaciones. Ese consenso atravesó las identidades partidarias, estableciendo nuevas fracturas y líneas políticas. En particular, líneas internas de la UCR y el PJ, los dos partidos con mayoría parlamentaria, mostraron un importante grado de acuerdo respecto de distintos ejes de la política exterior, y los desacuerdos y disputas que también aparecieron quedaron limitados por las coincidencias respecto de la necesidad de la aplicación de las reformas económicas. Asimismo, en algunos casos fue mayor la disputa y la ruptura intrapartidaria que las diferencias entre las líneas políticas que primaron en ambos partidos. Es decir que este consenso interpartidario entre la UCR y el PJ fue conformándose no sólo a partir de las coincidencias entre líneas políticas internas sino a través de la deslegitimación de las opciones y objeciones planteadas tanto dentro del radicalismo como dentro del propio justicialismo. Por un lado, tenemos un importante cambio en la política exterior a partir de la asunción de Carlos Menem, que se va consolidando de la mano de la política económica local, en un tránsito hacia la adopción del ajuste con paridad fija en el marco del Plan Brady. El Partido Justicialista, no en su totalidad, pero sí en el núcleo que rodeaba al presidente Menem, adopta entonces como cosmovisión la concepción de realismo periférico que Carlos Escudé

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había esbozado ya en trabajos anteriores a fines de la década de los ochenta, pero que tendría forma completa y definida en un libro en 1991 . Con este cambio vinieron las nuevas medidas de política, consideradas de “shock” al igual que en el caso de la política económica: las negociaciones por las Islas Malvinas, el envío de tropas al Golfo Pérsico, la desactivación del proyecto misilístico Cóndor II, la ratificación del Tratado de Tlatelolco o de No Proliferación Nuclear, la firma en forma conjunta con Brasil del Acuerdo para el Uso Exclusivamente Pacífico de la Energía Nuclear y la Agencia Brasileño-Argentina de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares (ABACC), el retiro del Movimiento de No Alineados y la modificación de los votos argentinos en la ONU . Si comparamos los discursos de los primeros años de Alfonsín con los de Menem y sus allegados en esa área, apreciamos importantes diferencias. El primero pregonaba por la búsqueda de múltiples puntos de apoyo, la política de “veinte frentes” y la “no contaminación de ventanillas”. Es decir, revalorización de los foros multilaterales, política de alto perfil en búsqueda de aliados internacionales para la consolidación del sistema político democrático, plasmada en protagonismo en No Alineados, la participación en el Consenso de Cartagena, la Iniciativa sobre Desarme, la Integración Latinoameri-

cana, el Apoyo a Contadora, y el sostenimiento de “disensos metodológicos” con respecto a los Estados Unidos. El segundo, en cambio, adscribiendo al realismo periférico, sostuvo lo que denominó “reducción del mapamundi”, las “relaciones carnales” y la política exterior de bajo perfil “en clave económica”. Esta orientación llevada a cabo por los dos cancilleres de Carlos Menem, Domingo Cavallo y Guillermo Di Tella –ambos economistas- partió de considerar a la argentina como un país vulnerable, dependiente vulnerable y por lo tanto “poco relevante para los intereses vitales de las grandes potencias” (Escudé, 1992). Por lo tanto, se propuso como objetivo explícito, eliminar las confrontaciones políticas con las grandes potencias y calibrar la política exterior en términos de un riguroso cálculo de costos y beneficios materiales y de los riesgos de costos eventuales. Con respecto a la concepción de la integración regional y del rol de América Latina y el Tercer Mundo en el esquema de inserción internacional, también hubo diferencias. Por una parte, referidas al impulso otorgado al Mercosur (de lo político a lo económico o viceversa) y por otra, en relación con la vinculación entre éste proyecto regional y los Estados Unidos. Cabe destacar que durante la administración de Carlos Menem se consolidó un modelo de regionalismo abierto que se pre-

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sentó como “puente” para una unión aduanera de toda América, bajo la égida norteamericana. Sin embargo, si utilizamos un enfoque más amplio del análisis, esto es, el enfoque del proceso histórico, podemos iluminar otros aspectos. Ya desde el denominado “giro realista” la diplomacia radical había renunciado a liderar movimientos contestatarios del orden internacional vigente, y en el plano interno, sus dirigentes aceptaban que no había alternativa al ajuste interno y al comportamiento externo afín a los requerimientos de las potencias hegemónicas del sistema internacional. Asimismo, con el transcurso de los años durante la presidencia de Alfonsín, las formulaciones de inicio se fueron modificando, y quienes eran sus principales defensores fueron perdiendo protagonismo respecto de dirigentes que ya no compartían esa visión del escenario internacional. Muchos funcionarios pertenecientes o colaboradores del partido radical, diplomáticos y economistas, concebían como inserción “deseable” para la Argentina aquélla que fue implementada a partir del gobierno de Carlos Menem. Entre ellos, quien se consagró en las internas presidencias de 1988 como candidato del partido, Eduardo Angeloz. En el libro “El tiempo de los argentinos” de 1987 –aún antes de la desintegración del bloque soviético-, el can-

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didato radical planteaba que defender nuestra pertenencia al Tercer Mundo: “Es como proclamar la victoria de nuestra decadencia. Como defender, en nombre de la solidaridad, nuestra instalación entre los países que se van rezagando, cuando lo verdaderamente revolucionario hubiese sido mantener el ritmo de crecimiento –o por lo menos, de no haberlo dejado caer abismalmente-, utilizar nuestra riqueza para ayudar a los postergados y desheredados de la tierra. Evidentemente, mal que nos pese, hoy somos tercermundistas, porque hicimos todo, o dejamos de hacer todo, para merecerlo. Pero no ha sido ni deberá ser ése nuestro destino. Nuestro tercermundismo no es otra cosa, pues, que una profesión de fe en la decadencia.”(Angeloz, 1987: 103). Asimismo, en la presentación del programa preelectoral del equipo que acompañaba al candidato radical, Adolfo Sturzenegger –asesor de Angeloz- caracterizaba a la Argentina como una nación “desconectada” del mundo: “Adolfo Sturzenegger observó que había tres clases de países en el mundo: los ya desarrollados (…), los países en desarrollo (…) y aquellas naciones, como la Argentina, que están por debajo de todos los promedios, desconectados del mundo. Sugirió entonces integrarse a la economía trasnacionalista y liquidar la diferenciación entre capital nacional y extranjero en lo que hace a su tratamiento jurídico: no más ley de

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Partidos políticos y política exterior en el “Nuevo Orden Mundial”. Una aproximación a los casos norteamericano, argentino y brasileño.

inversiones extranjeras ni de transferencia tecnológica” . Cabe destacar que Adolfo Sturzenegger, junto con Ricardo López Murphy –ambos asesores de campaña- pertenecían a FIEL, y el primero de ellos fue uno de los intelectuales más prolíficos dentro de esa fundación, promotor de las reformas neoliberales a través de importantes libros y artículos, entre ellos El fracaso de estatismo, de 1987, donde adelantaba las bases del régimen de jubilaciones que se aplicaría durante el menemismo, y manifestaba la necesidad de eliminar tratamientos discriminatorios entre capitales nacionales e internacionales. Otro intelectual perteneciente al equipo, especialista en relaciones internacionales, Carlos Pérez Llana, directamente al referirse al enfoque inaugurado en 1989 y que privilegió las cuestiones económicas, escribe que “la gestión del canciller Cavallo vino a coincidir con la mayoría de los analistas, quienes señalaban la necesidad de colocar a la política exterior al servicio del crecimiento y el bienestar” (Pérez Llana, 1992: 93). Del mismo modo, era partidario de la “inserción internacional” en el nuevo orden, aprovechando sus “oportunidades”, que no se limitaban a los Estados Unidos, sino que debía haber un criterio más amplio (Pérez Llana, 1990). El avance del nuevo discurso hegemónico neoliberal en la Unión Cívica

Radical tuvo por cierto un carácter conflictivo, que se expresó en que a pesar del “giro realista” el gobierno radical no aceptó el cese de hostilidades propuesto por Thatcher como condición para negociar en la cuestión de Malvinas, se negó a desactivar el proyecto misilístico Cóndor II a pesar de las intensas presiones de Estados Unidos y otros miembros de la comunidad internacional, como a firmar el Tratado de No Proliferación y ratificar Tlatelolco. El envío de tropas al Golfo Pérsico a fines de 1990 y en 1991 fue un caso paradigmático donde se pusieron en discusión las nuevas concepciones sobre el sistema internacional, sobre la seguridad, el rol de los estados y la política exterior. En dicha oportunidad los debates parlamentarios entre oficialismo y oposición fueron intensos, ya que efectivamente ponían en juego distintas concepciones sobre los cambios en el sistema internacional, sobre la posición internacional de la Argentina y sobre el estilo de la política exterior. Algunos defendían las orientaciones del “realismo periférico” y el paradigma de “relaciones carnales” con los Estados Unidos como única potencia mundial, como los senadores oficialistas Juan Carlos Romero y Eduardo Menem . Otros sostuvieron el carácter multipolar del escenario internacional y osci-

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laron entre condenar el envío de tropas o lamentar la forma en la que se había producido, sin consulta al Legislativo y a los países del Grupo de Río, como el caso de los diputados del Grupo de los Ocho y de diputados y algunos senadores de la UCR . Sin embargo, debemos hacernos una pregunta profunda: ¿Los debates que tuvieron lugar, las diferentes percepciones respecto del escenario internacional y del rol de los Estados Unidos, representaban una discusión entre una política exterior de subordinación llevada a cabo por el oficialismo, contra otra autónoma e independiente, propuesta por la oposición radical? Efectivamente, el gobierno de Menem, y los funcionarios e ideólogos allegados hicieron propio no sólo los diagnósticos respecto del sistema internacional elaborados principalmente en los Estados Unidos y Gran Bretaña, sino también su discurso legitimador de las políticas económicas neoliberales y de una política exterior que eliminara las confrontaciones de los países del Tercer Mundo respecto de las potencias. A su vez, como hemos visto en el caso de la Guerra del Golfo, también asumieron los mismos argumentos a favor de las intervenciones en países de esa región. Sin embargo, consideramos que si bien es cierto que la tradición del partido radical en materia de política exterior fue heredada de la influencia

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krausista (en alusión a Krause) en el pensamiento de Hipólito Yrigoyen, y que dicha herencia se hizo visible tanto el objetivo -enunciado reiteradas veces por el ex canciller Dante Caputo- de convertir a la Argentina en una “potencia moral”, como en las posiciones adoptadas por el gobierno de Alfonsín con respecto a temas claves de la agenda, fundamentalmente sobre la base de cultivar buenas relaciones con Europa y la Unión Soviética, hacia fines de la década del 80 ese marco ideológico “conservador” y su apropiación –no sin conflicto- por parte de la dirigencia política argentina, traspasó las barreras partidarias y generó un nuevo consenso bipartidista, al mismo tiempo que puso en jaque a las identidades tradicionales, haciéndose hegemónico en ambos partidos. No sería válido para el contexto de gestación de este consenso, es decir, el período 1987-1991, referirse al radicalismo como una única voz, ni tampoco para el caso del justicialismo. Es destacable que, en referencia a los aspectos comunes entre líneas partidarias que hemos abordado, la línea política que se impuso como dominante en las internas radicales de 1988 no presentaba una opción respecto del proyecto que se consolidaría con el menemismo. Un elemento más que corrobora esas diferencias dentro del partido radical son los vínculos establecidos por sus miembros con la Internacional So-

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cialista y con la Internacional Liberal. Mientras que Alfonsín y los senadores Gass y Solari Yrigoyen cultivaron relaciones con la primera, Angeloz y Terragno lo hicieron con la segunda. Podemos distinguir para ese momento en el radicalismo, siguiendo a Aboy Carlés, tres líneas diferenciadas, la del propio Alfonsín, la de Angeloz y la de León (derrotado en la interna presidencial de 1988 por el gobernador cordobés). En cuanto a la formulación de política exterior, junto al ex presidente, se posicionaron quien fue su canciller hasta el 26 de mayo de 1989, Dante Caputo y su vicecanciller Raúl Alconada Sempé. Junto al gobernador Angeloz, se situó especialmente el citado Carlos Pérez Llana, quien se desempeñó como su asesor. En cuanto a Luis León, líder de la corriente radical interna Movimiento de Afirmación Yrigoyenista, él mismo mantuvo posiciones discordantes incluso con Alfonsín, defendiendo una línea nacionalista similar a la del senador Hipólito Solari Yrigoyen. Refiriéndonos al partido justicialista, las formulaciones en política exterior del presidente Menem y sus allegados se distanciaron en cierto modo de las de Antonio Cafiero, pero más aún de otros que directamente conformaron nuevas instituciones partidarias, como el Grupo de lo Ocho. Además de los diversos conflictos entre los “celestes” y los “rojo punzó” (sectores ortodoxos) durante los inicios del gobierno,

el justicialismo sufrirá una fractura tan significativa que en las elecciones presidenciales de 1995 José Octavio Bordón (quien hacia el inicio del gobierno de Menem rechazó el nombramiento como ministro de Obras y Servicios Públicos porque el presidente ya le había nombrado a varios de sus secretarios) sería candidato del Frepaso para disputar la presidencia contra Carlos Menem, y Carlos Chacho Álvarez asumiría como vicepresidente junto a Fernando De la Rúa contra la fórmula del partido justicialista encabezada por Eduardo Duhalde. Sostenemos que la coincidencia respecto de la “necesidad” de la aplicación de las reformas en línea con el Consenso de Washington, la participación de ambos partidos en la aprobación de las Leyes de Emergencia Económica y Reforma del Estado y el grado de acuerdo respecto del análisis sobre la “crisis argentina”, limitaron el alcance de las discusiones respecto de las dimensiones político diplomática y estratégico-militar de la política exterior, como el caso del envío de tropas al Golfo Pérsico en 1990-1991 o a Haití en 1994. Es más, el propio desempeño del radicalismo en la gestión de Alfonsín, sobre todo en lo que hace a las negociaciones de la deuda externa y la ausencia de un proyecto de reindustrialización que revirtiera las tendencias iniciadas durante la dictadura militar, limitaron la justa condena que algunos representantes políticos

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hicieron a la nueva orientación de política exterior, en particular al denominado “alineamiento automático”. Es decir que el consenso tácito o explícito respecto de la dimensión económica de la política exterior, limita las discusiones respecto de la dimensión político-diplomática y de la dimensión estratégico-militar. Esto es así en particular en el caso de los países dependientes, donde la existencia de una política exterior autónoma sólo puede estar asociada a un proyecto de desarrollo sustentable y soberano. De otro modo, las objeciones a políticas de subordinación quedan reducidas a un plano discursivo, como sucedió con algunas áreas de la política exterior en los últimos años del gobierno de Alfonsín. El problema no era mantener los “principios”, o posicionarse a favor de los países de América Central, sino no acompañar esas medidas con una estrategia de inserción económica internacional y de política económica doméstica que la acompañe. El pensamiento neoliberal estuvo presente no sólo en la formulación de las políticas aplicadas por el gobierno de Carlos Menem en los 90, sino que se fue abriendo paso desde los 80 al interior de distintos partidos políticos y continuó presente en el gobierno de Fernando De la Rúa, proveniente de la Unión Cívica Radical. Ese “abrirse paso” tuvo, sin duda, particulares condiciones de gestación.

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Existieron razones estructurales tanto en el sistema internacional como a nivel nacional que impulsaron la adopción de reformas neoliberales que en algunos casos se iniciaron y en otros pretendieron hacerlo, en la segunda mitad de la década del ochenta –como las privatizaciones-, pero que se implementaron efectivamente en la década del noventa. Respecto del sistema internacional, las grandes modificaciones que se produjeron con la distensión desde mediados de la década de los ochenta y con mayor peso a partir de la caída del Muro de Berlín en 1989 y luego la desintegración de la Unión Soviética repercutieron fuertemente en la dirigencia política. Un “nuevo consenso” en la visión de los sectores dirigentes, y sobre el cual se expresaron tendencias heterogéneas, emergió de un escenario internacional nuevo, signado por la ofensiva “neoliberal” (imperialista contra los países del Tercer Mundo y capitalista contra el trabajo), iniciada en los ’70 y ’80 pero acentuada en los ’90 a partir de la desintegración de la URSS. En relación con la situación local, la profundización de la estrategia económica y de inserción internacional impuesta con la dictadura militar fue evidenciando sus consecuencias respecto del nivel de empleo y del nivel de vida de la población, deteriorado a su vez por la espiral inflacionaria. Las negociaciones de una deuda ilegítima

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y fraudulenta, la hiperinflación y la continuidad del modelo económico de reprimarización, desindutrialización y acumulación a través de la utilización de mecanismos de valorización financiera, fueron también el telón de fondo para la derrota de las líneas nacionalistas y populistas dentro de los partidos políticos estudiados. Esto se imprimió en la relación de fuerzas al interior del bloque dominante interno. El desplazamiento de las corrientes reformistas tanto de la UCR como del PJ vino de la mano tanto de la destrucción del modelo de industrialización sustitutiva como de las drásticas transformaciones del escenario internacional. El derrumbe de los países socialistas y la distensión del bipolarismo provocó que las esas corrientes reformistas que históricamente habían buscado su margen de maniobra en base a la búsqueda de una política de péndulo o balance – política que tuvo su mayor despliegue en el ámbito del no alineamiento- se vieran imposibilitadas de continuar utilizando esa estrategia. Ambos elementos, el internacional y el local, echaron por tierra dos de los pilares fundamentales sobre los que se habían erigido, en el período anterior, los intentos de políticas autonómicas a nivel nacional, que establecían márgenes de autonomía respecto de las potencias. Sin estrategia de pívot y sin estructura productiva que fortaleciera las orientaciones tendientes al nacio-

nalismo empresario, en ambos partidos políticos predominaron las líneas que promovían las transformaciones neoliberales. Las organizaciones y corporaciones de las clases dominantes como FIEL y Fundación Mediterránea contribuyeron a la gestación del consenso neoliberal en tanto funcionaron como conducto entre las clases dominantes y los partidos políticos, aportando no sólo propuestas de políticas y argumentos que las justificaran y las legitimaran, sino también asesores y funcionarios claves en ambos partidos. Puntualmente, el proceso hiperinflacionario preparó el terreno para la consolidación del cambio de rumbo en materia económica y de política exterior. En coincidencia con la perspectiva sostenida por el menemismo en el poder, Carlos Escudé sostuvo: “La hiperinflación devolvió el sentido común al país, tanto económicamente como con respecto a la política exterior: la necesidad de estabilidad monetaria y de una política exterior que fuera funcional a los intereses del Estado, obsesionó a las dirigencias y al ciudadano común por igual” (Escudé, 1995: 35). Desde una posición distinta, decimos que en realidad la hiperinflación amedrentó a los sectores populares, a fracciones más democráticas, nacionalistas y populistas de los partidos políticos y catapultó las ideologías que venían cobrando fuerza y que, afirmando la crisis

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del modelo de industrialización sustitutiva y del Estado, proponían la liberalización y la apertura. Estas ideologías circularon y se hicieron dominantes en la dirigencia política, es decir, al interior tanto del radicalismo como del partido justicialista. Es notable en este sentido la coincidencia entre las propuestas del candidato radical Eduardo Angeloz (el famoso ajuste del “lápiz rojo”) y las políticas efectivamente adoptadas por el ex presidente Menem, una vez en el gobierno. Esas coincidencias son reveladoras en relación con el estudio de la conformación de un nuevo consenso al interior de la clase dirigente argentina y una recomposición de la hegemonía en el bloque dominante, que se consumará definitivamente en forma acompasada con las grandes transformaciones del sistema internacional entre 1989 y 1990. Ambos partidos coincidieron en aceptar que las causas de la crisis económica eran la intervención del Estado en la economía y el proteccionismo. Agravado por la crisis del final del mandato, el radicalismo se comprometió a “no obstaculizar” la sanción parlamentaria de las Leyes de Emergencia Económica y Reforma del Estado, que fueron el marco legal de la implantación del nuevo modelo. Al mismo tiempo, mal podía oponerse con credibilidad ante la sociedad, por ejemplo en el caso de las privatizaciones, luego de haber sido el

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que las introdujo en la agenda pública. Sólo parecía quedarle el camino de denostar los métodos elegidos y la concentración de poder que reclamaba el Ejecutivo en desmedro del Parlamento (Míguez, 2009: . Durante los inicios del período menemista, la UCR mantuvo una perspectiva contradictoria con respecto al proyecto neoliberal. Al aceptar el diagnóstico que atribuía las causas de la hiperinflación al intervencionismo estatal y al agotamiento de la modalidad proteccionista de desenvolvimiento económico, los radicales apoyaron las reformas propuestas por Menem. Al igual de lo que sucedía con la mayoría de los dirigentes peronistas, el neoliberalismo fue considerado por los radicales como la única salida coyuntural ante una situación de urgencia (Sidicaro, 2001: 78).

c. Las particularidades del sistema de partidos brasileño. Reformas liberales y política exterior El caso de las reformas neoliberales, la política exterior y el sistema de partidos en Brasil, tiene también sus particularidades. Para los Estados Unidos y la Argentina, hemos analizado la coincidencia entre los grandes partidos del sistema político en la aplicación de las políticas neoliberales, así como en la consolidación de una política exterior consecuente con esas reformas. En el primer caso, como “huida hacia

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delante de la crisis económica”, y en el segundo, como nuevo patrón de inserción internacional dependiente. Respecto del caso brasileño y la aplicación de las políticas de apertura y privatización, es necesario explicar que, al igual que la Argentina, Brasil intentó desde fines de los ochenta aplicar las reformas estructurales propuestas por los organismos internacionales de crédito para Latinoamérica. Ambos países propusieron, en aquel entonces, privatizaciones de empresas públicas y también ambos obtuvieron rechazo de la población y de los parlamentos. Lo que convalidó la adopción efectiva de dichas transformaciones en el plano interno, aunque sin duda con diferencias –algunas de contenido y otra en términos cronológicos, ya que en Brasil se produjo finalmente hacia 1994- fueron los traumáticos procesos inflacionarios y las características de las coaliciones gobernantes, que construyeron consenso para y con su aplicación. Fue el presidente Collor de Mello quien lanzó en 1990 un programa de estabilización y reformas estructurales que incluía desregulaciones, privatizaciones y apertura al capital extranjero. Itamar Franco, su sucesor a partir de 1992 no continuó con las reformas, que sí se reanudaron en 1994, mientras Fernando Enrique Cardoso era el Ministro de Hacienda, y se consolidaron con su llegada a la presidencia 1995. Este último asumió perteneciendo

al PDSB, Partido de la Socialdemocracia Brasileña, fundado en 1988. Su triunfo electoral fue como candidato de un frente electoral respaldado por el Partido del Frente Liberal (PFL, conservador-liberal) de Jorge Konder Bornhausen, el Partido Laborista Brasileño (PTB, centrista-liberal) de José Eduardo de Andrade Vieira y el pequeño Partido Liberal (PL, conservador), los cuales se agruparon con el PSDB en la plataforma Unión del Trabajo y el Progreso. Es destacable que tanto en la Argentina de Carlos Menem como en el Brasil de Fernando Enrique Cardoso, los nuevos presidentes electos, que habían desarrollado su campaña en base a programas nacionalistas y populares, procedieron a implementar programas de estabilización orientados a crear el desmantelamiento de políticas de bienestar social y la privatización de empresas públicas en alianza con los sectores liberales más tradicionales. Ahora, bien, no nos detendremos aquí en el desarrollo comparativo de los planes económicos respecto del caso argentino, aunque sí cabe decir que la aplicación del Plan Real lanzado en 1993 tuvo importantes similitudes con la convertibilidad argentina, así como algunas diferencias también de peso, entre las que se cuentan la mayor autonomía en Brasil para manejar variables clave, como el tipo de cambio y la política monetaria.

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Lo que interesa destacar aquí es la relación entre el sistema político y la aplicación de las reformas, con su correlato en política exterior. Por un lado, en lo que hace al sistema de partidos, el brasileño es uno de los más fragmentados del mundo , y exceptuando el caso del Partido de los Trabajadores, los partidos son “extremadamente fluidos. Comúnmente sus componentes, clientelas y bases socioelectorales carecen de una identidad partidaria nacional. La fragmentación interna es a su vez mayor que en el caso argentino. Aspectos en los que esto se hace presente son la frecuencia con la que dirigentes de todo nivel saltan las fronteras partidarias, y con la que integrantes individuales no siguen en el Congreso la orientación de los líderes parlamentarios (Palermo, 2001: 47) . Esta característica tiene que ver con las reglas de juego institucionales, establecidas en la creación de la Constituição Cidadã, en 1988, que sin duda contribuyó a fragilizar a los partidos políticos, a través de reglas electorales que someten a los candidatos a cargos parlamentarios a una competencia intra-partidaria, y por lo tanto, tienen mayor nivel de exposición frente a clientelas que los votan directamente en condición de posibles representantes de sus intereses. En Brasil, el Poder Ejecutivo debe lograr, una vez en el poder, el apoyo de los parlamentarios y de los gobernado-

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res de los estados más representativos. Así fue el caso de Cardoso, por ejemplo. La coalición que lo postulaba obtuvo 197 de los 513 escaños de la Cámara de Diputados y 35 de los 81 escaños del Senado, pero alcanzó la mayoría absoluta con creces cuando brindaron su apoyo los 107 diputados y 22 senadores del PMDB Partido de Movimiento Democrático Brasileño, entonces dirigido Luiz Henrique da Silveira. Así reforzado, Cardoso formó gobierno de coalición con el PMDB, el PFL (uno de cuyos dirigentes, Marco Antônio de Oliveira Maciel, asumió la Vicepresidencia), el PTB y el PL, más algunas personalidades independientes . En lo que hace a la formulación de la política exterior, la Carta también indica que es competencia privativa del Poder Ejecutivo. Dentro de los aspectos particulares para comprender la política exterior brasileña, se encuentra su modelo institucional. Leticia Pinheiro afirma que dentro de dicho modelo, el Poder Ejecutivo tiene el papel de legislador principal, de jure y de facto, lo que hace que la Presidencia de la República ocupe un lugar destacado, provocando que “en el caso brasileño, (sea) relativamente remota la posibilidad de la disgregación de agencias del Estado que conduzcan políticas exteriores autónomas al servicio de intereses políticos, económicos o sociales distintos” . En el caso argentino el consenso dentro de la élite política se fue gestando

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durante los ochenta y se reflejó en el hecho de que las políticas aplicadas por Menem fueron las que proponía en su campaña el candidato radical Angeloz y las defendidas históricamente por Álvaro Alsogaray y la UCD, representativos del liberalismo más ortodoxo. En el caso de Brasil, las reformas fueron llevadas a cabo por una coalición que incluyó a Cardoso, destacado por sus estudios sobre la dependencia, y a partidos liberales, pero la gran diferencia es que el consenso para la aplicación de las reformas neoliberales fue logrado como consecuencia del gradualismo y de la protección de fuertes intereses consolidados durante el modelo de sustitución de importaciones. La propia Constitución de 1988 dio expresión legal a los intereses organizados sobre bases corporativas como consecuencia del modelo de sustitución y de la expansión económica durante el período autoritario militar, lo que marcó un Congreso expresivo de esos intereses y un protagonismo político de los gobernadores. A diferencia del caso de la convertibilidad argentina, que planteó hacia delante un nueva estrategia de acumulación que giraba entorno a la negociación de deuda y las privatizaciones, consolidando la hegemonía la fracción de la clase dominante asociada a la banca acreedora, a los organismos internacionales de crédito y a las empresas extranjeras que se beneficiaron de la liquidación

de activos públicos; el Plan Real estuvo signado por la necesidad de proteger, en el nuevo escenario, los intereses establecidos en el período anterior. Así es como la aplicación del Plan Real podría ser entendida, en línea con lo que plantea Palermo, como un instrumento político para lograr “poner en movimiento una coalición reformista de gobierno”, es decir, permitir gobernabilidad en el marco de ese sistema político, y en el marco de la imposición de reformas de liberalización en América Latina; mientras que en la Argentina (al igual que en los Estados Unidos, salvando las grandes distancias) las reformas neoliberales se realizaron sobre la base de un acuerdo previo dentro de la élite política. En síntesis, “Brasil procesó de un modo más pragmático, más alejado del programa neoliberal que Argentina, y en forma bastante más gradual, las reformas estructurales” (Palermo, 2001: 73). En cuanto a la política exterior brasileña durante la década de los noventa, también podemos observar diferencias respecto del caso argentino. En el caso particular del proceso de integración, en cierta medida, el estado brasileño siempre concibió al Mercosur como un contrapeso frente a las grandes potencias, donde lo comercial no constituía el objetivo esencial y la creación del ALCA fue vista como un escollo para el objetivo de compensar la mer-

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ma del peso de Brasil en el concierto internacional con una presencia más activa en América Latina. (Rapoport y Musacchio, 2004: 231/232). Asimismo, el interés de Brasil en América Latina se vinculó con las necesidades de empresas extranjeras principalmente de la Europa comunitaria, de invertir en la región. Por otro lado, ese país no envió tropas al Golfo Pérsico, ni votó contra Cuba en la ONU por el tema de las supuestas violaciones a los derechos humanos, ni intervino en Haití en 1994 como sí lo hizo la Argentina. La diplomacia brasileña considera a su país como una potencia media y ajusta la formulación de su política a esa percepción. Muchos estudios afirman que la política exterior de Brasil posee un mayor grado de autonomía respecto de los asuntos de política doméstica y que dicha autonomía se relaciona con la existencia de una burocracia estable en el Ministerio de Relaciones Exteriores, Itamaraty. Sin duda, se trata de un factor que puede explicar la continuidad en esta área de la política pública, ya que se trata de un actor muy relevante en el juego político institucional. La propia conformación de esa burocracia, con un alto nivel de complejidad profesionalismo, les ha otorgado, por un lado, una identidad corporativa fuerte, y por otro, un alto prestigio en la formulación y conducción de la política exterior. Sin embargo, esta relativa

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autonomía está condicionada por su relación con el Poder Ejecutivo, quien debe autorizarla, de acuerdo con lo dispuesto en la Constitución de 1988, como hemos dicho. De ser así, esto constituye una diferencia respecto de la Argentina, donde la existencia de vaivenes en la política exterior debe comprenderse no como incoherencia producto del recambio de regímenes políticos, sino como “expresión de conflictos sociopolíticos tanto entre la sociedad y el Estado como en el seno de las clases y sectores dirigentes del mismo, conflictos que se han expresado también en diferencias pugnas por el rumbo de la conducta internacional del país” (Rapoport y Spiguel, 2005: 10). En el caso de Brasil, la existencia de una política exterior en términos de “política de Estado” se relaciona con un factor económico, que desarrollábamos como central en el proceso de reforma: “durante los 15 años que antecedieron a 1989 y 1994 respectivamente, en Argentina tuvo lugar un proceso de regresión económica, mientras que Brasil conoció un proceso de conservación. Como consecuencia, en tanto que Argentina llega a 1989 con una estructura económica que ha dejado atrás gran parte de la complejidad y diversificación alcanzada a lo largo del ciclo sustitutivo, Brasil lo hace habiendo preservado mucho más de los que había conseguido estructurar en térmi-

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nos de complejidad y diversificación de su composición sectorial productiva a lo largo de ese ciclo.” (Palermo, 2001: 45). Sin embargo estas diferencias no pueden soslayar el hecho de que la década de los noventa también significó para Brasil un sometimiento a los dictámenes de las grandes potencias hegemónicas, a pesar de que la traducción de las reformas no haya tenido el carácter drástico, extremo y hasta espectacular que tuvo en la Argentina. Incluso, importantes autores consideran que la política exterior de Cardoso también tuvo por base el realismo periférico. Entre ellos está Luiz Estrella Faría, quien afirma que “la política exterior brasileña tuvo un carácter pendular durante la mayor parte del siglo XX, a lo largo del cual a combinado momentos de alineamiento con los intereses de Estados Unidos con otros de relativa autonomía (…) Manteniendo ese carácter pendular, después de un período de alineamiento a los intereses de los Estados Unidos en la última década del siglo pasado, desde 2003 la política exterior brasileña recobro su autonomía con una estrategia coordinada por Itamaraty” (Faría, 2005: 4). En síntesis, el hecho de que Brasil haya realizado reformas estructurales graduales y con mayor margen de autonomía respecto de las potencias hegemónicas, y que su política exterior haya mantenido también ese margen,

mostrando continuidad más allá de los recambios gubernamentales, se debe a factores económicos y políticos que se encuentran íntimamente relacionados. Brasil tuvo una mayor capacidad para neutralizar las restricciones provenientes del escenario internacional, en parte porque su economía fue -en particular desde la década de los setenta- menos vulnerable históricamente a la volatilidad de los movimientos de capital que la de otros países latinoamericanos. Palermo destaca como razones para esa mayor capacidad el papel central del Estado en la asignación de la inversión, la dependencia de los conglomerados empresarios del crédito público subsidiado, y en consecuencia, cierta propensión de los agentes económicos a la posición de activos físicos, entre otras. (Palermo, 2001: 45) La conservación y la continuidad se vinculan con la existencia de una hegemonía relativamente estable de las fracciones de la clase dominante vinculadas a la industrialización, a diferencia del caso argentino. El consenso hegemónico de las clases dirigentes brasileñas estuvo atado a esta hegemonía o a la necesidad de preservarla en las nuevas condiciones del capitalismo mundial.

5. Conclusiones Hemos analizado la relación entre el sistema de partidos, las reformas neoliberales y la política exterior en tres

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casos diversos. El primero de ellos, el de una gran potencia hegemónica en el sistema internacional, los Estados Unidos. Allí abordamos cómo demócratas y republicanos acordaron en la implementación de las grandes reformas económicas y en una política exterior agresiva de intervención y extensión del dominio norteamericano en el mundo, en función de los intereses de las grandes corporaciones industriales y financieras. En el segundo caso, el de la Argentina, estudiado con mayor profundidad, se ha analizado cómo en los dos partidos mayoritarios del sistema político, la UCR y el PJ hubo líneas políticas -que se hicieron dominantes- que coincidieron y posibilitaron la reforma neoliberal y la política exterior orientada en esa clave, lo que se expresó en el establecimiento de una hegemonía duradera, por un período de diez años. El tercer caso analizado, el de Brasil, también nos muestra un país en el escenario latinoamericano que se ajusta a las imposiciones de las potencias hegemónicas aplicando las reformas en línea con el Consenso de Washington y limitando una política exterior con amplios márgenes de autonomía. Sin embargo, las transformaciones fueron graduales, y aún implicando cierto alineamiento con los Estados Unidos, por numerosas razones, Brasil pudo traducirlas manteniendo el poder de

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los sectores dominantes vinculados al modelo sustitutivo, y poner ciertos reparos a la influencia norteamericana en la política exterior, en el marco de avance de la Europa comunitaria en la región y del crecimiento del proceso de integración de la región. Como se afirmaba en el comienzo, este trabajo es una aproximación a un estudio comparativo, que aún requiere una profundización en el análisis de los casos para elaborar conclusiones más profundas. Uno de los objetivos para los tres casos analizados ha sido mostrar que el nivel de acuerdo y coincidencia respecto de la política económica doméstica es un factor fundamental sobre el que se asienta la existencia de una política exterior relativamente estable. En el caso argentino, esa estabilidad que trajo tantos perjuicios para los sectores populares y para los intereses económicos orientados al mercado interno fue posible a partir de la complicidad de la clase dirigente en las políticas que han provocado la crisis más grande de nuestra historia. Sobre esa base, las disidencias que efectivamente existieron en las otras dimensiones, tanto en el nivel político-diplomático como en el nivel estratégico-militar, quedaron limitadas. Las reacciones en oposición al envío de tropas, o las propuestas alternativas a la integración entendida como regionalismo abierto que efectivamente existieron y representaron distintos modelos

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de inserción internacional, quedaron prácticamente relegados al nivel discurso porque no eran parte de un proyecto verdaderamente democrático y autónomo que incluyera todas las dimensiones de la inserción internacional. Para comprender estas transformaciones Mario Rapoport y Claudio Spiguel plantean que durante este gobierno, en el marco de la bipolaridad mundial la búsqueda de apoyos al nuevo régimen democrático entre los gobiernos europeos particularmente los de orientación social democrática, y la profundización de las relaciones argentinosoviéticas en los planos económico y diplomático opera, junto a la política latinoamericana del gobierno constitucional, como pívot para procurar de lo que se catalogó como “una relación madura” con los EE.UU (Rapoport y Spiguel, 2005). Durante la década de los ochenta tanto la coyuntura internacional y nacional como la tradición político ideológica del partido radical habían permitido la existencia de una estrategia diplomática de alto perfil que mantuvo –en principio- márgenes de autonomía con respecto a los Estados Unidos, y que priorizaba la inserción multilateral. Esta estrategia se sostenía principalmente en la posibilidad de “divesificar los puntos de apoyo” con Europa occidental, tal como lo afirmaba el ex canciller Dante Caputo en una entrevista realizada en 1989 . Aquí cobraba especial relevancia la estrategia

de integración con Brasil, y las políticas de acercamiento a los países de América Latina. Sin embargo, ante el fracaso de lo que se denominó “la carta europea” en el tratamiento y negociación de la deuda externa, y el consenso básico entre los Estados Unidos y los países de la Unión Europea con respecto a la inserción “deseable” para América Latina, esa estrategia se vio dificultada. Junto con ello, se fue evidenciando la coincidencia al interior de la clase dirigente argentina con respecto a las reformas económicas neoliberales y a una estrategia diplomática que tuviera su eje en las cuestiones económicas. Las grandes modificaciones que se produjeron con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la posterior desintegración de la Unión Soviética y principalmente la crisis económica actuaron como elementos catalizadores, repercutiendo directamente en la relación de fuerzas al interior del bloque dominante interno. En cuanto a la política económica doméstica, las negociaciones de la deuda, la hiperinflación y la continuidad del modelo económico rentístico-financiero instalado durante la dictadura militar, fueron también el telón de fondo. En los tres casos, los procesos hiperinflacionarios prepararon el terreno para la consolidación de un cambio de rumbo en materia económica. La hiperinflación amedrentó a los sectores

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populares y también a las dirigencias políticas. Nuevamente para el caso argentino, existen trabajos que analizan las continuidades y el consenso hacia la década del noventa –que han sido consultados y citados en este trabajo- y en algunos de esos casos los argumentos se utilizan como procedimiento justificatorio de las medidas adoptadas por el menemismo, considerando el consenso como resultado de un “aprendizaje social” de la dirigencia política. Consideramos que ese concepto otorga un carácter positivo a la conformación de ese consenso y su resultado y materialización en políticas concretas. Aquí, se trata, por el contrario, de evidenciar la complicidad en la adopción de políticas que perjudicaron y minaron la posibilidad de un desarrollo autosustentado y democrático en nuestro país.

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Notas: 1

Se trata de un concepto formulado por D.M. Gordon, R Edwars y M. Reich y retomado por Pablo Pozzi y Fabio Nigra, que da cuenta del entorno políticoeconómico externo que permite la acumulación de capital de los capitalistas individuales. 2 Brasil ha desarrollado un sistema de partidos políticos sumamente fragmentado desde la transición a la democracia en 1985, tras más de dos décadas de gobiernos militares. Desde 1990 hubo como mínimo dieciocho partidos con representación en la Cámara de Diputados, Ninguno de esos partidos alcanzó la una cuarta parte de los escaños en ese cuerpo. No obstante, los cuatro partidos principales son el Partido de los Trabajadores (PT), el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y el Partido del Frente Liberal (PFL). Al PT, actual partido de gobierno, se le considera como partido de izquierda y al PSDB de centro a centro-izquierda, mientras que el PMDB es centrista y el PFL se ubica en el centro-derecha. 3 Si bien puede decirse que la crisis de las identidades partidarias en la Argentina ha llevado en los últimos años a esta tendencia, para comienzos de la década de los noventa no se trataba de una característica del sistema político argentino. 4 http://www.cidob.org/es/documentacion/biografias_lideres_politicos/america_del_sur/brasil/fernando_cardoso#3 5 Pinheiro, Leticia, wwwusers.rdc.puc-rio.br/agendas...politica.../wp_pinheiro. pdf . 6 “Al principio la concepción se basaba en la rehabilitación de la posición argentina en e plano internacional y, muy especialmente, en el marco de los países occidentales. Junto con esta idea estaba la de evitar que un país monopolizara la relación en ese ámbito, por lo cual Europa parecía como una posibilidad de diversificar los puntos de apoyo de la política exterior en Occidente” (Caputo, 1989:266).

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ara aquellos que les gusten las casualidades históricas, los años 89 son triunfales para los seguidores del pensamiento liberal. En 1789 se da la Revolución Francesa y dos siglos más tarde, en el año 1989 caía el Muro de Berlín, suceso que marcaba el principio del fin del bloque soviético. La economía de mercado y la democracia liberal se imponían ante el totalitarismo socialista. Se ponía punto final a la denominada Guerra fría y una nueva era asomaba. Este hecho fue tan importante, que no sólo significo la casi desaparición de los Estados socialistas, sino también el desmantelamiento de los aparatos estatales, dándose así las famosas Reformas del Estado, políticas destinadas principalmente quitar al Estado en su rol de productor de bienes y servicios. El paradigma Estado-Céntrico dejaba su lugar a su sucesor Mercado- Céntrico. La tercer ola democratizadora (Huntington) significa la llegada, aparentemente definitiva, de los regímenes

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democráticos a los países en vías de desarrollo. El fin de la historia llegaba según Fucuyama, el pensamiento hegeliano, comtiano y de los iluministas nos demostraba que el hombre podía superar cualquier obstáculo que la historia le pusiera en su camino, y bajo el concepto libertad (económica) se podía vivir en un periodo de prosperidad sin precedentes. Más tarde los atentados del 11 de septiembre, las guerras que siguieron acechando, hambrunas, crisis económicas, desastres naturales, nos demostraron que lejos de estar estancada, la historia estaba más viva que nunca, y en cierto sentido también se encontraba más inescrupulosa. Sin embargo, y viendo siempre el vaso medio lleno, y mas allá de los errores cometidos por la humanidad, adoptamos una práctica que día a día parece institucionalizarse y naturalizarse. Esta práctica son los procesos electorales. A punto tal que no solo se consolidan en aquellos países donde ya se llevaban a cabo sino que además se sigue expandiendo por todo el mundo (las revolu-

* El autor es Licenciado en Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la UCALP( Universidad Católica de La Plata) y miembro de la Asociación de Estudiantes y Politólogos Bonaerenses (APB).

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ciones árabes y el reclamo de elecciones en estos países son un caso testigo). En nuestro país, ya llevamos casi 30 años de democracia ininterrumpida, donde mas allá de ciertos actos fallidos, gobiernos inconclusos, y una crisis económica sin precedentes en nuestra historia, pudimos salir del pozo, y hoy en día tal vez nos agobien otras preocupaciones, pero sin embargo podemos elegir libremente a nuestros representantes. Es por eso que en la siguiente nota de opinión se realizara un análisis de los perfiles de los candidatos a presidente de las pasadas elecciones, las cuales consagraron a Cristina Fernández de Kirchner como la ciudadana que le toque dirigir los destinos del país durante los próximos 4 años. Empezaremos en primer lugar con el oficialismo, representado por la actual Presidenta, la doctora Cristina Fernández, quien va en busca de su reelección y puede considerarse como la gran triunfadora de las primarias. Obtuvo un triunfo más que contundente en las distintas circunscripciones (a excepción de San Luis y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, ya que si bien en esta última fue la más votada, el 70 % de los electores que sufragaron lo hicieron por opciones opositoras). La Presidenta se presenta como la continuadora ideal del modelo político y económico que durante su vida encarnó su marido, el ex presidente Néstor Kirchner, un modelo que manifiesta una fuerte

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retorica desarrollista, antiimperialista y nacionalista, opuesta a los excesos del neoliberalismo que en los 90 encabezó el ex Presidente Menem, de la mano de la misma fuerza política que actualmente es el principal soporte del modelo oficial, el Partido Justicialista. Aunque es necesario destacar que la agrupación que dirige la presidenta y por la cual se postula, es el Frente para la Victoria, que debido a su carácter frentista conviven en el, distintas fuerzas. Las razones del éxito oficial pueden explicarse por algunos logros de gestión del gobierno, que han hecho posible la continuidad de un ciclo de crecimiento económico que se ha extendido por 8 años y es el más importante crecimiento registrado desde principios del s.XX, algunos avances en la lucha contra la pobreza, cierta reactivación de la industria nacional, expansión del comercio exterior apoyada en la demanda asiática, cierta estabilidad financiera, apoyo estatal a la cultura y al desarrollo científico y tecnológico y ciertas políticas bien acogidas en sectores que tradicionalmente se identificaban como progresistas, como por ejemplo la política de derechos humanos y la política hacia América Latina, entre otras. Pese a algunos sobresaltos al inicio de su gestión, como los crisis de las retenciones en el año 2008 que enfrento al gobierno con el agro y contribuyó a la grave derrota en las legislativas del 2009, por la cual el gobierno perdió

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la mayoría absoluta en el poder legislativo, y a los escándalos de corrupción que afectaron a funcionarios de segunda línea del gobierno nacional y a organizaciones sociales cercanas al mismo, de las sospechas que envuelven al manejo de las estadísticas oficiales y a cierta alarma encendida por algunos economista acerca de la insostenible situación económica a largo plazo (el consumo, uno de los pilares del modelo económico oficial, está empujando la inflación, debido a que la inseguridad jurídica, sostienen estos economistas, no fomenta el crecimiento de la inversión y a la diversificación de la economía necesaria para el desarrollo), puede apreciarse que el proyecto del oficialismo, encarnado en la solida candidatura de la Presidenta, goza de buena salud. En contraste, la oposición presenta un panorama algo más oscuro. La lucha de poder dentro de los aparatos partidarios terminó por destrozar las alianzas que en el 2009 desbancaron al kirchnerismo, tanto a la centroizquierda (Acuerdo Cívico y Social), como a la centroderecha (Unión PRO-Peronismo Federal). En contraste con un sólido armado oficialista, se nos presenta una oposición cada vez mas atomizada y débil, que corre el riesgo de dejar de ser (salvo raras excepciones como la del Jefe de Gobierno porteño Mauricio Macri, quien descartó su candidatura presidencial y se atrinchero en su fortaleza de Buenos Aires, donde propinó al

kirchnerismo y al resto de la oposición una aplastante derrota electoral, logrando la reelección y consolidándose como referente de la oposición de centroderecha para el 2015) una alternativa de poder valedera a nivel nacional. Empecemos por el segundo y el tercero, de acurdo al resultado de las primarias, Ricardo Alfonsín y Eduardo Duhalde respectivamente. El primero, hijo de un ex presidente muy querido por muchos argentino y representante de un partido centenario como la UCR, se presentó como un continuador ético del modelo kirchnerista, o sea, hacer casi lo mismo que el oficialismo gobernante, pero sin la mancha de la corrupción que salpica a este. Arrancó con el ímpetu que le daba el haber sido uno de los caudillos del Acuerdo Cívico que en 2009 venció al kirchnerismo, pero el hecho de no contar con un aparato fuerte en la provincia de Buenos Aires, que representa más de la mitad de los electores del país, optó por aliarse con un sector del peronismo disidente conducido por el empresario Francisco de Narváez, lo que, sumado a la frustrada interna con Ernesto Sáenz y Julio Cobos ( paradójicamente actual Vicepresidente de la Nación), le restó empuje a su candidatura y lo dejó en una posición comprometida. Aunque en el lado positivo, puede pensarse que Ricardo Alfonsín es un hombre, que si bien parece tener buenas ideas y el respaldo de un aparato partidario bas-

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tante fuerte a nivel local que le asegura un mejor futuro político, por otro lado carece de experiencia de gestión, al no haber nunca desempeñado un cargo ejecutivo. Eduardo Duhalde, uno de los históricos del peronismo, primero padrino político de Kirchner en 2003 y luego acérrimo enemigo de éste, arrancó con la ímpetu que le dio el triunfo legislativo del 2009, y se propuso encarnar un espacio político como el de centroderecha, huérfano durante mucho tiempo de alguna expresión política, centró su discurso en la defensa de los valores tradicionales, el orden y la estabilidad, y se rodeo de una generación de jóvenes políticos promisoria y con experiencia, como el ex presidente del Banco Central, Martin Redrado. Pero las feroces disputas de poder que estallaron tras el fallecimiento de Kirchner en el seno del peronismo disidente (la frustrada interna con el puntano Alberto Rodríguez Saá, que acabó en un escándalo, es prueba de ello) minaron su liderazgo y le restaron empuje, poniéndolo casi en el abismo de su carrera política. Ahora veamos el resto del arco político. En cuarto lugar quedó el gobernador santafesino, el socialista Hermes Binner, para muchos la sorpresa de estos comicios. Si bien es cierto que basó su candidatura por la coalición de centroizquierda Frente Amplio Progresista, en su experiencia como intendente de Rosario primero y como goberna-

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dor de Santa Fe luego, y que aun su carrera puede ascender, tiene la desventaja de no contar con un sólido aparato político a nivel nacional ( su partido, el Partido Socialista Argentino es apenas una caricatura de lo que históricamente fue), su nivel de conocimiento en el resto del territorio nacional es bajo y su partido a duras penas logró retener la gobernación de Santa Fe frente a la irrupción del PRO representado por el actor Miguel del Sel. Idéntico panorama tiene el gobernador puntano Alberto Rodríguez Saá. Su familia tradicionalmente ha controlado la provincia de San Luis, su experiencia de gobierno ha sido exitosa, al igual que la de su hermano Adolfo antes que él, y en 30 años han transformado San Luis en un lugar digno de admiración debido al desarrollo económico y social que esta provincia ha experimentado. Es además el único candidato que, en su tierra natal y durante las primarias venció categóricamente a la Presidenta. Pero cuenta con las mismas debilidades que Binner, no tiene un aparato a escala nacional que lo apoye y le permita trascender el estrecho marco provincial y sus devaneos ideológicos desconciertan a muchos. Por último, y para muchos la gran perdedora, Elisa Carrió. La dirigente de la Coalición Cívica goza de una gran trayectoria política y ha hecho de la defensa de los valores morales y republicanos en la política su principal bandera. Fue

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en 2007 candidata a presidenta y acabo segunda, volvió a ser de nuevo segunda fuerza en las legislativas de 2009, esta vez aliada al radicalismo y al socialismo en el marco del Acuerdo Cívico y Social, pero en las primarias ha dilapidado parte de su capital político y ahora todo su esfuerzo se enfoca en preservar su representación parlamentaria y en retener los pocos municipios que posee, en su mayoría ubicados en la provincia de Buenos Aires. Antes de cerrar, es digno de mención Jorge Altamira, postulante de izquierda, y para muchos, otro de los “triunfadores” de las primarias y el que realizó una de las campañas más originales, tendiente a captar los votos que le permitieran superar el piso electoral del 1,5% de los votos para llegar a las generales, y que al final, logro su ansiado premio. Aquí finaliza nuestro breve análisis, esperando que el 23 octubre, gane quien gane, gane la Argentina también.

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Asociación de Politólogos Bonaerense La Asociación de Politólogos Bonaerense, a través de su revista de Ciencia Política El Príncipe, convoca a investigadores, politólogos y afines a la presentación de artículos para la edición 2012- 2013. El principal objetivo de El Príncipe es la publicación y análisis de temáticas relacionadas a la Ciencia Política y las Relaciones Internacionales, en áreas tales como la historia, la política comparada, la filosofía política, la sociología y la economía política. La extensión de los trabajos debe tener como máximo 16.000 palabras o 104.000 caracteres, correspondiendo aproximadamente a 25 páginas de Word, con fuente Times New Roman, tamaño 11, siendo sus márgenes estándar (2 cms.). El interlineado debe ser sencillo. No se debe poner sangría de primera línea. Las notas deben ir al final del documento. Favor de adjuntar abstract del trabajo (máximo 200 palabras) y CV del autor. Los trabajos deben ser enviados a: revistaelprincipe@apb-politologos.com.ar / revistaelprincipe.apb@gmail.com La fecha límite de entrega es el 10 de Octubre de 2012. Los artículos serán sometidos a arbitraje externo. La Asociación de Politólogos Bonaerense comunicará a los autores la decisión sobre la aceptación de la solicitud de publicación presentada.

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