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KATHY REICHS

TESTIGOS DEL SILENCIO

—Bien, bien —respondieron con simultáneas inclinaciones de cabeza. Me identifiqué y les pregunté si habían denunciado el descubrimiento de los huesos. Nuevas señales de asentimiento a modo de respuesta. —Explíquenmelo. Mientras hablaba saqué un bloc pequeño de notas de mi mochila, levanté la tapa y preparé un bolígrafo al tiempo que les sonreía alentadora. El tipo de la cola de caballo se expresaba con entusiasmo, y sus palabras se precipitaban como los niños cuando salen de recreo: disfrutaba con la aventura. Se expresaba en un francés muy acentuado, enlazando las palabras, y las terminaciones se perdían al estilo de los quebequeses de la parte alta del río, de modo que yo tenía que escucharlo con suma atención. —Limpiábamos la maleza: forma parte de nuestro trabajo. Señaló hacia los cables del tendido eléctrico que teníamos sobre nuestras cabezas y después extendió el brazo sobre el terreno. —Debemos mantener limpias las líneas. Asentí. —Cuando me metí en aquella zanja percibí un olor extraño. Se volvió para mostrar una zona boscosa que bordeaba la finca y se interrumpió, fija la mirada en dirección a los árboles con el brazo extendido y el índice perforando el aire. —¿Extraño? —repetí yo. Se volvió hacia mí. —Bien, no era eso exactamente. Hizo una pausa y se mordió el labio inferior como si buscara la expresión adecuada en su léxico personal. —A muerto —dijo—. ¿Sabe a qué me refiero? Aguardé a que prosiguiera. —Ya sabe, como cuando un animal se arrastra por algún lugar y muere. Acompañó sus palabras con un leve encogimiento de hombros y me miró en busca de confirmación. Asentí. Estoy muy identificada con el olor de la muerte. —Eso pensé: que se trataba de un perro o tal vez de un mapache muerto. De modo que comencé a revolver entre la maleza con mi rastrillo en el lugar donde el olor parecía más intenso y, como esperaba, encontré un montón de huesos. Nuevo encogimiento de hombros. —Hum... Comenzaba a sentirme incómoda: los enterramientos antiguos no huelen. —De modo que llamé a Gil... —Señaló a su compañero, que fijaba su mirada en el suelo, para recabar su confirmación—... y ambos comenzamos a excavar entre las hojas y los escombros. Lo que descubrimos no me parecieron restos de perros ni de mapaches. Y tras estas palabras cruzó los brazos en su pecho, inclinó la barbilla y se balanceó sobre sus talones. —¿Por qué razón? —Era demasiado grande. - 10 -


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