Julie Kenner Desátame

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especialmente notables. —¿Es de sus oficinas? —Lo era. Ahora ha encontrado un nuevo hogar con una mujer que sabe apreciar la belleza. —¿Usted no la aprecia? —Desde luego, pero opino que la belleza debe compartirse. Doy la vuelta al cuadro para apoyarlo bien contra la pared y al hacerlo veo la desgastada etiqueta del marco. —¡Un Monet! Será una copia, supongo. —Es el original. De lo contrario tendré una palabras muy poco amables con los de Sotheby’s. —Pero… —Es una puesta de sol —me dice con firmeza, como si eso fuera a acallar mis protestas—, y me hace pensar en usted. —Damien… —Y desde luego este regalo es mucho menos valioso que el que usted me dejó en la limusina. —Sus ojos centellean, y sonríe como un diablillo. Noto un cálido placer entre los muslos. —¡Oh…! —exclamo. Mete la mano en el bolsillo y saca un trozo de satén blanco. Lentamente y sin dejar de mirarme, estira las bragas hasta ponerlas a la altura de su nariz y aspira profundamente. Veo que sus ojos se llenan de lujuria y noto la correspondiente reacción entre mis piernas. Tengo que agarrarme al respaldo de la silla para mantener el equilibrio. —Hicieron que el trayecto desde el restaurante hasta mi casa fuera mucho más agradable. Su voz me envuelve y deseo dejarme arrastrar por ella, pero lo único


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