Como ganar amigos e influir sobre las personas

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¡Bonito estado de cosas! Durante centenares de años se habían escrito eruditos volúmenes sobre griego y latín y matemáticas superiores, temas que no interesan un pepino al adulto común. Pero en cuanto al único tema que despierta su sed de conocimiento, que reclama guía y ayuda: ¡nada! Esto explica la presencia de dos mil quinientos adultos en el gran salón de baile del Hotel Pennsylvania en respuesta a un anuncio periodístico. Pues allí, aparentemente, tenían por fin lo que buscaban con tanto afán. En los lejanos tiempos de la escuela o del colegio habían leído y releído libro tras libro, con la idea de que sólo el conocimiento era el "ábrete sésamo" para obtener recompensas financieras y profesionales. Pero unos pocos años en la brega de los negocios y la vida profesional les causaron aguda decepción. Vieron que algunos de los mayores triunfos correspondían, en la vida de los negocios, a hombres que además de sus conocimientos poseían la capacidad de hablar bien, de conquistar gentes a su manera de pensar, y de "vender" sus personalidades y sus ideas. Pronto descubrieron que si se quiere ser capitán y dirigir la nave de los negocios, la personalidad y la facilidad de palabra son más importantes que el conocimiento de los verbos latinos o un diploma de Harvard. El anuncio aparecido en The New York Sun prometía que la reunión en el Hotel Pennsylvania sería sumamente entretenida. Lo fue. Dieciocho personas que habían seguido el curso fueron presentadas ante el altoparlante, y a quince de ellas se les dio precisamente setenta y cinco segundos para que narraran sus experiencias. Sólo setenta y cinco segundos de elocución; luego caía el martillo y el presidente gritaba: ¡Tiempo! ¡El siguiente orador! La función tuvo la velocidad de un rebaño de búfalos disparado por la llanura. Los espectadores permanecieron allí una hora y media. Los oradores eran una muestra cabal de la vida de los negocios en los Estados Unidos: el director de una cadena de tiendas; un panadero; el presidente de una asociación comercial; dos banqueros; un vendedor de camiones; un vendedor de productos químicos; un corredor de seguros; el secretario de una asociación de fabricantes de ladrillos; un contador; un dentista; un arquitecto; un vendedor de whisky; un farmacéutico que había llegado de Indianápolis a Nueva York para seguir el curso; un abogado venido de La Habana para prepararse con el fin de pronunciar un importante discurso de tres minutos. El primer orador tenía el gaélico nombre de Patrick J. O'Haire. Nacido en Irlanda, asistió a la escuela durante cuatro años, emigró a los Estados Unidos, trabajó como mecánico y después como chofer. A los cuarenta años de edad, en aumento su familia, necesitaba más dinero; por ese motivo trató de vender camiones automóviles. Afectado por un complejo de inferioridad que, según sus palabras, le carcomía el corazón, tenía que pasar y volver a pasar frente a una oficina media docena de veces hasta adquirir el valor suficiente para abrir la puerta. Tan desalentado estaba por su actuación como vendedor, que ya pensaba volver a trabajar con sus manos en un taller mecánico, cuando un día recibió una carta en © que se le invitaba a un mitin de organización del Curso Dale Carnegie sobre comunicación eficaz. No quería ir. Temía verse fuera de su medio, encontrarse con una cantidad de profesionales. Su esposa, afligida, insistió en que fuera. -Quizá te dé resultado, Pat -dijo-. Dios sabe que lo necesitas. Fue, pues, al lugar donde se debía realizar la reunión, y durante cinco minutos estuvo en la acera, antes de poder reunir la suficiente confianza en sí mismo para entrar. Las primeras veces que quiso hablar se mareaba de temor. Pero al pasar las semanas perdió todo temor a los oyentes y pronto descubrió que le gustaba hablar, y cuanto mayor público, tanto mejor. Y perdió también el temor a los individuos. Perdió el temor a sus propios clientes. Sus ingresos aumentaron enormemente. Hoy es uno de los mejores vendedores de la ciudad. Aquella noche en el Hotel Pennsylvania, Patrick O'Haire se presentó ante dos mil quinientas personas y narró una alegre, risueña relación de sus realizaciones. Ola tras ola de risas sacudió al auditorio. Pocos oradores profesionales habrían igualado su actuación. El siguiente orador, Godfrey Meyer, era un canoso banquero, padre de siete niños. La primera vez que intentó hablar enmudeció, literalmente, de pánico. Su mente se rehusaba a funcionar. Su historia es claro ejemplo de cómo la dirección de las cosas va a manos de los hombres que saben hablar. Meyer trabajaba en Wall Street y desde hace veinticinco años vive en Clifton, Nueva jersey. Durante ese lapso no tomó parte activa en los asuntos de la comunidad y conoció, a lo sumo, a unas quinientas personas. ® Poco después de inscribirse en el Curso Carnegie recibió su cuenta de impuestos y se enfureció al. ver tasas que consideraba injustas. Ordinariamente se hubiese contentado con quedarse en casa y pasar allí su ira, o ir a comentar la injusticia con sus vecinos. Pero en esta ocasión se puso el sombrero, fue a un mitin ciudadano y dio cauce a su ira en público. A raíz de esa elocuente muestra de indignación, los ciudadanos de Clifton lo instaron a presentar su candidatura a concejal municipal. Durante varias semanas fue Meyer de un mitin a otro, censurando los excesivos gastos municipales. Había noventa y seis candidatos. Cuando se contaron los votos, el nombre de Godfrey Meyer era el que estaba a la cabeza. Casi de la noche a la mañana se había convertido en una figura pública entre las

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