El Summum 38

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Antony and the Johnsons, la formación liderada por Antony Hagerty, acaba de publicar su cuarto álbum bajo el título Swanlights. Transformación es la palabra clave que define un trabajo musicalmente más heterogéneo que los anteriores.

TEXTO DE MAITE FERNÁNDEZ URQUIZA FOTOGRAFÍA DE DON FELIX CERVANTES

Escuché la voz de Antony Hegarty por vez primera al otro lado de una línea telefónica. Me estaban proponiendo reseñar su último disco y lo que sonaba al otro lado me pareció una estructura de blues de los cincuenta traída hasta el presente. Dije sí. Lo bueno de tener una perspectiva outsider es que es incapaz de generar expectativas y, por lo mismo, carece de prejuicios. Entonces no sabía lo importante que iba a resultar este tipo de inocencia a la hora de introducirme en el universo Swanlights. Se ha dicho de este álbum que, viniendo de quien viene, es de una tibieza que roza el tedio. Que se recrea en una contemporaneidad entendida a lo Nyman. Que constituye un conjunto poco cohesionado. Pero, en fin, también se ha dicho que el discurso de Antony es confuso (como si religión, género, ecología, economía y política no lo tuvieran todo que ver). Y muchos se asombran de que un ser humano tan profundamente crítico con el patriarcado y el capitalismo sea capaz de construir mundos tan liberadores y bellos. Cuando lo entrevistan, suele justificarse diciendo que es un solitario, y que por eso sus respuestas parecen las de un loco. Lo que es de locos, a mi entender, es el razonamiento mainstream de quienes realizan las anteriores observaciones, incapaces de comprender la coherencia radical de quien traslada a su arte un proyecto vital, que es el de un ser humano inserto en un mundo con el que no está de acuerdo. Por eso Swanlights es un álbum que cuenta la historia de un proceso perpetuo, igual que la identidad sexual de su autor. Se trata de un álbum redondo, que comienza y termina hablándonos de algo que será nuevo para siempre (en «Everything is new», a la que se retorna sutilmente durante el último minuto de «Christina’s Farm», que cierra el trabajo). Un tipo de novedad que origina excitación y temor, lo que se refleja en el ritmo inquieto y cambiante del tema. Incluso si sólo tuviéramos en cuenta este corte ya percibiríamos que la coherencia global del trabajo se encuentra precisamente en su carácter mutante, en que consigue ser el reflejo de una transformación cícli-

Swanlights Antony and the Johnsons Secretly Canadian, 2010

ca, sin fin, en la que las dicotomías tradicionales (lo masculino y lo femenino, la vida y la muerte) se acercan para fusionarse en un todo continuo. Durante la mayor parte del tiempo, el piano construye los espacios vacíos que llenará una voz que, en palabras de Laurie Anderson, es capaz de recrear todas las emociones de este mundo y, en mis propias palabras, también las de los otros. Una voz que nos abre los ojos a todo aquello que es difícil de comprender en términos explícitos. Al asombro del propio espíritu liberándose del cuerpo en medio del estallido sinfónico de la London Symphony Orchestra (en «Ghost»). Al enigma instrumental de los poco más de 35 segundos de «Violetta», que es como una epifanía: el momento trascendente en que ese espíritu se hace visible. Pero también al misterio definitivo de la canción que da título al álbum, tal vez la más experimental (con ecos finales de nu-jazz que derivan en un tono sostenido de música sacra durante la casi totalidad del último minuto), y a la confusión y melancolía generadas por la pérdida (en «The Spirit was gone»). Y luego están los temas que son un puro acto de agradecimiento salvaje a la vida: la excitación y la alegría de sentirse tocado por el amor de «I’m in love», o el de sobra ya conocido «Thank you for your love», donde finalmente hasta las estructuras clásicas del blues que parecía que iban a ser respetadas se violentan mediante una reiteración compulsiva de palabras y ritmos que es como una declaración de independencia.

Es difícil pensar en una contemporaneidad diletante que se recrea vacuamente en estructuras melódicas experimentales ante temas tan plenos de significado, tan sinceramente humildes, como «The Great White Ocean» (que con la aplastante sencillez de su línea melódica y su sereno acompañamiento de cuerda bien podría pasar por una nana moderna para aquellos que están a punto de dormirse para siempre), o ante «Salt Silver Oxygen», que da rienda suelta a una intuitiva vinculación con lo orgánico: un corte que es una avalancha de imágenes telúricas, una corriente de conciencia plagada de metáforas visuales íntimamente vinculadas a todo lo viviente. Instrumentalmente, música popular de cámara interpretada por la Danish National Chamber Orchestra. En efecto, Swanlights constituye una exploración consciente de la vinculación de un ser humano con una naturaleza creadora, demiúrgica, en la que el tránsito entre la vida y la muerte se traduce en la posibilidad de contemplar momentáneamente lo invisible, en un acontecimiento digno de celebración y pleno de fantasía. Y así lo inevitablemente doloroso, reinterpretado, despliega insospechadas dimensiones de belleza. Nos encontramos de este modo ante una obra que, como la danza butoh de su admirado Kazuo Ohno, genera nuevos mundos que crecen desde el amor, el dolor, la melancolía y, sobre todo, desde una fantasmal inocencia. La banda sonora perfecta para pasear por un País de Oz donde el fantasma tras la máquina es un espíritu de color violeta.

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