Nomen est fatum text

Page 1

Nomen est fatum



nomen est fatum Rosenda Ruiz Figueroa



Algo tienen de predicción, invocación o predestinación y, con ello, un grado de fatalidad, aquéllas palabras por las que, por casualidad o causalidad, te nombran, te llaman, te designan. De ahí: nomen est fatum o nombre es destino.



Nomen est fatum

Durante el embarazo mi madre desarrolló una enorme panza puntiaguda, diferente a las ocasiones anteriores cuando nacieron mujeres. Todos, mejor dicho, todas, a su alrededor: cuñadas, concuñas, madre, suegra, conocidas, le decían que, al fin, tendría un hijo varón. El suegro, mi abuelo, vino a echar a perder la fiesta. —Será niña —sentenció. Como ya había llegado a esa época de la vida del hombre cuando es ignorado por todos, le sonrieron, le dijeron que sí, que claro, por supuesto; pero el abuelo era necio, e insistió. —Será niña —sentenció con voz de mando. —Si es niña, le van a poner el nombre que yo quiera —lanzó el reto el viejo jugador. Mi madre aceptó; ¿tan segura estaba que sería niño? Probablemente no, porque cuando nací mi madre había escogido un nombre para mí: Carmen, por la Virgen del Carmen, patrona de los pescadores y marinos, y estandarte de ejércitos; pero esto ella no lo sabía, fue sólo porque tenía una devoción especial a una pequeña representación de esa virgen, regalo de su padre, quien a su vez la había recibido de su madre, y ella de la suya y… cómo saber desde cuando había estado en la familia. 7


Rosenda Ruiz Figueroa Llegado el momento, el hombre: frío, hosco y poco cariñoso, fue a ver a la nuera (quien, por cierto, no era santo de su devoción), para cobrar la apuesta como corresponde a un jugador que se respeta. —Ni creas que le voy a poner a mi hija el nombre de tu padre o de tu madre —sentenció la recién parida a su marido. El viejo logró hacerse oír: —Se va a llamar Rosenda. Unos y otros intercambiaron miradas, trataron de identificar a algún pariente con ese nombre, pero no encontraron ninguna referencia; nadie en la familia conocida tuvo o tenía ese nombre. Finalmente su esposa, es decir, mi abuela, se atrevió a preguntar por qué. —Se va a llamar Rosenda porque quiere decir: el que nunca perdió una batalla, y para que suene: Rosenda Ruiz. Lo dicho por el abuelo no corresponde a lo que indican las fuentes sobre significado de nombres: es de origen germano y masculino (eso sí dijo mi abuelo) y quiere decir “Aquél que defiende la fama o va en dirección a la gloria a través de las operaciones bélicas”; otra acepción es: “El que logra las expediciones militares exitosas”. Como fuera, a mi madre le gustó y bajo ese pendón fui bautizada, registrada y marcada de por vida… ¿o viceversa? 2016

8


Te llamas Paloma

No se cuando fue la primera vez que la vi, creo que después de que mi madre me contó esa historia de los Reyes Magos y me ayudó a hacer una carta, porque todavía no sabía escribir, para mandarla amarrada de globo al cielo. Se suponía que los Reyes Magos vendrían montados en un elefante, un caballo y un camello, aunque yo no supiera todavía qué era un camello. Después de que mi madre me metió en la cama, me arropó, encendió la lámpara sobre el buró, cubierta con una tela azul, me dio un beso en la frente y salió de la habitación, me levanté sin hacer ruido, pasé la cabeza por debajo de la cortina y, poniéndome de puntillas, me asomé a la calle; pero en lugar de ver hacia arriba, miré abajo. Estaba ahí, enfrente de la puerta cerrada de “La Esperanza”, la tienda de don Justo. Su vestido cambiaba de color según las luces que la iluminaban cuando caminaba a la esquina y regresaba, las de los coches, la roja y blanca de la farmacia de enfrente que prendía y apagaba, la del arbotante que siempre estaba “haciendo corto” (decía mi madre). De pronto era azul, o verde, o morado, o negro, o dorado, pero siempre brillante; le quedaba arriba de las rodillas, como las falditas que usaban mis primas y mi madre calificaba 9


Rosenda Ruiz Figueroa de indecentes, tenía unos tirantes delgados y se veía la raya de sus senos, pegado en la cintura y las caderas, como los vestidos que usaba mi madre cuando salía de noche con mi padre. Desde ese día, todas las noches me deslizaba en silencio fuera de la cama para asomarme, estirando los pies, por debajo de la cortina, y verla. Siempre estaba ahí. Si hacía calor, movía una mano frente a su cara, como si fuera un abanico, si hacía frío frotaba los brazos como abrazándose, si llovía se pegaba a la pared bajo la solera de la tienda; la luz del foco pelón que don Justo dejaba encendido por las noches, tornaba rojo el vestido. Al principio pensaba que usaba muchos vestidos, pero después me di cuenta que siempre era el mismo. De una bolsa negra, pequeña, que sujetaba por una cadena dorada, sacaba una cajetilla, tomaba un cigarro y lo encendía con un cerillo. Y seguía caminando y caminando, de la esquina a la tienda y de la tienda a la esquina, por mucho tiempo. Yo la observaba un rato, cuando se me cerraban los ojos de sueño, regresaba a la cama. Sin darme cuenta dejé de pararme de puntillas; mis piernas ya eran suficientemente largas para meterme debajo de la cortina y ver a esa mujer misteriosa que todas las noches se paraba ahí, en la acera de enfrente del edificio donde yo vivía, frente a la tienda de don Justo, desde la ventana de mi recámara. Siempre brillando con su vestido que cambiaba de colores, sus zapatos de tacón, las medias negras medio transparentes, la bolsa negra sujeta por la cadena y el pelo oscuro, largo, cayendo por su espalda; caminaba de la tienda a la esquina y de regreso. 10


nomen est fatum Unos autos pasaban de largo, otros se detenían un poco y seguían su camino, otros se paraban frente a ella; entonces se agachaba, se asomaba por la ventanilla, con una mano aventaba el pelo hacia atrás. A veces, daba la vuelta al coche y se subía en el asiento delantero, junto al conductor, y se iban; otras, se enderezaba seria, el auto se alejaba y, otras más, se enojaba, pateaba el coche, gritaba groserías y levantaba el brazo echándolo rápido para atrás. En esas ocasiones, subía el vestido, sacaba de la orilla de su media derecha una ánfora plateada muy pequeña, la abría, bebía, la colocaba entre la media y la pierna, y volvía a su caminar de un lado a otro. Todas las noches, lloviera, hiciera calor o frío; no importaba el mes, el día; si eran vacaciones, Semana Santa o Navidad, siempre estaba ahí. Aunque no entendía de qué se trataba, para mí sólo era la mujer que dejaba ver sus piernas y la parte superior de sus senos con ese vestido sorprendente, mágico, que cambiaba de color con la luz. Algo me decía que no podía contarle nada a mi madre, no entendería. Ella no podía comprender que esa persona brillante, que caminaba tres pisos abajo de mi habitación, en la calle, me parecía tan hermosa que no podía dormir si no la veía. En el primer año de primaria la profesora pidió que dibujáramos a un ser que sen-tíamos nos cuidaba por las noches; siendo un colegio católico, esperaba que dibujáramos al ángel de la guarda, una virgen o al mismo Jesús. Así hicieron mis compañeros; yo no. 11


Rosenda Ruiz Figueroa Con trazos torpes hice la figura de una mujer de piernas largas, ojos grandes y pelo café sobre los hombros. Mi madre observaba sentada junto a mí. Al principio pensó que la dibujaba a ella y le pareció divertido, pero cuando puse la boca muy roja, el vestido muy corto y los tacones muy altos, arrugó la frente. —¿Quién es? —preguntó. —Un hada —dije. —Pero las hadas usan vestidos largos y tienen alas. Mi hada no… Mi hada caminaba toda la noche, un vestido largo la hubiera hecho tropezar y caer sobre la acera, uno corto como el que usaba era mucho más práctico, no le estorbaba al inclinarse frente a la ventanilla de los coches o al recargarse en la pared, además, en días de lluvia un vestido largo hubiera arrastrado sobre el piso y se hubiera ensuciado, tal vez hubiera dejado de ser brillante. Pero no se lo dije a mi madre, sólo lo pensé. —No necesita alas —eso sí le respondí. —Entonces, ¿no vuela? —No, cuando necesita irse, se va en un coche. Mi madre rió, me despeinó y se fue a la cocina. Ya no le dije que eran diferentes coches. El problema fue cuando quise colorear el vestido, primero puse verde, luego rojo, luego azul, luego morado, luego dorado; me acerqué a la lámpara con la hoja en la mano, no resultó…Era un verdadero desastre, la capa de colores era simplemente negra. Me sentí frustrado. Mis sollozos atrajeron a mi madre, me abrazó, me preguntó qué pasaba. No pude explicarle, porque no sabía como decirle que el vestido de mi hada era mágico y cambiaba de color con la luz, no sabía cuál escoger para pintarlo. 12


nomen est fatum 2 Así como otros niños se hincaban en la cama frente a la imagen del angelito güero y recitaban sin entender aquello de “Angel de la guarda, dulce compañía…”, yo, noche a noche, antes de dormir, me asomaba a la ventana para asegurarme que la mujer con el vestido de color indefinible estaba ahí. Mis piernas crecieron; ahora tenía que agacharme para asomar apenas la cabeza por el borde de la ventana de manera que nadie pudiera verme desde afuera. Seguro que la mujer nunca me vería porque no levantaba la cabeza hacia el edificio, sólo ponía atención a los coches que circulaban por la avenida, eran la razón por la que ella estaba ahí caminando de un lado a otro, fumando su cigarro, pegándose a la pared bajo la solera de “La Esperanza” cuando llovía, sin gabardina, suéter o abrigo, subiendo el tirante de vez en cuando y tomando tragos de la pequeña ánfora sacada de su media negra; el vestido cambiando de color con las luces: verde, azul, morado, rojo, pardo, dorado, negro… Una noche fue rojo y azul al mismo tiempo. Las luces de la torreta de una patrulla la iluminaron, ella caminó rápido por primera vez, como si quisiera cruzar la avenida, pero la patrulla le cerró el paso poniéndose casi en sentido contrario. Levantó los brazos y los dejó caer, golpeando su pierna con la bolsa negra. Dos policías bajaron, ella caminó hacia atrás, poniendo las manos al frente, algo les decía pero yo no oía nada, estaba demasiado lejos. Me pegué a la ventana sin importarme que alguien me viera. La inmobilizaron sujetándola por los brazos, intentó zafarse, 13


Rosenda Ruiz Figueroa su vestido cambiando de color a cada instante, el tirante resbaló sobre el hombro, movía la cabeza y el pelo, alcancé a escuchar que decía algunas groserías. No podía hacer nada; hubiera querido gritarles “¡Déjenla en paz!”, pero mi madre hubiera oído; hubiera querido bajar volando y darles de golpes en medio de las piernas a esos dos abusivos que estaban arrugando su vestido, pero, como el hada de hacía unos años, yo tampoco tenía alas. Así que me quedé ahí, con la nariz y las manos pegadas al vidrio frío, mientras la empujaron a la parte trasera de la patrulla, los policías subieron adelante y se marcharon con la torreta iluminando la calle y los edificios de rojo y azul. Esa noche me dormí llorando. Ya era demasiado grande para que mi madre me arropara y prendiera la lámpara cubierta por la tela azul, al ir a la cama; iba solo a la recámara, me quitaba la ropa, me ponía la pijama, cerraba la puerta con el seguro, apagaba la luz y, ya no de frente, sino por el costado de la ventana, movía lento la cortina e inclinaba la cabeza para ver a la mujer caminando eternamente de la esquina a la tienda y de la tienda a la esquina. Seguía sin saber de qué color era ese vestido que, a un tiempo, era rojo, morado, verde, azul, negro, dorado, según la luz que lo tocara; ya no pensaba que era mágico y había algo más que ya entendía: era una mujer de la calle. Así me lo hizo saber Dan1, mi vecino judío del piso de arriba, 1

El que sabe juzgar.

14


nomen est fatum cuando le conté, como un secreto, que la miraba pasear todas las noches en la acera frente a “La Esperanza”. —Es una mala mujer —aseguró. Dan era un par de años mayor, así que yo confiaba en lo que me dijera. —¿A qué te refieres? —Es una mujer de la calle —me miró como miran los mayores a los chicos, con lástima porque no sabemos nada, —se va con los hombres y hacen…, ya sabes, cosas que sólo se deben hacer con la esposa. No pregunté más, pero no sabía qué cosas debían hacerse sólo con la esposa. Me quedé con la duda, pero desde esa noche la mujer me pareció diferente. Seguía siendo brillante, hermosa, con su cigarro humeando a la luz del arbotante que vacilaba entre estar prendido y apagarse; cambiando de color según el lugar donde se detenía y el titilar del anuncio de la farmacia, con el pelo oscuro, largo, y el tirante resbalando por el hombro; bebiendo del ánfora plateada cuando se enfadaba mientras sujetaba la bolsa negra por la cadena dorada. Pero ya no era igual; como si me hubiera traicionado, dejó de ser parte de las hadas y las mujeres lindas de mis historias infantiles. Aún así, tenía que verla cada noche antes de dormir. Había terminado la primaria la primera vez que soñé con ella. Fue una noche en que estuve más tiempo mirándola. Parecía un poco cansada, arrastraba los zapatos de tacón cuando paseaba de la esquina a la tienda y de regreso, la bolsa negra colgando de su muñeca, como si la tuviera amarrada. Fumaba un

15


Rosenda Ruiz Figueroa cigarro tras otro y sacaba el ánfora de la media sin que hubiera peleado con nadie. Tal vez estaba nerviosa o tenía un problema. Se acercaba demasiado a la orilla de la acera. Las luces de los coches hacían cambiar de color el vestido, brillaba más por las gotas que levantaban de los charcos dejados por la lluvia. Algunos se detuvieron y ella se inclinó para hablar con el conductor, pero no subió a ninguno. Ya era muy tarde cuando una enorme camioneta blanca de carga cerrada se detuvo, un hombre grande y gordo bajó, se acercó, le dijo algo, ella echó el pelo hacia atrás, él señaló a la camioneta, ella movió la cabeza de arriba a abajo. El hombre abrió las puertas traseras; cuando subió se le cayó un zapato, el hombre lo recogió, lo sujetó con los dientes y entró en la camioneta, cerró las puertas. La luz del arbotante, de la solera de “La Esperanza”, de la farmacia y de los coches, me dejaban ver como la camioneta se bamboleaba como si estuviera en medio de un terremoto. No duró mucho. Se abrieron las puertas, el hombre bajó, sacó cargando por la cintura a la mujer, la puso en el piso, intentó darle un beso pero ella hizo la cabeza hacia atrás y hacia arriba; por primera vez, desde mi ventana, pude ver su cara, no muy claro, pero tenía los ojos grandes y los labios rojos como había imaginado. Me alejé de la ventana pensando que tal vez me había visto. Me metí en la cama y cerré los ojos. Soñé con ella, soñé que era yo quien entraba por la puerta trasera de la camioneta siguiéndola, con su zapato en la boca, que se quitaba frente a mí el vestido de color indefinible, que su cuerpo desnudo me abrazaba. 16


nomen est fatum Nunca había visto el cuerpo desnudo de una mujer, pero lo imaginaba por lo que contaba Dan, y por los dibujos que hacían mis compañeros en el baño del colegio y que luego los padres nos obligaban a repintar. Así que, en mi sueño, toqué el cuerpo de la mujer, vi sus partes, la besé e hice con ella algo que hizo bambolear la camioneta. Dan empezó a fumar en secreto. Se asomaba por el rellano de la escalera y, con un gesto, me invitaba a subir a la azotea con él. Yo lo seguía, lo veía abrir la mano sudorosa con el cigarro medio doblado y húmedo, ponerlo en su boca y darle fuego con el encendedor de la estufa de su madre; pero yo, no probaba. Seguro mi madre se hubiera dado cuenta y me habría dado la paliza de mi vida. Dan era más valiente y más grande, y su madre trabajaba, sólo estaba una sirvienta con él durante todo el día porque no tenía hermanos. Yo tenía dos hermanas metiches y latosas que le contaban todo a mi madre. La azotea, con las jaulas para tender la ropa y los lavaderos comunales, era un lugar seguro por la tarde, cuando empezaba a oscurecer. La vecina del primer piso, una chica de unos dieciséis o diecisiete años se refugiaba ahí con el novio de turno; platicaban, se tomaban de las manos, un abrazo rápido, un beso aún más rápido. Dan decía que era una buena chica porque no era como la vecina del 14 que sorprendíamos pegada a los tinacos, enfrascada en una especie de lucha grecorromana con el novio de siempre, con la blusa medio subida y las bocas unidas. Sin molestar, nos íbamos atrás del tanque de gas el tiempo 17


Rosenda Ruiz Figueroa suficiente para que Dan fumara su cigarro mientras platicábamos. Ahí fue donde vi el color del vestido de la mujer de la calle. En la jaula del departamento 8, el que apenas una semana antes se había ocupado, habían colocado un armazón de madera recubierto de una malla de alambre con hoyos hexagonales y, dentro de ello, había una paloma, pequeña y regordeta. Me acerqué a verla. —No te acerques, las palomas tienen corucos —me advirtió Dan. Me agaché a mirar. Estaba sorprendido. —Dan, dime una cosa. —¿Qué? —¿De qué color es esta paloma? Dan estiró el cuello para ver sobre mi hombro. —Negra. La paloma caminaba de un extremo a otro de la jaula, mostrándome un ojo redondo y rojo y, al dar la vuelta, el otro; el pico entreabierto, con gesto fiero. —No, Dan, no es negra. —¿Entonces? —No sé, pero no es negra. El sol del atardecer daba directo sobre las jaulas, el cuello de la paloma cambiaba de color reflejando la luz: verde, azul, rojizo, morado. Esa noche, al verla en su eterno caminar, me pareció que sus ojos eran rojos y que sus labios estaban entreabiertos, como la

18


nomen est fatum furiosa paloma encerrada, mientras su vestido cambiada de color con cada movimiento. Tenía catorce años cuando, de madrugada, mi padre se puso mal. El dolor no le permitía levantarse de la cama y mi madre no quería separarse de él. —Tienes que ir a la farmacia —dijo al tiempo que trataba de abrir la puerta de mi habitación. Me levanté a quitar el seguro. Nunca había salido solo de noche. Mis mayores incursiones habían sido bajar del autobús del colegio en la esquina anterior y caminar al edificio o, por la tarde, cruzar la calle para comprar algún dulce en “La Esperanza”. —Anda, vístete —mi madre estaba nerviosa. —Mejor no, sólo ponte el abrigo encima y unos zapatos —mientras lo decía me puso el abrigo y se inclinó para ponerme los zapatos. Alejé sus manos y me los puse yo mismo. —Con mucho cuidado, sólo cruza a la farmacia y pídele al señor que te de algo para el dolor. Dile que es para tu padre — seguía hablando. Yo asentía mirándola. —Directo a la farmacia, ¿eh?, desde aquí te voy a estar viendo —señaló mi ventana. Agarré los billetes que me ofrecía, cerré los botones del abrigo y salí. Bajé las escaleras del edificio escuchando el ruido de mis zapatos. Abrí la puerta pesada de hierro y vidrio, me pareció que rechinó más fuerte de lo normal. Miré a ambos lados de la calle, me fijé que no estuviera dando la vuelta ningún auto desde la 19


Rosenda Ruiz Figueroa avenida. Estaba parada bajo el arbotante, el vestido brillando en verde, con tonos azules y dorados. Crucé la calle. La farmacia sólo tenía abierta la ventanilla pequeña. Golpeé con los nudillos sobre la cortina; el metal resonó fuerte, sentí que todos los vecinos se despertaban. —Dime —dijeron unos ojos cubiertos con anteojos. —Necesito un medicamento para mi padre. —¿Qué medicamento? —No sé, algo para el dolor. —¿El dolor de qué? —Mi mamá me dijo que le dijera que era para mi padre, usted ya sabe —miré hacia mi ventana buscando apoyo, ahí estaba mi madre. Había encendido la luz de mi habitación. —¿Quién es tu mamá? —Es la señora Marta2, de ahí enfrente —levanté el brazo señalando. El hombre dirigió la mirada hacia mi ventana. —¡Ah! ¿Se puso mal? —se alejó de la ventanilla. Esperé mirando por el rabillo del ojo, sin girar la cabeza, a la mujer caminando en la esquina de “La Esperanza”, fumando un cigarro, parecía contar los pasos, con la cabeza dirigida al piso. Un coche se acercó a la acera, el vidrio bajó y salió la cabeza de un hombre. —¡Oye tú! —La mujer se acercó al coche, el hombre gritó otra vez —¿Cuánto por dos? —¿Por dos, qué? —su voz era áspera, como de una vieja. El 2

La que reina en el hogar.

20


nomen est fatum hombre sacó una mano con el índice y el medio levantados y la agitó de un lado a otro. —¿Uno a la vez o los dos juntos? —preguntó la mujer inclinándose frente a la ventanilla. No oí que dijo el hombre, no oí que dijo la mujer. El farmacéutico sacaba la mano por la ventanilla, puso ante mí una bolsa de plástico con un medicamento dentro. —Deja de estar mirando lo que no debes —dijo. Negué con la cabeza, tomé la bolsa y le tendí los billetes. —Que me lo pague mañana tu mamá. Córrele a tu casa. Cuando di la vuelta para cruzar la calle, ni el coche ni la mujer estaban ahí. Se había ido con ellos. A partir de esa madrugada, se instaló en mis pensamientos. En las tardes, sentado junto a Dan en la azotea, me parecía que la paloma era igual a ella, que daba los pasos levantando las patas igual como ella hacía con sus pies, que giraba el cuello como ella giraba la cintura cuando se acercaba a la acera y po-nía la mano sobre la cadera; en las noches, la veía recorrer la pequeña distancia entre la esquina y la puerta de “La Esperanza” y pensaba en la paloma recorriendo desesperada el palomar de un extremo a otro, pegada a la malla de alambre. Para mí, eran lo mismo. Una noche, cuando mis padres ya se habían acostado, en calcetines, tomé la lámpara de mano del cajón de la cocina, abrí con sigilo la puerta, puse un tenis para que no se cerrara y subí a la azotea.

21


Rosenda Ruiz Figueroa Me paré frente al palomar y encendí la lámpara. Ahí estaba, con los ojos abiertos, mirándome, como si me esperara. —cucu cucu —hacía, bajito. Giraba la cabeza y las plumas de su cuello eran verdes, azules, doradas, negras, rojas, cambiaban de color, como el vestido. —¿Cómo se llama ese color? —le pregunté. —cucu cucu —seguía haciendo. —¿Qué significa “cuanto por dos”? —le pregunté. —cucu cucu —respondió. Me senté en el piso frío y desigual del techo. Sentí pequeñas piedras enterrándose en mis nalgas. Doblé y crucé las piernas, me incliné y apunté la lámpara de nuevo a la paloma, la moví lentamente, arriba, abajo, a un lado, al otro, cada movimiento hacía que las plumas cambiaran de color, hacia abajo casi negras; hacia arriba verdes y luego azules; a la derecha, rojizas, doradas; a la izquierda: moradas, cafés. Puse la lámpara entre mis piernas, sobre los tobillos, dirigida al palomar, recargué los codos en las rodillas y las mejillas en las palmas. No quería dejar de mirarla. Ni ella a mí, un ojo a la vez; caminaba a la derecha y su ojo izquierdo fijo en mí, llegaba al extremo del palomar, daba la vuelta, caminaba a la izquierda y su ojo derecho no me perdía de vista. Caminando y caminando sin parar; igual que ella, podía pasar toda la noche sin detenerse, mientras las luces la iluminaran y pudiera lucir los colores secretos de su vestimenta. Bajé al departamento cuando el frío me había dejado congelado. Nadie se dio cuenta; sin hacer ningún ruido, retiré el tenis que mantenía la puerta abierta, apenas se oyó un diminuto click 22


nomen est fatum al cerrarse. Entré en mi habitación. Tenía que abrigarme, pero mi deseo de verla era mayor. Me asomé por la ventana; sin ocultarme, corrí la cortina y me paré al centro. Ella no levantó la vista. Estaba parada en la esquina, mirando a la avenida, las luces de los coches ponían verde su vestido del lado derecho, la luz del arbotante hacía su pecho rojo, la luz del anuncio de la farmacia convertía en negro, morado y dorado el lado izquierdo. Si hubiera conocido la palabra, hubiera dicho que era mi obsesión. Soñaba con ella. La veía, la tocaba, hacía caer el vestido al piso, alrededor de sus piernas, en medio de haces de luz de colores; veía su cintura, su ombligo, su cadera, sus senos, el pubis, toda blanca ya sin los reflejos del vestido, como esas mujeres desnudas de las fotos de las revistas que miraba en el puesto de periódicos. Pasaba la tarde en la azotea, a veces con Dan, a veces solo, mirando a la paloma y fumando (ya había aprendido). Bajaba cuando estaba oscuro y me colocaba en la ventana. La miraba caminar, encender el cigarro y tomar sorbos de la ánfora; agitar la mano para darse aire en noches calientes, abrazar los hombros en noches de frío; mover la cadera, inclinarse ante la ventanilla de los coches, subirse levantando exageradamente las piernas cubiertas por las medias negras; bajar, acomodarse el vestido despidiendo destellos multicolores, como la paloma de la jaula. Mi madre ya no me veía de frente. De soslayo, ponía sus ojos tristes en mí como si quisiera lamentar que hubiera crecido. 23


Rosenda Ruiz Figueroa Cambiaba mis sábanas y mi pijama con mayor frecuencia; no me decía nada. Mi padre me observaba a ratos, a la mitad del partido de futbol que pasaban en la televisión o por arriba del periódico. Tampoco decía nada, pero su mirada era distinta, parecía un poco divertida. Entre ellos, sí hablaban. Mi madre se quejaba de mí, decía que mi salud estaba en riesgo, que estaba ojeroso. —¡Eso no es normal, por Dios! —repetía siempre mi madre. —El padre dice que es pecado. —A su edad es normal —respondía mi padre con fastidio. —O sea que tú lo hiciste también, ¡cochino! —empezaba mi madre el pleito y se iban por esos vericuetos en que acababan reclamándose desde la primera novia de mi padre y el primer beso de mi madre, hasta llegar a los sueños adolescentes, cumplidos o no cumplidos, sucios o limpios, buenos o malos. Ni para qué meterse. Yo lo único que quería era saber, tocar, sentir cómo eran esas plumas del cuello de la paloma y el vestido de la mujer que las hacía mágicas. Porque, sí, para ese momento, creía otra vez en que eran mágicas. A las escapadas nocturnas a la azotea para observar a la paloma, agregué la primera y única, de mi adolescencia a la calle. La miraba por la ventana caminar de la esquina, a “La Esperanza” y volver a la esquina, lentamente, arrastrando un poco los pies, me parecía que el vestido le quedaba más corto y, con más frecuencia, se caía el tirante de su hombro; también, con más frecuencia, se recargaba en el poste o en la pared, levantaba el 24


nomen est fatum lado derecho del vestido, sacaba la ánfora, tomaba un trago y la volvía a poner entre la media negra y su pierna. No podía esperar más, cada noche que pasaba, el vestido tenía menos colores. En el entrepaño del clóset, entre mis suéteres, tenía un sobre con dinero que mi abuelo me regaló al cumplir quince años. Eran varios billetes, una fortuna para mí. Lo guardé en la bolsa trasera del pantalón. Me puse una chamarra, entreabrí la puerta de la recámara para asegurarme que nadie estaba despierto; con el tenis en la mano, llegué a la entrada del departamento, abrí, coloqué el tenis para que no se cerrara la puerta, bajé las escaleras de puntillas, abrí la puerta del edificio levantándola un poco para evitar el chirrido. Me paré en la acera. Del otro lado de la calle, ella caminaba incansable, de la esquina a la tienda, de la tienda a la esquina. Respiré profundo, enderecé la espalda para parecer más grande y crucé la calle. Me miró un segundo y volteó la cara. Me acerqué. —¿Se puso mal tu papá otra vez? —me preguntó. ¿Cómo sabía? ¿Reparó en mí la madrugada en que fui a la farmacia? Me sonrió. Era la primera vez que la veía de frente; era la primera vez que veía su rostro de verdad, la luz del foco de la solera de “La Esperanza” la iluminaba. Era blanca, muy blanca, su boca muy roja, sus mejillas también. El rostro redondo, la nariz un poco larga y como jalada hacia abajo, parecida al pico de la paloma. No era bonita, pero sus dientes brillaban amarillentos 25


Rosenda Ruiz Figueroa en su sonrisa y sus ojos grandes y negros, no rojos como los de la paloma, con pestañas largas y las cejas pintadas, me gustaron. Le sonreí. —No —dije por fin, —me escapé un rato de casa —me arrepentí al momento, iba a pensar que yo era un niñito de mamá. —Pues no está bien —me miró de arriba a abajo, —y, ¿a dónde vas?, ¿a ver a tu novia? —Sí —no sé porqué contesté eso. —No —respiré profundo para darme valor y dije —Salí a verte a ti. Arqueó una ceja como hacían las actrices de las películas de Pedro Infante. —¿Y qué querías verme a mí? —Hace mucho tiempo que te veo desde mi ventana —la señalé. —Me gustas mucho y quiero estar contigo. Estaba tan sorprendida que no hizo ese movimiento de ladear la cadera y poner la mano encima, ni se inclinó al frente mostrando más los pechos, ni echó el pelo hacia atrás por arriba del hombro; sólo me miró, tomó mi mano y caminó hacia un rincón oscuro, cerca de la puerta de la farmacia, haciendo brillar los colores de su vestido a cada paso. Me tocó el rostro con una mano larga, delgada y fría, como si fuera una madre; me miró a los ojos. —Yo cobro —dijo. —Lo sé. —No tienes coche. —Lo sé. —¿Qué va a pasar si tus padres saben? —No sabrán. 26


nomen est fatum Levantó la bolsa negra, la abrió, sacó un papelito arrugado, lo estiró, sacó una pluma y escribió algo. Me lo dio. —Ahora ve a tu casa. Iba a protestar. —Ve a tu casa. Se alejó de mí caminando por la acera hacia el interior de la colonia, no hacia la avenida. Entré en casa, me asomé a la ventana. Esa noche no regresó. En el papel arrugado había una dirección, una fecha y una hora, anotadas. Debía escapar de la escuela para poder ir, pero no me importó. Tenía que hacerlo. Era un edificio de dos pisos, mal pintado, con el portón de metal abierto, en la misma colonia en donde vivíamos pero “del lado feo”, como decía mi madre. Había mujeres en los lavaderos comunales a la mitad del patio y niños pequeños jugando con triciclos desvencijados. Pasé rápido, no quería que me vieran o me hablaran. Subí las escaleras, tercera puerta a la derecha, una maceta de flores blancas enfrente, todo estaba anotado en el papel. Toqué sobre el vidrio de la parte superior. Abrió la puerta. A la luz del día su rostro parecía ajado, viejo. Llevaba un vestido blanco que hacía su piel más blanca todavía. Me hizo entrar. Una habitación pequeña con muebles de sala pequeños, una mesa de vidrio con cuatro sillas. Me tomó de la mano y me llevó directamente a la recámara, la ventana abierta, la cortina abierta, mucha luz. 27


Rosenda Ruiz Figueroa —No —dije, —así no. Frunció el ceño. —Quiero que te pongas el vestido que usas en la noche y que cierres las cortinas, que esté oscuro. Noté que se entristeció, pero me hizo caso. Cerró las cortinas, puso encima una especie de cobija negra para que quedara oscuro. Sacó algo de un ropero de madera, entró al baño. Mientras, yo saqué la lámpara de mano, me senté en la cama y la encendí. Cuando abrió la puerta, apunté la luz hacia ella y los destellos de colores iluminaron la habitación; azul, verde, rojo, morado, café, dorado, negro. —¿De qué color es tu vestido? —pregunté. —No sé, ¿negro? —No, no es negro. ¿Cómo te llamas? —Ernestina3 —dijo. —Te llamas Paloma4 —corregí. —Como quieras —sonrió. Como en mis sueños, con la luz de la lámpara del buró y de mi lámpara de mano, vi los colores del vestido mientras bajaba los tirantes, abría el cierre de su espalda y, lentamente, fui dejándolo caer hasta que quedó hecho un ovillo alrededor de sus pies. Su piel blanca, no tan tersa, su cuerpo un tanto regordete, flácido, en el que se hundían mis manos al acariciarla; sus senos grandes, con pezones rosados, su pubis blanco, sin vello. 3  4

Combatiente. Seria. Apacible y mansa.

28


nomen est fatum Me llevó a la cama, me quitó la ropa poco a poco, me puso un condón y me enseñó como se hace el amor, sin que haya amor, hasta creérmelo. El vestido en el piso, brillando en colores con los haces de luz provocados por los movimientos que la cama desvencijada contagiaba al buró y la lámpara, fue el testigo de mi experiencia. Al terminar, volví a insistir: —Dime el nombre del color de tu vestido. Se rió. —No sé, creo que es negro. Ya sabía que era real, que era mujer, que yo era hombre, que no era joven, que no era un hada, que yo había dejado de ser niño; pero aún no podía describir ese color que había acompañado mis noches durante casi toda la vida. Sólo lo había visto en su vestido y en el cuello de la paloma prisionera. Tenía que mostrárselo. Subí a la azotea, rompí los candados, agarré la paloma con ambas manos y traté de arrancarle una pluma del cuello, pero cada vez que lo intentaba, furiosa lanzaba un picotazo y me veía con esos ojos rojos salvajes. No tuve más remedio; la maté. Le arranqué las plumas del cuello, vi su piel blanca; bajé corriendo sin cuidar el ruido de mis zapatos en la escalera, abrí la puerta del edificio sin importarme que chirriara, crucé la calle. No la vi. Las luces de la torreta de la patrulla acercándose me dieron la pista, hacían despedir reflejos dorados, azules y morados de algo en el piso. Estaba sentada en la acera, con la espalda recargada en la 29


Rosenda Ruiz Figueroa pared de “La Esperanza”, atrás de una bolsa de basura, la cabeza girada a un lado, el ojo redondo abierto, el tirante del vestido colgando en el brazo, el escote mostrando la parte superior de los senos, las medias rotas dejando ver los muslos blancos, el vestido subido hasta la orilla de los calzones negros, un zapato en el pie y otro en la acera. La patrulla se detuvo junto a mí, bajaron dos policías, se inclinaron ante ella. —Está muerta —dijo uno. —La ahorcaron y señaló un lazo alrededor del cuello —empezó a dar claves por el radio. El segundo policía se dio cuenta de mi existencia, me tomó del brazo. —¿Qué haces aquí, chamaco? —Sólo vine a decirle que su vestido es color cuello de paloma —mostré las plumas, pero ya eran negras, el viento las voló y se posaron sobre el vestido que ahora, también, era simplemente negro. No me creyeron; así que ahora mi ropa es color caqui, no brilla con las luces ni despide destellos de colores; camino incansablemente de extremo a extremo de la celda, pero nunca llego a la esquina de un lado ni a “La Esperanza”, del otro. 1981

30


Si hubieras querido

Soledad es una chica de grandes ojos negros, tristes, rodeados de una línea también negra, tan oscura como el color de su cabello lacio y tieso, una melena corta que cubre el ojo derecho de manera poco natural; su piel morena; los labios resecos, gruesos, en la boca que se ve pequeña junto al piercing plateado al lado izquierdo. Es tan delgada que no hay forma que llene los pantalones negros entubados; camina como si trajera un enorme peso en la espalda, con los hombros inclinados siempre hacia adelante. Soledad nunca sonríe, pero llora mucho; habla poco, pero grita mucho; come casi nada, pero vomita mucho. Soledad está triste. Mamá no entiende porqué se mueve tan lento, evita las fiestas familiares, odia los vestidos brillantes, pasa el tiempo con ese grupo de oscuros y silenciosos jovencitos que no tienen oficio ni beneficio. Mamá la hostiga todos los días, a todas horas, para que cambie de peinado, se ponga tacones, se ría un poco, tenga un novio como todas, estudie con ganas, salga a divertirse como una chica normal de su edad. —¡Sólo quiero que seas feliz! —grita desesperada, después de verla llorar sobre el desayuno por centésima vez, susurrar que el 31


Rosenda Ruiz Figueroa mundo es una mierda, que nada vale la pena, después de sentir esa mirada hambrienta de cariño que no reconoce que ella la ama con todo su corazón. —¡Sólo quiero que seas feliz! —repite mientras Soledad camina encorvada, sollozando, hacia su dormitorio —¿Me oyes? —¡Sí! —grita, por fin, parada en el quicio de la puerta —¡Te oigo, te oigo! —arrastra los dedos sobre sus mejillas, sus uñas negras son tan cortas que no arañan la piel. —¡Te oigo, te oigo! —contesta, irritada. —Sólo quiero que seas feliz —insiste quedo la madre asustada de la reacción que nunca le había visto. —¡Mentira!, ¡mentira! —Soledad, descontrolada, golpea con los puños las paredes del pasillo. —¡Claro que sí, hija! ¡Yo te… —su voz se corta al verla caminar hacia ella con los puños apretados y la boca fruncida, la mirada furiosa entre el pelo negro. —¡No es cierto! —con el rostro a unos centímetros de la madre, con la espalda erguida, escupe las palabras —si hubieras querido que fuera feliz, no me hubieras llamado Soledad. 2010

32


Las formas de Prometeo5

México, D.F. a 8 de diciembre de 2013 Sr. Lic. xxx xxxxxxxxxxxxx Subsecretario de Educación Media Básica Secretaría de Educación Pública Presente Estimado Sr. Subsecretario: En respuesta a su atenta solicitud, me permito informarle sobre la situación de la Escuela Secundaria no. 139, “Lázaro Cárdenas del Río”, que se ha comentado en las redes sociales. Hace dos meses, el Director del plantel, Lic. XXXXXXXXXX, reportó el caso de un estudiante que presentó un cuadro de tos seca, parecido al asma, tenía también irritación en la piel, ojos llorosos y estornudos. La orientadora solicitó a los padres que lo atendieran para evitar contagios; comunicaron a la escuela que el médico lo diag-nosticó con alergia al polvo; hasta la fecha no ha superado el problema a pesar de los medicamentos. 5  El que es semejante a Dios.

33


Rosenda Ruiz Figueroa Poco después aparecieron otros incidentes similares. A la fecha, hay aproximadamente 341 casos, lo que representa un poco más del 50% de la población estudiantil, en ambos turnos. Aunque algunos padres reportan haber atendido a sus hijos, los síntomas no han desaparecido. Como medida preventiva, se obliga a todos los estudiantes a usar tapabocas. Es importante señalar que la escuela no presenta problemas de higiene, se hace la limpieza todos los días y no hay acumulación de basura o polvo, como ha constatado el inspector de la Secretaría de Salud que nos visitó la semana pasada. Es importante hacerle notar también, que la escuela está enclavada en una zona de pobreza extrema, por lo que los estudiantes están expuestos a condiciones antihigiénicas graves: polvo, suciedad, basura, aguas estancadas; entre otros, incluyendo la presencia de fábricas que utilizan sustancias químicas peligrosas. Dado lo anterior, reitero que la escuela se deslinda de cualquier responsabilidad y niega los comentarios mal intencionados vertidos en las redes sociales. Sin otro particular, quedo a sus órdenes. XXXXXXXXXXXXXXXXXXXX Supervisor de la Zona 24 Coordinación de Educación Media Básica 2 El Doctor Prometeo Alcocer entró a la oficina del Doctor Garciadiego, director del Instituto Nacional de Investigaciones Neurosiquiátricas. 34


nomen est fatum —¿Me mandaste llamar? —Pasa, siéntate —el director se levantó solícito, le dio la mano. —¿Sabes por qué te pedí venir? Alcocer llevaba casi cuarenta años trabajando en el Instituto; era uno de los investigadores más destacados, con nivel cinco en el Sistema Nacional de Investigadores, gran cantidad de publicaciones internacionales y múltiples reconocimientos. Lo sa-bía. —Te escucho —dijo al tiempo que se sentaba. Garcíadiego carraspeó, se acomodó la corbata. —Bueno —respiró profundo, —tú sabes lo que pasa. Alcocer no respondió, no se movió. Garcíadiego sacó del cajón un fascículo de la Journal of Cognitive Neuroscience y lo puso suavemente sobre el escritorio. —¿Cómo pudiste publicar esto? —empezó con una voz tranquila. —¿Cómo pudiste realizar esta investigación a espaldas de la institución? —golpeaba con el índice sobre la revista. — Somos el hazmerreir de la comunidad científica internacional — iba subiendo el tono. —No sólo está en entredicho tu prestigio; haz puesto en peligro a todos —casi gritaba, —a la propia institución. Alcocer sonrió. —Es una investigación seria. —¿Cómo puedes decir eso? —Garciadiego, estalló. —¡Rompiste todos los protocolos! Por Dios Santo, ¡experimentaste con humanos! —La investigación lo requería. Garcíadiego se levantó. —Esto no tiene precedente. 35


Rosenda Ruiz Figueroa —Se llama investigación de frontera. —¡No seas cínico! —Garcíadiego tenía deseos de golpearlo a pesar del respeto que su maestro le provocaba. —Alteraste patrones, dañaste los sujetos de investigación, ¡Esa investigación no es ética, no es científica! —movía las manos mientras caminaba por la oficina, —¡no hay justificación! —respiró. —Combinaste dos ciencias que no tienen nada que ver. —Eso es científicamente incorrecto —Alcocer hablaba con calma —y lo he probado. Garciadiego agarró la revista del escritorio y la agitó con furia. —¡Esto es una porquería! —Te equivocas. —Si eso crees, significa que te has vuelto loco –-soltó la revista sobre el escritorio. Se miraron. —Sabes lo que tengo qué hacer —dijo Garcíadiego, apesadumbrado. —Hazlo. El Doctor Prometeo Alcocer se jubiló a finales de ese mes. 2 El Subsecretario de Educación Media Básica terminó de leer el oficio y lo colocó nuevamente en la primera carpeta. Abrió la segunda. “¿Qué relación tiene esto?”, se dijo, observando. Era un concentrado de los resultados de la prueba PISA en la Escuela Secundaria no. 139 “Lázaro Cárdenas del Río”. En un año había subido de los últimos, al primer lugar. 36


nomen est fatum “Ok”, pensó, “las áreas que se evalúan cada año son diferentes”. En la tercera carpeta encontró una tabla del promedio histórico del desempeño de los estudiantes en todas las áreas del conocimiento. Había sido una escuela de bajo aprovechamiento, excepto en el último año. “Esto es extraño”, torció la boca. La cuarta carpeta contenía recortes de periódico sobre la participación destacada de estudiantes de la escuela en diferentes competencias de conocimiento, como las olimpiadas internacionales de matemáticas y geografía, diversos concursos de ensayo; incluso la olimpiada de robótica donde suelen participar estudiantes de niveles universitarios. Todo en un año. “No puedo creerlo”. Tocaron a la puerta. —Pase. El particular entró con un sobre en la mano. —Disculpe, señor Subsecretario, acaban de traer este oficio urgente —se lo entregó. Tomó el sobre, sacó el oficio y leyó. Sus ojos se abrieron sorprendidos. Buscó en las cuatro carpetas y comparó un dato. —¿Qué es esto? —miró al particular. Éste movió la cabeza sin comprender; estiró el cuello para ver lo que contenían las carpetas en el escritorio. —¡Estamos siendo víctimas de una burla! 2 La familia pensó que Prometeo se resignaría a la jubilación for37


Rosenda Ruiz Figueroa zada, pero no fue así; apenas una semana después de dejar de trabajar en el Instituto, se apropió del cuarto de servicio. Empezó a adquirir gran cantidad de libros nuevos y a mudar buena parte de su biblioteca; selló las ventanas y las pintó de negro, forró de plástico la puerta. Dijo que era su laboratorio y prohibió terminantemente, acercarse. Su esposa prefería que se entretuviera con ese nuevo pasatiempo a que rondara todo el tiempo por la casa. Sus hijos ya no vivían ahí y, cuando iban de visita, no prestaban mucha atención al viejo que se había pasado prácticamente toda la vida ausente, dedicado a sus investigaciones, encerrado en el Instituto. Un par de meses después empacó todos los libros en cajas de cartón, los subió a su camioneta y se los llevó. Esperó al siguiente domingo para anunciar a la esposa y a los hijos que tenía un nuevo empleo como profesor en una escuela secundaria pública. Se miraron unos a otros, pero estaban acostumbrados a que el padre, el Doctor Alcocer, actuara por su cuenta sin considerar a nadie; aunque lo pensaron, no preguntaron porqué un galardonado investigador, con dos doctorados, uno en neurociencia y otro en entomolo-gía, sin necesidad económica, estaba entusiasmado por impartir clases en ese nivel, lejos de casa, y con una compensación económica tan raquítica. 2 En la Escuela Secundaria no. 139 “Lázaro Cárdenas del Río” estaban felices porque, por fin, tendrían una biblioteca. No sólo les habían donado los libros, también los estantes. Acondicionaron un salón del primer piso; los alumnos del 38


nomen est fatum taller de carpintería elaboraron un letrero que decía “Biblioteca” y lo colgaron arriba de la puerta. El director sentía como un gran logro de su administración tener este espacio y, además, que el Doctor Prometeo Alcocer, figura de la investigación en México, que había aparecido varias veces en la televisión y la radio, se hubiera autopropuesto para dar clases, aceptando una plaza disponible que estaba muy por debajo de sus competencias, poniendo una sola condición: todos los estudiantes tendrían que pasar una hora diaria en la biblioteca utilizando los libros que había donado. Por supuesto, lo prometieron sin pensar, ¿qué daño podría hacer eso? 2 El Subsecretario llegó a la escuela antes de la hora de apertura. Todos los profesores y trabajadores lo esperaban; en los más de cincuenta años de funcionamiento de la escuela nunca habían sido visitados por una autoridad de ese nivel. Recorrió la escuela; le hicieron notar el mal estado de las instalaciones pero insistieron en que observara la limpieza y las medidas de higiene establecidas. Todos sa-bían la verdadera razón de tenerlo ahí, aunque el oficio indicara que era parte de una gira rutinaria de inspección. En el patio encontró a los casi seiscientos estudiantes de ambos turnos. A su izquierda los de primer año; al fondo los de segundo; a la derecha los de tercero; en perfecta formación y en absoluto silencio. A paso lento y con el director parloteando a su

39


Rosenda Ruiz Figueroa lado, el Subsecretario avanzó frente a los grupos. Por su columna vertebral sentía subir y bajar una corriente eléctrica. Hacía diez meses que había recibido aquél primer reporte, veía que ahora el problema era mucho peor. Prácticamente, todos los estudiantes presentaban la piel cenicienta; escoriaciones en el rostro, brazos o piernas; el pelo ralo, reseco y grueso. Con un ademán llamó a su particular y extendió la mano. El particular le entregó el último oficio recibido, firmado por un preocupado padre de familia. Lo miró y volvió la vista a la formación de estudiantes; cierto, podría pensarse que todos los alumnos estaban contagiados de alguna enfermedad o que se estaba frente a una plaga. Pensó que debería haber llevado tapabocas y guantes. El director hacía salir de la formación a los estudiantes que en el último año habían conseguido premios o distinciones, tanto en el país como en el extranjero; el Subsecretario tenía que luchar contra su instinto de conservación para darles la mano. Eran los más dañados, se notaba en los brazos la piel descamando, el rostro reseco, despedían un olor peculiar; incluso le pareció ver caminar sobre la piel y el pelo pequeños bichos. “¡Es una plaga de piojos y pulgas!”, pensó con horror. —Sólo nos falta visitar nuestro mayor orgullo —dijo sonriente el director. Rompiendo el protocolo y tratando de alejarse de esos chicos, el Subsecretario aceptó. “Tal vez encuentre ahí una respuesta al extraordinario mejoramiento académico de estos jóvenes; porque es claro que no se debe a los profesores”, pensó. El director llamó a Alcocer. 40


nomen est fatum —El Doctor Prometeo Alcocer fue quien donó la biblioteca completa. También aceptó ser profesor en nuestra escuela. Es investigador retirado del Instituto Nacional de Investigaciones Neurosiquiátricas. Se estrecharon las manos. Al entrar a la biblioteca sintió un olor peculiar, el mismo que había notado en los jóvenes. Recorrió el espacio de cuatro por cinco metros; observó los libros, todos parecían tener mucho uso; abrió uno y, de inmediato, sintió picazón en la nariz. Alcocer explicó que esos libros no solamente eran adecuados para apoyar los estudios de los jóvenes sino que les permitían ir más allá; aprender muchas otras cosas. —¿Considera que esta biblioteca ha influido para que los estudiantes hayan logrado tantos reconocimientos en el último año? Alcocer sonrió y asintió sin decir nada, mientras cruzaba los brazos. —Doctor, ¿cuánto tiempo lleva dando clases en esta escuela? —Este es mi primer año —dijo con rostro de satisfacción. 2 —Necesito información sobre el Doctor Prometeo Alcocer — ordenó el Subsecretario a su particular apenas entró a su oficina. —Su curriculum, sus publicaciones, por qué salió del Instituto Nacional de Investigaciones Neurosiquiátricas —tronó los dedos. —Y la necesito, ya. El particular corrió a cumplir la orden. Durante el camino a su oficina, el Subsecretario, después de 41


Rosenda Ruiz Figueroa salir del horror que le habían causado aquéllos jóvenes enfermos, cayó en la cuenta que lo único diferente entre el año anterior y el actual en esa escuela, a decir de los profesores, el director y los mismos estudiantes, era la biblioteca, la obligación de usarla todos los días y la presencia del dichoso doctor. 2 Con la ayuda de los estudiantes, el doctor se hacía cargo de la biblioteca; una de las tareas era revisar los libros para detectar los más dañados. —Doc —dijo el estudiante que ganó la Olimpiada Mundial de Matemáticas, —a todos estos libros —le señaló los que había separado en la mesa —se les ha borrado parte del texto. Ya no sirven. Revisó y separó los que, efectivamente, ya eran inútiles. —Mire éstos —dijo, mientras tosía, la estudiante que obtuvo el primer premio en un concurso de ensayos sobre medio ambiente, —se quiebran al pasar las hojas, están muy amarillos y se ve carcomida la costilla. Separó los inservibles. Era un proceso frecuente que siempre tenía como resultado el retiro de varios volúmenes. La biblioteca decrecía al tiempo que crecía el conocimiento de los estudiantes. 2 Cuando el Doctor Garcíadiego recibió la solicitud de información sobre el Doctor Prometeo Alcocer decidió hablar directamente con el Subsecretario. —¿Podría comentarme por qué desea información sobre el 42


nomen est fatum Doctor Alcocer? —preguntó Garcíadiego apenas intercambiaron los saludos protocolarios. El Subsecretario, sin reservas, le comentó su preocupación. Garcíadiego se pasó la mano por el pelo, nervioso. —Debe saber que el Doctor Alcocer es considerado una eminencia en Neurosiquiatría; tiene un doctorado en Neurosiquiatría y otro en Entomología. Cometió un grave error y, por eso, se aceleró su jubilación del Instituto. Sacó del portafolio el fascículo de la Journal of Cognitive Neuroscience y le mostró el artículo titulado “Una nueva forma de adquirir conocimiento”. El Subsecretario lo miró sin comprender. —Este artículo es resultado de una investigación que el Doctor Alcocer realizó en las instalaciones del Instituto sin la autorización respectiva —la voz de Garcíadiego era temblorosa. —En él sostiene la tesis de que se puede adquirir conocimiento sin mayor esfuerzo, únicamente hojeando las fuentes de información impresas si estas presentan las condiciones físicas adecuadas. —No entiendo. —El papel está hecho de celulosa —miraba directamente a los ojos al Subsecretario, como para medir su reacción —que es alimento de una variedad de insectos y arácnidos; estos enferman a los materiales impresos haciéndolos inservibles con el tiempo. La cara del Subsecretario reflejaba total incomprensión. Garcíadiego continuó. —Particularmente, hay dos especies con las que el Doctor Alcocer trabajó: el Dermatophagoides pteronyssinus, un ácaro 43


Rosenda Ruiz Figueroa del papel, que cuando es aspirado por los seres humanos provoca asma, congestion nasal, picazón, enrojecimiento de la piel y hasta dermatitis atópica y anafilaxia; produce un olor peculiar parecido al de los lugares polvosos. —Yo sentí un olor así al entrar a la biblioteca de la escuela; los mismos chicos despedían ese olor —acotó el Subsecretario incorporándose en su asiento. —Esto me explica el problema de salud de la mayoría de los estudiantes; han estado expuestos diariamente a los libros durante el último año. Pero… —La segunda pertenece a la orden de los Corrodentia, los Trogium pulsatorium y Liposcelis divinatorius —interrumpió, — llamados comunmente piojos de los libros; destruyen superficialmente la hoja de papel y hacen desaparecer el texto: las hojas terminan irregularmente perforadas, pero si la tinta no les resulta comestible, dejan intacta la zona. El Subsecretario estaba sentado en la orilla de la silla con la espalda recta y los ojos bien abiertos tratando de captar hacia dónde iba el asunto. —El punto es —continuó Garcíadiego —que el Doctor Alcocer logró mutar estos dos parásitos para que vivieran en los seres humanos y… —hizo una pausa que al Subsecretario le pareció eterna —logró mutar un quimiorreceptor, presente en ellos, a un quimiotransmisor. El Subsecretario movió la cabeza, nuevamente, no comprendía. —Tanto el ácaro del papel como el piojo de los libros, mutados por el Doctor Alcocer, son capaces de detectar no sólo los

44


nomen est fatum olores de la celulosa del papel sino también el conocimiento vertido en él. —¡Por favor!, no soy biólogo, pero sé que eso no es posible —el Subsecretario palmeó la mesa con ambas manos. —Es increíble, lo sé, —digo asintiendo con la cabeza y voz apesadumbrada —pero hay algo aún más increíble. El Subsecretario lo miró interrogante. —Cuando se muda a un huésped humano —bajaba la vista apenado y volvía a ver al Subsecretario —el probóscide del piojo de los libros, además de inyectar el anticoagulante que los piojos del humano inyectan, transmite el conocimiento. El Subsecretario empezó a reír. —Es sabido que los ácaros contaminantes provocan enfermedades a partir de sus excrementos —continuó Garcíadiego hablando cada vez más rápido, se sentía avergonzado por algo que él no había provocado —los ácaros del papel, al contacto con el humano, defecan en su piel y en sus orificios nasales, bucales y de los ojos; pero no sobreviven en el humano. Los ácaros modificados por el Doctor Alcocer, se mudan al huésped humano, viven en él, defecan en él y le provocan todos los problemas de salud que usted ya me ha comentado; pero su desecho contiene también conocimiento que entra al cuerpo a través de los poros. Hubo un silencio incómodo. El Subsecretario no sabía si creer que era una broma de muy mal gusto, o una verdad terrible. —El Doctor Alcocer lo probó con un pequeño grupo de sujetos de investigación en el Instituto. Esa fue la razón fundamental por la que se le pidió el retiro —finalizó el Doctor Garcíadiego. —Eso explicaría —habló el Subsecretario muy lentamente, 45


Rosenda Ruiz Figueroa —si fuera verdad, no estoy diciendo que lo crea —enfatizó moviendo el índice,—el impresionante avance académico de estos chicos a pesar de que son los mismos profesores de años anteriores y, para ser sincero, no parecen ser muy doctos en su materia, y el terrible estado de salud en que se encuentran. 2 No tenía caso hacer una denuncia; quién lo iba a creer si los propios científicos consideraban como una ocurrencia la investigación hecha por el Doctor Alcocer a pesar de que sus resultados estaban publicados en una revista de reconocido prestigio internacional. El Subsecretario tomó decisiones. Con fecha diciembre de 2014, envió personal de la Secretaría a recoger y destruir todos los libros de la biblioteca; emitió una orden para despedir al Doctor Prometeo Alcocer, se tacharon algunos datos de los oficios y se mandaron al archivo. Las siguientes generaciones de la Escuela Secundaria no. 139, “Lázaro Cárdenas del Río”, volvieron a ser estudiantes mediocres, sin obtener premios ni galardones académicos. El Doctor Alcocer aceptó, esta vez, la jubilación; ya no estaba dispuesto a que los científicos y los políticos le comieran las entrañas, le bastaba saber que había desafiado y triunfado sobre la naturaleza: había probado de manera irrefutable la existencia de otras formas de desarrollar conocimiento, y ésas eran “sus” formas, las formas de Prometeo. 2015 46


Tatanka Yuwakan6

Hace una semana lo descubrí; de reojo lo vi escondiéndose detrás del tronco de un árbol, observándome. Fingiendo que su presencia no me afectaba o que no me daba cuenta en absoluto, me alejé en silencio, bajando la cabeza. No me siguió. En la fuente, al amanecer, al atardecer, he sentido su presencia constante aunque no lo haya visto. Ahí ha estado, con los ojos fijos en mí, sin importarle nadie más (me ha escogido); avanzando de un árbol a otro, cada día más cerca, asomando la cabeza, estudiando mis movimientos, mis horarios, mis caminos. Mientras me mantuviera en medio de los demás no podría hacerme daño, aunque estuviera cerca, y, si corría, no podría alcanzarme; llegaría lejos, pero tarde o temprano, me encontraría. Yo lo sabía y él lo sabía. Opté por quedarme ahí, con los sentidos atentos, cubriéndome con los cuerpos de los otros, tratando de ser invisible, aparentando que no pasaba nada; aunque cualquier ruido, por 6  Tatanka = Búfalo, toro (Lengua Lakota -indios de Dakota del Sur, Siuox). Yuwakan = Término lakota que representa una dualidad; significa hacer sagrado, llevar de lo profano a lo sagrado pero también lo contrario: hacer profano lo sagrado, dependiendo de donde procede aquél o aquéllo que se transforma; corresponde a una inversión de la calidad del objeto, lugar o persona.

47


Rosenda Ruiz Figueroa común que fuera, provocara el salto de los músculos de mi espalda, me hiciera girar el cuello y dirigir los ojos hacia donde sabía que estaba él. Así entramos en contacto. Vi la profundidad de los abismos negros de sus ojos, donde yacía su necesidad arcaica de tenerme, y su pecho acezante cubierto por la playera verde oscuro, donde albergaba su convicción, cuando ya no era el tiempo. Yo no quería. Traté de evitarlo cuanto pude. Cambié de caminos, de horarios, de espacios, siempre en compañía; pero él estaba decidido y, cuando un hombre está decidido, sucede. Está amaneciendo, es el séptimo día; se planta frente a mí, cerca de la fuente, al descubierto; los demás se alejan, temerosos, cobardes, curiosos, haciendo un vacío a nuestro alrededor, mirándonos medir nuestras fuerzas. El enfrentamiento es inevitable. Avanzo dos pasos, él también. Sé que me quiere, que me respeta, pero me tiene miedo. Sé que lo quiero, que lo respeto, pero le temo. Me necesita, yo… no sé, pero hemos estado unidos desde el inicio del mundo. Corro hacia él esperando verlo levantar los brazos. Se hinca, apunta a mi frente, dispara. Así no debe ser. Más tarde, en la montaña, cuando el cielo se ponga rojo en la orilla de la tierra, sobre su cabeza estará la mía, mi piel cubrirá sus hombros y colgará hacia abajo por su espalda. Sus pies golpearán el suelo siguiendo el ritmo del canto antiguo salido de las bocas de los que todavía saben como hacernos uno; cuando los

48


nomen est fatum viejos digan que está listo, beberá mi sangre con sabor a plomo, corrupta, y recibirá su nuevo nombre: Tatanka Yuwakan. No será sagrado, no será profano, solo será un wicasa7, un hombre, perdido en un mundo que no entiende. Mañana vendrán por él, acusado de haber matado a un animal en peligro de extinción; en él me llevarán a mí, el gran Tatanka8, el gran búfalo, porque estaré en él, y ellos, los extraños, los que sólo ven blanco y negro, y no los matices, me condenarán otra vez. 1980

7  Wicasa = Hombre. Indio dakota. Hombre sabio. Dakota sabio. 8  Desde la perspectiva de la cultura Lakota el mundo se caracteriza por su unidad. Se cree que la humanidad y los búfalos fueron creados en el vientre de la madre tierra y salieron juntos a la superficie para poblarla. Los búfalos proporcionaron a la gente la mayoría de sus alimentos de manera que son los puntos de equilibrio de la tierra.

49


El juramento de Betsabé9

Soy Gabriel10 Contreras Martínez, tengo cincuenta y cuatro años, y soy representante de una empresa papelera. Casado. Sí, cómo no, le cuento. Una tarde, casi de noche, venía por la carretera cuando me pareció que una llanta estaba baja, pero en el tablero de la camioneta no marcaba nada; de todos modos decidí pararme. Revisé todas las llantas; cuando estaba inclinado frente a la que va del lado del copiloto, se paró junto a mí. No oí los pasos, apareció de pronto, de la nada. —Hola —dijo con una vocecita infantil. Lo primero que vi fueron unos zapatos blancos, de plataforma, que dejaban los dedos al descubierto, con unos tacones altísimos, manchados y chuecos. Unas piernas muy blancas, delgadas, muy largas; una minifalda plateada de lentejuelas, pequeñísima, que dejaba ver unas marcas moradas en la parte interior de los muslos; un top negro desteñido que no era de su talla; una bolsa rosa pequeña, de esas que usan las niñas, cruzada del hombro, a la cadera. 9  La que es hija de un juramento. Obligada a un juramento. 10  Mi hombre. Hombre fuerte, protector. Mi protector es Dios.

50


nomen est fatum Le respondí el saludo. —¿Puedes llevarme hasta el paradero? —me dijo. No acostumbro levantar a nadie en la carretera; ya se sabe, es muy peligroso. Le dije que estaba cerca para no tener que llevarla; pero me puso cara de perro apaleado, me lo pidió de favor. No podía negarme; se veía tan joven, tan frágil, parecía que necesitaba ayuda. Terminé de revisar que las llantas estuvieran bien y nos subimos a la camioneta. Avancé en silencio, mirándola de reojo; la verdad, sentía desconfianza. Con sus manos pequeñas y pálidas tallaba constantemente las piernas desnudas; la vista fija al frente, parecía muy nerviosa. Casi al llegar al paradero, me miró. —Son doscientos —dijo muy quedito. Me sorprendió, porque, a pesar de su ropa, como que no creía que fuera de ésas. Repitió que eran doscientos y le temblaba la voz; pensé que, a lo mejor, era la primera vez que lo hacía. Le dije que no le entendía…, claro que sí, pero no se lo iba a decir, luego por eso a uno lo acusan de acoso y esas cosas. Creo que sentía vergüenza; con los ojos cerrados me dijo: —Por favor, no me haga repetirlo. Llegamos al paradero, me estacioné y la miré. No era bonita, pero era muy blanca, de rasgos finos, los labios delgados pintados de rojo, sus pestañas largas, oscuras, los ojos averdados, la nariz delgada, pequeña, los hombros tan flacos que se veían los huesos, los senos apretados en el top, se notaban los pezones. Parecía una de esas señoritas de universidad privada, tan finas

51


Rosenda Ruiz Figueroa y delicadas, que cuando se van de antro barato se disfrazan de prosti. Como que estaba totalmente fuera de lugar. Sí. Estuve con ella en las cabinas que están atrás de la gasolinera, esas que usan los traileros para descansar y darse una ducha. Un lugar inmundo. Ni siquiera me desvestí; ella tampoco, solo deslicé el top abajo y levanté la falda. Tuvimos sexo parados contra la pared. No sé porqué lo hice, yo no soy así. Tal vez me dio lástima…, no sé. Por supuesto que le pagué, le di más de lo que me pidió… Trescientos pesos. Yo me cuidé, no podía exponerme con una chica recogida en la carretera, no soy irresponsable. Traía un condón en el bolsillo del pantalón porque… No voy a hablar de eso, no viene al caso. Circulo por esa carretera cada semana. Pero no la vi otra vez… Bueno, quiero decir que no la vi parada a la orilla de la carretera otra vez, pero una tarde me detuve en el paradero para ir al baño y la encontré; ella salía del de mujeres, iba vestida exactamente igual. Me sonrió. La saludé. Seguí mi camino. Cuando salí del baño estaba esperándome junto a la camioneta. Estuve con ella otra vez. Sí, en las mismas cabinas. Cuando se desnudó no pude resistirlo; se notaban todos los huesos de su cuerpo, las costillas, la cadera, los omóplatos…, tan flaca. Le pedí que se vistiera de nuevo y, así, vestida, sobre el catre, tuve sexo con ella. Al terminar, platicamos un poco; no soy de esos que tratan a las mujeres como un simple objeto. Me dijo que se llamaba

52


nomen est fatum Laila11, que trabajaba en la carretera por pura necesidad. Yo sólo le dije que era representante de una empresa papelera y que pasaba por esa carretera todas las semanas. Me preguntó qué día y a qué hora, pero no le dije, no tenía ninguna intención de volver a verla. Ni siquiera le dije mi nombre. Tal vez es cierto… Cuando pasaba por donde la recogí la primera vez me fijaba a ver si la veía, pero no me detenía; no como si la estuviera buscando. Fue circunstancial. Había mucho tráfico, prácticamente estábamos parados; hubo un accidente o algo así. La miré caminar por el acotamiento; es difícil no notar una chica como ella, vestida con esa falda de lentejuelas brillando con las luces de los coches y esos zapatos horrendos todos chuecos y esa carita de niña bien con el pelo claro, lacio, a los lados de la cabeza. No sé que me impulsó a bajar la ventanilla y llamarla. Tampoco sé como fue que me oyó con el ruido de los motores. Ésa fue la tercera vez. Sí, lo acepto, hubo otras veces; pero no fueron tantas. Siempre fui amable con ella. Le pregunté por qué tenía esos moretones en los muslos; a veces también en los brazos y en las nalgas. Me contó que los traileros eran muy bruscos y la jalaban o empujaban y le hacían esas marcas. Cómo no, si es tan pequeña, tan flaca, tan blanca… Había visto otras mujeres a la orilla de la carretera esperando que los choferes se detuvieran para subirse en los camiones y

11  La hermosa.

53


Rosenda Ruiz Figueroa trailers, pero no eran como ella. Me parecían rudas, burdas, toscas, más bien gordas, vulgares, morenas…; con perdón, nacas. No, no… Yo jamás subí en mi camioneta a ninguna de ésas, a mí ésas no me gustan. Laila fue la única y ni siquiera sé por qué lo hice. No, no es que me gustara. Yo creo que todo fue por lástima. Cuando supe su historia, me convencí que tenía razón, ese no era su lugar. Una historia bien triste, viera usted. Me la empezó a contar una tarde mientras descansábamos, después de habernos bañado juntos en la estrecha regadera llena de moho y sarro. Ella sentada desnuda a la orilla del camastro, mostrándome sus vértebras saltadas, y yo acostado, ya vestido, sobre la cobija olorosa a polvo. No nació en ninguno de los pueblos de por aquí, tampoco era hija de una prostituta o de un campesino muerto de hambre. Como lo había imaginado, Laila nació en la ciudad, en una familia acomodada; la madre, el padre y dos hermanos hombres, uno más grande y uno más chico que ella. Fue la consentida de su papá, la adoraba, me dijo, le daba todo lo que quería y hasta más. Estudió en colegios privados muy elegantes y muy caros, de esos donde los pequeños llegan en carros de lujo, con chofer y todo. Vivía en una casa enorme, en una colonia elegante. Su mamá era de esas señoras que van a exposiciones y al ballet y a la ópera, pertenecen a fundaciones benéficas y asisten a reuniones de diplomáticos y de gente de abolengo. Otro día, me contó que cuando tenía nueve años su papá murió. Parece que fue uno de esos ataques que les dan a las personas que trabajan mucho; no están enfermas y así, de un 54


nomen est fatum momento a otro, caen muertas en cualquier lugar. Él se murió en el estacionamiento de un hotel muy elegante; nunca supieron qué estaba haciendo ahí. Su madre, sus hermanos y ella, se quedaron solos y empezaron los problemas porque la señora nunca había trabajado. Era de esas señoritas bien que las educan para ser las perfectas amas de casa, anfitrionas y esposas; bien vestidas, bien arregladas; tocan el piano, saben poesía, hablan francés, pero nunca han ganado un peso. No supo cuidar lo que les dejó. Parece que también había deudas y el señor tenía por ahí una amante con hijos, una mujer que peleó por lo que creyó que era suyo. Luego los parientes y los socios, todos, como buitres, les cayeron encima y los dejaron en la calle. Sí, de veras en la calle. Me contó que hasta la casa les quitaron y se fueron a refugiar con una hermana de su mamá que también estaba casada con un tipo de dinero. Ahí empezó su perdición. Sí…, tengo que reconocer que le tengo lástima. Pobre chica. Yo la escuchaba y creo que por eso ella esperaba encontrarse conmigo. No, no; repito: nunca le dije qué días pasaba por ahí. Pero ella se dio cuenta a fuerza de esperarme; descubrió que era todos los jueves al anochecer, a veces un poco antes, a veces un poco después; seguro perdía clientes, pero ahí estaba, se ubicaba en el paradero, cerca de la puerta para entrar al baño, y me esperaba. Bueno, yo… tenía curiosidad. Ella me iba contando su historia en partes, como el cuento ese de Sherezada, ¿eh? Yo no podía dedicarle muchas horas, tenía que regresar a mi casa. No es como cuando uno se junta con un amigo o con una amiga, y 55


Rosenda Ruiz Figueroa se toma el café y platica durante horas y, cuando se da cuenta, ya amaneció, y en una noche se cuentan veinte años de no verse. No. Nosotros íbamos a las cabinas, estábamos juntos y luego, un ratito, mientras descansábamos, me platicaba. Pues no…, no es que el sexo fuera tan importante, pero…, era su trabajo. Si no lo hacía, no ganaba. Yo le daba más dinero del que me pedía pero no podía darle así nomás, por nada. Laila no es mi mujer, nunca lo fue. Mi mujer es la madre de mis hijos, mi esposa, una persona decente, de su casa; jamás se compararía. Sí, trabaja, es abogada; pero no tiene nada que ver aquí. Bueno, sí. Yo le regalé esos zapatos porque siempre la veía con los mismos, esos zapatos horribles, todos gastados y sucios, pero eso no quiere decir que tuviéramos una relación. Fueron unos zapatos que compré en un mercado, de pasada, nada especial; los vi, se me ocurrió y los compré. Fue todo lo que le di, nada más. Es que me daba lástima. Cuando me contó lo que le pasó en casa de la tía, la pobre se puso a llorar; por eso, la siguiente vez que la vi, le regalé los zapatos. El tío la empezó a manosear cuando apenas tenía diez años. Se lo contó a su madre y no le creyó, le dijo que eso no era cierto; claro, como la señora no sabía hacer nada, dejó que el viejo cochino se aprovechara de su hija con tal de que la mantuviera. Laila me contó que el tío se metía en su cuarto cuando la tía y su madre no estaban y la obligaba a hacer cosas. La violó muchas veces, durante varios años. Hasta que no pudo más y se escapó. 56


nomen est fatum Se fue a casa de su madrina, otra vieja ricachona. La recibió, pero la trató como a una sirvienta; el único que la trataba bien era el hijo, un muchacho más grande que ella, ya iba a la universidad; ella apenas tenía catorce años. Se enamoró del fulano y él se aprovechó. Tenía relaciones con la pobre niña. La enseñó a tomar alcohol, a fumar, hasta a usar drogas. Laila lloraba cuando me lo contó; yo solo la conforté. Pues como se conforta a alguien: un abrazo, una palmada en la espalda. Si ella se enamoró de mí, yo no lo sé. Estaba claro que nuestra relación era…, por decirlo así, profesional. Nunca le di pie para que pensara otra cosa. Ella sabía que yo tenía mi vida y que sólo nos veíamos para tener sexo y, bueno, después de hacerlo, me platicaba su historia. ¿Qué más podía haber habido? Ella era una mujer de la vida, como se dice; se dedicaba a vender su cuerpo a los traileros, de eso vivía. No podría tener nada con una mujer así, yo soy un hombre decente. Pues sí, yo le pagaba por sexo, pero eso es normal, todos los hombres lo hacemos. Eso no es culpa mía, así es el mundo: esas mujeres se venden y nosotros tenemos nuestras necesidades; somos hombres al final de cuentas. Siempre fui bueno con ella, siempre la traté bien. Nunca le toqué un pelo. Me refiero a que nunca la golpeé o la traté mal, ni un insulto. A mi no me gustan esas cosas, soy un hombre normal. Laila aparecía con moretones, pero eran sus otros clientes los que se los hacían. 57


Rosenda Ruiz Figueroa Jamás discutí con ella. No, yo no le pedí que dejara de trabajar en eso; ¿para qué se lo habría pedido?, de eso comía. ¿Quién era yo para pedirle algo?; no era nada mío. Lo único que hice fue ser comprensivo con la pobre. Tenía necesidad de hablar y yo la escuchaba. No voy a negar que me gustaba tener sexo con ella, aunque no es el tipo de mujer que a mí me gusta; pero verla tan frágil, tan pequeña, tan delicada, me daba ternura y, sí, de pronto le hacía una caricia, sobre todo cuando la veía llorar. Cualquiera lo habría hecho. El hijo de su madrina se aprovechó de ella, tanto así que hasta la prestó a los amigos. A mí me parece que ahí le surgió el gusto por dedicarse a eso. No. No estoy diciendo que fuera su culpa, después de todo era casi una niña y no sabía nada del mundo; pobrecita, ese no es lugar para una chica como ella. Me contó que el muchacho la llevaba a fiestas y que le pedía que bailara enfrente de todos, que se encuerara y luego que se fuera a la recámara con uno o con otro. Un día la obligó a tener sexo con tres al mismo tiempo, la amarraron, la golpearon, le hicieron de todo y el desgraciado la filmó; ahí fue donde se dio cuenta que él no la quería y se fue. Se fue a la calle, con el corazón destrozado, me dijo. No me detenía en la carretera a buscarla; ella me esperaba en el paradero, pero no es que hiciéramos una cita. Yo acostumbraba parar ahí a comer algo, porque a veces no me daba tiempo, o me detenía para ir al baño. Pienso que ella iba con toda la intención 58


nomen est fatum de encontrarme, como ya sabía qué día pasaba por ahí y, más o menos, a qué hora, se hacía la aparecida, como por casualidad. ¿Dicen que me vieron irla a sacar medio desnuda de una cabina donde estaba con un chofer? No, eso no es cierto, yo soy muy pacífico, todo mundo lo sabe, nunca armo bronca. Fue al contrario, yo la vi corriendo, torciendo los pies con sus zapatos blancos, los senos al aire y el top negro en la mano, cruzando la gasolinera; estaba escapando de alguien, lo único que hice fue cubrirla con mi chamarra y tranquilizarla. ¿Qué yo le grité que ella era mi mujer y que no podía estar con nadie más? No, mentira. Esa vez lo único que hice fue decirle que debía tener más cuidado, que viera con quién se metía y le di algo de dinero para que se fuera a su casa y no trabajara más, por lo menos ese día. No me dijo que le pasó, ni yo le pregunté, pero estaba muy espantada. Sí, el sexo estaba bien, pero tampoco era extraordinario como para que me encaprichara y, mucho menos, me enamorara. La pobre ya está muy corrida; aunque se oiga feo, esa es la palabra. Ya tiene mucha experiencia, si empezó tan chiquilla. A los dieciséis ya andaba en la calle; trató de encontrar un trabajo decente, eso me dijo, pero sólo se lo daban de sirvienta y los maridos acababan metiéndose a su cama. Tal vez porque era una muchachita tan diferente a las otras sirvientas…, me refiero a su aspecto. Una señora se dio cuenta que el marido iba al cuarto de la muchacha cuando ella se acostaba; la señora tomaba pastillas para dormir, una noche fingió tomarse la pastilla y esperó a que 59


Rosenda Ruiz Figueroa el marido fuera a verla, los cachó in fraganti, como se dice, justo cuando el hombre estaba encima de ella, puje y puje. La agarró de las greñas, Laila se defendió y también le dio unos golpes, pero no pudo contra los dos; el marido, ayudó a la mujer a sacarla a la calle, tal y como estaba, en camisón. Caminando a medianoche, descalza, casi encuerada, encontró un hombre, dizque muy amable, que la llevó a su casa, le dio ropa y, claro, la puso a trabajar en una esquina. Sí, la pobre ha tenido muy mala suerte, aunque dicen que la suerte no existe. Tal vez yo fui el único que se portó bien con ella, por eso inventó que era mi mujer. Pero no, nada de eso. Nunca supe donde vivía. Eso de que yo la llevaba a su casa, que comía ahí, que casi hacíamos vida de pareja, es una gran mentira. Mucho menos que yo me haya quedado alguna noche; nunca pasé una noche con ella, era un rato, nada más. Ni imaginar que yo faltara a dormir a mi casa, ¡mi mujer me mata!, tiene un carácter…¡Bueno! Sí, es celosa, como todas las mujeres; siempre están pendientes de lo que hace su marido y hacen bien. ¡Por supuesto que no! Mi mujer no tiene ni la menor idea ni tiene porqué saberlo. Sólo la vi en las cabinas del paradero, nunca fui a otra parte con ella, ya lo dije. Esos gastos de hoteles que encontraron (por cierto, no sé de dónde los sacaron ni quién autorizó que los tuvieran) no tienen nada que ver con Laila. Son…, asuntos de hombres, ya sabe. Uno viaja, trata con mujeres en el trabajo, les hace la plática, las invita a comer, se cae uno bien, está solo en la 60


nomen est fatum ciudad, de una cosa se pasa a otra y termina en el hotel. Pero esas mujeres son diferentes, son secretarias, administradoras, ejecutivas; digamos que son mujeres liberales, pero no son prostitutas. Es otra cosa, ni ellas piden dinero ni uno se los ofrece. Laila era una prostituta y yo la trataba como eso; una relación de trabajo, se puede decir. Yo era su cliente, ella me prestaba un servicio, y lo único que pasó es que me caía bien, me daba lástima y me gustaba que me contara su historia porque hablando con la gente del pueblo se da uno cuenta de lo difícil que es para algunos la vida. Ese es su caso. De ser una niñita mimada, rica, pasó a quedarse sin nada, a ser víctima de gente sin escrúpulos que la arrojaron a la calle. Uno y otro abusaron de ella. Bueno, también hay que decir que le falta carácter y que su moral no es muy buena; como que no la educaron bien. Aunque, no sé, de repente pienso que sí tiene carácter porque, según me contó, llegaba a su límite y se iba. Dejó la casa de la tía, luego la de la madrina y, al final, la del hombre que la explotaba, su padrote, así se les dice, ¿no? Después de una golpiza porque no juntó la cantidad que tenía que entregarle, con lo puesto, agarró camino. Y de tanto caminar, llegó a la carretera. Me dijo que su intención era irse al norte, pero no tenía un centavo, así que iba a pie por el acotamiento. Un camión se detuvo, abrió la puerta y le preguntó cuánto. De eso hace ya tres años, tres años de andar en la carretera con su faldita de lentejuelas, que tiene espacios donde ya se cayeron todas, y el top desteñido, que está más delgado que un velo de novia. 61


Rosenda Ruiz Figueroa Todavía tiene tiempo para dedicarse a esto porque está joven, pero, a veces, cuando uno la mira con cuidado, se da cuenta que es casi puro hueso, que sus piernas son tan flacas que ni a un perro se le antojarían, que sus nalgas están tan marchitas como las de una vieja y que sus senos… No, bueno, sus senos están bien, chiquitos, bonitos, duros, con los pezones rosaditos, suavecitos; todavía son los de una jovencita, por eso se puede dar el lujo de andar solo con el top, sin nada debajo. Y llama la atención esa cara fina, la nariz respingada y el pelo medio güero, el cuello largo, la piel blanca, de gente bien. Me imagino que eso les gusta a sus clientes; es muy diferente a la competencia. Pues me vengo enterando que tiene celular… ¿Por qué me mira así? ¿No me cree?, ¡en serio!, no sabía. Jamás me di cuenta que recibiera una llamada o que llamara a alguien; ni siquiera vi el aparato y eso que la he visto sin ropa muchas veces…, bueno, no tantas. Sólo que lo trajera en su bolsita rosa, pero es muy pequeña, como las de las niñas, hasta con un gatito enfrente; mi hija tiene una parecida de Hello Kitty. Claro que la de mi hija es de marca, la de Laila seguro la compró en el mercado o en un puesto en la calle. No me explico como mi número de celular pudo estar en su teléfono. Tal vez no es tan buena persona como yo creo y haya espiado en mi celular, pero, ¿cómo? Entrábamos a la cabina, ella preguntaba qué quería ese día, lo hacíamos (no me ponía reparo, debo decirlo, cumplía mis caprichos, todo lo que le pedía), nos bañábamos y, a veces, bajo el agua teníamos sexo otra vez, esperábamos a secarnos porque ahí no hay toallas y, mientras, platicábamos; salíamos de la cabina, subíamos a la camioneta, 62


nomen est fatum me detenía unos metros más adelante, sobre el acotamiento, se bajaba y nos decíamos adiós. No tenía tiempo de espiar mi celular, nunca la dejé sola un minuto. Entiendo que así me localizaron, pero no me lo explico. Desde que estuve con ella la primera vez y hasta la última pasaron unos seis meses, cuando mucho, pero no la veía cada semana. Hace como dos meses que no sé nada de ella. Por eso me extraña tanto que digan que había llamadas mías registradas en su celular o que ella me llamó a mí. La última vez fue como las otras: llegué al paradero como a las siete de la noche, me estacioné, fui al baño, compré unos cigarros, salí al estacionamiento y allí estaba, parada junto a la camioneta. Traía los zapatos negros que le regalé, una chamarrita como de mezclilla con unos bordados rojos enfrente y… sí, no traía el top negro viejo, traía uno blanco, yo creo que era nuevo pero igual le quedaba apretado en los senos. Traía el pelo recogido en una colita. Yo no le regalé ni el top blanco ni ninguna otra cosa, menos una joya, ¿de dónde saca eso?. Si yo le hubiera regalado algo hubiera sido de buen gusto, no en vano llevo más de veinte años casado con una mujer que sabe arreglarse muy bien; donde quiera que va la halagan y no porque sea bonita (porque, la verdad, no lo es) sino porque su ropa es de un gusto exquisito, se lo reconozco. No sé de qué sirve que la describa, pero… Mi esposa es una mujer normal, como muchas, decente, profesionista… 63


Rosenda Ruiz Figueroa Se llama Betsabé… ¿Físicamente? Bajita, morena, de ojos pequeños, nariz chata, bonita boca, carnosa, un poco gordita; ya se sabe, después de dos hijos y muchos años, pues ya no es joven. Trabaja mucho, no tiene tiempo de andar en gimnasios o hacerse operaciones. Es una magnífica madre, una buena ama de casa, una esposa respetuosa. La aprecio mucho, me ha dado un buen hogar. Sí, ya dije que es celosa, pero ella no se entera de mis “asuntito”. Mientras yo no falte a dormir, no le falte al respeto paseándole otras mujeres enfrente, le dé lo que tengo que dar y ella no se entere de lo que hago fuera de la casa, todo está bien. Estoy seguro, ella no sabe nada de lo que pasó con Laila, ni con otras mujeres. Mire… Una vez me cachó, hace varios años. Tuvimos un problema muy fuerte. Encontró unos mensajes en mi celular donde yo me ponía de acuerdo con una amiguita dónde y cuándo nos íbamos a ver, pero no me dijo nada, se quedó calladita. Cuando llegué con mi amiga al hotel, se apareció y armó tremendo escándalo. Me cacheteó, a mí y a ella; nos puso pintos, nos insultó cuanto quiso. Mi amiguita trataba de irse pero mi mujer es muy brava, la regresaba de los pelos y seguía diciéndonos de todo. Le rompió el vestido, me desgarró la camisa, me puso las mejillas coloradas de tantos arañazos. Se fue diciendo a gritos que mi amiga era una golfa y yo un poco hombre. Cuando salí, el coche tenía las llantas ponchadas y el parabrisas roto. No me dejó entrar a la casa, me aventó la ropa por la ventana, le habló a la esposa de mi jefe para que me corrieran, y me corrieron, le

64


nomen est fatum dijo a mis hijos que yo era un desgraciado; hasta le llamó a mi madre y le contó todo. Tardó tres meses en recibirme. Betsabé me juró que, si llegaba a enterarse de algo, no me la iba a perdonar y que iba a desear no haber nacido; yo le prometí que nunca más, porque ella siempre cumple lo que promete; le regalé un nuevo anillo de compromiso, con una piedra bien grande, para que me creyera. Por eso me cuido tanto. Mis asuntos bien lejos de la casa, nada de mensajes por celular ni correo electrónico, nada de llamadas. Cosa de un rato y se acabó, sin compromiso alguno. Pues la última vez que vi a Laila le expliqué que no podía verla más porque ya no iba a pasar seguido por la carretera, que me cambiaron de ruta. La verdad es que ya me había aburrido, ya me sabía toda su historia, ya la conocía al derecho y al revés, ya no había novedad. Pero ella se puso a llorar; no entiendo porqué, no creo que llore por cada cliente que la deja. Me suplicó que no la dejara, hasta se hincó ante mí; pero yo nada más terminé de vestirme y me fui. Ahí se quedó, en la cabina donde habíamos estado un par de horas. Sí, esa fue la última vez que la vi. Yo creo que está enamorada de mí. Con la mala suerte que ha tenido y los hombres que trata (no son como yo) puros fulanos mal vestidos, apestosos de andar horas y horas en la carretera, gordos, viejos, que la golpean o la tratan mal cuando están con ella. Pues sí, se enamoró de mí, pero eso no es mi culpa. Ya le dije, agente, que no quiero hablar de las llamadas porque yo nunca la llamé ni ella a mí. 65


Rosenda Ruiz Figueroa No me explico porqué tenía mi número en su celular ni como lo obtuvo o porqué aparece allí un registro de llamadas que yo no hice. Sí, ese es mi número de celular. Sí, ese es el número de mi casa. Sí, ese es el número de mi mujer. Sí, ese es el nombre de mi esposa, ya se lo dije. Se llama Betsabé. Betsabé Hernández, sí, como dice ahí. ¿Cómo pudo conseguirlo? ¡Ah, caray!. Si Laila está embarazada yo no tengo nada que ver. Si ella dijo eso, está mintiendo. Sabrá Dios de quien sea; quién sabe cuantos clientes tiene al día y si usan o no condón. Me lo quiere achacar a mí porque piensa que la voy a mantener y voy a cargar con ese chamaco; pero está muy equivocada, yo no voy a mantener a una prostituta mentirosa que ahora resulta que me estuvo espiando, no sé cómo, y sacó mis números y contactó a mi mujer. Seguro ni está embarazada, sólo quiere crear problemas en mi matrimonio porque dejé de verla, así son de locas las mujeres; pero no, agente, nada de eso, mi matrimonio es sagrado. Me he cansado de repetir que siempre me cuidé, ni una sola vez dejé de usar protección, nunca se me rompió el condón; así que, de mí, no está embarazada. Pues ya le dije: la falda de lentejuelas, los zapatos negros, el top blanco, la chamarra con las bordados rojos enfrente; así estaba vestida la última vez que la vi. Nada más, no me acuerdo que trajera nada más. ¡Cómo que la “encontraron”; si no estaba perdida! ¿O si? 66


nomen est fatum ¡Dios mío!… Pobre muchacha… Está toda golpeada, ¿qué le hicieron? ¡Cuánta sangre!… ¡Qué horror!, ¿el vientre abierto?, ¿los senos cortados?… ¡No me enseñe esa foto!… Pobre niña, ¡por Dios!, pero cómo… no puedo ver eso, por favor. Seguro uno de esos mugrosos traileros… ¿Yo? ¡No! Yo no le hice nada, ¡cómo se atreve…! ¿Qué es eso? ¿Estaba sobre el cuerpo de Laila? Gabriel sintió la sangre congelarse en su cuerpo. El juramento de su esposa resonó en su cabeza. Brillando contra la luz, dentro de la hermética bolsa de plástico que el policía puso frente a él, estaba el anillo de compromiso, el de la piedra grande, el que le regaló a Betsabé aquélla vez que le prometió no volver a engañarla. 2008

67


Te amo, corazón

Los ojos abiertos, fijos en el techo, sin ver nada, sólo puestos ahí; la mente en blanco, con esa sensación de haber despertado de una pesadilla, pero sin recordar el detalle; la respiración agitada, el cuerpo cansado. Fidel12no quería moverse. Sentía el brazo derecho pesado, colgando por el borde de la cama, una sensación húmeda y fría atrapaba su mano. No tenía fuerza para levantarla y verla. “¡Qué parranda!”, pensó. Una sonrisa se dibujó en su rostro mientras llegaba a su mente lo sucedido, estiró el cuerpo con deleite y puso la mano izquierda sobre su sexo. Cayó en cuenta de donde estaba y dejó de sonreír, separó la mano y puso atención. Oyó ruidos en la cocina, la licuadora encendida, el correr del agua, una voz cantando, pasos subiendo la escalera. Cerró los ojos y fingió dormir. Le sintió entrar en la recámara, caminar de puntillas, poner algo sobre el mueble, acercarse a él y besarlo en la frente. Una gota le cayó sobre el cuello. Al salir, cerró la puerta tratando de no hacer ruido. 12  Digno de confianza. Fiel.

68


nomen est fatum Hasta que los pasos se alejaron, abrió los ojos y miró al techo de nuevo; la sonrisa volvió a aparecer mientras acariciaba su sexo. Como en una película, la vio con ese pantalón tremendamente ajustado que torneaba unas nalgas prominentes y unos muslos gruesos, los zapatos de plataforma y tacón altísimo, la blusa blanca, suelta y corta, con el escote escurriendo sobre el hombro dejando ver el tirante del sostén rojo y, por abajo, una pequeña rebanada de su vientre plano con un ombligo un poco saliente, como el de un bebé; los labios rojos, los dientes blancos, la ceja oscura, tatuada, las pestañas postizas. De una sonrisa, pasó a un brindis de mesa a mesa, otra sonrisa, un guiño; él le mandó un trago, ella lo recibió, al beberlo frunció los labios y lo vio directo agitando un poco las pestañas; echó el pelo hacia atrás dejando ver el hombro desnudo y le sonrió de nuevo. Se levantó de la mesa con el vaso en la mano y se acercó. Lo invitó a sentarse mostrándole los dientes y enrollando el pelo entre los dedos. Hablaron; no sabía de qué, nada importante. Ella lo tocó primero, escurrió la mano sobre su pierna; él correspondió apretando el muslo y diciéndole algo al oído; ella se inclinó hacia él, luego levantó el rostro para decirle algo rozándole la oreja con los labios rojos. Pasó el brazo por sus hombros y acarició la piel del cuello, ella lo miró a los ojos, él la besó en los labios, ella abrió la boca, él metió la mano bajo la blusa, ella se estiró para dejarlo entrar, él subió hacia los senos, ella rozó con los dedos su sexo, él le mordió los labios, ella se levantó del banquillo y se paró entre sus piernas, la apretó contra él tratando de meter la mano entre la espalda y el pantalón, ella metió la suya 69


Rosenda Ruiz Figueroa fácilmente entre el pantalón y la camisa, él le mordió el cuello, ella se rió y echó la cabeza hacia atrás, él pasó los dedos entre sus nalgas y abrió las piernas, ella se pegó a él mirándolo a los ojos y mordiéndose los labios. Él la tomó de la mano y la llevó al baño. La metió en el cubículo y la empujó contra la pared falsa, ella mostraba los dientes y lo veía a los ojos, él subió la mano por su espalda, desabrochó el sostén y con ambas manos oprimió los senos, ella presionó contra sus testículos; con su mano en el hombro la hizo descender, ella abrió el cierre frente a su rostro. Lo sacó del deleite el ruido de la puerta, cerró los ojos, dejando la mano sobre su sexo para esconder la erección. —Se te hace tarde, mi vida —se acostó a su lado y le dio un beso en la mejilla. —Dame cinco minutos más —fingiendo despertarse, lanzó un beso al aire. —Ya está aquí tu desayuno —le palmeó el pecho. —¿Ves?, por eso son malas las parrandas entresemana —sermoneó, agitando lentamente el dedo y ladeando la cabeza, con esa voz melosa que se intensificaba cuando lo reprendía. Se levantó de la cama y salió de la habitación. Cerró los ojos y la vio de espaldas. El pantalón en los tobillos, gimiendo ronco, las nalgas proyectadas hacia él, la pared falsa crujiendo al recibir los embates, sus manos jalando los senos, las uñas largas enterradas en sus caderas… El recuerdo se congeló. Abrió los ojos casi hasta el dolor, levantó la camisa del pijama y revisó su costado izquierdo; sí, ahí estaban tres marcas largas,

70


nomen est fatum rojizas, de su nalga hacia su muslo. Apretó las mandíbulas. Puso la mano izquierda sobre el cuello. Sintió la humedad. Miró la palma, una pequeña mancha roja. “Qué extraño”, se dijo, pero su mente volvió a la preocupación original: “Me va a des-cubrir”, puso la mano sobre su boca abierta. Cayó una gota sobre su lengua, un sabor salobre con un poco de dulce. Levantó el brazo derecho y lo puso sobre la frente, cerró los ojos un momento y, al abrirlos, de reojo notó algo carmesí. Separó el brazo. Desde la muñeca hasta la punta de los dedos, la mano estaba tinta en sangre. Se incorporó rápido, puso la espalda sobre la cabecera y miró su mano derecha con incredulidad. No recordaba haber hecho nada que pudiera justificar eso. Sí, hubo sexo fuerte, violento, salvaje, unas mordidas, rasguños, palmadas; en un espacio estrecho, incómodo, golpeando contra las paredes; pero…, sangre, no. Se abrió la puerta. Fidel escondió la mano detrás de la espalda y trató de poner su mejor cara. Con los puños a ambos lados de la cadera, como acostumbraba hacer cuando cariñosamente le reprochaba algo, Giovanni13 exclamó: —¡Se te hace tarde! A la mitad del pecho, empapando la playera ajustada, una mancha roja. —¿Qué te pasó? —Fidel gritó. 13  Forma italiana de Juan. El que está lleno de gracia.

71


Rosenda Ruiz Figueroa Puso cara de extrañeza y bajó la mirada a su pecho. —¡Ah!, ésto —agitó las manos de arriba abajo. —No es nada, cariño, ayer que llegaste borracho me apretaste un poco. Fidel saltó de la cama y rasgó la playera manchada del cuello hacia abajo. Al centro del pecho, una herida abierta, entre las costillas, el corazón se veía retorcido como una jerga exprimida. Levantó la cabeza con los ojos desorbitados. —Te amo, corazón —dijo Giovanni con voz enamorada, y le dio un beso. 2015

72


Nekane14

Temprano, por las mañanas, la avenida se convierte en un mercado. Los pasajeros sólo están ahí mientras su transporte llega y miran y compran lo que los vendedores les ofrecen: dulces, agua, pan, periódicos, fruta, espejos, playeras, de todo. Ahí es donde se cruzan las miradas, las sonrisas, algunas palabras y, a veces, de tanto verse día tras día, se encuentran unos, se desencuentran otros. Desde hace mucho tiempo, junto a la pared gris del viejo edificio de oficinas, se encontraba el puesto de Edmunda15, la vieja tamalera, con los anafres coronados por los botes de tamales y atole, la mesa de madera con las bolsas, los platos de cartón y los vasos de unicel, y el banquito maltrecho para sentarse. Tres generaciones de clientes se habían alimentado de ese puesto; ahora era la nieta quien llegaba a las seis de la mañana, lloviera o tronara, bajaba todo de una camioneta y lo colocaba en el lugar que ningún otro vendedor se hubiera atrevido a ocupar. Nekane descubrió el puesto de tamales apenas hace tres meses, cuando el médico le recomendó hacer ejercicio y decidió 14  Aquélla que sufre dolor. Forma vasca de Dolores. 15  Protectora de la propiedad.

73


Rosenda Ruiz Figueroa que “el ejercicio” sería caminar todas las mañanas y terminar la caminata comprando algo sustancioso para desayunar, como un par de tamales. Cuando la vio por primera vez, sintió un salto en el corazón y una especie de calor sudoroso le recorrió el cuerpo, no podía creerlo; la jovencita de piel morena, ojos negros con las pestañas tupidas y largas, pelo ensortijado hasta los hombros, boca pequeña de labios carnosos, le era tan familiar. Cada vez que compraba los tamales no se atrevía siquiera a mirarla a la cara. —Qué bonita eres —se animó a decirle un día. —Gracias —la joven vendedora, sonrió un poco cohibida. —No, de verdad, qué bonita eres —insistió Nekane. Renata16 miró a los lados buscando apoyo. La gente a su alrededor no ponía atención. —Gracias —repitió y bajó la mirada, seria. Nekane sonrió. —No te apenes. Renata, con la cabeza baja, sonrió un poco. Nekane continuó mirándola en silencio, nerviosa. —¿Desea algo más? —preguntó sin mirarla. —No. Le entregó la bolsa con dos tamales verdes y dos rojos. Nekane extendió un billete de cincuenta pesos. Lo tomó y devolvió diez de cambio. —Gracias —no dejaba de mirarle el rostro. 16  Vuelta a nacer.

74


nomen est fatum Edmunda, como todas las mañanas, pasadas las siete, se acercó renqueando. Nekane apresuró la retirada, no quería tratar con aquella vieja de gesto hosco. —Abuela, qué bueno que llegaste. Edmunda se sentó en el pequeño banco y respiró fuerte. —No me gusta estar sola aquí. —Grrrmmm —gruñó recuperando la respiración. —Eres una floja. —No abuela, no es eso. Los siguientes días Nekane se aproximaba al puesto y observaba si Renata estaba sola, compraba unos cuantos tamales y, mirándola directamente al rostro, le repetía lo mismo; no podía evitarlo. La chica sentía algo extraño; no le parecía normal. Cuando Nekane, al entregarle el billete, rozó su mano, decidió contárselo a Edmunda. —Abuela, no lo tomes a mal, pero no quiero venir al puesto a esta hora. —¿Y eso? —preguntó la abuela con el ceño fruncido. —Es que pasa algo raro —hizo una pausa, atenta a la reacción de la vieja. —Es que hay una señora que viene todas las mañanas y compra unos tamales. —¿Y? —la interrumpió. —Es que me mira mucho. —¿Y qué? —Edmunda miraba adentro de la olla de tamales para verificar cuántos quedaban. —Me dice que soy bonita. 75


Rosenda Ruiz Figueroa —Ja. —Si, abuela, me dice que soy bonita y me mira. —Psstt —tronó la abuela. —Esas son babosadas. —Por eso, abuela…, pero no me gusta cómo me mira. No le respondió, movió la mano dándole a entender que se callara. Renata empezó a temer las mañanas. Nekane se acercaba, la miraba y repetía que era muy bonita con esa voz nerviosa, como si tuviera miedo y, al mismo tiempo, tuviera la necesidad de decírselo. Ella la atendía con la cabeza baja. —¿Por qué no me miras? —preguntó un día Nekane. No le respondió. —¿Por qué no me miras? —repitió, envalentonada, como si tuviera algún derecho de pedir explicaciones. Algo en su interior la estaba traicionando. Renata miró a los lados, le entregó los tamales sin responder. —¿Por qué no me miras? —insistió reteniendo el billete cuando Renata lo tomó por la orilla, evitando el contacto con la mano de la mujer. Renata levantó la vista, la miró a los ojos. —Señora, por favor. —¿Qué pasa, cariño? –no soltaba el billete. —No me gusta que me esté diciendo que soy bonita. —¿Por qué? Renata soltó el billete. Nekane continuó con el billete en la mano temblorosa extendida hacia ella. —Porque no está bien, señora. 76


nomen est fatum Sonrió con amargura, puso el billete en la esquina de la mesita de madera forrada con el mantel de plástico y se marchó. Renata suspiró tranquilizándose, Edmunda se acercaba lentamente. —Esa que va ahí es la señora que te digo. Apenas miró hacia donde señalaba Renata. No se habló más del asunto. Durante tres días no fue a comprar tamales. Al cuarto, Renata la descubrió acercándose; se puso nerviosa. Miró a los lados. Era muy temprano, había poca gente en la calle. —Hola, bonita. —Buenos días, señora —contestó Renata en un tono seco, alto para que los otros vendedores oyeran. —¿Qué le doy? —¿Estamos enojadas hoy? —¿Qué va a querer? —Para empezar, un saludo —Nekane, sonrió tratando de que la sonrisa fuera amable, cálida, dulce pero, al mismo tiempo, exigente. —Ya la saludé, señora. ¿Va a comprar tamales o no? —estaba tratando de no sentir miedo. —Sí, un rojo y un verde y un atole —cortó la sonrisa; la seriedad de la chica le provocó una punzada en la boca del estómago trayéndola a la realidad. Renata puso los tamales en la bolsa y en un vaso de unicel, el atole, ni siquiera le preguntó si lo quería grande o chico; sirvió uno grande. —Son veinte de los tamales y veinte del atole. 77


Rosenda Ruiz Figueroa Nekane le buscaba los ojos, Renata miraba abajo a un lado, evitando su mirada. —Bonita, no tienes porqué estar enojada conmigo —intentó nerviosa. Renata giró la cabeza al otro lado de la calle, Edmunda venía caminando despacio. Era más temprano de la hora en que acostumbraba llegar; respiró profundo, con alivio, “Tal vez, sí escuchó lo que le conté”, se dijo. —Sólo te he dicho que eres bonita. Renata se animó a mirarla, quería hacer tiempo para que su abuela llegara y oyera. —No tiene nada de malo que seas bonita —no sabía qué le estaba diciendo, sólo hablaba. Renata continuó mirándola. —A mi me parece que eres muy bonita y es una lástima que una niña tan linda como tú tenga que trabajar tan duro —su cerebro le gritaba que callara, pero el corazón le decía que debía seguir. Renata miró de reojo hacia donde venía su abuela con la cara directamente hacia Nekane. —Yo quisiera ayudarte —trató de sonar amable, confiable. —Uno trabaja por necesidad, no porque sea bonita o fea, señora —cobraba valor conforme la abuela se acercaba. —Pero, tú podrías tener una vida mejor —se dijo que eso quería decir. Continuó esperanzada —¿A poco no te gustaría.., no sé…, estudiar, trabajar en otra cosa, vestirte bonito? Renata continúo mirándola, ya sin miedo. Edmunda llegó, por fin. 78


nomen est fatum —Buenos días —dijo sofocada. Nekane quedó paralizada, muda. —Buenos días, abuela. —Y de inmediato —Esta es la señora que te había contado, ¿te acuerdas, abuela? La que siempre me dice que soy bonita. Miró a Nekane con los ojos helados. —¿Y cómo para qué le dice eso a mi nieta? Nekane sacó un billete de la bolsa del pantalón. —Aquí tienes, hija –estaba totalmente turbada, como si la hubieran sorprendido haciendo algo malo. La abuela empujó hacia atrás a Renata. —No es su hija ni su bonita. ¿Qué quiere con mi nieta? —la abuela agarró el bastón por la mitad y lo levantó en clara señal de amenaza. —No, señora, no piense mal —dio un paso hacia atrás. — Sólo le dije a su nieta que es bonita como una gentileza. Yo no pretendo… —No es cierto, abuela, —interrumpió Renata —me acaba de decir que yo no debe-ría trabajar aquí, que si no me gustaría una vida mejor. Nekane movió la cabeza negando, abrió la boca pero no dijo nada. —¿Qué es lo que quiere con mi nieta, vieja cochina? —¿Qué quiere conmigo? –gritó Renata protegida por el cuerpo de la abuela. —¡Pinche vieja sucia! –gritó el vendedor de dulces que seguía atento la conversación. La gente empezó a detenerse. 79


Rosenda Ruiz Figueroa —Es una tratante de blancas —dijo alguno. —¿Una qué? —se oyó otra voz. —De esos que se llevan a las muchachas a Tijuana y las meten de putas —dijo otro. —¡Vieja puerca! —¡Asquerosa! —No, no es así —repetía una y otra vez caminando hacia atrás, y casi cae cuando tropezó con la orilla de la banqueta. Edmunda, con el bastón levantado, gritaba algo; los demás también. Ya no entendía. —No, no es así —repetía negando con la cabeza, los brazos extendidos hacia adelante, con la bolsa de tamales y el vaso de atole en una mano, el billete en la otra. Alguien le aventó una botella de refresco, le pegó en el brazo. —¡Lárgate, no vuelvas a aparecer por aquí! —¡Lárgate!, ¡lárgate! —gritaba la gente. Estiró la mano con el billete hacia la abuela. De un manotazo la abuela la hizo tirarlo. —¡Lárgate!, ¡lárgate! —decían las voces enfurecidas. No supo cómo pero se alejó. Entró jadeando a su casa, se sentó en el sillón a recuperar la respiración. En una mano, la bolsa de plástico sudada con los tamales, en la otra, el vaso de unicel medio vacío, escurriendo el atole espeso entre sus dedos, goteando sobre el piso. Sintió que las lágrimas regresaban a sus ojos después de tanto tiempo. Las dejó caer.

80


nomen est fatum Levantó la cabeza, arriba de la televisión, la foto de Eugenia17: La piel morena, los ojos negros con las pestañas tupidas y largas, el pelo ensortijado hasta los hombros, la boca pequeña de labios carnosos; su hija muerta a los dieciseis años, más o menos como los que tendría ahora, Renata. 1995

17  La bien nacida, de buena cuna.

81


La nieta de Kukulkan18

—Este es un cuchillo de obsidiana —dijo, mostrando sobre la palma de su mano ancha una piedra alargada y delgada con los bordes marcados, esculpidos. Los ojos azules de Helga19 se posaron sobre el artefacto de unos doce centímetros de largo. Era impresionantemente negro, tan negro como ella no había visto nada en su vida. Recorrió con la mirada el cuerpo del hombre desde la mano abierta hasta la cara, pasando por el pecho que se adivinaba musculoso a través de la camisa de manta con pequeños detalles bordados, adherida a su piel por el sudor y la humedad del ambiente. —Está hecho con la misma técnica que utilizaban los pobladores originales —buscó a su alrededor, recogió una piedra redondeada y simuló golpear el cuchillo —se golpea la pieza de obsidiana hasta darle la forma que se desea —tiró la piedra. Ella acercó el dedo. 18  Nombre en maya que se puede traducir como Serpiente de Plumas. Se considera el equivalente maya de Quetzalcóatl. Aparece como Gucumatz en el Popol Vuh. Según las crónicas fue un hombre que llegó desde el oeste, blanco y barbado. 19  Santa. La que es pura e inocente, la que opta por la bondad y la perfección espiritual.

82


nomen est fatum —¡Cuidado! —Hermilo20 cerró la mano con un movimiento brusco envolviendo el cuchillo, casi atrapando sus dedos blancos y delicados. Todos los que iban en el tour, rieron. Sonrió mostrando los dientes blancos. Reinició la marcha entre los enormes árboles seguido por los doce sudorosos turistas europeos de rostros enrojecidos, cubiertos de repelente y bloqueador solar. Iba siguiendo sus pasos; miraba sus nalgas y piernas fuertes, sus pies en huaraches avanzando sin resbalar. Casi tropieza con él cuando, llegando al claro, se detuvo. Como una bailarina de ballet, extendió el brazo para atrapar la mirada del grupo y llevarla a las enormes construcciones de piedra, basamentos, pirámides, mascarones, estelas. Las bocas y los ojos se abrieron; las cámaras dispararon, todos buscando el mejor ángulo, limpiando los lentes para eliminar la humedad. Helga estaba fascinada. Era su sueño infantil hecho realidad, ese que se generó cuando encontró en la casa de su abuelo, el marinero, aquéllas fotos de gente morena, de nariz aguileña y sonrisa amplia, mujeres pequeñas con vestidos blancos de escote cuadrado bordado, hombres todos de blanco, hasta los zapatos, y pequeños sombreros; aquéllas de construcciones extrañas, de piedra, el abuelo le explicó que se llamaban “pirámides” y que las habían hecho los “mayas” en “México”. 20  Derivación o diminutivo de Hermes. “anunciar, decir, confrontar, aclarar con palabras”, esta etimología es de la que también parece derivar el concepto de ironía. Hermes es el Mercurio de los romanos, el dios que anuncia los mensajes de los dioses, estaría en paralelo al concepto del ángel de la anunciación cristiano.

83


Rosenda Ruiz Figueroa Sentada en las rodillas del viejo rubio de barba tupida, a los seis años, aprendió sus tres primeras palabras en español: pirámides, mayas, México. Desde ese momento ya no quiso escuchar historias de enormes monstruos marinos, elfos, hadas y otras criaturas de la mitología de su terruño. —Abuelo, cuéntame de México —pedía. El viejo combinaba lo escuchado, lo leído, lo imaginado y lo vivido durante las escalas del gran buque mercante en el puerto de Progreso, y, ante los ojos azorados de la pequeña, construía historias donde los guerreros pintados de azul iban a la guerra mientras las doncellas los esperaban por años sin voltear a ver a otro hombre; los brujos, disfrazados de jaguares, ponían mil obstáculos a los amantes, pero el amor siempre triunfaba, aunque ellos, los amantes, no. Muchas veces los guerreros eran hechos prisioneros mientras peleaban valientemente y los sacerdotes enemigos los sacrificaban a los dioses, comiéndose su corazón para tener fuerza; en otras, ante la inminencia de perder la guerra, los sacerdotes locales levantaban un altar y ofrecían el corazón puro de la doncella para que el guerrero ganara la batalla. Alguno de los amantes acababa muriendo y el otro, no podía con la tristeza, pero su amor continuaba más allá de este mundo. El abuelo, de vez en cuando, hacía que el guerrero volviera victorioso y la doncella estuviera viva, entonces, los poderosos reyes le otorgaban al guerrero el honor de tomar la virginidad de su amada y casarse con ella para estar juntos eternamente bajo el cielo azul profundo, las tormentas de agua tibia, el sol abrazador y las noches cortas de estrellas y luna brillantes, entre los árboles gigantes, los trinos de las aves y las canciones de amor. 84


nomen est fatum Así creció Helga, deseando llegar hasta acá, ver eso que le contó el viejo rubio, con sus propios ojos. Durante más de diez años soñó con ello, leyó libros, vio folletos, estudió español, ahorró y, ahora, por fin, estaba parada junto a ese hombre moreno de nariz aguileña, diez o más centímetros más bajo que ella, mirando las pirámides, las piedras mohosas, el sol brillante, a la sombra de una ceiba, escuchando el canto monótono de los bichos. Sus ojos azules se llenaron de lágrimas. —Ponte más bloqueador —dijo, en español, el guía, —las lágrimas dejan desprotegida la piel contra el sol; son saladas y resecan hasta la tierra. Continuó con las explicaciones en inglés. Fue la primera vez que Hermilo se dirigió a ella en ese idioma; a pesar de que Helga intentó comunicarse en español desde el inicio del viaje, él siempre le respondía en inglés, como si fuera una norma ineludible hablarle a los extranjeros en esa lengua, aunque no fuera la suya. Secó las lágrimas y el sudor de sus mejillas con el dorso de la mano, se puso los lentes oscuros y avanzó con los demás, de edificio en edificio, escuchando las explicaciones, tratando de colocarse junto al hombre. Al llegar a los frescos miró la figura del guerrero azul semidesnudo y luego a Hermilo, de nuevo a la pintura y a Hermilo. Su abuelo tenía razón, los mexicanos de ahora eran iguales a los mayas; tal vez no todos, pero Hermilo, sí. Tratando de no ser obvia, observó el cuerpo del guía y lo comparó contra la pintura. Le pareció que eran muy semejantes. 85


Rosenda Ruiz Figueroa —Muchas veces me dicen que me parezco al guerrero —a partir de entonces le habló en español, —yo creo que me parezco más al sacerdote —señaló una figura roja con los brazos hacia arriba. —Creo que te pareces más al guerrero—dijo Helga con su español bien construido, académico, con un acento extraño que Hermilo no había escuchado en los turistas que había conocido. —¿De dónde eres? —Noruega —sin hacer pausa, puso sus ojos azules directamente en las pupilas negras del guía, ya había descubierto que en este país los ojos azules son una especie de pasaporte. —¿Podrías…? No fue necesario que terminara. Él se colocó en la misma posición del guerrero, en el lugar justo para que en la toma se pudiera comparar el perfil, la nariz aguileña, la frente prolongada, los brazos delgados, las piernas plantadas firmes en el suelo y el pelo recogido en algo parecido a un moño sobre la cabeza. —¿Podrías…?—Helga apuntó con la mano de la cintura hacia arriba y señaló la camisa. Hermilo se la quitó, volvió a colocarse en posición. Su torso delgado y musculoso era como el del guerrero. Los demás turistas percibieron el parecido, tomaron fotos haciendo exclamaciones. Ella tomó varias, sonriente. —Ahora compara con el sacerdote —se colocó en la misma posición del sacerdote rojo, la cabeza y los brazos levantados con las palmas de las manos hacia arriba, de las que parecía gotear sangre. Helga lo notó. El rostro afable del joven se transformó, los 86


nomen est fatum ojos oblicuos, el rictus de la boca, las cejas alargadas. Sintió un escalofrío. Tomó una foto y salió al sol. La última parada fue al pie de una pirámide. —En la parte superior está el altar de los sacrificios. No podemos subir, está prohibido —señaló unas manchas rojizas sobre las escaleras. —Esta es la coloración que dejó la sangre de los sacrificados durante siglos. —Uhhh —todos los turistas fingieron horrorizarse, pero, en realidad, era este salvajismo mítico lo que venían buscando. Manipularon las cámaras para captar lo dicho por el guía. —¿Cómo lo sabes? —preguntó Helga. —Lo sé —dijo al pasar junto a ella, guiñando un ojo. Esa noche, el grupo de turistas se hospedó en cabañas rústicas de madera atendidas por pobladores locales, en medio de la selva. Una vez instalada, Helga se sentó en una silla enfrente de su cabaña, el ligero viento le refrescaba la piel, y encendió un cigarrillo. Se sentía feliz, estaba asumiendo que sus vecinos, compañeros de trabajo, compatriotas, todos, siempre habían tenido razón: ella era diferente. De niña no le gustaban las historias de príncipes rubios que se casaban y eran felices para siempre; de adolescente, sus amigos y conocidos le parecían pálidos y tristes, la idea de tener sexo con ellos le resultaba repulsiva; ya mujer, no pretendía vivir con una u otra persona, o casarse o tener encuentros casuales con hombres serios, fríos, de voces duras; soñaba con un amor eterno donde lo más importante fuera la fidelidad, el compromiso, la espera, las palabras dulces en voces quedas,

87


Rosenda Ruiz Figueroa aunque tuviera que morir por él y nunca se consumara su relación. Despidiendo el humo a través de los labios fruncidos escuchó un leve ruido sobre la tierra fangosa y las hojas secas. Cerca de su pie, un pequeño escorpión negro con las pinzas levantadas parecía petrificado. Adelantó la mano. —¡No lo toques! —Hermilo estaba frente a ella, una toalla sobre el cuello, el pantalón de mezclilla con el cinturón desabrochado colgando, sin camisa, húmedo. Helga brincó sobre la silla. —¡Oh…! —Tragó saliva —¡me asustaste! No te oí llegar. El escorpión desapareció veloz bajo las hojas. Hermilo sonrió, sus dientes reflejaron la luz del foco. Helga no podía dejar de observarlo. Ese pequeño hombre moreno despertaba en ella lo que ninguno de sus conocidos y amigos había despertado; una inquietud naciendo en el estómago, desplazándose hacia su vientre bajo, como si una serpiente reptara por sus intestinos. El sudor incontrolable pegaba la playera a su piel; la mirada de él, detenida en sus pechos, era tan penetrante que le produjo la sensación física de la caricia de un gato. Por primera vez en su vida, se avergonzó ante un hombre; no quería que se diera cuenta de lo que le producía. Cruzó los brazos. Hermilo se acercó, se recargó en el muro junto a ella y, de la manera más natural, empezó una explicación sobre los escorpiones y los alacranes. —Mucha gente piensa que son lo mismo, pero no —movía el dedo ante ella como si le estuviera dando una lección, sin quitar 88


nomen est fatum los ojos de sus pechos. —Los alacranes son más venenosos, los escorpiones, menos, pero, igual, la mordida de sus pinzas duele mucho. Se distinguen porque los alacranes son claros y los escorpiones oscuros… Eso a Helga no le interesaba. —Cuéntame tu historia —lo interrumpió poniendo una mano en la barbilla y recargando el codo en la rodilla. —Me llamo Hermilo Noh21, como puedes ver, el apellido no es español —hizo una pausa. —No, claro, no te das cuenta —soltó una carcajada, —es una palabra maya; porque yo soy maya. Helga lo miraba directo a la boca, concentrada en el tono musical de su voz, no prestaba atención a las palabras. —Nací en una comunidad muy pobre, mis papás son campesinos; tengo cinco hermanos, pero sólo yo fui a la escuela porque el gobierno me dio una beca. Ella lo miró a los ojos, no comprendía todo lo que decía, pero le gustaba. —Allá casi nadie habla español; mi mamá no sabe. —¿Qué idioma hablan? —Helga pensaba que todos en México hablaban español. —Maya —dijo con orgullo. —Yo aprendí español hasta que empecé a ir a la escuela. Y aprendí inglés ya grande, cuando me fui a trabajar a Cancún. —¿Y te gusta tu trabajo? —Helga no quería que dejara de hablar, no quería que se fuera. 21  Apellido maya: grande, majestad, mano derecha.

89


Rosenda Ruiz Figueroa —Mucho…, lo disfruto; me gusta conocer gente y mostrarles mi tierra, que nos conozcan a los mayas. —¿Eres maya? —reaccionó Helga. —¿Acaso no dicen que están extintos? El rió a carcajadas. —Entonces, ¿qué soy yo? —Acercó su rostro al de ella y la miró a los ojos, —¿no soy igual al sacerdote de los frescos? —Al guerrero —Helga sintió que le faltaba la respiración, los labios oscuros cerca de ella, el aliento con olor a hierba, los hombros desnudos, frescos. —No… —el tono se volvió áspero, imperativo, —yo soy como el sacerdote —se recargó en la silla y miró hacia los árboles, rumbo a la zona arqueológica. Ella movió la cabeza negando. —Incluso tengo el mismo nombre que él. Antes no había dicho que se conociera el nombre del sacerdote. Helga frunció el ceño, se sintió engañada. Él giró la cabeza hacia ella, sonrió mostrando los dientes perfectos. —Es un nombre secreto… —hizo una pausa mirándole la boca. —Un nombre maya: Ek Chuak, escorpión negro22 —con la punta del pulgar y el índice le apretó rápido la punta de la nariz, simulando el ataque del escorpión. Una descarga eléctrica recorrió el cuerpo de Helga, calor entre 22  Dios de la guerra.Se le representaba con el labio inferior grueso y colgando de color negro (el color de la guerra) y una lanza. Como dios de la guerra, tenía atributos malévolos. Como dios de los mercaderes, era benévolo.Ek Chuak era también patrono del cacao. Los que cultivaban este fruto le celebraban una ceremonia especial en su honor para ganarse sus favores.

90


nomen est fatum las piernas, frío en los pezones, humedad en la boca. Sin pensarlo, lo besó. Hermilo, con su lengua, le abrió los labios; ella sintió un mareo. Con ambas manos cubrió sus senos, Helga suspiró sin contenerse. Se levantó violento, corrió, ella se levantó y lo siguió, por primera vez deseaba sentir a un hombre. Lo alcanzó cuando salía de una cabaña con una lámpara en la mano. La tomó de la mano y corrieron por el sendero, sólo escuchaba el ruido de sus pasos sobre la tierra y la alfombra de hojas. Él no perdía el aliento, Helga jadeaba. Saltaron la cerca metálica; no recorrieron el camino serpenteante entre los árboles, llegaron directamente a la explanada rodeada de las construcciones principales. Se detuvieron frente al basamento con los frescos en la parte superior. Sin soltarle la mano, Hermilo subió a grandes zancadas los escalones; una reja cerraba el acceso a los frescos, metiendo la mano entre los barrotes, iluminó los frescos. Con la otra mano, violentamente, empujó la cabeza de ella. —Mira…, mira bien…, a quién me parezco? —preguntó. La frente de Helga pegó contra la reja. A la luz de la lámpara la figura azul del guerrero era poderosa, pero la figura roja del sacerdote la estremeció. Trató de alejar la cabeza, pero la mano de Hermilo no lo permitió. —¿A quién me parezco? —insistió. Helga giró la cabeza, el rostro de Hermilo transformado. Sólo deseó sentirlo, con la cabeza pegada a la reja, estiró la mano y 91


Rosenda Ruiz Figueroa lo atrajo jalándolo por el cinturón. El cuerpo de él se pegó a sus nalgas. —¿A quién me parezco? —la voz de Hermilo se hizo ronca. —¿Qué me estás haciendo? —dijo ella en su lengua, asustada y curiosa. —Te enseño, mujer —contestó como si le hubiera entendido. —Dime —la mano tosca frotaba su cuerpo, del cuello al vientre, del estómago a la columna vertebral —¿a quién me parezco? Helga se giró y recargó la espalda en la reja, era igual, era el sacerdote. Rojo, potente, poderoso, feroz. Se hincó ante él, hechizada, dominada, ansiosa, anhelante. Hermilo le sujetó la cabeza con ambas manos y la besó con la boca muy abierta, poniendo la lengua sobre su paladar, sus dientes, su misma lengua. Helga sintió su sabor, tragó su saliva, absorbió sus labios. Él levantó su playera, formando unas pinzas con sus dedos, le apretó los senos. —Soy virgen —sintió la necesidad de decirlo, la voz entrecortada. Ek Chuak, Hermilo, con las pinzas de sus manos todavía presionando los senos de Helga, se detuvo. La ayudó a ponerse en pie. Como si se hubiera convertido de pronto en una porcelana frágil, la hizo bajar las escaleras del basamento, cruzar la explanada y subir las escaleras manchadas de sangre de la pirámide hasta llegar al altar de los sacrificios. Hincado ante ella, la desnudó completa, la recostó en la piedra fría, ella cerró los ojos; mirándola, se quitó la ropa, se levantó entre sus piernas. Suavemente, como si se tratara de un precioso 92


nomen est fatum collar de jade, sus manos recorrieron cada centímetro de la piel pálida, sintió el cuello largo y delgado, frágil como el de un ave; los hombros cuadrados, fuertes, hombrunos; los senos levantados hacia el cielo estrellado, las puntas temblando al roce de sus dedos, rosadas; las costillas, el estómago, cubiertos por una capa de grasa que les confería un ligero temblor al recorrerlos; los muslos fríos hasta las rodillas, la parte interior tensa, cada centímetro más caliente hasta llegar al pubis cubierto de vello rubio, húmedo. La miraba desde arriba, inclinado formando una escuadra, los pies apoyados firmes en la piedra, rozando sus piernas abiertas. Contra la luz de la luna, Helga veía su contorno iluminado, su pecho y su rostro rojos, sus ojos del mismo profundo negro brillante que el cuchillo de obsidiana que Ek Chuak hacía descender rápido hacia el centro de su ser. En la oscuridad, los pájaros levantaron el vuelo chillando y los monos despertaron aullando al escuchar su grito. La nieta del rubio Kukulkán alcanzó su destino. 2015

93


Carboncito, la niña de fuego

Cuando era pequeña mi padre me llamaba “carboncito”, no por mi color, que por eso pudo haber sido, sino porque mi piel quemaba. Si alguien posaba su mano sobre mi cuerpo o rozaba con su dedo mi piel se escuchaba ese siseo, shshshshshs, salía humo y el olor de la carne quemada, como si se tocara una plancha encendida; por eso nunca nadie me sostuvo en sus brazos, ni mi madre me amamantó. Sólo mi padre se inclinaba frente a mí, me hacía guiños, sonreía, tocaba rápido mi piel con la punta del índice y decía: —¡Carboncito! —con voz cariñosa mientras yo me retorcía sonriendo y haciendo ruidos. Al principio pensaron que estaba enferma, que sufría algún tipo de fiebre extraña que eventualmente podría provocarme la muerte. Me llevaron con varios médicos, dentro y fuera de la ciudad, en grandes hospitales; nada, todos encontraban mi salud excelente y los echaban rápido antes de que pudiera derretir sus utensilios o afectar sus aparatos. Consultaron brujos y chamanes; algunos dijeron que era una maldición y dieron recetas para limpiar la casa, mi cuerpo y las culpas de mis padres, pero no alivió la situación. Se volcaron hacia la iglesia y peregrinaron visitando a varios santos: 94


nomen est fatum San Judas Tadeo, Santa Gema, San Martín de Porres, el Sagrado Corazón de Jesús…; tampoco, nada se solucionó. Los primeros años de mi vida fueron así, de un lado a otro, dentro de una pequeña tina metálica con agua que cambiaban cuando empezaba a hervir. Mi madre se resignó, dejó de intentar soluciones; mi padre volvió al trabajo porque la economía estaba maltrecha; mi abuela encontró el lado práctico. Temprano en la mañana, cuando todavía estaba mojado el pasto, me sacaba al jardín y me dejaba corretear por ahí para quitarle la humedad excesiva a las plantas; si era día nublado, lavaba la ropa y me la daba empapada, la sujetaba contra mí hasta que se secaba, me gustaba ver como subía el vapor caliente; en invierno, cuando el agua de la cisterna tenía una capa de hielo, me dejaba chapotear un rato y después lavaba los trastes con el agua tibia. No podía dormir en una cama normal, desde mi nacimiento me acostaban en un colchón de un material que no se quemaba fácilmente, que mojaban antes de acostarme y volvían a mojar varias veces durante la noche; aún así hubo algunos accidentes, por eso, mi padre dormía en la misma habitación. La solución la propuso la abuela, como siempre, práctica. Mi padre fabricó una piscina grande en el techo de la casa; al centro, un colchón inflable; el agua salía del tinaco, caía en la piscina a través de un tubo en una pequeña cascada, del otro lado había tres pequeños orificios que permitían la corriente hacia el interior de la casa. La velocidad del agua podía controlarse a través de llaves colocadas en los tubos de salida; si la querían más

95


Rosenda Ruiz Figueroa caliente, cerraban las llaves para que el agua permaneciera más tiempo cerca de mí. Así dormía cuando tenía ocho años: al aire libre, en medio del agua, en un colchón siempre mojado, desnuda, con el ruido del agua arrullándome y bajo las estrellas; no importaba si era invierno o verano, no sentía el frío o el calor, la lluvia no me molestaba, sólo el granizo llegaba a doler. Nunca tuve una gripa ni siquiera un resfrío. Mi madre y mi abuela se preocuparon por enseñarme buenos modales, por eso sabía que debía ponerme el sayal, esa especie de vestido de lana cruda difícil de quemar, cada vez que alguien llegaba de visita y advertir: —Por favor, no me toque, puede lastimarse —en tono suave y bajando levemente la mirada con modestia. Pero la fama de la niña de fuego ya era conocida por toda la ciudad, pocos visitaban la casa, mis padres no tenían amigos, y yo no salía casi nunca; no podía ir a misa, al mercado o a la escuela, era demasiada gente cerca, podía provocar un incendio. Me enseñaron a escribir, a hacer cuentas y a leer en casa. Leer me gustaba mucho, pero no podía sujetar el libro; mi padre hizo un atril con una pequeña saliente que sujetaba la hoja por mí, solo tenía que pasar a la siguiente con un movimiento rápido de mi dedo mojado, nunca quemé un libro. Por las tardes, vestida con mi sayal viejo, medio quemado y con agujeros, me sentaba en medio del jardín con mi atril enfrente, sobre una roca que mi padre talló dándole forma parecida a una silla, una cubeta de agua a mi lado para mojar el dedo y echar en la roca de vez en cuando para que no reventara. Si llo96


nomen est fatum vía era mejor para la silla; aunque el atril tenía algo parecido a un techo que cubría el libro, de todos modos, alcanzaba a mojarse. No tenía amigos ni hermanos; mi abuela dijo que mi madre no pudo tener más hijos porque yo le quemé las entrañas cuando nací. Mis primos no tenían permitido acercarse porque podía quemarlos. —Hola —dije cuando lo vi asomarse por arriba de la barda. Se ocultó. Volví a mi lectura. El ruido de las hojas de la enredadera me anunció de nuevo su presencia, fingí no darme cuenta para que no se volviera a esconder. Sentí que me miraba. Yo le observaba por arriba del libro: la cabeza sin pelo, la nariz gruesa, las mejillas costrosas, los dientes grandes asomando entre los labios resecos. —Hola —dijo él. —Hola —levanté la mirada y sonreí. —¿Quién eres? —Javi23 —contestó mientras pasaba una pierna por encima de la barda. —¿Y tú? Pensé un momento…, hice un esfuerzo para recordar mi nombre: Rocío24, pero nadie me decía así; mi madre decía que ese nombre no me quedaba, me llama: niña, mi abuela: escuincla, mi padre: carboncito. —Carboncito —contesté. —Ese no es un nombre —pasó la segunda pierna sobre la barda. 23  Diminutivo de Javier: el de la casa u hogar nuevo. 24  Frescura de la tierra.

97


Rosenda Ruiz Figueroa —Es un alias. —¿Un qué? —saltó dentro del jardín sobre los claveles de la abuela. —Un apodo —aclaré. Mirando a todos lados antes de dar cada paso, se acercó a mí. Los pantalones le quedaban grandes, amarrados con un cinturón de hombre mayor, las rodillas manchadas de pasto y tierra, la playera estrecha, los pies descalzos. —¿Es cierto que eres de fuego? —se quedó detrás del tronco del durazno. —¿Te parece que soy de fuego? —hice gesto de fastidio moviendo las manos hacia arriba. Movió la cabeza de un lado a otro. —Dicen que eres la niña de fuego. —No soy de fuego, pero sí quemo. Se acercó. Puso su dedo sobre mi brazo. —No es cierto —lo retiró. —¿Con quién hablas? —la voz de mi madre salió de la cocina. —¡Con nadie! Estoy leyendo en voz alta —Javi corrió hacia la barda, agachado y con las piernas encogidas. Se escondió detrás de las matas. La cabeza de mi madre apareció por la ventana; le sonreí, desapareció. Hice un ademán a Javi. Como un gato escaló la enredadera, tirando hojas, y se ocultó detrás de la barda. Mi madre volvió a asomarse. Yo fingí estar concentrada en la lectura. A partir de entonces, Javi espiaba sobre la barda y esperaba a que yo hiciera una seña para saltar dentro del jardín, se sentaba oculto entre las matas, cerca de mí, y yo leía en voz alta o, 98


nomen est fatum cuando estaba segura de que mi madre y mi abuela no podían escucharnos, platicábamos. Él me contaba lo que pasaba afuera; del mercado, la iglesia, la plaza, las calles, las tiendas, la feria. De la escuela no, porque él no iba, sus padres eran muy pobres y tenían que trabajar siempre, así que simplemente le abrían la puerta en la mañana y lo veían regresar en la noche. —Eres un vago, como Tom Sawyer. —Y, ¿ése quién es? Le leí Tom Sawyer. —El campo no es como dice ahí. Me contó del campo, los sembradíos de maíz que había fuera de la ciudad y el bosque en los cerros que yo veía desde la azotea de la casa al levantarme. Un día nos escapamos. Salté con él por arriba de la barda y corrimos por la calle hacia el jardín central; nos reíamos a carcajadas, levantaba los brazos y se movía en zigzag de un extremo a otro de la calle, yo le seguía. De regreso tomó mi mano mientras corríamos calle abajo como si tuviéramos alas en los pies. Cuando me di cuenta retiré la mano, asustada. —No me toques, puedo hacerte daño. Miró la palma de su mano, me la mostró. No estaba quemada. Desde entonces, colocaba su mano sobre mi brazo o alrededor de mi tobillo, pero nada, no se quemaba. Ponía hojas o flores y se incendiaban. 2

99


Rosenda Ruiz Figueroa Una mañana el agua de la piscina se calentó demasiado, empezó a hervir. —¡Abuela! —grité. —¿Ya le abriste a las llaves? ¡El agua está hirviendo! Nadie respondió. Bajé a la cocina y abrí las llaves, las tuberías tronaron, el agua estaba muy caliente. —¡Abuela!, ¡mamá!, ¿saco el agua? —cuando no se necesitaba el agua temprano la dejábamos correr un poco para que no se calentara demasiado y reventara los tubos. Nadie respondió. Entré en el comedor. La veladora del Sagrado Corazón estaba apagada, la abuela la prendía siempre al levantarse. Me asusté un poco. —¡Abuela!, ¡mamá!, ¡papá! —no quería ir más allá, mi madre me tenía prohibido entrar en los dormitorios. Mi padre vino hacia mí y tocó mi mejilla un segundo. Se oyó el siseo y salió humo. Lo seguí afuera. Se sentó en mi silla de piedra y me miró de frente. —Algo malo pasó —empezó. Tragó saliva —Carboncito, tu abuelita ha tenido que irse. —¿A dónde? —Al cielo. No entendí. —Ya no podrá regresar —quiso consolarme. —Pero ella te quiere mucho y siempre va a estar contigo. —Eso no puede ser. Si no puede regresar, ¿cómo va a estar conmigo? —no sentía tristeza o dolor, sólo confusión. —Carboncito, la gente vieja se va con Dios. 100


nomen est fatum —¡Ah! —me sentí aliviada, mis lecturas me permitían entender de qué se trataba. —Quieres decir que se murió. No fue en ese momento, sino después, cuando la eché de menos. Todo cambió en la casa. Mi madre se encerró en su habitación y no volvió a preocuparse por mí. Nadie se enteraba si comía o no comía, nadie vigilaba que vistiera el sayal y tuviera la precaución de mojarlo de vez en cuando, que no entrara en la sala o los dormitorios. Nadie me pedía que nadara en la cisterna para derretir el hielo del invierno o que secara la ropa en días nublados. Ya nadie me decía que mi madre siempre estaba triste por mi culpa, porque le había quemado las entrañas; ahora mi madre estaba triste por culpa de la abuela, porque se había muerto. Mi padre me dijo que tenía que apoyar en la casa, que mi madre estaba enferma; fue cuando empecé a salir a hacer mandados. Javi siempre me acompañaba. Jugábamos a ser reyes cuando entrábamos al mercado y toda la gente se hacía a un lado para dejarnos pasar; yo con mi sayal medio quemado, descalza, y él con su pantalón gigante, con hoyos, parches y remiendos, el cinturón grande y la playera pequeña medio rota. Los comerciantes también nos tenían miedo, pero mi padre habló con algunos para que me vendieran lo que les pidiera. Llevaba un bolsón de asbesto, que mi padre consiguió, en el que los comerciantes ponían las mercancías, sacaban los billetes para cobrarse y soltaban las monedas del cambio. Caminando lento, mirando a los lados, la espalda derecha, salíamos del mercado con las miradas de todos sobre nosotros, como los reyes de los cuentos. Corría101


Rosenda Ruiz Figueroa mos por las calles riendo como locos, nos deteníamos en varios lugares a mirar las hormigas, los pájaros o los coches que pasaban; me enseñó a apilar hojas y prenderles fuego sólo por molestar, a calentar las maquinitas de la papelería para que soltaran las monedas ya aguadar los chicles gigantes de bola para dividirlos en dos y compartirlos. Mi padre y yo intentamos llevar la casa, pero fue imposible. No podía ayudarle en las tareas domésticas; incendiaba el palo de la escoba, evaporaba el agua al tratar de exprimir la jerga, derretía los mangos de los cucharones y los trinches, cocía la carne antes de meterla en la olla. Y, la verdad, no sabía hacer nada; mi madre y mi abuela siempre me habían mantenido fuera de la casa, crecí en el jardín y la azotea. Tuvo que contratar una mujer para encargarse de todos esos menesteres y de atender a mi madre siempre encerrada; llegaba antes de que mi padre se fuera a trabajar y se iba cuando él volvía; a veces, su hijo Azazael25, unos años mayor que yo, llegaba saliendo de la escuela y pasaba la tarde en la casa. Volví a mi rutina: las lecturas en la tarde y las visitas de Javi; pero, a veces, me pe-dían salir a hacer mandados, era entonces cuando Javi y yo nos divertíamos de verdad. Seguro mi padre había oído hablar de mis incursiones por la ciudad, no podía ser de otra forma, todos hablaban de la niña de fuego y el mocoso vago, pero se hacía el sordo; tal vez le alegraba que yo tuviera un amigo.

25  De origen hebreo, espíritu maligno.

102


nomen est fatum Aunque nos habíamos hecho expertos en ocultar su presencia en el jardín, la mujer de la limpieza se dio cuenta. —Perdone que me meta, señor —le dijo una mañana mientras le servía el desayuno en la cocina. La escuché sentada en mi silla de piedra con el plato metálico lleno de huevo en las piernas. —Dígame. —Disculpe que me meta, señor, pero no me parece bien que la niña vea a ese… —hizo una pausa como si no supiera la palabra que iba a decir —muchachito. Dicen que cuando la manda al mercado se va con él y hacen travesuras. —Mmmm… —hizo mi padre. Se oía el ruido de su masticación. —Ese… —otra vez la pausa —muchachito viene a verla aquí, se salta por la barda del jardín y pasa ratos con ella. Silencio. —La niña está creciendo, se está convirtiendo en una señorita y, no vaya a ser el diablo… —otra pausa, —ese muchachito le vaya a hacer algo, es de tan baja ralea. Se oyó el arrastrar de la silla. Dejé el plato en el piso tratando de no hacer ruido para escapar, pero cuando levanté la cabeza mi padre estaba frente a mí. —¿Quién es ese muchachito que entra en el jardín? —Mi amigo, Javi —dije manteniendo la mirada abajo como me enseñaron mi madre y mi abuela. —¿Quién es tu amigo Javi? —Pues un niño que viene… —¡Ya sé que es un niño! —mi padre nunca me había gritado. 103


Rosenda Ruiz Figueroa Levanté la cabeza para verlo, en mis ojos se formaron unas lágrimas que se evaporaron de inmediato nublando mi vista. Nunca había llorado. —No vas a volver a verlo —el índice de mi padre cerca de mi cara. —Papá, es mi amigo. —¡No vas a volver a verlo! —repitió. Mis lágrimas escurrieron hacia mis mejillas, eran tantas que no alcanzaban a evaporarse al salir de mis ojos. Protesté, pero mi padre fue tajante. La mujer estableció una estrategia de vigilancia: dejé de salir a la calle, debía estar en el jardín e irme moviendo conforme ella pasaba por las habitaciones para que siempre pudiera observarme por las ventanas; por la tarde, su hijo era el encargado, hacía la tarea, jugaba canicas, trompo o yoyo cerca de donde yo estaba, mirando alternativamente a la barda y a mí. Azazael fijaba su mirada en mí por largos ratos; cuando yo lo veía, me sonreía mostrando sus dientes grandes y blancos, con los colmillos largos. Me turbaba. Cada vez era más difícil que Javi pudiera entrar en el jardín, se asomaba por arriba de la barda y yo movía la cabeza de un lado a otro para indicarle que no podía. Se quedaba medio oculto entre la enredadera y observaba. La única oportunidad que teníamos de vernos era por las noches. Javi escalaba a la azotea y conversábamos; yo acostada en medio de mi piscina, él recargado en el borde, dándome la espalda para no ver mi cuerpo desnudo, decía que no estaba

104


nomen est fatum bien, porque él era hombre y yo mujer. Hablabamos bajito para que mi padre no alcanzara a escuchar. Azazael se acercaba cada vez más a mí. —¿Por qué siempre estás leyendo? —preguntó un día. —Me gusta —no separé la vista del libro. —¿Por qué? —Porque me gustan las historias de otras personas y otros lugares. —Eso es aburrido —se paró detrás de mí, mirando sobre mi hombro. —Para ti —sentía su respiración cerca de mi oreja, me incliné hacia adelante para alejarme. Las hojas se movieron sobre la barda, Javi estaba ahí. —¿De veras quemas? —tocó momentáneamente mi hombro. —Sí —me levanté. Las hojas sobre la barda se agitaron con fuerza, algunas flores cayeron sobre los claveles —No me toques, te puedes quemar. Azazael sonrió mostrando sus dientes de perro. —A mí no me quemarías —alargó la mano para sujetarme la muñeca. La separó de inmediato con un grito y la miró. —¿Qué pasa, tesoro? —su madre asomó por la ventana de la cocina. Tiró el trompo como si estuviera jugando. —Me pegué con el trompo. Otras veces intentó tocarme la mano, el brazo, el cuello; la retiraba de inmediato al sentir el calor. Un día puso la palma sobre mi pecho, donde empezaban a 105


Rosenda Ruiz Figueroa crecer mis senos, por encima de mi sayal. Javi lanzó una piedra contra las matas, Azazael se distrajo. Miré la cara de Javi haciendo gestos, tratando de decirme que no dejara que me tocara. Yo asentí. Hice todo lo posible para evitar su cercanía. Una noche, acostada en mi colchón al centro de la piscina, sentía las gotas de lluvia en mi cuerpo. No esperaba que Javi me visitara, él si se enfermaba cuando se mojaba, me sentía triste y sola. Las hojas de la enredadera que subía por la pared y los balcones del lado de la calle crujieron, me incorporé un poco. Una sombra oscura apareció por el borde, un impermeable negro, largo, con una gorra grande avanzó hacia mí. Miré hacia todos lados, buscando donde esconderme. Una mano cubierta con un guante enorme jaló la punta del colchón hacia el borde de la piscina. Me dejé caer al agua. Me paré al centro, con el agua al pecho, me abracé cubriendo mis senos. La sombra rodeó la piscina, alargó el brazo tratando de alcanzarme, metió la mano enguantada al agua. Pasó una pierna cubierta con una bota larga sobre el borde de la piscina, la metió en el agua y estiró el brazo, me alejé al extremo contrario de la piscina. Metió la otra pierna, el agua se agitó, estaba caliente pero no lo suficiente para quemarlo. Salí de la piscina y traté de alcanzar la escalera del jardín, pero el guante gigante atrapó mi brazo y otro jaló mi cintura, levanté las piernas tratando de patearlo, me tiró al piso, puso sus piernas sobre mis brazos y se acuclilló sobre mí. Grité, metió en 106


nomen est fatum mi boca algo que sabía a tela. Sus manos cubiertas recorrieron ásperamente mis senos y mi vientre. Estaba paralizada. El impermeable, las botas, los guantes despedían humo; olía a plástico quemado. Se quitó el impermeable y los guantes, yo trataba de masticar y tragar la tela que se estaba quemando en mi boca. Su mano tocó mi pecho, la retiró de inmediato al sentir el calor; volvió a tocarme y a retirar la mano, una y otra vez presionaba el centro de mi pecho y se reía. Acercó su cara a mí y pasó su lengua por mi cuello, se oyó el siseo de la plancha caliente, se alejó. Me jaló por las piernas arrastrándome por la azotea hasta la piscina, me levantó y me arrojó dentro. Entró y me sujetó por el cabello, me apretó contra la orilla, bajó sus pantalones y pegó su vientre al mío. Tragué los últimos pedazos de tela quemada y grité, grité tan fuerte como pude. Sentí algo que crecía pegado a mi vientre. El agua empezó a humear, a hervir poco a poco. Gritó, trató de alejarse pero no pudo, algo de su bajo vientre había quedado pegado a mí, se estaba quemando. Todo él empezó a quemarse mientras gritaba. Me arrojó a un lado, la sangre empezó a teñir el agua; trastabillando salió de la piscina. Alguien lo golpeó en la cabeza con un tronco, quedó desmayado colgando del borde. Salí de la piscina evaporando agua, lo jalé al piso y puse mis manos en su pecho, primero una leve flama, luego las llamas lo cubrieron. Grité, grité y grité. La voz de mi padre llegó antes de que terminara de subir la escalera. 107


Rosenda Ruiz Figueroa —¿Qué sucede?, ¡Carboncito! Quien había golpeado escapó hacia la calle, mi padre lo persiguió. —¡Te voy a encontrar y te voy a matar! —gritó mientras lo veía dar la vuelta en la esquina, asomado al borde. No podía dejar de gritar, pegado a mi vientre un pedazo de carne negra humeaba. En el piso, el hombre se consumía en llamas. La policía vino, revisaron la azotea, pidieron que repitiera una y otra vez lo que había pasado, se rascaron la cabeza, no podían creerlo. —Eran dos —dijo mi padre. —No, era uno —dije yo. —No, eran dos, yo los vi —las lágrimas escurrían por sus mejillas, las tallaba con el dorso de la mano, rabioso —El otro escapó. —El otro me ayudó. —¡No! —dijo mi padre mirándome con furia. —Eran dos, ¡los dos te atacaron! El cuerpo quedó irreconocible, las llamas lo consumieron por completo, el pedazo de carne quemada que se desprendió de mi vientre parecía un trozo de moronga negra. La policía se fue con sus libretas llenas de notas. Mi padre, de inmediato, inició la construcción de un tanque en una de las recámaras para que pudiera dormir dentro de la casa. Trabajaba día y noche. La mujer continuó viniendo a casa pero ahora silenciosa; en 108


nomen est fatum nuestro dolor no nos dimos cuenta de su tristeza. Fue hasta una semana después que, llorando, dijo que Azazael había desaparecido; lo había buscado y buscado, nadie sabía de él. El comandante vino a informar a mi padre que tenían un sospechoso. —Ese chico que se la vive en la calle, ¿lo conoce? Negó con la cabeza. —Si, ese que antes andaba por la calle con su hija… ¿Javier? Mi padre giró la cabeza hacia mí. —El desarrapado es el único que podría saber dónde dormía su hija, dicen que lo vieron subir por la enredadera varias noches. —No —dije yo, —Javi no me hizo nada. Javi me salvó. Mi padre me ordenó no moverme, cerró los candados y salió de la casa con el comandante. Le expliqué a gritos que había sido Azazael, que Javi lo golpeó y así yo pude quemarlo. No me escuchó, se había ido. La mujer, parada a mis espaldas, me miraba con odio. No podía tocarme, pero me arrojó sartenes, platos, cuchillos, palos, piedras. —¡Fenómeno, monstruo, demonio! —gritaba llorando como loca. Tuve que derretir los candados para escapar. Corrí por la calle hasta la comandancia, entré con el cabello agitado, el sayal medio quemado y los pies descalzos; la gente se alejó de mí. Mi padre estaba parado frente a la reja, gritando; Javi, con la cabeza baja, negaba una y otra vez, un policía escribía algo, el comandante observaba sonriente con los pulgares metidos entre el pantalón y el cinturón. 109


Rosenda Ruiz Figueroa —¡No fue él! —grité mientras las lágrimas escurrían humeantes por mis mejillas. —¡Fue Azazael! —¡Cállate! —gritó mi padre. —¡Tú no sabes!, ¡eres inocente! —cayó al piso llorando. —¡Pobre hija mía, que desdichada! — movía la cabeza de un lado a otro con desesperación, golpeando el piso con los puños. La madre de Azazael entró furiosa. —¡Ella lo mató! —me señalaba. —¡Mató a mi hijo! ¡Lo sedujo y lo mató! —señaló a Javi. —Él le ayudó —se ahogaba con las lágrimas. —¡Son unos monstruos, están locos! ¡Salieron del infierno! ¡Dios mío! Mi padre movía la cabeza de un lado a otro con la boca abierta como si fuera a decir algo, vi la duda en sus ojos. —Ella no hizo nada, Azazael la atacó, lo preparó todo, él… —nadie puso atención a lo que decía Javi. El comandante abrió la celda contigua, con un ademán me indicó entrar. —Necesito agua —pedí resignada. —Una tina con agua fría, que la cambien frecuentemente. Saquen el colchón y la cobija, se pueden quemar. Una cortina para cubrir la reja, tengo que desvestirme. El comandante ordenó que me dieran lo que pedía, no fuera a ser que incendiara el lugar. Por la noche la mayoría de los policías se fueron, sólo quedó uno sentado en el escritorio y otro en la puerta. Los dos empezaron a roncar pronto. Saqué el brazo entre las rejas acercándolo a la celda de Javi. Su mano estaba ahí, lista para agarrar la mía. 110


nomen est fatum —Tenemos que escaparnos —murmuré. —¿Cómo? Sujeté con ambas manos los barrotes, se derritieron poco a poco y esperé hasta que el hierro se hizo tan blando como un pan caliente, lo empujé para poder salir. Los policías dormían profundo. Sin quitarles los ojos de encima, derretí el candado y abrí la celda de Javi. Escapamos por la puerta principal, pasando enfrente de los policías, caminando de puntillas, sin hacer ruido. En la calle, corrimos tan rápido como pudimos; cuando oímos los silbatos y vimos las linternas persiguiéndonos, nuestros pies ya tenían alas. Llegamos pronto al bosque, pero nos alcanzaban; oíamos sus voces, los ladridos de los perros, el sonido de las motos; las luces de las linternas brillaban contra las hojas de los árboles. No podía correr más, mis pies sangraban, el sayal humeaba, mi mano aferraba la de Javi, sin quemarlo. Me detuve. Giré para ver atrás, la luz de la luna me permitió ver a los hombres, mi padre entre ellos, gritando mi nombre por primera vez: ¡Rocío! Empecé a agrupar hojas y ramas. Javi entendió de inmediato, acercó ramas más grandes; poniendo ambas manos sobre ellas, inicié el incendio. Javi levantaba las ramas encendidas y las aventaba a los árboles, sobre los matorrales, hacia los hombres. El fuego creció de prisa. Volvimos a correr. Las llamas detrás de nosotros crearon una barrera, las voces, los silbatos, los perros, el sonido de las motos, dejaron de oírse; sólo escuchábamos el crepitar del fuego.

111


Rosenda Ruiz Figueroa Desde lo alto de la colina miramos el incendio. Humo, fuego, el cielo rojo en la noche que terminaba. Javi me abrazó, sus dos brazos alrededor de mi cuerpo, mi cabeza en su hombro, mi pecho en su pecho, su mejilla en mi frente. Y, entonces, sentí eso extraño que nunca había conocido: el frío del rocío de la madrugada cayendo sobre mi piel, sin evaporarse, el calor de los brazos de Javi y una sensación tibia y hermosa en mi corazón. 2015

112


Medusa

Desde que la vi, me enamoré. Venía caminando por la calle, avanzando entre la gente como si flotara, como si una luz saliera de su cuerpo alejando a los demás, evitando que pudieran tocarla. Sostuvo mi mirada, el brillo de sus ojos me traspasó. Siguió caminando, yo giré para ver cómo se alejaba; no giró la cabeza. Otro día la descubrí, a lo lejos bajaba de un coche a un lado de la plaza. El viento la despeinó, los mechones de su cabello largo ondularon como si estuvieran vivos; sin arreglarlos, cruzó la plaza, pasó a mi lado, fijó sus ojos en los míos, esbozó una sonrisa y, sin volverse atrás, se alejó. La seguí con la mirada. Decidí abordarla al siguiente encuentro. No tuve que esperar mucho. Ella entró a la casa de mi madre justo en el momento en que yo iba hacia afuera. Me detuve. Pasó a mi lado sin mirarme. Me volví para seguirla hacia la sala. Mi madre la conocía. Se saludaron con un abrazo cariñoso, se sentaron una frente a otra. Mi madre advirtió mi presencia.

113


Rosenda Ruiz Figueroa —Ven, Fernando26 —hizo un ademán con la mano. —Te voy a presentar. Me acerqué, sentía las manos sudorosas y las piernas inseguras. —Rebeca27 —dijo señalándola. —Fernando, mi hijo —me señaló. Me miró desde su posición en el sillón, sus ojos eran cafés, muy oscuros, sus pestañas largas y rizadas. Sonrió con sus labios un poco carnosos, de esa forma que hace desear besar una boca. Me tendió la mano. La estreché. La retiró rápido; con disimulo la frotó contra su vestido blanco, le había dejado mi sudor. —Siéntate con nosotras —dijo mi madre. Me senté y charlamos. Era divertida, simpática, entretenida, sonriente. Conectamos. Verla fue fácil a partir de entonces. Rebeca era hija de una amiga de la infancia de mi madre, así que teníamos su venia para frecuentarnos y la aprovechamos. Mi sangre se incendiaba siempre que estaba cerca de ella. Creo que le pasaba lo mismo, pero era capaz de controlar sus impulsos. Yo arremetía contra ella en todo momento, trataba de abrazarla, besarla, tocar su cadera, sus senos, sus piernas. Me permitía morder sus labios, acariciar su rostro, apretarla contra mí con fuerza, pero nada más. Si quería meter la mano bajo su falda o su blusa, sonriendo siempre, la alejaba. 26  El que se atreve a todo. 27  La que es fascinante.

114


nomen est fatum Yo empecé a amarla y a desearla con toda la fuerza de que era capaz. Pero era fría; amable, suave, pero fría. Se dejaba adorar como una virgen en un altar. Ella arriba, yo abajo, de rodillas, llorando mis penas, confiándole, pidiendo su favor; ella, mirándome con piedad, atenta a mis palabras, a mis requiebros, pero lejana, sin ser mía. Después de tanto asedio, por fin, un día supe que me amaba, que estaba dispuesta a dejarme conocer todos sus secretos, los de su alma y los de su cuerpo. Los tomé, me correspondían, por derecho eran míos. Descubrí sus dolores, sus ambiciones y sus sueños más profundos, sus deseos carnales, sus fantasías, sus satisfacciones más secretas. Rebeca no era luz pura como creí el primer día. El movimiento de su cadera al caminar no era fruto del temor inocente de sus pasos, sino del ritmo incontrolable de su vientre. El alejar mis manos de su cuerpo no era timidez de virgen, sino control de mujer poderosa que sabe acrecentar el deseo. Sus cabellos no eran ondas del mar al viento, eran furiosas serpientes vivas que mordían con deleite la carne de la víctima. El brillo de sus ojos no era traviesas estrellas infantiles, era rayos fríos que convierten en piedra al hombre. Yo la amaba; mi cuerpo, mi cerebro, mi alma, sabían que ella era pozo profundo donde podría alimentar mi sed eternamente a cambio de ser piedra ciega rodando tras sus pasos. También sabía que si me asomaba al brocal del pozo, piedra al fin, caería hasta el fondo y no podría salir. Por eso, después de gozar su cuerpo, de hacer mía su alma, 115


Rosenda Ruiz Figueroa me alejé de ella, como ella se alejó de mí el primer día, sin volver la vista atrás. Desde entonces, la mitad de mi corazón es de piedra. 2014

116


Demetria28 o Viva Cristo Rey

Demetria, sentada a la orilla de la banqueta, con los pies descalzos bien asentados sobre la tierra arenosa, acumulada en la orilla de la calle, se cubría los ojos con la mano arrugada; en la muñeca la pulsera de oro con dijes de corazoncitos y crucecitas se mecían al ritmo de los sollozos. Sin ruido, el pecho subiendo y bajando, los hombros encorvados, la cabeza al piso, sin dejar ver las lágrimas, con vergüenza. Frente y detrás de ella, pasaban los vecinos cargando maletas, empujando el diablito con bultos y trastos, jalando el carrito del hijo lleno de ropa, abrazando el puerquito, la gallina o al bebé. Todos caminando hacia el mismo lado, el sonido de las palabras, los pies, las ruedas, generaban un zumbido como de colmena, roto por el rugido de la camioneta o el carro que avanzaba lento entre el río de gente. —Madre, avance pues —el policía se paró junto a ella. Le habían encargado asegurarse que nadie quedara atrás. Demetria retiró la mano del rostro. Al otro lado de la calle, el jardín central, con el kiosko pintado de azul y amarillo, detrás, la iglesia, alguien tocaba las campanas. 28  Madre tierra. La que ama la tierra.

117


Rosenda Ruiz Figueroa —Ándele, madre, no se puede quedar ahí sentada —insistió el policía. Quería terminar su encomienda para salir lo más pronto posible del pueblo. Demetria intentó levantarse, no pudo. El policía la sujetó por las axilas y jaló fuerte hacia arriba. Demetria logró incorporarse, se agachó por el bastón. El policía se apresuró a recogerlo, levantó la bolsa de plástico negro y se los dio, cada cosa en una mano. —Gracias, hijo. —Ande, madre —la miró dar unos pasos lentos, sintió pena. —¿Y su familia? Demetria movió la mano levantando el bastón indicando que no importaba. Bajó por la calle con todos los demás, cojeando, sin que nadie le pusiera atención, como si no la conocieran de toda la vida. En la esquina puso la bolsa negra en las escaleras de la oficina de correos y se sentó pujando un poco. Pasó la mano áspera por sus mejillas flácidas para secar las lágrimas que ya se le habían olvidado ahí y, de paso, la saliva reseca acumulada en las comisuras de la boca. Antes de oír el ruido, lo sintió en las nalgas. Una vibración suave, luego más fuerte. El rugido de la tierra hizo gritar a varios, sobre todo a las mujeres. Demetria levantó la vista hacia la torre de la iglesia, donde las campanas empezaron a moverse más rápido. Algunas personas iniciaron la carrera, dejando caer alguna cosa, atropellando a los niños y a los perros. El segundo rugido fue más fuerte. Demetria vio brincar 118


nomen est fatum los granos de tierra alrededor de sus pies, como una danza. El estruendo la obligó a levantar de nuevo la cabeza, alcanzó a ver como se partía en dos el frente de la iglesia y el techo del kiosko como si todo estuviera pintado en una tela que alguien rasgara. Todos corrían, dejaban caer a su paso canastos, maletas, bolsas. —¡Tranquilos, no se empujen! —gritaba el jefe de la policía a través del altavoz, se le adivinaba el miedo —¡Sigan avanzando a buen paso, pero sin correr! Demetria lo descubrió parado sobre la caja de la pick up con la torreta prendida y, en la puerta, el letrero de “Policía municipal”. Levantó la mano y sonrió para saludarlo; lo conocía desde chiquito; en verano, más de una vez, lo sorprendió robándose las ciruelas en su traspatio. No la vio, estaba ocupado. Poco a poco, la gente volvió al paso acelerado y cansado, haciendo a un lado con el pie lo que los otros habían tirado o recogiéndolo en automático si tenían alguna mano libre. Inclinó la cabeza y volvió a cubrir los ojos con su mano vieja. —Madre —otra vez el policía, —no se puede quedar aquí, tiene que seguir caminando. Fingió no escucharlo. —Ándele, madrecita —con lástima, —tiene que irse con todos los demás. A lo mejor le puedo conseguir que la suban a un coche. Negó con la cabeza. Sintió otra vez el movimiento en las nalgas. Levantó la vista. A lo lejos, se escuchó algo como un trueno. Varios se detuvieron,

119


Rosenda Ruiz Figueroa miraron atrás, hacia la montaña, alcanzaron a ver la tierra levantándose como nube, descendiendo por la ladera. A Demetria le sonó a cañonazo, como aquél que encendió la alarma cuando era muy chica e hizo que su madre la levantara del piso y se metiera con ella y sus hermanitos a la troje, y empezara a rezar; al segundo cañonazo, a cantar la Guadalupana; al tercero se incendió la troje, su madre los empujó afuera. Sintió la mano de su madre sujetándole el brazo y jalándola para que corriera. —Madre, por favor —el policía trataba de levantarla. —Ya le conseguí lugar para que la lleven. Se dejó levantar. Agarró la bolsa negra y el bastón que otra vez el policía ponía en sus manos. —Don Tomás la va a llevar —señaló una camioneta verde. —Vaya, madre, vaya. Caminó cruzando el río de gente. La corriente la arrastraba. Pasó el río abrazada al cuello de su padre, las cananas enterrándose en sus piernas, el agua salpicando y el relincho del caballo asustado. En la orilla un hombre la recogió, el rostro quemado de sol, los dientes blancos, sonriente, el sombrero de palma con la estampita de Cristo Rey pegada al frente. —Doña Demetria, suba —alguien la tomó por la cintura y la empujó hacia arriba, otro le tomó la mano con todo y bastón. Lo miró, el sombrero norteño adornado con plumas pintadas de colores. Entre bultos y maletas, don Tomás la acomodó. —¿Está bien? No le puedo ofrecer nada mejor —se oyó una 120


nomen est fatum especie de silbido, don Tomás encogió los hombros. El silbido hizo que le doliera el oído, vio salir sangre de la oreja del hombre que la tenía sujeta. Cerró los ojos. La camioneta empezó a avanzar. —¿Y tu mamá? —conocía a la familia de Tomás desde antes de que naciera. Don Tomás no respondió, su madre había muerto hacía más de viente años, antes de que él se convirtiera en abuelo. Sobre el bramido del motor de la camioneta a paso lento, se escuchó un ruido prolongado, largo, bajó por la calle Plutarco Elías Calles, levantando por el centro las baldosas, como si del infierno quisieran salir los espíritus. La gente alrededor de la camioneta empezó a correr. Al frente, sentado dándole la espalda, el hombre desorejado, con el sombrero de palma puesto y el jorongo manchado de sangre, el agua corriendo rápido, la barca grande llena, sus hermanos, otros niños, su madre, otras mujeres, apretujados; sólo tres hombres, el desorejado y dos atrás, remando, aunque no era necesario, la corriente los llevaba, el agua casi hasta el borde. La camioneta parecía ser empujada por la gente a pie. Demetria levantó la cabeza al escuchar el nuevo rugido; la montaña se venía abajo, los árboles, las rocas, todo bajando rápido levantando nubes de polvo. Los caballos bajaban por el camino, rodeados de polvo, los tres hombres y las mujeres aprestaron los fusiles, con los niños escondidos tras sus faldas; cuando los tuvieron a tiro, dispararon, los soldados cayeron, eran pocos y no se lo esperaban. El desorejado los remató con un tiro en el pecho, encima puso una estampita de Cristo Rey. 121


Rosenda Ruiz Figueroa —¿Y tu papá? —don Tomás no le respondió, también había muerto hacía muchos años; no tenía que pensar en los muertos ahora, sino en como salir vivos. Su papá se había quedado atrás, con los otros; los había mandado salir del pueblo para salvarlos de los malos del gobierno; él los alcanzaría después. —Sí, nos va a alcanzar —dijo Demetria bajito. —¿Cómo dijo, doña Demetria? —preguntó don Tomás. Demetria movió lento la cabeza de un lado a otro y cerró los ojos. Llegaron a la orilla del pueblo; en la carretera una fila larga de camiones verde olivo grisáceo con manchitas más claras, como dibujo de niño, un número en la puerta. La gente se subía en ellos, en cuanto se llenaba uno, arrancaba. Unos hombres con casco, botas, el rifle agarrado con ambas manos, vestidos de verde, como estatuas; otros vestidos igual pero con gorra, arreaban a la gente a gritos. Parados en una fila, con el rifle sujeto con ambas manos, estaban vestidos de color caqui, unos con sombrero, otros con el pelo al viento, pero el que gritaba llevaba una gorra. Sus hermanos, los otros niños, su madre, las otras mujeres, apretados unos con otros parados atrás del padre. El desorejado tirado, ahora sí, con todo el jorongo manchado de sangre. —¿Quiere que la deje aquí o quiere que la lleve conmigo hasta San Isidro? Don Tomás y ella miraron hacia el centro del pueblo para alcanzar a ver como caía la torre de la iglesia produciendo un escándalo de piedras y metales. 122


nomen est fatum Demetria miró a los soldados. —Dígame rápido porque nosotros ya nos vamos. Miró a la gente subiendo a los camiones. —¡Papá, qué pasó! ¿Me sigo? —preguntó el hombre joven que manejaba. —Doña Demetria… —Aquí me quedo. El hombre joven descendió de la camioneta y ayudó a su padre a bajarla. —Vaya allá, doña Demetria —señaló a uno de los hombres con gorra que daba órdenes. —¡Eh, jefe! Ahí, le encargo a la viejita. El soldado asintió con la cabeza. Demetria quedó parada a la mitad de la carretera, algunos la empujaban al tratar de llegar a los camiones lo más pronto posible. Un nuevo estruendo la obligó a girar hacia el pueblo, las casas del barrio alto iban cayendo una después de otra, entre humo y polvo. Los hombres alineados contra la pared de la iglesia, hincados con los brazos en cruz, fueron cayendo uno después de otro al recibir los disparos de la gente del gobierno. El motor de los camiones parecía el bramido de la metralla, la tierra se estremecía y explotaba tirando las casas como el tronar de los cañones apuntados contra el pueblo; la gente obedecía a los soldados, igual que antes. Hurgó en sus ropas hasta encontrar el escapulario. Con el siguiente rugido de la tierra empezó a rezar a gritos: —Glorifica mi alma el señor y mi alma se llena de gozo. 123


Rosenda Ruiz Figueroa La miraron. —Al contemplar la bondad de Dios mi Salvador… Algunos empezaron a rezar con ella, sin detenerse. —Porque ha puesto la mirada en la humilde sierva suya… —Pobre doña Demetria, ya se volvió loca –dijo alguno. Los soldados apuraban a la gente que corría a los camiones, arrancaban y, levantando polvo, se alejaban por la carretera. —Así como lo había prometido a nuestro padre Abraham y a toda su descendencia por los siglos de los siglos... Amén. —Amén —respondió el soldado del gorro sin mirarla. Quedaban pocos camiones y poca gente. Salían algunos coches y camionetas. Casi todos se habían ido. —Suba ya, señora —ordenó el soldado. —Olvidé algo. Caminó hacia el centro del pueblo, por la misma calle por donde salían los coches, se pegó a la pared al ver pasar la camioneta de la policía municipal, el jefe gritando todavía por el altavoz. —¡Rapido, no se detengan! Los pies cuarteados de Demetria sentían las vibraciones a través del asfalto, no sólo las que provocaban las llantas de los coches, camionetas y camiones, sino las que venían de más adentro, las que estaban haciendo reventar la tierra, la que estaba destruyendo el pueblo otra vez. Como trincheras abiertas, las grietas al centro de las calles; como heridas sangrantes, partiendo las paredes; la torre de la iglesia convertida en polvo, las campanas sobre el empedrado, el techo del kiosko derruido como si le

124


nomen est fatum hubiera dado la metralla, los santos del frente de la iglesia rotos como cuando los descabezaron a mazazos. Se sentó en una banca, mirando hacia la iglesia. Buscó una naranja en la bolsa de plástico negra, con sus uñas curvadas y mugrosas levantó la cáscara de uno de los extremos y empezó a chuparla. El pueblo se estaba quedando solo, a lo lejos el ruido de los camiones del ejército sacando a la gente, la voz del jefe de policía; abajo, la tierra rugiendo, nerviosa. Al siguiente tronido se acostó en la banca y dobló las piernas, agarrando con las dos manos la naranja pegada a su boca; así le enseñó su madre cuando se escondían debajo de la tierra para evitar que los soldados del gobierno los encontraran rezando. Al siguiente, cerró los ojos, la banca se sumió en la grieta abierta cruzando el jardín central. Al siguiente apretó los dientes. Su madre estaba tirada en el piso de la cocina, con el rifle en la mano derecha, el escapulario en el pecho y una mancha roja rodeando la cruz enorme apoyada sobre su vientre. El ruido de la metralla o de la tierra la rodeaba, rompiendo los cristales. —¡Viva Cristo Rey! —gritó Demetria con todas sus fuerzas antes de que la enorme cruz del frontispicio de la iglesia se viniera abajo en medio del terremoto que provocó el deslave de toda la montaña, arrastrando al pueblo hasta el fondo del barranco al otro lado de la carretera. 1981

125


La amígdala

Carlos29 abrió los ojos lentamente, el techo era blanco y brillante, la luz redujo el tamaño de sus pupilas; tardó un poco en saber donde estaba. Se levantó de la cama; después de una semana tenía las articulaciones rígidas y las piernas se resistían a obedecer, perdió un poco el equilibrio, sufrió una pérdida momentánea de visión. Repuesto, con las piernas inseguras, caminó hasta la ventana hermética. El cielo era azul profundo, sin nubes, las copas de los árboles se mecían con el viento; al fondo, las montañas parecían pintadas en un lienzo con diferentes tonos terrosos, azules y grises. No parpadeó por cinco minutos; su mano subió hasta el pecho como si sintiera un dolor. —Carlos, ¡qué bien! —lo sorprendió el doctor ROM en esa posición, —estás de pie. Carlos giró ligeramente sin quitar la mirada de las montañas y la mano del pecho. —Sí, doctor. —¿Cómo te sientes? —el doctor se sentó en la orilla de la cama. —Cuéntame.

29  Hombre, marido, amante.

126


nomen est fatum Carlos dio la espalda a la ventana y miró directamente a la cara del doctor. Su rostro no trasmitía ningún sentimiento, su mano sobre el pecho se cerró, sus ojos se movían de un lado a otro con rapidez. Estaba buscando una respuesta. —No tengo palabras para expresar lo que me sucede —dijo al fin. ROM movió la cabeza lentamente, asintiendo. —Usted, dígame. —No, Carlos, yo no puedo decirte, yo no sé lo que te sucede —se levantó de la cama. —Tú tienes que descubrirlo solo. Los ojos de Carlos se movían rápidamente sin expresar ninguna emoción; su mano hecha un puño, apretada contra el pecho. ROM sabía que estaba confundido; le dio una palmada en el hombro y se dirigió a la puerta. —Camina un poco, estira tus miembros, tienes que recuperar la movilidad —agitaba el índice mientras pronunciaba las instrucciones, dándole la espalda. —Y piensa, tienes que entender lo que sientes. Carlos se quedó parado un momento mirando a la puerta; luego se giró hacia la ventana, su mano apretada contra el pecho, sin parpadear. Quería estar parado ahí, mirando por la ventana; era todo lo que podía entender. Tuvo que recoger su ropa, zapatos y otras pertenencias del pasillo del edificio de departamentos donde había vivido con ella durante tres años. Conocía muy bien esa dinámica: conocerse en circunstancias extrañas, encanto, mucha pasión, amor, vivir jun127


Rosenda Ruiz Figueroa tos, aburrimiento, mentira, conocer alguien más, engaño, verse descubierto, pelea y adiós. Ya le cansaba, eso no le hacía sentirse feliz, más bien fracasado; nunca podía satisfacer las expectativas de una mujer. Alguien le recomendó que fuera con un terapeuta. En varias sesiones le hizo reflexionar sobre su vida, sus motivaciones, los porqués de su actuar repetitivo, cometer los mismos errores una y otra vez. Fue llegando poco a poco a conclusiones; no era capaz de entregarse completamente, no podía dar la suficiente atención, el suficiente amor; siempre guardaba para sí esa parte secreta donde estaban sus verdaderas necesidades y emociones, no podía hablar con la verdad. Le quedó claro que él era incapaz de dar a una mujer la estabilidad, atención diaria y el amor necesarios para hacerla sentir feliz y completa; por otro lado, las mujeres eran muy exigentes, no se daban cuenta que los hombres actúan guiados por lo que su cuerpo pide y no por lo que los sentimientos ordenan. “No hay hombre que pueda con ello”, se dijo a sí mismo. “Ellas necesitan otra cosa”. Se sentía en deuda con todas las mujeres que había decepcionado. Pasó mucho tiempo pensándolo, casi más que lo que duraron las sesiones con el terapeuta. Una mañana encontró la solución: debe crearse un ser con el cuerpo de un hombre y el corazón de una mujer, “de esa forma podrá satisfacer las necesidades de ellas”, pensó. 2 En el laboratorio de robótica se realizaban proyectos para ela128


nomen est fatum borar mecanismos que pudieran realizar actividades peligrosas, difíciles, repetitivas o pesadas para el ser humano, como desactivar bombas, limpiar derrames tóxicos, armar microcomponentes o fabricar piezas mecánicas o electrónicas. Para el inicio de año, cuando deben presentarse los proyectos, el doctor CCV sometió el suyo. Los miembros del comité evaluador se miraron unos a otros con incredulidad cuando, apoyado con un modelo tridimensional, presentó su propuesta. Lo hicieron salir para decidir. —No cabe duda que es una idea revolucionaria —dijo uno. —No veo la innovación —comentó otro, echándose atrás en la silla. —La elaboración de robots con forma humana —señaló un tercero hojeando el protocolo de investigación en su tablet —ya ha sido suficientemente desarrollada, nosotros mismos lo podemos atestiguar; pero los objetivos que se plantean… —hizo una pausa —no sé… –colocó la tablet sobre la mesa. —No le veo la utilidad. —No solamente es un problema de los componentes de la computadora central sino de los acabados exteriores. La textura, el color, la forma —planteó el cuarto investigador. —Es cierto que es un riesgo muy grande —volvió a hablar el primero. —Si el proyecto resulta se podría proceder a la producción masiva; eso redundaría en la generación de empresas y ganancias enormes, sin considerar el prestigio para este laboratorio. El quinto miembro del comité acariciaba su barbilla mientras escuchaba a los demás. 129


Rosenda Ruiz Figueroa —Considero que debemos arriesgarnos —habló al fin. —El doctor CCV tiene un currículum impresionante, ha obtenido varias distinciones, las investigaciones teóricas y prácticas que ha realizado siempre han sido exitosas —pasaba el currículum del doctor en la pantalla de su dispositivo. —Es un investigador serio, su rango de error es del 1.357%. Si está planteando esto es porque sabe que puede lograrlo —finalizó. El presidente del comité consultaba el protocolo considerando lo dicho por el resto de los miembros. —Me parece que el doctor CCV está arriesgándose demasiado y, en consecuencia, nos pone en riesgo a nosotros y al laboratorio; puede provocar que las autoridades nos cierren y nos deshabiliten —miró a cada uno de los miembros. —Pero puede dar paso a una nueva generación de organismos cibernéticos que van más allá de ser meras herramientas de trabajo o de investigación. —Inclinándose hacia delante, —Debemos aceptar que todos nosotros deseamos esto —golpeó con el índice su tablet con el protocolo en la pantalla —es nuestra aspiración. Los seis miembros del comité se miraron, algunos asintieron con la cabeza. El segundo miembro dijo: —Aún no estoy convencido de que debamos aceptar este proyecto; no creo que la humanidad realmente requiera un organismo cibernético para esta función. —Miró a los demás, enderezó el cuello delgado y aumentó el volumen de su voz — pero realmente deseo ampliar las funciones de los robots, quiero que estén inmersos en todas las actividades humanas, que se conviertan en indispensables. 130


nomen est fatum Todos se miraron, parecían seguir conversando sin palabras. De cuando en cuando alguno movía la cabeza asintiendo. Recogieron las formas de aprobación del centro de la mesa, las llenaron como estaba establecido en el reglamento, inscribieron sus firmas y las colocaron en una carpeta acompañadas por una copia del curriculum y del protocolo en un pequeño dispositivo; listo para ser entregado a las autoridades administrativas. La investigación, que se aceptó en calidad de confidencial, duró treinta y seis meses. Requirió la participación de (además de los especialistas en robótica) genetistas, computólogos, anatomistas, antropotecnólogos, neurólogos, sociólogos y hasta especialistas en diseño de imagen, cosmetología y maquillistas. Todos colaboraron en la parte correspondiente del proyecto sin saber lo que hacían los demás; sólo CCV, los miembros del comité evaluador y las autoridades administrativas tenían acceso al conjunto completo de los documentos del proyecto y sabían el producto final esperado. Con un equipo de más de sesenta individuos, el trabajo pasó por las fases de investigación teórica y de campo, modelado, pruebas de acción, movilidad y reacción, preparación del prototipo, sometimiento a medios controlados, exposición a simulaciones y correcciones. Finalmente, al centro de una campana de cristal de tres metros de alto y diámetro de dos y medio, estaba parado el primer producto terminado. A primera vista no parecía nada especial. Un robot con forma humana de un metro ochenta y cinco centímetros de altura, con 131


Rosenda Ruiz Figueroa una fina epidermis artificial, el rostro, los hombros, el pecho y las piernas con formas consideradas atractivas por el imaginario colectivo, el órgano sexual masculino al descubierto, con las medidas reconocidas como satisfactorias. Nada especial, muchos robots se habían hecho antes con esas características. Los miembros del comité evaluador y el representante de las autoridades, a la expectativa, miraron hacia CCV. El doctor oprimió el control remoto para levantar la campana. Luego, con otro control, encendió el producto. Le pidió avanzar; el organismo cibernético dio un par de pasos, se detuvo, inclinó la cabeza, miró su apéndice sexual, levantó la mirada y, sin expresión en el rostro, dirigió las manos al frente para cubrirse. —Una novedad —dijo uno de los miembros del comité. — Siente vergüenza, comportamiento exclusivo de los humanos. Los demás asintieron. —Avanza —ordenó CCV. El robot movió negativamente la cabeza. —Eso, también es novedoso. El robot se niega a las órdenes de su creador —hizo notar alguno. Buscó con los ojos algo con que cubrirse. Un ayudante del doctor le entregó una frazada, rodeó su cintura y la anudó al costado. Avanzó hasta colocarse al frente de los espectadores. —Con lo que hemos visto no podemos considerar el cumplimiento de los objetivos —dijo el presidente del comité. — Muéstrenos algo más. CCV inició la demostración en forma. El robot fue conectado a una serie de cables para medir la acti132


nomen est fatum vidad eléctrica en sus diferentes componentes computacionales y músculos artificiales; una cámara fue puesta cerca de sus ojos para medir la reacción sobre la pupila y la retina. Fue expuesto a una serie de imágenes, algunas con escenas románticas, dulces, crueles, muerte, nacimiento, guerra, paisajes, mujeres. La imagen que el robot veía se desplegaba en el monitor colocado frente a los asistentes, junto a las gráficas que me-dían las alteraciones provocadas por los estímulos en los nanocomponentes albergados en el cráneo, el pecho, las extremidades y el órgano sexual. Al pasar un video de una escena amorosa, romántica pero con contenido erótico, el órgano sexual del robot reaccionó; pudo notarse, a pesar de la frazada, una erección. Al pasar un video claramente pornográfico, el órgano del robot no reaccionó. —Bien —dijo otro miembro del comité, —esto si corresponde a parte de lo esperado. Es el primer robot del que tengo noticia que puede producir una erección a partir de la estimulación visual; los casos conocidos son todos a partir de la activación de un interruptor o una orden verbal —concluyó viendo a los otros. —Además, se estimula con lo romántico, no con lo pornográfico —acotó el representante de las autoridades, poco enterado de las finezas tecnológicas y sicológicas. La demostración incluyó también simulaciones de situaciones de peligro de seres humanos y mascotas, las reacciones del robot fueron congruentes con lo esperado, podían llamarse: sensibles. Al terminar, el robot se sentó sin que nadie se lo ordenara, inclinó la cabeza; parecía estar cansado o agobiado, los costados 133


Rosenda Ruiz Figueroa de su cabeza estaban calientes; miraba a los presentes sin expresión en el rostro, pero sus ojos se movían de un lado a otro, la pupila se contraía y expandía continuamente y el iris reportaba alteraciones de densidad y coloración. —Muy bien –dijo el presidente del comité, —pero, insuficiente. La única forma de comprobar el éxito del proyecto es someter al producto a una situación real. —Está listo —dijo CCV orgulloso. Se conocieron en la clase de Literatura hispánica del siglo XX en la universidad. Los comentarios de Carlos llamaron la atención de Francisca30 desde el primer día; cuando se trató el tema de la Generación del 27 lo encontró sensible a la poesía, Federico García Lorca era su preferido y cayó rendida cuando lo oyó declamar aquéllo de: “Amor de mis entrañas, viva muerte, en vano espero tu palabra escrita y pienso, con la flor que se marchita, que si vivo sin mí quiero perderte. … Llena, pues, de palabras mi locura o déjame vivir en mi serena noche del alma para siempre oscura”31. No podía creer que existiera tal sensibilidad en ese joven tan 30  Mujer franca, liberada. 31  García Lorca, Federico (2002). “El poeta pide a su amor que le escriba” de Sonetos del amor oscuro. En Antología poética de la generación del 27. Ed. anotada y comentada, Madrid, Punto de lectura.

134


nomen est fatum atractivo, con ese cuerpo que parecía fabricado en gimnasio y ese rostro tan inexpresivo. Con una amiga le hizo llegar una nota; iniciaba: “He aquí mi palabra escrita que pretende alejarte de la noche oscura”. Carlos estiró la espalda al leer la nota, en la parte más profunda de su cabeza sintió una descarga eléctrica; buscó con los ojos a Francisca. Ella lo observaba desde la puerta del salón, sonriendo. Así empezó su relación, cobijada con la poesía que Carlos susurraba al oído de Francisca cuando ella lo pedía. Descubrió en Carlos un hombre atento, cuidadoso, culto, apasionado; siempre con la palabra oportuna de halago, apoyo, broma o consuelo; la caricia adecuada al lugar y situación; el silencio preciso. Cuando lo llevó a su casa, Carlos no se sentó en el sillón a esperar la cena; se metió a la cocina y juntos prepararon la comida mientras bromeaban, se tocaban y besaban. Pendiente de cada una de sus necesidades y deseos, le proporcionaba exactamente lo correcto, en el momento correcto, con la palabra correcta y la actitud correcta. Francisca estaba absolutamente enamorada; Carlos sentía que todo su ser estaba en armonía. Decidieron vivir juntos. La convivencia, el estudio, las actividades sociales y el sexo eran insuperables; sólo había tres detalles que llamaban la atención de Francisca: lo inexpresivo de su rostro, sus desapariciones por exactamente dos días cada mes y que, después de una emoción intensa, como el sexo o un suceso triste, los costados de la cabeza de Carlos se sentían afiebrados, pero no su frente. Durante dos años todo fue perfecto. Ambos procuraban la

135


Rosenda Ruiz Figueroa felicidad del otro, no prestaban atención a los demás; hicieron un universo compuesto sólo por dos. La muerte del padre de Francisca fue un duro golpe; pero más lo fue ver a su madre, que había centrado su vida en ese matrimonio por más de treinta años, sentirse desamparada, sola, perdida en un mundo desconocido, incapaz de enfrentar la realidad. Aunque Carlos estaba presto a mimarla, escucharla, abrazarla; ya no le resultaba suficiente; empezó a evaluar su propia vida perfecta, como perfecta había sido la de su madre. Estaba segura del amor de Carlos, pero ya no estaba segura de querer amarlo tan incondicionalmente, tan absolutamente, por sobre todo y todos. Ya no quería centrar su vida en él. Inquieta, empezó a poner distancia, a hacer actividades sin él, a encontrarse con sus amigos, a conocer gente nueva, a no decirle todo, a guardar un poco para ella. Carlos le preguntaba: —¿Estás bien?, ¿está todo bien? Decía que sí, que lo amaba. Y lo amaba, pero empezó a sentir rechazo a tenerlo todo el tiempo a su disposición. Un día le gritó que la dejara en paz. Carlos se retiró en el acto, obediente. Francisca le pidió disculpas, se sintió culpable, lo acunó en sus brazos, hicieron el amor. No cambió nada, Francisca tenía ansias de independencia. Buscó una beca en el extranjero; no le dijo hasta que tuvo la aceptación, se la presentó un día antes de tomar el vuelo a Londres, con la maleta ya hecha. La expresión de Carlos no cambió, no lloró, no reclamó; sus pupilas estaban casi cerradas, no pro136


nomen est fatum nunció palabra; puso las manos sobre los costados ardientes de su cabeza y se fue a acostar. Francisca se quedó sentada sin comprender, esperaba una escena de reclamos, gritos, llanto, ofensas, pero no silencio. En la madrugada, al entrar al dormitorio a recoger la maleta, encontró en el buró una nota escrita por Carlos que decía: “Me has dejado en mi locura, a la mitad de la noche de mi alma siempre oscura”. Miró ese rostro impasible y, dejando caer unas lágrimas, se marchó. Carlos ya no despertó; por sus oídos se percibía una luz roja y se escuchaba un leve zumbido, como el de una sobrecarga eléctrica; sus manos, una sobre la otra, haciendo presión contra su pecho, como si sintiera un dolor insoportable. Después de someterlo a una serie de pruebas, incluyendo entrevistas con sicólogos y siquiatras, la extracción de toda la información almacenada y la revisión de cada uno de los circuitos, procesadores y conectores, el doctor ROM, bajo la supervisión del doctor CCV, retiró de la cabeza del organismo cibernético, llamado Carlos (en honor a su creador, el doctor Carlos Contreras Valencia), la amígdala cerebral consistente en dos procesadores de color rojo, dañados, ubicados al extremo de la cola de caudado, en las partes laterales del cerebro artificial. —Levántate, Carlos —ordenó CCV al término del proceso. Carlos se levantó, caminó a la ventana y miró el cielo azul profundo, sin nubes, las copas de los árboles mecidas por el viento; al fondo, las montañas parecían pintadas en un lienzo

137


Rosenda Ruiz Figueroa con diferentes tonos terrosos, azules y grises. La noche oscura y serena cayendo sobre el paisaje. CCV se colocó junto a él, con la vista fija a través de la ventana. —Eres perfecto, Carlos —dijo con voz emocionada. —Tú, eres perfecto —repitió colocando su brazo sobre los hombros del robot. Carlos miró hacia su pecho, descubrió su puño apretado; abrió la mano, observó la palma y bajó el brazo contra el costado, donde un robot debe tener las manos cuando está en reposo. 2015

138


Así empezó el negocio

—Ya sé como conseguir dinero —dijo Midas32. Everardo33 movió la barbilla hacia adelante invitándolo a continuar. —A las mujeres les gusta que les agarren las tetas —continúo Midas con seguridad, mientras rascaba la tierra con la punta de una rama. Everardo, sentado a su lado a la orilla de la banqueta frente a su casa, asintió como si supiera de qué hablaba. —Pero bien agarradas —con la mano simuló agarrar un seno y apretarlo completo, —con fuerza. —Yo creo que les dolerá —dijo Everardo. —No —aseguró Midas. —¿Cómo les va a doler si les dan de comer a sus hijos? —Pero los bebés no los aprietan. —Sí, claro, verás que sí, —Midas tenía toda la certeza —las agarran como si fuera una naranja. Y, además, las muerden. Everardo entrecerró los ojos y apretó los labios, no le creía. —Vamos al mercado a mirar. 32  Admirable empresario. 33  Inteligente, osado, atrevido.

139


Rosenda Ruiz Figueroa Caminaron entre los puestos colocados sobre el piso buscando una mujer amamantando. Encontraron algunas. La primera, muy pudorosa, tapaba el seno y la cabeza del bebé con el rebozo. La segunda dejaba ver la parte superior pero no más, se escuchaban los chupetones de la criatura. La tercera mujer sonreía y miraba a su hijo que jalaba con su boca el pezón oscuro, como si chupara una paleta, fuerte, de cuando en cuando parecía apretar más, como si lo mordiera; lo agarraba con ambas manos, se veían los dedos hundirse en el seno hinchado. —¿Lo ves? —dijo Midas triunfante. La mujer se incomodó. —¿Qué van a querer? Salieron corriendo, empujando a la gente y recibiendo uno que otro coscorrón e insulto. Se detuvieron hasta llegar a la pared de atrás de la iglesia. Midas se tocó al frente. —¿Viste? A las viejas les gusta que les agarren las tetas. —Y que se las jalen —Everardo se sobaba la entrepierna, —y que se las muerdan. Cerraron los ojos respirando agitados; imaginaron que eran ellos los que tenían en la boca el seno redondo y moreno de la joven vendedora. Al domingo siguiente, Midas retomó el tema. —Ahora sí, ya hay que trabajarle para conseguir dinero. Estaban sentados en una banca del jardín mirando circular a las jovencitas en un sentido y a los jovencitos en el contrario. Everardo lo miró. —¿Cómo? 140


nomen est fatum —Ya te expliqué —dijo Midas moviendo los brazos con desesperación. Everardo seguía sin entender. —Hay muchas mujeres solas en el pueblo. Everardo frunció el ceño. Era cierto, los hombres se estaban yendo al norte y las mujeres quedaban solas con sus hijos. —¿Y…? —¿Cómo que y…? —Midas curvó la mano y la puso sobre el lado izquierdo del pecho, lo movió como si apretara repetidamente. Everardo negó con la cabeza. —Pero… —empezó a dudar. —Así vamos a ganar el dinero. —No van a pagar por eso —Everardo estaba incrédulo. — Sus hijos se los hacen. —Sólo cuando son chiquitos, si son grandes, es pecado — aseguró Midas. Everardo pensó un momento. —Pero, ¿cómo vamos a cobrar por eso? Midas sonrió. —Ya lo pensé. Decidieron empezar con una promoción gratuita, tenían que probarse a sí mismos que lo sabían hacer. A la señora Filemona34, dueña de una tienda, le llamaban: “La perra”, porque se liaba a golpes con cualquiera, hombre o mujer, a la menor provocación, pero también se decía que tenía ese 34  Amante querendona.

141


Rosenda Ruiz Figueroa apodo porque le gustaba acostarse con muchos y si eran chamacos, mucho mejor; los atraía a su casa, los dejaba hacerle “cosas” y no les cobraba nada, no como hacían las mujeres de la calle de abajo, que recibían a los chicos y les cobraban bastante por no contarlo a sus padres. Era la candidata perfecta porque tenía unos senos enormes; si podían con esos, podrían con cualquiera. Rondaron la tienda varios días para entrar en confianza. Le hicieron plática, se ofrecieron a hacer mandados. La señora Filemona les dio primero palmaditas en la cabeza y unas monedas, luego en la espalda y un billete, al final en las nalgas y dos billetes. Everardo fue el primero que le respondió la palmada con otra sobre su enorme nalga. “La perra” se rió a carcajadas. Lo jaló de la mano hacia la trastienda. —No, los dos juntos —dijo Everardo haciéndose el valiente. “La perra” se entusiasmó. Cerró la tienda. Se sentó sobre las cajas de refresco con una sonrisa divertida en los labios, los miró directamente a los ojos y esperó. Midas y Everardo intercambiaron una mirada de reojo. Everardo se aproximó, esquivó la mano de “La perra” que quería agarrarlo por la cintura y llevarlo a su falda; parado frente ella desabrochó los botones de la blusa, interrumpiéndose para empujar la mano de la mujer que intentaba atraerlo hacia ella. El sostén era negro, gigante. No sabía como abrirlo. Midas caminó detrás de las cajas de refresco y, subiéndose sobre un costal de frijoles, se colocó cerca de la espalda, levantó la blusa y, con torpeza, abrió los broches. “La perra” los dejaba hacer, curiosa y divertida. 142


nomen est fatum Everardo levantó el sostén sobre los enormes pechos que cayeron pesados. Midas regresó al frente. Los vieron, enormes, blancos, los pezones rosados hacia abajo; no eran como los de la mujer del mercado, redondos, morenos, turgentes. Se miraron de reojo un poco desanimados, levantaron los hombros resignados. Cada uno sujetó con ambas manos uno de los senos y, aplastándolos como se hace para sacar el jugo de una naranja, los estrujaron; al levantarse el pezón lo metieron en su boca y chuparon, lamieron, jalaron, mordieron. “La perra” echó la cabeza hacia atrás respirando fuerte, la boca entreabierta. Cuando mordían tomaba sus cabezas y las presionaba contra los senos casi ahogándolos. —Sigue, sigue —decía si paraban para respirar. Jadeando, “La perra” agarró con una mano la entrepierna de cada uno, cuando ellos chupaban, ella apretaba. Hizo un ruido sordo, como un ronquido seguido de una especie de silbido largo y los soltó. Tomó la mano de cada uno y la llevó a su entrepierna, estaba húmeda. Sonrió, mirándolos sorprendida. Ellos no decían nada, tenían la mirada baja. Una carcajada. —¡Carajo, chamacos! ¿Dónde aprendieron eso? Ellos levantaron la cabeza sonrientes. Los despidió con el pantalón manchado y pegajoso al frente y unos cuantos billetes de alta denominación en el bolsillo trasero. “La perra” se encargó de correr la voz de manera discreta entre 143


Rosenda Ruiz Figueroa sus conocidas y clientas, de esa forma que sólo las mujeres saben para que no se enteren las beatas, el cura y los maridos. Así empezó el negocio. 2015

144


Esto es lo que harás

Lo que más detestas es estar aquí, frente al enorme fregadero, lavando trastes. No importan los pies cansados, el dolor de espalda o lo reseco de la piel; lo que no soportas es esa sensación pegajosa de la grasa en las manos, el ruido metálico de las cucharas chocando contra los platos, la espuma que se va tornando café, los pedazos de comida flotando en el agua que se acumula y esta certeza de no estar haciendo nada valioso. Tan pronto colocas los trastes en el escurridero desaparecen, tan pronto vacías el depósito vuelve a llenarse; es inútil. Demasiado tiempo para pensar; de las seis de la tarde a la una y media de la mañana las manos se ocupan, pero la mente no. ¿Qué esfuerzo intelectual se requiere para quitar las manchas de un vaso o los pedazos de pastel pegados en un plato? Observas a los otros; apurados, hablan, ríen, tiran las lonjas de carne en los sartenes, despotrican contra los clientes, hasta se dan tiempo de escarceos románticos. Pero tú no puedes hacer nada de eso, no estás calificado. Tu bachillerato trunco no fue suficiente para colocarte como hostess, mesero o, por lo menos, limpiador de mesas; ni hablar de ser gerente; ese era el puesto al que aspirabas cuando tu madre te convenció, después de dos semanas de insistencia, de anotar 145


Rosenda Ruiz Figueroa el número telefónico escrito en el letrero a la entrada del restaurante (“Estamos contratando. Conviértete en parte de nuestro equipo”), de llamar e ir a la entrevista. En realidad, tu madre no te ha dejado en paz desde que abandonaste la escuela. No entiende nada; se lo has explicado una y otra vez, pero no, parece que tuviera un daño cerebral, apenas terminas de hablar, te inunda de razones, súplicas, chantajes y lágrimas; entonces, ya no hay nada que hacer. Y el silencio de tu padre, con esa mirada siguiéndote a todas partes, es aún peor. Ojalá reclamara, gritara, chantajeara, así podrías hacerle frente de una vez; pero no. Callado, por arriba de los lentes y el periódico o el libro, te mira desde su sillón, como si fuera un trono y él, el rey, mueve la cabeza de un lado a otro y vuelve a la lectura como si tú fueras el menos importante de sus súbditos. Lo eres; desde que naciste, lo eres. No puedes compararte con las dos niñas bonitas que tus padres engendraron cuando todavía se la pasaban bien. Desireé35, la mayor, anda por el mundo tomándose un descanso después de terminar con honores su maestría en Relaciones Internacionales que, la verdad, no le va a servir de gran cosa cuando se case con el maravilloso novio que la espera, sin saber que le van creciendo un par de largos y gruesos cuernos conforme la señorita pasa de un país a otro. Y Aimee36, la segunda, la niña estudiosa; se la vive en la universidad siguiendo la misma carrera de tu padre, segura de ser la 35  La que es deseada. Forma francesa de Desideria. 36  Forma francesa de Amada.

146


nomen est fatum heredera del despacho de contabilidad; ella tiene sus ambiciones, saltan a la vista cuando se quita los lentes de nerd y surge la verdadera víbora seductora que manipula a todos. Luego, después de cuatro años, llegaste tú; no te esperaban. ¿Cómo iban a esperarte si fuiste producto de una noche en donde ninguno de los dos se pudo escapar de la santa obligación matrimonial del coito?, ¿cómo iban a desear que estuvieras aquí si, cuando se dieron cuenta que venías en camino, los dos se arrepintieron de haber estado juntos y, cuando te miran, solo pueden pensar en lo mecánica, aburrida y desesperante que es su vida? Puedes apostar que tu padre golpeó la pared un par de veces y le reclamó a tu madre porqué no se cuidó y ella, llorando, exclamó: —¿Cómo puedes decirme eso? Es la voluntad de Dios. Fin de la discusión, no se puede negociar con Dios. Es tan obvio que hasta en tu nombre se nota. Ni siquiera lo pensaron, tomaron el primero que les cruzó por la mente, el del abuelo paterno: José37 Inocencio38, ¡por favor! ¿En qué cabeza cabe ponerle a un niño un nombre…, no, ¡dos nombres!, que lo único que significan es la estupidez de la inocencia? Porque ¿quién va a creer que José fuera tan estúpido como para creerle a María lo del Espíritu Santo? y el segundo nombre… ¡ni qué decir! O sea que eres: Inocente-Inocente, Inocente-Estúpido, Estúpido-Inocente o, mejor, Estúpido-Estúpido. 37  Aquél a quien Dios ayuda. 38  El que no tiene mancha ni culpa.

147


Rosenda Ruiz Figueroa Nunca lo confesarán, lo sabes, pero en ese afán de perdonarse a sí mismos te colmaron de juguetes y mimos cuando eras pequeño; te abrigaron de más, te compraron la mejor ropa y los mejores zapatos; no te dejaron jugar en la tierra, ensuciarte los pies en los charcos, pelearte con el vecino, ni siquiera andar despeinado o con las agujetas desamarradas. Y si hacías berrinche, mamá te besaba, te abrazaba y te decía: —No, mi amor, no llores —y te daba lo que tú querías. Y la primera vez que tuviste problemas en el colegio papá fue a discutir con la profesora porque te había mandado a un rincón sentado en un banco. —¿Por qué lo humilla? —le reclamó indignado. Así que, por lo menos esa profesora nunca te volvió a castigar y tú podías hacer lo que querías. Cuando entraste a la secundaria y diste los primeros indicios de ser “problemático” porque cuestionabas a los profesores, te liabas a golpes con tus compañeros, levantabas la falda a las niñas o les jalabas el cabello y, encerrado en tu habitación, aventabas las cosas por la ventana y llorabas a gritos durante horas, lo único que se les ocurrió fue mandarte con esa sicóloga que te sentaba en una silla para niños de kinder, te ponía muñecos enfrente que, según ella, hablaban contigo y te hacían preguntas; te trataba como si fueras un retrasado mental. Por fortuna, tu padre, que siempre cuida hasta el último centavo, se dio cuenta que estaban tirando el dinero a la basura porque tú no cambiaste en nada; es más, empeoraste. Empezaste a agredir a tus hermanas; no que las golpearas, pero rompías sus tareas, las empujabas, les ponías apodos, escondías sus cosas, 148


nomen est fatum las llamabas zorras, putas, callejeras, inventabas historias casi pornográficas donde ellas eran las protagonistas. Y fue entonces cuando tu padre empezó a ignorarte; no te dio una paliza, no discutió contigo, simplemente fingió que no existías y, ahora, ya se convenció: tú no existes. A juzgar por la cantidad de trastes que llegan al depósito y salen del escurridero, deben ser alrededor de las diez. Frente a ti sólo está la pared de acero inoxidable salpicada de jabón y agua; tienes que girar la cabeza noventa grados a la izquierda para ver el reloj en la pared del fondo, arriba de la puerta batiente que da paso a la sala de comedor. Las 10:35…, sí, es la peor hora, ya te lo habían dicho; y es viernes, todavía peor. —¡Acelérale, amigo, por favor! —la voz del gerente te saca de quicio, ¡es tan chillona y aguda! No soportas a ese hombrecillo flaco y chaparro, insignificante, en su trajecito barato que le queda grande; como se te acerca y te pide… no, ordena: —¡Acelérale, amigo, por favor! Te lo ha dicho cuatro veces en la semana. ¡“Amigo”!, seguro ni se acuerda de tu nombre, a pesar de lo ridículo que es. Si hubiera justicia, ese hombrecillo, que apenas te llega al hombro, es quien debería llamarse José Inocencio y no Amir39, que suena más bonito y fuerte; ese nombre te quedaría mejor a ti. Es lógico que estés harto, tienes ganas de aventar las ollas a la cabeza de los cocineros y enterrar los cuchillos en las panzas apretadas, forradas de rosa, de las meseras, y salir corriendo. 39  El jefe, el gobernante.

149


Rosenda Ruiz Figueroa Correr y no parar, alejarte de todo y de todos, hasta encontrar algo que te haga sentir que existes, que estás vivo. Pero estás atrapado aquí, en esta cocina ruidosa, con las manos metidas entre los trastes sucios, rodeado de olores penetrantes y gente vestida de blanco. Los platos llegan lento y desaparecen rápido del escurridero. Ahí viene otra vez Amir a pedirte con su falsa amabilidad que te apures. ¿De dónde vas a sacar los platos limpios si no los traen sucios? No lo mires, ignóralo, dale la oportunidad de no molestarte, dale la oportunidad… Claro, no…, no la toma; sólo abre la boca para repetir lo mismo: —Acelérale, amigo, por favor —ni siquiera espera respuesta, lo dice y se da la vuelta mostrándote su espalda estrecha; está seguro que tú tienes que hacer lo que te indique. Cierra los ojos, respira profundo; no aprietes tanto las manos, puedes romper la loza y te la cobrarán. No debes quedarte aquí viendo que tus manos jóvenes se agrietan y envejecen antes de tiempo, mirando a la pared plateada y sucia, dejando que tu cerebro se convierta en parte del mobiliario. ¡Basta ya! El chef ha puesto junto a ti más de cinco cuchillos, unos grandes y otros pequeños, todos filosos y sucios. Muy bien. Esto es lo que harás: Toma el cuchillo pelador, el de la punta curva, y atóralo entre la cinta y el delantal plástico, al lado derecho, asegúrate que no caiga. El cuchillo gordo, el cebollero, ajústalo al lado izquierdo, 150


nomen est fatum que puedas sacarlo rápido con la mano derecha. Finge que no pasa nada, sigue lavando. Ahí viene de nuevo el jefe, Amir, su sombra distorsionada se ve en la pared de acero frente a ti. Toma el hacha de cocina. Gira rápido, antes de que hable, parte su cráneo en dos. Cae ante ti, de rodillas, abre los ojos gigantes, el hacha le da un equilibrio a su cara sorprendida, se contorsiona escurriendo sangre sobre el piso limpio. Están azorados pero no tardarán en caerte encima. Muéstrales el cuchillo cebollero. Se quedan quietos, tienen miedo; todos, menos el limpiador de mesas que acaba de entrar por la puerta batiente y no sabe qué pasa. Te insulta, se te acerca, te amenaza, ¡cómo se atreve! Con la mano izquierda toma el cuchillo pelador, corta su cuello; la fuente de su sangre da color a la cocina. Todos corren gritando. Corre tú más rápido, no les permitas llegar a la puerta batiente; tienes el cuchillo cebollero en una mano y el pelador en la otra para impedirlo. Entierra el cebollero en la panza de ese pinche que se atreve a desafiarte; su delantal ya estaba sucio, no importa un poco más de intestinos y mugre. ¡Pero no lo dejes ahí! ¡Sácalo! Muéstraselo al que viene detrás, con eso es suficiente para detenerlo y que no te ataque. La loca con la filipina de botones dobles, los pantalones que le quedan grandes y la cabeza cubierta por ese gorro patético, con sus gritos te pide que le hagas la boca más grande. ¡Bien! El tajo con tu mano izquierda es perfecto y ella calla, escupe saliva roja balbuceando. Nadie grita, nadie se mueve, todos te ven; ahora sí saben que estás aquí, que existes, que tú tienes el poder. 151


Rosenda Ruiz Figueroa Pero ninguno de estos pobres perdedores tiene la culpa. Tú tampoco. Déjalos ir. Lava los cuchillos y ponlos en el escurridero. No hay ningún otro trasto esperando ser lavado. Descuelga la toalla blanca y pásala sobre la pared de acero plateado frente a ti. Tu silueta está ahí, pero no tus rasgos. Una restregada más con la toalla húmeda y tu silueta se deforma. Gira la cabeza noventa grados a la izquierda. El reloj marca la 1:27. Amir palmea tu hombro, coloca unos platos sucios en el depósito. —José Inocencio, déjalo ya, nos vemos mañana —dice sonriente con los labios torcidos. Quién lo creyera, resulta que sí sabe tu nombre. Ve a casa; tu padre estará sentado en el sillón con el libro abierto sobre las piernas, roncando, y tu madre se levantará al verte entrar, sonreirá, agarrará tu rostro, te dará un beso y preguntará ansiosa “¿Cómo te fue?”, como si regresaras de vencer a un dragón. Trata de secar las manos con la toalla húmeda. Cuélgala. Despídete. Espera, José Inocencio. No olvides el cuchillo chuletero, vas a necesitarlo. 1998

152


Sólo diez

—¡Niños! Ya les he dicho que no suban ahí, ¡es peligroso! —tía Leoba40 nos gritó con cara de preocupación al tiempo que daba una palmada. Era una tarde fría de verano, apenas había terminado de llover, olía a pino, a tierra mojada, el vapor se levantaba de los charcos. Empezaba la niebla. Alicia41 y yo estábamos parados justo al pie de la escalera de madera que subía al piso alto de la casa grande cuando fuimos sorprendidos. Ella iba delante, tenía un pie sobre el primer escalón cuando mamá la agarró del brazo y, de un jalón, la alejó. Me pescó de la oreja y dijo: —¿Qué no entienden? No pueden subir, ¡es peligroso! —me dio una palmada en la cabeza. Empecé a llorar, Alicia me abrazó. Ella tenía ocho años y yo seis; me protegía, me enjugaba las lágrimas cuando mamá, papá o alguno de los hermanos me pegaba, siempre cuidaba de mí. Yo la seguía a todas partes, sin ninguna condición. Inventaba

40  La bien amada. 41  La que defiende y protege.

153


Rosenda Ruiz Figueroa travesuras, atrevida y valiente, nos metíamos en problemas todo el tiempo. Alicia preguntó: —¿Por qué es peligroso? Sólo vamos a buscar al gato. Mamá no respondió. —¡Es peligroso, niños! —repitió tía Leoba con voz cariñosa. —Es malo que suban —su mano temblaba cuando la agitó cerca de su cara, —por eso ya no usamos el piso de arriba. Cuando anocheció, los tíos, los primos, mis padres y mis hermanos cenamos alrededor del fogón, tostadas de frijoles con queso y café, como siempre hacíamos cuando íbamos de vacaciones a la hacienda. Al terminar, mamá agarró la lámpara de petróleo y salimos; la niebla rodeaba la casa, se escuchaban los mugidos de las vacas, difuminados, y se sentía el olor de las hierbas mojadas, pero no se veía más allá de donde poníamos el pie. Caminamos por el corredor de ladrillos y entramos a la habitación que los tíos disponían para que durmiera toda la familia durante la visita, con colchones de agujas de pino y petates. Mamá nos ordenó acostarnos, vio que nos pusiéramos los camisones y salió para volver con los adultos. Nos dejó en la oscuridad. Casi inmediatamente se oía la respiración rítmica de mis hermanos; yo empezaba a caer en el sueño cuando Alicia se acercó. —Mario42 —susurró, —ven, vamos a salir. Me puse los zapatos, nos envolvimos en cobijas y salimos. 42  Hijo de Marte. Romántico y sencillo. Apuesto, varonil. Analiza el comportamiento humano.

154


nomen est fatum Avanzamos al frente de la casa. Pensé que Alicia quería bajar a las chozas de los peones y me detuve. —No quiero ir, hay duendes. —No. Ven, camina —me tomó de la mano. Caminamos un poco más, nos volvimos hacia la casa grande. A pesar de la niebla, se distinguían las siluetas. A la izquierda, la cocina, separada de la casa, con la puerta abierta por donde salía luz. Al extremo derecho, la capilla, muy oscura. Al centro, la casa grande; no se distinguía casi nada de la planta baja, pero en la planta alta se veía una débil luz. Alicia señaló hacia allí. —¿Por qué nos dicen que no subamos y ellos sí suben? Yo levanté los hombros. Tenía frío, quería regresar a la cama. —Vamos a subir a ver qué están haciendo. Yo moví la cabeza negando. Asintió y me sonrió. Caminé detrás de ella. Se oyó el aullido de un perro. Otro le respondió. Casi no podía distinguir a Alicia; estiré la mano y me agarré de su cobija. Teníamos que ser muy silenciosos porque la escalera estaba cerca de la cocina, se oían las voces de mis padres y mis tíos. Nos quitamos los zapatos. Con mucho cuidado, empezamos a subir, ella delante; si crujía la madera nos deteníamos y escuchábamos. Abajo de la escalera se veían los ojos brillantes del gato. Llegamos arriba sin que los adultos se dieran cuenta. Caminamos por el corredor, la barandilla estaba rota en algunas partes, nos pegamos a la pared y nos agachamos al pasar por la primera puerta medio destruida; Alicia trató de abrirla, pero tenía llave. Inclinados seguimos avanzando. Nos detuvimos justo antes de la segunda puerta. Sacó no sé 155


Rosenda Ruiz Figueroa de dónde una vela y unos cerillos, me dio su cobija. La puerta estaba abierta, pero ya no estaba la luz que distinguimos antes. Entramos, ella siempre delante. No veíamos nada. Encendió la vela. Era una habitación grande como todas las de la casa, había una cama de latón tendida con una colcha blanca, dos mesillas de noche, una silla y una repisa con una veladora, y un ramillete de flores silvestres secas, arriba, un crucifijo pegado a la pared; en el rincón, una puerta. Alicia me miró, yo levanté los hombros. —Vamos a dormir aquí —dijo. —Hace mucho frío, mejor nos bajamos —protesté. —No, —cerró la puerta, me tomó de la mano y me llevó a la cama. Dejó escurrir unas gotas de cera sobre la mesilla y pegó la vela. Nos acostamos y nos tapamos con las dos cobijas que llevábamos. Creo que se durmió de inmediato, yo tenía los ojos abiertos y escuchaba los aullidos de los perros, los mugidos de las vacas y ruidos cercanos, tal vez ratones. Sentía un olor como el de las camelias cuando se están marchitando. Se escuchó un golpe suave, como si alguien hubiera pegado en la puerta. Me enderecé, estaba cerrada. Un chirrido. Un soplo de viento, la vela se apagó. Moví a Alicia, estaba dormida. Me acerqué a ella. Otro chirrido, como si alguien estuviera moviendo un picaporte herrumbrado. —Alicia —dije quedo, —despiértate. No veía nada, todo estaba oscuro. La moví más fuerte. —¡Qué! —dijo con fastidio. 156


nomen est fatum —Oye. Nos quedamos callados, los perros empezaron a aullar fuerte. —No oigo nada, sólo los perros. Apenas lo había dicho cuando se oyó un nuevo chirrido más largo, como el de las bisagras de una puerta a las que les falta aceite. El olor a camelias marchitas se intensificó. Alicia se sentó en la cama y me abrazó por los hombros. Otro chirrido. Vimos una luz débil en el rincón de la habitación, donde estaba la puerta que habíamos visto. Me pegué a Alicia. Su corazón latía muy fuerte. Una mujer, con un vestido largo, un velo que le cubría la cabeza y un rebozo alrededor de los hombros, apareció por la puerta llevando un pequeño candil. Cruzó la habitación y, sin mirarnos, salió al corredor. La puerta de la habitación quedó abierta y el viento entró con violencia. Estábamos en completa oscuridad. Alicia saltó de la cama, encendió la vela, peleando con el viento; se acercó a la puerta del rincón llevándola en la mano. —Es un armario empotrado —dijo. —Vamos. Yo no podía hablar, sólo movía la cabeza de un lado a otro. Me levantó de un jalón y, así, descalzos, en camisón, salimos al corredor tomados de la mano. Alcanzamos a ver la orilla del vestido de la mujer al doblar hacia la escalera. Yo seguía moviendo la cabeza, negando. Alicia asentía. La seguimos. Bajó, caminó por el corredor, entró en la capilla. La puerta estaba cerrada. Esperamos agazapados atrás de la desgranadora de maíz. Salió y tomó la vereda hacia el cerro. 157


Rosenda Ruiz Figueroa Descalzos, no sentíamos los guijarros y las plantas; en camisón, no sentíamos el frío; nuestros corazones latían tan fuerte que los oíamos. Nos escondíamos detrás de las matas y los troncos de los árboles, pero la mujer no parecía darse cuenta de que estábamos ahí. No se volvió una sola vez; caminaba recta, firme, sin hacer ruido, despidiendo ese fuerte olor a camelias marchitas. Cuando giró a la izquierda para entrar al panteón de la hacienda mis piernas se negaron a seguir; pero Alicia estaba decidida, me miró, sonrió y apretó mi mano. Yo confiaba totalmente en ella, si Alicia decía que estaba bien, estaba bien. Las tumbas eran pocas, casi todas, simples montículos apretados y cruces de madera con flores y hierbas creciendo alrededor. La mujer se detuvo frente al mausoleo de los dueños de la hacienda. La niebla se levantó de pronto. Semiocultos detrás de una mata, la vimos poner el pequeño candil en el escalón del mausoleo y echar hacia atrás el velo que le cubría la cara. Alicia salió a descubierto y caminó hacia ella, valiente. La mujer giró, quedó de frente. Alicia se detuvo a la mitad de un paso, yo corrí y me puse detrás de ella. Era alta, delgada, cubierta por un vestido gris, antiguo, con el cuello de encaje; su cara era del mismo tono de gris, larga, arrugada, como si fuera un cuero viejo. Con una mano larga y huesuda señaló el mausoleo; giró el brazo, levantó la mirada, salía una luz blanca de sus ojos, y apuntó hacia mi hermana. —Tú —una voz fuerte y clara salió de su boca sin labios, — muchos. 158


nomen est fatum Avanzó el brazo hasta mí. —Tú, sólo diez. No preguntamos de qué hablaba; corrimos a la casa grande tan rápido como pudimos, tropezando y levantándonos, sin soltarnos de la mano. Nadie nos escuchó; nos castigaron, nos golpearon; nadie nos explicó nada. Crecimos, dejamos de ser los traviesos niños de ocho, ella, y yo de seis. Lo olvidamos, nos mudamos a la ciudad, pasaron los años. Cuando cumplí dieciséis, me atropelló un tranvía. Estoy cómodo aquí, aunque el aroma a camelias marchitas y a madera podrida me sofoca un poco, pero me siento acompañado y seguro mientras espero que una noche Alicia abra la puerta y diga “Mario, ven, vamos a salir”; entonces dejaré, por fin, el armario empotrado. 2015

159


El producto

Bárbara43 tenía veintiocho años cuando Agustín44 desapareció; simplemente se esfumó, sin que mediara pleito, discusión, infidelidad o desacuerdo. Esa mañana salió del baño desnudo, su cuerpo brillando con las gotas de agua resbalando al piso, la tomó en los brazos, la arrojó a la cama, le quitó el pijama en dos movimientos e hicieron el amor, fuerte, profundo, en silencio, riéndose con los ojos, como nunca; Bárbara abrió la boca buscando aire al sentir como toda ella se llenaba de él. Luego, a las prisas, desayunó cualquier cosa, se despidió con un beso y se fue a trabajar, nada más. Tarde, en la noche, Bárbara empezó a preocuparse; por la madrugada, después de vanos intentos por contactarlo, estaba realmente angustiada, no sabía que hacer. Llamó a su madre. —No te preocupes, hija, los hombres siempre hacen estas cosas —contestó con voz calma. —No, mamá, él nunca... —Todos, hijita, todos —la interrumpió en el mismo tono. —Tienes suerte que tu marido se haya tardado tanto. 43  Extranjera. La que da todo de sí misma a quien ama. 44  El que merece veneración.

160


nomen est fatum Bárbara se tranquilizó un poco, pensó que no tenía por qué preocuparse, aparentemente no había ningún problema, y esperó la llegada del que era su esposo hacía cinco años y con quien, hasta ese momento, tenía una relación armónica, amorosa, de proyectos en común y hasta cómplice. Agustín no apareció al día siguiente, ni al siguiente, ni al siguiente. Bárbara lo buscó en el trabajo, con sus amistades, con el único hermano; en hospitales, delegaciones y hasta en la morgue. No encontró ninguna pista. Simplemente se esfumó. Pasó un mes, dos, tres. Al año, Bárbara dejó de esperar y de buscar. Aceptó que se fue, pero no entendió el porqué. El sufrimiento casi la volvió loca; por más de ocho años asistió a terapias con uno y otro sicólogo, se unió a grupos de apoyo, se refugió en la religión y otras filosofías antiguas y modernas que le prometían equilibrio, paz interior y hasta la felicidad y realización personal. No lo logró; se sentía como suspendida en medio del aire, ajena a todo, como si estuviera en estado de hibernación con algo duro atorado a la mitad del cuerpo. “Si al menos supiera por qué”, se torturaba. No podía hacer otra cosa que dejar cualquier esperanza a un lado y continuar con la vida tal cual venía. Desencantada de los hombres, el matrimonio y, sobre todo, el amor, evitaba lo más posible involucrarse con otros; no volvió a tener pareja, ni siquiera casual, permanecía en eterno celibato: “¿Para qué?”, respondía con un tono que no aceptaba réplica cuando le preguntaban. Cuando las amigas empezaron con los trastornos de la menopausia aderezados con los problemas familiares y de pareja, ella, 161


Rosenda Ruiz Figueroa tranquila, las miraba con un poco de lástima y también un poco de envidia, sólo tenía esa piedra dura atorada en el cuerpo. Una mañana amaneció con náusea; pensó que algo le había hecho daño y tomó una pastilla para apaciguar el estómago; empezó a preocuparse cuando pasaron los días y la molestia continuó. Fue a ver al médico. La revisó, le palpó el vientre. —Dígame —le preguntó —¿ha subido de peso? —No lo sé, creo que no. —¿Ha tenido dolor en el vientre? —No, sólo náusea por las mañanas. —¿Problemas con su menstruación? Tuvo que pensarlo; la verdad es que no le ponía mucha atención a ese tema, no era de esas que anota cuando empieza y cuando termina su periodo, en su situación no le encontraba razón alguna. —No —hizo una pausa, —creo que no. El médico movió la cabeza asintiendo mientras fruncía los labios. —¿Cuándo fue su último periodo? —Hace como tres semanas…—trató de recordar, —la verdad es que no estoy segura. El médico hizo el mismo gesto. —¿Cuándo fue su última relación sexual? Ella sonrió mirando al techo. —No tengo vida sexual. El médico levantó las cejas. —No veo que tenga problemas gástricos o infección. Tal vez 162


nomen est fatum —dijo mientras veía la fecha de nacimiento anotado en el expediente de Bárbara —debería visitar a su ginecólogo, sus molestias podrían estar relacionadas con el climaterio. Está en la edad. Bárbara dejó pasar unos días esperando que se solucionara solo, pero la náusea continuó; observó que también estaba teniendo cambios de humor y en el cuerpo, sus senos estaban un poco duros, le dolían los pezones y su vientre se notaba inflamado. Lo comentó con su amiga Freda45 y ella le dijo que, efectivamente, eran molestias que se le habían presentado al iniciar la menopausia. Hizo la cita con el ginecólogo. La escuchó con atención, hizo anotaciones, preguntó; la revisión normal, muestra para Papanicolau. —Pues mire —dijo el médico mientras escribía —podría ser el inicio de su menopausia, pero vamos a corroborarlo. Va a hacerse unos estudios y vuelva a verme —seguía escribiendo. —¿Me va a dar algo para que se me quiten las molestias? —No, primero tenemos que saber —la miró directamente a los ojos. —¿Está completamente segura de que no hay posibilidad de embarazo? —No, doctor, no hay ninguna posibilidad. —Me gustaría hacer también esa prueba, no me lo tome a mal. —Imposible, doctor, no hay forma. —Bien —dijo el médico terminando de escribir y levantándose de la silla, —entonces hágase los estudios indicados y la veo pronto —le entregó la orden de laboratorio. 45  Amiga protectora.

163


Rosenda Ruiz Figueroa Bárbara la tomó, dio una mirada rápida y la guardó en su bolso; salió sin despedirse del médico. Estaba molesta, las preguntas sobre su vida sexual y esa insistencia sobre la posibilidad de un embarazo le parecían un insulto. Tenía cuarenta y cinco años, era normal que empezara su menopausia, lo anormal sería que anduviera por ahí teniendo relaciones sexuales. Le dieron ganas de tirar la orden de laboratorio a la basura y olvidarse del asunto, pero los días siguientes las molestias aumentaron: náusea, vómito, senos inflamados, mareos, hambre exagerada. Se hizo los estudios y solicitó en el laboratorio que los enviaran al médico directamente. Cuando el médico los revisó, corroboró lo que sospechaba. Entre los estudios había incluido la prueba de gonadotropina coriónica humana en sangre y un ultrasonido obstétrico; al compararlos encontró la razón de los síntomas. “Ay, los prejuicios de las mujeres”, se dijo moviendo la cabeza de un lado a otro. Pidió a su asistente que llamara a la paciente para hacer una cita. —Muy bien, señora —le dijo cuando se presentó, —¿cómo se ha sentido? —Peor, sigo teniendo náusea, cansancio, sueño, hambre, mareos. —Bueno, no se preocupe, ya tengo los resultados de sus estudios –sacó de la gaveta un sobre grande y lo puso frente a ella —¿Desea verlos usted misma? —Usted explíqueme —dijo Bárbara molesta, se espera que el

164


nomen est fatum médico interprete unos estudios y no le pida al paciente que lo haga. El médico recogió el sobre, sacó varias hojas y las imágenes del ultrasonido. —Su perfil hormonal presenta ciertas alteraciones, pero nada fuera de lo normal en su situación —puso frente a ella las hojas correspondientes. Bárbara miró sin comprender mucho esa lista de reactivos con valores máximos y mínimos y la columna de su estado. —Su química sanguínea —puso frente a ella otras hojas — está perfectamente bien. Bárbara miró otra vez. —La razón de sus síntomas está aquí —puso frente a ella la hoja con el resultado de la prueba de gonadotropina coriónica humana en sangre. Arriba se leía “GCH en sangre”, en la parte inferior señalaba: “Embarazo: positivo”. Levantó la vista hacia el médico con el ceño fruncido. —¿Qué broma es ésta, doctor? —dijo, secamente. El médico se levantó, se colocó junto a ella y puso frente a sus ojos el resultado del ultrasonido. Con el índice apuntó a una flecha pequeña en una de las imágenes. —Aquí está —hizo una pausa para que Bárbara pudiera localizar lo señalado. —Está usted embarazada. Casi tiró la silla al levantarse. —Esto está mal, ¡Es imposible! ¡Yo no tengo vida sexual! — gritó. —¡Esto es una porquería, hicieron mal las pruebas! —agarró las imágenes y las arrojó al escritorio. 165


Rosenda Ruiz Figueroa —Señora, no tiene de qué avergonzarse, es natural. Agarró su bolso y salió lanzando miradas furibundas al médico. Lo comentó con sus amigas, dijo que ese médico era un cretino, estúpido, incompetente, sinvergüenza. —Y, ¿si es cierto? —se atrevió Amalia46. —Estás engordando —apuntó Freda. No lo podía creer, sus propias amigas. —Saben perfectamente —pronunció las palabras lentamente, casi letra por letra —que yo no tengo relaciones sexuales con nadie —enfatizó la última palabra en tono profundo, pasando la mirada de una a otra. Amalia trató de tomar su mano. —No tendría nada de particular, eres una mujer libre, — recogió la mano al sentir el rechazo de Bárbara —eres responsable, sana… —se interrumpió ante los ojos furiosos que parecían quererla matar. —Nosotros no te juzgamos —intentó Freda con voz dulce, —después de tantos años… Bárbara se marchó sin decir más. Con los síntomas agravándose y su vientre creciendo, consultó a otros médicos con el mismo resultado. Al tercer mes, con un nuevo ultrasonido, se rindió ante la evidencia. Ahí estaba ese pequeño objeto en su vientre, con una enorme cabeza, unas piernitas, algo parecido a brazos, unido a ella por un cordón. Lloró hasta el agotamiento, no podía entenderlo. 46  Tierna, débil.

166


nomen est fatum Durante su matrimonio con Agustín deseaba tanto ser madre que lo intentó, lo intentó en serio, sin éxito. Cuando él la abandonó, además de perderlo, perdió la esperanza de tener un hijo, guardó ese deseo en lo más profundo de su ser, lo ocultó incluso hasta de ella misma. Los años, la soledad, la imposibilidad de volver a confiar, el desamor, la amargura, terminaron por hacerla olvidar que necesitaba la maternidad tanto o más, que el amor de Agustín. Bárbara sabía que hacía diecisiete años que no había tenido contacto con un hombre, ni siquiera en sus sueños; le creyera quien le creyera. Pensó en abortar, pensó en tenerlo y darlo en adopción, pensó en tenerlo y criarlo, pensó en suicidarse y acabar de una vez con esa nada que le llenaba el pecho. Se asustó de sí misma. Llamó a Amalia y a Freda. No podía contar con nadie más. Acudieron de inmediato. Sabía que no le iban a creer, aún así les pidió que la escucharan. —Tal vez pasó en una alberca —sugirió Amalia. —Ya ves que dicen que puede suceder; la gente cuenta ese tipo de cosas. —¿Qué vas a hacer? —Freda se veía muy preocupada. —Lo que sea, cuenta con nosotras. —Sí, claro —confirmó Amalia. Pensó un momento —¿no sabes quién es el papá? —dijo con cara de susto. Se arrepintió de inmediato. Bárbara lloraba. —¡No digas tonterías! —Freda regañó. —Está claro que no es algo que tú quisieras —volvió a Bárbara hablando suave. —El aborto ya es legal. 167


Rosenda Ruiz Figueroa —¡Dios mío! —soltó Amalia y volvió a arrepentirse. —Yo te apoyo…, en lo que tú decidas. En los brazos de sus amigas se sintió confortada, volvió a su acostumbrada frialdad y serenidad. Sabía que tenía que tomar una decisión de inmediato, ya no había tiempo. —Si el producto está sano —respiró profundo, —voy a tenerlo —terminó con la voz quebrada. Ambas asintieron sonriendo a medias, se miraron de reojo; sonó muy extraño eso de “el producto”. Con el avance del embarazo se fue acostumbrando a la idea. Las pruebas demostraron que el producto estaba sano, y ella también. Fue preparándolo todo, el espacio en casa, la cuna, la ropa, los utensilios para alimentarlo y cuidarlo, pero sin ninguna alegría, simplemente lo tomó como una situación más de su vida, de esas en que ella no tenía ningún control, como la muerte de su padre, el atropellado del sábado o, sobre todo, la desaparición de Agustín. Freda y Amalia, solidarias, la acompañaban al médico, compraban cosas para el pequeño con emoción de tías, la confortaban en los momentos de crisis, le decían que no tomara en cuenta las críticas y los reproches de su madre o las miradas inquisitivas de sus compañeros de trabajo; buscaban nombres y le hablaban al vientre, para hacerlo sentir bienvenido, decían. Al sexto mes supieron que era un varón y brincaron, festejando; a Bárbara le daba lo mismo, para ella seguía siendo “el producto”. Llegado el momento programado, Bárbara se presentó en el hospital con Amalia y Freda, para someterse a la cesárea. 168


nomen est fatum Dormida por la anestesia, soñó con Agustín; joven, fuerte, sonriente, completamente desnudo, escurriendo agua; sin pedirle perdón, sin explicar nada, le besaba el pelo, la frente, la nariz, los labios, como lo había hecho aquella mañana, tomaba al pequeño y se lo llevaba; ni una palabra. Cuando despertó, preguntó a la enfermera por el pequeño. —¡Hola, dormilona! —dijo la chica en tono festivo. —La vamos a llevar a su habitación. —Y el… –se interrumpió, iba a decir “el producto” —¿y el niño? —En cuanto esté en su habitación le van a llevar al bebé —le sonrió. Amalia y Freda le habían llenado la habitación con globos y adornos de cigüeñas y bebés con letreros: “¡Es un niño!”, “Bienvenido”. Gritaron al verla entrar en la camilla, le tomaron la mano, le acariciaron el pelo, Amalia le besó la mejilla. Apenas la pusieron en la cama, entró el médico a revisarla, sonriente. —¿Cómo se siente, mamita? —Bárbara —apuntó molesta, ella no era “mamita”. —Estoy bien, doctor. ¿Y el niño? —Ahora lo traen —le revisó el pulso y los ojos, verificó el suero. Entró una enfermera con tapabocas empujando una cuna de acrílico transparente. Un bulto envuelto en una cobija azul. Freda y Amalia se abalanzaron sobre él, con expresiones alegres.

169


Rosenda Ruiz Figueroa Bárbara, al verlo, respiró aliviada, como si hubiera creído que su hijo no estaría ahí. La enfermera lo levantó y lo puso a su costado. —Felicitaciones —dijo el médico dándole unas palmaditas en la pierna, —el bebé está perfectamente sano y fuerte, y usted también. Si todo va bien hoy, mañana mismo se pueden ir a casa. Bárbara movió la cabeza afirmativamente, mirando al pequeño. Los labios fruncidos, la nariz chata, los ojos cerrados, una pequeña mancha oscura en la frente, del tamaño de la yema de un dedo. —¿Qué es esto, doctor? —tocó la mancha. —Es una pequeña marca de nacimiento. Desaparecerá en uno o dos días. No pudo alimentarlo, le dolía y el bebé no quería. —El producto me rechaza —dijo somnolienta a la mitad de la noche. —¿Qué? —Amalia se levantó rápido del sofá, aventando la cobija, y se acercó. —El producto me rechaza —repitió Bárbara. —No, no pienses eso —le acarició el pelo. —A veces es difícil al principio —no quiso mencionarle que continuaba llamándolo “el producto”, pero no le gustó. —Sí —insistió —el producto me rechaza —cerró los ojos. Otra vez soñó con Agustín, sonriente, joven, desnudo, escurriendo agua; sin hablar, cargó al bebé y se lo llevó. Al despertar, lo primero que hizo fue verificar que seguía en la cuna de acrílico junto a la cama. 170


nomen est fatum Ya en casa, el bebé estaba tranquilo en los brazos de sus amigas pero cuando ella lo levantaba, lloraba y se negaba a comer. Todas las noches tenía el mismo sueño: Agustín se llevaba a su hijo. Ella seguía llamándolo “el producto”; Amalia y Freda se sentían incómodas, para ellas un bebé no era un “producto”, pero no se animaban a decírselo. Le hicieron notar que era necesario registrarlo, debía darle un nombre. —Agustín —dijo Bárbara de inmediato. Se miraron extrañadas pero no se atrevieron a contradecirla. Ese era un tema que nunca habían hablado, no era momento de empezar. El día que cumplió tres meses, el niño fue registrado como Agustín. Esa noche, después de otro intento fallido de alimentarlo, Bárbara colocó al pequeño Agustín en la cuna, se sentó en la mecedora y lo observó, las lágrimas inundaron sus ojos; estaba agotada, triste, sentía un vacío enorme a la mitad del cuerpo, ahí donde había sentido esa piedra dura durante tantos años. Llorando, se quedó dormida. El hombre entró en la habitación, completamente desnudo, goteando el piso, silencioso, sonriente, joven; se acercó a la cuna, puso su dedo frío en la frente del bebé, sobre la mancha oscura que no había desaparecido, era exactamente del tamaño de su yema. El bebé despertó, sonrió. Lo levantó, lo estrechó en su pecho, le besó la cabeza. Bárbara abrió los ojos, vio la espalda del hombre desnudo, 171


Rosenda Ruiz Figueroa tomó la lámpara y, sin pensarlo, la estrelló en su cabeza. El hombre cayó sin soltar al pequeño. Bárbara lo recogió y lo apretó contra sí. No lloraba, sonreía, por primera vez, cuando lo cargó Miró sin miedo al hombre. Era Agustín, tal y como había salido del baño el día que se fue, los años no lo habían hecho envejecer. Puso al bebé en la cuna; corrió a la cocina, tomó un envase de plástico con tapa, corrió al baño, tomó las pinzas de depilar, regresó a la habitación; con la pinza arrancó algunos cabellos de la cabeza del hombre y los metió en el envase, lo tapó y lo metió en la bolsa de su bata. Levantó al pequeño, el niño buscó su pecho, tranquilo; se sentó en el sillón sin dejar de ver el cuerpo tirado en el piso, sangrando por la cabeza, descubrió su seno, el pequeño se prendió a él. Mientras un sopor la embargaba, sintió, por primera vez en diecisiete años, que ha-bía dejado de flotar en el mundo, que estaba completa. Sintió que el pequeño cuerpo que estrechaba en sus brazos no era un simple producto accidental, sino el resultado de su amor. Cerró los ojos, sonriendo. Despertó cuando era de día. El hombre ya no estaba ahí. El pequeño Agustín dormía tranquilo en sus brazos. Antes de hacer la prueba, ya conocía el resultado. El examen de ADN demostró que el pequeño Agustín, era hijo de Agustín. 2015

172


El gallo de plata

Despertó temprano, se levantó y salió. Fría mañana. Estiró el cuerpo, cada uno de sus miembros. Abajo a la derecha, a la izquierda; arriba a la derecha, a la izquierda; la espalda, el cuello hacia adelante. Y empezó a cantar. Lo hacía todos los días; no sabía si era por costumbre, necesidad física, tradición o porque algo se lo imponía. No se lo preguntaba, sólo lo hacía. Sacudía la cabeza y cantaba. Un primer canto fuerte y no tan claro. Respiraba el aire y volvía a cantar más fuerte, más claro. Con la cabeza bien alto y su cuerpo atlético en tensión, entonaba tres canciones, ni una más. Los demás lo veían todas las mañanas como si fuera un espectáculo original, aten-dían a su canto como si en aquella vecindad atiborrada nunca hubieran escuchado una voz tan bella. Eso le gustaba, hinchaba el pecho y se paseaba. Sabía que era el centro de atención de las vecinas, sin importar edad o condición, no sólo por su buen canto sino por su apostura, la forma de caminar, de levantar la cabeza y mirar alrededor. Recorría el patio como si estuviera al centro del redondel y él fuera el torero, dispuesto a demostrar su arrojo y valor, manteniendo las piernas en tensión, la espalda como una espada 173


Rosenda Ruiz Figueroa caída del cielo, girando el cuello para agradecer condescendiente las atenciones. Era el dueño, el patrón, el jefe. Eso lo hacía feliz. Siguiendo la costumbre, tomó el desayuno al aire libre y observó a su alrededor. Las miradas femeninas, algunas tímidas, otras atrevidas, lo deseaban; había tan pocas miradas masculinas, sólo algunos viejos que mostraban temor, sabían de su carácter irascible y de su habilidad para la lucha. Y lo que siempre le había gustado, pareció insuficiente, faltaba algo. Sintió en el pecho que una mano le apresaba el corazón, le faltó el aire, como si ese lugar donde había nacido, crecido, donde era el más reconocido, donde había tenido a todas las que había querido y demostrado que era el más fuerte, el más macho; estuviera incompleto. “Las alas son para volar”, se dijo. Se levantó, estiró el cuerpo y, con su paso elástico, entonando una canción fuera de tiempo, se marchó. Caminando a la orilla de la carretera se dio cuenta de lo lejos que estaba todo, los ojos le dolían al tratar de ver las montañas, el fin de la cinta negra, el cielo inmenso; descubrió que el mundo era más grande de lo que creía. Se sintió pequeño, solo, indefenso, un poco asustado, pero libre al fin. Para la tarde estaba cansado, tenía hambre y frío, pero seguía caminando con la cabeza en alto; no por estar fregado hay que perder la galanura. 2 El sol era fuerte y había un poco de viento, levantaba el polvo suelto del estacionamiento. Recargada sobre el mostrador, 174


nomen est fatum Casandra471 entrecerraba los ojos tratando de adivinar la llegada del siguiente trailer. Había sido un día flojo. La tienda, un refrigerador bien abastecido de cerveza, estaba sola. Ningún trailer en el estacionamiento; pero tenía la esperanza de que empezaran a llegar los que pasarían la noche junto a la caseta de cobro y, con mucha suerte, alguno la pasaría completa en la tienda. Vio venir una silueta, “¿De dónde habrá salido este?” —¿Qué se te ofrece? —le gritó en cuanto se detuvo frente a la puerta. No respondió. —¿Qué se te ofrece? —más orden que pregunta. —Si no tienes dinero, aquí no hay nada para ti. Él irguió el cuerpo con orgullo y la miró directamente a los ojos; esa mirada no había fallado nunca con las mujeres, no importaba que fuera una vieja gorda fea. Se la devolvió sin dudarlo, lo recorrió despacio de arriba abajo. Inclinó la cabeza tratando de ver la parte trasera. Con la mirada dura, directa a sus ojos, volvió a preguntarle. —¿Qué se te ofrece? Esta mujer era diferente; pero no se hizo menos, estiró la espalda y avanzó dos pasos. —Comida. —¿Tienes dinero? —No —su mirada clavada directamente en el rostro acalorado. 47  La que protege a todos los hombres. Profetisa.

175


Rosenda Ruiz Figueroa Ella sonrió torciendo la parte derecha de la boca. De abajo del mostrador sacó un mazo de cartas. —Y eso para qué es. —Para saber si eres compatible y si me serás útil. Ya veremos si vale la pena darte de comer. Barajó las cartas y puso algunas formando una cruz sobre el mostrador. —A poco esos cartoncitos le van a decir todo eso de mí —se acercó. —Sí –lo miró con desdén. —¿De dónde vienes? ¿Cómo se llama tu pueblo? —No tiene nombre. —¡Ah, qué nombre tan raro! —soltó una carcajada demasiado potente y ronca para una mujer. Lo sorprendió. —No tiene nombre —repitió. —¿Y tú, tienes nombre? —Si todo lo saben los cartoncitos esos, pues que se lo digan ellos. Le gustó la respuesta, sonriendo torcida observó las cartas. —Mira —señaló una, —qué bien —señaló otra. Estiró el cuello tratando de ver lo que ella veía. —Aquí dice que sí me sirves para lo que necesito —golpeó las cartas con el índice. Levantó los hombros. —Aquí lo dice, está bien claro. Tienes hambre, tienes frío y no tienes a donde ir. —No, eso no es cierto. Ella arqueó las cejas. 176


nomen est fatum —¿Tienes a dónde ir? —Todavía no lo sé. Volvió a reírse con fuerza, mostrando los dientes manchados. Nadie se había reído de él antes, le dieron deseos de tomarla por el cuello y estrellarle la cabeza contra el mostrador, pero el nunca había maltratado a una mujer; por el contrario, él sabía que a una mujer le gustan las palabras dulces y las miradas obscenas, las sonrisas suaves y las mordidas en el cuello, las flores como regalo y sentarse a esperar que lo atienda. Esta mujer no podía ser diferente, así que le sonrió mostrando sus dientes blancos y clavando sus ojos directamente en los cansados de ella; cerrando la sonrisa con un parpadeo, luciendo sus largas pestañas. Surtió efecto. Los ojos de la mujer se suavizaron. —Te voy a ayudar a saber a dónde vas. Necesitas ayuda. Claro que la necesitaba; necesitaba llenar el buche y un lugar a cubierto para pasar la noche. Si era con una gallina vieja, pues que fuera. Le hizo señas para que la siguiera hacia atrás de la tienda. En la puerta lo detuvo. Con completo descaro lo revisó: alto, delgado, las piernas y el cuello largos; los ojos redondos y grandes, con un color entre miel y canela; la piel morena, café con destellos tornasoles; hermoso. —En esta casa no entran mugrosos; por ahí —señaló una vereda a la derecha —está el baño, ahora te llevo una toalla. Entró al cubículo de madera sin techo, con una enorme regadera conectada directamente a un tinaco. El agua fría al aire libre lo hizo sentirse renovado. Empezó a cantar. Ella lo escu177


Rosenda Ruiz Figueroa chó mientras tiraba a la basura la ropa vieja y le dejaba la toalla colgada de un clavo. Espió un poco, pero ya sabía lo que iba a encontrar, las cartas se lo habían dicho. Al terminar el baño se envolvió en la toalla y caminó hacia una puerta abierta. Era una cocina, la vieja estaba sentada frente a una mesa y una mujer pequeñita preparaba algo frente a una estufa. Olía bien. Lo invitó a sentarse. —Estoy desnudo, no está mi ropa –dijo. —En esta casa eso no importa, siéntate a comer. La mujer pequeñita empezó a servirle evitando enfrentarlo, pero lanzando miradas a su entrepierna y sonriendo con picardía. —No sé como te llamas, las cartas no lo dijeron, pero no importa; sé como te decían en donde vivías. Él estaba muy ocupado comiendo. —Aquí te vamos a decir igual. Como querías al salir de tu casa, vas a conocer cosas nuevas, que van a llenar esa parte de ti que está vacía. Levantó la vista para mirarla e hizo un movimiento con la barbilla como preguntando: “¿A qué te refieres?” Ella lanzó la sonrisa de medio lado igual que antes. —Cómo no estés hablando de plata. —De eso hablo, pequeño. Entró una joven con un vestido verde, zapatos de tacón alto con plataforma, pelo lacio colgando sobre sus hombros y labios muy rojos. —Ya están llegando, señora, están estacionando cuatro de un

178


nomen est fatum jalón. —Miró al hombre —y, quién es este gallo —le rozó los hombros con un dedo áspero. Casandra se rió con esa carcajada ronca y potente, entrecerrando los ojos miró al joven sorprendido con la boca llena, suspendido un momento. —El gallo. Así le decían donde había vivido. ¿Cómo lo sabía la vieja? ¿De veras los cartoncitos se lo dijeron? Otras chicas asomaron por la puerta. —Les presento al gallo que va a cuidar este gallinero. Será nuestro vigilante, nos va a proteger de los abusivos y va a echarse las broncas por nosotros. También va a cantar. Se oyeron risitas. —Yo sólo canto por las mañanas. —Es que la mañana se cambió de hora —sonrió la vieja. Le dieron ropa interior, una camisa y un pantalón que le quedaba apretado. Varias de ellas lo tocaron pretextando ayudarlo a vestir. Cuando lo llamaron al salón había pocos hombres, camioneros, sentados ante mesas de madera bebiendo cerveza y tequila; otros fingían bailar con las muchachas, pero en realidad estaban tratando de subirles los vestidos apretados. Casandra estaba al fondo, sentada ante una mesa colocada en una tarima para ver todo lo que sucedía. Le hizo señas para que se acercara. Se paró junto a ella, como había visto hacer a los guaruras en la televisión. Unas horas después, el lugar estaba lleno. Se apretaban los hombres alrededor de las pocas mujeres, no eran suficientes;

179


Rosenda Ruiz Figueroa salían con uno o dos y regresaban en quince minutos para volver a irse poco después. La vieja encendió el micrófono y se lo pasó. —Canta —dijo. Un viejo empezó a tocar el teclado. Él empezó a cantar, los hombres se detuvieron y voltearon a verlo. Todas las miradas y los oídos atentos a él, como si no hubiera mujeres en la sala y los hombres no estuvieran ahí para lo que fueron. Se detuvo. Se estiró cuanto pudo, dio unos pasos lentos, volteó a todos lados y soltó su canto como nunca, claro, potente, apasionado, violento… Los hombres se acercaron a la tarima. Él se acercó a ellos. Tenían los ojos llenos de admiración, oían su voz y veían su pecho, su vientre y su sexo. Algo suave, inocente, puro, recorrió su cuerpo y salió por su voz. Despertó el deseo de los hombres. Esto lo hizo feliz. Alguno rozó su sexo, él sonrió y subiendo el tono de la voz, cerró su canción apretando las nalgas y agitando la cadera. La vieja lo vio como diciéndole: “Llegaste a donde ibas”. Él lo supo. —¡Con ustedes, mi chica nueva: el gallo de plata! —gritó Casandra. 2015

180




Tabla de contenido

Nomen est fatum

07

Te llamas Paloma

09

Si hubieras querido

31

Las formas de Prometeo

33

Tatanka Yuwakan

48

El juramento de Betsabé

51

Te amo, corazón

69

Nekane 74 La nieta de Kukulkan

83

Carboncito, la niña de fuego

95

Medusa 114 Demetria o Viva Cristo Rey

118

La amígdala

127

Así empezó el negocio

140

Esto es lo que harás

146

Sólo diez

154

El producto

161

El gallo de plata

175

183


Nomen Est Fatum Fue impreso y terminado en Marzo del 2017. En LitogrĂĄfica Ingramex S.A. de C.V. Iztapalapa, Ciudad de MĂŠxico.


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.