4. Hasta luego y gracias por el pescado.

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11 - Aborrezco de modo especial los chaparrones de abril. Por muchos gruñidos evasivos que Arthur profería, el desconocido parecía resuelto a hablar con él. Se preguntó si debía levantarse y marcharse a otra mesa, pero en toda la cafetería no parecía haber otra libre. Removió colérico el café. - Malditos chaparrones de abril. Los detesto y los odio. Con el ceño fruncido, Arthur miraba por la ventana. Un leve y luminoso aguacero caía por la autopista. Ya hacía dos meses que había vuelto. En realidad, volver a su antigua vida había sido ridículamente fácil. La gente tenía una pésima memoria y él también. Los ocho años de frenético vagabundaje por la Galaxia ahora le parecían no ya como un mal sueño, sino como una película de la tele que hubiera grabado en vídeo y guardado en el fondo de un armarlo sin molestarse en verla. Pero aún le duraba uno de sus efectos: su alegría de haber vuelto. Ahora que la atmósfera de la Tierra se había cerrado de veras sobre su cabeza pensó, erróneamente, que todo lo terrestre le proporcionaba un placer extraordinario. Al ver el plateado destello de las gotas de lluvia, sintió que debía protestar. - Pues a mí me gustan - dijo de pronto -, y por un montón de razones evidentes. Son ligeros y refrescantes. Son chispeantes y le ponen a uno de buen humor. El desconocido lanzó un bufido de desprecio. - Eso es lo que dicen todos - repuso, frunciendo el ceño con aire sombrío en el rincón donde estaba sentado. Era conductor de camión. Arthur lo sabía porque, al conocerse, hizo una observación espontánea: - Soy camionero. Odio conducir cuando llueve. Qué ironía, ¿verdad? Una puñetera ironía. Si aquel comentario tenía un sentido oculto, Arthur no fue capaz de adivinarlo, y se limitó a emitir un gruñidito, afable pero no alentador. Pero el desconocido no se desanimó entonces, y tampoco ahora. - La gente siempre dice lo mismo de los puñeteros chaparrones de abril aseveró -. Tan jodidamente bonitos, tan jodidamente refrescantes, un tiempo tan jodidamente encantador. Se inclinó hacia adelante, torciendo el rostro como si fuese a decir algo extraordinario sobre el gobierno. - Lo que quiero saber - dijo - es que si hace buen tiempo, por qué - casi escupió - no puede ser bueno sin la jodida lluvia? Arthur se dio por vencido. Decidió dejar su café, que estaba demasiado caliente para beberlo de prisa. Y demasiado malo para beberlo frío. - Bueno ¡allá va! - dijo, levantándose -. Hasta luego. Se detuvo en la tienda de la gasolinera, y luego volvió andando por el aparcamiento, procurando disfrutar de la fina lluvia que le caía en el rostro. Observó que hasta había un pálido arco Iris reluciendo sobre las colinas de Devon. Y también le causó placer.

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