Tirano 04

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Christian Cameron

Tirano, el rey del Bósforo

—¿Tienen que morir estos hombres? —preguntó Sátiro. —¡Zeus Sóter, navarco! Se han amotinado contra ti, han intentado matar a Terón y hacerse con uno de nuestros barcos. —Diocles miró a Sátiro a través de sus pobladas cejas y escupió cartílago a la arena—. ¿Tienes planes de ser rey? No soy preceptor como tu espartano, ni atleta como Terón. Benditos sean los dos; son hombres buenos. Ahora bien, si planeas ser rey, van a morir personas. Y tú vas a matarlas. ¿Me sigues? Quizá necesites una lección a ese respecto. O quizá… —El tirio no miró a Sátiro a los ojos—. Quizá no deberías olvidarte de ser rey. Sátiro se detuvo y miró fijamente a su timonel. —Filocles me dijo una vez que los hombres buenos, los hombres verdaderamente buenos, no hacían la guerra ni segaban vidas. —Suspiró—. Y luego dijo que todo parecía diferente visto desde la primera fila de la falange; tanto el bien como el mal. —Sí, señor —dijo Diocles, asintiendo—. Lo he oído comentar. Sonrió con tristeza y dio otro mordisco a su chuleta. —Les habríamos hecho lo mismo a ellos —prosiguió Sátiro—. Si nos hubieran apresado, habríamos hecho lo posible por escapar. —Y yo no me habría retorcido al verme con una espada al cuello, ¿eh, navarco? — Diocles se encogió de hombros. El desdén de su voz era sutil, pero ahí estaba—. Deja que lo haga Apolodoro, si es preciso. Sátiro meneó la cabeza observando a Terón, preguntándose en qué medida iba a perder parte de su estima. —No —dijo. Soltó la correa de la vaina de la espada y siguió caminando adelante, hacia donde los infantes de marina habían conducido a los remeros prisioneros para que se arrodillaran en la playa. Tuvo la impresión de que sus pasos retumbaban en la arena. Notaba cómo se congregaban las Furias. Sátiro pasó revista a sus filas. Varios eran chicos. El resto eran remeros profesionales de espalda encorvada y brazos largos, con el cuello ancho y bien musculados. Unos pocos levantaron la cabeza para mirarle. Ninguno parecía la encarnación del mal ni el sirviente de dioses oscuros, ni nada maligno, fácil y reconfortante que pudiera nombrar. Parecían lo que eran: hombres apaleados, con frío y sin esperanza, arrodillados en una playa, aguardando a morir. La playa entera estaba en silencio. Solo se oía el crepitar de las fogatas en las que ardían ramas de roble, de haya y de abedul que el oleaje había traído desde el norte. Sátiro distinguía el olor del abedul, el olor de las hogueras de su infancia. «¿Si no fuera solo Penélope, sino toda una generación de ellas? ¿No solo una Teax, sino mil?»

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