Alvin maker 01

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blancos, y que tienen mosquetes, caballos, granjas, campos y pueblos como los hay en Pensilvania, Suskwahenny o Nueva Oran-ge. Conocen a los cherriky de los Apalaches y saben que hoy cultivan la tierra y luchan del lado de los rebeldes blancos de Tom Jefferson para que su país sea independiente del rey y de los caballeros. —Tal vez también hayan reparado en el flujo constante de embarcaciones que llegan por el Hio y en las carretas que marchan hacia el oeste, y en los árboles derribados, y en las cabañas de troncos que se construyen... —Admito que tiene parte de razón, reverendo —dijo Soldado de Dios—. Me figuro que los pieles rojas pueden optar por uno de los dos caminos. Por matarnos a todos, o por tratar de asentarse y vivir entre nosotros. Vivir junto a nosotros no les será fácil precisamente: no están acostumbrados a la vida de pueblo, que es el modo natural en que vivimos los hombres blancos. Pero luchar contra nosotros deberá resultarles peor, pues si lo hacen acabarán muertos. Tal vez piensen que si matan hombres blancos podrán disuadir a los demás de venir. No saben lo que ocurre en Europa, ni saben que el sueño de tener tierras propias hará que muchos hombres atraviesen millas y millas para trabajar más duro que nunca antes en su vida, y para enterrar hijos que podrían haber vivido en la tierra natal, y para arriesgarse a que un día un hacha les parta la cabeza y todo porque es mejor ser un hombre independiente que tener que servir a algún señor. Salvo a Nuestro Señor... —¿Y eso es lo que ocurre con usted? —preguntó Thrower—. ¿Lo arriesga todo por tierras? Soldado de Dios miró a su esposa Eleanor y sonrió. Thrower notó que la mujer no le devolvía la sonrisa, pero también advirtió que tenía unos ojos hermosos y profundos, como si conociera secretos que la obligaran a ser grave aun cuando en su corazón sintiera gozo. —No tierras como las que quieren los granjeros. No soy campesino para que lo sepa. Hay otras formas de poseer tierras —repuso Soldado de Dios—. Verá, reverendo Thrower, les doy crédito ahora porque creo en este país. Cuando vienen a comerciar conmigo, hago que me digan los nombres de todos sus vecinos, y trazo mapas rudimentarios de las granjas y arroyos donde viven, y de los caminos y ríos que cruzan durante su trayecto hasta aquí. Hago que lleven las cartas que escriben otros, y escribo cartas para ellos y las embarco hacia el este, con destino a los que han dejado atrás. Sé dónde están todos, y sé todo lo que hay a lo largo de todo el Wobbish superior y de la región del río Ruidoso, y sé cómo llegar hasta allí. El reverendo Thrower sonrió. —En otras palabras, hermano Soldado de Dios, usted es el gobierno. —Digamos que si llega el momento en que sea propicia la constitución de un gobierno, estaré dispuesto a servir —respondió el hombre—. Y en dos años, tres años, cuando lleguen más pobladores y haya quienes comiencen a fabricar otras cosas, como ladrillos, vajilla y herrajes, cajas y toneles, cerveza y queso y forraje, pues bien, ¿adonde cree usted que irán a vender o comprar? A la tienda que les dio crédito cuando sus esposas desesperaban por conseguir una tela con que hacerse un vestido de bonitos colores, o cuando necesitaban una olla de hierro o una estufa con que hacer frente al invierno. Filadelfia Thrower prefirió no mencionar que él era más escéptico respecto a la gratitud o lealtad de la gente para con Soldado de Dios Weaver. Además, pensó Thrower, bien puedo equivocarme. ¿No dijo el Salvador que debíamos arrojar nuestro pan a las aguas? Y aun cuando Soldado de Dios no lograra todos su sueños, habría hecho una buena obra y contribuido a que esta tierra fuese accesible para la civilización. La comida estaba lista. Eleanor sirvió el guisado. Cuando colocó ante él un delicado plato blanco, el reverendo Thrower no pudo evitar una sonrisa.


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