RECUERDOS & AÑORANZAS

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RECUERDOS Y Aテ前RANZAS



RECUERDOS Y Aテ前RANZAS Alfredo Daniel



Este libro que es el resultado de muchos aĂąos de labor estĂĄ dedicado a mis nietas, a mis hijos y sus familias y a todos aquellos amigos que puedan estar interesados en conocer detalles de mi vida, opiniones y pensamientos. AD



Alfredo Daniel nació en Alemania en 1926. Llegó a la Argentina con su familia a los diez años de edad. Creció y se educó en Buenos Aires y egresó como Químico de la Universidad de la Plata. Viajero incansable, curioso por naturaleza, ha recorrido distintos países y conoció otras culturas que contribuyeron a que plasmara en sus escritos historias originales. Su amor por la literatura se vio estimulado en el taller de Silvia Plager y, en los últimos años, en los talleres de lectura de Lamroth Hakol. Ha escrito notas de opinión en diversas revistas culturales y religiosas. Ha dado charlas en centros universitarios. Es autor de dos libros: “Y la flecha va”, cuentos ilustrados, publicado en 1999 y “A quien conmigo va” que fuera premio Letras de Oro, Honorarte, en el año 2004, por su excelente cuento “La correspondencia”. Cumplido el acto formal de este breve currículo, pasaré a hablar de Fred, el amigo en las letras que he tenido el gusto de conocer hace más de diez años y con el que he compartido taller, charlas y encuentros literarios. Fred, detallista pero universal, el correcto y amable caballero, oculta tras su postura estoica y un gran sentido del deber, sentimientos poderosos que lo mueven a comprender el dolor propio y el ajeno. En este libro pensado para su descendencia afloran muchos de sus pensamientos filosóficos y quizás, a través de ellos, descubran al verdadero Fred, amante de la lectura, del teatro, del cine, de la música, de la vida… Con una maravillosa capacidad de asombro, trata de analizar y justificar el mundo que lo rodea. Este libro fue pensado para hijos y nietas, sobre todo porque retuvo una reflexión que hiciera uno de sus hijos: “Qué lástima que no hablé más con Opa…”


La memoria, como bien dijo el Rabino Marshall Meyer, puede ser una prisión que encierra la creatividad del alma humana; puede estar en el dolor y la sangre que fluye por mil latigazos; puede producir una parálisis que nos deje encadenados para siempre a antiguos tormentos, pero la memoria también nos da la posibilidad de atesorar aquellas sonrisas, miradas, hasta lágrimas que constituyen la celebración del pasado. Con esta intención Fred ha completado el presente volumen. Lo he leído con mucho interés, no solo por mi aporte de correctora, sino porque durante ese lapso he podido conocer un poco más al escritor y al amigo íntegro. Martine Tallier

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Las cinco nietas

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Danira

Michelle

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Marina

Lara

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Nicole

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A manera de prólogo

Trataré de volcar en este libro lo que recuerdo de la manera más fidedigna posible. Pero soy consciente de que muchos de los detalles almacenados en la memoria pueden haber sufrido cambios a medida que ha transcurrido el tiempo. Sepan aceptar mis disculpas por ello. Contaré los hechos tal como los recuerdo en este momento. (-Ilya Ehrenburg- Escritor y Periodista ruso) Escuchar, observar, estudiar, pensar y actuar. Esto lo he tratado de seguir de la mejor manera. Además estoy convencido de que lo que no se dice, se registra o se escribe no llega al mundo. Especialmente lo escrito perdura. De muy temprano aprendí el valor de las “pequeñas cosas” de la vida, que por sumatoria pueden alcanzar a ser quizás tan importantes como un gran acontecimiento. La colección de recuerdos que se presentan en este libro ha sido dividida en capítulos que abarcan aquello ocurrido desde mi temprana edad pasando por las distintas épocas de mi vida: los años vividos en Alemania, la emigración a la Argentina, la vida posterior en nuestro país, ofreciendo además detalles sobre abuelos, padres, amigos, estudios, episodios remarcables y varios otros temas. También incluye opiniones mías y hechos importantes a lo largo de estos 85 años. Todo lo reunido en este tomo ha sido escrito en primer lugar para mis queridas y hermosas nietas Danira, Michelle, Marina, Lara y Nicole. Desde ya también desearía que lo lean mis hijos Tomás y Pablo, mis nueras y todos los amigos interesados. He vivido, y esto de por sí significa todo. Por ello les deseo una vida que, aún plena de circunstancias disímiles, sea feliz como la mía.

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Agradezco a aquellas personas que directa o indirectamente han colaborado para la concreci贸n de este libro. Alfredo Daniel Olivos, mayo de 2011

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El legado

No puedo afirmar haber recibido riquezas materiales de mi padre. Pero sí, valores: la posibilidad de entusiasmarme con las cosas buenas que nos llegan todos los días y el deseo de agradecer por las mismas. Recuerdo sus palabras; “Si encuentras un ser agradable, inteligente y de buenas acciones, agradece. Si disfrutas del pan, aprecias el agua que te refresca, gozas del sabor de las frutas, agradece. Si disfrutas de un libro, agradece. No olvides que vivimos en un mundo pletórico de milagros”. Ya a otra edad, muchas veces perdí el deseo de agradecer. Creía que mi padre había visto las cosas de este mundo desde una perspectiva demasiado ideal. Sin embargo, nunca dejaré de agradecer a mi padre el haberme abierto los ojos y sentidos para gozar y apreciar lo bueno de este mundo.

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Familia de Alfredo Daniel

Walter Daniel Padre

1901 Neuwied 1978 Buenos Aires

Anne Lerner Madre

Daniel Daniel

1898 Laschzow 1989 San Miguel

Bisabuelo

1828 Grossmaischeid 1907

Frieda Daniel Tía

Carl Daniel

1896 Neuwied 1907

Abuelo

1866 Giershofen 1948 New York

Caroline Koppel Bisabuela

1836 Herzheim 1913

Kurt Daniel Tío

Laura Schiff

1898 Neuwied 1917

Abuela

1867 Hoechst 1938 Selters

Anna Daniel Tía

1904 Neuwied 2000 New York 24


Michelle Daniel Nieta

1993 Buenos Aires

Alfredo Daniel 1926 Wiesbaden

Tomás Daniel Hijo

1957 San Isidro

Marina Daniel Nieta

1996 Buenos Aires

Eva Ostermann Primera esposa 1929 Col. Liebig 1983 Buenos Aires

Verónica Lesca Nuera

1961 Buenos Aires

Lara Daniel Nieta

2000 Buenos Aires

Judith Grünewald

Pablo Daniel

1938 Buenos Aires

1959 San Isidro

Segunda esposa

Hijo

Nicole Daniel Nieta

2005 Buenos Aires

Anja Firnhaber Margot Daniel Hermana

1929 Wiesbaden

Nuera

1965 Flensburg

Danira A. Daniel Nieta

1990 Boise 25


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PRIMERA PARTE

ALEMANIA 27


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Alfredo, un nombre, mi nombre

Se cree que el niño aprende su nombre antes que el concepto del yo. Asimismo se sabe que el uso del nombre propio es tan antiguo como la humanidad. A la familia nos une el apellido que se pasa de padres a hijos. En cambio a nuestro nombre lo recibimos en forma casi caprichosa, algunas veces por preferencia de moda del momento, otras por recordar a un ser querido, y a veces sólo por una decisión de los padres. La mayoría de los nombres que actualmente conocemos se cree que provienen de la antigüedad. Una prueba de intimidad, amistad y confianza, es que se nos llame más por el nombre. También se suele utilizar inclusive una forma abreviada del nombre. Es una lástima pues muchas veces los nombres elegidos como tales y en su acepción original suenan muy bien, melódicos y hasta distinguen y caracterizan a la persona. Todo niño que nace tiene derecho a un nombre por ley. Inclusive las Naciones Unidas en 1989 han instaurado este derecho universal. Con la celeridad que hoy se vive muy a menudo no se recuerdan los nombres. Para disimularlo se emplean apodos (Corazón, Linda, Gordo, Pibe, Cholo, y otros tantos). No llamar a una persona por su nombre puede significar un acto de desprecio. Se presenta como una especie de devaluación, y se emplea con los “enemigos” o simplemente con aquellos a los que se considera como inferiores. Al pronunciar el nombre se concede a la persona el lugar y el reconocimiento que se merece. Después de llegar a este mundo en Wiesbaden el 1. de febrero de 1926 a las 16 horas, en el hospital de la Cruz Roja, mis padres eligieron

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Fred bebĂŠ aproximadamente a los 8 meses

Fred de chico a los tres aĂąos

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para mi el nombre de Alfredo. Significa “el que busca o promueve la paz” y tambien ” nobleza protectora” y es de origen germánico. Cuando ya de grande le pregunté a mi padre cómo llegaron al mismo lo pensó un rato. Me comentó que si observamos nuestro árbol genealógico hay pocos Alfredo. Y que recordaba que en aquél momento se debió a un homenaje en recuerdo de una persona muy estimada. Comentó que no había sido fácil convencer a abuelos y otros parientes. Los abuelos maternos, de origen polaco y muy creyentes insistieron en nombres bíblicos mientras los otros creían que debían privilegiarse nombres más habituales en la familia. Pero fue Alfred no más. Resulta interesante que mi padre se llamara Walter, nombre también de origen germánico y poco frecuente en nuestro árbol genealógico. Pero nuestro apellido Daniel que significa “Dios es mi juez” es bien bíblico, hebreo del antiguo testamento y sí aparece mucho también como nombre en el árbol. Mi nombre judío es Jochanan y traducido significa “Dios es misericordioso”. La costumbre en realidad es citarlo siempre con el nombre del padre lo que sería Jochanan ben (hijo de) Guedalia.

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Ana

El amor protege.

-¿Dónde estoy? -Hola, soy Ana, tu madre. Hace 7 días nos alegras la vida, mi querido. Yo te voy a proteger y querer. A lo largo del tiempo necesité la protección de Ana, en especial en el año treinta y tres, cuando en el colegio me maltrataban por ser judío. Por suerte Argentina fue nuestra salvación y nuevo hogar. Toda la vida familiar transcurrió ahí y Ana, mi madre, felizmente, nos acompañó por muchos años. Hace poco volví a Wiesbaden y quise ver la casa donde habíamos vivido. Aunque estaba reconstruida, para mí, era la de antes. Sólo al visitar el antiguo colegio, me invadió el miedo. Busqué a mi madre pero ya no estaba. Recuperé la tranquilidad después de retornar a Buenos Aires.

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Ana

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El niño y la pared De los años que trataré de hablar ahora sólo me quedan algunos hechos puntuales que creo haber vivido, aunque tampoco estoy totalmente seguro de ello. Lo básico de esta historia se debe a una cantidad de informaciones recibidas de mis padres, de mi aya Frieda y de haber observado fotos de aquella época. Lo que contaré ocurrió entre 19291932, tendría yo de tres a seis años. Vivíamos entonces en Wiesbaden, a la que pude conocer a conciencia ya de grande, a través de varias visitas más largas. El nombre parece proceder de la antigua Wisibada de la época de Carlomagno (alrededor del año 800). Cuando nací era una ciudad importante de 150000 habitantes y era la capital del estado de Hesse junto al río Rhin. De una arquitectura notable y llamativa, mostraba edificios importantes como la Biblioteca Nacional, el Museo de Bellas Artes, Iglesias góticas, la Oficina Federal de Estadísticas, la oficina Federal de Investigación Criminal, Teatros, además de grandes parques. Por su lujo fue denominada la “Niza del Norte”. Era un centro de reunión balnearia para Europa y aún más allá, y visitada por personas que solían frecuentarla por sus baños calientes (sales y sulfuradas) que los romanos ya usufructuaban en el año 120, para recuperarse de sus males reumáticos, cardíacos y del sistema urinario. La calles y avenidas habían sido diseñadas con un lujo no habitual, con un público exigente que venía en busca de descanso, compras o simplemente para pasarla bien. Sus hoteles, restaurantes y confiterías, representaciones musicales y sitios de expansión eran muy conocidos. Ya en la época en que mis padres se establecieron allí (1925-34) se hablaba de la elegancia del ambiente, de los barrios señoriales y los personajes que habían elegido el lugar para afincarse. Entre ellos se encontraban una cantidad de aristócratas rusos refugiados por causa de la revolución. Todo aquello se traducía en una escala elevada de

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Bismarckring 27 Wiesbaden - En la ventana mi madre y yo (1930)

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precios de alquileres, de la comida y la vida en general. Había tiendas que ofrecían ropa y artículos que rivalizaban con los de Paris en calidad y precios. Mis padres preferían hacer sus compras en Frankfurt, una ciudad muy grande que solo distaba a 30 Km. Allí se podía elegir variedad, calidad y precios normales. Cuando llegué a este mundo vivían mis padres en el número 27 del Bismarck Ring (anillo). El edificio tenía dos plantas de frente neogótico, con grandes frisos. Nosotros vivíamos en el primero, con balcón a la calle. Los frisos me daban miedo por sus figuras de dragones de lenguas bífidas y unos ojos brillantes y amenazadores. En la planta baja funcionaba un correo, y mi padre, que conocía al jefe, me llevó allí muchas veces. Veía montañas de sobres y paquetes con sus inscripciones y estampillas de colores. El jefe solía elegir algunas notables con letras extrañas que, contaba, habían sido enviadas desde países lejanos y exóticos. No sé en base a qué combinación mental creí durante largo tiempo haber aprendido mi primera lección de geografía. Sabía con certeza que Suecia era un enorme país al que se llegaba después de varios días de viaje y que limitaba con una isla llamada Brasil. Mucho de lo que me ha quedado en mente de esos primeros años, lo recibí por relatos de mis padres y de mi aya Frieda. También mis abuelos solían llevarme a pasear y así seguramente se amplió mi universo. Es probable que todo ello haya colaborado a que hiciera una posterior elaboración de mis recuerdos. Y aquí vamos. Se trata de un episodio que se repitió hasta que mi madre se alarmó. Cuando jugaba en mi cuarto, me revolcaba por el piso con mis autitos y, en forma periódica, me acercaba a tres o cuatro lugares de las paredes, lugares donde el revoque había sido dañado vaya uno a saber por qué motivo. Allí precisamente acercaba la cara y metía la lengua, tratando de mojar el lugar con saliva y sentirle el gusto. A los pocos días vino el Dr. Renz. A este doctor yo lo quería mucho y le contesté las preguntas que me hacía. Llamaron al encargado y

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este arregló los huecos con revoque. Y mi madre le agregó al aceite de hígado de bacalao que me daba diariamente, otro líquido blanco que tuve que tomar durante algún tiempo. Más adelante me dijeron que era calcio para fortalecer mis huesos. Tomé el inmundo preparado pensando en la promesa que me había hecho el Dr. Renz, de que si mejoraba ya podría recibir mis salchichas con ensalada de papas. También fue él, quién le recetó a mi hermana una ascensión a una montaña alta para curarse de la tos convulsa, y a mí, para no contagiarme, me hizo dar una serie de pinchazos con espinas de cactus (¿acupuntura?). ¡Y no me enfermé!

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El pancito Como ya dije vivíamos en Wiesbaden (desde 1926 hasta 1933 o 34). Primero en el Bismarck Ring (lugar en el que nací) y más adelante nos mudamos a un apartamento en la Dreiweidenstrasse 10, cerca de la Ringkirche (iglesia). Los sonidos de las campanas de esta iglesia los escuchábamos regularmente. Yo esperaba que sonaran y cuando comencé a ir al colegio solía contar uno, dos, tres, hasta donde había aprendido los números. Todavía tengo en mis oídos las doce campanadas del mediodía. Era el año 1931 o 32. Cerca de casa y en una esquina se encontraba una pequeña panadería. De allí partía un atractivo y tentador aroma a pan fresco que para mí era realmente embriagador. Cuando podía, mi madre me regalaba 1 o 2 Pfennige (centavos), eran unas pequeñas monedas de cobre con la efigie de un señor con larga cabellera y grandes ojos. No tardaba mucho en correr a la panadería a pedir un pancito llamado Wasserweck (pan de agua). Tenía la forma exterior de un ocho y se podía partir por la mitad. El panadero, un hombre alto, de gorro blanco y siempre muy sonriente, ya sabía que me gustaba bien marroncito y casi un poco quemadito (yo creía que tenía un aroma mucho mejor), y me lo elegía con sumo cuidado. Para mí era como un tesoro. Me sentaba en el borde de la vereda frente a casa, debajo de un gran álamo (Weide), lo guardaba bien y, sólo un trocito por vez, lo disfrutaba durante un largo rato. A veces subía a casa y le pedía a mamá que lo cortara por el medio, le pusiera un poco de manteca y unas rodajas de cebolla. La cebolla alemana era muy blanca, olorosa y picaba bien fuerte en los ojos. (En Argentina son más dulces). Disfrutar de este pancito era infinitamente mejor que recibir una golosina. Un gran placer. Todavía hoy día soy un adicto a toda clase de panes, aunque nunca más he encontrado pancitos como los de aquella pequeña panadería en Wiesbaden.

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De bosques, praderas y nubes Tendría yo unos cinco años (1931) y llegan a mi memoria aquellos paseos a los que mi padre solía llevarme ya avanzado el verano. Mientras mi madre, los domingos, muchas veces solía quedarse en casa trabajando en su cocina confeccionando ricas tortas para las visitas que venían por las tardes, mi padre emprendía conmigo lo que llamábamos una excursión. Caminábamos una media hora hasta alcanzar el borde del bosque, y luego tomábamos una senda donde un cartel indicaba: A la pradera dos kilómetros. En los días soleados los rayos de sol se filtraban por entre el follaje y yo saltaba por encima de las sombras que decoraban nuestro camino. Algunas veces mi padre se acercaba a algún árbol grande y le decía: “buen día Sr. Abeto, ¿como está hoy? ¿Ya tiene conos en sus ramas? Pronto, cuando se hayan caído los llevaremos a nuestra casa”. Más adelante volvía a detenerse. Esta vez decía: “Hola Sr. Roble, cómo crecen sus hojas”. Y me mostraba la forma de las mismas. Y también recuerdo al Sr. Abedul al que le decía: “qué blanco esta su tronco” y me hacía tocar su corteza descascarada. A la vuelta yo repetía: “hola Sr. Roble” y entonces mi padre se reía y me corregía: no, como le dices Roble al Abedul, salúdalo bien con su nombre. Y yo pronto aprendía. Cuando salíamos del bosque, comenzaba una pradera de altas hierbas y solíamos descansar en un banco para observar los tallos que se inclinaban con el viento como las olas de nuestro lago. Ondas verdes y amarillas que iban y venían. Muchas veces le decía: Papá, vamos a ver a Jupp. Jupp era el pastor que en ciertas épocas reunía a su rebaño de ovejas para pastar en los alrededores. Iba acompañado por sus perros ovejeros Trixi y Flok que ladraban corriendo a las ovejas que intentaban alejarse demasiado. Jupp era dueño de un carro verde un poco más largo que él, con un techito y dos ruedas. Lo usaba para acostarse y descansar de noche. En otro más pequeño llevaba sus provisiones. Recuerdo que cuidaba unas

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treinta ovejas que ya estaban bastante lanudas. Me permitía acariciar a los perros. A veces nos daba un pequeño concierto con su acordeón, y me encantaba escuchar los acordes finales como una despedida que, más fuertes, volvían como un hermoso eco a nuestros oídos. Otras veces con mi padre nos acostábamos en la hierba, que nos cubría como una cueva verdosa y nos regalaba su rico perfume. Apartando las espigas mi padre decía: “veo una gran nube que vuela despacio y parece una tortuga”. “¿Dónde está?” Y yo la señalaba. Yo, por mi parte, buscaba nubes de formas extrañas para que mi padre las buscara… Otras veces me decía: “ aquella grande que parece una bola de nieve va volando para allá. ¿Adonde va? Llegará a una ciudad que tu conoces, a la que hemos ido varias veces. A ver”. Y así fue como recibí mis primeras lecciones de geografía pasando por Frankfurt, Heidelberg, Stuttgart, Konstanz y hasta países como Suiza, Italia, hasta cruzar el mar y llegar al continente africano. Muchas veces el viaje terminaba pronto, cuando mi padre decía un poco compungido: “qué lástima. Nuestra nube chocó con otra y cayó a la tierra en forma de gotas de lluvia”. Cuando a veces mi madre nos acompañaba, el programa era diferente. Cantábamos mucho y hasta aprendí cánticos a dos voces y también en canon. Después de cantar solíamos saciar la sed con ricos jugos de frambuesas o grosellas que mi madre había llevado en una caramañola. También buscaba frutillas y arándanos silvestres. Una delicia. Cuando llegamos a la Argentina (1936), al principio eché muy de menos aquellos paseos, pero muy pronto descubrí otros entretenimientos. Solíamos ir a una quinta en Los Cardales, o salir en lancha a pasar el día en el Tigre o a Chascomús, para disfrutar los ricos pescados de la laguna.

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Recuerdo de un viaje de Wiesbaden a Kubach Habrá sido por el año 1932. Mi padre debía ir a un pequeño pueblo llamado Kubach al oeste de Wiesbaden, donde vivíamos en ese tiempo. Era por una cobranza de plumas fuentes de Nero Werke, la fábrica del Opa. El día se presentaba soleado y decidió que fuéramos todos en el auto. Mi madre preparó unos panes y llevamos un termo de té con limón. Partimos alrededor de las 10 y luego de un viaje lindo llegamos a la zona de Kubach en una hora y media. Cuando paramos en un cruce con un cartel que indicaba Kubach 4 kilómetros, mi madre tuvo la idea de quedarse allí con mi hermana, para disfrutar el día en un hermoso lugarcito con pasto verde y flores y a la sombra de un pequeño árbol. Esperarían allí nuestro regreso. En pocos minutos arribamos al pueblo y mi padre encontró el negocio de librería que había adquirido las lapiceras. Después de una charla con el dueño emprendimos el retorno. Llegamos al cruce pero no vimos a mi madre ni a mi hermana. Tampoco estaba el cartel. No era el cruce correcto. Ahí comenzó una larga búsqueda para encontrar a nuestra gente. No recuerdo cuántas vueltas dimos, y mi padre se puso bastante nervioso. Finalmente las encontramos. Nosotros, desesperados y ellas, ni siquiera se habían dado cuenta del tiempo transcurrido. Vino muy bien poder disfrutar de los pancitos y del té. Mi padre sólo dijo: -la próxima vez que salgamos juntos, no nos separamos.

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La viuda de arriba En esa misma casa de la Dreiweidenstrasse 10 y un piso encima de nosotros vivía una Señora viuda. Cuando me veía en la escalera siempre me gritaba que me apartara. Un día, por el año 1933, aparecieron dos hombres de la SA (Nazis) con su uniforme pardo y su brazalete con la swástica, en la puerta de nuestro apartamento. Mi madre, que no tenía el mínimo miedo, salió a buscarme. Los dos nazis me acusaron de haber hecho pis en la puerta de la viuda. Fue entonces que apareció ella y se puso a gritar: “este chico judío es un sucio y no se qué otras cosas”. Temblé de miedo. Cuando los de la SA se fueron me puse a llorar y le aseguré a mi mamá que jamás había hecho tal cosa. La cosa terminó bien pero no pude dormir en toda la noche. Durante días y cada vez que veía un hombre con uniforme de la SA, su gorra y su swástica, me escapaba. El episodio caló muy hondo en mí. Tenía sólo 7 años.

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Herida incurable Esto sucedió en Alemania, en 1933, el primer día de clase. Acompañado por mi padre, cruzamos el gran patio del colegio. El edificio de la Hebbel schule semejaba un enorme cuartel gris. En el aula, todos esperamos la llegada del maestro que, veloz, entró con el sonido de la campana. Rubio, de uniforme pardo y con el brazalete de la svástica, el Señor Kowald más que un maestro parecía un militar. Alumnos, ¡a sentarse! ¡Escuchen bien: hoy ustedes comienzan sus estudios. Aprenderán a leer y escribir. Más adelante se les enseñará matemáticas, lenguaje, historia y geografía! Para cultivar el cuerpo habrá muchos ejercicios físicos. Aquí regirá una estricta disciplina. Los que no se adapten, serán castigados. Ahora, asignaré sus pupitres. Contesten afirmativamente cuando lea sus nombres. Daniel y Mayer, sepan que están aquí solamente porque el reglamento aún no ha sido cambiado. Sus pupitres serán los del rincón, en la última fila. En los recreos deben mantenerse separados del resto de los alumnos y no participarán en los ejercicios físicos ni en los coros. Ahora, todos los alumnos deben fijar su vista en este cartel. Repitan conmigo: “Todo comienzo es difícil”. Otra vez, más fuerte. Bien. Aquí tendrán que poner su mejor empeño. Alemania necesita gente instruida y físicamente apta. Nunca olviden que nuestro país es lo más importante en nuestra vida y en el mundo. Cuando volvíamos con Mayer camino a casa, nos dijimos: “Si todo comienzo es difícil, como será lo que sigue”. A Mayer lo asesinaron en un campo de concentración. Yo pude salvarme y gozar de la libertad en un país libre que me brindó alegrías, cultura y trabajo. Casi todos los días cuando mi compañero Mayer y yo nos íbamos a casa, una vez traspasado un portón lateral, nos esperaba un grupo de muchachotes de la HJ (Juventud Hitlerista), de edades entre 17-19

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Hebbel Schule Wiesbaden (actual)

años, con sus uniformes pardos y su cinta con la swástica en el brazo. Nos cercaban y nos insultaban por ser judíos. Después de unas semanas se animaban a más. Nos tiraban al suelo y en una oportunidad, nos obligaron a abrir la boca y nos orinaron dentro. Nunca le contamos nada a nuestros padres de nuestros suplicios. Creímos que ya tenían suficientes problemas. Pero mi padre debe haberse dado cuenta, pues un día, sentado en su auto, nos esperó a la salida de la escuela. Cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, saltó, corrió y alcanzó a uno de los muchachotes, lo encaró y le dio una bofetada. Con tan mala suerte que (mi padre se enteró por un amigo) aquel era el hijo de un importante funcionario del partido Nazi. Papá tuvo que dejar Wiesbaden es misma noche. Viajó a Stuttgart, a la casa de otro amigo. No pudo volver. Al día siguiente vinieron varios funcionarios de uniforme a nuestra casa. Mi madre los recibió muy tranquila y les comentó que papá estaba de viaje y que no sabía con exactitud donde estaba ni cuando volvería. Al poco tiempo y luego de liquidar lo principal en Wiesbaden, nos reencontramos todos en Stuttgart. Allí quedamos hasta 1936, año en que pudimos emigrar a la Argentina. Hasta hoy llevo grabado lo vivido en aquel infierno.

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Mi primera experiencia de ir al cine Vivíamos en Stuttgart, una linda ciudad en el sur de Alemania. Tendría yo 8 o 9 años Un buen día mi madre, muy contenta, me comenta:-conseguí unas entradas para ir al UFA Palast, el cine más importante de la cuidad-. Yo no tenía idea de lo que era ir al cine. El sábado siguiente por la tarde viajamos en el tranvía hasta el centro y bajamos en Schlossplatz (la plaza de castillo), una enorme plaza que era centro de distribución de todas las líneas de tranvía. Desde allí sólo faltaban unas pocas cuadras para llegar al UFA Palast. Este era un gran edificio moderno con muchos ventanales y unos amplios portones de acceso. En el frente se podían ver carteles con fotos e inscripciones. Mi madre me explicó que eran anuncios de las películas que se proyectaban y que las fotos mostraban a los artistas que se presentaban. Tras ponernos en una larga fila que se iba moviendo, llegamos a una escalinata y, una vez subida, nos hicieron entrar en la sala. Había allí filas de asientos y sillones y en el frente se podía ver un gran telón cerrado. Un hombre nos llevó hasta nuestras localidades y en unos minutos se llenó todo el cine. La gente conversaba, se reía y a mí me pareció un enorme murmullo que iba en aumento. De pronto, las luces se fueron apagando y todo quedó a oscuras. Se hizo silencio y se abrió el telón. En una enorme pantalla se podía leer “Haensel y Gretel” y se escuchó una música que cantábamos muchas veces en casa. Conocía este cuento y me gustaba mucho. Y comenzaron a aparecer imágenes, y unas especies de siluetas negras que se movían por toda la superficie de la pantalla como sombras chinescas. En el entusiasmo había comenzado a cantar y saltar en la butaca. Mi madre me calmaba y me hacía callar y sentarme. Pude ver a Haensel y Gretel, sus padres, cómo caminando por el bosque de repente se les apareció la bruja, y me asusté tanto que no quise mirar más. Sólo me

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permitió que hablara con ella en voz muy baja. Ni me di cuenta cómo pasaba el tiempo. Cuando al final todo salió bien y Haensel y Gretel quedaron libres y se juntaron con sus padres hubo aplausos y risas y creo que todos en el cine se pusieron muy contentos. Se fue iluminando la sala y nos levantamos para salir. Llevó un tiempo hasta llegar a la calle. Mi madre había traído un chocolate y me lo comí todo de puro ansioso. Durante la cena le conté a mi padre lo que había visto y después cantamos muchas melodías de la obra. Esa noche creo que soñé con la película y el lunes, en el colegio, le relaté a mis compañeros detalles de mi fantástica experiencia. Nunca más pude ver una obra como esta, hecha toda de siluetas recortadas. Ya de más grande pude informarme sobre la persona que se ocupaba de realizar este tipo de obras. Se llamaba Lotte Reininger. Empezó de muy joven y produjo muchas películas muy hermosas y admiradas. Había desarrollado una técnica muy peculiar. Cortaba las siluetas por partes y cada parte de un personaje estaba hecha de tal forma que unidas se podían mover con facilidad. En una mesa de vidrio iluminada desde abajo colocaba las siluetas que eran negras y corregía cualquier irregularidad. Era perfeccionista. Los fondos también los preparaba y eran intercambiables. Con una máquina fotográfica obtenía una imagen de cada movimiento. Normalmente la labor le llevaba hasta 24 fotos por minuto. Para una película de una hora de duración hacía aproximadamente 10000 fotogramas. Para completar una película desde los títulos hasta el final demoraba casi tres años. Pero ello valía la pena Eran verdaderas obras de arte de una expresividad difícil de igualar. Reininger es considerada aún hoy día una artista completa e inigualable pionera del cine de animación. Trabajó toda su vida muy respetada por sus colegas. Falleció en 1981, después de haber realizado muchísimos trabajos en blanco y negro y también en colores, que aún hoy se guardan como joyas en diferentes museos de cine en Alemania y Estados Unidos.

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Los abuelos Lerner Mis abuelos maternos habían llegado a Alemania dejando a su Polonia nativa después de la primera guerra mundial. Cuando los conocí, vivían en Friedberg, una pequeña ciudad cerca de Frankfurt. Tenían una pequeña zapatería en la Alte Bahnhofstrasse. Vivían en el segundo piso del mismo edificio junto con varias de mis tías. Cuando en 1933 los Nazis tomaron el poder, pronto un grupo de hombres de la SA en uniforme y su distintivo de swástica comenzaron a pararse frente a los negocios judíos repartiendo volantes instando a la población a no comprar en los mismos. A medida que pasaban los meses, la actitud de los hitleristas se hizo más agresiva y llegaron a pintar en las puertas y vidrieras leyendas tales como: ¡negocio judío, no compren aquí! o ¡alemanes no se dejen robar por los judíos! y muchas otras. Los abuelos se vieron forzados a cerrar el negocio, única fuente de ingresos. Habían tenido muchos buenos clientes especialmente de gente sencilla que venían de los pueblos aledaños. Tanto el abuelo como la abuela comenzaron a salir a vender. Cargaban pesadas valijas con zapatos y botas que, con esfuerzo, llevaban a la estación de tren para ir a ofrecer la mercadería en los pueblos cercanos. Mucha gente los conocía y les compraba. Volvían con las últimas luces del día muy cansados pero satisfechos con sus ventas. Y así todos los días con excepción del Schabbat y domingo. Solían llevar su comida kasher (pan, huevos y frutas) y a veces un termo con té negro. Era una tarea agotadora para personas que no estaban acostumbradas a tales esfuerzos. En invierno y con el frío y la nieve sufrían aún más. Cuando llovía, la abuela se quedaba pero el abuelo, arropado con su capa, igual salía a atender a los clientes. Hasta que un día uno de los compradores les dijo: “me han denunciado. Vino el alcalde y me intimó a no comprarles más. No puedo hacerlo. Tengo miedo”. Y así fueron perdiendo cliente tras cliente.

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La familia Lerner (La tía Irma, mi madre Aenne izquierda al lado de mi abuela Recha, tía Rose y el tío Paul

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Abuela Recha Lerner de joven

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foto 18 – El abuelo Bernhard Lerner en Friedberg (1938). En 1940 fue asesinado en Buchenwald

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Un día decidieron no salir más. Nosotros emigramos en 1936. Los abuelos sobrevivieron gracias a las pequeñas ayudas monetarias que los parientes enviaban desde Palestina, Inglaterra y nosotros de la Argentina. Hasta que en 1939 se llevaron al abuelo y lo asesinaron en un campo de concentración de BUCHENWALD (cerca de Weimar) el 17. de enero de 1940. La abuela enfermó de gravedad y más tarde tuvo la fortuna de salir de Alemania en plena guerra para estar con nosotros. Más adelante todavía quiso estar con sus hijas y viajó a Inglaterra donde murió a los 86 años. La recuerdo como una mujer pequeñita, amable, creyente y muy valiente.

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Una impresión y miedo en Friedberg Estando en Friedberg (cerca de Frankfurt) en la casa en que vivían mis abuelos maternos, durante las vacaciones de verano de 1934 pasé unos lindos días. Mis abuelos habían emigrado con la mayoría de sus hijos después de la guerra de 1914-18 desde Polonia a Alemania. Primero vivieron un tiempo en Offenbach y después se establecieron en Friedberg. Vivían en el segundo piso de una casa de viviendas muy modestas en la Bahnhofstrasse, frente a las vías del tren que unía Frankfurt con Kassel. El piso tenía un pequeño balcón de hierro. Una noche me asomé al balcón y pude ver, en la calle paralela a las vías, un grupo de seis o siete Nazis con sus uniformes de la S.A. que hablaban entre ellos y miraban y señalaban hacia el piso de los abuelos. Entré rápido, y a pesar de mi preocupación no dije nada. Cada rato me asomaba para espiar y ver qué hacía esa gente. Después de un tiempo se fueron, pero yo seguí con mucho miedo y sólo dormí un poco durante la noche. Fue una sensación muy fea que recuerdo hasta hoy día. En las siguientes noches me acercaba a la ventana del balcón y me asomaba detrás de las cortinas para observar. Si bien no los volví a ver, me arruinaron las vacaciones.

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Friedberg (Burg) Mi madre con Margot (en cochecito) y yo caminando un poco mas adelante

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Una lección de mi padre-aprender a perder Vivíamos en Stuttgart (la capital Wurtemberg-Baden) en el sur de Alemania. Corría el año 1934. Yo tenía unos ocho años… Concurría a una escuela judía y al mediodía solía retornar a casa después de caminar unas 15 cuadras. Llegaba normalmente alrededor de las doce y media. Habitábamos en un tercer piso de una casa de apartamentos en la Claudiusstrasse. Mi padre solía llegar alrededor de la una menos cuarto, y en una habitación poco amueblada que servía para guardar algunas cosas en desuso, teníamos la costumbre de jugar a la pelota durante unos 15 minutos, hasta que mi madre nos llamaba para el almuerzo. Una de las puertas servía de arco para mi padre y en la pared opuesta, la otra puerta, solía ser mi arco. Corríamos y jugábamos con mucho ímpetu tratando de hacer goles en partidos pactados a seis goles. A mi madre no le gustaban mucho estos partidos que jugábamos con una pelota de trapo amarilla, por el ruido que hacíamos y por los muebles que sufrían y a veces quedaban con marcas. Además solíamos sentarnos a la mesa muy transpirados y extenuados. Yo siempre ganaba porque las pocas veces que perdía me ponía muy mal y lloraba. Un día mi padre me comentó que no tenía más ganas de seguir jugando. Total, me dijo: “siempre ganás vos y no me gusta correr tanto para que siempre tengamos el mismo resultado”. Las próximas semanas no hubo partidos. Yo estaba triste. Me faltaba algo al llegar a casa desde la escuela. Le pedí que siguiéramos jugando. Mi padre dijo que lo pensaría, y un día me sorprendió invitándome a jugar otro partidito. A partir de entonces yo ya no ganaba siempre y lo fuí aceptando. Tuvimos muchos partidos lindos y divertidos. Después, un día, mi padre me comentó: “viste qué bueno es jugar aceptando que gane el mejor. Es fundamental que sepas que lo más importante es divertirse con el juego, no interesa si ganas o pierdes”. A partir de allí creo que aprendí que saber perder es casi tan bueno

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como ganar. En los años siguientes me percaté de qué gran lección me había dado mi padre. Me facilitó mucho la vida al enseñarme que “todos debemos saber perder sin sufrir”.

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Mi amigo Roland y la música En ese edificio de la Claudiusstrasse, un edificio al que recuerdo como de color gris, revocado, de 4 o 5 pisos, debajo nuestro se alojaba la familia del Sr. Friedrich Waechter. El hijo, Roland, de mi edad, está citado en el cuento “Carta de un padre” que va al final de la descripción. La hermana mayor, Margarete era una chica muy bonita. En aquella época habrá tenido 16 años. Por las tardes practicaba en el piano. Creo que ya era una alumna aventajada y tocaba muy bien. Aunque al principio no me llamaba la atención, con el tiempo estas tertulias musicales me atrajeron cada vez más. Mi contacto con la música se había iniciado en la escuela cuando solíamos cantar canciones folklóricas alemanas y también israelíes acompañados por nuestro maestro de canto. A veces éste nos hacía escuchar alguna melodía de Mendelsohn, Schubert o Schumann. En casa no teníamos radio, pero sí una victrola. Estaba sin cuerda pero me gustaba colocarle discos y hacerlos girar con la mano. Más adelante podrán leer el cuento “El gramófono”. Las tertulias de Margarete se hacían cada vez más importantes para mí y me atraían mucho. ¿Cómo hacía para escuchar? Simplemente me acostaba en el piso y pegaba mi oreja lo mejor posible a la superficie del suelo. Al principio fue sobre la alfombra. Más adelante me percaté que levantando la misma y sobre el parquet las cosas iban mejor. Mis padres me dejaban hacer y se reían. Inclusive me solían avisar cuando Margarete comenzaba con sus “conciertos”. Tanto me quedaron grabadas muchas melodías que después pude identificarlas fácilmente. Eran piezas de Chopin, Schubert y Schumann entre otras. Hasta hoy día cuando las escucho en la radio o en conciertos me aparece todo aquello vivido y hasta suelo imaginarme a Margarete sentada al piano. Me vuelve a la memoria un episodio que recuerdo mucho. Estaba jugando con Roland en su pieza, cuando escuché el piano. Le pedí poder ir a la sala para verla tocar. Toda la familia estaba sentada y yo

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fui uno más. Realmente disfruté aquello nota por nota. Cuando me despedí, el padre de Roland me confesó sonriente. “Te observé. Estabas como hechizado y pendiente de la música. Tenías una cara y expresión tan feliz, y hacia el final hasta movías la cabeza tratando de seguir el ritmo. Debes pedir a tus padres que te inscriban el un curso de música”. El estudio de música recién llegó para mí cuando ya habíamos emigrado a la Argentina. Hoy la música ocupa una parte importante en mi vida. Con gran emoción recuerdo aquellos momentos felices en un mundo que quedó involucrado en una enorme guerra catastrófica, y entre tantos también se llevó a Margarete y Roland.

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El gramófono Y llegaron las fiestas. La sorpresa fue el gramófono que mi padre sacó de una enorme caja verde. Y cinco discos. Se estrenó a la noche. Para que funcionara había que darle veinte vueltas a la manivela. Ello sería suficiente para escuchar dos conciertos. Se eligió como estreno la sexta de Beethoven. Se hizo silencio y nos llegaron los primeros compases. Absorto, imaginaba estar en una gran sala de conciertos. Atenuada la luz, podía ver al director erguido frente a la orquesta, que nos hacía recorrer un infinito universo musical. Estas veladas en familia se repetían cada semana. Con la promesa de cuidar el aparato y los discos, me dieron permiso de escuchar música al volver de la escuela. Soñaba y disfrutaba. Pero un día el gramófono no funcionó más. Mi madre comentó que se había dañado el mecanismo y que vendrían pronto para arreglarlo. Me dije: ¿Y ahora qué? Se me ocurrió girar el disco con cuidado, utilizando el dedo. Y así comenzó otra gran aventura. La música se transformaba en una marcha fúnebre cuando lo hacía girar lento o en una tormenta cuando rápido. Era yo el director que disponía de un arsenal de recursos. Me divertía mucho. Hasta hoy, no he olvidado aquél festival de melodías. Cuando ya de grande le comenté todo aquello a un buen amigo, me felicitó, y dijo: -Veo que estoy frente al inventor de los discos de diferentes velocidades 78, 33, 45 y hasta CD. No supe qué contestar. Eso sí. Lo disfruté enormemente.

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El cucharón agujereado -El sábado tendremos invitados a cenar, doce personas entre amigos y conocidos, comentó Mamá. Yo tenía un arreglo con mis padres: ayudar en la puesta de la mesa y quedarme en la reunión hasta las diez. Eso sí, sólo debía hablar cuando se me preguntara. Me gustaban esas veladas, aprendía y a veces, inclusive podía hablar. Y llegó el sábado. Al avanzar la tarde comencé con mi labor: ubicar los cubiertos en la mesa. Y descubrí entonces que el cucharón sopero estaba agujereado. No podía creerlo y se lo comenté a Mamá. Me indicó que usara los cubiertos de plata. Me llevó más tiempo pues debía repasar cada pieza con una franela especial, pero finalmente brillaron y eso le concedió un aire muy festivo a la mesa. La cena fue agradable y rica y hasta pude conversar con Arturo, un amigo de Papá. Me mostró una foto de su nuevo auto, un reluciente Aston Martin ZK IV de compresor, una belleza. Me despedí a las diez. A la mañana siguiente, al ordenar los cubiertos limpios en los correspondientes cajones forrados de terciopelo, tuve la sorpresa: al cucharón de acero lo encontré sin agujero alguno. Llamé a Mamá y muy extrañado se lo comenté. Sonrió y dijo: -vamos hijo, está todo bien. Creo que sabemos que tienes una preferencia por los cubiertos de plata. Estás perdonado. Realmente no supe qué contestar. Volví a sacar el cucharón para cerciorarme. Después le di un abrazo a Mamá y fui a jugar.

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Stuttgart-Habonim La escuela judía de Stuttgart (Hospitalstrasse 36) incluía también actividades durante el fin de semana. Los chicos de 9 y 10 años formaban el grupo junior del grupo de Habonim (Boy Scouts), dirigidos por un guía mayor. Vestíamos uniforme negro (pantalón y campera), camisa gris, zapatos fuertes y llevábamos pañuelo amarillo al cuello. Recibíamos instrucciones de orientación con brújula y estrellas, primeros auxilios y de qué hacer en caso de inundación y tormentas. Se eligió un fin de semana para realizar una primera marcha de entrenamiento. Caminaríamos unos 20 Km hasta llegar a una hostería en la que debíamos pasar la noche. En nuestra mochila traíamos provisiones y llevábamos una cantimplora llena de té con limón. De la escuela nos llevaron con un ómnibus hasta el borde del bosque y comenzamos a marchar. Parábamos a intervalos previstos para comer algo y beber. Al pasar por un alegre riacho de aguas cristalinas pudimos reponer líquido en las cantimploras. Alternábamos canciones en ivrit con algunos ejercicios tales como enviar a 4 compañeros a explorar el terreno y encontrar la mejor senda en el bosque. Por la tarde llegamos a la hostería. Nos habían preparado varias salas con colchonetas y después de un corto descanso disfrutamos de una sopa de arvejas y salchichas con ensalada de papas. Antes de dormir y alrededor de un fogón, cantamos otra vez canciones judías. Después, el guía nos leyó historias sobre Palestina, sobre trabajos de colonización de Kibuzzim y la última gran empresa de secado de los pantanos de Jule. Al día siguiente comenzamos a organizar el regreso. El guía fijó la ruta y marchamos en grupos de seis, cantando en canon. En un alto y mientras estábamos ocupados con nuestro desayuno, escuchamos cánticos. El guía nos alertó y ordenó que nos quedáramos quietos. Al poco tiempo apareció un grupo de la HJ (Juventud Hitleriana) con sus uniformes, banderas y estandartes. Cuando nos vieron, se dispersaron y su jefe les indicó que esperaran. Se acercó

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y con nuestro guía intercambiaron algunas frases. Había tensión. Después se saludaron, el de ellos con el brazo en alto y el nuestro con la mano sobre el corazón. El grupo nazi siguió su marcha. Después de terminar con nuestras provisiones emprendimos el trecho final. Nuestros padres ya nos esperaban en el lugar de encuentro previsto. Fue una experiencia interesante pero al poco tiempo el director de la escuela decidió cancelar los paseos de los Habonim. La situación política se había puesto muy tensa y no quería exponer a los alumnos a experiencias desagradables. De todos modos, después de la Noche de los Cristales en 1938, quedarse en Alemania se hizo extremamente peligroso para todos los judíos. Nosotros felizmente pudimos emigrar.

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Un Zeppelín en Stuttgart Recuerdo el día en que, en la pizarra del edificio en el que habitábamos, apareció un gran cartel que anunciaba lo siguiente: “Alemanes. No se pierdan el fantástico espectáculo de la visita de una de las maravillas de la ciencia aérea y técnica alemana, orgullo de nuestra patria renovada. Vístanse de fiesta, traigan nuestra querida bandera. Será el próximo sábado desde las diez horas”. Además se repartían folletos con una serie de detalles históricos y técnicos que sobrepasaban mis conocimientos. Mis padres no estaban convencidos de permitirme subir a la terraza del edificio de cinco pisos, pero finalmente y por el pedido de mi amigo Roland, aceptaron. El sábado amaneció nublado, pero a media mañana comenzó a verse el sol y una hora después se podía apreciar un increíble cielo azul y una apenas leve brisa del sur. Poco a poco los techos de los edificios se fueron poblando de gente, con sombreros, banderas, largavistas y hasta espejos reflectantes. En el techo de nuestro antiguo edificio de la Claudiusstrasse se habían juntado unas 30 personas. Entre ellas, pude ver un comandante de la SS Fritz Mohr, un acérrimo Nazi, siempre vestido de uniforme negro y que aparentemente sólo podía hablar como si diera órdenes, como si ladrara. Era un hombre de baja estatura, de mirada torva y que nos ignoraba mirando siempre hacia otro lado como si fuéramos delincuentes. De forma agresiva y para que todos escucharan me dijo: “¡Este espectáculo es sólo para buenos alemanes. No cabe aquí un sucio chico judío”! Mi amigo Roland tuvo la idea de ir al edificio de enfrente donde vivía nuestro amigo Franz Bosch y allí pudimos ubicarnos en un buen lugar alto y muy seguro. Pasó una hora y ya se estaba notando una cierta impaciencia en la gente. ¿Vendrá el Zeppelín?

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Casi en forma inesperada y de repente se produjo un concierto de bocinas de autos que, después de unos instantes, cesó por completo. Y llegó el asombro. A lo lejos, se podía divisar un punto plateado que a medida que se acercaba iba transformándose en un gran cigarro que reflejaba los rayos del hermoso sol. Suspendido allí arriba en forma majestuosa y empujado por motores que apenas se percibían, la silueta del dirigible era impresionante. Su estructura, toda de aluminio, llevaba en la cola la swástica con los colores de la bandera de Alemania. Hubo una enorme algarabía, banderas que se agitaban, gritos de asombro y hasta gente bailando. Y ocurrió el milagro. Se apagaron los motores y el majestuoso Zeppelín quedó en el aire como si fuese un truco de magia. Sólo la leve brisa lo movía desplazándolo silencioso por encima de nosotros. Nos quedamos extasiados hasta que, finalmente, sólo se vio un pequeño punto en el firmamento. Un espectáculo para recordar eternamente. Al otro día todos los diarios hablaban de este suceso e ilustraban sus páginas con grandes fotos y loas y alabanzas por una nueva demostración de poder de la técnica e inventiva del hitlerismo. Recuerdo que mi padre, que había leído el folleto, me propuso una buena explicación sobre el desarrollo de la idea y trabajos del Conde Zeppelín. El prototipo se había presentado por el año 1905 y constaba de un armazón metálico rígido recubierto por una tela aluminizada que le daba su forma. Dentro se ubicaron los tanques de gas hidrógeno que lo hacían más liviano que el aire y favorecían el desplazamiento en las alturas. Varios motores adheridos a la estructura en la parte inferior aseguraban un avance a una buena velocidad. Los tripulantes viajaban en una cabina colocada en el medio anterior debajo y cerca de la punta. Cuando llegamos a Buenos Aires en 1936, nos contaron que en junio de 1930 los porteños pudieron ver otro prototipo, el LZ 127. Había llegado después de un vuelo transatlántico y quedó en Campo de Mayo. Llegó a efectuar una serie de demostraciones que encantaron a la muchedumbre. A los pocos días levantó vuelo para partir hacia

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Zeppelin

su próximo destino. Un periodista había relatado este suceso así: “casi coincidiendo con la salida del sol, partió el poderoso Zeppelín. Al pasar por de la Casa Rosada y luego cerca del Congreso, cabeceó varias veces en señal de respeto y saludo de despedida. Luego se le unieron varias escuadrillas de la aviación Militar para acompañarlo un trecho. Desplazaba su sombra sobre las aguas marrones de un Río de la Plata casi sin olas y, confundida con el claroscuro del amanecer, su silueta alargada fue desapareciendo lentamente”. Durante días los porteños no hablaban de otra cosa que de la visita del Zeppelín. Años más tarde el proyecto Zeppelín sucumbió definitivamente cuando, después de un cruce del Atlántico y en el preciso momento de amarre en un aeropuerto norteamericano, el Hindenburg estalló en llamas, llevando mucha gente a la muerte. Es que el gas que utilizaba Alemania era el hidrógeno, muy explosivo y ello fue una de las causas de la desgracia. Más adelante, en los Estados Unidos se armaron otros dirigibles para fines comerciales, de propaganda y aún de vigilancia para sus extensas costas. No hubo otros accidentes. Es que se utilizó un gas no explosivo, el helio, que podía sustituir al hidrógeno sin problemas.

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Vuelo al Bodensee Recuerdo que en una mañana de cielo azul, mi amigo Roland me llamó y me comentó: - Fredi, viene el novio de Margarete (su hermana mayor) y nos quiere llevar al aeródromo de Boeblingen para que veamos su nueva avioneta. Vamos, sería muy lindo ir a verla. El novio, que era aviador, pasó con su auto y nos llevó al aeropuerto. Había varios hangares. Entramos en el más chico y allí, entre otros aeroplanos, pudimos ver la famosa avioneta. Nos comentó que era el modelo más reciente de Klemm. Su color pateado brillaba como una joya. Era monomotor y tenía 2 compartimentos. El tal Kuebler nos pidió que ayudáramos a llevar la avioneta a la pista, se subió y puso el motor en marcha. Luego, dio algunas aceleradas al motor, movió las aletas, y después nos invitó a subir al otro compartimento. Llevó el avión a la pista y la recorrió varias veces. Luego gritó colocándose las antiparras: -¡Vamos a dar una vuelta!- Allí nomás comenzó el carreteo y ya estábamos en el aire. A los pocos minutos todo se veía muy pequeño. Vimos autos, carreteras, pueblos, campos y bosques y a veces pequeños ríos. Sentimos un poco de miedo y también frío. Al poco tiempo Kuebler nos hizo una seña indicando hacia abajo. Escuchamos:- ¡ estamos sobre el Bodensee! Apreciamos una gran extensión plateada que reflejaba el sol. Después de dar una vuelta cerrada, Roland comentó: -estamos volviendo, fijate, ahora el sol está del otro lado. Luego de un aterrizaje muy suave en Boeblingen, el piloto nos felicitó y dijo: -ya pudieron hacer su primer vuelo. Espero que les haya gustado. Recién en Buenos Aires, le conté de esta aventura a mi padre. Me miró largo, movió la cabeza varias veces y... no dijo nada. ¿Que habrá pensado?

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El trío que dejó de existir (Juegos en Stuttgart y algo muy serio) Creo que esto que voy a contar ocurrió durante una mañana de verano del año 1935. Tenía 2 amigos no judíos. Éramos un trío con Roland Waechter y Franz Bosch. Nos veíamos todos los días para jugar, caminar y patinar y esquiar en invierno. Un día Franz me dijo: -Fredi, no puedo jugar más con vos, mi padre me lo prohibió-. Yo me puse muy triste y no entendía nada. El trío dejó de existir. Seguí jugando con Roland pero ya no fue lo mismo. Mucho tiempo después y ya en la Argentina, mi padre me contó una historia que ignoraba. Cuando yo le había mencionado lo de Franz, él se había cruzado al departamento de los Bosch para hablar con el padre de Franz, y el hombre le dijo:-Sr. Daniel, desde hace muchos años soy oficial de policía y ahora he sido transferido a la GESTAPO (Policía Secreta). Usted entenderá que en la época actual y por esta situación, Franz no puede jugar más con su hijo. Luego, en tono de confidencia agregó: “le voy a comentar algo que ruego utilice con la máxima discreción. En la Primera Guerra Mundial fui gravemente herido durante la batalla de Verdun, (allí murieron centenares de miles de soldados). Estaba en el lazareto con una herida de esquirla en el abdomen. Los médicos consideraban que no podía salvarme y fui llevado a la sección de desahuciados. Un tal Dr. Simon, joven médico judío, siguió atendiéndome y ya ve, aquí estoy. Esto no puedo ni quiero olvidarlo. Ahora escuche bien: aquí en Alemania vendrán tiempos muy difíciles para los ciudadanos alemanes de origen judío. Váyase con su familia a otro país lo antes posible. Tómelo muy en serio”. Mi padre ciertamente lo tomó en serio. Habló con parientes y amigos previniéndolos. No todos quisieron hacer caso. Es que es muy duro dejar su país y establecerse en un lugar foráneo. Mi padre sí tomó la decisión con prontitud y emigramos a la Argentina a fines de 1936. Como una conclusión real puedo afirmar que

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debemos nuestra salvaci贸n a un joven m茅dico desconocido para nosotros y que actu贸 en la gran guerra entre 1914-18. 隆Gracias, Dr. Simon, gracias...!

Vista de la casa en Stuttgart (Claudiusstrasse 16) 1935

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Destinos- la salvación Los abuelos paternos Carl Daniel (1866-1948) y Laura Schiff (18681938) tuvieron 4 descendientes. Dos de ellos fallecieron a temprana edad: Frieda de parálisis infantil y Kurt de pulmonía. Quedaron mi tía Aenne que vivió el mayor tiempo en los Estados Unidos y que falleció en 2000 y mi padre, Walter que murió en Buenos Aires en 1978. Mi padre nació en Neuwied (sobre el Rhin). Al terminar la escuela primaria y después de mudarse la familia a Wiesbaden, concluyó el secundario (Gymnasium) en esa ciudad. Cuando se decidió que estudiara ingeniería mecánica se inscribió en la Technische Hochschule (Universidad) de Darmstadt, pero en una división especializada en ingeniería mecánica ligera que quedaba a 50 kilómetros, en la pequeña ciudad de Friedberg. Allí tuvo ocasión de contactarse con otros estudiantes de ascendencia judía (inclusive varios venidos de Polonia y Rusia donde era casi imposible para los judíos asistir a la universidad) y decidieron formar un grupo volcado hacia el Sionismo que se denominó Kadima (Adelante). Trataron de establecer lazos con las familias de la reducida comunidad judía de Friedberg. Una familia modesta de origen polaco también fue de la partida. Los Lerner tenían 4 hijas. Fue así que mi padre y Ana (Chana) Lerner se conocieron, se enamoraron y planearon casarse una vez que mi padre hubiese finalizado sus estudios. Mi abuelo Carl era dueño de una empresa metalúrgica llamada Nero Werke. ¿Habrá sido por ello que una vez terminada la carrera decidió enviar a mi padre a Sudamerica para establecer contactos, con la idea de exportar los productos de la Nero Werke (hojas de afeitar, navajas patentadas, plumas fuentes y otros) a aquél continente? Otra versión sobre el viaje fue que se procuraba el alejamiento de mi padre de Ana. La familia Daniel era una familia de clase media, aburguesada y muy “alemanizada” y posiblemente mis abuelos pensaron que mi padre debía encontrar un mejor partido que aquella “polaquita”.

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Detalles de la cĂŠdula de identidad de Walter Daniel (1924)

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En 1924 mi padre se embarcó en un vapor de la línea Cosulich con destino a Buenos Aires. En aquella época Argentina era un país rico de apenas 10 millones de habitantes, gran exportador de granos y de carne a los principales países del mundo. Mi padre se estableció en el Plaza Hotel. Buenos Aires sumaba en aquella época casi dos millones de habitantes (un 40% de extranjeros). De grandes edificios y calles angostas (no existía Corrientes ancha ni diagonales) ya tenía una línea de subtes (única en Latinoamérica). Los suburbios eran principalmente de casas bajas y sólo se encontraban allí unas pocas industrias. Mi padre comenzó a establecer sus contactos a través de la Cámara de Comercio Alemana, el Banco Aleman Transatlántico, y por avisos en la Deutsche La Plata Zeitung (Tjarks) y el Argentinisches Tageblatt

Detalles de la cédula de identidad de Walter Daniel (1924)

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Detalles de la cĂŠdula de identidad de Walter Daniel (1924)

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(Alemann). No tengo antecedentes sobre todo lo relativo a sus gestiones. Pero surgió una interesante posibilidad. La firma Primus Aktiebolaget BA Hjorth (ahora Bahco) de Suecia, estaba muy interesada en contactar personas para entregarles la representación de sus productos. Debían ser europeos, ingenieros de profesión y comprometerse a establecer oficinas y depósitos en Buenos Aires y otras ciudades del interior. Vaya a saber por qué mi padre no se atrevió a hacerse cargo de este negocio; quizás ignoraba las posibilidades millonarias de dicha empresa. Una empresa que ha vendido millones de calentadores y lámparas Primus. Antes de volverse a Alemania mi padre gestionó una Cédula de Identidad. La tengo todavía y fue milagroso que no se perdiera. Corresponde al No. 754 964 de fecha 15 de abril de 1924. Al poco tiempo de su retorno, mi padre se casó con Ana. Fue el 15 de febrero de 1925 en Wiesbaden. Yo nací el 1 de febrero de 1926. Cuando el oficial de la GESTAPO Bosch en Stuttgart (1935) advirtió a mi padre del enorme peligro que se cernía sobre la comunidad judía alemana (citado en otro capítulo) este había comenzado a moverse en forma inmediata para salir de Alemania. Viajó a Palestina (Protectorado Ingles) con la intención de gestionar allí un Zertifikat (Visa) de inmigración. Por sus antecedentes sionistas los ingleses se lo negaron. Consideraban que no era conveniente recibir inmigrantes que pudiesen promover en forma activa la necesidad de un estado judío. Una vez de vuelta en Alemania viajó a Hamburgo para ir al consulado argentino. Al presentar la cédula argentina de 1924 el cónsul le dijo:-Ingeniero Daniel, Usted puede viajar a la Argentina cuando quiera. Es considerado un “antiguo residente”. Puede llevar a su familia.Esta vez el destino fue LA SALVACIÓN.

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SEGUNDA PARTE

ARGENTINA 75


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Hamburgo, emigración viaje a la Argentina

Ya se habían realizado las reservas y debíamos embarcarnos pronto en Hamburgo. Llegamos unos pocos días antes a esta ciudad y nos instalamos en el City hotel, un antiguo edificio no muy alejado del puerto. Recuerdo que nos alojaron en una enorme habitación, casi tan grande como 3 piezas normales. Mi padre debía ocuparse de diversos trámites. Como no teníamos otra cosa que hacer nuestra madre nos llevó a pasear por la ciudad. Hamburgo nos pareció una metrópoli interesante, con muchos negocios y edificios comerciales. También fuimos al museo del emigrante. Ya nos habíamos habituado a un pequeño restaurante donde solíamos comer una sopa, algún pescado y tomar té. Un día, y caminando por la zona portuaria, encontramos algunos vendedores que vociferaban su mercadería en forma ostensible. Nos acercamos y mi madre dijo: -¡Oh, ananás!- El hombre vendía mercadería averiada a un buen precio. Compramos un ananás y lo llevamos al hotel. Pedimos un cuchillo y un plato y mi madre nos cortó unas suculentas y amarillas rodajas. ¡Qué placer, no podíamos parar! No habíamos conocido antes esta deliciosa fruta. Al día siguiente por la tarde debíamos embarcar. ¿Qué habrán pensado mis padres? Viajar tan lejos para no volver. Para nosotros, los chicos, era una aventura más. Mi padre me había hablado y descrito el vapor Monte Sarmiento como un trasatlántico muy grande y no sé qué idea se había instalado en mi mente pero me imaginaba un barco enorme. Cuando nos acercamos con el taxi recuerdo que dije: ¡pero no es tan grande! Fue allí que recibí una buena bofetada de mi padre, seguramente como consecuencia de su nerviosismo. Es que si lo pienso ahora, estaba todo en

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juego. Un solo problema que se hubiese presentado podría haber sido a la larga de consecuencias funestas. Quedaban todavía controles importantes para poder acceder a bordo. Finalmente salió todo muy bien y pudimos instalarnos en nuestra cabina de 4 cuchetas con su pequeño baño. Luego de zarpar a los sones de una canción popular que decía -adiós mi patria, iré por un mundo lejano, pero siempre he de volvernos encaminamos a nuestra primera cena a bordo. Después, salimos todos a cubierta y pudimos ver la luna y a lo lejos las luces de Cuxhaven. Estábamos en camino.

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Travesía Hamburgo-Buenos Aires (Octubre de 1936) Cuando despertamos en nuestra primera mañana en el buque Monte Sarmiento, recibimos un aviso desde el puente informándonos que navegábamos en el Canal de la Mancha y que pronto veríamos las ciudades de Dover y Le Havre, una a cada lado del buque. El viento soplaba con fuerza y el barco rolaba. Nosotros ya nos habíamos hecho amigos con otros chicos y corríamos por muchas partes del barco. Queríamos ver todo. Las cosas cambiaron cuando llegamos a la zona del Golfo de Vizcaya. El Monte cabeceaba y había que tomarse de los pasamanos. Estaba prohibido salir a cubierta. Fue ahí que por primera vez en mi vida me sentí muy mareado. Una sensación terrible contra la que no se podía hacer nada más que acostarse y, eventualmente, vomitar. Cuando todo pasó mi padre me comentó que yo había llorado y quería bajarme del barco. Pero a los pocos días estaba bien. El barco podía moverse como quisiera, que ya no sentía molestias. Y llegamos a La Coruña, en España, frente al puerto de Galicia. La guerra civil se había desatado el 17 de julio y se notaba mucha intranquilidad en la gente. Quedamos anclados fuera del puerto y se pudo constatar un activo ir y venir de barcazas que traían más y más gente. Familias modestas con poco equipaje que seguramente buscaban huir del conflicto. Quedaron alojados en unas enormes salas en las cubiertas bajas. Según decían, estas albergaban a más de 400 personas. Todo el quehacer del barco fue cambiando. Un episodio similar se pudo ver en el puerto de Vigo, al que llegamos al día siguiente. Nada bueno se percibía en esta parte de España. Unos días después arribamos a Lisboa. Allí pudimos desembarcar y recorrer. Pocos recuerdos me quedaron de esta ciudad. La pude conocer ya de grande y me gustó mucho. Luego, adiós Europa. El Monte Sarmiento enfiló hacia el continente americano. Navegamos por un mar azul, tranquilo, bajo un cielo

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limpio y donde peces voladores saltaban a veces en las cercanías y algunas gaviotas nos seguían. Cuando nos cruzábamos con otras embarcaciones no faltaban los saludos de sirena. Un buen día y por la mañana entramos en la enorme Bahía de Guanabara y se nos apareció la silueta increíble de Río de Janeiro con sus playas enmarcadas por cadenas de montañas. Una sinfonía de colores y a lo lejos el Cristo Redentor y el Pan de Azúcar. Ya se hacía sentir el calor pero estábamos ansiosos por desembarcar y recorrer. Una vez en tierra sólo tuvimos que caminar pocas cuadras para llegar a la pintoresca ciudad antigua. Qué espectáculo. Un hormiguero de gente, vendedores ambulantes que ofrecían de todo y un sonido de fondo que significaba pulso, vida. Nuestro primer contacto con una ciudad tropical. Caminamos por Río Branco, Rua do Ouvidor y otras callecitas que no recuerdo, cuando escuchamos exclamar a mi padre: “¡No puede ser, Mehler, a donde nos venimos a encontrar! ¿Cómo te ha ido?” (Resultó ser el Sr. Mehler, un antiguo conocido de mi padre de Wiesbaden, y del que hacía tiempo no había tenido más señales de vida.) Este nos llevó a comer a un lindo lugar a pocas cuadras de allí que se llamaba…MEHLER. Sí, el era el dueño del restaurante. Qué rico que comimos. (Vale aclarar que la comida del barco era sólo regular y casi nunca recibíamos frutas). Se podrán imaginar que la ensalada de frutas bien fría que comimos de postre fue un enorme manjar. Hasta reconocimos el gusto del ananás que habíamos probado antes de partir en Hamburgo. (Mehler decía Abacaxi). Después nos llevó con su autito por muchos lugares de Río. Corcovado, Lagoa, playa de Copacabana, Pan de Azúcar, Botánico y Zoológico. Pero al fin de la tarde nos teníamos que embarcar nuevamente. Como despedida nos regaló una gran bolsa de frutas. (Nota: cuando comencé a trabajar para Kronos, tuve que viajar muchas veces a Rio. Busqué el Restaurante Mehler y pude saludarlo. Se acordaba de nuestra estadía. Después, cada vez que llegaba a Río lo visitaba y almorzaba allí. Pedía “cousido” una especie de puchero con muchas verduras (una especialidad de la casa) y una suculenta ensalada de frutas. Tomaba Guaraná. Nunca me quiso cobrar. En una oportunidad, en la

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que Río era mi primera escala de un largo viaje, le traje una caja de buen vino. En aquella época el vino se conocía poco en Brasil. Abrimos una botella y brindamos. Obtuvimos una linda foto de aquella ocasión. Cuando murió, su hijo se hizo cargo del renombrado lugar y cada vez que viajaba a Río siempre lo saludaba y me quedaba para almorzar. La próxima parada importante de nuestro viaje a Buenos Aires fue el puerto de Santos, de una actividad inusitada. Tuvimos que esperar varias horas antes de poder atracar. Nos llevaron en un bus hacia Sao Paulo, la mayor ciudad de Brasil. El viaje fue largo y en ascenso y lleno de curvas y contracurvas. Y todo para llegar a una ciudad llena de ruidos y polución. Lo único que recuerdo bien fue una visita a Butantan, un instituto donde se preparaba suero antiofídico. Daba miedo ver las muchas víboras y cómo les extraían el veneno. El viaje de vuelta fue también para asustarse, después supimos que a la ruta la llamaban “Caminho da Morte”. Cuando volvimos al barco, sobre la cubierta anterior habían cargado una gran cantidad de fardos de arpillera con “cachos” de bananas. Estaba prohibido acercarse. Pero nosotros, los chicos, encontramos que aquello era un fantástico laberinto adonde nos podíamos escapar y jugar a las escondidas. Hasta que un día un chico gritó: “¡miren esto!”. Era una enorme araña negra que nos observaba lista para atacar. Desaparecimos al instante. Después supimos que era una araña pollito y que poseía un veneno fuerte, peligroso para el ser humano. La cubierta delantera quedó fuera de nuestra zona de juegos. El desembarco anterior a la llegada a Buenos Aires fue Montevideo. De aquel lugar sólo me quedó un mínimo recuerdo. Salvo de Manuel de Oliveira, un campeón de lucha embarcado en Lisboa, que viajaba con su manager a esa ciudad y que nos regaló fotos autografiadas, donde aparecía con su ancho cinturón de campeón. Durante el viaje era de rigor hacer un bautismo al cruzar el Ecuador. El nuestro se realizó con mucho boato y fue una gran fiesta. Se anotaba aquel que quería. Prepararon una gran tina de madera, un recipiente con jabón de afeitar, una brocha y una enorme navaja de madera. Algunos marineros se vistieron de diablos, otro de dios Nep-

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tuno y otros de ayudantes. El procedimiento era así: había que sentarse al borde de la tina en una banqueta. Uno de los ayudantes enjabonaba al candidato, luego lo rasuraba con la gran navaja y Neptuno, haciendo un gesto circular, decía: “Nos, Neptuno, emperador de los mares y la corte náutica te bautizamos con el nombre de… En el caso mío fue “Seepferd” (Hipocampo) y ahí no más me sumergieron 3 veces hacia atrás en la tina. La banda de música tocaba, la gente aplaudía y yo, después del sofocón puse una cara bastante infeliz, según lo que contó mi padre. Recibí un colorido diploma que todavía conservo. Al finalizar el proceso de bautismo se realizó un baile de disfraces. Esta diversión de la que participaban casi todos realmente nos hizo olvidar por un rato los tiempos aciagos que se vivían. En la librería del barco recuerdo que había un ejemplar de una edición de tapas blandas todo en blanco con un título en rojo que decía: “Sistema de ferrocarriles en la Unión Soviética”. Mostraba unos rieles retorcidos que parecían unidos con tuercas flojas y hasta alambres. Después pensé mucho en esta ilustración cuando los Nazis invadieron Rusia en 1941 y luego de terribles luchas aquel país de los rieles retorcidos derrotó al poderoso ejército del gran Reich, y me dije lo peligroso que podía ser el autoengaño. ¿Por qué se habrá ido de allí? Se preguntó un día en voz alta mi padre, después de oír a un ruso de Odessa (judío) contar en idisch de las maravillas de su país y de las poderosas milicias y que nunca serían vencidas por los Nazis. En ese viaje conocimos a distintas personas. Me hice muy amigo de un chico de apellido Maubach con el que jugaba siempre. Mis padres se encontraban casi todos los días con otros emigrantes como los Kivetz, Grunewald, Lewkowitz, y algunos otros con los que se perdieron contacto una vez llegados por haberse ido a Tres Arroyos y Río Cuarto. A finales de octubre pudimos desembarcar en Buenos Aires y comenzar con una nueva etapa de vida.

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Llegada a la Argentina- Pensión Gallo Recuerdo la llegada a la Dársena Norte en Buenos Aires. Era de mañana, en un día gris. La ciudad me impresionó por sus edificios de 6 a 8 pisos. Solamente aquí y allá se destacaban construcciones altas (el Kavanagh, el Comega, el Barolo.) Demoramos horas antes de poder pisar tierra argentina. Era necesario cumplir con trámites de inmigración y una revisación médica. Después hubo que ubicar el equipaje y, más adelante, pasar por aduana. Cuando finalmente se cumplió con todo, se nos franqueó la esperada entrada al país. Mi padre pudo ubicar al Señor Wolff, su conocido y futuro socio. Nos desplazamos en un taxi grande (Buick o Packard), y luego de pasar por un tramo de la ciudad vieja, llegamos al lugar que sería nuestro hogar por un tiempo. El barrio: San Telmo, la calle: Venezuela y el número 676. Una casa típica de la zona, gris, con altas puertas y ventanas. Con un gesto muy amable nos recibió el dueño de la pensión, el Sr. Gallo. Se hizo cargo del equipaje y ascendimos al primer piso por una amplia escalera de mármol blanco. Allí se encontraba la recepción con un escritorio y un teléfono a horquilla negro, hacia la izquierda el salón comedor con varias mesas y a la derecha una sala de estar con sillones rojos, unas mesitas con diarios, una gran araña y cuadros en las paredes. Después de trasponer un pequeño corredor se llegaba a un gran patio con una galería cubierta todo en derredor. Desde allí se accedía a las habitaciones, traspasando una puerta alta y su correspondiente persiana de madera. Creo que había 12 habitaciones. A mi hermana y a mí nos tocó una de 2 camas turcas, un ropero de 3 cuerpos que en la puerta del medio tenía un espejo rajado, y unas banquetas pintadas de blanco. Recuerdo el baño de cielorraso alto, su ducha y una pared de azulejos de vidrio rosado, una pileta y el botiquín de un cuerpo con espejito. Poco a poco íbamos ubicándonos en la pensión. El alquiler incluía todas las comidas. Para el desayuno nos daban pan francés tostado con manteca y dulce de leche (que no conocíamos y era riquísimo), dulce

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de naranjas, café, té con leche. También llegamos a probar el mate cocido que nos sabía un poco amargo pero que más adelante lo tomábamos bien frío para calmar la sed. Al mediodía lo habitual era una sopa caliente con cabellos de ángel seguida por un bife a caballo con papas fritas y un poco de lechuga. Para postre, una fruta (pera o manzana) o un riquísimo flan con dulce. Nunca faltaba un potecito con trozos de hielo y al final el cafecito. Conocimos la soda (sifón) que no habíamos visto antes. A la noche se repetía el mismo menú con pequeñas variantes. Como no estábamos acostumbrados a comer comida caliente a la noche, mi padre y con dificultades idiomáticas, le pidió al Sr. Gallo si no sería posible de recibir una cena fría. A la noche siguiente esto se cumplió: nos sirvieron todo frío; la sopa, el bife y todo lo demás. Para no ofender nos forzamos a comer aunque fuese una parte. Realmente no resultó agradable. Mi padre muy pronto le pidió al Sr. Gallo que volviéramos a la modalidad anterior. El Sr. Gallo nos presentó a la Señora Gallo, una dama de modales muy suaves (lo contrario del Sr. Gallo), de profesión maestra. Viajaba todos los días a Villa Urquiza, donde, de mañana, atendía el quinto grado de una escuela. El hijo, Julio, tenía diez años como yo y fue mi primer amigo y compañero de juegos. Me enseñó muchas palabras: pibe, amigo, jugar, vamos a comer, salimos a la calle…. No resultó demasiado difícil hacerme de un vocabulario. En un momento sin embargo tuve una primera duda. Había traído desde Alemania unos autitos de metal fundido (Mercedes Benz y Auto Unión) que se hacían correr empujándolos con fuerza. Ganaba el que lograba mayor velocidad y llegaba más lejos. Para ello era necesario lubricar ruedas y ejes. Esto se conseguía usando un escarbadientes y gotas de aceite. Cuando le pedí a Julio Oel u oil no entendió. Le mostré un frasco en la mesa y exclamó: ¡aceite! La palabra me resultó tan extraña que pregunté varias veces. Mi mente demoró unos días en aceptar esta palabra. También conocimos a otra gente que vivía en lo de Gallo. Un señor

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mayor de apellido Salas (era de Salta), de cabello muy blanco y de tez cetrina. Sonreía siempre y se pasaba el tiempo sentado en un sillón leyendo diarios. Con él estaba una chica joven que lo atendía y que según contaba Julio, era una india también de Salta. Le cebaba mate continuamente y siempre preguntaba: ¿necesita alguna cosa Don Salas? Y también usaba la frase: “mande por favor”. Vivían allí también dos señoras que eran hermanas venidas desde Córdoba. Una de ellas tenía una criatura. Se notaba que estaban interesadas en conocer al Sr. Wolff (futuro socio de mi padre), que también se había mudado a lo de Gallo. Sin embargo, éste se abstuvo de invitarlas y hasta trataba de evitarlas. El Sr. Gallo le había advertido que las damas estaban ansiosas de encontrar compañía. A los pocos días de nuestro arribo mi hermana y yo amanecimos con muchas ronchas rojas. Creíamos que eran picaduras de mosquitos y mi madre consiguió espirales para la noche. Pero las ronchas seguían. El Sr. Gallo nos dijo que tenía la solución. A la mañana apareció con un artefacto que producía una llama azul. Nos dijo que era una lámpara de soldar. Colocó las camas de canto y les fue pasando la llama por flejes y elásticos hasta que se pusieron rojos. Todo ello demoró menos de una hora. Además trajo otros colchones. Fue así que se terminó el episodio de las “Chinches”. Huelga decir que nunca habíamos oído hablar de estos bichitos.

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En San Telmo Allí muy pronto me hice amigo de Julio, el único hijo de la familia Gallo, un chico de mi edad (10 años). Con él aprendí a hablar castellano muy pronto. Además me llevaba día tras día por calles y negocios, y así fue como conocí a los diferentes comerciantes como así también a sus amigos. Para le época de vacaciones de 1937, casi nunca paraba en casa y nos hicimos muy compinches. Muy pronto me sentí integrado en el grupito de chicos de los alrededores y pude conocer sus casas, padres y hermanos. Me habían obsequiado mate, masas con dulce de leche, pizza, y todas estas cosas ricas desconocidas para mí de cuando vivía en Alemania. Me llamaban Daniel en todas partes y era el único Daniel del grupo. A veces también me decían Otto. Para ellos Otto era sinónimo de alemán, por mi origen. Un día Julio me dijo: “che Otto, ésta tarde vamos con los muchachos al cine. A la vuelta, en la calle Piedras, hay un pequeño biógrafo y dan una de guerra. Empieza a las dos de la tarde. Nos encontramos allí a las dos menos cuarto”. Cuando llegué ya estaban los muchachos y nos pusimos en la pequeña fila que se había formado. Julio me dijo: “quédate conmigo y estate atento. Seguime en todo lo que yo hago”. No entendía mucho pero hice caso. Poco antes de las dos se abrieron las puertas y unos acomodadores de uniforme comenzaron a dejar pasar a la gente, previo control de boletos. Cuando faltaban unos pocos pasos, Julio se dio vuelta y les hizo una seña a los del grupo. Alguien gritó de atrás: !aura! y empezamos a atropellar a los acomodadores con Julio a la cabeza, mientras todos los del grupo nos seguían. Los acomodadores y la gente quedaron apabullados y asombrados y no atinaron a hacer nada. Ya en la sala nos distribuimos por diferentes filas y nos sentamos bien al medio y lejos de las puntas de banco. Después entendí el porqué. Varios empleados del cine empezaron a recorrer los pasillos tratando de reconocer a los “atropelladores”. Hasta llegaron a pedirles entradas a muchas personas pero más bien a los que se senta-

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ban cerca de las puntas de banco. Yo estaba allí y temblaba de miedo sintiéndome culpable. Pero cuando finalmente se apagaron las luces y comenzó la proyección cesaron en su búsqueda. Entonces me di cuenta de que había formado parte de un operativo “frío y perfectamente calculado”. Y eso a los 10 años era toda una hazaña. La película tenía por título: “BAJO DOS BANDERAS” (*). Hablaban en inglés pero por suerte abajo estaba escrito en español lo que decían los personajes. Había estado poco en el cine, sólo en dos oportunidades en Alemania, cuando me llevó mi madre. Me pareció maravillosa. Mucha acción y aventuras. De un lado estaban los “buenos”, los de la Legión extranjera con lindos uniformes, fusiles relucientes y un gran cañón y los dirigía un jefe decidido y exigente. Del otro lado estaban los “malos” (árabes bereberes) vestidos con turbantes y túnicas. Llevaban viejas armas y montaban en forma muy desordenada sobre caballos que relinchaban continuamente o sobre camellos. Solían esconderse detrás de las colinas del desierto y atacaban a traición. Así casi todo el tiempo hasta que finalmente los “malos” huyeron y los “buenos” quedaron triunfantes. También actuaban dos mujeres, una de ellas con flequillo sobre la frente y vestida un poco como los soldados y la otra, una señora alta muy bien trajeada. Algunos de los soldados se les acercaban y trataban de abrazarlas y robarles besos. Me gustó el final: por la gran victoria se organizó una velada especial. Primero un desfile en uniformes de gala. Vino un general muy condecorado. Mientras se ejecutaba una marcha, los soldados marcharon por la plaza y les entregaron premios a los más valientes. Finalmente comenzó un baile. El general bailó casi todo el tiempo con la señora alta, y la chica de flequillo con uno de los soldados, también condecorado, después se fueron caminando lentamente por los jardines y en un rincón oscuro se abrazaron, se besaron mucho y por largo tiempo y desaparecieron. El espectáculo me pareció muy bueno. A la noche le conté a mi padre que había ido al cine y de la picardía

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que usamos para entrar sin pagar. Me miró muy serio y sólo dijo “¡esto está muy mal! No lo debes hacer nunca más”. Por un tiempo no me dejaron ir al cine. Después pude recomenzar mis idas, pero cada vez pagaba mi entrada que costaba 20 centavos y me permitía ver tres películas. Recuerdo haber visto muchas en San Telmo. Cuando nos mudamos a Belgrano solía ir al Ideal Monroe que quedaba a poca distancia del Hospital Pirovano. Allí también daban funciones de tres películas, algunas en episodios semanales. Traían filmes hablados y cantados en alemán y a los que muchas veces me acompañaban mis padres. Después del comienzo de la guerra (1939), el Sr. Wagenpfeil que era el dueño del cine, se afilió al partido nazi y solía traer películas del régimen, de neto corte antirruso y muchas antisemitas. En 1944 y ante la segura derrota del régimen criminal de Hitler, el cine cerró y ahora hay allí un edificio de departamentos. (*) Filme: BAJO DOS BANDERAS Año: 1936 País: USA Director: Frank Lloyd. Intérpretes: Ronald Colman, Claudette Colbert, Victor Mc Laglen, Rosalind Russel, Nigel Bruce y John Carradine. Argumento: basada en una novela inglesa, relata las aventuras en la Legión Extranjera, con sus secuelas de luchas, intrigas y amores varios. La guerra y el amor siempre se han llevado bien y si la historia reúne a varios formidables actores y actrices con fondo de la Legión Extranjera, árabes revoltosos, desiertos, fuertes a defender, muchas luchas y un happy end, el resultado casi siempre satisfactorio. Dura una hora y media.

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Pensión Gallo- Salidas varias A medida que pasaban los días ya se notaba la llegada del verano. Mucho sol y calor. Mi padre salía temprano con el Sr. Wolff. Estaban en tratativas para establecer un negocio. El Sr. Gallo nos indicó un poco por donde podríamos desplazarnos en la zona de San Telmo y por donde ir para ver comercios. Con mi madre caminamos por la calle Perú hacia Rivadavia y allí nos adentramos por Florida, que era la continuación de Perú. Una hermosa y lujosa calle. ¡Como gozamos de los paseos: de mirar las vidrieras de Casa Tow, Gath y Chaves, Harrods, y entrar en la galería Güemes, con sus pequeños negocios! Poco a poco fuimos extendiendo el radio hasta llegar a la gran plaza San Martín. Allí mi madre tenía su banco favorito y conoció a la Señora Weil, otra inmigrante de Munich que había llegado con su marido un año antes. Mi hermana y yo corríamos por todas partes, íbamos a los juegos y hacíamos amistades con otros chicos. Mi madre ya había ubicado la fiambrería Austria que le indicara la Señora Weil y, antes de salir a pasear, preparaba en la pieza unos ricos panes que devorábamos en la plaza. Más adelante, y yendo en otra dirección y un poco más distante, conocimos el parque Lezama, desde donde se podía ver el Río de la Plata, a lo lejos. A mi me gustaba el estanque. Venían muchos chicos con sus barcos y veleros y se corrían verdaderas regatas. Mi padre, siempre original, me trajo un pequeño submarino gris de chapa. Funcionaba a cuerda y desaparecía bajo la superficie y al rato volvía a aparecer. Un espectáculo que fue juntando a muchos chicos curiosos por ver ese milagro. Hasta que un día, seguramente por no haberle dado suficiente cuerda, mi submarino se quedó flotando en un lugar alejado del borde. Mi desesperación fue grande, hasta que un muchacho se quitó zapatos y medias, se arremangó los pantalones y se metió en el agua. Cuando me trajo mi barquito no supe cómo agradecerle, y cuando

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llegó el guardián y lo retó, me sentí muy mal. Mi padre me prohibió desde entonces llevarlo al estanque y el submarino quedó en casa, a la espera de una bañera. La máxima experiencia fue cuando, un sábado el matrimonio Gallo nos invitó a todos a Palermo y pudimos visitar el Zoológico (al que volvimos después muchas veces) y el Rosedal. De ello se habló durante semanas.

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En Belgrano Después de unos meses en la pensión en San Telmo, mi padre alquiló un pequeño chalet en Belgrano (Estomba 1870, casi Sucre). Esta casa le pertenecía a un Sr. Niebuhr, integrante de una familia alemana llegada a la Argentina en 1860. Constaba de una planta con tres dormitorios y living comedor, dos baños, una cocina espaciosa y le habían agregado en la parte posterior un pequeño departamento con dormitorio, living, cocina y baño. Además la casa estaba ubicada de tal forma que la rodeaba un jardín abarcando el frente, un costado y la parte posterior. ¡Qué cambio con respecto a San Telmo! También a nosotros nos cambió la vida. Muy pronto mi madre notó que lo que necesitaba de alimentos era provisto a domicilio. El lechero, (Santa Brígida) pasaba todos los días. Venía en un carro de 4 ruedas de goma tirado por un caballo (El Rulo). Los días que llegaba después del mediodía y ya habíamos retornado de la escuela, yo me subía al cabestrante y el hombre me daba las riendas y me dejaba conducir por 2 cuadras, paradas incluidas. A media mañana aparecía el verdulero con su carro bien surtido y mi madre elegía las verduras y frutas más hermosas. Fue así que pudimos degustar algunas que no conocíamos cuando vivíamos en Alemania como: granadas, nísperos, melones de todo tipo, piñas y mamones. También entre las verduras había muchas autóctonas, en cambio faltaban salsifíes, coles de Bruselas y espárragos. No traía tampoco los frutos del bosque, pero pronto mi padre descubrió avisos en el Argentinisches Tageblatt de fruticultores de Rio Negro que ofrecían moras, arándanos, grosellas, fresas, frambuesas, uva espina, cassis y los enviaban por cajas. Muy a menudo pasaban vendedores ambulantes ofreciendo frutas de la estación a precios muy convenientes. Recuerdo que uno voceaba: ¡banana del cacho a 5 la docena! Pasaba un pescador una vez por semana que traía principalmente merluza y pejerrey. También recibíamos las barras de hielo para nuestra peque-

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Vista de la casa en Belgrano (Estomba 1870) en la que vivimos desde 1937 hasta 1940

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ña heladera. Las cosas de almacén las iba a buscar yo a una sucursal de una cadena grande llamada GDA (Grandes Despensas Argentinas) ubicada en la esquina de Melián y Pampa, donde mi madre me mandaba con una lista. La carne y los pollos eran de un mercadito kasher en la calle Monroe, cerca de Cabildo. Las salchichas y los fiambres los repartía semanalmente un señor Edelmuth que había comenzado a trabajar en un pequeño frigorífico en Mataderos. El pan lo recibíamos diariamente traído por el Sr. Strauss con un triciclo. Era pan gris, de centeno, con kummel, cuadrados, alargados, tipo zeppelín, muy europeos, y los viernes solía traer trenzas con amapola. Es que las panaderías de la zona sólo ofrecían pan blanco tipo francés, pan de leche y casi todo en base a harina blanca. Para la época de Pesaj, aparecía el Sr. Wertheimer que nos traía matzá y harina de matzá. En el barrio había toda clase de negocios: ferreterías, papelerías, lecherías y mercerías. Para las compras de zapatos, ropa, telas y lo demás, íbamos a la calle Cabildo. Era un lindo paseo de unas 20 cuadras y allí realmente se encontraba de todo. Hasta existían algunas galerías. Como una novedad vimos que Cabildo estaba cubierto con unos adoquines de madera dura (quebracho) y el tránsito se desarrollaba en forma bastante silenciosa, salvo los tranvías, que aturdían con sus chirridos y campanillas. Para comprar en tiendas grandes era necesario viajar al centro. En la calle Florida estaban Harrods, Gath y Chaves y Albion House. También teníamos nuestros mendigos regulares. Mi madre nunca les daba dinero, pero nadie se iba sin alguna ropa usada o algo para comer. Un día nos enteramos de que usaban la columna de la puerta de entrada para dejar unos signos en un idioma que sólo ellos conocían. Allí explicaban a sus amigos qué cosas se podían esperar en esa casa. Mi padre trabajaba en la capital (Córdoba esq. Pasteur- Firma CADAC). Viajaba en por tren desde Belgrano R, que estaba a 10 cuadras de casa, de allí combinaba con el subte, que en 35 minutos lo llevaba a destino, o con el tranvía 96 que se podía abordar a 4 cuadras de casa, pero que demoraba más de 1 hora. Nosotros (mi hermana y yo) íbamos al colegio Pestalozzi en Zapiola y Pino y más adelante, en Freire entre Pampa y Sucre. Una caminata de 10 minutos.

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Encuentro con amigos del Monte Sarmiento (1936) Mis padres habían hecho buena amistad con varias familias de emigrantes embarcados en Hamburgo con destino a Buenos Aires. Deseo recordar especialmente a dos familias con las que se profundizaron los contactos una vez llegados a destino, y los encuentros y reuniones se extendieron durante años. Familia Kivetz. Habían nacido en Alemania pero eran de ascendencia polaca. El Sr. Kivetz llegó a la Argentina por un pariente establecido en Bs. Aires desde hacía muchos años y que se encontraba en buena posición económica, con negocios de moda femenina situados en la Avda. Sta. Fé (Maison Klinger). Cuando los visitamos por vez primera vivían en una casa antigua en la calle Rocamora, casi en la esquina de Río de Janeiro (hoy Estado de Israel). Desde nuestra casa en Belgrano el viaje con el tranvía 96 era bastante extenso. Llegábamos hasta Córdoba y Río de Janeiro, después de casi 40 minutos de viaje y después de descender aún teníamos un buen trecho de caminata por esta última. Los Kivetz tenían 2 hijas, Sonia, de mi edad y Vera, de la edad de mi hermana. Solíamos jugar pero me aburría pronto pues eran mayormente juegos de chicas. Entonces me acercaba a la mesa de los mayores donde los temas me interesaban algo más. El Señor Kivetz comentaba que a la semana de llegar ya había tenido su primer trabajo. La empresa se llamaba Bunge y Born y aunque la labor no le interesaba mucho el sueldo era satisfactorio. Debía subir a los barcos de carga de granos y, con una herramienta especial parecida a una cuchara larga y filosa, procuraba extraer muestras de los productos de la bolsas de yute que se despachaban. Según él se guardaban para control de calidad. De cada partida de cien toneladas debía extraer alrededor de 50 muestras. Contó de sus contactos en el ambiente portuario desconocido para él

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y de sus precarias conversaciones con los trabajadores. Ellos hablaban abiertamente de sus problemas. Apenas podían vivir con la paga que percibían (por hora). Trabajaban hasta 10 horas por día y cobraban alrededor de 60 pesos por mes. Con esto debían hacer frente a todos sus gastos. Comer, viajar (tranvía obrero 5 centavos por viaje) procurar la vestimenta para la familia y todo lo demás. Vivían mayormente en los suburbios del Sur, Lanús, Barracas, Sarandí y hasta Berazategui, en pequeñas viviendas, en barrios de calles de tierra que se transformaban en lodazal después de cada lluvia. Solían tener muchos chicos con una “compañera”. Eso sí, comían bien: carne todos los días (asadito) y el Sr. Kivetz pronto se fue acostumbrando a la dieta de ellos acompañada de pan francés, algo de ensalada y un vino muy económico y desde ya, mucho mate. Se llevaba bien con ellos. Decía que eran gente sencilla y solidaria y además amigable y dadivosa. No existían sindicatos y para llegar a obtener mejoras en sus ingresos debían luchar mucho. Los capataces que se sentían importantes, defendían a la patronal. Más adelante, el Señor Kivetz cambió de trabajo. Entró en la cadena de negocios de su pariente. Después de algunos años, y por cierto desconozco los motivos, las visitas mutuas se fueron espaciando y más adelante cesaron del todo. Familia Grunewald. Cuando los visitamos por primera vez, vivían en una antigua casa de departamentos en la calle Fraga (contrafrente), cerca de Chacarita. Para nosotros un viaje relativamente corto en colectivo desde Estomba y Sucre. El Senor Grünewald era mayor que mi padre. No coincidían en sus ideas políticas referentes al futuro del judaísmo. Mi padre ya desde joven estaba enrolado en el Sionismo y tenía la esperanza de que Palestina algún día sería el Hogar del Pueblo Judío. El Señor Grünewald pertenecía al grupo RJF (reunión de ex soldados judíos de la primera guerra mundial 14-18) de tendencia fuertemente conservadora. Para ellos lo primero era Alemania y nunca pudieron entender realmente qué había ocurrido y por qué con la llegada de Hitler tuvieron que

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alejarse de su querida Alemania. El Señor Grünewald era contable y muy pronto obtuvo su trabajo en la gran empresa Bunge y Born. La Señora Grünewald, una hermosa mujer muy elegante, pelirroja, pronto comenzó a frecuentar círculos de damas donde se jugaba al Bridge. Tenían 3 hijas. Eran bastante mayores. La menor, Ruth, una muy hermosa chica, era lisiada y arrastraba su pierna izquierda. Siempre fue amable con mi hermana y conmigo, nos contaba de su ciudad, sus estudios y nos prestaba libros interesantes. De joven se casó con el Señor Gerardo Uhlfelder (pelirrojo), una persona estudiosa y muy entendido en música. Sabiendo que me gustaba la música me invitaron varias veces a su departamento en el centro y así pude conocer directores como Fritz Busch, Erich Kleiber tambien a Otto Erhardt, a cantantes como Nicolás Rossi- Lemeni, Lidia Kindermann, Delia Rigal, Victor de Narke, Antón Dermota, Angel Matiello, al compositor Aaron Copland y a Margarita Wallmann entre otros. Es que el Sr. Uhlfelder era el dueño de una empresa musical “Conciertos Gerard” que contrataba músicos para actuar en Buenos Aires (en el Colón, el Teatro Argentino y otros). Debo admitir que pude aprender bastante en aquellas visitas. También los contactos con la familia Grünewald se fueron espaciando y luego cesaron. Pero aparecieron muchos nuevos conocidos en la nuestra vida en Buenos Aires.

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Primera tentativa de negocio de mi padre en Argentina Ya antes de viajar a la Argentina mi padre había entrado en tratativas con el Señor Guenther Wolff, un judío alemán (con estudios de medicina sin terminar en Alemania) pero que vivía en Italia con su familia adonde había emigrado poco después de 1933. Wolff había viajado a Buenos Aires poco antes que nosotros, en 1936 y también fue el que preparó nuestra estadía en la pensión Gallo, en San Telmo. Cuando nos mudamos a Belgrano a principios de 1937 Wolff ocupó una habitación en la casa. Con mi padre estaban a la expectativa de comenzar alguna actividad lucrativa y muy pronto creyeron encontrar algo que les pareció interesante. Un Sr. de origen húngaro de apellido Popper, que vivía en Paranacito (Entre Ríos) ofrecía en venta una patente de equipos y asesoramiento de pulverizadores. ¿Para qué servían estos pulverizadores? Según Popper, fueron pensados y ensayados para tratar plantas, animales, establos, casas, fábricas, con soluciones desinfectantes, desodorantes y abonos. También podían ser utilizados para aplicar pinturas y barnices o dispersar cualquier producto en estado líquido. El equipo portátil constaba de un tanque de aire de unos 15 litros de capacidad. Se le daba presión con una bomba infladora manual incorporada y llevaba un recipiente separado de 1 litro en el que se colocaba la solución a pulverizar. El Sr. Popper viajó a Buenos Aires y trajo 20 equipos. Se quedó una semana para enseñar a los nuevos dueños todo lo relativo a poner a punto y utilizar los equipos. Luego viajó con mi padre y Wolff en su camioneta para la primera gira de ventas. Por lo que recuerdo fueron a la zona frutícola-hortícola del delta del Tigre para convencer a la gente de su uso como propelente de abonos foliares, plaguicidas e insecticidas. Volvieron conformes pues, después de dos días habían vendido cin-

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co equipos. Prepararon más unidades y viajaron a San Pedro, Baradero y, más adelante, a las zonas del sur y oeste cercanas a Buenos Aires. Los tiempos eran difíciles y si bien lograron colocar varios pulverizadores, muchos floricultores y horticultores habían resuelto la aplicación con medios primitivos de menor costo. Llegaron a vender más de cien equipos pero en un balance realizado después de un tiempo, concluyeron que dos socios no podían vivir con los ingresos que se obtenían con este tipo de actividad. Después de 6 meses abandonaron el negocio de los pulverizadores y establecieron una firma denominada CADAC (Compañía Argentina de Aparatos Curativos) con negocio en la esquina de Córdoba y Pasteur, orientado a la medicina. De a poco lograron representaciones de los más variados equipos: Rayos X (Fisher X-Ray) Rayos ultravioletas e infrarrojos (Hanau), camillas, instrumental y otros equipos auxiliares. El negocio se desarrolló lentamente y a satisfacción de los socios. Aún hoy existe la firma (después de cambiar de dueños repetidas veces.)

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Amalia En 1938, para poder solventar el alquiler del chalet (que en aquella época era de $ 140 pesos por mes), mi madre le subalquilaba habitaciones a otros inmigrantes, mayormente hombres solos. Ella se ocupaba de todo, inclusive de preparar una rica comida para los inquilinos: Gerson, Wolff (Erich), Wolff (Guenther) que era el socio de mi padre, Heinrich, (el padre de Annemarie Heinrich, la fotógrafa). Más adelante se le alquiló el diminuto piso de arriba, que tenía también baño y una pequeña cocina, al matrimonio Frimer, y posteriormente a unos Boers, gente mayor (Sud Africa), cuya hija pagaba el alquiler. Entre las compras, la limpieza, el lavado, la cocina y el jardín, por la noche mi madre quedaba agotada. Necesitaba una ayuda. Por recomendación de vecinos se tomó una chica. Era gordita, de piel morena y cabello renegrido, oriunda de La Rioja. Tendría unos 17 años y era muy buena e ingenua. No sabía leer ni escribir, pero sí reír. Dormía en un pequeño desván debajo de la escalera. Era hacendosa y mi madre quedó muy conforme. De vez en cuando se sentaba a mi lado, y yo le leía historias de algún libro de la escuela, y ella mostraba su satisfacción con una amplia sonrisa. Yo, con mis doce años, feliz al ver sus dientes blancos y su lengua chiquita, sentía que algo comenzaba a moverse en mí. Un día, estando solos en casa y al final de una lectura, me animé : -Amalia, me das un beso, le dije. Saltó del borde de la cama y gritó: -¡Niño malo, le voy a contar a su mamá lo que me dijo!- Debo haberme puesto muy pálido y, casi llorando, apenas atiné a balbucear: -No Amalia, por favor no digas nada. Sólo fue un chiste. En todos los días posteriores no me sentí muy bien. Siempre miraba a Amalia de reojo y esperaba que en cualquier momento mis padres me retaran. Por suerte no ocurrió nada. Al poco tiempo Amalia volvió a casa de sus padres en La Rioja. Más adelante, muchas veces pensé que si Amalia no hubiese reaccionado así, quizás no hubiese tenido el coraje de darle el beso.

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Luis Después de haberse ido Amalia a La Rioja, mis padres se dieron a encontrar otra persona que pudiera sustituirla. No sé bien cómo ocurrieron las cosas, pero un día apareció Luis, un morochito de la provincia homónima. Recuerdo que solía trabajar duro, limpiando, baldeando y preparando las cosas del jardín. Pero también encontraron mis padres la forma de enseñarle a ser útil en la cocina. Cuando venían mis amigos y Luis estaba libre, compartía partidos de fútbol con nosotros. Cuando había tormenta con relámpagos y truenos, desaparecía en su piecita. No era capaz de trabajar. Temblaba, transpiraba de miedo y se santiguaba. Un día me explicó a qué se debía su gran miedo. “Lucifer, dijo, el que fabrica los rejusilos es un ser malo y hay que esconderse para que no lo encuentren a uno”. Cuando dejó de trabajar, yo me seguía riendo cuando durante las tormentas me acordaba del terror de Luis. Hasta que un día cayó un rayo cerca de casa y nos quedamos sin luz ni teléfono y además un olor muy fuerte a quemado. Pensé:-¿habrá tenido razón Luis? ¿Fue Lucifer el que nos visitó? Alguna verdad suele haber en los mitos de la gente sencilla y buena.

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El abuelo Daniel Ese año (1938) llegó el abuelo a Buenos Aires. La abuela había muerto después de una corta enfermedad y el aceptó venir a vivir con nosotros. El viaje desde Alemania en barco demoró casi treinta días. Recuerdo el día en el que todos fuimos al puerto para recibirlo. Después de amarrar el barco, muy pronto lo vimos bajar por la planchada con su pequeña valija. Luego de efusivos saludos un taxi nos llevó a la casa en Belgrano. Poco a poco se fue acostumbrando. Cuando llegaron las vacaciones de la escuela lo secuestré para mí. Le hice conocer el barrio y a mis amigos. El viernes lo acompañé al templo donde pudo hacer amistad con gente de su edad. Y comenzaron nuestros paseos. Caminábamos largas horas y él me contaba. Así nos fuimos conociendo cada vez un poco más. Había nacido en un pequeño pueblo no lejos de Neuwied. Después de terminar con su enseñanza de escuela, los padres le consiguieron un puesto de aprendiz en una tienda de telas, en una ciudad cercana. Preparó su ropa y sólo armado de una pequeña valija se puso en marcha. Caminó tres días hasta llegar. Los dueños del negocio lo llevaron a su piecita, justo detrás del salón de ventas. Firmó una carta de compromiso por tres años y en ese ínterin no pudo visitar su casa ni ver a sus padres y sus hermanos. Había llevado un sobre con trescientos marcos que entregó a su patrón para cubrir los gastos de aprendizaje y los costos de la pieza y comida. Conoció toda clase de telas. De lana cardada, peinada, para vestimentas o de tapicería. Debía trabajar de lunes a sábado desde las siete de la mañana hasta las ocho de la noche. Me dijo que el trabajo le había gustado y que los patrones lo trataron muy bien. Los domingos solía levantarse algo más tarde y, con buen tiempo, se animaba a recorrer la ciudad y también la campiña aledaña. Me contaba de bosques, praderas y viñedos. A veces se encontraba con jóvenes de su edad y solían visitar a los

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El abuelo Carl Daniel en USA a los 80 a単os

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campesinos donde a menudo hacían algún pequeño trabajo, con lo cual se ganaban la comida y hasta a veces un vasito de vino. Después de finalizar el tiempo de aprendizaje volvió a su pueblo. En sus charlas insistía que una buena enseñanza era básica por más que la vida nos lleve por otros caminos. Así fue que llegó a ser industrial metalúrgico en Wiesbaden y recuerdo de muy chico haber visitado la fábrica de hojas de afeitar y de lapiceras fuente que dirigía en aquella época. Esto de cambiar de oficio lo pude apreciar muchas veces en la vida. Mi padre se recibió de ingeniero aeronáutico pero por haber sido derrotada Alemania en la primera guerra se cerraron todas las fábricas de aviones. Se dedicó entonces a la especialidad de aparatos para médicos. Mi madre, instrumentadora dental, finalmente se desempeñó

Los abuelos Carl y Laura Daniel (Schiff)

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Abuela Laura Daniel Schiff

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como una buena ama de casa. Y yo mismo, de químico especializado en bioquímica, me pasé a pinturas y plásticos y hoy al final de mis actividades me desempeño como asesor en pavimentos asfálticos para grandes carreteras. Los años pasados con el abuelo me marcaron en muchos aspectos. Pienso que una persona cabal y de ideas claras y cultivado en afectos puede a su vez influir en la formación de personas jóvenes. Lamenté mucho cuando en plena guerra el abuelo viajó a Estados Unidos para vivir también por un tiempo en la casa de la familia de su hija. Más aún lo sentí cuando falleció allá en 1948. Su sepultura está en un antiguo cementerio de New Jersey. Aún conservo sus cartas escritas en una letra clara, con muchos consejos e ideas y las releo con emoción. Había nacido el 26 de agosto de 1866. Llegó a vivir ochenta y dos años.

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La abuela Lerner

En un día gris de diciembre de 1941, vimos aparecer sobre el río brumoso la sombra de un barco. Era el “Cabo de Buena Esperanza”, que llegaba a Buenos Aires desde Bilbao. Estábamos en plena guerra. Dos horas después la abuela, pequeña, toda gris, con pasos inseguros y de la mano de Sara, una compañera de viaje, bajaba lenta por la planchada. Fueron abrazos interminables. Nadie podía decir palabra. Durante semanas la abuela sólo nos miraba. A veces atinaba a sonreír. Sentada a la mesa apenas se alimentaba. Y permanecía en silencio. Cuando nos íbamos, se retiraba a su pieza y allí se encontraba con su libro de oraciones. Siempre había sido muy creyente y en una oportunidad unos amigos nos escribieron que por aferrarse a sus creencias había podido sobrevivir a todo. Años más tarde me di cuenta de que mi madre había hecho muchas anotaciones en su pequeño diario. Recién después de casarme me atreví a leerlo. Formaba parte de la historia de la abuela y de la familia. Los abuelos, oriundos de Polonia, tuvieron que emigrar a Alemania finalizada la primera guerra mundial en 1918 y se instalaron en Friedberg, una pequeña ciudad cerca de Frankfort. En Alemania siempre se los consideró ciudadanos indeseables. A mediados de 1939 la tensión entre la Alemania de Hitler y el estado polaco se hizo insostenible. En agosto de 1939, los Nazis los llevaron a un bosque cerca de la frontera polaca, y los obligaron a cruzar de noche. Los polacos los devolvieron. Estuvieron yendo y viniendo semanas enteras sin alimentos y durmiendo al aire libre. Finalmente, el grupo fue enviado de vuelta a sus hogares. El primero de septiembre estalló el conflicto. El quince de septiembre arrestaron al abuelo y lo llevaron a un campo de concentración cerca de Weimar (Buchenwald). Pocas semanas después le fueron en-

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Oma Recha Lerner anciana (cuando lleg贸 a la Argentina)

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tregados a la abuela por correo una urna y el certificado de defunción. Tuvo que pagar sesenta centavos por el envío. Fue entonces que la abuela sufrió un colapso y enfermó de gravedad. La pequeña comunidad tuvo que hacerse cargo de ella. Gracias a una ayudante alemana que la cuidó durante semanas, exponiéndose a muchos riesgos, la abuela se recuperó. Nosotros, ya instalados en Buenos Aires, habíamos podido obtener un pasaje de llamada para los abuelos, toda una proeza conseguirlo durante el gobierno pro alemán del Presidente Castillo. Durante meses no tuvimos nuevas. Fue como un milagro recibir las noticias de la Cruz Roja Internacional anunciando el viaje de la abuela, una de las “privilegiadas ancianas” que tuvieron la suerte de poder salir del infierno hitlerista. A mediados de Noviembre de 1941, en plena guerra y en época invernal un vagón de tren para hacienda fue cargado en Frankfort con 70 viejos. Nadie conocía el destino. Fue parte de un tren que llegó a Paris sólo 24 horas después. Resulta difícil imaginarse lo que ocurrió durante ese viaje. Nada para beber ni comer. Amontonados en el piso cubierto de paja. Peor que animales. En Paris, y en un extremo de la Gare du Nord, la Cruz Roja había armado una carpa. Allí se atendió a los que llegaron vivos. En el vagón de la abuela durante el trayecto habían muerto 20 personas. Los refugiados recibieron comida caliente, ropa nueva y abrigos. Antes de subir a otro tren fueron registrados por la Gestapo. En el vagón de 3ª. clase que los llevaría a Bilbao, la abuela ocupó un lugar al lado de Sara, acompañante de su anciana madre fallecida durante el viaje y cuyos restos tuvo que dejarlos en Paris. Otro trayecto interminable por Francia y España los condujo hasta el Puerto de Bilbao. Faltan detalles del embarque en el vapor de la línea española Ybarra. Mi madre sólo anotó: “Nosotros habíamos pagado por un camarote de primera clase. No obstante la abuela tuvo sólo un catre en un salón con 240 personas y apenas 4 baños”. El viaje finalmente terminó el 20 de diciembre de 1941.

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Mucho más tarde me pregunté por qué yo recordaba cosas tan tristes el 20 de diciembre, justo en un día de cumpleaños de Michelle, nuestra nieta rubia y tan bonita. Era uno de esos días memorables en el Llao Llao de Bariloche. Cielo azul, un lago como un espejo y las montañas con corona blanca. Vamos a festejarle un nuevo año de vida, me dije. Aunque sabía que el pasado no dejaría de aparecer en mis sueños.

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Cabecita de oro En esa época mi padre solía traerme unas cajitas con perlitas dulces de diferentes colores y gustos (anís, menta, limón y mandarina). Se denominaban Cabecita de Oro. Contenían además en su interior una figurita. Era necesario coleccionar una serie de 50 y pegarlas en un álbum que entregaban en los kioscos, para recibir un premio. La recompensa mayor era una pelota de fútbol Número cinco. Por mis amigos, ya sabía que había 2 figuritas llamadas “difíciles”, que sólo se encontraban en pocas cajas. Con paciencia las pegué en el álbum. ¡Y llegaron las figuritas “difíciles”! Había completado el álbum. Tendría el premio mayor. Mi padre me llevó a Caballito para retirar la ansiada la pelota de cuero. Al fin se terminaron nuestros partidos con la pelota de goma. Teníamos la pelota con tientos e inflador. Todos los pibes en nuestro potrero querían jugar con ella. Gozamos con nuestra pelota y la cuidamos como un tesoro: secarla, engrasarla, inflarla bien, era labor de todos. Un día en el que había llovido mucho y la canchita estaba embarrada, nos fuimos a la calle a jugar un picadito. ¡Y ocurrió! Un auto le pasó por encima. Se terminó nuestra alegría. Durante muchos días no jugamos. Después tuvimos que volver a nuestra modesta pelota de goma. Como dicen por ahí: “La felicidad suele durar poco”.

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Gargantini Se había hecho costumbre escuchar radio cuando volvíamos de la escuela. Recuerdo una audición que, además de hacer conocer cosas interesantes, solicitaba a los oyentes que enviaran algún tema o historia original. Aquella que fuese aceptada sería premiada con 10 botellas de vino. Me decidí y escribí una carta en la que citaba detalles de un pleito, el más largo de la historia. Lo había leído en uno de los libros de la biblioteca de mi padre. Se trataba de una disputa por la pertenencia de una gran mansión en un país de los Balcanes. Creo que hasta llegar a un fallo definitivo transcurrieron más de 500 años. Ansioso, escuchaba la radio todos los día, esperando oir mi nombre y el slogan: ¡Diez botellas de vino Gargantini! Después de largas semanas de espera infructuosa, abandoné mis esperanzas de ganar el deseado premio. Cual no sería mi sorpresa cuando, después de meses, llegó una carta anunciando que había ganado. A los pocos días recibimos una caja con 10 botellas que merecieron el elogio de todos aquellos en casa que bebían vino regularmente. Recuerdo que mi padre me comentó: -hay que darle tiempo a las cosas, y nunca perder las esperanzas. Eso me quedó muy grabado. Nota: en aquella época se tomaba vino de diferentes marcas: Gargantini, León, Tomba, Crespi, Pangaro, Uvita, Arizu, Trapiche, Toro y Robino. Se expedía en botellas de 1 litro. También solía beberse diluido con soda y hielo, especialmente en verano. El costo andaba por los 0.40 $ el litro. También se expendía vino en damajuanas. Lógicamente el precio por litro era menor.

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Confiterías con música Luego de algunos años mis padres fueron conociendo algunos lugares de esparcimiento donde nos encontrábamos regularmente con otras familias conocidas de inmigrantes y los sábados por la tarde se hizo casi una costumbre entre nosotros la visita a los diferentes sitios donde se podía tomar el té y escuchar música en vivo. Uno de los primeros lugares fue la confitería Danubio de la calle Maipú. Allí actuaba una orquesta dirigida por el violinista húngaro Dajos Bela. Este era un prodigioso músico y las piezas preferidas del público se alternaban entre valses vieneses, czardas y arias de operetas. Para los inmigrantes europeos poder escuchar estas melodías era un bálsamo y traía recuerdos. Bela también aceptaba pedidos de canciones de los asistentes. Lo bueno para nosotros, los más chicos, era la posibilidad de comer ricos sandwiches y sabrosas tortas (selva negra, chocolate y nueces) y sorber los exquisitos jugos de frutas. Para ir amoldándonos a la música local, recuerdo haber visitado la confitería Cabildo, en Esmeralda y Corrientes. Allí una orquesta de señoritas se esmeraba en entretener al público. Tocaban tangos, milongas y también canciones italianas y españolas. Otros lugares a los que ibamos eran la confitería del Molino, Las Violetas y el café Tortoni.

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Oh, las comidas, qué recuerdos Entre 1937 y 1940 cuando mi padre trabajaba en la empresa CADAC ubicada en la esquina de las calles Córdoba y Pasteur, de vez en cuando me invitaba a comer con él en el centro. Entonces yo solía caminar desde casa hasta la estación de trenes Belgrano R. (unas 10 cuadras) para luego viajar en los “trenes ingleses” hasta la estación Terminal de Retiro. La duración del viaje era de 15 minutos. Los vagones, tanto de primera como de segunda clase, mostraban una encomiable limpieza y un esmerado cuidado. En Retiro debía caminar un corto trecho y, por una escalera mecánica, llegaba hasta la estación de subterráneos de la línea Retiro-Constitución y me bajaba en la tercera estación, Carlos Pellegrini donde, por escalera, ascendía a la salida que quedaba en la misma esquina de Corrientes y Carlos Pellegrini, en pleno centro y frente al Obelisco. Allí me encontraba con mi padre y nos encaminábamos a un pequeño restaurante sobre Corrientes de nombre “La Pasteur”. -Hoy vas a comer un plato que hasta ahora no conocías: raviolesme dijo mi padre mientras nos sentábamos a una pequeña mesa, en el fondo del lugar. ¡Mozo!, por favor tráigale al caballerito un plato de ravioles con salsa de tomate. Cuando llegó la comida, realmente, a la vista no me pareció tan atractiva. Pero, confiado en el gusto de mi padre, que además espolvoreó unas cucharadas de queso rallado encima de los mismos, me dispuse a probarlos. ¡Qué manjar resultó aquello! -Despacio, despacio, decía mi padre nadie te lo va a quitar. Desde aquel día sigue siendo uno de mis platos favoritos, y pienso ¿a quién no le puede gustar un plato de ravioles? Si bien mi madre era una excelente cocinera, cuando la economía de la familia mejoró un poco, mis padres fueron tomando la costumbre de salir con nosotros a comer una vez por mes. Estas salidas siempre

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fueron una fiesta. Me quedaron en la memoria muchos restaurantes conocidos: Lo Prete, Pedemonte, La Cabaña, La Emiliana y Corrientes 11. Ofrecían unos menúes que eran sencillamente increíbles y así íbamos conociendo los diferentes platos de las más variadas comidas de todo el mundo. Más adelante fuimos también a restaurantes españoles, mayormente ubicados sobre la gran Avenida de Mayo, ya que mi madre apreciaba sus platos de pescado, que le traían reminiscencias de su Polonia natal. Tampoco quisiera olvidar los lugares de especialidades alemanas como los Munich, Adam, ABC, Bodensee, Zur Eiche, que ofrecían chucrut con salchichas, Schnitzel y otros, y donde mi padre se permitía tomar una cerveza o un vaso de vino Mosela. Los postres en aquellos lugares eran inolvidables: tortas de manzana con mucha crema, Selva Negra, de chocolate… Así llegamos a la real conclusión de que en Buenos Aires se podía comer muy bien. Ahora que soy mayorcito considero que sigue en pié esta afirmación y en forma más selectiva por la cantidad interminable de lugares gastronómicos. La idea es seguir disfrutando de los mismos mientras sea posible.

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Cadete de farmacia En mi diario camino desde casa a la escuela Pestalozzi, solía transitar invariablemente por la calle Pampa. En la esquina de Pampa y Superí, existía hace muchos años una farmacia atendida, en aquél tiempo, por el matrimonio Amalek. Cuando ya cursaba el sexto grado (1940), les comenté a mis padres que me gustaría trabajar allí en mis ratos libres y les pareció bien. Fue así que me animé a preguntarle al Sr. Amalek sobre la posibilidad de que me tomara como cadete. Muy amable me dijo que ya tenían un empleado para esa necesidad, pero que no habría inconvenientes que yo trabajara como “ayudante de cadete”. Y comencé una tarde. Juan, el cadete, me mostró todo el laboratorio en el que se elaboraban recetas magistrales, compuestos homeopáticos, se tomaba la presión y se daban inyecciones. Más adelante se me permitió estar presente durante la preparación de compuestos magistrales. En cambio no podía presenciar aplicaciones de vacunas o inyecciones. Mi actividad primordial era la de ayudar a Juan para armar los pedidos. Así fui conociendo una buena cantidad de remedios, su ubicación e inclusive para qué dolencias servían. Cuando el reparto excedía las posibilidades de Juan, me daban permiso de llevar algunos mandados a clientes de las cercanías. Recuerdo haber ido a la mansión del gerente del Banco Germánico, a la casa de una familia inglesa cuyo jefe decían estaba en la gerencia de los Ferrocarriles, y a lo de una Señora muy mayor vestida a la usanza antigua, que me miraba con unos extraños lentes con una sola patilla y que sostenía a la altura de sus ojos con la mano derecha. Unas pocas veces hasta recibía una pequeña propina (diez centavos) que con mucho orgullo, mostraba en casa. Quedaron en la memoria una buena cantidad de nombres de medicamentos que ya no existen más. Geniol ( venga del aire o del sol, del vino o de la cerveza, cualquier dolor de cabeza, se cura con un Geniol) o (sea genial, tome Geniol),

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Sonrisal, Mejoral (mejora mejor), Píldoras Ross (chiquititas pero cumplidoras), Pastillas Valda (entre pecho y espalda, pastillas Valda), Emulsión de Scott, Aceite de Hígado de Bacalao, Aceite de Ricino (odiados por los chicos), Tónico Bayer, Magnesia San Pellegrino, las primeras vitaminas tales como Vi Syneral y Dayamineral, Untisal (Untisal al pecho, remedio hecho), Luminal, Benitol, Antibacter, Fanaletas, Linimento de Sloan, Inhalador de Vapo Cresolene, Polvos Erba, Nucleodyne, Neurofosfato ESKAY, Polvos Fucus, Talco Abanta (a mi me encanta usar Abanta), Actemin, Ventosas, Pastillas de Ambay (mejores no hay) y tantos más. Cuando nos mudamos a la calle Charcas en 1941 tenía muy en mente estudiar Farmacia pero finalmente me decidí por la Química. Tengo imperdibles recuerdos de mi paso por aquella FARMACIA.

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Director de orquesta Cuando tenía alrededor de 15 años mi gran sueño era llegar a dirigir una orquesta. Pasaba largo tiempo frente a la radio puesta a buen volumen moviendo los brazos e imaginando que le daba vida y ritmo a las más variadas piezas musicales; sinfonías, oberturas, oratorios. Viajaba por el mundo conduciendo las filarmónicas de Berlin, de Ámsterdam, Minneapolis y hasta la célebre orquesta del Teatro alla Scala de Milan. Más adelante, y ya universitario, trataba de asistir a los ensayos musicales del Colón. En una época se había dictado una resolución por la que estaba autorizado ocupar las dos últimas filas de plateas durante los ensayos. Si bien era difícil acceder, finalmente tuve éxito. Cuando llegué a la butaca, la orquesta ya se encontraba ubicada. Había llevado largavista para no perder detalle. A los pocos minutos, el director invitado se hizo presente. Era el titular de la principal orquesta de Holanda. Recordaba haber escuchado desde el surco muchas obras dirigidas por él. Hombre alto, delgado, de crespo cabello blanco y anteojos de carey, no tardó en quitarse el saco y arremangarse. Con la batuta dio un golpe en el atril para comenzar. En un español fluido, con tono amable, sonriente, dijo: -Buen día. Sé que Uds. han preparado esta Sinfonía 88 de Haydn con el director asistente en forma acabada. Por ello sólo unas breves palabras. Haydn, además de ser un gran compositor rebosaba de ingenio y tenía mucho sentido del humor. En las partes correspondientes trataré de subrayar detalles tonales y los tempi que considero imprescindibles. Ustedes se podrán guiar por sencillas indicaciones dadas con la batuta o algunos detalles corporales. En dos días, para el concierto estaremos donde corresponde. Y ahora les pido que se levanten a mi llamado para conocerlos. A ver, los violines. Fijó su vista como para grabarse a cada músico. Ahora las violas; los bronces; las maderas y así hasta llegar a los instrumentos de percusión. Y comenzó el ensayo. Se escucharon los compases del primer tiem-

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po. Parecía que todo iba bien. Pero al llegar al 40 indicó: “Aquí hay un diminuendo. La manera de indicarlo es agachándome y para el pianíssimo en el compás 60 cruzaré el dedo sobre los labios”. Y así fui conociendo la variedad de expresiones corporales que acompañaban a la ejecución. Cuando el volumen sonoro debía crecer, él se levantaba en puntas de pie y al exigir fuerza total a la orquesta, se agigantaba llevando brazos y manos hacia arriba. Era un perpetuum mobile. En los pasajes sentidos ponía sus brazos cruzados sobre el pecho y en los crescendos volvía a erguirse y al llegar a fortísimos parecía saltar. En los rubatos, insinuaba una sonrisa forzada y un brazo cruzado sobre la cara. Cuando interrumpía para dar explicaciones y recomenzaba, solía indicar el compás cantándolo. Después, desapareció por un corto intervalo. A los pocos minutos saludó desde la tertulia alta. Pidió que, en total silencio, alguien diera vuelta una o dos páginas de la partitura. – Lo oigo perfecto comentó. Ahora, ¿a ver si Uds. pueden escuchar el chasquido de mis dedos? Perfecto, tenemos una acústica ideal. Después de dos horas de ensayo, manifestó: -¡Excelente, excelente, muchas gracias! Nos veremos mañana para el ensayo final. Cuando me retiraba pude ver a varios músicos que seguían ensayando. Pregunté si ello era normal, a lo que un señor mayor contestó:lo hacen a veces. Es que aquí se nota el enorme carisma de Willem. Y llegó el día del concierto. Fue apoteótico. La crítica consignó: Willem van Otterloo cautivó a la orquesta y al público con una sonoridad y una musicalidad genial. Indicaciones apenas perceptibles para guiar la masa orquestal nos han hecho disfrutar de una Sinfonía 88 llena de vida con tonalidades acabadas y con un enorme humor. Una experiencia para recordar. Esa noche retorné a mi casa pensando que realmente no hacía falta ser director de orquesta para disfrutar de la música. Sí, pensé, es una gracia poder apreciar toda esta belleza.

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Cuando aprendí a jugar rugby Estando todavía en Belgrano, un amigo de origen ingles me llevó al Belgrano Athletic Club con sede en la calle Virrey del Pino. Buscaban jugadores para las divisiones menores. El instructor, Mr. Thompson, nos dio una serie de instrucciones previo al comienzo de las prácticas. Recuerdo que decía que en el rugby debíamos prepararnos como para meternos en una pequeña guerra. Contaba que allá en Inglaterra, antes del inicio de los partidos en su club, lo hacían orar con sus compañeros: “Dear Lord, las batallas que vamos a enfrentar en el campo de juego no las debemos perder jamás. Pedimos tu gracia.” Luego nos llevó al medio del campo de juego y nos hizo formar en círculo a su alrededor. Debíamos fijar la vista en él, poner las manos cruzadas sobre el pecho y gritar : “¡one, two, three brothers !”. Luego conectó los altoparlantes de la cancha, nos hizo formar en fila y vociferar nuestro grito de guerra: “ ¡ Hooauh ¡” Durante 3 meses tuvimos muchas prácticas y me asignaron el puesto de hooker. Cada vez se repetía la ceremonia de los diferentes dichos y gritos. En nuestro primer encuentro, Thompson nos animó y nos inculcó sus últimas instrucciones. Debíamos luchar como en una guerra. Y fuimos confiados a la batalla. Después de diez minutos ya ganábamos. Thompson gritaba desde afuera: “muchachos sigan así, liquídenlos sin compasión”. Y ganamos 20 a 0. El sábado siguiente nos tocó jugar con un equipo de San Isidro. Toda la instrucción física y moral recibida no nos sirvió para nada. Los otros no entraron en nuestro juego agresivo y parecíamos un pobre montón de chicos desorientados. Nos pasaron por encima y perdimos por goleada. Nos fuimos al vestuario con la cola entre las piernas y más que cabizbajos. A Thompson no lo vimos más esa tarde. Cuando mi padre me vio entrar y preguntó qué me pasaba, le conté con lágrimas en los ojos de nuestra derrota a pesar de todas las normas inculcadas por el instructor. Sólo me dijo: “preferiría que dejes a ese instructor. Su filosofía no es la que lleva al triunfo. Por otra parte, el rugby es un juego como cualquier otro y no una batalla y en los juegos no se puede ganar siempre”. Y acuérdate del dicho: “Más vale maña que fuerza”. Con los años entendí.

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Y fui testigo de una muerte Fue por el año 1943. Estaba yo estudiando en nuestro departamento L del primer piso de la calle Charcas 2823 y me tomé un respiro para salir al balcón del frente del edificio. Recuerdo que se largó uno de esos aguaceros de verano que en pocos minutos eran capaces de hacer correr ríos de agua por la calle. Desde el reparo de mi puesto de observación, miraba la calle Charcas, que en aquella época corría de Norte a Sur, en dirección al centro. Por el medio del pequeño río eran arrastrados papeles, tachos y otros desechos. Se podía ver cómo los carreros hacían enormes esfuerzos para sofrenar a los caballos, evitando así caídas que podían ser graves. Frente a la Comisaría 19, ubicada apenas en diagonal con nuestro edificio, se habían agolpado varios agentes para observar lo que ocurría. La gente trataba de guarecerse en las entradas de edificios o pasaba presurosa por la vereda, algunos pocos con sus paraguas. Y en menos de un segundo ocurrió aquello. Todavía me parece recordarlo en cámara lenta. Se desprendió el friso de un balcón del primer piso de la antigua casa de enfrente y golpeó a un hombre de impermeable que pasaba presuroso por aquél lugar. El impacto debe de haber sido fuerte pues el hombre tambaleó y se desplomó. Hubo un instante de silencio. Después gritos, silbatos de vigilantes, gente vociferando. Cuando volví a mirar ya se había formado un muro de curiosos alrededor. Habré entrado con cara demudada. No pude decir mucho pero mi madre comprendió enseguida y me mandó a mi pieza. Recuerdo que yo temblaba y sollozaba. Después, me recosté. Al rato se escuchó una sirena. Más adelante, silencio. A la noche mi padre nos ofreció un corto relato de lo ocurrido. El hombre había muerto. Al día siguiente llegó una cuadrilla que se ocupó de quitar todos los frisos de los balcones de las antiguas casas de nuestra cuadra. Mi padre nos previno: “no es conveniente caminar bajo los balcones, y menos aún cuando llueve. Ya han visto lo que puede ocurrir”. Aún hoy, cuando paso por debajo de algún balcón, no puedo reprimir un escalofrío.

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El cigarro Mi padre solía fumar unos pequeños cigarros llamados Caburitos. Normalmente disfrutaba de los mismos después de la cena y también cuando leía el periódico o un libro. Se tomaba su tiempo. Cuando el cigarro se apagaba, con paciencia lo volvía a prender. Se veía que disfrutaba bastante de ese su pequeño vicio. Cuando yo cursaba el sexto grado, de vez en cuando buscaba algún pucho dejado por mi padre en el cenicero y me iba al patio a escondidas para prenderlo y tratar de disfrutar del resto que había quedado. Hasta que un día descubrí un “Caburito” entero en el cajón del mueble que se usaba para guardar algunas cosas. Esperé a que mi madre se fuera a la feria. Mi padre se había ido ya desde hacía un rato a su trabajo. Me senté en el sillón, lo encendí y disfruté de las primeras pitadas. Pero grande fue mi sorpresa cuando mi padre llegó en forma inesperada pues había olvidado unos papeles. Cuando me vio me saludó y, sonriendo, me preguntó si me gustaba el cigarrito. Yo asentí. “Qué bueno que te guste, me dijo. No tengas problemas, seguí fumando tranquilo hasta el final. Yo me tengo que ir de nuevo. Después me contás”. Seguí fumando, inspirando el humo con comodidad. Me sentí un duque. Ya les contaría a los amigos… Al rato realmente no me daba ya mucho gusto y el humo me hizo toser. Pero luego vino lo peor. Me descompuse. Fui al baño a vomitar y tuve una feroz diarrea. Dejé el cigarro a medio fumar en el cenicero, me hice un te de manzanilla y me recosté por un buen rato. Cuando llegó mi padre para el almuerzo solo preguntó cómo me había ido. Tomó el cenicero sin mirarlo y tiró las cenizas y el resto del cigarro a la basura. La experiencia no había sido buena. Recién cuando comencé mis estudios en la universidad y por instancias de algunos compañeros retomé la costumbre fumando de vez en cuando algún cigarrillo 43

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Negros. Realmente lo hice más por compromiso que por placer y creo que después de unas semanas dejé de fumar en forma definitiva. Hasta hoy día estoy convencido de que las cosas prohibidas tienen un atractivo muy especial. Algunas veces no por el hecho en si, sino más bien porque simplemente son prohibidas. Mi padre disfrutaba de “sus” cigarros. Después de mi primera experiencia entendí que para mi había cosas mejores que dedicarme a fumar.

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El 17 de octubre de 1945 La mañana gris del 4 de junio de 1943, estaba sentado en mi banco del aula de cuarto año en el Colegio Nacional Bartolomé Mitre, cuando llegó el profesor de castellano, el Sr. Esteban Rondanina (de filiación socialista) para decirnos: -muchachos, las botas están otra vez en movimiento. Hay un levantamiento militar en Campo de Mayo. Recibimos una orden del Ministerio de que se vayan a sus casas de inmediato y directamente. Yo no tenía idea del significado de todo aquello y me fui caminando a casa, que quedaba a unas quince cuadras (Charcas 2823) de distancia del colegio. No había nada anormal en las calles. Cuando llegué a casa mi padre ya estaba allí. Se sabía que el servicio de transportes había comenzado a funcionar deficientemente y mi hermana, que era alumna de la Escuela Raggio, en Libertador y General Paz pedía que la fueran a buscar pues los colectivos ya no pasaban por allí, por ser el camino obligado de las columnas del ejército en su desplazamiento a la ciudad. Mi padre estaba muy nervioso y me pidió que fuera a buscarla. Con el viejo Ford y tras algunos inconvenientes y desvíos sólo llegue a 5 cuadras de la escuela. Las tropas marchaban y me costó trabajo caminar y encontrar un hueco entre un regimiento y otro para cruzar Libertador y poder entrar a la Escuela. No pude ubicar a mi hermana y, tras averiguar, alguien me dijo que las chicas se habían ido a una confitería del otro lado de la Avenida. Otra vez a cruzar (esta vez me guió un subteniente) y al rato encontré a mi hermana en el café. La llevé a ella y a dos compañeras más. Justo cuando estábamos saliendo se empezó a escuchar un fuerte tiroteo. Aceleré y, en forma bastante trabajosa, pudimos llegar a casa. Al día siguiente supimos que el único incidente del levantamiento (con varios muertos y heridos) se produjo cuando de la Escuela Mecánica de la Armada (que estaba ubicada al lado de las Raggio) se abrió fuego contra las tropas que se desplazaban por Libertador. Un oficial naval y de motu propio creyó que podría

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parar la columna del ejército. Se supo después que un grupo de oficiales militares estaba complotando desde hacía tiempo para impedir una nueva elección presidencial fraudulenta, tan común en estos tiempos. El candidato más probable era Robustiano Patrón Costas, que pertenecía a una de las más ricas familias terratenientes, dueña de ingenios azucareros, grandes estancias y otras importantes empresas. En ese grupo de oficiales jóvenes (GOU), el coronel Perón resultó ser uno de los más activos. Una vez conquistado el poder, se nombró presidente al General Rawson que duró 2 o 3 días en el cargo. Además se presentó una proclama con el programa del nuevo gobierno revolucionario. A los pocos días asumió la presidencia el General Pedro Pablo Ramirez. Poco a poco las actividades se fueron normalizando y se retomaron las clases. En el Nacional Mitre no se presentaron muchos profesores. Supimos que por sus antecedentes políticos habían preferido irse a otros países. (Uruguay, Chile, Brasil). Perón, comenzó a destacarse e inició una carrera meteórica y ocupó la Secretaría de Trabajo y Previsión. Esta actividad era la llave para manejar los sindicatos y por ende influenciar a una enorme cantidad de obreros (La gran masa trabajadora). Sin empacho ni restricciones y con la ayuda de otros oficiales afines a sus ideas, convenció a los gremios más grandes (metalúrgicos, construcción, ferrocarriles, frigoríficos) para que entre ellos votaran delegados absolutamente afines y confiables. Les fue mejorando muchas de las condiciones de trabajo y salarios, respetando vacaciones y días libres por maternidad. Para ello, lo único que tuvo que hacer fue poner en vigencia las leyes que los diputados y senadores socialistas habían elaborado y que nunca lograron hacer aprobar bajo los gobiernos conservadores que dominaron la escena política durante largo tiempo. Perón, además, tenía ideas totalitarias y se sentía muy cercano a los regímenes nazis, fascistas. Había sido agregado militar de las embajadas argentinas en los años de mayor crecimiento de los nuevos

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regímenes en Alemania e Italia. Siempre se opuso a que la Argentina le declarara la guerra al eje en la II Guerra Mundial (1939-45). El deseaba tener una organización sindical corporativista como la que había organizado Mussolini en Italia. Poco a poco el poder de Perón se fue haciendo mayor hasta ser tan importante que, con el presidente Farrel, que le siguió a Ramirez, obtuvo el nombramiento de vicepresidente y ministro de Guerra, además de seguir con su enorme influencia en Trabajo y Previsión. Todo aquello produjo inquietud y la cúpula militar de Campo de Mayo, la guarnición más grande del país, comenzó a pedir que se le pusiera un freno a sus ambiciones. La época más álgida se inició en octubre de 1945. En la primera semana se agravó la tensión política. Se clausuraron las Universidades (los estudiantes en su mayoría eran enemigos del peronismo. Este utilizaba la consigna Alpargatas si, Libros no). La policía desalojó los centros de estudios. Fueron presos más de 2000 estudiantes. Hubo luchas entre éstos y miembros de la Alianza Libertadora Nacionalista, entidad de Nazis que apoyaba a Perón y era financiada por la embajada alemana. Sus acólitos hasta hacían el saludo Nazi. En uno de esos encuentros murió el joven estudiante Salmún Feijoo. Algunos de los gremios más organizados aspiraban a un cogobierno con las empresas. La Embajada de los Estados Unidos (embajador Spruille Braden) accionó sobre altos oficiales del acantonamiento de Campo de Mayo, con el ánimo de poner fin a la influencia de Perón (ligado a Eva Perón) en todo el país y los organismos más importantes. Perón y Evita se habían conocido durante la campaña de ayuda a las víctimas del terremoto de San Juan en 1944. El 7 de octubre el General Avalos y en representación de altos jefes del ejército y de la armada, encaró a Perón y este amenazó con renunciar a todos sus puestos. Perón se reunió con oficiales jóvenes y adeptos a los que hizo saber las presiones que recibía y que deseaba renunciar ya que las condicio-

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nes para seguir con la política actual no estaban dadas. El 9 de octubre el grupo del General Avalos se entrevistó con el presidente General Farell y le exigió la renuncia de Perón. Hubo múltiples encuentros y reuniones de militares, políticos y civiles por ambos lados y finalmente el político Jazmín Hortensio Quijano anunció que por parte del gobierno se instauraba la decisión de convocar a elecciones generales en abril de 1946. Perón se retiró a su departamento de la calle Posadas y hubo un permanente desfilar de colegas, gremialistas y políticos afines. Por el otro lado los gremialistas más influyentes se reunieron para definir las próximas acciones y eventualmente combinar la futura táctica con Perón. El 10 de octubre y en una actitud consensuada, alrededor de 70000 trabajadores se concentraron frente a Trabajo y Previsión. Perón les habló. Por un lado pidió tranquilidad y paciencia paro al final del discurso recuerdo que dijo que las masas trabajadoras tenían derecho a seguir adelante en su marcha triunfal y pelear por más. Y si fuese necesario él entraría en guerra por ellos. El discurso causó fuerte impresión. Se oyeron múltiples voces y los más exaltados pidieron matar a Perón. Se fueron perfilando 2 grupos: Peronistas y Antiperonistas y la situación permitía estimar que podía ocurrir cualquier cosa. Sólo faltaba una chispa. El doce de octubre, Perón, que supone ha ido demasiado lejos en sus planteos, se traslada junto con Eva a una isla del Tigre propiedad de un amigo Rodolfo Freude, hijo de un magnate alemán. Los dos grupos movilizaron sus fuerzas. Los militares opositores se acantonaron en Campo de Mayo e intentaron cooptar a otras guarniciones. Asimismo estuvieron en contacto permanente con los líderes de los partidos políticos, los terratenientes y la banca. Los peronistas, además de contar con los sindicatos, los militares oficiales de menor graduación y algunos grupos políticos nacionalistas, se encontraron en sesión permanente. Era notable cómo se podía ver con claridad de qué

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manera se iban plasmando estos dos estratos. Hubo tratativas para que interviniese la Corte Suprema de Justicia y atisbos para solicitar el apoyo de la Embajada de los Estados Unidos (craso error). Yo tenía 19 años. Sabía de qué lado estaba. Pero no tenía ninguna posibilidad de analizar más profundamente toda esa situación. Para mí todo era un gran lío y tenía miedo de que en cualquier momento se pudiera desencadenar una guerra civil. Mis padres me pedían cautela y que no fuera a reuniones multitudinarias y que me retirara en cuanto viera que se producían corridas o algo peor, tiros. Ellos tampoco tenían una visión clara de todo aquello. Farell, presionado, avaló que Perón fuera trasladado a la Isla Martin Garcia, y los antiperonistas (confiados y muy equivocados) creyeron que el capítulo Perón estaba concluido. Entre noticias cada vez más confusas, volvió a aparecer el meneado asunto de entregar el gobierno a la Corte Suprema de Justicia. Siguieron asimismo las idas y venidas, conversaciones y proclamas sin llegar a definición alguna. La impresión de la mayoría era que, detrás de las bambalinas, se estaban preparando hechos que podrían ser definitorios. Perón seguía en Martín García. El 15 de octubre se declararon huelgas en los frigoríficos, ingenios, metalúrgicas, en la capital, el Gran Buenos Aires y el interior del país. Los obreros se saludan abiertamente con un “Viva Perón”, y aparecían leyendas de “Perón Vuelve” en todas partes. Yo me movía por la ciudad, a veces con amigos otras veces solo y literalmente se podía percibir un claro “olor a pólvora”. Se rumoreó que Perón estaba gravemente enfermo y sus adeptos lograron que fuera llevado al Hospital Militar Central, en la Avenida Luís Maria Campos. Y así llegamos al famoso 17 de Octubre (que después sería el Día de la Lealtad). Desde muy temprano a la mañana las radios anunciaban que la policía dispersaba diferentes reuniones y manifestaciones de obreros pe-

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ronistas. Más adelante se supo que la policía ya no era capaz de hacer frente a los manifestantes y, a partir de las 16 horas, grandes columnas de obreros fueron movilizándose por los más variados medios desde todas las zonas (principalmente el sur como Ensenada, Berisso, Berazategui y Quilmes) en sentido a la capital y poco a poco llegaron a la Plaza de Mayo. En el interior del país se produjeron hechos similares. Hacia las últimas horas del día se estimaba en 100000 las personas que ocupaban la plaza. Con banderas, pancartas, carteles, testimoniaban su adhesión a su lider al grito de: “¡Queremos a Perón!” A eso de la siete y media y cuando aún había luz me puse ropas sencillas y alpargatas y tomé el subte hasta Diagonal Norte y caminé las pocas cuadras hasta la Plaza. Quedé impresionado. En el momento de mayor concentración se estimaba la asistencia en 500000 personas. Había tranquilidad. En ningún momento me sentí molestado ni amenazado pero sí, sapo de otro pozo. Había dirigentes que, a intervalos y con megáfonos, instigaban a la gente a que gritara: “¡queremos a Perón!” Estos gritos retumbaban por toda la plaza. Cada vez llegaba más gente. Era de suponer que entre los antiperonistas se había instalado un gran desconcierto. Pasaban las horas y la gente no se movía de sus lugares. Pero tampoco ocurría nada. Yo aproveché para volver a casa (15 minutos de viaje) para comer y tomar algo. Les expliqué a mis padres y dije que deseaba volver a la Plaza. Me pidieron mucha prudencia. Estaba de vuelta allí y la gente seguía incólume. Los gritos se hacían más fuertes. Pero a eso de las 23 horas Perón apareció en los balcones de la Casa Rosada y estalló la multitud en un grito único, me tuve que tapar los oídos. Nunca había estado entre una muchedumbre tan compacta, muy pacífica pero decidida. Perón hizo un gesto de calma y pidió que se cantara el himno nacional. Fue atronador y debo reconocer que muy emocionante. Después improvisó un corto discurso cuyo contenido no recuerdo. Pero al final gritó: ¡ muchachos, mañana es San Perón. Vayan a sus

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casas, descansen y en la más absoluta calma esperen las “buenas novedades que están por venir!”. Realmente la desconcentración fue ejemplar. Al día siguiente, se supo que los oficiales amigos y adeptos a Perón habían logrado imponer sus condiciones. Filomeno Velazco era el nuevo jefe de Policía, Franklin Lucero el Ministro de Guerra, Pistarini entró en Trabajo y Previsión y Mercante Coordinador Estratégico. También en el interior del país la situación se normalizaba. Llegó la proclamación de un decreto de realización de elecciones generales en todo el país para comienzos de 1946. Perón se impuso por amplia mayoría y su gobierno se inició el 25 de mayo de 1946. Hubo de todo y no es tema de este relato entrar en mayores detalles. Fue reelecto en 1952 y finalmente depuesto en junio de 1955. Pero de las jornadas del 17 de octubre no me olvidaré jamás. Una reflexión. Este momento fue absolutamente paradigmático para la futura historia del país. Se sucedieron gobiernos, levantamientos militares, encuentros sangrientos, gobiernos civiles elegidos y se fueron abriendo distintos frentes y filosofías políticas que perduran hasta hoy día. Para los argentinos aún no ha llegado el momento de anteponer los intereses del país, de la patria y de la gente, a intereses partidarios algunas veces muy mezquinos y de poco futuro. Sólo cuando se logre un gobierno que tenga una visión política y humana clara y precisa y que acepte que la oposición acompañe la marcha dentro del libre juego de las instituciones necesarias en un gobierno democrático entonces podremos decir: Argentina ha encontrado finalmente su camino para su gente y el país será respetado dentro del concierto de las naciones.

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La cárcel de Olmos Después de finalizar el Colegio Nacional rendí el ingreso en la Universidad Nacional de La Plata. Aprobado el examen estaba listo para comenzar mis estudios de Química, que después de aprobadas las 24 materias concedía el título universitario de Licenciado en Química. Normalmente la carrera completa insumía 5 años de estudios a los que se agregarían dos años más para la tesis y optar por el doctorado. Perón había sido elegido a principios de 1946 y tomaría posición de la presidencia en mayo de ese año. Las clases y lecturas de la carrera se iniciaron a fines de marzo de 1946 y de a poco fuimos conociendo profesores y a nuestros compañeros que en ese año eran noventa varones y doce mujeres. Se fueron organizando los cursos, las comisiones y de a poco nos íbamos acostumbrando al ritmo universitario. Las clases solían comenzar a las ocho y quince. Esto nos obligaba a viajar en el tren que partía de Buenos Aires a las seis y cincuenta y cinco desde la estación Constitución. Además de las lecturas, comenzamos con las prácticas de laboratorio bajo la atenta guía de los ayudantes de la materia. No se hablaba de política, pero entre la mayoría de nosotros no estábamos de acuerdo con el populismo del presidente electo. Nos repugnaban ciertas consignas, especialmente: “Alpargatas sí, libros no” que no presagiaba nada bueno. Grande fue nuestra sorpresa en abril ante la irrupción de un grupo de la Policía de la Provincia que nos sacó al patio y comenzaron a revisar el laboratorio para buscar no sabíamos qué. Encontraron un paquete sospechoso, que, según ellos era una bomba. Quedamos estupefactos. Nosotros, de bombas sabíamos tanto como un indígena de Africa central sabe de pilotear aviones a reacción. Era evidente que la “bomba” la habían traído ellos. Al rato apareció un comisario y un joven juez que dictaminó que mientras durara la investigación un grupo de estudiantes quedaría retenido. Eligieron a 20 estudiantes. Yo fui uno de ellos. Era lógico que nos invadiera una cierta preocupación y miedo. Les pedimos a las chicas que avisaran a nuestros padres para que

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Interior de la cรกrcel de Olmos

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no se preocuparan si no volvíamos a casa en los siguientes días. Finalmente supimos que nos llevarían a la cárcel de Olmos. A la hora llegaron dos camiones celulares que nos depositaron allí. Después de sacarnos los documentos y tomarnos fotografías de frente y perfil nos alojaron de a tres en unas celdas llamadas cuadros. Serían más o menos de un tamaño de diez metros por tres y allí hicimos conocimiento de otros “compañeros” ya alojados allí previamente. Primero nos miraron con desconfianza pero después de un rato ya estábamos confraternizando con ellos. Nos contaron muchas “cosas” para que las tomáramos en cuenta para pasarla lo mejor posible. En particular el mayor de ellos de apellido Ratazzo, de unos 60 años y preso por robos múltiples, nos adoptó como si fuéramos sus hijos. Nos enseñó mañas, nos dio ideas, contaba historias y unos muy buenos chistes. La verdad es que no estábamos preocupados por nosotros, sólo nos acongojaba el hecho de que nuestros padres pudieran sufrir pensando que la pasábamos mal. La comida era incomible y las condiciones de higiene dejaban mucho que desear. Por la tarde apareció un “doctor” que daba miedo. Nos preguntó sobre qué vacunas habíamos recibido. Aleccionados le contestamos que todas. Dormir costó trabajo. Tantas cosas que pasaban por la cabeza. Al día siguiente recibimos noticias de nuestros “compañeros”. Las trajo el guardia a escondidas. Todos estaban razonablemente bien. Por la tarde nos sacaron a todos a un gran patio interno donde pudimos caminar, hablar y mirar el cielo azul que era como un bálsamo. En un momento se acercó Ratazzo y nos “presentó” al mandamás de todo. Era el “Chino”. Cuando volvimos a nuestro cuadro yo recordé escenas de películas norteamericanas vistas muchas veces y pensé para mi: ¿alguna vez pensaste en estar en una cárcel? Seguro que no. Y así pasaron tres días. Realmente ya comenzábamos a sentir el encierro. Nos pesaba. Poco para hacer. Nada para leer y las conversaciones con los compañeros se estancaban poco a poco. Pero surgió “algo”. Ratazzo nos comentó que el “chino” consideraba que había una forma para que nos largaran pronto. Debíamos simular que habíamos enfermado de diarrea y dejar nuestras deposiciones en un costado de la celda. Se pasó el santo a todos los compañeros. Ahorrando detalles más con-

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cretos, sólo puedo decir que al segundo día se percibía un “perfume” tan inmundo en ese sector que los presos comenzaron a protestar primero y a amenazar con una revolución de palacio después. Hubo gritos, insultos y abucheos. Pedían que sacaran a los inmundos y estaba en grave peligro la paz del lugar. Entraron algunos guardias, que tapándose las narices, trataron de obligarnos a que limpiáramos el lugar hediondos con acaroina. Pero nosotros estábamos tirados en el rincón fingiendo estar muy enfermos. Cuando el motín arreciaba nos sacaron de los cuadros para llevarnos a la enfermería. Pero evidentemente ya se habían recibido órdenes para sacarnos de Olmos cuanto antes. Nos dieron de comer arroz y nos hicieron ingerir un compuesto de carbón para la diarrea. Después tuvimos que firmar varios papeles y por último nos comunicaron que antes de salir nos devolverían los documentos. Habíamos sido aleccionados. Cuando me llamaron Daniel y preguntaron si el que me mostraban era mi documente le contesté: “sí señor oficial”. El “señor oficial” lo tiró al piso y me dijo: “recogelo”. En el momento en que me agachaba recibí un puntapié en el culo y caí al piso gritando de dolor. Me arrastré, levanté mi documento y me fui a la sala. En realidad no recibí el impacto allí donde ellos pretendían que llegara. Habíamos practicado varias veces con instrucciones de Ratazzo. Apretar bien los glúteos, y al sentir el impacto tirarnos al piso simulando un dolor inaguantable. Después de ese “procedimiento” por el que pasamos todos los compañeros, nos liberaron y, en transporte público, llegamos a la estación de de La Plata y de allí en tren a Buenos Aires. Grandes abrazos con mis padres y con lágrimas en los ojos me sirvieron una excelente comida para celebrar el regreso. Nunca les conté detalles de la estadía. Cuando me preguntaban contestaba con evasivas. Aquí quisiera detenerme para agradecer a Ratazzo y a todos los otros “compañeros de infortunio” por ocuparse de nosotros. Perdón por los momentos “asquerosos” que les hicimos pasar. Y sobre todo gracias por el sacrificio para que nosotros pudiéramos ser liberados pronto. Por otro lado tengo la conciencia tranquila pues la idea surgió de Ustedes.

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Aventuras en el hipódromo Cuando cursábamos el cuarto año de Química en La Plata los días sábados nos tocaba un horario muy peculiar. La última clase de la mañana terminaba a la una del mediodía y recién a las seis de la tarde se iniciaba una práctica de Análisis Clínicos. Cinco horas libres. Al principio nuestro grupo de cinco compañeros fue muy aplicado e íbamos a la biblioteca para repasar. Hasta que a Pedro se le ocurrió que podría ser interesante aventurarnos en el hipódromo. Los sábados a la tarde solían correrse varias carreras. Hablando con un aficionado a los “burros” aprendimos muchas cosas. Comprábamos “La Fija”, una revista que ofrecía una amplia información sobre todo lo relativo al turf, incluyendo los diferentes caballos que corrían en las distintas carreras en todos los hipódromos del país. Hasta aventuraba algunos pronósticos referentes a las chances posibles que los mismos tenían de ganar. Cada semana concurría uno de nosotros munido de un plan estratégico de lo más detallado (a qué caballo y en qué carrera debía apostar). Juntábamos ocho pesos (dos por cada uno de nosotros) y la entrada, que costaba dos pesos también la compartíamos. Para decir la verdad no nos iba demasiado bien. Unas pocas veces los ocho pesos, y después de haber apostado en distintas carreras se transformaban en diez o doce. La mayoría de las veces perdíamos todo. Cuando me tocó a mí concurrir llevaba un plan completo elaborado por los compañeros expertos. Tuve poca suerte. Todos los caballos e inclusive los sustitutos anotados en el plan para las primeras carreras no corrían. Habían sido retirados por sus dueños vaya uno a saber por qué motivos. Ya eran las cuatro y media de la tarde y faltaba poco para que corrieran la quinta carrera. El tiempo se acababa. La clase se iniciaba a las seis. Me acerqué a un señor que parecía entendido. Le consulté y me dijo: “jugále al número tres. No puede perder.” Cuando

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le pregunté por una yegua cuyo nombre me pareció simpático (Matunga) me dijo: “estás loco, ésta no gana una carrera en su vida”. Le aposté dos pesos caballo recomendado y seis pesos a Matunga. La carrera fue dramática y una vez finalizada pasé muy rápido por la caja. A la salida le comenté mis sinsabores y dudas pasadas a los amigos. “Seguro que perdiste todo, alemán bola”, comentó Felipe. Nos cruzamos al bar para tomar un refresco antes de ir a clase. Felipe insistió: “dale boncha, hablá de una vez”. Metí la mano en el bolsillo y puse….cientonoventa y dos pesos con cincuenta centavos (192.50) sobre la mesa. El que no podía perder salió último (dos pesos al tacho) y Matunga ganó por lejos. En la práctica de Análisis Clínicos se percibía un ligero tufillo a bebida alcohólica. Habíamos brindado con sendos vasos de Cubana Sello Verde y estábamos algo achispados. La práctica terminó a las ocho y pudimos abordar el tren de las ocho y media con destino a Constitución. Esa noche dormí muy bien. Después de la experiencia “Matunga” no pisé nunca más un hipódromo.

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Carta de un padre Esta carta la recibí después del fin de la II guerra Stuttgart, 2 de diciembre de 1946. Estimado Sr. Daniel: su carta del 7 de Julio de 1946, que agradecemos, lamentablemente estaba dirigida a un muerto. Debo comunicarle la terrible nueva de que nuestro querido hijo Roland murió el 29 de Diciembre de 1944, durante la batalla del lago Balaton, una de las últimas en defensa de Budapest. Tenía apenas 19 años y formaba parte del regimiento 5to de caballería, como suboficial abanderado. Usted, seguramente podrá comprender el enorme dolor que sentimos por semejante golpe. Una segunda desgracia que describiré más abajo, nos ha profundizado heridas que no podrán curar jamás. Nuestro valiente hijo dio su vida como soldado alemán; del partido nazi, nuestra familia jamás quiso saber nada. ¿Pero qué podíamos hacer? Alemania se había transformado en una enorme cárcel. No existía posibilidad de escape. Estábamos todos en un tren que corría a enorme velocidad y del que era imposible descender. Antes de la conscripción, Roland había podido concretar sus estudios secundarios como alumno distinguido. Muchas veces, en los pasados tiempos, habíamos recordado las buenas épocas y también cuando su familia aún habitaba en el piso de la Claudiusstrasse. Roland gustaba contarnos de sus juegos con Fredi, de sus pequeñas rencillas y muchas travesuras. Estas fueron épocas que no volverán jamás. Y nuestra Margarete, por una enfermedad renal, falleció a los pocos días de haber regresado a Stuttgart desde la Selva Negra, donde residía con sus dos hijos, para huir de los bombardeos. Tenía 26 años: había contraído el mal por las largas y frías noches

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Mi amigo Roland Waechter (1926-1944)

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pasadas en un “bunker”. Esta nueva pérdida nos llevó al límite de la desesperación. No habíamos tenido enemigos, ayudábamos donde se podía, no estábamos involucrados en política y sin embargo fuimos obligados a entregar a nuestros dos queridos hijos. Margarete, dejó dos niños de cinco y siete años. Están sanos y los queremos inmensamente. El marido de Margarete pasó esta cruel guerra en la fuerza aérea, por fortuna sin mayores consecuencias. Ahora estamos frente al enorme desafío de colaborar en la tarea de darles un hogar a los niños. A nuestra edad, es difícil y notamos a cada momento la imposibilidad de tomar el lugar de la madre fallecida. Estamos en una posición relativamente aceptable tanto económica como laboral. Amoldarse a la terrible situación producida por la catástrofe más grande de la historia, es una tarea titánica. Habíamos esperado una revolución luego del derrumbe final y que la mayoría de la población muriera de hambre. Sin embargo tenemos la esperanza de que, a medida que pase el tiempo, comenzará una era diferente para la humanidad. De una vez los pueblos se darán cuenta de que lo único importante es convivir en paz y armonía y que el odio y la discriminación sólo producen enormes desgracias. Nosotros, como alemanes, tenemos plena conciencia de nuestra responsabilidad y la mejor parte de nuestro pueblo, que es amplía mayoría, intentará colaborar en todo lo posible para sanar las enormes heridas. Debemos transformar este inmenso campo de ruinas y reconstruir el país. Lamento mucho haber tenido que acercarle tantas infelices nuevas y lamentos, pero sólo he cumplido con los deseos expresados en su amable carta, en la que pedía la mayor información posible. Esperamos que tanto Usted como sus padres y hermana se encuentren bien, que hayan podido amoldarse a su nuevo hogar y que se cumplan sus aspiraciones y deseos. Con los mejores saludos también de mi Señora, que los recuerda mucho, quedo de Usted FRIEDRICH WAECHTER

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Como recuerdo a su amigo de los años de juventud le enviamos una de las últimas fotos de Roland. P.D: “Si Usted alguna vez a llegara visitar su antigua ciudad, le ruego como un favor especial: No nos llame ni nos visite. Debemos luchar y mirar hacia delante, y evitar abrir antiguas heridas que seguro dolerían enormemente.”

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Mis horas de añoranzas En el cincuentenario de la fundación de nuestra escuela llegamos con grandes deseos de compartir una tarde con nuestros compañeros del primario. Muchos de nosotros recordamos los tiempos difíciles pasados antes de poder emigrar de Europa. Entre tortas caseras y café disfrutamos el reencuentro. Gran alegría cuando vimos entrar a dos de nuestros maestros, ahora ya retirados. Llegaron a la mente momentos emocionantes de los años transcurridos. Lisa, una compañera que supo ser mi adorada sin saberlo, nos trajo una carta que había escrito en sexto grado. Theo, nuestro recitador oficial la leyó: Añoranzas “¿Debemos tener nostalgias? ¿No es acaso ser desagradecido frente al país que nos recibió y nos ha dado nuevas esperanzas y un buen destino? Muchos inmigrantes siguen acostumbrados a la vida de su país, su gente y a su lengua. Será por esto que todo nos resulta extraño y difícil. Deberíamos poder aceptar nuestro nuevo hogar. Poder acostumbrarnos. Parece fácil decirlo, pero es muy difícil. Tenemos arraigadas las cosas vividas y poseídas. Nuestro corazón sigue todavía en aquella otra parte. No podemos imaginar que debemos cortar todos los puentes. Y nos vuelve a invadir una dolorosa añoranza. Soy una pequeña vienesa y sigo apegada a mi hermosa ciudad natal. Cuando las hordas de Hitler invadieron Austria mi padre acababa de “festejar” (¿quién estaba para festejos?) veinticinco años en su profesión. A los pocos días cumplí mis once años (habían transcurrido unos meses terribles) y mi deseo más ferviente era el de poder salir de aquél infierno. Pocos meses después pudimos emigrar. Ahora estoy en Buenos Aires y sueño con tiempos mejores. “¿Debo tener nostalgias de aquello?” Lisa El silencio fue absoluto. ¿Quién podía decir algo? Y fue entonces cuando me levanté y con voz queda saludé a nues-

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tros antiguos maestros y a todos los presentes y dije que yo había pasado por peripecias muy parecidas a las que contaba Lisa en su carta. Que también había salido del sur de Alemania y por la necesidad de salvarnos pudimos refugiarnos y llegar al puerto de Buenos Aires. Con la ayuda de una Sociedad de Beneficencia quedamos alojados en una pequeña pensión en San Telmo. Mi padre comenzó a trabajar en lo que encontró y mi madre tuvo que dedicarse a la cocina y atender una casa con inquilinos y muchas veces llorando de nostalgia y dolor. Yo no sabía qué hacer. Pensé que tenía toda una vida por delante y que debía encauzarla en el nuevo país. Por aquella época llegué a este colegio. Ustedes recordarán que no fui un alumno destacado y que toda mi vida siempre transcurrió en forma normal. Y es así como llegamos a las postrimerías del siglo y a esta época del MÁS. De todo hay más; más años de vida, más gente, más hambre, más inseguridad, más corrupción y el futuro parece que se insinuara más negro. Pero mi forma de ser siempre ha sido como ir un poco de contramano de todo aquello. Me siento como un modelo antiguo de los años veinte. Vivo en forma sencilla, no practico el amor libre, no he convivido en comunidades hippies, ni estuve alcoholizado, ni cultivé plantitas extrañas y nunca he sido consumidor de hasch. Recuerdo que me gustaba mirar por la ventana cuando llovía, me agradaban los días grises y no me preocupaba cuando me invadía la melancolía. Todavía amo las tormentas de verano y me encanta caminar lentamente bajo la lluvia. Tengo muchas ausencias en mi vida, ausencias de gente a la que quise y suelo pintarme los espacios vacíos con anécdotas y hechos pasados que cruzan por mi mente. Y son precisamente estas facetas de mi pasado vivido en Buenos Aires que están muy ancladas dentro de mí. Lo anterior se ha ido lejos, muy lejos, apenas aparece borroso y muy poco reconocible. Y pregunto a los compañeros: ¿todavía hoy alguien escribiría una carta como la que con tanto sentimiento y dolor, redactó nuestra compañera Lisa en sexto grado? Que cada uno de nosotros piense y medite. No puedo recordar quién fue la persona que escribió hace mucho

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tiempo: “allí donde estoy bien está mi hogar”*; pero yo agregaría: “ALLI DONDE ADEMÁS HE PODIDO SER ÚTIL, ESE ES MI HOGAR Y MI PAIS”. Me volví a sentar en mi banco y sentí un dejo de tristeza. Después de un silencio comenzamos a despedirnos con abrazos y prometimos volver a vernos en alguna próxima oportunidad.

*La frase citada casi seguro le pertenece al poeta y filósofo alemán Johann Wolfgang Goethe.

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La otra Bar Mitzwa Suena el teléfono. Es mi amigo Martín. Me invita para la ceremonia de Bar Mitzwa de su nieto. Le confirmo mi deseo de asistir y mientras seguimos charlando de otros temas, me viene a la memoria un recuerdo imborrable. -Martín, me vas a creer si te cuento que he tenido dos veces mi Bar Mitzwa”. -No puede ser, nunca escuché semejante historia, fue lo único que pudo decirme- Bueno, te cuento como fue: En el verano pasado, estando en el templo de Lamroth Hakol y en Shabat, un chico de 13 años que estaba allí adelante leyendo la Parashá, se trataba de una antigua conocida que relata la travesía del desierto después de la salida de Mizrajim, la persecución, el milagro del paso feliz por el mar y el maná. Y de pronto sentí que estaba allí adelante con mis trece años, a principios de 1939, de pantalón azul, camisa blanca, una boina prestada de mi padre y mi Talit nuevito. Dentro de mi nerviosidad lógica y sabiendo que mis padres estaban presentes, mi abuelo y amigos también, yo cantaba fuerte y con voz serena. Seguramente mis cuerdas vocales vibraban bien gracias a la clara de huevo que mi madre me había hecho tragar, basada en vaya a saber qué antigua tradición. Y llegó la Haftará, que me tocó en suerte leerla yo solo, con el milagro de la victoria de los israelitas sobre los Cananeos. Cuando terminé con la hermosa Brajá final, tenía el enorme deseo de ir con mis padres y el abuelo Carl, allí en las primeras filas y abrazarlos con fuerza. ¡Qué hermoso acotó mi madre, ver a tres generaciones Daniel en ese Shabbat de tu Bar Mizwa! Pero el ensueño terminó cuando tomé conciencia de que, en realidad, el que estaba allí adelante era Jaime, el nieto de otro amigo. Pero para mi había sido como una segunda Bar Mitzwa y se la debo a Lamroth Hakol, a setenta años de mi primera consagración. Un hermoso recuerdo. Todavía conservo mi Talit y algunos libros de aquella lejana época.

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Bar Mitzwa Fred - Tres generaciones Daniel (1939)

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-Martín, estás allí, pregunté con angustia, casi implorando que no se hubiese interrumpido el llamado. -Si Fred, me contestó con voz entrecortada. Estoy aquí. Y muy emocionado por tu relato. Pero te digo que, con tu imaginación, podrás tener, casi con seguridad, una tercera Bar Mitzwa cuando llegue el momento-.

Día de mi Bar Mitzwa con padres, abuelo Carl y Margot (1939)

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El Cañadon de la Mosca Nuestros paseos a Bariloche siempre han sido interesantes. Cuando viajamos por primera vez los chicos habrán tenido Tommi nueve y Pablo siete años respectivamente. Emprendimos el viaje en nuestro pequeño Renault Dauphine. Partimos desde Beccar bien de madrugada y enfilamos al sur por la ruta 3. Los caminos no eran los de ahora. Pasamos por muchos tramos en malas condiciones y la marcha fue lenta y trabajosa. Varias veces hubo necesidad de parar y finalmente, ya entrada la noche pudimos arribar a Bahía Blanca, nuestra primera parada. Qué bueno fue llegar al Hotel Austral, donde nos esperaban habitaciones confortables, baños limpios y una cena apetitosa. Nos quedamos un día para conocer la ciudad, visitar algunos conocidos y abastecernos. Al día siguiente emprendimos el segundo tramo que nos llevaría hasta la ciudad de General Roca, en el valle de Río Negro. Si bien la distancia no era demasiado grande había que atravesar muchos trechos de caminos de tierra. Eso era una verdadera hazaña. Los vehículos levantaban tal polvareda que por razones de seguridad se imponía viajar a cierta distancia con respecto a los precedentes. Lo dificultoso era cuando venían en dirección contraria. En esos casos debíamos atravesar tupidas nubes de polvo y a veces no se veía nada. Llegamos a destino a última hora de la tarde. Habíamos reservado un buen hotel pero las habitaciones no eran cómodas y el chorro de la ducha bastante pobre, justo allí donde necesitábamos quitarnos el polvo y la suciedad que había penetrado por las hendijas de las ventanas y puertas del coche. A los chicos tampoco les gustó mucho la cena del hotel. El comedor abría tarde a eso de las nueve de la noche y sólo era posible ordenar el menú completo. Fue así como tuvieron que enfrentar la tarea de comerse la sopa, un plato de fiambres, un bife a caballo con fritas y el postre. Todo era demorado y finalmente a eso de las once de la noche llegamos a la habitación. Al día siguiente nos tocó el tramo último y más difícil. Pasaba por Piedra del Águila

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y en parte se veía una huella que muchas veces sólo se adivinaba por haber sido borrada por acción de los vientos. Y fue así que en un lugar en medio de la nada fue imposible seguir pues se había borrado todo. Quedamos esperando un largo tiempo hasta que apareció una pick up en dirección contraria. Afortunadamente era gente de la zona y nos aleccionaron con muchos detalles para poder seguir. Luego nos encontramos con el Río Limay que tenía un recorrido muy sinuoso. Por esa razón lo tuvimos que atravesar dos veces. No había puentes. Sólo una pequeña balsa que poseía una capacidad para tres autos y que funcionaba en horarios restringidos. Durante la segunda travesía, Tommi, que se había sacado los zapatos, tuvo la mala suerte de que se le cayera uno al agua. Todavía recuerdo la cara que puso cuando lo vio flotar y alejarse lentamente. Después de varias horas entramos en una zona más montañosa con caminos de ripio. La marcha se hizo lenta y cada vez que pasábamos otro vehículo había que apoyar las manos en el parabrisas y los cristales para que en caso de impacto de piedras no se rompiera. Finalmente, muy cansados llegamos a la casa de Inge y Claus. En una visita posterior decidimos extender nuestro recorrido hasta la ciudad de Esquel . Aquello era muy diferente y mucho más silvestre que la zona de Bariloche. En el regreso decidimos quedarnos unos días en El Bolsón y la zona de lago Puelo. El Bolsón tiene un agradable microclima, buena agricultura y fruticultura y además interesantes artesanías de madera, arcilla y metales. Al pié del cerro Piltriquitrón se podían visitar granjas y compartir unos días de vida rural. Fue así que pudimos apreciar la producción orgánica de los ricos frutos del bosque, la cría de ovejas, cabras, conejos y aves de corral, huertas verduras y criaderos de truchas. Cuando emprendimos el regreso a Bariloche llegamos al Cañadón de la Mosca. A la ida, si bien fue trabajoso, lo pudimos atravesar sin grandes inconvenientes. Pero ahora, a la vuelta, nos dimos cuenta de que había llovido bastante en esa zona. El camino, si bien era de ripio, tenía trechos de tierra que se habían puesto muy resbaladizos. A medi-

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da que subíamos me pude dar cuenta que en las aceleradas, frenadas y giros, el coche se desplazaba casi ingobernable por falta de adherencia. Además el camino era tan angosto que sólo permitía el desplazamiento de un vehículo por vez salvo ciertos lugares donde habían construido ensanchamientos. Por las curvas y contracurvas y las sinuosidades de un camino de montaña (semejante al itinerario que sigue una mosca al volar) se justifica el nombre del paraje. Era absolutamente necesario anunciar la marcha con fuertes bocinazos para alertar a los demás. A medida que ascendíamos la ruta se hacía más resbaladiza y en varias oportunidades hubo que bajarse, empujar el vehículo y luego subir en marcha para aprovechar el envión. Los chicos estaban sentados atrás y Pablo parecía un bollito. Todos viajábamos muy silenciosos y preocupados. De un lado estaba la montaña y del otro el abismo. Después de otro de los episodios de empujar y subir con el auto en movimiento nos dimos cuenta que faltaba…Pablo. No había podido abrir su puerta y rodó por un lado del camino. Lo encontramos unos metros atrás lleno de barro y llorando. Y fue entonces que el auto se quedó. No quería arrancar más. Asustados, pensamos que nuestra única posibilidad sería darlo vuelta con cuidado y emprender nuevamente la bajada. De pronto, escuchamos el motor de otro coche. Era un Jeep de Vialidad y no sabemos cómo hicieron para remolcarnos hasta el punto más elevado del camino. Allí nos ayudaron a poner el motor en marcha y nos aleccionaron de cómo encarar esa parte en bajada del camino. Despacio, muy despacio, fuimos bajando en un camino que parecía jabón. Después de sufrir más de una hora llegamos al empalme de la ruta 258, un camino firme que nos llevó por las orillas de los lagos Mascardi y Gutiérrez en dirección a Bariloche. Cuando, a lo lejos, vimos aparecer el Tronador, sabíamos que faltaba poco para llegar. Con las últimas luces arribamos a casa de Inge. Por un largo tiempo hablamos del episodio de la caída de Pablo en el Cañadón de la Mosca. Hoy día toda la ruta entre Bariloche y El Bolsón está en excelen-

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tes condiciones y hay un camino alternativo que evita circular por El CaĂąadĂłn, que estĂĄ casi borrado de los mapas por los deslizamientos y derrumbes y una total falta de mantenimiento.

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TERCERA PARTE

PENSAMIENTOS 151


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Escribir

¿Por qué escribo? ¿De donde provienen mis temas o ideas? Creo que escribo porque deseo llegar a otras personas . En el Taller Literario siento placer cuando a mis compañeros parece gustarles mi presentación. De allí quizás nacen mis ganas de entretener. No es normal en mí desarrollar temas filosóficos, políticos o muy generales. Me gusta el hecho de elaborar un cuento que expresa lo que realmente deseo transmitir. He nacido en una pequeña ciudad, en Alemania. Mi familia pertenecía a la así llamada burguesía. Recuerdo mucho que mi abuelo “me leía historias, pero gozaba aún más de escucharle contar episodios de su juventud, sus viajes y pequeñas aventuras. También paseábamos por la ciudad. Me contaba el origen del nombre de muchas calles. Visitábamos negocios. Se tomaba el tiempo de explicarme la proveniencia de productos como el café, el cacao, el ron y las frutas exóticas. Describía vívidamente la belleza y naturaleza de los lugares lejanos de donde nos llegaban todas estas cosas. Más adelante ocurrieron episodios políticos que nos obligaron a emigrar. Toda esa época con sus temores, el recuerdo de masas enfervorizadas de rostros transfigurados por el odio, gritando consignas, nos marcaron a fuego. Un largo viaje en barco, tocando puertos extraños y desconocidos despertaron nuevos intereses. Durante mis años de escolar hubo épocas en que leía de todo para pasar el tiempo, conversar o discutir con amigos. Comencé a escribir cuando ya había pasado los 70 años. Mis ideas las anotaba en una libreta. Luego trataba de darle forma sin mucho

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éxito. No me complacían los resultados, a veces infantiles, otras simplemente intrascendentes. ¿De dónde provenían mis temas o ideas? Contestación fácil: no lo sé. Llegaban como si fuesen los pájaros que yo observaba durante mis paseos. ¿Realmente los veía o sólo era mi imaginación? Otras veces las ideas venían de algo que había oído por allí. Hay temas en mi libreta que duermen por meses: títulos, elaboraciones, noticias o simplemente algunas palabras... Me encantan las frases sencillas que pueden ser el comienzo de un cuento. Vuelven sueños, recuerdos, vivencias. Comienzo a escribir y las ideas fluyen dirigidas por vaya uno a saber qué influencias o caminos mentales. Una vez concluido el cuento, recurro a mi “censora” y leo lentamente. Allí ya se combinan dos acciones: una propia autocrítica y el veredicto y correcciones de la “censora”. Un poco más de imaginación y expresión y listo... El próximo miércoles en el taller: estreno. Con mucho interés y mente afilada dejo que mis compañeros y Silvia critiquen, aporten, corrijan y me indiquen todo aquello que se puede mejorar. Pienso: qué bueno es recibir ideas y aportes para seguir adelante. Vuelvo contento a casa y me queda el recuerdo de la velada. Después: a intentar escribir de nuevo.

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Nuestra niñez y después En retrospectiva nuestra niñez suele ser una serie de fotos que han palidecido con los años. No hay duda de que la representación que nos hacemos de aquella influye en los años en que nos hacemos mayores. Solemos vernos como una continuación de ese ser que solemos mirar con una cierta conmoción en nuestros álbumes de fotos. Al lado de las escenas de nuestra niñez que se nos presentan en el recuerdo y que no siempre se corresponden con la realidad, tenemos una real historia previa a la que no solemos o podemos acceder. Es la de los “afectos” que se viven y se sienten en la más temprana edad, mucho antes de que se pueda llegar a los reales recuerdos. La psicología y la ciencia del desarrollo considera que el nacer y regular de nuestros afectos es una consecuencia de la biología y de la influencia de aquello que nos rodea. La madre u otra persona de contacto temprano actúa como un ser que nos contiene, nos estimula, calma y corrige. Todo ello en la más temprana niñez. Sin que se conozca todavía a ciencia cierta el efecto pre-nacimiento, se considera que si por cualquier déficit de este juego de afectos o problemas en el aprendizaje de los sentidos, no se llegan a desarrollar algunas estructuras neuronales, ello puede dar lugar en la vida posterior de una persona a tendencias fóbicas, de pánico, hipocondría, situaciones maniaco-depresivas y enojos incontrolables. Si bien Sigmund Freud no le ha dado extrema importancia a los primeros meses de la vida de una persona, se ha podido constatar que la base de la personalidad sentimental y del carácter se instala antes de lo que durante tiempo se creía. La ciencia ha avanzado y dado nuevas explicaciones que aseguran aquello. La eterna pregunta suele ser: ¿Qué influencia tiene la niñez en toda mi vida? Para esta ya hay infinidad de explicaciones y comprobaciones que abonan que dicha importancia es muy grande. La otra pregunta suele ser: ¿Estos sellos y marcas que nos molestan, torturan, pesan y atormentan: son corregibles? La contestación que hoy día se esboza sería: en principio sí, sobre

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todo si se encara un tratamiento psicol贸gico con seriedad y determinaci贸n que lleva a evaluar y corregir los aspectos y eventuales d茅ficits afectivos tempranos. Se considera sin embargo que no es aconsejable ni se han obtenido resultados satisfactorios cuando se emplean tratamientos de autoayuda que privilegian soluciones r谩pidas y superficiales.

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Mis experiencias de radioaficionado Los Radioaficionados utilizan varios tipos de equipos electrónicos para comunicarse con otros aficionados, como recreación o autoformación. Se estima que en la época del auge máximo (1950-70) había unos sesenta millones en todo el mundo. Los orígenes de cómo se practica hoy día comenzaron alrededor de 1900 y desde entonces la radioafición ha dado importantes contribuciones a la ciencia, ingeniería, industria y los servicios sociales. Su importancia en caso de catástrofes (inundaciones, huracanes y terremotos) es primordial. Cuando ningún otro medio de comunicación funciona los Radioaficionados suelen ser la única posibilidad de contacto. Los equipos que se emplean se han ido perfeccionando, dando lugar a comunicaciones confiables tanto en código Morse como en forma hablada. Después de cumplir dieciocho años (edad mínima para ser tenido en cuenta) me preparé para rendir mi examen en el Palacio de Correos y Telégrafos. Se me concedió una licencia de principiante, asignándome una característica que figuraba en el catálogo de radioaficionados argentinos con la sigla LU2 DNX. Cuando se conversa, para facilitar el entendimiento se utilizan las palabras LIMA UNION DOS DINAMARCA NICARAGUA XILOFÓN. Con los años fui dando nuevos exámenes hasta obtener la licencia en la categoría máxima. Fue entonces que adquirí mi primer equipo tipo profesional y logré montar una torre antena de siete metros de alto sobre el techo de casa. El radioaficionado debe ceñirse estrictamente a las siguientes premisas: no utilizar el equipo para fines comerciales, no hablar de política, religión o temas que pueden ser ofensivos y expresarse en palabras de urbanidad. Después de comunicarme con un colega, le enviaba una tarjeta QSL por correo que confirmaba el contacto. También recibía de la otra parte una tarjeta semejante. Con los años llegué a juntar más de setecientas tarjetas de casi todos los lugares del mundo.

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Me quedaron muchos recuerdos: De la vez que hablé con un hombre de origen alemán que, cuando se jubiló, compró una pequeña isla frente a la costa de Panamá donde instaló un zoológico completo. La tarjeta que me envió lo mostraba acariciando un enorme león. Cuando conversaba todas las semanas con un señor en Missouri, de oficio guarda barreras de ferrocarril en una estación en medio de la nada donde sólo pasaba un tren por semana. De aquél joven de Yokohama con el que me comunicaba casi todos los días y hablaba en un inglés muy restringido. Me pedía que le dijera cómo se decían ciertas cosas en castellano. Al cabo de varios meses me sorprendió un día diciendo varias frases en español. De otro hombre en Los Angeles, que hablaba un perfecto español y que me insistía en que yo seguramente lo conocía bien. Y era realidad. Resultó ser el actor que representaba al Sargento García en la serie Zorro. De un contacto con el radiotelegrafista de un avión de la línea brasileña Varig que, muy extrañado, me dijo que jamás había hablado con un radioaficionado. Es que los aviones usaban una frecuencia especial que no era captada por los equipos comunes. Un misterio. De otro contacto con el telegrafista de un barco español que navegaba frente a las Malvinas y que me preguntó el significado de “Sensación Térmica” que había escuchado en los boletines meteorológicos de la Argentina y que no conocía. Finalmente de cuando Daniel quería hablar por teléfono con su novia Laura para felicitarla en el día de su cumpleaños. El sabía que ella estaba ese día en un hotel en Montreal pero, evidentemente, tenía un número equivocado. Tuve la suerte de establecer contacto con un radioaficionado canadiense que nos facilitó el número correcto. Así Daniel logró hablar. En mis viajes y, más de una vez, se dio la posibilidad de conocer personalmente a los que habían hablado conmigo y que vivían en Alemania, Estados Unidos y muchos países latinoamericanos. En la actualidad y gracias a Internet, los E-mails, y las comunicaciones telefónicas, la radioafición ha ido perdiendo adeptos pero sigue

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siendo una forma muy apreciada y casi romántica de pasar horas tratando de establecer contacto en todo el mundo. Para mí siempre fue interesante conectar mi equipo y buscar a personas en el éter y después de haber encontrado algún colega en cualquier lugar del mundo y haber conversado con él sentía mucha satisfacción y un gran orgullo.

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La velocidad que corresponde El buen uso del tiempo, como otras cosas importantes de la vida no se aprende en la escuela. En eso creo que somos autodidactas y vamos aprendiendo en el transcurso de la vida. (Servan Schreiber)

Presto, Prestísimo. Así pedía Schumann en el encabezado de la Sonata para piano Op. 22, compuesta en la mitad del siglo XIX. Alguien ha dicho: “ Realmente no sé exactamente dónde quiero ir, pero si sé que puedo llegar cada vez más rápido”. Los inteligentes creen que es conveniente acelerar en todo. Lo que en la citada pieza musical romántica puede cuadrar sin problemas, no suele ser una regla conveniente en nuestra época. Cada cosa funciona con velocidad y ritmo propios. Sólo cuando tenemos en cuenta ésta realidad y tratamos de coordinarlas, el sistema funciona y todos tienen su chance. La sociedad ha sido absorbida por la espiral de la velocidad; los lentos aparentemente son perdedores. Un antiguo refrán africano dice: “El pasto no crece más rápido por más que tires del mismo”. Sabemos que es así. Convenzámonos de que nuestra canasta diaria tiene solo 24 horas. “Viva, entonces, la velocidad ....que corresponde”.

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El accidente Menciono aquí el accidente ocurrido en 1972 a un avión uruguayo que, con 45 pasajeros a bordo, cayó y se destruyó en gran parte en plena Cordillera de los Andes. La historia es harto conocida. Se escribieron 18 libros (el más famoso fue “Viven”), se rodaron 3 películas y 9 documentales. De esta historia, quizás una de las más dramáticas ocurrida en la gran cordillera, quisiera remarcar algunos detalles que me impresionaron de sobremanera. Este accidente le ocurrió a gente común (entre ellos muchos jóvenes) que no estaba preparada para la terrible tragedia que les tocó vivir. Trataron de resistir en aquél páramo helado con las pocas reservas y medios que poseían. Esperaban ansiosos ser rescatados. Pero esta esperanza cayó cuando se enteraron, después de 20 días y por la pequeña radio que les quedaba, que la búsqueda se había abandonado. Desesperados comenzaron a reaccionar. Se dieron en organizar distintas actividades incluidas aquellas destinadas a incrementar su tolerancia a la frustración y sobre todo demostrarse a si mismos que “el ser humano tiene capacidad de adaptarse, evolucionar y seguir adelante”. Fue así que después de 72 días en aquél infierno el mundo se enteró de que 16 sobrevivientes habían podido vencer a la muerte. Escribo esto después de haber asistido al relato de uno de los sobrevivientes, el Sr. Carlos Páez, que al final de su exposición remarcó: ”Es la historia la que dice que se puede y es la historia que afirma que el ser humano tiene la capacidad de adaptarse aún a las peores experiencias y seguir adelante”. Lo más importante es que se logran muchas cosas cuando los seres humanos están obligados y dispuestos a luchar para sobrevivir y, parafraseando al poeta Rilke, recordar sin duda alguna que “el amor de un ser humano por otro es tal vez para cada uno de nosotros la prueba más difícil, el más elevado testimonio de nosotros mismos, la obra suprema de la que todo lo demás sólo son preparativos”.

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Carpe Diem Hay dos días en la semana en los que no vale la pena preocuparnos. Dos días que podemos disfrutar libres de temor y ansiedad. Uno de éstos es ayer, con sus errores, preocupaciones, fallas y desatinos. Con sus dolores y quebrantos. Ayer ha pasado a ser algo fuera de nuestro control. Por nada podemos traer de vuelta el ayer. El otro día del que no deberíamos preocuparnos demasiado es el mañana. Está fuera de nuestras posibilidades inmediatas. Mañana el sol saldrá con un cielo límpido, azul, o detrás de un manto de nubes. Pero hasta que no lo haga no habrá empezado el mañana. Esto deja sólo el día de hoy. Hoy nos toca enfrentar los desafíos de éste día. Si cargamos el hoy con lo ocurrido ayer, o los desafíos de mañana, todo se nos hace más difícil. Aprendamos a vivir el día de hoy. Un solo día a la vez.

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Baby Sitting con pensamientos. Mis noches de los días jueves suelen ser divertidas. Soy el “baby sitter” de mi sobrina Titina. Acaba de cumplir seis meses. Jamás hubiera sospechado lo entretenida y divertida que puede ser esta bebita. Es por lejos más interesante que ver televisión y sus reacciones son más previsibles que mi computadora. Cuando le acerco una muñeca de trapo, trata de asirla con movimientos graciosos y se la lleva a la boca, aunque algunas veces termina en la nariz. Estas sesiones con Titina me llevan a descubrir un mundo distinto… Bueno, lo que realmente quiero significar es que comienzo a ver cosas diferentes. Así por ejemplo; hay objetos grandes y chicos. Aquellos que hacen ruido y los silenciosos. Los de color y los blancos. A ella le atraen mucho los de colores fuertes y los que producen sonido. A veces me pregunto: ¿Qué soy yo para Titina? ¿Un gran objeto con colores capaz de producir toda clase de sonidos? ¿Por qué no? Para mi no sería desagradable ni trágico. De todos modos estoy seguro de que la beba cambiará de opinión sobre su tío muchas veces. Tío bueno, tío malo, y con el tiempo tío viejo. Toda una cuestión de perspectiva. Pero también estoy convencido de que Titina va a cambiar de opinión sobre muchas cosas de este mundo en los próximos veinte años. Y eso es bueno. A menudo, cuando Titina se queda dormida comienzo a divagar y me pregunto: ¿estos cambios de perspectiva podrán tener un punto final? ¿Cuándo será ese momento? ¿Habré llegado a esto? Creo que me falta todavía. ¿Pero cuánto? Estos pensamientos me asustan. Aquí uno juega con la posibilidad de perder la flexibilidad y adaptación a lo nuevo. Me acuerdo de haber leído una frase como: “la cabeza es redonda para permitir cambiar de perspectiva y para poder uno adaptarse a lo nuevo y los pensamientos puedan fluir en todas direcciones”. Esto es precisamente lo que deseo. Una mente adaptable que me ayude a pasar los años y que permita acercarme a la vejez con dignidad. ¿Por qué será que los pensamientos fluyen en esa dirección a

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medida que pasan los años? Mi otro gran deseo es que pueda escribir cada vez cuentos mejores y que Titina los encuentre interesantes para leerlos algún día. Y pueda acordarse de su tío.

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Alguna idea sobre la memoria Está aceptado mundialmente entre los investigadores que no hay persona alguna que pueda acordarse de lo que vio y experimentó en sus primeros dos años de vida. ¿Cómo fue y qué experimenté cuando pude pararme por primera vez? ¿Qué gusto tenían los primeros alimentos que ingerí? ¿Cómo fue el primer verano de mi vida? Ninguna persona grande puede contestar estas preguntas con seguridad. Si bien un chico puede contarnos y describir lo que hizo, vio y sintió hace algunas semanas o meses, estas vivencias se pierden irremediablemente unos años después. Pero acordarse de lo ocurrido en el tercer o cuarto año de vida de una persona puede ser influenciado por diversos factores. El espectro de vivencias de la niñez temprana que puedan quedar en la memoria no sólo depende de la biología. Su fijación en la parte del cerebro una vez procesadas también depende de una serie de factores sociales y culturales. Es casi seguro que la relación cercana con los padres, los juegos, etc, son un factor positivo y primordial. En los países occidentales más adelantados los recuerdos se manifiestan a partir de los tres años y medio mientras que en Oriente (China) recién suelen acordarse de lo vivido a partir de los cuatro años. Estos resultados han sido obtenidos en base a amplios estudios en niños de ocho, once y catorce años a los que se inquirió sobre sus primeros recuerdos. Con preguntas tales como: ¿De qué puedes acordarte de tu temprana juventud? ¿Era verano o invierno cuando ocurrió lo que contaste? ¿Cuántos años tenías entonces? Se elaboró una primera serie de cuestionarios. Después los investigadores conversaron con los padres para cotejar datos. Así se llegó a constatar los datos arriba mencionados de tres años y medio y cuatro años respectivamente. Es así como después de mucho tiempo las conclusiones fueros hechas públicas.

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¿Cómo es posible que el desarrollo de la memoria autobiográfica tenga estas diferencias? Parece ser que el modo y la forma en que los padres de ciertos países europeos y también en Estados Unidos conversan sobre casi todos los acontecimientos pasados y presentes con los niños, influye en alto grado en el desarrollo de la “memoria de larga duración”. Sería el sistema de valores basados en el individuo y la autonomía presente en las diferentes zonas, los que promoverían el desarrollo de lo se que denomina “memoria autobiográfica”. Así por ejemplo en los países orientales lo ocurrido antes y lo presente se evalúa mayormente en la esfera social, dándosele menos importancia al valor y al recuerdo de las experiencias personales. Así las particularidades basadas en las diferentes culturas tienen una importancia primordial en el desarrollo cerebral de las criaturas y por ende en su memoria. Se ha constatado a través de largas evaluaciones que las madres occidentales hablan muy tempranamente con sus niños (a veces aún lactantes) y esto tiene un efecto muy estimulante en el desarrollo cerebral de los mismos. Pero aún en personas de similares círculos culturales se desarrollan las “amnesias infantiles” en forma diferente. Por lo general las personas de sexo femenino desarrollan recuerdos de edades más tempranas que aquellas de sexo masculino. Quizás uno de los factores que inciden en este hecho es que las madres suelen conversar en forma más habitual y frecuente de hechos diarios con sus hijas. Esto lleva a corroborarse en general en el hecho de que aquellos padres que conversan, juegan y conviven más intensamente con sus hijos e hijas entre los dos y cuatro años de edad. Los mismos, una vez llegados a los 12 a 13 años, reaccionan muy positivamente cuando se les pregunta sobre sus recuerdos más tempranos. Principalmente la conexión entre el hipocampo que podría servir de lugar de almacenamiento intermedio de recuerdos y la parte de la corteza cerebral que actúa como lugar de almacenamiento de larga duración está más

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desarrollado en estos casos. También se ha comprobado en forma fehaciente que aquellas personas que consideran que tienen recuerdos o memoria de hechos ocurridos anteriores a los dos años de edad, han adquirido estos conocimientos en forma posterior porque alguna persona se los ha contado. Es muy común que las personas hagan suyos ciertos hechos contados a otras edades con tal fuerza que creen firmemente que estos forman parte de su más temprana memoria. Se ha informado en los círculos científicos que un investigador de memoria temprana decía con mucha convicción que podía acordarse en forma cabal de todo lo ocurrido durante su bautismo (tendría dos años de vida). Consideraba que se encontraba ante un milagro neurobiológico. Todo se aclaró muy pronto. Esta persona había nacido durante la segunda guerra mundial. Debido a todos los problemas relacionados con el conflicto (mudanzas continuas, bombardeos, el padre enrolado como soldado y en el frente, momentánea imposibilidad de contar con el pastor) se corroboró que había sido bautizado recién después de la guerra cuando ya había cumplido cuatro años.

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La media lengua de los chicos A partir del medio añito, los niños parecen dar lengua suelta a sus cuerdas vocales, expresan sus emociones sin tapujos, sean de alegría o de enfado. Creen seguramente que así llaman la atención. Aunque la expresividad es grande, les falta el lenguaje que es muy poco desarrollado a esa temprana edad. A medida que transcurre el tiempo, las pocas palabras que van aprendiendo les ofrecen mayores posibilidades de expresión. Es por ello que se valen de un lenguaje corporal de gestos, voces, muecas, chillidos y pataletas. Depende mucho de los padres la posibilidad de interpretación de todas esta expresiones para saber si son gestos de alegría, de placer o de desesperación y hasta de ciertas rabietas teatrales. Los padres somos el modelo y el ejemplo y los hijos suelen tender a imitarnos. Por ello es conveniente atenernos a un comportamiento moderado y siempre adecuado a las diferentes situaciones que se dan. Así por ejemplo debemos discernir entre gritos normales o aquellos que se dan frente a un peligro que puede ser un recurso valioso en un accidente o males mayores. Por ello los gritos deben ser aceptados, evaluados pero debemos intentar que disminuyan hablándoles en voz baja. Sabemos que son una forma valiosa de comunicación pero por razones obvias trataremos de ir limitándolos. Todos los días y en cualquier momento los niños experimentan nuevas emociones. ¿Cómo no van a reaccionar y llegar hasta los gritos? Con el tiempo se va instalando el período de la “media lengua”. Comenzamos a escuchar palabras o parte de las mismas pero vemos que los niños aún tienen dificultades en repetirlas o las van modificando. Es gracioso escucharlos y notar cómo se esfuerzan. En realidad debemos ir corrigiéndolos y, si bien aceptarlas, no festejarlos demasiado. En el caso de Tommi y por el hecho de haber recibido como primera lengua el alemán porque nosotros, sus abuelos y amigos les hablaban sólo en ese idioma, este desarrolló palabras graciosas.

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Recordamos varias: KOFEL (Kartoffel) BEANE (Birne) PULKO (Blumenkohl) TOMDATOMI (Kommt der Tommi) FIKUKUS (Fifikus) LALALO (Schokolade) LALO OLIFANT (Elephant) MELO REBENZ BENZ NOJAONIPUS

papa pera coliflor viene Tommi juguet贸n chocolate helado elefante caramelo Mercedes Benz otro omnibus

Tommi y Pablo (5 y 3 a帽os respectivamente)

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PUYO KOKODIL (Krokodil) POTUGA LOJOS

Peugeot cocodrilo tortuga ojos)

Otra cosa graciosa solía ser poder escuchar algunas frases y conversaciones entre los hermanos o con amigos. En estos casos ya habían ido tomando el castellano como lengua. Después de volver del circo se escucho decir a Pablo: “¿viste los payados haciendo malamares?” O cuando Tommi finalmente y después de mucho pedir le prestó un autito a Pablo, este vino corriendo y nos dijo: “ Tommi me convidó su autito”. Preguntas de Pablo: “¿por qué los pollitos hacen pío?” Y “¿Dónde queda el nuncajamás?” Tommi se lastimó un dedo y vino corriendo y pidió: “ponele alclol y después hay que encuritarlo”. Pablo, después de haber leído un cuentito preguntó a Tommi: “¿Qué es estar enamorado?” Este le contestó: es dar un beso en la boca que da mucho amor. O ir al cine juntos para ver toda una peli.” Pablo le dijo a Tommi : “viste que Cupeiro va a jugar a Boca”. Tommi: “¿en serio y va a llevar su coche de carrera?” (Cupeiro era corredor de autos.) Un día Pablo me dijo: “No importa no ganar. Hay que jugar sin perder ni empatar.” Hermosos tiempos que no volverán.

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Así Nomás Ya son las once de la noche. Afuera hay silencio y aquí adentro todavía suenan los ecos del carillón antiguo. Surgen preguntas. ¿Por qué escribo? Creo que lo hago con un propósito y es el de no dejarme llevar por el arrastre de nuestro mundo. También es una forma de vida. Escribo para mí y para el prójimo. Soy un inconforme, un buscador y pienso que a medida que transcurre el tiempo puedo hacerlo cada vez un poco mejor. Imaginación, memoria, episodios de la vida, pensamientos que no deben escaparse, siempre están presentes. Sentarme y comenzar a escribir me produce satisfacción aún cuando a veces los temas sean dolorosos. Me figuro que vuelo, sueño, corro, canto y puedo emocionarme hasta las lágrimas. ¿De qué clase de escritos disfruto más? Definitivamente son los cuentos cortos los que me atraen y me ofrecen posibilidades de expresar mi fantasía recuerdos, y anécdotas, todo en el marco de unas pocas páginas. Nací en una pequeña ciudad de Alemania a las orillas de un caudaloso río, rodeada de bosques de pinos. Mi abuelo Carl me enseñó a leer ya antes de ir a la escuela. Fue como un compañero por muchos años. Mis padres se ausentaban todos los días para trabajar. Los tiempos difíciles de los años 30 no llegaron a inquietarme. Sólo cuando en el colegio quedé confrontado repentinamente con una inesperada discriminación, aunque no comprendía bien lo que realmente ocurría, quedé marcado en forma indeleble. Debido a las crecientes dificultades políticas, mis padres decidieron emigrar. Buenos Aires nos recibió en 1936 después de un largo viaje en barco. Después de unos meses en una antigua pensión típica de San Telmo, y de pasar por experiencias muy distintas a todo lo vivido anteriormente, pudimos mudarnos a una pequeña vivienda en Belgrano que nos acercó otra vez a un entorno europeo.

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Mi primer colegio fue el Pestalozzi y allí me quedé hasta sexto grado. En esa época me hice de algunas buenas amistades. Maestros serios y cultos despertaron en nosotros un verdadero amor por la literatura y aún más por la historia. ¿Qué recuerdo de mis primeras lecturas? Historias sencillas de revistas como Billiken, El Tony y Patoruzú. Más adelante, libros de aventuras y de viajes de Salgari y Stevenson y especialmente a Robinson Crusoe. Muchas veces hubiera deseado ser un aventurero como ellos. Mark Twain me atrapó por largo tiempo. A Tom Sawyer y Huckleberry Finn los leía una y otra vez durante las noches a la luz de una vela. Las historias de Poe y sus misterios me intrigaron y de mayor, pude gozar durante meses de ese personaje increíble que era Sherlock Holmes. Quedé admirado por las dotes detectivescas y entré en el mundo y la mentalidad de este investigador cerebral, excéntrico, de un gran sentido del humor, habilidoso y con atisbos de desordenado. Hoy todavía lo veo con su pipa y su gorro haciendo frente a todo reto con una inacabable imaginación. Nuestro maestro de alemán , ex senador del Reichstag y refugiado político, nos introdujo en la poesía histórica. Poemas con sentido social y la flor y nata de pensadores europeos nos fueron servidos en largas horas de clase: un bagaje para toda la vida. Suelo acercarme todavía a veces a Goethe, Schiller y Heine y también a Victor Hugo. Considero que su novela “Los Miserables” se puede leer infinidad de veces. Aún comenzando por cualquier parte o capítulo es atrapante y conmovedor. Sin olvidarnos de los escritores más actuales que forman parte preponderante de mi biblioteca. Durante los años del secundario las experiencias fueron variadas. Había un programa que cumplir en literatura. Tengo buenos recuerdos del Fausto Criollo, Santos Vega y Martí. Además Sarmiento, Mitre y El Quijote fueron de lectura obligatoria. Pero recuerdo que cuando debíamos presentar una composición la escribía….mi hermana. En los años universitarios con mis compañeros nos creamos un de-

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safío con Homero, Ulises y alguno que otro “revolucionario”. Era un “must” meter las narices en Marx, Engels y Lenin. Debo reconocer que eran de lectura trabajosa y no siempre me interesaba lo que decían. Más bien había que entender el sentido social de sus ideas. Durante un largo periodo de mi vida profesional leía lo que me venía a mano dando preferencia a biografías y novelas históricas. Todo aquello mezclado con teatro, cine, conciertos y conferencias. Después de cumplir los 70 me animé a visitar un taller literario. Fue una revelación y resultó de gran ayuda. ¿De donde surgen los temas? La contestación es sencilla. No lo sé. Aparecen de repente durante un paseo. ¿Lo habré visto o fue solo imaginación? Pueden ser motivos escuchados pero para mí, en los cuentos, dejan de ser reales y se transforman en creaciones muy elaboradas y acordes a mi manera de pensar. Hay temas que viajan por la mente, imaginaciones que se reiteran por meses. Llevo una libreta para anotar hechos, personajes que interesan, recuerdos que surgen espontáneos. Me fascinan algunas informaciones de diarios y revistas. En uno de mis cuentos describo un grupo de personas ciegas que al escuchar el relato de su profesor, logran “ver” una estatua. Recuerdo que hace algún tiempo me entretuve pensando títulos extraños y al elaborar cuentos estos debían ceñirse a lo citado en aquellos. Todavía me quedan algunos: Historias de un gaitero escocés en Yokohama, Cocodrilos tristes y solitarios, Los dioses no conceden conferencias de prensa, La bruja patinadora del Central Park…. También tengo mis temas reiterativos: mi vida en Europa, las persecuciones raciales, la guerra y el holocausto. Finalmente, si me preguntan por mis escritores favoritos, me ponen en un serio aprieto. Aventuro unos pocos: Cervantes, Hugo, Tolstoi, Pushkin, Borges, Du Gard, Mann, Koestler y Zweig. Debido a que me encantan las biografías y novelas biográficas, busco efectos realistas, descripciones de ambientes y épocas. Me interesa todo lo relativo a la introspección en el espíritu de los diferentes personajes. Me encanta el extraordinario uso del idioma y las referencias

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literarias, históricas y por que no, las científicas. Dejo una receta: Un hombre Un río Una barca abandonada Una lluvia tenue Una brisa cálida Una mujer Un perro Mezclar los tres primeros ingredientes. Sazonar con lluvia y brisa. Agregar desde ya la mujer y el perro en el momento más propicio. Después cocinar a gusto. ¡ Buena tarea !

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CUARTA PARTE

CUENTOS VARIOS 177


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Una agonía

En este páramo ocre y cálido todo es sequía. Ni una gota de agua. Allí está acurrucada contra el esqueleto de un arbusto. Después de unos pocos días de no tener nada para beber, comienza a sufrir problemas de visión, que en un lento proceso terminará en una ceguera total. En la desesperación a veces llega a ingerir agua salitrosa. Más sedienta, hambrienta y exhausta, pierde lentamente parte de su peso. En pocas semanas, ciega, esquelética y en marcha temblorosa, queda acalambrada y se recuesta para no levantarse más. Acelerada la respiración, apenas puede mover la cabeza. Imposibilitada de espantar las nubes de moscas, en pocas horas los gusanos le invaden la vulva, el ano y el intestino, mientras que las aves carroñeras comienzan a picotear sus ojos y lengua hasta no dejar nada. Pero aún vive. Sólo después de otra semana de cruel agonía finalmente se detendrá el corazón de ésta vaca signada por la sequía. Quizás como un último servicio y para cumplir un ciclo de vida, algún alma caritativa encuentre la forma de llevar sus restos al zoológico para que puedan servir de alimento a los leones.

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Soñando 27 Estoy flotando en un río dorado viendo desfilar en las orillas grandes árboles adornados. Allí está mi abuelo Carl. Cuesta parir un árbol genealógico. Es como un nacimiento al revés. Nació un día 27 en un pueblo de pequeñas casas con techos de pizarra negra, en Alemania. Cuando festejé mis 7años me habló de cábala y algo del significado de los números 27, 2 y 7. Además recuerdo algunas frases suyas que pidió que no olvidara: “No malgastes tu tiempo concentrándote en cosas no reales”. Dijo además: “Lo primero que debes saber: lo que es, es. Y lo que no es, no es”. “Si algo es real es una perdida de tiempo desear que no lo sea. Hay que aceptarlo tal como se presenta y decidir si lo que deseamos es emplear la energía necesaria para intentar modificarlo. Una vez decidido qué hacer, hay que poner toda la energía en las acciones a emprender. Esto es la base del éxito”. Agregaba algo que recuerdo bien: “El día tiene otras medidas que la noche”. Esta noche la luna llenó mis pupilas. Más tarde, la lluvia comienza a hacer tronar las ventanas como tambores. Parece música de ejecuciones. En su deslizar las gotas se tocan, estallan, se separan y al bajar despiertan y remueven mis pensamientos. El abuelo murió cuando cumplió tres veces 27 años, 27 días después del fin de la gran guerra. Siempre había dicho que deseaba vivir lo necesario para poder ver la derrota del mal. Soñaba con un futuro posible. Veo desaparecer su cara; flota en las aguas, se desliza y se esconde bajo la tierra. Después lo cubre el pasto. Despierto en un ambiente plácido. Es el día 27 y recuerdo que a la noche habrá reunión de seminario con el sabio Magaloff. Seguramente podré saber más sobre los números 2 y 7. Es apasionante vivir y soñar en cábala.

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Sin amor Una leve penumbra reina en el dormitorio de la cita. La luz desparramada sobre la cama muere en un gran espejo opaco y extinguido, para dejar casi inexistente el resto del ámbito. En el lecho, Marisa, acostada de lado, extiende su entera desnudez. Desde el sillón, observo, con mirada sensual, su espléndido cuerpo de mujer treintañera. Mis ojos transitan por los pies blancos, dedos romos y aplanado empeine, remontan unas pantorrillas robustas y turgentes muslos. Sigue al vértice en sombras profundizado entre las ingles y, más arriba, se detienen brevemente en la pequeña flor del ombligo. Admiro la curva de las caderas, la cintura angosta y la excitante plenitud de las nalgas. Mi mirada se detiene en los pechos plenos, erguidos y orgullosos y, bajando los párpados, me estremezco en un suave temblor. Alzo de nuevo la vista y enfrento un rostro de mejillas apretadas, un mentón recio y severo, una nariz de aletas palpitantes y unos labios tiernos y carnosos. Pero sus ojos, que la cejas no logran destacar, pero que las pestañas decoran y distinguen, que parecen sonreír a la vida y cuyo chispeo verdoso ilumina su encantadora cara, son los que me hacen suspirar. Me duele aceptar que Marisa degrada ese majestuoso cuerpo en tardes de entregas pagas de sexo sin amor.

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Robots y falsos profetas En la luminosa mañana de otoño y con apenas quince minutos de atraso tocó tierra la aeronave de British Airways cumpliendo el vuelo regular desde Buenos Aires vía San Pablo y destino final el aeropuerto de Heathrow. Entre los pasajeros se encontraba Jorge Luis Burgos. Una vez cumplidos los requerimientos de migración y aduana y en posesión de su equipaje, encontró pronto un taxi, de esos antiguos que suelen verse en los filmes ingleses. En viaje a St. Margarets at Cliff cerca de Dover, Jorge Luis tomó conciencia de que su proyecto largamente soñado de visitar San Petersburgo había comenzado a realizarse. Su amigo Fito Bustos Domecq, dueño de una librería que también se dedicaba a organizar viajes, tuvo en cuenta ciertas experiencias informadas por viajeros exigentes al reservarle una habitación en un “Country House Hotel” en Wallets Court, donde lo alojaron en un “bungalow” agradable y muy cómodo. Después de un sencillo almuerzo en el “coffee shop” y posterior siesta, Jorge Luis se tomó su tiempo para recorrer el complejo, incluyendo establos, caballerizas, depósitos de almacén y las canchas de tenis. Se respiraba un aire muy “british” y al retornar a su dormitorio halló un folleto ilustrado del sitio, escenario de muchas batallas y donde supieron alojarse personalidades que dejaron sus impresiones estampadas sobre su estadía en un pequeño libro de visitas. Por la de tarde pidió una comunicación telefónica con Dover, para confirmar detalles de la partida en un crucero para el próximo día, a las 18 horas. Apenas pasadas las veinte, pudo acceder al salón comedor donde había reservado una mesa. Impresionado por la fastuosidad del ambiente, se sintió a gusto en lo que parecía ser un antiguo castillo de época victoriana. Un maitre alto y delgado vestido de esmoquin negro, chaleco con insignias y unos impecables guantes blancos, lo guió a una

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mesa cerca de una gran ventana. Se presentó y le alcanzó un ejemplar encuadernado en cuero del menú de la noche. Luego dispuso platos y cubiertos de plata esperando que José Luis decidiera lo que pediría para cenar. Eligió como entrada unas ostras de Deauville, seguidas de sopa de rabo de buey (Oxtail), que figuraba como una especialidad de la casa, y como plato principal Roast beef de Aberdeen Angus acompañado de endivias, tomates cherry de Piamonte y alcachofas violetas de Normandía. El maitre tomó nota y a continuación presentó al sommelier, que portaba varias medallas sobre el pecho y una gran cadena rodeándole el cuello. Anunció que se llamaba Simón de la Vierge, recitó su currículum y con cierto orgullo deslizó al pasar que con él se podía hacer el pedido en siete idiomas, entre ellos el español. Cuando Jorge Luis le comentó que provenía de la Argentina, a Simón le brillaron los ojos y, sin esperar, aconsejó un vino precisamente argentino. Comentó que no era posible comprarlo en el lugar de origen por ser de producción limitada y que sólo se exportaban 5400 botellas. Se trataba de un tinto aromático, virando a lo sensual y colindante con lo voluptuoso. Blend de uvas Malbec con Viognier y Petit Verdot simulando un dejo a bretanomyces, cosecha tardía de 1999 y según Simón de excelente maridaje con el Roast Beef. Para las ostras aconsejó una copa de Chardonnay de la casa y que luego sería conveniente cortar el gusto a la manera habitual. Una vez finalizada la cena a Jorge Luis no le quedaron dudas de que había experimentado un goce inmejorable y al levantarse después de degustar un Napoleón VSOP, le alcanzó al Maitre y Sommelier su agradecimiento por las finas y eficientes recomendaciones. Al dejar el salón vio, en la única otra mesa ocupada, a una mujer de tez oscura vestida con un conjunto brillante de color borravino. Le llamó la atención la abundante cabellera y al pasar, la saludó a la usanza antigua con una leve inclinación de cabeza. Al día siguiente y después del desayuno, ordenó un taxi y solicitó que lo llevara a Canterbury. Allí visitó la antigua catedral y se unió a

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un grupo de turistas que se desplazaban en un recorrido guiado muy interesante. Le impresionaron los vitraux antiguos y el contraste con los nuevos, repuestos por haber sido destruidos los originales durante los bombardeos de la II guerra. Alcanzó a ver detalles increíbles nunca imaginados en esta célebre construcción. Luego siguió caminando por callejuelas angostas y al desembocar en una plaza vio a una concentración de turistas que disfrutaba de un concierto y bailes típicos exhibidos por un grupo de personas minusválidas. Finalmente se desplazó al museo Canterbury Heritage donde pudo conocer exquisitos pormenores de la historia de ésta ciudad, fundada en la época romana. Al mediodía se decidió por un almuerzo rápido en un local de Burgers King y llegó puntual al lugar que había arreglado previamente para que el taxi lo llevara de vuelta. Preparó su equipaje y como le sobraba algún tiempo decidió hacer un paseo por la campiña. Como fanático del footing eligió un camino cercado de abedules. El silencio era absoluto y sólo se percibía una suave brisa. Estaba abstraído y soñando cuando casi se lleva por delante a la mujer vista la noche anterior en el comedor. Ésta, de jogging blanco, trotando y fuera de aliento, le sonrió. Se acercó y Jorge Luis se presentó dando algún detalle de su actividad, subrayando que procedía de Buenos Aires. A ella le pareció interesante y mencionó que su nombre era Moira Ann Waterprice y que vivía habitualmente en Australia, más precisamente en Queensland y que trabajaba en la Universidad de Brisbane como ayudante de cátedra en la especialidad de robótica y mecatrónica. Mientras daba todas estas explicaciones Jorge Luis pudo constatar que poseía unos grandes ojos verdes, una nariz recta pero levemente torcida cerca de la punta, labios escasos y que su inglés era muy de Oxford pero que redondeaba exageradamente las ues con un dejo ao y las eses que modulaba con un silbido casi imperceptible. Repentinamente y después de consultar su reloj, se despidió apresurada alegando que debía cumplir con un compromiso y salió trotando a toda velocidad. Jorge Luis por su parte decidió volver. A las cinco de la tarde se diri-

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gió en taxi al puerto de cruceros de Dover para abordar el “Norwegian Dream”. Quedó finalmente ubicado en la quinta cubierta, en una amplia cabina sobre estribor y cuando se disponía a conectar la TV, llegó su equipaje de la mano del stewart indonesio. Acomodó sus pertenencias y se vistió cómodo, dispuesto a efectuar una primera recorrida por el buque enorme que ya estaba en navegación. Cuando llegó la noche decidió que cenaría en el comedor Four Seasons, ubicado en la proa. Los reglamentos aconsejaban vestir de “elegante sport”. Sólo a la hora de la sobremesa tomó conciencia de lo que había sido la experiencia inolvidable en Wallets Place comparado con la cena ofrecida en este crucero de lujo. Enfiló después al “Stardust Theatre” para disfrutar del show. Volvió luego a la cabina para pasar su primera noche a bordo. A la mañana siguiente se asomó al balcón y pudo ver la tenue llovizna y las nubes bajas que caracterizaban ese día gris. Notó que había mar de fondo y que la mole se balanceaba suavemente. Decidió que después del desayuno iría a conocer la cubierta principal. Allí concurrían los que practicaban jogging, gente mayor que se conformaba simplemente con una caminata, y muchos otros pasajeros. Por pura curiosidad decidió dar una vuelta completa. Quedó asombrado cuando contó unos 560 metros. Por los altoparlantes pudo escuchar una voz chillona que anunciaba que a la tarde estarían llegando al canal de Kiel, también denominado Kaiser Guillermo I y en cuyo reinado, entre los años 1887 y 1895 los ingenieros navales de la armada prusiana habían concebido esta obra estratégica, única vía directa que unía el Mar del Norte con el Báltico, pasando por territorio alemán. La lluvia se hacía más intensa y optó por entrar cuando, dando grandes zancadas, apareció Moira con un jogging rojo y un gorro tipo Papá Noel. Se acercó para saludar a Jorge Luis y, sin mostrar sorpresa ni empacho, lo invitó a que la escoltara al pequeño bar del sexto nivel.

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Allí, y sin mediar tiempo alguno lo comprometió a que la acompañara a un encuentro muy importante en Rostock, el próximo destino, una ciudad antigua que supo pertenecer a la liga hanseática. Le comentó que ya tenía pautada una entrevista y para que estuviese más informado, comenzó a relatar detalles del proyecto en el que estaba involucrada. Se trataba de los robots pensantes. Creía que la inteligencia artificial avanzaba definitivamente hacia las computadoras capaces de autonomía y pensamientos lógicos, una posibilidad que colmaría los mayores sueños de los científicos y abriría asimismo una senda hacia las más temibles pesadillas de la ciencia ficción. Agregó que en la Universidad Queensland de Brisbane y en su departamento de investigación estaban evaluando desde hacía años el famoso test del matemático británico Alan Turinga, que ya en el año 1950 había comenzado a plantear un interrogante crucial: ¿Cuándo se considera inteligente a una computadora? Moira estaba desarrollando el tema con mucha vehemencia y entusiasmo pero cuando notó que Jorge Luis tenía dificultades en seguir sus planteos técnicos, se tranquilizó y sólo le recordó que una vez llegados a Rostock irían juntos a visitar al Profesor Ottmar Stein-Rennenkampf. El viernes a la mañana al despertar Jorge Luis constató que el barco ya estaba amarrado en Warnemuende, que se encuentra a 30 kilómetros de Rostock. Moira lo esperaba en el comedor y después del desayuno viajaron en taxi con destino a la Universidad, pues allí mismo se reunirían con Ottmar. Este ya estaba sentado en la gran escalinata frente al portal principal y los recibió con cierta ceremonia golpeando los tacos y ensayando un corto movimiento de cabeza. Personaje bizarro, de unos 70 años, alto, de barba, estaba vestido totalmente de negro. En una especie de rápida visita por algunas partes de la Universidad les contó que los claustros habían sido inaugurados a principios del siglo XV. Su inglés era lento, con acento alemán y fácil de entender. Cuando llegaron finalmente a su amplia oficina los sorprendió con un exquisito brunch donde no faltaron las salchichas, el chucrut y la cerveza.

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En el ínterin les habló de sus anteriores actividades en el Instituto de Física y Matemáticas Superiores Kaiser Guillermo II, en Berlin (aclaró que Berlin estaba apenas a 3 horas en tren desde allí). Comentó que estuvo un tiempo trabajando con muy afamados profesores, algunos Premio Nobel como Max Laue, Fritz Haber, Albert Einstein. Luego se entretuvo unos minutos relatando sus increíbles experiencias en Praga, cuando fue comisionado para interiorizarse del tema Golem y que aparentemente lo apasionaban en extremo. La cara se le transfiguró cuando citó frases como: “ La luz de la luna baña la parte inferior de la cama y se posa allí como una gran piedra que deslumbra. Recuerdo el antiguo juego de Tarot con letras hebreas y el Zohar, libro brillante de la Cábala, al Golem y su inspirador, el Rabino Loew de Praga, el Ghetto y aquella figura impresionante de arcilla, autómata al que el Rabino le había insuflado la vida para defender a los judíos. Trágico el momento en el que el Golem se sale de control y provoca terribles catástrofes. Nunca se supo si Loew había tomado el ejemplo de cuando Dios, según la Biblia, formó una figura de barro y le insufló vida y alma y lo llamó Adán. ¿Habrá sido que Loew no pudo darle el alma?” Luego prosiguió: “Pero nosotros no estamos aquí para considerar temas de religión, filosofía, ocultismo, alquimia, magia o cábala, sino para discutir sobre las últimas experiencias realizadas con computadoras inteligentes y robots pensantes. Cuando viajaban de retorno al barco, Jorge Luis le confesó a Moira que su mente se las había ingeniado para volar, penetrando en nebulosas y enigmas indescifrables y que poco se acordaba de los detalles de la entrevista. Moira, en cambio, le comentó a Jorge Luis que muchos detalles de secretos, enigmas y turbulencias se le habían aclarado. También le confesó que lo escuchado con relación al Golem, había adquirido para ella un significado preciso, llegando a pensar en lo simbólico y las semejanzas con el hombre actual que realiza trabajos a él asignados, y que cada vez lo ignora más y considera menos su propia voluntad, presionándolo con un rigor atroz. Y que ella deseaba cola-

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borar con la legión de científicos que procuraban que las labores más desagradables las realizaran robots. Sólo así se llegaría a que el ser humano pudiera dedicarse con éxito a todo aquello agradable y satisfactorio que el destino podía prodigarle. Luego de la escala en Warnemuende el Norwegian Dream zarpó bien de mañana. Moira no apareció durante todo el día. A la tarde comenzó a bajar una espesa neblina fría y se escuchó que una bocina potente sonaba a intervalos regulares para dar aviso a otros barcos que pudieran estar navegando en la zona. Cada vez que Jorge Luis escuchaba este sonido volvían a su mente recuerdos lejanos de aullidos de animales, de cuando su padre lo llevaba de cacería por el este de La Pampa. La siguiente jornada los acercó a una zona de la costa de Rusia llena de islotes de rocas negras brillantes. Poco tiempo antes de llegar a San Petersburgo apareció Moira vestida de violeta y lo invitó a que fuera con ella a un espectáculo luego de llegar a puerto. Antes de amarrar, pudieron observar que sobre el muelle se acercaba una banda del ejército ruso tocando una marcha, que Jorge Luis creyó reconocer como la de San Lorenzo. Luego de una cena temprana bajaron al muelle. Moira le indicó al conductor de un taxi que los llevara al teatro Alexandrinsky, la sala de conciertos y ballet más antigua de Rusia. Fue entonces que comentó que estaban por asistir a la “premiere” del ballet de un autor australiano en cuya preparación ella había colaborado. La obra “La Irresponsable Danza de los Muñecos Amaestrados” sería representada con música del compositor Paul Duclas y animada por el grupo más destacado de bailarines solistas de la academia de San Petersburgo. El espectáculo extraño no encontró eco en el público. Los siete, vestidos cada uno con diferentes atuendos brillantes y decorados con símbolos bizarros corrían por el escenario dando grandes pasos de baile y poco a poco se iban cayendo uno tras otro en lugares alejados del centro del escenario y acompañados de sonidos desgarradores que

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simulaban exhalaciones. Finalmente uno de los muñecos, el más alto, que seguía saltando frenético haciendo unos movimientos casi inverosímiles, se quedó súbitamente parado en el medio de los caídos. Fue entonces que hizo su aparición un personaje que parecía un domador o un brujo que blandía un enorme rebenque con el que comenzó a tratar de disciplinar al que quedaba. Comenzaba a notarse cierta intranquilidad en el público cuando finalmente terminó todo con la orquesta al más alto volumen y sonidos vibrantes que semejaban llantos. Una vez bajado el telón y después de tímidos aplausos que se extinguieron rápido, el público se dispersó. Moira no emitió comentario alguno. Le pidió a Jorge Luis que la llevara de regreso al barco. Al despedirse, le comentó que el día siguiente iría con una colega rusa a Pushkin y Zarskoje Selo para visitar el Palacio de Verano de los Zares. Le dijo que le gustaría que las acompañara y le aseguró que no se arrepentiría de haber ido a conocer aquella magnífica construcción. Amaneció seminublado y frío. Jorge Luis se había decidido y se dispuso a acompañar a las mujeres. Después de una hora en taxi arribaron al complejo. Ya antes de llegar y a medida que se acercaban pudieron apreciar una gran construcción que crecía hasta transformarse en un enorme y magnifico palacio de estilo barroco, al que se accedía por una serie de llamativas escaleras de mármol. Un hormiguero de turistas ansiaba visitar aquél monumento. Se sabía que durante la II guerra mundial los alemanes, que nunca pudieron conquistar Leningrado (designación de S. Petersburgo durante la época soviética), habían llegado sin embargo al palacio que estaba ubicado en las afueras de la ciudad. Caminando por pasillos y salones barrocos quedaron extasiados por los cuadros, muebles, decoraciones, arañas y alfombras de un gusto más que refinado. Además pudieron visitar algunas estancias de la zarina Catalina la Grande. Después de la victoria, el gobierno ruso contrató a los mejores historiadores, artesanos, arquitectos para asegurar la total y fidedigna re-

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construcción del histórico edificio. Moira y su colega enfilaron hacia el ala este para visitar el gran salón de ámbar, una de las preciosuras del palacio. Se decía que al pisar ese recinto al visitante lo embargaba una extraña sensación. Moira describió las características del ámbar, llegando a comentar que uno de los zares por sugerencia del decano de los científicos procuraba que allí se reunieran los cerebros más privilegiados de la Rusia Zarista. Debido a una extraña, nunca bien documentada sensación ambiental, se producían ondas, radiaciones y efluvios casi mágicos que actuaban de manera favorable para estimular la creación científica y artística, dando lugar a obras y desarrollos sin igual. Algún jeque Nazi debe de haberse enterado de aquello, y mandó a desmantelar todo y que lo llevaran para Alemania. No hay constancias de que allá tuvieran éxito, pero Moira recordó que Ottmar en Rostock había citado algunas experiencias así al pasar. Poco después de la victoria de los Aliados, los rusos enviaron una comisión con el expreso propósito de ubicar y repatriar todo el ámbar para encarar la reconstrucción de la sala hasta su último detalle. Ya en viaje de retorno hacia el embarcadero, la colega de Moira los invitó a una degustación de platos típicos rusos. En el Thimotheos pudieron gozar de una exquisita seguidilla de encurtidos, carne con salsa de joghurt picante, borscht, niños envueltos de repollo colorado a la Kiev, crepes con grosellas y helado de piñas, acompañado por un oleoso y muy aromático vino de Crimea, lo cual colaboró a que todos se sintieran más que felices y hasta un poco alegres. Tanto así fue, que al llegar al barco Jorge Luis muy pronto se retiró a su cabina. Después de levantarse de su descanso pudo constatar que se había perdido las maniobras de zarpada y el espectáculo del puerto, y que ya estaban navegando mar adentro, enfilando a su próximo destino: Helsinki. Al día siguiente, cuando Jorge Luis se dedicó a ubicar a Moira, notó que ella había desaparecido en forma misteriosa. Se acercó a Control de Pasaje donde le informaron que la Miss Waterprice había desem-

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barcado en San Petersburgo imprevistamente. Ninguna otra noticia. En la siguiente escala, Estocolmo, Jorge Luis se unió a un grupo de visita guiada. Se alegró al escuchar que alguien mantenía una conversación en español. Se acercó y se presentó a uno de los señores, que dijo llamarse Victor Hugo Delmoral, periodista uruguayo. Al rato este le comentó, que estaba detrás de una primicia. No dijo en qué forma había llegado a enterarse de que la Agencia Atómica Sueca estaba almacenando grandes cantidades de desechos nucleares, sellados en enormes tambores de plomo y antimonio en unas cuevas naturales en Sigunta, al noroeste de la capital. Delmoral lo consideraba algo temerario y desconfiaba de la estanqueidad de los envases a largo plazo. Su mente ya estaba fantaseando con un holocausto nuclear de insospechadas consecuencias. Después de un vuelo placentero abordado en Copenhague, Jorge Luis llegó a Paris, última escala prevista de su periplo. Se entretuvo durante varios días admirando museos, iglesias, castillos y además degustando la cocina francesa, que le encantaba. Luego de la clásica subida a la Torre Eiffel se desplazó al Aeropuerto Charles de Gaulle con la intención de abordar el vuelo regular de Aerolíneas que lo llevaría finalmente a Buenos Aires. Sólo después de esperar seis horas finalmente pudo acomodarse en el nivel superior de un antiguo Jumbo, donde lo mimaron dos azafatas por ser uno de los pocos pasajeros en el recinto. En Buenos Aires tuvo que reincorporarse muy pronto a sus labores en la biblioteca de una prestigiosa universidad privada. Le llevó semanas volver a acostumbrarse y durante un tiempo lo perseguían las bizarras alternativas de ese viaje tan singular. Tiempo después y en plena noche recibió un llamado telefónico de Moira. La notó eufórica pues casi sin parar le contó que se encontraba en tierra de los aborígenes Anango, en la parte meridional de Australia. Estaba con un grupo, en un programa de experimentación y colaboraba con un Chaman de la subtribu de los Antikirinya. Adelantó entusiasmada que se trabajaba con seres inanimados listos para recibir vida artificial a través de un complejo mecanismo robótico inteligente.

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Lo recordaba con placer y agradecía su amable compañía durante el viaje. Cuando Jorge Luis inquirió sobre cuándo tendría nuevas noticias de ella, no alcanzó a escuchar la contestación. Durante el resto de esa noche Jorge Luis no llegó a conciliar el sueño. Se había adueñado de él una extraña intranquilidad. Al día siguiente buscó en la biblioteca todo lo que estaba archivado sobre El Golem. Además leyó con ahínco el libro de Gustav Meyrinck que le encantó pero al mismo tiempo lo intranquilizó aún más. Durante meses nada supo de Moira. Se acordó de Victor Hugo Delmoral. Sabía dónde encontrarlo pues varias veces había sintonizado la radio en la que estaba a cargo de una audición. Le llamó la atención un cambio: de la preocupación por un posible holocausto nuclear que podría ocurrir en cientos de años, ahora estaba centrado en la candente actualidad argentina. En toda la temática que a Jorge Luis le significaba un agobiante imperio de la antinomia y confrontación que se estaba dando en el país, a Victor Hugo le encantaba hurgar hasta el hastío. Sólo existían para este dos grandes actores: el gobierno y los destituyentes, y creía firmemente que después de la inexorable derrota de los mismos, el pueblo alcanzaría la felicidad tan pregonada por todos los que apoyaban al gobierno. No obstante llamó al periodista. Lo interiorizó de lo vivido durante el viaje y su actual preocupación y le pidió que intentara, a través de contactos con colegas radiales que trabajaban en Australia, de averiguar alguna novedad sobre Moira. Victor Hugo le prometió ocuparse indicando que conocía a un periodista uruguayo que dirigía una agencia de noticias en Melbourne. Sólo varias semanas más tarde supo algo. Delmoral le alcanzó un mail cuyo contenido apabulló a Jorge Luis. Informaba de la misteriosa desaparición de toda una tribu de Australia Meridional a condecuencia de un enorme meteoro. Y nada más.

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Al mes, Delmoral volvió a llamar. Una noticia que se había filtrado desde una fuente oficial y que estaba clasificada como estrictamente reservada hablaba de la muy lamentable y temprana defunción de una conocida científica, pionera en robótica, colaboradora de una división estratégica del Ministerio de Guerra Australiano y que había estado muy dedicada hasta último momento al desarrollo de ingenios que podían haber sido de importante uso en nuevas formas de defensa y seguridad continental. Jorge Luis quedó muy sentido, y se acordó de un “cuento” leído en su juventud, que trataba de los soberbios y falsos profetas que no hesitaban en destruir a sus seguidores cuando estos no llegaban a concretar lo que de ellos se esperaba, con el único afán de mantener la absoluta reserva y seguir afianzando su poder para imponer sus “verdades”.

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Recuerdos de juventud Los recuerdos son el único paraíso del que no nos pueden echar ( Jean Paul)

Esto me lo contó un conocido algo mayor y me quedó tan grabado que aquí lo transcribo. He nacido el siete de marzo de 1910 en Heilbronn, en la Schroederstrasse 48, en el cuarto piso, último de una vieja casa. En la planta baja se encontraba una antigua fonda medieval. Por esta calle pasaba una línea de tranvías cuyo trayecto se extendía desde el parque municipal hasta la estación de trenes. En la plaza central se cruzaba con otra línea que iba de la cancha de fútbol hasta la usina de gas. Mi tía Elsa y mi tío Guillermo vivían en la misma calle. Cuando los visitábamos yo siempre quería regresar a casa en tranvía para hacer sonar la campanilla. Y eso que estábamos sólo a una cuadra. Ya desde la niñez me fascinaba todo lo que rodara. Para Heilbronn era un orgullo en poseer estos tranvías nuevos. La energía era producida en la usina eléctrica que estaba al final de la calle principal. Debido a que Heilbronn era cruzada por tres ríos, todos ellos provenientes de la Selva Negra, los concejales municipales suscribieron con una la empresa estatal la construcción de un dique en plena ciudad. El caudal sería suficiente para movilizar tres turbinas con sus dínamos que proveyesen la corriente eléctrica para toda la ciudad, inclusive para los tranvías. Más adelante se sumó otra usina de un valle cercano. Lo recuerdo con precisión porque mi padre era empleado en la sección mecánica de la usina. En agosto de 1914 Alemania declaró la guerra a Francia, Inglaterra y Rusia. Mi padre recibió la orden de movilización para presentarse en

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la base naval de Kiel. Todavía recuerdo a los primeros hombres que marchaban desde pueblos cercanos y desfilaron también por nuestra calle. Parecían muy alegres, llevaban flores en sus gorras y cantaban algo así como: “Muy pronto derrotaremos a los franceses e ingleses”. Para los niños como yo parecía algo muy cómico y nunca visto. Sin embargo mi madre se mostraba preocupada al ver pasar a tantos jóvenes hacia la estación de trenes y a la guerra. Pronto llegaron los primeros trenes sanitarios con muchos heridos. El salón de actos fue habilitado como lazareto. La guerra se instaló con preocupación e intranquilidad. ¿Habrá sido también el motivo por el que mi madre quería mudarse a una vivienda más pequeña? Fue así que nos trasladamos al otro lado del río a una casa en un segundo piso. En 1916 murió la abuela y yo entré a la escuela. Era un colegio muy antiguo y se encontraba justo frente al canal. Mi caminata me llevaba a cruzar el puente grande y la plaza de los castaños. Mis maestras fueron dos señoritas jóvenes a las que más adelante se sumó la Sra. Mohr. En el patio grande de la escuela había un antiguo castaño que florecía en primavera. En invierno las aulas se calefaccionaban con una gran estufa a carbón, sobre cuya tapa podíamos dorar ricas manzanas. Debajo de nuestra nueva vivienda, se encontraba un pequeño taller. El dueño trabajaba como cerrajero y mecánico. Me gustaba pararme en un lado del taller durante horas. Así, a los seis años, comenzó mi relación con la mecánica que me duraría toda la vida. Observaba cómo trabajaban las máquinas, en especial una gran perforadora que movía un eje con una hélice con dos bolitas que bailaban alegremente. Cuando tuvimos nuestra primera alarma aérea bajamos al sótano en plena noche. Teníamos miedo y sentimos mucho frío. Las sombras de las velas bailaban como fantasmas y no pude dormir por varios días. A la mañana siguiente supimos que en dos ciudades cercanas habían caído bombas. Pronto se instaló un nuevo lazareto mucho más grande en la escuela secundaria al que llegaban heridos graves y también hombres envenenados por gases. Era el inicio de la guerra tóxica. En el colegio supimos que los padres de tres compañeros habían muerto de-

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fendiendo la patria. Así tomamos contacto real con las consecuencias de esta guerra. Más adelante se inició el racionamiento de pan y manteca. Mi madre se acercaba cada mes a la usina para cobrar el sueldo de mi padre y retirar vales para adquirir alimentos. Siempre volvía con algunas novedades que había oído de las mujeres de los compañeros de trabajo de mi padre, que también se encontraban en el frente. Por la caída de Amberes se anunció que se realizaría una fiesta con desfile en la plaza del emperador. Las mujeres no mostraron entusiasmo. Estaban cansadas de los actos patrióticos. Nosotros con la escuela, tuvimos que ir. Mi padre seguía en los cuarteles de Kiel bastante lejos de nosotros. Un día mamá tuvo la idea de visitar a su hermana en Hamburgo. Allí estaríamos cerca de mi padre. Fue así como conocí dos grandes ciudades a la orilla del mar. Cuando visitamos a mi padre, este alquiló una habitación para nosotros. Nos quedamos varias semanas. Los domingos de franco de mi padre hacíamos paseos, así conocí dos pequeños pueblos pesqueros. Me gustó mucho el diminuto puerto de Sucksdorf con sus coloridas barcas pesqueras y las banquinas llenas de redes y canastos. Otro día nos llevó al canal noroeste, donde estaban anclados muchos barcos de guerra. Quedé impresionado por sus siluetas grises y los grandes cañones. Vueltos a Hamburgo, la tía nos llevó a conocer el zoológico, el cementerio y el nuevo gran túnel debajo del río. Al tío no lo vimos, estaba en el frente ruso. Después de volver a Heilbronn retomamos la vida cotidiana. Recuerdo que durante un paseo dominical vimos un combate aéreo. Volaban muchos aviones y se escuchaban tiros de cañón de una guarnición cercana. Estábamos muy nerviosos y mi corazón palpitaba fuerte. Comenzaron a verse los primeros prisioneros de guerra franceses. No se los trataba muy bien, y debían hacer trabajos duros en la construcción y veíamos cómo se esforzaban durante horas con picos y palas. También aparecieron prisioneros ingleses. Eran oficiales de uniforme elegante y bastoncito. Tenían permiso de honor para pasear en for-

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mación. Recibían chocolate desde Suiza por la Cruz Roja y a menudo nos regalaban alguna tableta, un manjar. Al poco tiempo recibimos nuevas noticias de mi padre. Había sido transferido y trabajaba en un astillero. A mí me enviaron a otra escuela más moderna. Allí no había estufas y se terminaron las manzanas asadas. Pero teníamos en cambio calefacción a vapor, una sala de física y otra grande para dibujo. Estaba cerca del río y frente a la gran iglesia protestante. Por entonces y aprovechando las vacaciones escolares, mi madre decidió que nos fuéramos a vivir por unas semanas cerca de papá. Fue en 1917. Nos ubicamos en un pequeño piso cerca del astillero. También allí pudimos conocer muchos sitios interesantes. Cruzamos los puentes del río y caminamos por la playa grande. Así fue que vi por primera vez el hermoso Mar del Norte y me impresionó el enorme faro de Punta Roja. Lamentablemente a las pocas semanas mi padre tuvo otro traslado. Se estaba alistando una pequeña flotilla de barreminas, cinco barcos en total. Eran pesqueros modificados con armas e implementos especiales: debían hallar e inutilizar minas colocadas por los rusos y mantener abierta la ruta de transporte de mineral desde el Golfo de Finlandia hacia los puertos alemanes del Báltico. Solían navegar en formación. Supimos que en una de las salidas habituales mi padre estuvo cerca de la muerte. Nos escribió que durante un patrullaje el barco que navegaba delante de ellos desapareció sin rastros. Sólo escucharon un fuerte ruido. En el interin mi madre y yo volvimos a Heilbronn. Cuando mi padre volvió de uno de los patrullajes se enteró de que había estallado la revolución. El comandante entregó su barco a la capitanía portuaria y licenció a los marinos. Era el 9 de noviembre de 1918. El Kaiser se había fugado a Holanda. Se vivía una enorme confusión y no fue fácil para mi padre volver a Heilbronn. Después vino el caos. El gobierno renunció y se declaró la república. Mi padre pudo retomar su trabajo en la usina y yo volví a la escuela. Mi padre inició entonces, como segundo trabajo, un negocio de venta de pescados. Recibíamos las canastas cubiertas de hielo por tren

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desde Sucksdorf donde había conocido un pescador durante la guerra. Comenzamos a vender en el vecindario. La venta iba bien y mi padre construyó un pequeño ahumadero. El pescado ahumado comenzó a adquirir fama y tuvimos que ampliar el negocio. Cuando los carniceros notaron que les bajaban las ventas hicieron circular el rumor de una supuesta contaminación de los pescados y que estos venían con gusanos y triquinas. Consiguieron su propósito y las ventas bajaron tanto que tuvimos que cerrar. Fue entonces que mis padres decidieron mudarse de nuevo a una pequeña casa con un gran jardín en las afueras, cerca del bosque norte. Desde allí podíamos ver la ciudad en la hondonada. Yo tenía un camino más largo a la escuela pero no me molestaba. Un día de verano, mi padre trajo a casa una oveja lechera. La había comprado en una quinta y nos fue enviada por ferrocarril. Llegué a ser pastor en mi tiempo libre. En el año 1920, la guerra perdida y las deudas que Alemania debía pagar se hacían notar, la inflación crecía. Los vencedores comenzaron a ocupar diversas partes de nuestro país y los tiempos fueron tan duros que no me gusta recordarlos. Se conocieron los famosos Putsch y muchos crímenes políticos de ministros y autoridades. El más sonado fue el intento de revolución de Hitler de 1923 en Munich. La condena que recibió fue de 10 años de cárcel. Sin embargo, en nuestra pequeña casa alejada del centro, todavía se respiraba cierta tranquilidad. El jardín con sus frutales y la oveja que había llegado preñada y tuvo dos ovejitas nos hizo sentir granjeros. Como mi padre trabajaba en turnos de ocho horas, cuando tenía su día libre siempre estaba ocupado. Con un pequeño carro construido en sus horas libres yo iba a la ciudad a buscar bosta. Era un buen abono y el jardín progresaba. Todo florecía. Teníamos verduras, arvejas, chauchas, tomates, pepinos y unas riquísimas frutillas. Mi madre y yo llevábamos las ovejas a pastorear. Algunas veces nos alejábamos durante medio día. Los paseos por la Selva Negra resultaron inolvidables. En el año 1923 mi padre se enteró por un compañero de trabajo, de una cooperativa que se estaba formando para llevar emigrantes a Sudamérica, a Paraguay. Su entusiasmo por este proyecto era grande.

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Cuando en 1924 se supo que Hitler había salido de prisión después de haber estado apenas un año, mi padre comentó: “Comienza el baile de nuevo y creo que si estos Nazis llegan a gobernar, estamos más cerca de una nueva guerra. Nosotros nos vamos con el grupo a Paraguay, a la libertad y lejos de las guerras”. Comenzamos a vender todo, los muebles, las ovejas. Antes de partir recibí la confirmación en la pequeña iglesia evangélica. Viajamos a Hamburgo y nos embarcaron en una lancha de transporte que nos llevó a donde estaba anclado el vapor Galicia. Nos despidieron con música de trompetas. A la tarde el vapor levó anclas y dos remolcadores nos llevaron lentamente al canal profundo del Elba. Puestas a marchar las calderas, salía un humo negro por la gran chimenea. Los remolcadores dieron cuatro toques de sirena. Oscurecía y lejos quedaban las luces de tierra. Comenzamos a sentir frío y bajamos a una cubierta inferior. Ya las máquinas del Galicia trabajaban a todo vapor. Alemania se alejaba. ¡Íbamos hacia la libertad!

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Taschlij Antes de contar las primeras experiencias de mi infancia en Rosch Haschana con relación a la ceremonia del Taschlij, viene desde el fondo de mi memoria un cuento jasídico que me contó mi abuelo Bernhard (Lerner): “Todos los años Moishele se esforzaba para guardar algún dinero de lo recibido por su duro trabajo y lo reservaba para ir a visitar a su Rabi en Lublin antes de la llegada del Rosch Haschana. Al llegar esta vez a la casa del Rabi, este ni lo miró y menos todavía lo saludó. Cuando Moishele se le acercó para preguntarle por el motivo de su indiferencia sólo escuchó: -vete. Triste, casi llorando, se fué, arrastrando los pies, cuando al poco tiempo se encontró con un grupo de jasidim. Al verlo tan abatido le preguntaron por el motivo de su tristeza. Moishele les contó que el Rabi, en esta visita, al contrario de lo que ocurría en años anteriores, ni lo saludó y hasta lo había echado. ¿Estuviste aquí el año pasado para Rosch Haschana?, le preguntó uno de los jasidim, el mayor de ellos. Moishele le contestó que sí ; y cuando aquel le inquirió si había hecho Taschlij en aquella oportunidad. Moischele no supo qué contestar. Ven, le dijo, te daremos una bendición junto con mis amigos. Toma una copita y brindemos por la vida; lejaim. Y el festejo alegró a Moischele y repitieron las bendiciones unas cuantas veces. Al día siguiente lo llevaron nuevamente al Rabi y esta vez Moishele fue recibido con sonrisas y bendiciones. Sorprendido por la diferente actitud de su Rabi, Moishele preguntó: ¿Rabi, ayer me echaste de tu lado y hoy me recibes como siempre? ¿Qué ocurrió? Moishele, ayer vi a tu lado al ángel de la muerte, pero parece que las bendiciones te han hecho bien con un lejaim del cielo y te inscribieron en el pacto de un nuevo año de vida. No te olvides que para la próxima festividad de Rosch Haschana es muy impor-

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tante cumplir con todos los preceptos, bendiciones y no dejar de lado ninguna mizwa y respetar todas las tzedaka. Así tendrás un año bueno, lleno de felicidad y podrás ser inscripto en el libro de la vida. Muy chico era yo. Quizás tendría 4 o 5 años cuando viajaba con mis padres para festejar Rosch Haschana con el abuelo Bernhard y la abuela Recha en Friedberg, una pequeña ciudad cerca de Frankfort. Ellos eran muy creyentes y cumplían con decisión y alegría todos los preceptos de las fiestas. A la mañana habíamos estado en la sinagoga y después de almorzar toda la familia caminaba lentamente por una larga y angosta senda. El único riachito pasaba por la granja de un campesino de apellido Mueller. Este, todos los años, le permitía a la familia acercarse al pequeño riacho de aguas cristalinas que se denominaba Waldbach. Si bien nosotros no pudimos verlos, Mueller nos aseguraba que había pequeños peces difíciles de visualizar. Allí se hacían los ritos y mi abuelo recitaba las oraciones y los cánticos. A mí y a los otros chicos nos decía que sacáramos los pecados de toda nuestra ropa y que los volcábaramos en el riacho para que el agua los llevara. Así estaríamos puros y sin culpas después de haber hecho Teschuva. Nuestros pecados se irían lejos, hundidos en las aguas del Waldbach. Después de despedirnos del Sr. Mueller, caminábamos en fila india en dirección a casa. En la ceremonia de la noche todos nos sentíamos bien y listos para seguir con lo prescripto y con la esperanza de poder ser rubricados en el libro de la vida. Después de tantos años quedó muy grabado en mi memoria aquella ceremonia de Taschlij en Alemania frente a un hilito de agua. Aquí en Buenos Aires, y a orillas del enorme Río de la Plata los que tengan voluntad de hacer su Taschlij y la Teschuva no encontrarán dificultad alguna en cumplir con lo prescripto por el orden de los Jamim Noraim. *El orden de Taschlij en Rosch Haschana. Después del servicio de Minja del primer día de Rosch Haschana nos acercaremos a la orilla de un río o del mar en el que haya peces y diremos lo versículos prescriptos como el Mi Camoja (¿Quién es como

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tu mi D´os?) y otros de acuerdo al orden del Taschlij indicados en el libro de oraciones. Luego sacudiremos las puntas de nuestros sacos y vaciaremos los bolsillos para significar que nos liberamos sinceramente de nuestros pecados. Una explicación del por qué debe realizarse cerca del agua, ello indica misericordia ya que el Taschlij esta dirigido a la misericordia del Altísimo. El significado de que haya peces es que estos nunca cierran sus ojos y deriva del escrito que dice:-He aquí el guardián de Israel que nunca duerme-. Una ceremonia sencilla pero llena de significado y tradición.

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El farol solitario La noche desciende furtiva sobre Balvanera. El pasaje Cruz se angosta al llegar a la placita. Unas pocos luces apenas iluminan las calles adoquinadas. Todavía faltan dos cuadras hasta lo del compadre Vargas. Hoy, después de largo tiempo, habrá convite: truco, asado y alguna payada. La oscuridad enceguece y asusta. Al doblar por Arolas, un solitario farol derrama tranquilidad y las angustias huyen. El encuentro con los amigos revive antiguos recuerdos. Entre empanadas y vino afloran versos y coplas. Bien de madrugada, finalmente el descanso. El nuevo día nos reúne para matear. Cuesta despedirse. Vuelvo por calles inundadas de sol que invitan al paseo. De repente veo el gran farol que en lo oscuro me pareció un faro. Sigue encendido. Qué débil es ahora la luz que esparce, pálida e insignificante. En nada se parece a la que había espantado mis miedos. Solo al llegar la noche, su luminosidad volverá a reinar.

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La nuit de Tunésie Las tardes del Shabbat son apacibles. No hay ruidos de las construcciones vecinas y pareciera que todo está sin habitar. Me encanta sentarme en mi sillón a media luz y dejar vagar la mirada. Me encuentro con la reproducción de un cuadro pintado en Túnez. Y aparecen los recuerdos. Había recibido una carta de nuestro embajador en la que me hacía saber que, con motivo del traslado de la embajada, varias de mis pinturas habían sido seleccionadas para decorar algunos salones y me proponía viajar a Túnez después de Iom Kippur para estar presente en la inauguración oficial de la nueva sede. En una carta posterior me sugirió que organizara una clase maestra para artistas locales. Ahora sí tenía un problema porque yo consideraba que el arte no se puede enseñar. Este pensamiento se basaba en varias charlas con un célebre pintor inglés, profesor de arte, que en mis comienzos me dijo: “No estudies con nadie. Hay tantos profesores mediocres. Quédate con tus ideas y si fuese necesario acepta ciertas críticas y sugerencias. Pero sigue siendo auténtico”. Como sabía que mis inicios artísticos recién vieron la luz a los 50 años, opinó que había tenido suerte de evitar un proceso de aprendizaje a veces doloroso en la juventud, cuando somos proclives a seguir modelos. En cambio yo había logrado experimentar en el arte con ideas ya bien elaboradas. Mientras nos dedicábamos a preparar nuestro viaje mi mujer me alcanzó una nueva carta de la embajada. Felizmente ya habían elegido el lugar para el “workshop”: un café galería fundado por el decano de los pintores tunecinos. El ministerio proveería los fondos necesarios para que no faltara nada. En octubre emprendimos vuelo. El agregado cultural nos recibió en el aeropuerto para llevarnos al hotel. Desde la habitación disfrutamos la vista de la Medina, la ciudad antigua con sus callejuelas, y pudimos escuchar el llamado a la oración desde los minaretes, cinco veces por

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día. Ello indicaba que estábamos en un antiguo y enigmático país donde la religión dominaba. Además me reencontré con el recuerdo del querido filme “El ladrón de Bagdad”, con Douglas Fairbanks, con sus alfombras volantes y espíritus que escapaban de lámparas mágicas. Al día siguiente exploramos la Medina y, más tarde, el museo Bardo. Recuerdo que admiramos la colección de mosaicos cartagineses y romanos bizantinos. Quedamos atónitos al ver unas joyas de una calidad y gusto exquisito que alguna vez llevaron las damas de Cartago. Y el tiempo volaba. Alcanzamos a disfrutar de un pintoresco recital de blues y soul en la catedral de San Luis que me trajo memorias de mi estadía en Nueva Orleáns, cuando pinté mi cuadro con los tres músicos en Jackson Square. No dejamos de visitar la antigua sinagoga. Y llegó el día de la recepción. La nueva embajada, ubicada sobre una gran roca frente al Mediterráneo, en las cercanías del Palacio Presidencial y decorada con muebles típicos, ofrecía una vista sencillamente grandiosa. Pudimos apreciar las luces de los pequeños pueblos en la lejanía, y más allá las montañas cubiertas de una tenue neblina. Se había entregado un catálogo a los visitantes. El embajador me dijo que los cuadros habían sido admirados por mucha gente y nos presentó a políticos, artistas, propietarios de galerías y embajadores de otros países. Al día siguiente nos comentaron que la recepción había sido todo un acontecimiento. A la tarde nos llevaron, por las escaleras de la Rue de Marseille, a la galería principal de la ciudad. Era como estar en Paris. En las mesas apreciamos un selecto público, atendido por mozos vestidos como en Francia. En las paredes había grandes cuadros míos de diferentes épocas, especialmente elegidos para nuestra recepción. Pasamos al estudio y nos encontramos con varios artistas locales. Fue una recepción muy cálida. Parecía que nos conociéramos de siempre. Ellos sabían mucho de mis trabajos y me acercaron diversos comentarios. Quedamos en vernos a la mañana siguiente. Para el evento pensaba emitir opiniones y sólo responder preguntas, pero finalmente las cosas fueron por otras vertientes y decidimos pintar un cuadro entre todos.

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Yo debía hacer el comienzo y cada uno de los cinco pintores tunecinos invitados agregaría lo suyo cuando lo deseara. Inclusive se podía borrar, cambiar formas y modificar colores. Frente al lienzo de un metro y medio por dos, llevando mi pincel colmado de esmalte acrílico rojo, sentí cómo cinco pares de ojos penetraban en mi espalda. Esbocé una cara alargada y no pude evitar que unas gotas se deslizaran formando una mancha casi al final inferior del cuadro. Para la cara utilicé dos colores más. Hamadi pintó otros rostros en diferentes colores y en otras ubicaciones. Mohamed transformó algunos de ellos dándoles brillo y forma, como si fuesen esferas de un árbol de navidad. Mustafá deslizó colores estridentes y les dio formas de flores. Attías completó el lienzo con grandes formas geométricas en tonos del arco iris. Alí modificó estructuras. Durante tres horas pintamos, agregando, cambiando y discutiendo acerca de colores, geometría, formas y tendencias de arte. Al poco tiempo decidí declarar finalizada la sesión y nos pusimos de acuerdo sobre el título. Sería: “Nuit de Tunesie”. Firmamos todos y llegamos a la conclusión de que realmente semejaba ser una obra elaborada por un solo artista. No notamos que se había juntado una cantidad apreciable de público. En medio de un aplauso interminable, entre abrazos y risas, comenzamos a bailar. En un momento escuché que alguien gritaba: “No te vamos a olvidar nunca y vuelve cuando quieras”. A la noche partimos. Después supimos que el cuadro fue llevado a la embajada y ubicado en la pared de la gran sala de recepciones. Debajo se colocó un cartel con la explicación de cómo había llegado a plasmar esa obra y la frase final : “EL ARTE NO TIENE FRONTERAS”. Después de algún tiempo recibí en mi casa una copia enmarcada en recuerdo de aquel inolvidable acontecimiento.

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Marea baja En este tranquilo día estoy sentado como otras veces en mi lugar favorito: el viejo banco despintado frente a la serena bahía. Las olas que bañan la playa semejan pulsaciones. ¿Adonde me llevarán mis pensamientos en esta jornada? Pero mis ojos hoy no se pierden en la lejanía. La marea está baja y quedo pasmado. Veo sobre la arena una insólita variedad de inmundicias: escombros, basura, neumáticos, bolsas, restos de huesos... ¿Cómo es que nunca había notado aquello que ocultan las aguas? Pienso que he vivido permanentemente en la marea alta que cubre las miserias con su manto plácido. Ahora creo sentir un enorme lastre que es capaz de arrastrarme al fondo. Trato de mirar a lo lejos y comienzo a temblar.

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Krasnovie Selo Después de ciertos descubrimientos ya nada resulta igual

Hoy recibí carta de Pedro: él había encontrado lo que yo estaba buscando desde hacía años. Viajé a Viena a la semana siguiente. Pedro me acompañó en el ambiente neblinoso de la noche. Bajamos los escalones de un callejón oscuro y llegamos a la vivienda del anticuario. Nos esperaba, sentado frente a una mesa pequeña en la que pude apreciar la máquina de escribir que tanto había buscado. El anticuario afirmó que de sus teclas surgió La Sonata a Kreutzer, que Tolstoi escribiera en 1826. Mis pensamientos volaron a Krasnovie Selo. El mundo se fue lejos. Y apareció ella. No sé de dónde salió, pero la ví en el gran sofá. Su pelo enmarañado me recordó todo el dolor y mi sufrimiento. Sus ojos, la soledad, el abandono. Y brotó un amor renovado. La voz del anticuario sonaba distante. ¿Va a escribir algo? Entonces en mí surgió sólo una frase: “Jamás te he olvidado”. Creí sentir una caricia. Me pareció percibir el roce de sus dedos y ansiaba que ella realmente estuviera allí, en Viena, a mi lado. Compré la máquina. De regreso, solo, en casa, esperé hasta entrada la noche. Cuando ya todo estuvo en silencio, prendí una vela, me senté y comencé a escribir. Después cerré los ojos. Estaba en Krasnovie Selo, Pozdnyshev había quedado atrás y sentí las caricias de Mara. Ya nunca nada sería igual.

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La tentación María Eugenia cursó sexto grado en el colegio Nuestra Señora de La Misericordia. Alumna aventajada, prefería sobre todas las materias: religión, arte y corte y confección. Sus compañeras la estimaban. Era buena amiga, estudiosa y siempre dispuesta a dar ayuda. De las tres hermanas fue la única que eligió terminar el liceo. En la fiesta de graduación recibió, de parte de sus maestras las monjas, una Biblia de tapas repujadas y letras en oro. La dedicatoria decía: “Te deseamos que puedas tener una vida feliz, respetando las cosas hermosas que brinda la religión”. La familia de María Eugenia vivía en una tranquila casona en Flores, con un jardín interior y muchas plantas verdes y enormes geranios. El living, decorado con muebles recibidos de los abuelos, no se usaba con frecuencia. La figura de un Cristo colonial, iluminada de noche, decoraba la gran pared. La biblioteca contenía una buena cantidad de libros que, por su aspecto cuidado, parecían no haber sido consultados con asiduidad. La madre, pequeña y delicada, viuda desde hacía años, salía poco. Pero siempre los domingos concurría a la primera misa. Los días transcurrían igual año tras año. Sólo algunas reuniones en días de cumpleaños y festividades religiosas traían algo de vida a la casa. Las hermanas de María Eugenia pronto encontraron festejantes y se casaron. La mamá y María Eugenia quedaron viviendo solas. Algunos días a la semana María Eugenia se ausentaba para hacer las compras y efectuar algunos trámites. Se arreglaba de forma sencilla, mayormente con vestidos grises en verano o un tapado de pana en los días más fríos. Las hermanas solían visitarlas de vez en cuando, por ratos cortos. Siempre aducían actividades sociales impostergables. Cuando la madre falleció, Maria Eugenia guardó luto riguroso durante doce meses y asistía a misa todos los días.

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Las hermanas comenzaron a venir más seguido y dejaban a sus hijas para que se las cuidara durante unas horas. Las niñas le contaban sus aventuras, su vida escolar y todo aquello le hacía recordar su pasada estadía en el colegio. Cuando crecieron, María Eugenia siguió con interés detalles de las fiestas y bailes a los que concurrían, las pequeñas frivolidades, y las descripciones de las vestimentas de moda. Un día, las chicas se olvidaron de llevarse una revista francesa de modas. Al hojearla, Maria Eugenia vio un vestido con grandes motivos florales. Zapatos de charol angostos, de elevado y fino taco, completaban el conjunto. Esa noche soñó con el modelo y una intensa tentación se apoderó de ella. Al día siguiente tomó el tranvía hasta Santa Fe y Callao. Caminando en dirección a plaza San Martín, quedó deslumbrada con la Sedería Victor y sus telas llegadas de Francia. En la vidriera no encontró lo que realmente buscaba y con cierto recelo, cruzó la puerta. Antes de que se diera cuenta un vendedor canoso de ojos vivaces se acercó y le preguntó si buscaba algo en especial. Le fue difícil describir lo que tenía en mente. Tímida, sacó la revista de su gran cartera y mostró el vestido. “Pero si la modelo se parece a Usted” fue el comentario. Tras una corta búsqueda, María Eugenia se llevó la tela anhelada. Llegó a su casa muy excitada y dejó el paquete en el dormitorio. Esa noche en su sueño se vio elegante, peinada con grandes rulos, zapatos dorados y el collar de perlas heredado de su madre. A pesar de ser hábil para la costura, tardó dos semanas en armar el vestido. A medida que se lo probaba, sus fantasías iban en aumento. Faltaban botones, medias, zapatos y el encaje para el cuello. En otra visita a la calle Santa Fe obtuvo todo lo que necesitaba. Frente al espejo, con el conjunto completo, decidió que debía cambiar de peinado. Además subió el ruedo en casi cinco centímetros, hasta dejar ver parte de sus rodillas. Estaba tan dedicada a la tarea que se olvidaba de todo. Sus hermanas, extrañadas, decidieron averiguar qué estaba ocurriendo.

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Cuando sonó el timbre, Maria Eugenia luchaba con su peinado. Tras el susto, guardó ruleros y horquillas y se colocó una bata. -¿Qué has hecho con tu pelo?- no va para nada con tu personalidad-, fue lo primero que dijeron. Después pasaron a los detalles de la próxima reunión de Nochebuena en casa de la mayor. “Te esperamos pero no lleves demasiados regalos para las chicas, que ya tienen el ropero lleno”. El verano llegó caluroso. Buenos Aires se deshizo de mucha gente que se refugiaba en sus estancias, playas, o en las montañas. María Eugenia ensayaba casi todos los días su nueva y oculta personalidad. Había adquirido un lápiz labial, colorete y trataba de usarlos en forma discreta. Finalmente decidió ir al fotógrafo de Rivadavia y Caracas para que le sacaran una foto con su vestido y demás atuendos. Seguro que ya no la recordaría. La última vez que había estado allí había sido para su comunión. Quedó frustrada cuando leyó el cartel: Cerrado por vacaciones hasta el 28 de enero. A principios de febrero, y después de vencer algunos peros, emprendió nuevamente el camino. El fotógrafo le indicó el lugar donde cambiarse. “Muy bien, gire un poco hacia su derecha, ahora levante la cabeza y saque el busto”. María Eugenia se sonrojó pero disimuló su estado de ánimo. A la semana retiró las fotos. Guardó vestido y foto en el gran baúl y el episodio de su transformación quedó en el olvido. Pasaron algunos años y Maria Eugenia enfermó de gravedad. Después de 2 semanas falleció en el Hospital Rivadavia. Las hermanas decidieron que debían deshacerse de ese espacio atiborrado de objetos: tarea nada fácil. Comenzaron con los muebles. Un comerciante que revendía al interior se llevó todo. No sabían qué hacer con la ropa. Finalmente la donaron a la parroquia. Antes de poner en venta la vetusta casa de Flores, pidieron a las hijas que se fijaran en las últimas cosas que pudieran haber quedado. Fue entonces cuando descubrieron, en el altillo, un baúl que había quedado olvidado. En el fondo encontraron un vestido muy elegante

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y una foto. Intrigadas, la observaron. “Qué linda estaba la tía y qué elegante. Nunca la vimos así” comentó la mayor. La menor, silenciosa, no dejaba de mirar la foto. La mayor opinó que nada merecía ser conservado, pero la menor pidió quedarse con el vestido y la fotografía como recuerdo. Al llegar a casa decidió ponerse el vestido. Se asombró: como hecho a su medida. Cuando se acercó al gran espejo del dormitorio vio, atónita, a Maria Eugenia que, del otro lado, con los brazos extendidos, le sonreía. Con el correr del tiempo, cada vez que se sentía desdichada, recurría al vestido, a la imagen de su tía y recuperaba el buen ánimo. Podría decirse que ese vestido la acompañó mucho y le enseñó a vivir. Nunca reveló su secreto.

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Estas cosas Tendría yo aproximadamente quince años cuando una noche me hartó una corta pesadilla y ya no pude conciliar el sueño. Por la mente se filtraron palabras olvidadas. ¿Por qué justo la Zoología? Y de la Secundaria. Comencé a recordar: Arquípteros, Ortópteros, Hemípteros, Dípteros, Lepidópteros e Himenópteros. Además unas increíbles abreviaturas en las que tanto insistió el de castellano de nombre Nepomuceno Artigas: Rev., Exmo., R.O., S.E., SS.AA., SS.MM., S.S., S.A.R., V.A., y estas odiosas cifras romanas: L, M, C...También aparecieron aquellos patriotas y héroes de nuestra historia, en su mayoría militares, servidos en bandeja de plata y envueltos en papel de seda de todos los colores. Ya a la mañana y con el diccionario me desayuné de que el Arquíptero se refería a una libélula, el Ortóptero a una langosta, un díptero a una mosca y V. A. correspondía a Vuestra Alteza. Al ver al Sr. García, un vecino jubilado, ya listo para su diaria caminata, le pregunté qué opinaba de estas enseñanzas que ocupaban parte de la memoria y que solían aparecer en mis sueños. Se despachó con un discursito muy aceitado: “Mira, todo esto te lo meten en la cabeza sólo para obnubilarte (tuve que consultar el diccionario después para conocer el real sentido de esta palabra) y para evitar que conozcas los hechos y realidades importantes que hacen al quehacer del mundo y de tu país. Pero no te hablan de que el patriota Rivadavia se dignó a solicitar a la banca Baring el primer préstamo para la Argentina y que ello dio lugar a la permanente deuda con el exterior que tenemos; de las protestas de los trabajadores de la Patagonia y las muertes ocurridas a manos del ejército de Irigoyen, tan admirado por el pueblo ignorante como excelso demócrata; del ponderado Pacto Runciman- Roca, una entrega de nuestra soberanía o, yendo al resto del mundo, de las masacres de Armenios por el ejército turco, el calentamiento global y la contaminación producida por los grandes

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complejos industriales”. Así siguió por un rato. Aclaro que el Señor Garcia había militado en su juventud en una unidad del Partido Socialista en Balvanera. Ya muy confundido y sin saber qué pensar se me ocurrió leer un artículo del periódico que llegaba a casa y que en algún párrafo consignaba: “Este gobierno de tendencia populista, preocupado por mejorar la calidad de los habitantes, no logra avanzar por falta de un plan político orgánico. Según UNICEF hay en Sudamérica millones de niños debajo de la línea de pobreza y en el área cultural las grandes mayorías están excluidas, incrementándose el desconocimiento y la falta de interés por la educación y la cultura”. Escrito por un ex ministro de un gobierno de turno que supimos tener. Ya mi confusión e intranquilidad habían llegado a escalas preocupantes. ¿Donde estará la verdad? No solamente nuestra verdad. Poco a poco me convencí de que en el mundo se pregonan infinitas verdades y que cada individuo seguramente poseía la propia. ¿De que dependería? ¡Que vuelen las moscas, los lepidópteros, y que la Torre de los Ingleses muestre alegremente sus números romanos! Ya no tenía dudas de que había cosas más importantes. ¡Seguro que lo sabían aquellos que manipulaban los destinos del mundo!

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La visita

Fuimos buenos amigos en esa pequeña escuela en la afueras de Frankfort. Siempre jugábamos juntas y nos prestábamos nuestros juguetes. Recuerdo que Trude se casó joven en una época en que todo era muy duro. En la “Noche de los Cristales”, en noviembre de 1938, los nazis se llevaron a Erich, su joven esposo a Dachau. Nunca se supo de él. A mediados de 1939, Trude y otros parientes lograron emigrar a Palestina. Después aquí, en Europa, pasamos tiempos difíciles y crueles. En los años posteriores a la guerra recibimos noticias de Trude. Se había vuelto a casar y vivía con sus niños en Jerusalén. En 1950 pude visitarla por primera vez. A pesar de todo lo ocurrido, poco había cambiado en nuestros sentimientos de amistad. Volví a verla más adelante cuando el mundo parecía estar en orden. Hace poco Trude me llamó : -¿Irías con mi nieta a Dachau?- preguntó y agregó: -Sólo te la puedo confiar a ti. Quedé muda- y enseguida la escuché decir:-Bien sabes que yo no podría ir, pero no lo voy a tomar a mal si me dices que no. No dije no. Fui con su nieta a Dachau. Al regreso le escribí una carta: Querida Trude, Cuando me llamaste por teléfono para preguntarme si acompañaría a tu nieta a Dachau, pensé en Erich que después de la “Noche de los Cristales” fue llevado allí. Tu pedido me sorprendió porque me lo pedías justo a mí. Quizás puedas hacerte una idea de la visita a través de mis palabras. Fuimos en auto. Ibamos solas, cada una con sus pensamientos. Hablábamos lo mínimo. Lo desconocido, lo que juntas veríamos pesaba sobre nosotras. Todo aquello ya lo había visto yo hace años en una amarga excursión anterior. Pero esta vez sería diferente: estaba con una joven cuyo abuelo había sido asesinado en Dachau y las imágenes me tocarían en forma más directa. Mis fuerzas flaquearon ante todas estas fotos

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y caras. ¿Cuál de estos fantasmas habrá sido Erich? ¿Cómo algunos pudieron sobrevivir? Miré a tu nieta, observando con sus ojos bien abiertos, fuerte en su debilidad. Caminaba lentamente como eligiendo dónde apoyar los pies. Pasamos de una angustia a otra. Parecía no terminar nunca. Hubiera querido cerrar los ojos, arrodillarme, llorar y golpear el piso. Pero tu nieta continuaba la marcha. Llegamos al último recinto. Aunque estaba a mi lado, necesité llamarla por su nombre como si la tuviera lejos. Me miró y comenzó a sollozar. Nos tomamos las manos y nos abrazamos buscando sostén, como queriendo defendernos del horror. La puerta estaba abierta. La luz nos cegó. Mudas, nos apoyamos en una pared. Imposible encontrar palabras. Una mujer se acercó. Por su forma de hablar parecía holandesa. Trató de consolar a tu nieta con el amor que trasciende lugar y tiempo. También se acercó a mí, una alemana. ¿Quién era yo ahora? Experimenté un dolor indescriptible por todos. También por mi pueblo y mi gente. Y surgió en mí la esperanza de que todo aquello no se repetiría. Nunca más. Querida Trude, gracias por permitirme acompañar a tu nieta a Dachau. Semanas después llegó la respuesta de Trude. Querida Erika, Te habrás preguntado por qué te había elegido para acompañar a mi nieta. Fue después de pensarlo mucho. Creí que en aquella época difícil no fuiste un “pez muerto” en el mar de esos enormes sufrimientos, sino que seguramente habías tenido ojos y oídos para los que sufrían. Pensé sin dudar un instante que serías un gran apoyo para mi nieta. Me dije que mi familia y la tuya llegamos a ser una “unidad” que entendimos aquello que pueden hacer los perversos cuando llegan a tener poder. Pero también una “unidad” en el momento de pensar y decidir qué acción tomar para evitar males.

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En Israel tu ayuda fue muy ponderada. El aporte de una alemana no judía resultó un modelo y algo muy positivo para nuestros jóvenes. Te estaré eternamente agradecida. Por último te transcribo la pregunta de mi nieta después de retornar: ¿Abuela, dónde están los asesinos? Esta historia me la mandó una compañera del Colegia Pestalozzi de nombre FRIEDEL (fallecida) que me hizo acordar muchos episodios de mi vida, algunos vividos y otros que me fueron contados.

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QUINTA PARTE

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Odio y terror*

Pedro Vargas tenía fama de pintor de vanguardia reconocido y apreciado en el ambiente artístico de la ciudad. Su aprendizaje lo llevó por talleres de maestros famosos de muy diferentes estilos y características. Después de varias etapas, quedó persuadido de haber elaborado una expresión y temática propias que lo complacían plenamente. Trabajador incansable, revelaba enorme entusiasmo y oficio. Una vez madurada la idea, se consagraba a plasmarla en el lienzo con dedicación encomiable. En estos días daba los toques finales a una obra de tamaño pequeño, cuando normalmente solo pintaba cuadros grandes. El tema elegido lo apasionaba, y si bien las horas de concentración mental para imaginar detalles, colores, matices y ambientación resultaron agobiantes, lo colmaron de placer. Desde las pinceladas iniciales fue buscando el ambiente propicio para luego estructurar cada elemento en su justa ubicación de matices y colores. Es siempre difícil plasmar pensamientos e ideas donde sólo juegan figuras, perspectivas, luz, sombras y gamas tonales además de cierto misterio que se somete necesariamente a juicio e imaginación del observador. En un costado quedó ubicada la figura central. Todo rondaba alrededor del estado anímico de un hombre, quien, en medio de una agobiante oscuridad, se veía enfrentado con un ser invisible e invadido por el temor de ser a su vez aborrecido. La forma gris, apenas perceptible del personaje, fue emplazada por Vargas en un costado de la pequeña escena.

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Realzado suavemente sobre el fondo de una pared decorada con gruesos trazos irregulares de óleo mate y en tonalidad beige apagada y sucia, se lo apreciaba con dificultad. Lo que llamaba inmediatamente la atención eran sus ojos desorbitados y de color rojo sanguíneo, que semejaban dardos iluminando el ambiente. Levemente inclinado hacia una gran ventana de trazos amarillos, su mirada parecía estar muy atenta y al acecho de lo que pudiera ocurrir más allá del lúgubre ambiente. Por la ventana se insinuaba una senda apenas alumbrada por los últimos y atenuados rayos azules de un farol lejano. Una puerta en la pared opuesta destacaba un enorme picaporte dorado. Observando con atención los ojos del personaje, se percibía la fuerza del odio, y al mismo tiempo una notable sensación de terror subrayado por un gesto que marcaba la parte superior del rostro. Se adivinaban pensamientos que viboreaban como sanguijuelas esperando abalanzarse sobre el fantasma que flotaba amenazante en el exterior y que en cualquier momento podía aparecer deslizándose por puertas y ventanas. El ambiente del cuadro traslucía un estado de odio y terror en un personaje, crispado al extremo por el entorno exterior, encerrado en un lugar que no ofrecía defensa alguna dejándolo en una situación desvalida sin remedio. Tétrica elaboración del artista concentrada en plasmar un estado anímico de profundo rencor y expuesto a una enorme y fantástica amenaza que podía irrumpir en cualquier momento.

*Premio Torrente Nacional de Cuentos (Rio de la Plata) 1997.

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Cuando todavía vivían rinocerontes en China* Querida Andrómeda, hoy será una noche muy particular. En la gran sala verde finalmente entró el deseado rinoceronte chino. Nació en el siglo II. Es de terracota opaca recubierta de esmalte. Estas hermosas criaturas ya eran conocidas durante la dinastía Han. Asoma la luna. El espectáculo comienza. Los rayos fríos se esparcen, tenues, por la habitación. Ahora reviven mis seres queridos. Los adornados dioses del Japón, salidos del palacio del príncipe Hideyoshi Toyatomi, se mueven con lentitud, resplandecen y callan. La ceremonia del Shinto con fondo dorado despierta a la vida. Es el comienzo de la época de cultivo del arroz. Los músicos inundan la escena con suaves melodías. Mujeres encorvadas esparcen sus plantas en campos bañados de cristales. Los mayores del pueblo las rodean. A distancia, el príncipe, montado en un caballo rojo, observa, erguido, la escena. La luz baña las figuras arcaicas de bronce de Li Chen, oriundas de Taiwan. Son madre e hija y un Buddha sonriente . Hacia el final, aparecen las dos cabezas de Baco de Grandhara, nacidas en el siglo IV. Las uvas entrelazadas en los cabellos y coronadas de serpientes, son de influencia helénica. Las caras recuerdan al emperador Alejandro, de nariz recta y barba tenue. Inesperadas, surgen del rincón las once urnas de la dinastía Shang, con sus máscaras Taoti, ajadas por el tiempo. Mi querida Andrómeda. Solo faltas tú para compartir esta visión. Te prometo una jornada inolvidable en la romántica brusquedad de la historia. Después gozaremos los placeres del encuentro en la antecámara, bañados por “nuestra propia luna”. Te espera con ansiedad, Perseo. *Premio Universidad de La Boca 2003.

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Aurora y ocaso* El destino es inmutable Transparente, la neblina acaricia el sendero. Dos sombras apenas vislumbradas, bajo una clara luna, fluyen lentas y serenas... En la bifurcaci贸n se separan. La mayor se hace visible y acelera sus pasos: busca la aurora. La otra se diluye en el infinito.

*Premio Cultural Villa Dominico 2003

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La correspondencia* La propiedad literaria reside en la forma particula que el artista o escritor le ha dado a una idea general. (Victorien Sardou,“Mis Plagios”)

Ferney,13 de Agosto. Cher Georges Borgués, Después de retornar de una exquisita estadía en el castillo de Sans Souci, residencia de verano de mi amigo el rey Federico el Grande, me encontré con gran cantidad de correspondencia. Asimismo el conde de Rothschild, pariente en tercera línea del vizconde Saint Jacques de Liniers, tuvo la amabilidad de entregarme una obra suya, traída de un viaje a Sudamérica. Recorriendo su libro, escrito en un estilo preciso y esotérico a la vez, he tenido la sorpresa de encontrarme con conocidos en su cuento “El Muerto”. Frases de mi obra “Mondaine”, las encontré transcriptas: “Efectos del alcohol producen un altercado que cesa con la misma rapidez con que se produjo”, y varias otras. Madame de Pompadour, a la que sugerí leyera su libro, ha podido constatar situaciones similares. No obstante, sus escritos me resultaron interesantes, máxime reconociendo que fue mi primer contacto con un autor sudamericano. Lo saluda con la más elevada consideración. François Marie Arouet (Voltaire) Buenos Aires, 31 de Octubre.

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Muy distinguido Señor Arouet, A la sorpresa de haber recibido su amable misiva, se suma el enorme placer de iniciar un intercambio epistolar, con un autor de tanta fama de la brillante literatura de Francia. En una próxima oportunidad le pediré a mi amigo Esteban Echeverría, poseedor de una gran biblioteca de obras europeas, su obra “Mondaine”, y me permitiré hacerle llegar los comentarios del caso. Debo admitir que hasta ahora no he tenido el placer de leer libro alguno de su firma. Lo saluda muy cordialmente, Georges Ferney, 29 de Febrero. Estimado Monsieur Georges, Gracias por su corta misiva. Espero con interés sus comentarios. Aquí, en nuestra querida Francia, la situación se está tornando más difícil. Publicar obras es costoso. La gente lee menos. Todo el ambiente está contaminado por la política, las intrigas y las guerras. Para sostener una conveniente situación económica, he comenzado con la implementación de jornadas literarias. Realmente son instructivas y a la vez entretenidas. Entre los asistentes se encuentran: Jonathan Swift, Friedrich Schiller, Jean Paul Sartre, Madame de Stael y Marguerite Duras. Le sorprenderá saber que últimamente se nos ha unido un escritor argentiniano que dice conocerlo; su apellido es Cortazáre. Por hoy, sólo un amigable saludo, Voltaire Buenos Aires, 23 de Abril. Estimado Señor Voltaire, Con placer he podido recorrer y leer algunos libros de su autoría.

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Realmente son una fuente de sabiduría e interés. Sin embargo, también yo pude encontrar algunos detalles previamente citados por otros autores. Valgan unos pocos ejemplos: En un epigrama contra Freron, Usted escribe: “El otro día en el fondo de un valle Una serpiente mordió a Jean Freron Adivinen Uds. lo que sucedió Fue la serpiente que expiró” Recuerdo haber leído en una obra de 1659, “Epigrammatum Delectus” lo siguiente: “Una gran serpiente mordió a Aurele ¿Qué creen Uds. que ocurrió? Que Aurele murió, bagatelle Fue la serpiente que expiró” Además resultó interesante leer algunas frases de su obra “La Henriade”: “Desde entonces...., él era virtuoso”. Algo parecido a: “Desde entonces, Roma siempre lo consideró virtuoso” (“Racine, Britannicus”) “Degüellen a los mortales con un hierro sagrado”. Noto inspiración en: “Quieren asesinarnos con un hierro sagrado”. (Moliere, “Tartufe”) “Y esta comida para ellos será la última”. ¿Vendrá de? “Que esta comida para ellos sea la última comida”. (Boileau). Así es, mi estimado Voltaire, a menudo somos inspirados por otros. ¿Será un pecado? Quizás podamos conversar sobre este tema personalmente. He pensado que para Usted sería de gran interés y probablemente le proporcione temas para sus próximas obras, una visita a nuestro país. Viajando en la Fragata Sarmiento, durante la travesía podrá practicar la lengua española.

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Una vez llegado al puerto de Buenos Aires, siga mis sencillas instrucciones: la carroza 14 lo llevará a la estación “La Constitución”. Aborde el tren con destino a Bahía Negra. Habitualmente parte del penúltimo andén. Trate de obtener un asiento en el último vagón, y observe a la partida, cómo la ciudad se desgarra en suburbios multicolores. Después conocerá la Pampa. Al cabo de unas 4 horas, el tren se detendrá laboriosamente casi en medio del campo. Apenas podrá leer el borroso cartel que señala: “Parada de los Toros Mansos”. Es allí donde debe apearse y aceptar una breve caminata por la llanura hasta un almacén de color violento, en cuyo frente seguramente habrá un palenque con varios caballos criollos. El patrón lo verá entrar por el espejo. Pregúntele por Georges, el del facón plateado, y le indicará una mesa donde deberá esperarme. No haga caso de los ruidos de los otros comensales. Le traerán carne asada, sardinas y en un vaso de vidrio turbio, un vino áspero. Coloque su espada sobre la mesa, bien a la vista. Infundirá respeto. Cuando el sol se hunda en un esplendor final podrá apreciar la viva y silenciosa llanura antes de quedar borrada por la triste noche pampeana. Después, yo mismo lo llevaré a sus aposentos. Al día siguiente, discutiremos asuntos literarios y de los otros... No olvide que en mi sangre conviven el indio y el soldado, y también la víctima y el verdugo. Espero con interés su aceptación. Lo saluda con íntima cordialidad, Su último admirador, Georges Borgués

*Premio Honorarte 2003

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Las catacumbas* I Finalmente Roma. La Ciudad Eterna nos recibió en el año del jubileo con un día agobiante de junio. En el Hotel, muy pronto quedamos atrapados en el grupo ruidoso de turistas. Una vez en la habitación, amueblada al estilo Luis XVI que exhibía un lamentable abandono, nos duchamos y fuimos a dormir. El cansancio acumulado por las largas excursiones culturales en Florencia, nuestra anterior escala, se hizo sentir. Al día siguiente, después de un sueño reparador, nos preparamos para iniciar nuestro periplo. Roma es, en este sentido, una fuente inagotable. II Junto a un pequeño grupo, enfilamos hacia la Via Appia Antica. En el bus, apenas diez asientos estaban ocupados. Mientras miraba el paisaje, escuchaba la monótona voz de la guía, que se deleitaba exponiendo sus conocimientos históricos a medida que pasábamos por los lugares de interés. Desde la última fila podía observar al resto de los pasajeros. Una abuela atendía a su nieto que no paraba de preguntar cuándo llegaríamos. Una pareja joven intercambiaba miradas, sonrisas y caricias. Un hombre, vestido con camisa a grandes cuadros y bermuda, estudiaba con ahínco un libro de turismo. Tres señoras mayores, que hablaban en voz alta, se reían a cada rato de sus mutuos comentarios. El calor me cerraba los ojos. Una gran curva y una frenada cerca de otro bus, me hizo sospechar que habíamos llegado.

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La guía nos pidió que no nos separásemos y que siguiéramos las indicaciones del padre salesiano que nos conduciría por las catacumbas de San Callisto. III Quedamos asombrados por la belleza y el perfume de los jardines con sus arbustos en flor. Nada indicaba la existencia del enorme cementerio subterráneo, apenas separado por una capa de tierra y piedras gastadas. El padre salesiano Justus Kranz, nos saludó con voz cálida. Lo seguimos por las antiguas escaleras del laberinto. La abuela se desplazaba con cautela por los pasillos. Ibamos en apretada fila. Paulatinamente nos fuimos habituando a la poca luz y al aroma indefinido del lugar. Kranz, muy didáctico y con una frescura singular, dijo: “Quién creería que éste fue el primer cementerio de la incipiente comunidad cristiana, lugar del último descanso de papas y santos martirizados en el siglo III. Estas catacumbas se extienden por 15 hectáreas y los pasillos tienen hasta 20 kilómetros de largo. Seguramente ustedes no se imaginan que hay medio millón de personas en este antro de reposo y sueño infinito”. Con emoción contenida descendimos los diferentes niveles. “Aquí estamos a 20 metros debajo del suelo. Hagamos silencio y pensemos que este es un lugar donde todo recuerda más la vida que la finitud. Para los cristianos, la muerte no es el fin, sino la enorme esperanza de la resurrección”. Más adelante, Krantz señaló lápidas e inscripciones. “El buen pastor representa a Jesús llevando una oveja. Aquella otra, nos enseña nuestro destino, por el oscuro portal de la muerte. El Orante, con los brazos abiertos en oración, ofrece una visión del alma en la paz del cielo, destino final del hombre”. En silencio, perdidos en nuestros pensamientos, mirábamos pisos, mosaicos, piedras. Cerca del portal, ya al final de la visita, Krantz

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agregó que durante la última guerra, y antes de la conquista de Roma por los aliados, se tuvo noticias de que algunas personas habían salvado su vida ocultándose en las catacumbas. No quedaron registros, pero se sospechaba que partisanos, ingleses, judíos y alemanes habían convivido allí por un corto tiempo. Aproveché los 20 minutos que nos concedían para comprar en el “gift shop” algunos recuerdos y libros e ir a la cercana biblioteca. El encargado, ante mi consulta, y con gran diligencia, buscó en los archivos, pero debido al poco tiempo del que yo disponía, no pudo darme mayor información. Durante el viaje de regreso al hotel, imaginé cómo debió haber sido la convivencia entre estos hombres que, de estar en la superficie, hubieran luchado entre ellos. IV Al día siguiente decidí no unirme a los que iban de visita al Coliseo. En cambio fui nuevamente a la biblioteca de las catacumbas. El tema de los refugiados me obsesionaba. Después de horas de averiguaciones, sólo obtuve datos muy vagos. Ante mi cara de decepción, un estudioso salesiano muy aficionado a la historia, y que había vivido la toma de Roma por los aliados, se ofreció amablemente a darme un sucinto cuadro de la situación de aquella época. “Después de que los aliados conquistaran Montecassino, la batalla sangrienta que costó la vida de millares de soldados de ambos bandos, las tropas alemanas fueron replegándose lentamente hacia el norte. El mariscal alemán Kesselring dispuso levantar defensas en Roma para pelear y defenderla palmo a palmo. Luego de largas tratativas, y gracias a los oficios del Papa Pio XII, Roma fue declarada “Ciudad Abierta” en junio de 1944, salvándose así de la destrucción. Los alemanes construyeron más al norte la “Línea Gótica”, que se

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extendía desde el Mar de Liguria hasta el Adriático”. Como consejo final, el bibliotecario me sugirió averiguar más datos en los archivos de algún periódico, o en la comunidad hebrea. V Ya casi olvidado de mi rol de turista, y después de una obligada visita a Tívoli y la Villa de Adriano, aprovechando la tarde libre, fui a la sede de la comunidad hebrea. En el gran templo, donde sólo encontré gente joven, recibí folletos e informaciones sobre el origen de la presencia judía en Roma, que data de 2200 años y pasó por infinidad de sufrimientos, pero ninguno comparable a los vividos durante la dictadura de Mussolini y la ocupación nazi. Sobre los refugiados en las catacumbas no pude obtener informaciones. Nadie sabía nada. En la biblioteca se me permitió tomar apuntes. Estaba abstraído en mi tarea cuando un anciano se acercó para preguntarme qué estaba haciendo. Le conté mi inquietud y él, mesándose la barba, me habló largamente de las penurias de los judíos romanos durante la guerra. Tenía lágrimas en los ojos. Pensé en el “judío errante“. Lo vi pequeño, encogido, con su típico sombrero negro. Lo imaginé temblando por su vida, pero aferrado a sus creencias. Me aconsejó visitar al señor Castelnuovo Tedesco, en el Trastevere. Tuve que conformarme con una exigua descripción del camino a seguir para llegar a la casa verde de la Via Medici. En la reverberante tarde de junio, comencé la búsqueda. Partí de la Sinagoga, crucé la Isola Tiberina y, por angostas calles poco transitadas, llegué a la Piazza Santa María in Trastevere. En el corazón de ese barrio, contrastando con las callejuelas, había juventud. A esa hora de la tarde circulaba una muchedumbre multicolor y el ruido de los escapes de las Vespas se mezclaba con las melodías de antiguas canzonetas y los sonidos penetrantes de los últimos Italo Hits.

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Imaginé las sabrosas comidas de las trattorias y el bullicioso ambiente nocturno. Pasé la iglesia Santa María y pregunté por la Fontana del Acqua Paola. Después de diez minutos vi el antiguo cartel de la Via Medici. Mi emoción crecía. Recorrí la calle sin encontrar la casa verde. Decepcionado, busqué ayuda en una panadería. Una viejita sonriente me escuchó, sin entender demasiado mi italiano. Sólo dijo: “La casa del vecchio ebreo”, y supe que había llegado. Desde la puerta del negocio me la señaló: quedaba justo enfrente. En vez de verde era roja y estaba bastante derruida. La puerta despintada tenía un llamador de bronce. En un costado del umbral encontré la “mezuzá”. Ahora sí estaba seguro de estar en el lugar indicado. VII Ansioso, di dos golpes tímidos con el llamador. Cuando la puerta se entreabrió, tenía un nudo en la garganta. Un hombre enjuto, de mirada penetrante me hizo pasar. Subimos por una escalera muy empinada. Todo el ambiente exhalaba un olor de años. Ya en la habitación, me ofreció asiento. Le expliqué con más detalles el motivo de mi visita. No me interrumpió ni respondió a ninguna de mis preguntas. Pero acercó su silla. Parecía satisfecho de tener una visita. Comentó que tenía un primo músico en los Estados Unidos y algún pariente lejano en Argentina. Al rato se disculpó: debía irse. Me pidió que volviera en dos días, al atardecer. Tres días me quedaban para completar mi estadía en Roma, pero de una cosa estaba seguro: no me iría hasta averiguar aquello que quería saber. VIII Llegó el día esperado. Al anochecer salí rumbo a la casa roja de Castelnuovo Tedesco en Trastevere. Esta vez ni el bullicio ni los

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edificios magníficos lograron llamar mi atención. Subimos las escaleras. El aroma a comida me hizo recordar la cocina de mi madre. En la sala, la mesa estaba puesta: en el medio se destacaba un gran candelabro con dos velas. Recién ahí me di cuenta de que era viernes y se aproximaba la noche del “Shabbat”. Recibí una “kipá”, y la invitación a sentarme. El ambiente era festivo y triste a la vez. Encendió y bendijo las velas. Una mujer joven nos sirvió la comida. Después de una dorada sopa de pollo, llegó la infaltable porción de spaguettis. El vino sabía bien y fue encendiendo mi sangre. Finalmente bebimos Sambucca. El señor Castelnuovo-Tedesco lo sorbía lento, como si fuese un elixir mágico, magia que se iba esparciendo por todo el lugar. Sentado en un viejo sillón de pana roja, al lado de la biblioteca, lo miré salir de la habitación con insólito paso vivaz. Cuando volvió, en su mano derecha llevaba un cuaderno. Solemne, se colocó unas gafas y me pidió que me pusiera de pié. Con voz triste y apagada recitó el “Kaddish”, la milenaria plegaria por los muertos. Mis pensamientos volaron hacia todas las víctimas de la tremenda barbarie. Después del rezo, y con voz temblorosa, dijo: “Este cuaderno perteneció a mi hermano, que murió hace 2 años”. Nunca entregaría ese testimonio, sólo leería algunos fragmentos. “No debe tomar notas ni apuntes, lo que recuerde lo llevará consigo. Nada más”. Luego, con una voz que parecía venir de otros tiempos, comenzó: IX Mayo 13, 1944. En casa de Piero no hay luz ni agua. Los patrullajes de los alemanes no dan tregua. La situación se hace insostenible. Durante la noche, Piero, que pertenece a la resistencia, nos llevará a la casa de Giovanni, en una callejuela detrás del Vaticano.

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Después de una odisea llegamos sin ser detectados. Ahí encontramos a Aarón, un hombre joven, que inmediatamente mostró su personalidad de líder. Parecía salido de la historia: un héroe de Massada. “Los alemanes no nos atraparán; antes la muerte”, dijo. Los partisanos aceptaron la propuesta de Aarón: Giovanni nos llevará a las catacumbas, en la Via Appia Antica. ¿Dónde estarán los aliados? ¿Hay lucha en Roma? nos preguntamos a cada rato. Ya no podemos dormir. X Mayo 17, 1944. En una noche propicia, bajo una tormenta feroz, y con la ayuda de dos partisanos, nos aventuramos por calles inundadas durante cuatro horas de continuas y sigilosas marchas. Los relámpagos que iluminaban por instantes las fachadas, nos sobrecogían. Teníamos un solo pensamiento: Llegar pronto. Recién a la madrugada vimos la pequeña luz de una lámpara de aceite. Un salesiano nos condujo a las catacumbas. Los partisanos, antes de irse, habían prometido traernos comida y noticias. Silencio y oscuridad. Rendidos por el esfuerzo, nos quedamos dormidos. XI Mayo 24, 44. Lejos de los cañones y del mundo, Aarón cuenta historias de valientes, y hasta se permite bromear. Esperamos, ansiosos, nuestros contactos con la realidad. Piero es el encargado de traer novedades del frente. Hacia la tarde escuchamos pasos.

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Acurrucados, esperamos lo peor. Haces de luz iluminan las paredes. No atinamos a hacer nada. ¡Oh, look, people!, dice alguien. Vemos entonces a dos soldados ingleses. Con dificultad se establece un diálogo. Ian y George, a los que la casualidad había llevado a descubrir el acceso a las catacumbas, comprenden en seguida que somos del mismo bando y nos ofrecen chocolate y cigarrillos. Afuera reina la confusión y nadie sabe dónde se encuentra el frente. Cuando finalmente llega Piero, se sorprende al ver a cuatro personas. Los ingleses coinciden con nosotros: no nos entregaremos sin luchar. Esa noche nos sentimos un poco más seguros. XII Mayo 27, 44 La convivencia es buena. Ian, originario en Edinburgh se empeña en contarnos detalles de su vida: antes de la guerra trabajaba de albañil y no había visto más que su ciudad. George, de 24 años, posee modales mundanos. Ambos se interesan por nuestra historia. No pueden entender ni creer lo de las deportaciones de judíos a los campos de concentración y exterminio. Caemos en largos períodos de silencio. Sólo las raciones de chocolate y whisky de los ingleses nos ayudan a subsistir. Piero nos informa que Roma esta prácticamente en manos de los aliados, aunque todavía se lucha en algunos suburbios. XIII Mayo 30, 44. Hoy, a poco de despertarnos, escuchamos voces. Ian y George alistan sus armas. Nos retiramos a un recodo y nos aplastamos contra la pared.

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Una luz fuerte nos hace pensar que los que se acercan están bien provistos de equipos. Repentinamente vemos a tres soldados alemanes. El que parece ser el oficial ordena: ¡Feinde, schiessen! Otro grita :¡Nein, Warten!” El jefe nos apunta con su ametralladora. Aarón, desesperado le grita a Ian: “¡Shoot!”. Pero no es necesario. Resuena un solo tiro y el alemán, que había dado la orden de ataque, tambalea y cae por el disparo de su compañero. Este grita: ¡Halt, Stop, nicht schiessen, no shoot!, y deja caer su pistola. El otro lo imita. Levantan los brazos. “No enemies”, les dice Ian a los que acaban de rendirse. Aaron, que habla algo de alemán, afirma que la única manera de sobrevivir es colaborando entre todos. Debemos comportarnos como seres humanos, recalca. Claro, para él es fácil pues todo lo arregla con el Talmud. El jefe del grupo, un oficial de la SS, ha sido ejecutado insólitamente por Hans, su ayudante. El otro, Fritz, no abre la boca. Arrastramos el cadáver a una antigua tumba. Esta noche nadie puede dormir. XIV Junio 3,44. Es notable cómo, fuera de su condición de soldados, todos aprenden a convivir. Hans, cuenta que trabajó para un peletero judío que logró emigrar en 1937 a Estados Unidos. No para de hablar de su hijo de 15 años, de sus paseos por los bosques y las rondas de cerveza y bolos con sus amigos. Suele cantar en voz baja. Fritz, que tiene mucho sentido del humor, cultivaba espárragos y remolachas blancas en un pequeño pueblo del sur de Alemania . Aarón, nos impulsa a movernos y ejercitar nuestra mente. El siempre

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cita el Talmud, parece conocerlo de memoria. Yo quisiera tener su fe. Algunas veces pienso: ¿Se puede confiar en estos alemanes? Esta falta de certeza es para enloquecer. XV Junio 6, 44. Hoy llegó Piero con la buena nueva de que Roma ha sido liberada . Los ingleses desean ir en busca de su regimiento. Para ellos ha pasado lo peor. Hans y Fritz, esperan tensos nuestro veredicto . Aarón toma la palabra: “El Talmud enseña que el que salva una vida, salva la humanidad. En estos días de sufrimiento hemos aprendido mucho. Olvidemos odios y fanatismos”. Piero ha hablado con sus jefes de la resistencia y ellos aceptaron ayudar a Hans y Fritz. No se habló más. Recién cuando salimos de nuestro escondite, y nos encontramos en la noche cálida, bajo un cielo estrellado, nos abrazamos. Los alemanes, guiados por Piero, intentarán pasar las líneas de combate para volver a su país. XVI El señor Castelnuovo Tedesco se quitó los lentes y dijo: “Esto es lo que pudo escribir Maurizio”. Todavía muy impresionado, le pedí que me contara qué había hecho él durante la guerra. Carraspeó: “Eso no tiene importancia. Pasé la mayor parte del tiempo escondido en un monasterio. Cuando Roma fue liberada, los monjes me acompañaron hasta esta casa, la de mis padres. Un día apareció Maurizio, nuestro abrazo fue interminable.

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Tendré que llegar a ser anciano, para poder escribir todo aquello que resuena dentro de mí, me dijo. Llevaba consigo éste diario. Había perdido su fortaleza física pero mantenía su espíritu intacto. Después de meses Maurizio y yo pudimos reconstruir nuestra casa. Cuando él comenzó a trabajar en su anterior puesto en la Biblioteca Nacional, recibió noticias de Aarón, desde Florencia. El, junto con su hermana y algunos sobrevivientes, habían reorganizado la antigua comunidad, reconstruido el templo y la casa comunitaria, recuperando la vida espiritual a la judería florentina. En 1947, Maurizio recibió una carta de Aarón: se iba a Palestina. Allí luchó en la guerra de 1948, y una vez consolidado el Estado de Israel, comenzó a dirigir un Centro de Recepción de Inmigrantes. Es lo último que supimos de él. Mauricio, en 1950 pudo disfrutar de una gran satisfacción que lo reconcilió con la vida. Un matrimonio amigo, también sobrevivientes, viajaba a Alemania: se habían enterado por la Cruz Roja, de que un pariente estaría enterrado en Bergen Belsen. Cuando Maurizio supo del viaje, les pidió que trataran de ubicar a uno de los soldados alemanes de las catacumbas, del que sabía que vivía cerca de Hannover. Los amigos de Maurizio, ya de regreso, le comentaron que además de la tumba, habían encontrado a Hans, y que este le había enviado una carta. Aquí está, dijo Castelnuovo: Si desea, puede leerla. Usted entiende algo de alemán”. Conmovido, saqué la carta del sobre: Maurizio, en la vida ocurren milagros. Un milagro es que sus amigos pudieran encontrarme y transmitirme sus saludos, y otro, que usted y yo estemos vivos. No sé por dónde comenzar: Después de salir de las catacumbas y gracias a la ayuda de los partisanos, llegamos a la línea del frente. No fue difícil cruzarla. Enseguida nos enviaron a un hospital para recuperarnos. Creo que en Italia la guerra realmente terminó en abril de 1945, cuando Mussolini

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fue ahorcado. El 7 de Mayo de 1945 llegó la paz y regresé a Hannover. Me encontré con una ciudad en ruinas. Ayudé en las tareas de remoción de escombros y en la reconstrucción. Mi mujer e hijo sobrevivieron gracias a que se refugiaron en un pueblo cercano, en la casa de parientes. Reunida la familia conseguí labores ocasionales. Años después nos mudamos a un pueblo cercano a Bergen Belsen, donde me reencontré con amigos y compañeros de escuela que habían vuelto de la guerra. Una vez que Alemania tuvo un gobierno, comencé a frecuentar un grupo socialdemócrata. Sentí, como otros, la imperiosa necesidad de construir una Alemania democrática que tomara conciencia de sus crímenes y que colaborara con los demás pueblos en establecer una paz duradera. Llegué a ser Burgomaestre de mi pueblo, en el que viven 450 personas. Un grupo de vecinos, bajo mi iniciativa, se hizo cargo del cuidado del campo de concentración de Bergen Belsen. La juventud colabora en el cuidado de ese monumento al horror . Recuerdo cuando estábamos juntos en la oscuridad de las catacumbas, lejos del mundo, sólo nosotros con nuestros pensamientos y esperanzas. Recuerdo a Aarón, su fe en un mundo mejor, su deseo de ir a la tierra prometida, sus citas del Talmud y su enorme convicción en la supervivencia. Sabemos que todo ser humano debe morir alguna vez; lamentablemente muchos hombres son, y serán verdugos. Yo pretendo morir ayudando. Hay frases que me siguen resultando mágicas: “El que salva una vida, salva la humanidad”. Jamás los olvidaré. Un gran abrazo, Hans. P.D.: Fritz volvió a su pueblo en la Selva Negra. Sigue cultivando espárragos y remolacha blanca. Epílogo Al regresar a Buenos Aires nos reencontramos con familiares y amigos, ansiosos por escuchar detalles del viaje y ver fotos. No deseaba defraudarlos y fui demorando el encuentro.

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Al tiempo, reuní a unos pocos, para contarles sobre mi verdadero viaje. Les hablé entonces de la historia de Aarón, Maurizio, Fritz, Hans, Ian y George. Al llegar al final y con lágrimas en los ojos, escuché cómo José, mi más antiguo y querido amigo, comentaba: “Lo que acabamos de oír, es un triste y emocionante episodio de la historia de la humanidad”. Guardo apuntes, folletos y testimonios, para legárselos a mis hijos y nietos, y convencerlos de que siempre queda la esperanza. Porque aún en los peores momentos, no todo está perdido. Siempre habrá un Aarón, un Hans y un motivo por el qué luchar y vivir. Explicaciones Kipá: solideo; los judíos religiosos siempre permanecen con la cabeza cubierta. Mezzuza: pequeño recipiente alargado que contiene una oración y se encuentra colocado en el lado derecho de la entrada de las viviendas judías. Shabbat: sábado; día sagrado para los judíos y que comienza con la bendición de velas y del vino, el viernes al anochecer. ¡Oh,look people!: ¡mira,gente! ¡Shoot!: ¡disparar! ¡Feinde, schiessen!: ¡enemigos, disparar! ¡Nein,warten!: ¡no,esperar! ¡Halt,stop, nicht schiessen!: ¡alto, parar, no disparar!

*Premio AMIA 2003

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El pantano* Ya comienza el invierno de 1915. Todo está húmedo y terriblemente frío. Aquí en Courtraix nos acompaña el rumor sordo de los disparos de los cañones que el viento trae y que parece no terminar nunca. La granja abandonada me preocupa pero no consigo ayuda. La guerra se ha llevado todo. Esta noche esperamos tormenta. Los árboles se doblegan y se escuchan sonidos como en un lúgubre concierto de flautas. Con algunos trozos de madera y hojas logro prender un fuego en la salamandra. El farol apenas ilumina la sala. Pongo a sonar el gramófono con la melodía favorita de Guillermo que, antes de morir y como adivinando la proximidad de la guerra, comentó: -Lo difícil no es vivir sino convivir. Oigo ruidos en el camino. Golpean a la puerta. Son tres militares de uniformes impecables que me entregan un telegrama de requisa y me dicen que necesitan el caballo para arrastrar pertrechos. Pienso en mi Francisco, muerto en las trincheras. Mañana vendrán por el percherón. Voy al establo. Es de madrugada. Estamos solos en el mundo. ¡Vamos!, le digo, acariciándole el cuello. El pantano está cerca y nos espera.

*Certamen Nacional Junin 2005

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El chambergo de Rudecindo* También hay esperanzas vanas

Encogido y triste, el chambergo espera paciente. Colgado en el perchero del boliche de Pedro de Mendoza y California, su dueño no lo reclama. De ala angosta, tafilete raído, el fino polvo del tiempo lo cobija en su letargo. Desde que quedó allí, se acabaron las partidas de truco, payadas y encuentros de compadres. El tiempo se alarga y nada pasa. Un triste día de invierno, el dueño del bar nota la desaparición del sombrero y piensa: ahora volverán las reuniones, el truco y los festejos de antaño. Todo en vano. A Rudecindo Reyes lo encuentran flotando en el Riachuelo. Del chambergo, ni rastros.

*Premio Centro Cultural Tango-Tigre 2006

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El collar* La fiesta llegaba a su apogeo. La actriz en el sofá, rodeada de admiradores, jugaba, nerviosa, con su collar de perlas. Repentinamente, al cortarse el hilo, las perlas cayeron, dispersándose. Muchos corrieron para recuperarlas. Dos hombres mayores observaban lo ocurrido. Uno de ellos comentó: “-Qué rápido pierde su atractivo un collar tan bello. Las perlas aisladas casi no cuentan. Enhebradas recuperan su esplendor. Son como las ideas y pensamientos. Sólo cuando se combinan en forma armoniosa por el hilo del entendimiento, proveen una belleza semejante a un collar de perlas en el cuello de una bella mujer”.

*Premio Leopoldo Lugones-Necochea 2002

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La cicatriz* Si no entendemos la vida Como podemos comprender la muerte

La citación policial, la noticia de la muerte de Ana, el posterior reconocimiento en la morgue, todo como un terrible sueño entre tinieblas. Lo había sobrecogido la expresión serena del rostro, el cuerpo exánime, inmaculado... Una vez retirada la sábana gris que la cubría, observó una pequeña lesión que seguramente fue la causa de la muerte, y vio, desconcertado, una cicatriz que se insinuaba debajo del ombligo, hasta el pubis. No recordaba haber reparado jamás en ese detalle. Una tenue llovizna caía persistente dibujando un rosario de diminutas perlas sobre la oscura capa de Abel. Encorvado y absorto, no atinaba a retirarse del borde de la sepultura. Los escasos amigos que lo acompañaban, abandonaron el cementerio sin entender lo ocurrido. Largos años de felicidad habían terminado en un instante. El accidente nunca tuvo explicación. En la policía mencionaron una moto cuyo conductor había desaparecido. La soledad de las tristes noches agobiaron a Abel hasta la desesperación. Horas hilvanando recuerdos lo ayudaron a recuperar la tranquilidad. La relación con Ana había sido muy afortunada: dos seres que parecían sólo uno. Repentinamente, recordó la cicatriz. Durante todos los años compartidos habían cultivado ceremonias en las que, en silencios sagrados y de abstracción mágica, observaban sus cuerpos, solazándose. Nunca él había reparado en esa cicatriz. Pasó el tiempo y la vida ascética y solitaria quedó en el olvido.

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Encontró compañía. Ni la satisfacción física ni el congeniar espiritual, lo conformaron. Si bien no abandonó la búsqueda, intuía que era imposible encontrar a otra Ana. La cicatriz seguiría siendo el permanente sino de su vida.

* Premio Cortazar San Telmo 1998

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Huecos ojos* Mujer calva de huecos negros ojos Bajo cuyos párpados hervía la espera Ahora viste sobria con trapos rojos En tiempos pasados ansiada ramera Llamaba la atención su gran boca torcida El largo cuello de cisne blanco, triste Recorría en insinuantes pasos la avenida Ofreciendo cuerpo y alma cual arma en ristre Había gustado siempre de románticos folletines Deleitándose con emociones fuertes Lloraba desconsolada, sufriendo tristes fines Soñaba con deseo la pasión de las tiernas muertes Mujer calva de huecos y profundos ojos claros Ya no hierve en sus párpados espera alguna Para siempre acabaron sus apasionantes dramas Figuras e ilusiones vanas, esfumadas en la bruma

*Premio Neruda 1998

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Y la muerte espera* Quien vive en la memoria de sus seres queridos no está muerto, sólo alejado. E. Kant.

El tren se desliza por la estepa. El frío de la noche envuelve los oscuros vagones. Sólo se escucha el ronco jadeo de la locomotora y el traqueteo de las ruedas. Al pasar por el túnel, el vapor plateado semeja una exhalación infernal. Pronto el convoy estará en la pequeña estación de Sklavia. El jefe de la misma, amigo del fogonero, acude para informar que la llegada a destino deberá ser poco antes del amanecer. Esto facilitaría la descarga. El arranque es lento y el rodar pausado. Sobra tiempo para llegar. ¿Cuántas veces habían realizado este viaje? Ahora nadie ignora la finalidad de los periódicos recorridos. Para el fogonero y sus compañeros, es una travesía más sin sobresaltos ni sorpresas. La máquina engulle carbón y la caldera resplandece bajo las lenguas de fuego. Ya parece escucharse otra vez el sonido de voces lejanas y una música lánguida y triste. Deben estar cerca. Poco antes de entrar al andén avisan el arribo con un silbido cortante. En la otra vía ya esperan los vagones vacíos para el retorno. Dejan la carga humana cerca de un cartel que ilusiona: “EL TRABAJO LIBERA”. Pero en el pensamiento aparece, con tremenda certeza: “Y La Muerte Espera”. *Premio Vidalinda 1999

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La estatua* También se puede ver con ojos cerrados.

La tarde declina en silencio. La arboleda apenas se mece. Los rayos del sol dibujan figuras caprichosas sobre el césped. Un pequeño grupo se acerca con pasos inseguros, ayudados por sus bastones blancos. El profesor los reúne alrededor de un pedestal. Me acerco. Con lentitud el profesor inicia su explicación: “Ahora podrán apreciar la estatua de un niño aguatero. En italiano se denomina L´Acquaiolo. El jovencito posee una cara alargada de mentón prominente. Tiene el cabello corto y apenas despeinado. Un rayo de sol ilumina la frente y destaca la nariz. La boca pequeña es de labios gruesos y de expresión plácida. Su cuerpo está cubierto por una túnica ondulante que le llega hasta las rodillas. Las delgadas piernas parecen caminar. Los brazos levantados sostienen un ánfora apoyada sobre su hombro derecho. Todo es delicado y frágil. Sus ojos son pequeños, de expresión cálida y los miran a Uds. con asombro.” Los comentarios de los ciegos no dejan dudas: han visto todo lo que Vicente Gemmito, el escultor, ha querido expresar. Cierro los ojos, y veo al pequeño aguatero, sustraído de su pedestal unos meses atrás.

*Premio Rotary Club Olivos 2005

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FotografĂ­as

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Bisabuelas de Fred (Daniel Daniel 1828-1907 y Caroline Koppel 1836-1913)

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Mis padres Walter y Anne cuando eran novios (1924)

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Mis padres, Margot, y yo frente al casino de Mar del Plata

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Margot y Fred a los 12 y 15 a単os respectivamente

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Fred a los 15 a単os

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Margot 15 a単os

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Eva a la edad de 20 a単os (1949)

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Libreta de casamiento

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Interior libreta Casamiento con datos de nacimiento de Tommi y Pablo

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Interior libreta Casamiento con datos de nacimiento de Tommi y Pablo

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Tommi cuando tenĂ­a aproximadamente un aĂąo

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Fred y Tommi (1958 aproximadamente)

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Tommi y Pablo (2 ½ años y 6 meses respectivamente)

Tommi y Pablo (aproximadamente 8 y 6 años)

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Margot con Tommi y Pablo

Eva, Fred, Tommi y Pablo en Carrasco (Uruguay)

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Eva, los chicos y yo en Beccar (aproximadamente 1970)

Dos matrimonios Daniel (Judith y Mรกximo) (Eva y yo) en una fiesta de casamiento

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Ăšltima foto de Eva (1982)

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Casamiento civil Judith Fred. Leverkusen 28-6-1984

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Casamiento religioso Judith Fred. San Isidro 4-8-1985

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Judith y Fred en un baile de disfraz en Nueva Zelanda 2008

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Judith y Fred (1984)

Viaje a la AntĂĄrtida 1999. (Sombra del barco Vavilov sobre un tĂŠmpano)

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Judith (1999) (Antรกrtida)

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Fred (1999) (Antรกrtida)

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Judith y Fred (1999) (Estrecho de Le Maire)

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Alaska (1998) Glaciar Bay desde el avi贸n

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Ketchikan (Alaska) (1998) Pagando a “DAMA” por “Servicios”

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Judith y Fred frente al Crown Princess (viaje costa atlántica Canadá y USA-2009)

Judith y Fred en Cataratas del Iguazú (2010)

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Director, maestros y alumnos del Colegio Pestalozzi en 1938

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En el Colegio Nacional Manuel Belgrano (1941). (Mi amigo JosĂŠ Kolodny en penĂşltima fila a la izquierda)

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En el Colegio Nacional BartolomĂŠ Mitre (1943)

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Compa単eros Universitarios Nacional de La Plata 1947 (Foto hecha por mi)

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Fred en su laboratorio en Colorin (1953)

Foto grupal Colonia de vacaciones Ostermann en Miramar. (Estan los abuelos Ostermann, Eva, Reiner, Werner, Judith y yo)

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Fred estudiante Universidad de La Plata (1948)

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Fred a los 83 a単os

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DĂ­a del padre Fred, Tommi y Pablo (2010)

Fred con cuatro nietas (hijas de Tommi) (aproximadamente 2010)

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Retrato de Fred

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Caricatura de Fred

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Tarjeta de invitaci贸n de mi cumplea帽os 80

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Retrato Judith (2008)

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Wiesbaden - Nero Tempel

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Sinagoga Wiesbaden. Destruida por los Nazis en 1938

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Gr谩fico % de las ciudades alemanas destruidas durante la guerra 1939-1945. (Parte negra corresponde a % de destrucci贸n)

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Publicidad logo NERO WERKE – Fábrica de plumas fuente del abuelo Carl Daniel

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