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El secreto del guerrero pacífico Una mañana fresca de otoño, en una ciudad no muy lejana, Danny Morgan contemplaba su nuevo barrio desde la ventana de la cocina. El jardín familiar y sus antiguos amigos habían quedado atrás. Hoy era su primer día de clase en el Colegio Eastside. Estaba entusiasmado y temeroso a partes iguales. Desde la habitación de al lado, su madre gritó: —¡Termina ya el desayuno, Danny! El niño de los vecinos está a punto de llegar para ir al colegio contigo. Sonó el timbre de la puerta. Mientras Danny vertía en el fregadero el resto de los cereales, su madre le entregó una bolsa nueva para la merienda. El timbre volvió a sonar. —¡Bueno! —dijo ella, sonriendo—. ¿Es que no vas a abrir? Danny vio en el umbral de la puerta a una chica de su edad. —Me llamo Joy —se presentó ella. Danny se volvió hacia su madre y murmuró: —Mamá, ¡dijiste que vendría un chico! —Les entendí decir Joe —respondió ella en voz baja. Y en voz alta, añadió—: ¡Que tengas un buen día, cariño! Nos veremos después del colegio. Y le dio un gran beso. Danny enrojeció y, restregándose la cara, se volvió hacia Joy y le dijo con un suspiro: —Está bien, vámonos. Ya habían dejado atrás Baker’s Pond, una hilera de casas viejas y la vía del tren cuando, de pronto, de detrás de un coche aparcado surgió Carl Brady, el abusón del colegio, y les impidió el paso. Danny intentó rodearle, pero Carl, mayor que él, alargó la mano y le arrebató la bolsa, se la abrió y miró dentro. Enfadado, la arrojó al suelo, desparramando su contenido en la acera. Se volvió hacia Danny y le gruñó:


—¿Dónde tienes el dinero? Danny se metió la mano en el bolsillo y, despacio, sacó un billete de cinco dólares, su paga de la semana. Carl estiró la mano. Mientras Danny extraía el billete arrugado del bolsillo, una voz detrás de ellos les sobresaltó. —¡No se lo des, Danny! Se volvieron y vieron a Joy, con los brazos abiertos. —Yo tengo dinero, y si me alcanzas es tuyo. Pero ¡eres tan lento que ni siquiera consigues pescar un resfriado! —le dijo al abusón. Los dos chicos la miraron boquiabiertos, casi sin poder creerse que ella tuviera ese valor. —¿Qué? —murmuró Danny. —¿QUÉ? —bramó Carl. Se le puso la cara roja. Cerró los puños. Luego, arremetió contra Joy. Ella simplemente se rió, lo esquivó y corrió hacia el colegio. Carl se lanzó tras ella, pero Joy era demasiado veloz para él. Danny consiguió llegar al colegio. Mientras buscaba su aula, se asomó a las otras para ver si Joy estaba bien. Encontró el aula de la chica. Ella le sonrió y le saludó con la mano. Él le respondió el saludo y, cuando regresó al pasillo, vio al abusón mirándole fijamente. Danny, por seguridad, se metió enseguida en su aula. A la hora del recreo, Danny encontró a Joy sentada en el césped, abriendo su bolsa con la merienda. —Gracias por lo que hiciste —le dijo él. —Está bien. Creo que debes de tener hambre. ¿Quieres? — respondió Joy, y le tendió la mitad de su bocadillo. Él asintió con la cabeza y aceptó. Mientras comían, miró al patio del colegio y vio al abusón jugando solo a encestar balones. —Antes tenía algunos amigos —dijo Joy—. Después, su padre se marchó, y la madre le dejó con un tío o alguien por el estilo. Desde entonces, siempre está solo. Todos le tienen miedo —añadió Joy. —Menos tú —observó Danny. —Corro más deprisa que él —dijo Joy, con una sonrisa. —¿Cómo has aprendido a correr tan deprisa? —le preguntó Danny. —Mi abuelo me enseñó. Danny dudó un instante, y luego preguntó: —¿Crees que él me podría enseñar también a mí? Joy se encogió de hombros.


—No lo sé. Se lo podrías preguntar. Vive allí —dijo, apuntando a una casa vieja al otro lado de la calle—. Es jardinero. Se llama Sócrates —añadió. Esa noche, al dormirse, Danny se encontró en una cueva oscura. Algo le perseguía. Asustado, intentó correr, pero apenas conseguía moverse. Era como si pisara sobre melaza espesa. Logró ver una abertura en la cueva a la que iluminaba la luz del Sol, pero la salida estaba bloqueada por un bulto enorme y oscuro. Danny sintió que había alguien más allí cerca. Se volvió y vio a un anciano de pelo blanco, que le tendía la mano. —¿Quién eres? —preguntó Danny. El anciano sólo sonrió. Danny se despertó. Ya era por la mañana. Al día siguiente, en el colegio, Danny consiguió evitar encontrarse con el chico abusón a la hora de la merienda. Pero, después de las clases, Carl divisó a Danny y fue hacia él. Danny cruzó rápidamente la calle, pero el chico mayor estaba cada vez más cerca. Presa del pánico, Danny subió unos peldaños a la carrera y llamó a una puerta. Entonces se dio cuenta de que era allí donde vivía el abuelo de Joy. La puerta se abrió. ¡Danny se quedó boquiabierto cuando vio en el umbral al anciano de su sueño! El anciano sonrió a Danny y después a Carl, que esperaba abajo. —Soy Sócrates. Creo que tú eres Danny —dijo. —¿Cómo... cómo sabe mi nombre? —tartamudeó Danny. En lugar de responder, Sócrates entregó a Danny una gran cesta. —Voy a recoger unas cuantas manzanas en el huerto delantero. Me podrías ayudar. Mirando de reojo a Carl, Danny decidió acompañar al anciano hasta la seguridad de su huerto. Sócrates se subió a una escalera y empezó a recoger manzanas rojas y frescas, pasándoselas de una a una a Danny, que las iba poniendo en la cesta. —Ah, señor Sócrates... —comenzó a decir Danny. —Nada de “señor”. Sólo Sócrates. Y puedes llamarme “Soc” —le interrumpió el anciano. Danny asintió con la cabeza. —Bueno... Soc, ¿podrías enseñarme a correr tan rápido como Joy? Sócrates se detuvo, dio un mordisco a una manzana crujiente y le lanzó otra a Danny. —Sabes, este árbol tiene más o menos tu edad. Lo he cuidado durante nueve años... le he ayudado a que llegara a ser un manzano sano y fuerte. Pero no puedo hacer de él un naranjo.


—No lo entiendo —dijo Danny. —No he transformado a Joy en una corredora veloz. Ella ya tenía esa predisposición. Yo sólo la ayudé a que la hiciera realidad. Tú tienes otras cualidades —contestó Soc. —Pero ¡yo tengo que aprender a correr! Ese chico me persigue. Tú le viste. —Sí, lo comprendo. Pero si huyes de un problema, aunque te apartes de él durante un tiempo, él te seguirá persiguiendo. La mejor manera de escapar de un problema, mi joven amigo, es resolviéndolo —dijo Sócrates, al tiempo que se sentaba en la escalera y le lanzaba más manzanas a Danny. —¿Cómo puedo resolverlo? —preguntó Danny, mientras colocaba las frutas en la cesta. —Cuando dejes de tenerle miedo, él te dejará en paz. —Pero ¡le tengo miedo! Sócrates se bajó de la escalera y explicó: —El secreto para tener valor es portarse con valentía, aunque uno no se sienta demasiado valiente por dentro. —¿Cómo puedo hacer eso? —preguntó Danny, con la mirada puesta en el suelo. Sócrates se bajó de la escalera. —¿Has fingido alguna vez que eras otra persona? Danny se lo pensó un instante. —En una ocasión hice de mago... en una obra de teatro que montamos en el colegio. Sócrates puso la mano en el hombro de Danny y le miró a los ojos. —Si puedes ser un mago... puedes ser un guerrero. —Pero no sé cómo ser un guerrero. —Hubo un tiempo en que tampoco sabías atarte los zapatos. A continuación, Soc señaló un punto en el césped y dijo: —Te voy a decir una cosa. Si me enseñas cómo das una voltereta sobre las manos, te enseño cómo ser un guerrero. —Nunca he dado una voltereta sobre las manos. —Lo suponía. Pero inténtalo de cualquier forma —respondió Soc. Inseguro, Danny levantó los brazos, se tiró hacia delante sobre las manos, dio patadas en el aire y se cayó. —¡Te dije que no sabía hacerlo! —se quejó. —¡Hazlo otra vez! Pero ahora, mantén los brazos estirados y la cabeza hacia atrás —dijo Sócrates, con una amplia sonrisa. Danny lo probó y volvió a caerse. Pero siguió intentándolo, y cada vez lo hacía mejor. De pronto, muy sorprendido, Danny se encontró de pie, equilibrado sobre los pies. —¡Lo conseguí! —chilló. —¡Sí! Y es exactamente así cómo se aprende a tener valor, o cualquier otra cosa. Puede que no te resulte fácil al principio, pero sigue intentándolo. Lo conseguirás.


Después de eso, Danny pasó a visitar a Sócrates a diario. Tomándose todas las precauciones para no toparse con Carl por el camino. Un día, mientras ayudaba a Soc en el jardín, Danny le preguntó: —¿Cómo puedo enfrentarme a Carl? Es mayor y más fuerte que yo. Sócrates se detuvo, y luego entró en el garaje y salió con una carretilla vieja. —Tengo que entregar una planta en la Colina Scenic. ¿Crees que podrías tirar de esta carretilla todo el camino hasta lo alto? —Por supuesto que sí —contestó Danny enseguida. Pero lo que él no sabía era que Sócrates iba a meterse dentro de la carretilla. Mientras luchaba colina arriba, resoplando, Danny preguntó: —¿No podemos parar un poco? Esto es duro de verdad. —A veces, la vida es una lucha cuesta arriba, exactamente como subir esta colina. Otras veces resulta fácil, como ir cuesta abajo —observó Sócrates. —Me gustaría que todo fuera cuesta abajo —dijo Danny, jadeando. —Bajar es más fácil —contestó Soc—. Pero ¿qué te hace más fuerte? Danny sonrió. —Ya entiendo —dijo, al tiempo que llegaban a lo alto del camino y se secaba el sudor de la frente. Entregaron la planta y, cuando se sentaron en la carretilla que estaba en lo alto de la colina, Sócrates añadió: —Hay otra cosa sobre la vida, Danny: si no subes la cuesta, nunca disfrutarás de la bajada. Entonces Sócrates arrancó, y volaron cuesta abajo. Todos los días, después de eso, Danny tiraba de Sócrates colina arriba, mientras hacían las entregas a domicilio con el carrito. A Danny le dolían los músculos en sitios donde siquiera sabía que los tenía. Pero cada día se sentía más fuerte. Unos días más tarde, cuando Danny se esforzaba en tirar de Sócrates, una mujer que estaba en su jardín delantero regañó a Soc, diciéndole: —¡Debería darte vergüenza, viejo perezoso! Danny se rió tanto que casi se le escapó el carrito. Al día siguiente, en el jardín de Soc, Danny flexionó un músculo nuevo y cerró el puño contra la palma de otra mano. —¡A ver si Carl intenta zarandearme otra vez! ¡Se arrepentirá! Al oír eso, Sócrates se detuvo y frunció el cejo. Se volvió hacia Danny y le desafío: —Te doy cinco dólares si consigues desequilibrarme. —¿De verdad? —preguntó Danny. —De verdad —respondió Soc. —Está bien, entonces. ¡Tú lo has querido! —gritó Danny.


Se abalanzó sobre Sócrates. Un instante después, Danny se encontró tendido de espaldas en el césped. —¿Cómo lo has hecho? —preguntó. Sócrates le observó un rato antes de responder. —Lo comprenderás cuando lo consigas hacer tú. Ahora, adelante: empújame otra vez — dijo, colocándose enfrente de Danny. Danny se lanzó otra vez sobre él, pero en el último instante Soc se apartó, cogió a Danny por el hombro y, con un tirón suave, le arrojó al suelo. Sócrates tendió la mano a Danny para ayudarle a levantarse. —Te estás fortaleciendo, pero siempre habrá alguien más fuerte. Te dije una vez que correr no es la solución. Bueno, pues luchar tampoco lo es. Si le haces daño a otra persona, eso sólo hará que tú seas el abusón. El auténtico guerrero es el guerrero pacífico. —Pero... ¿y si alguien me ataca primero? —Nadie tiene el derecho de hacerte daño, Danny. Tienes el derecho de defenderte. —Pero ¿cómo puedo defenderme sin hacerle daño al otro? —preguntó Danny. Sócrates señaló un arbolillo curvado por el viento. —Ese árbol conoce el secreto del guerrero. Si se resiste, puede romperse. Así que, bajo la fuerza del viento, se dobla —dijo—. —Nunca opongas resistencia a la fuerza de los demás, Danny. Úsala. Si tiran de ti, empujas hacia delante. Si te empujan, te tiras hacia atrás. Y recuerda: si se te viene encima un tren expreso, ¡sal de la vía! Actúa siempre de esa forma, y tu vida será más fácil. —Está bien. ¡Intenta empujarme ahora! —dijo Danny. En las semanas siguientes, Danny se ejercitó en “salirse de la vía”. No era tan fácil como podría parecer, pero él había aprendido el valor de entrenarse, y un día consiguió derribar a Sócrates. Entonces, le tocó a Danny ayudar a Sócrates a levantarse. —Danny, creo que ya lo tienes —dijo Sócrates, sonriendo. ¡Danny abrazó a Soc y se marchó a casa corriendo a toda velocidad! Al día siguiente, cuando Danny y Joy volvían a casa después de la escuela, Danny vio a Carl esperándolos más adelante, a la sombra de un árbol. Danny se detuvo un momento y respiró hondo. Después, con la mirada fija hacia delante, siguió su camino. Carl se plantó frente a Danny. —¡Esta vez no te vas a esconder detrás de una chica! —le amenazó. Danny sintió que el corazón le latía con violencia en el pecho, pero siguió andando. “No corras ni luches”, recordó. Carl vaciló, desconcertado por la seguridad que mostraba Danny. Entonces gritó: —¡Párate ya! Y alargó la mano para agarrar Danny por el brazo.


Justo cuando Carl le iba a agarrar, Danny se desvió y le dio un pequeño tirón en el hombro. Carl se desequilibró, dio un traspié y se cayó. Se levanto de un salto, furioso, y arremetió de nuevo. Una vez más, Danny le esquivó y Carl se volvió a caer. Esa vez, no se levantó. Se quedó sentado en el suelo, con la mirada baja. Danny supo en ese momento que Carl no volvería a molestarle. Y entonces se dio cuenta de algo todavía más importante: su enemigo nunca había sido Carl. Su autentico enemigo había sido siempre el miedo. Se había enfrentado al miedo, y lo había vencido. Ahora, su batalla había terminado. Danny retrocedió, caminó hasta el chico mayor y le tendió la mano. Carl, avergonzado, volvió la cara hacia otro lado. Se levantó y se marchó, triste y derrotado. Al día siguiente, hacía mucho calor a la hora del recreo. Danny hacía cola para comprarse un refresco cuando vio a un lado a Carl, que miraba las bebidas frías. Danny comprendió que Carl no tenía dinero. Cuando le llegó la vez, Danny puso con determinación un dólar en el mostrador. —Para mí, una limonada, por favor. Y otra limonada para mi amigo —dijo, señalando con la cabeza a Carl. Por la cara del chico mayor pasaron muchos sentimientos. Carl dudó, y luego extendió la mano para coger el zumo. Empezó a decir algo, pero como no conseguía encontrar las palabras adecuadas, se limitó a asentir con la cabeza y se marchó. Por primera vez, Danny entendió lo solo que debía sentirse el chico. Unos días más tarde, después del colegio, Danny vio a Carl encestando balones. Estaba solo, como siempre. Danny se acercó a él, respiró hondo y le dijo: —Tienes realmente un buen gancho. Nunca he conseguido hacer un lanzamiento así. Carl se detuvo. Miró a Danny, pero tenía la atención puesta dentro de sí mismo, como si estuviera decidiendo algo importante. Por fin, habló con dificultad. —Un lanzamiento con gancho no es tan difícil, sólo hace falta un poco de práctica. Ven, te lo voy a enseñar. Joy salía del aula cuando los vio jugando. Los observó un rato desde lejos, y después se acercó. —¿Puedo jugar? Carl dejó de encestar los balones. Le lanzó una mirada feroz y no dijo nada. Después, sus facciones se suavizaron y sonrió. —Claro. Los amigos de Danny Morgan son mis amigos —respondió, lanzándole el balón.


Esa noche, los sueños llevaron otra vez a Danny a una cueva oscura. Sócrates no estaba a la vista, sólo la figura sombría que bloqueaba la salida. Pero, en esa ocasión, no era tan grande. Y, esa vez, Danny conocía el secreto. No salió corriendo. No luchó. Se enfrentó cara a cara, con los brazos muy abiertos, y caminó hacia la luz al final del túnel. Cuando pasó por la figura oscura del miedo, ésta se volvió transparente, brilló un momento y luego desapareció, porque ningún miedo puede soportar el valor y el amor de un guerrero pacífico. Danny Morgan se despertó sonriendo. Miró cómo las cortinas ondulaban con la brisa fresca de la mañana. Fuera un gorrión subió volando al cielo. Y allí estaba, entrándole por la ventana, la luz del nuevo día. Dan Millman El secreto del guerrero pacífico Barcelona: Obelisco, 2002


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