El diosero

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EL DIOSERO

Francisco Rojas González

Tras el pollino iban los hombres y las mujeres a paso lento, solemne; el animal de vez en cuando tiraba tarascadas a los renuevos de grama, sin curarse de la azotaina que seguía a los golosos intentos… Mas en una de ésas, el cuerpo estuvo a punto de rodar; hubo alarma y gritería. Roque Higuera, el Tío, dispuso que un muchacho trepara a la grupa del jumento y mantuviera en equilibrio los despojos de Plácido Santiago. La caravana siguió su marcha, hasta torcer por la vereda que llevaba a Panales; a la retaguardia, ―Tlachique‖, vivo el ojo y la lengua colgante, jadeaba al trotecillo lobuno que había tomado. La comadrita Trenidá recibió sin lágrimas el cadáver de su marido Plácido Santiago; la pena, que se le había sesgado en la garganta, y el corazón paralizado por tanto y tanto peso, le impedían hablar. Con unas ramas de huizache barrió la tierra de la choza; luego buscó una botella y roció con su contenido de agua bendita las cuatro paredes. Después machacó en el metate unos terrones de cal y con el polvo dibujó en medio del piso una cruz ancha y larga; sobre ella, y con la ayuda de los vecinos, colocó al cadáver que porfiaba en mantener la absurda postura a compás que impuso a las piernas el vientre del borrico. Mas este desarreglo había que remediarlo, porque un cadáver en esa actitud no resultaba correcto. Ahí había una buena coyunda de cuero crudío; con ella ató la comadrita Trenidá los pies ya enjutos de su Plácido Santiago y apretó, apretó hasta colocarlos en disposición cabal. Cuando dejó sobre el pecho del muerto una imagen de la virgen de la Merced, la comadrita Trenidá se sentó en cuclillas, muy cerquita de él; se había echado sobre la cara el rebozo, para permanecer inmóvil, como silueta evadida de un friso. Pero ya llegaban los dolientes; alguno encajó en la tierra una vela de estearina tan delgada como el dedo meñique; otro regó con flores de zempoalxóchitl todo el pavimento; una mujer dejó a los pies del muerto un manojo de retama; la fragancia campera llenó el ambiente. Alguien inició el rezo que poco a poco se transformó en rumor como el del río o el del viento que jugueteaba entre los lienzos de cantos rodados. El Tío Roque informó a la concurrencia que por su cuenta había mandado buscar al cura de Ixmiquilpan para que rezara diez responsos de a ―tostón‖, en beneficio del alma del amigo Plácido Santiago. La gente miró con admiración y reconocimiento al viejo, a quien el pulque trasegado habíale hecho tan ligera la bolsa como la lengua. Llegaron la tarde, la anochecida y la alta noche; el pellejo del pulque había sucumbido a las arremetidas de los dolientes. El Tío Roque Higuera, de esplendidez creciente, mandó al ―tinacal‖ de su pertenencia por otra ración semejante a la consumida: ―Di‘hoy pa‘lante todo corre por mi cuenta… ¡Faltaba más!‖, había dicho rumboso… El duelo iba trocándose en tertulia; todos hablaban en voz alta; ahí estaban las panegiristas de los hasta ahora no reconocidos méritos del difunto, ahí los predicadores entusiastas de las excelencias del compadrito Plácido Santiago y también las preces declamadas a voces por las mujeres. De repente,

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