Suplemento Al Faro #16

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Letras y alcohol

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Editores: Daniela Alfaro y Enrique Alfaro F. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas Viernes 24 de mayo de 2024 No. 16 Primera época Carlos román

De libros y alcohol

Una breve nómina de escritores borrachos o de obras donde el trato con el alcohol es el tema principal, cuyo nombre proviene del árabe y significa “el espíritu”, debe incluir a Joseph Roth, quien murió atado a la cama de un hospital luego de ser recogido en un bar parisino a punto de sucumbir tras beber en serie de las copas y vasos que tenía frente a sí: cognac, vino, absenta, cerveza. Acababa de culminar la escritura de La leyenda del santo bebedor, un apólogo de la embriaguez y sus virtudes, que narra en tono de hagiografía la aventura de Andreas, un clochard que habita bajo los puentes del Sena, quien debe cumplir una manda pecuniaria en el cepo de la pequeña iglesia de Santa Teresita de Liseux, patrona de pintores devotos. Cabe mencionar Muerte y muerte de Quincas Berro Dáguas del escritor brasileño Jorge Amado,

relato sobre la ejemplar decisión del respetable Joaquim Soares da Cunha de abandonar una anodina existencia conyugal y burocrática para irse a vivir entre borrachines, jugadores y traficantes de marihuana. “Quincas” muere dos veces en el mismo día para complacer a una familia que quiere un entierro presto y sin comentarios sobre la vida del muerto y a su pandilla de pícaros cómplices, amorosos y bêbados. Deambulan los fantasmas de Geoffrey Firmin, excónsul británico alcoholizado que protagoniza en Cuernavaca Bajo el volcán, junto con el de su autor Malcom Lowry, igualmente ebrio durante los diez años en que escribió y vivió la misma historia. Existe o existió en Oaxaca la cantina El Farolito o La Farola pintada desde muchos ángulos con las pinceladas gruesas y exactas del irlandés Phil Kelly, quien me invitó un día a desayunar en la an-

tigua Antequera después de la presentación de La isla en el lago de José Martínez Torres, novela cuyo escenario son las cantinas del Centro de la Ciudad de México. Cuando llegué al lugar del encuentro, el artista estaba ya recibiendo su orden: medio vaso de mezcal blanco, una cerveza helada, sal de gusano y mínimas rodajas de naranja. Está el briago Charles Bukoswi, cuya obra narrativa y poética se encarga sólo de temas esenciales: el alcohol, las mujeres, el sexo. De lo que he leído del autodenominado Hank, escojo Barfly, novela que como las arriba mencionadas ha sido llevada al cine —salvo la de Amado, aunque Gustavo Trujillo debe confirmar o desmentir el dato— y un breve poema llamado “Los mejores de la raza”. De este extraigo un fragmento: “parece que la / cosa más / sensata que una persona puede hacer / es / estar / sentada / con una copa

en la / mano /mientras las paredes / blanden / sonrisas de / despedida”. Por la intensidad del relato, aunque no está dedicado por completo al alcohol o la embriaguez, recuerdo también La balada del café triste de Carson McCullers, en particular la descripción del whiskey de miss Amelia, dueña del establecimiento, y su cualidad especial: “Se nota limpio y fuerte en la lengua, pero una vez dentro de uno irradia un calor agradable durante mucho tiempo. Y eso no es todo. Como es sabido, si se escribe un mensaje con jugo de limón en una hoja de papel no quedan señas de él. Pero si se pone el papel un momento delante del fuego, las letras se vuelven marrones y se puede leer lo que contiene. Imaginen que el whiskey es el fuego y que el mensaje es lo más recóndito del alma de un hombre: sólo así se comprende lo que vale la bebida de la señorita Amelia”. Salud.

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Para el GL; en recuerdo del doctor Marcolino, acodado en la barra de La Ópera; en memoria también de Alejandro Riestra, regente que fue del Tesoro de la tía Mechita

La memoria es un consuelo pasajero en un universo mutable. Nada vuelve a ser lo que fue. Sólo existen los instantes, pero queremos que perduren para detener la sensación de vértigo que produce el tiempo. Hablaba Borges de las calles que no volvería a recorrer, de los libros que había leído de manera última y definitiva. Cada momento de la vida es una postal desvaída sobre un paisaje inexistente. “Sólo lo fugitivo permanece y dura” dijo Quevedo tras volver a Roma después de algunos años y descubrir que lo único que no había cambiado era el Tíber, cuyas aguas siempre fluyen. Hay lugares que ya no volveremos a pisar porque, como los fragmentos de una hoja que dispersa el

La Casa de Ladrillo

viento, van dejando de ser. Ya no podemos ir a La Ciudad de los Espejos, pues la esquina sur oriente de Pino Suárez y Mesones ahora está ocupada por un cajón de ropa. Se fueron para siempre los vidrios reflejantes que daban nombre al establecimiento, el mural de la pared mayor donde estaba pintado un astronauta, la barra de colores chillantes y las buenas mesas aptas para la práctica del dominó y el cubilete sin riesgo para vasos, botellas o ceniceros. Ya no degustaremos las botanas de Las Tripitas, donde inicié una amistad perpetua con Andrés Fábregas Puig, quien impartió para mí la primera de sus magistrales enseñanzas al amparo de los mangos y las palmas del patio de esa extinta cantina (en ese entonces no se llamaban botaneros los expendios de cerveza y trago con comida de ñapa). Llegó a su fin El Nivel a un costado de Palacio Nacional que, según cierta leyenda, sirvió siendo ya cantina como refugio a un fugitivo Juárez, rescatado

de allí por el cónsul y poeta peruano Manuel Nicolás Corpancho. Desapareció en la muy noble y muy leal Ciudad de México El Lazo Mercantil, en 5 de febrero y Uruguay, en el corazón de mis andanzas infantiles y juveniles en el Centro. En la capital chiapaneca Tuxtla Gutiérrez dejaron de existir La Pelona, regenteada por doña Marthita, mujer brava y católica que tenía un altar para la virgen de Guadalupe junto a los rimeros de cartones de caguama; El Abajeño, lugar de origen de la venturosamente existente Tesoro de la tía Mechita, donde sostuve una inolvidable conversación etílico-poética con Quincho Vásquez Aguilar y Efraín Bartolomé, y, en esos extraños días de pandemia, La Casa de Ladrillo que junto con Las Américas, ahora también cerrada luego de la muerte de Jose Luis Moya, ostentaba la mayor antigüedad en este solar del trópico. Adiós para siempre a la moronga, las manitas de cochi, el riñón y el hígado, los sesos, el buche y la panza,

el lomo rebanado, la tinga de pollo y la costilla. Hasta luego a Luis el Güero, nieto de la tía Elvirita quien fundó el negocio en la década de los 50, servicial y único mesero que tuvo en esa labor su primer y permanente empleo. Al arbitrio de la memoria quedan las conversaciones con el mismo Andrés ya invocado, al igual que con Jesús Morales Bermúdez, Florentino Pérez, José Martínez Torres, Gustavo Trujillo, Rubén López Roblero, Noé Gutiérrez, Miguel Lisbona, Adolfo y Manolo Ruiseñor, Juan Antonio López Chavarría, Julio Sarmiento, el Oso y el Checho Ruiz Abreu. Además de paliativo, la memoria y sus sinónimos “recuerdo,” “remembranza”, “testimonio” y otros que olvido son un recuento que nos hace saber que en el periodo de nuestra existencia hemos pasado por todo y diariamente dejamos de pasar, para siempre, por los lugares que nos hacen morir un poco cuando fenecen, como haremos nosotros tarde o temprano.

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Letras y aLcohoL carlos román

Pulque finos Pedro Infante vive

Un día de finales de los setenta fuimos a Chimalhuacán, otrora zona rural vecina de la CDMX, con camaradas en la militancia de la vida. Comimos mole de guajolote, tamales de haba y alverjón y bebimos harto pulque. Un amigo –que lo era pese a ser troskista y por ende pequeño burgués– bebió al parejo de nosotros, que éramos todo terreno, y se puso una borrachera de órdago. En un descuido se desnudó y salió a la calle a correr en medio de un aguacero. Cada tanto se detenía y gritaba con los brazos en alto: “el pulque es la sangre de los dioses que corre por las venas de los

mexicanos”, Octavio Paz (apócrifo). Conviene recordar que el padre del Nobel, también Octavio, murió cerca de ahí, atropellado por el tren en Chalco, luego de una gran peda de pulque con viejos zapatistas, de quienes era abogado. “Del vómito a la sed / atado al potro del alcohol / mi padre iba y venía entre las llamas / por los durmientes y los rieles / de una estación de moscas y de polvo / Una tarde juntamos sus pedazos / Yo nunca pude hablar con él / Lo encuentro ahora en sueños / esa borrosa patria de los muertos.” Mi padre también murió de borracho.

Un día estaba echando unas botanas con mi compadrito Rafa Gómez en la cantina del Pillo, en Chiapa de Corzo. En la conversación apareció Pedro Infante y su mitología. De una mesa vecina, un chiapacorceño, ya a medios chiles, paró oreja e intervino afirmando algunos de nuestros dichos e incorporando otros, mientras pedía al mesero servirnos a su cuenta sendas caguamas. En la rocola empezaron a

sonar las canciones clásicas de Pedrito, que coreamos íntegramente para beneplácito del agregado local y sus amigos. Al terminar aquella de “pasastes (sic) a mi lado, con gran indiferiencia (sic), tus ojos ni siquiera, voltearon hacia mí”, blandiendo su caguama, se levantó el bolo y dijo al borde del llanto: ― mejor se hubiera muerto mi papá y no Pedro Infante.

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Editores: Daniela Alfaro y Enrique Alfaro F.

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