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Sex shop

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El aire se enrarece tras sus puertas prudentes. Vender ilusiones sexuales para la gente es tan emocionante como lavar la acera del lugar.

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Visitantes suspicaces acuden a pasear su escepticismo, su falta de mundo. Otros buscan la consolación de la materia. Extraña necesidad copular con un plástico: los dispositivos se alargan o recaman barrocamente; los colores fosforescentes y las formas animales dan un aire más bien ridículo. Más interesante es mirar, en pausas, la réplica del actor célebre con venas y surcos testiculares.

Poco favorecería a algunas desventuras. Pero reúnes disfraces, afeites mágicos, instrumentos de dominación y baratijas como en una feria de rancho. Vendes según el protocolo pensando el asco de hacer una felación como un niño come un caramelo con la envoltura. El hombre finalmente ha podido pillarse los genitales esperando un estímulo en ti que eres el mozo; y, ya en confianza, inocente te preguntó por algún género pornográfico ilegal. Entonces sonríes un poco.

Nadie puede probarse nada. Pero, si gustan, lo podrían llevar puesto.

Ah y cuando el cliente finalmente se va, más sutil o más gravemente estafado (algunos desearán creer que todo los ofendió), algo rancio puede permanecer: rocías aromatizante.