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Diana Ferreyra Una Pequeña Molestia

Una pequeña molestia

Diana Ferreyra

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Desde niño, he sido tímido. Antes de hablar, suelo pensar en las consecuencias si llego molestar a los demás. Incluso me preocupo si me voltean a ver. Por eso me quedo callado. Y no, no exagero. Solo no me gusta provocar a las personas. Y más cuando estamos a unos minutos de tomar un vuelo. Había una fila enorme para ingresar al sanitario. Con todo y los olores repulsivos de comida echada a perder y de cacas fuera del excusado, éramos bastantes varones esperando el turno. Delante de mí había cinco hombres. Pude percatarme que más de alguno quería evacuar por los pedos expulsados de sus nalgas, así como del esfuerzo por resguardar el gas. Sí, exactamente cinco mastodontes y anguilas pensaban excretar y dejar libre su panza luego de devorarse dos hamburguesas, cuatro completos 1 sin mostaza y uno de que otro café con leche. Cinco mastodontes y anguilas para tres baños. Me imaginé entonces que antes de subir al avión estaría intoxicado por las pestilencias de los caballeros. Fue cuando decidí salir de la fila y pensé que podía utilizar el baño del avión. Me decidí: puedo apretar mi vejiga como lo he hecho desde hace años. Cuando iba a la escuela, había perfeccionado mi técnica de soportar la orina en entrepierna sin que una gotita saliera. En la universidad era el experto. Nunca tuve una excusa para salir del salón: estaban las clases de historia mundial, de biología general y gramática superior en mi prioridad. Tuve que esperarme media hora para subir al Boeing. Peruanos, colombianos y argentinos dialogaban. Se daban la tarea de identificarse como una raza propia por el hecho de hablar español. Y también para distraerse de su necesidad: veía cómo sus tobillos temblaban con ganas de ir al baño pero no lo hacían por la misma excusa que yo. El viaje a São Paulo era mi destino para hacer pipí y echarme uno que otro pedillo. Las azafatas entraron en la fila y los vigilantes pidieron nuestros pasaportes. Después caminamos por el pasillo de las emociones. Aunque no tenía ninguna idea del portugués, respondía atentamente, incluso sonreía. Pregunté por mi asiento: me tocaba el 15 M. La silla de en medio. Mientras llegaban los pasajeros que estarían de mi lado decidí ir al baño. De cinco mastodontes que dejé en el aeropuerto, ahora había aumentado la masa muscular de las piernas de esos tres elefantes que esperaban su turno. Supe de la masa muscular a simple vista y que probablemente habían comido frutilla, ya que más de uno se rascaba su colita. Al menos, pensé, si llegan a dejar su fragancia no sería tóxica. Esperé. Esperé. Pero pronto dieron la señal de tomar nuestros asientos. Puedo esperar, pensé en ese instante, luego del despegue puedo ir. Lo que no revisé con anterioridad es que me tocaron vecinos del tamaño de una ballena. Un muchacho que dormía de lado de la ventana; y una señora que tenía una bolsa de palomitas para el susto. Con esfuerzos, me entendió. —Muito obrigado —le dije cordialmente. Su pierna izquierda estaba encima de la mitad de mi cadera. Fue cuando me di cuenta que apenas sentía humedad en mis calzones. Mi vejiga daba la primera señal de vida. Pero sería después del despegue.

Pasó media hora y el avión estaba esperando su turno. Había tráfico. Y también hacía calor. La masa volcánica de la señora se cocía a fuego lento, ya que su sudor empapaba mi pantalón. Fue en ese momento que empecé a respirar con más profundidad para que no se me saliera la pipí. Las azafatas revisaban nuestros cinturones, aunque jamás se percataron que tenía la pierna ancha de la mujer a mi costado. Por unos instantes, solía cortarme la respiración. Aún así soporté. Cerré los ojos. En el despegue, punzaban ligeramente los costados de mi espalda. Me concentraba en tranquilizar mis riñones. Temían por su tranquilidad: por su desagüe. Mis riñones eran conscientes. Sin embargo ansiaban con limpiarse. Mi vejiga apenas susurraba en mi calzón una alarma. De hecho, en los giros extravagantes del avión sentía cómo se inflaban mis tomatitos de mi entrepierna de un lado a otro. «Faltaba poco», eso me confortaba. Una vez que nos dieron el permiso de quitarnos los cinturones, decidí regresar al baño. Mas la señora voluminosa me atrapó entre sus multitudes de lonjas como si fuera una medusa. Peor aún: roncaba. Por más que intentaba recorrerla o moverla, me di cuenta que no solo mi timidez era un obstáculo para seguir adelante, ¡sino también mi cuerpo

flacucho! Era demasiado pesada para mi cuerpecillo tilico. Intentaba no molestarla y me recorría. Pero sus lonjas me atrapaban cual arenas movedizas. Para colmo, el huésped de la ventana se acurrucó en mi hombro derecho. Sí, estaba atrapado. Debía contemplar una forma de liberarme de los cuerpos tiesos dormidos. Primero moví los hombros. Nada pasó. Luego bajé mis hombros y me incliné. Chocaron sus cabezas. Pero fui libre. Caminaba hacia el baño nuevamente. Parecía estar desocupado. —Desculpa, meu filho se sente mal —un señor traía a su hijo de la mano. No entendí ni una palabra, pero al ver al niño pálido, pensé «alguien tiene una urgencia» y le cedí mi lugar. Me hice el que no escuchaba. Se oía una y otra vez el excusado. Empecé a tener miedo. Se fueron. En cuanto me acerqué al baño entró en mi laringe un olor ácido de pizza, hamburguesa, café, torta, yogur, jugo natural de naranja, alfajor y otras esencias mezcladas. Como era intenso el olor, decidí esperar a que el tufo vomitivo se fuera. No obstante, otra persona entró. Entre los pedillos que expulsaba y groserías relacionadas tal vez por la fragancia horrorosa, me tocaba ser testigo de sus indiferencias. Salió. Se tapó el baño entre una caquita rústica y una fragancia anterior. Intenté desatorar la necesidad y estuve echando agua. Pero no se iba esa blasfemia y enemigo de mi estómago. Una y otra vez intenté, ¡esa caca era de otro planeta! Juré no volver a comer algo antes del vuelo. Bueno, ya tenía que hacer pipí. Bajé mi cierre y estaba decidido a hacer lo mío. De repente, se sentían turbulencias feroces. Me estampaba de pared en pared por los movimientos intensos. Se me había olvidado: habíamos entrado a los Andes. Decidí guardar mi popote después de tanto desliz. Y sí, mi vejiga se izaba como campana. Pero no. Apreté fuertemente mi entrepierna para soportar el náufrago. No, no podía rendirme. Desafortunadamente, una gotita se deslizó en mi pierna, hasta llegar a un calcetín. ¡Los Andes me columpiaban en un baño! Les pedí que no fueran tan crueles. Unas montañitas que tenían el ritmo de la samba y la aburrición del mariachi chileno, hacían sentirme mal. Tenía miedo. La orina ya que quería salir. Angustiado, me senté, sí, como una mujer. Me senté. Me eché unos pedillos para aliviar mi alma y el líquido se derramó en paz. En ese momento sentí el aire de la gloria, las estrellas marginales sobre el mar; y el suspiro de la noche. Me levanté del excusado y observé cómo la orina muy clara, casi agua, se balanceaba. Tiré. Me subí los pantalones y sonreí frente al lavabo. Suspiré Salí del baño. Afuera, una fila de mujeres me miraba extraño. Me hice el que no las vi. Sin embargo, una de ellas veía a la altura de mi cintura. Deslicé mis ojos, y sí: mi pantalón estaba empapado. ¡En qué momento me hice en los pantalones! ¿En las turbulencias, en la samba de los Andes, cuándo? Me dio pena. Quería derretirme. Lo único que podía hacer era sentarme. Por fortuna, los gordos-focas vecinos dormían plácidamente y la almohada para dormir podía disimular el olor en mis piernas. Durante tres horas la orina la sentía caliente, hirviendo en mis vellos y venas. Y también inspiró en mi sueño. Pilas, ríos y fuentes de pipí decoraban mi naufragio onírico. Perritos, gatitos y elefantitos marcaban territorio en inodoros y baños públicos. También unos mini-yo lo hacían, se equivocaban y se hacían en los pantalones. Un tornado de urea quería bailar con el avión y los Andes para suministrar el calor de sus apestosos olores. Todo era amarillo. Todo era una tubería de desagüe. Aterrizó el avión. Antes de que nos dieran indicaciones, los pasajeros estaban en los pasillos esperando la salida. En cambio, yo era aplastado por mis huéspedes obesos, y hacía tiempo para que todos se retiraran. Apenas se levantó la señora-foca y descubrí un charquito de orina debajo de mi asiento. No debí haber tomado tanta agua, me daba topes contra la pared. Como dije desde un principio, he sido tímido desde niño. Tan tímido, que se me olvidó decirle a las azafatas - y a recordarme a mí mismo- que sufro de incontinencia urinaria en los vuelos. Me da pánico viajar en los cielos. Sí, se me salió de las manos una pequeña molestia. Las azafatas se me quedaron viendo. Una de ellas, al bajar me dio un pañal grande, «por si era necesario» insistió. Y yo creo que sí: este vuelo era una escala para llegar a México.

Mi nombre es Paulina Fernanda Martínez Soto y nací en la ciudad de México en el año 1986, desde 2019 vivo en la bella ciudad de Morelia. Siempre me ha parecido muy interesante observar el resultado de combinar colores. «Todos los colores son amigos de sus vecinos y amantes de sus opuestos.»

Marc Chagall.

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