Momo

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Michael Ende

cantar a voz en grito. Eran de nuevo las melodías y las palabras de las voces, que seguían sonando en su memoria con la misma claridad que el día antes. Momo sabía que nunca más las perdería. Pero de repente calló. Ante ella estaba el local de Nino. Al primer instante, Momo creyó que se había equivocado de camino. En lugar de la vieja casa con el enjalbegado descolorido por la lluvia y el emparrado ante la puerta, se encontraba con un cajón alargado de hormigón, con grandes ventanales que cubrían toda la fachada. La calle misma estaba asfaltada y circulaban por ella muchos coches. En la acera de enfrente había una gran gasolinera y, muy cerca, un enorme edificio de oficinas. Había muchos coches aparcados delante del nuevo local, sobre cuya puerta de entrada un gran cartel ponía: “RESTAURANTE AUTOSERVICIO RÁPIDO DE NINO”. Momo entró, y de momento le costó orientarse. A lo largo de las ventanas había muchas mesas de minúscula superficie y enormes patas, de modo que parecían setas deformes. Eran tan altas que los adultos podían comer en ellas de pie. Ya no había sillas. En el otro lado había una larga barrera de relucientes barras de metal, una especie de cercado. Detrás de éste, una fila de pequeños armarios de vidrio, en los que había bocadillos de queso y jamón, platos de ensalada, flan, pasteles y muchas otras cosas que Momo no conocía. Pero de eso Momo no pudo darse cuenta hasta al cabo de un rato, porque la sala estaba repleta de gente a la que siempre parecía molestar: dondequiera que se pusiera, la empujaban a un lado.

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